Un nuevo film de Alfonso Cuarón es motivo de celebración, sobre todo cuando en los papeles han pasado siete años desde su último trabajo. Con su mirada sobre Great Expectations aún vigente, con la fortaleza que todavía tiene Y tu mamá también, con Harry Potter and the Prisoner of Azkaban como la mejor de la saga de forma indiscutida y con esa excelente versión libre que es Children of Men, da la impresión de que el tiempo transcurrido es menor, pero lo cierto es que el realizador no estrena nada desde el 2006. Y vuelve a la primera plana con una película tan pequeña como gigante, una producción sencilla pero de enorme ambición, un proyecto del que se han vertido tantas cosas positivas como negativas –el desarrollo previo fue muy complejo, muchos actores lo dejaron pasar y se retrasó algunas veces hasta su estreno- que lleva tatuado el destino de clásico del cine que anticipa. Gravity no es solo un paso adelante para Cuarón, es un salto que viene en preparación desde larga data y cuyo resultado es una consecuencia –o una confirmación- de una filmografía coherente que ha ido en permanente progreso. Aún tratándose de un film muy diferente a Children of Men, muchas de sus búsquedas estéticas y sus pretensiones como cineasta pueden ser rastreadas aquí. La escasa cantidad de tomas y los planos secuencia que siempre dan que hablar –es una marca personal más distinguida y elaborada que los lens flares de J.J. Abrams, pero no es bueno comparar- vuelven a hacerse presentes en una película que exige ese tipo de tratamiento. Ponerla en relación con su último trabajo no parece del todo adecuado por tratarse de producciones completamente distintas, pero son sus únicos esfuerzos dentro de la ciencia ficción y en cierta forma se vinculan lo suficiente como para establecer un paralelo o tomarlo como un punto de partida. Porque si se considera su mirada compleja sobre el futuro distópico y estéril de su film del 2006, aquí Cuarón es un asceta. El mexicano explora la profundidad de ese terreno vasto que aún nos es ajeno y lo hace con una categoría y sencillez demoledoras ante las que no queda más que sacarse el sombrero. Con dos personajes, algunos contactos por intermedio del comunicador con Houston, una labor de rutina y un evento tan catastrófico como realista, el director construye la mejor película de ciencia ficción en lo que va del año. El género ha tenido una vuelta en el 2013, pero ha operado por debajo de las expectativas con producciones decepcionantes como After Earth y Oblivion o con films notables que tuvieron dificultades a la hora de construir su audiencia como en el caso de Pacific Rim. Gravedad es la que porta el estandarte de renovación, dado que en forma inmediata ingresa en los libros del sci-fi como una joya indispensable. Angustiante y sofocante, goza de un nivel de narrativa formidable que mantiene al espectador al borde de su butaca a lo largo de sus certeros 90 minutos. George Clooney está en su salsa –no por nada se buscó a Robert Downey Jr. en su momento- en la forma de un astronauta experimentado y confiado que no tiene problema en contar sus historias una y otra vez a los pocos oídos que tienen el privilegio de escucharlo. Él es una suerte de comic relief, es la válvula de escape a la presión, la bocanada de aire que impide que nos asfixiemos junto a la verdadera protagonista que es Sandra Bullock. Y ella, con cierto tiempo para apuntalar su papel, logra ofrecernos a una Ryan Stone de antología. Porque si bien sus llantos e incapacidades del comienzo provocan rechazo, su fuerza de voluntad y deseo de sobrevivir es lo que terminan de cerrar uno de los mejores roles en su siempre irregular carrera. El cine nos ha enseñado que en el espacio nadie puede oír tus gritos. Cuarón refuerza la lección con un tratado sobre los peligros que habitan en dicha región. Riesgos reales, concretos, como la pérdida de comunicación por radio que implica una parálisis en la negrura, los límites del oxígeno o el peligro del momento angular –la rotación permanente sobre un eje hasta que una fuerza lo detenga- en gravedad cero. Lo hace con una simpleza arrolladora, pero para esa impresión de facilidad y naturalidad que logra el cineasta se necesita que no haya ningún tipo de descuido. Por eso la excelente fotografía está a cargo de su compatriota Emmanuel Lubezki o por eso filma en 3D, a sabiendas que el efecto de profundidad en pantalla será invaluable. El espacio es un terreno tan poco explorado que verlo reflejado y trabajado de esta forma aún nos sorprende. No es tarea sencilla que algo que se ve desde hace 45 años, como en el caso de 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick, todavía deje bocabierto al público. Eso puede decirse que logra Cuarón, con un film cuyo destino es de clásico inmediato.
Cassandra ingresa como pasante en una revista periodística y su primer encargo, más bien una prueba, supone que se traslade al Impenetrable chaqueño para una publicación sobre la región y sus habitantes. A partir de ello, Inés de Oliveira Cézar les da voz a las comunidades wichi y toba, no en una forma literal como Lingiardi y sus Las pistas – Lanhoyij – Nmitaxanaxac, sino como una vía para reivindicar sus derechos y dar espacio a que se oigan reclamos históricamente silenciados. Es en su forma de narrar donde Cassandra encuentra sus dificultades, debatiéndose entre el registro documental, la ficción del viaje personal y la doble lectura que se hace del trabajo de la directora. Si bien la mitología griega es un aspecto central de su cine, en este caso es menos palpable que, por ejemplo, en El Recuento de los Daños, suponiendo más bien un esfuerzo de su directora por encuadrarla en el tema que algo que el espectador pueda percibir por su cuenta. Sin dudas la película se sostiene mucho en las esporádicas devoluciones que el editor (Alan Pauls) hace del trabajo de la periodista. El desarrollo de la historia está condicionado a este personaje, primero como jefe, luego como cronista, ya que es a partir de sus intervenciones que esta se permite avanzar. Su ausencia lleva a que en muchos pasajes sea difícil de digerir, algo que se debe principalmente a la falta de articulación entre sus vertientes. Los logros en materia de fotografía, así como la acertada construcción de la labor periodística y el funcionamiento de una redacción suponen algunos aspectos más a destacar de esta producción, en la que nuevamente se hace manifiesta una realizadora ambiciosa que siempre busca ir más allá.
Jamás pensé en la posibilidad de decir algo negativo acerca de Dragon Ball. Siendo un niño cuando el dibujito -¿quién hablaba de manga o animé entonces?- empezó a ser emitido por Magic Kids a mediados de los '90, eran pocas las posibilidades de no ser un fanático de las aventuras de Goku. Víctima de aquella tortura diseñada por un genio del mal, ser seguidor implicaba la chance de encontrar, de un día para el otro, que el programa había vuelto a su comienzo y que una vez más se lo tendría que ver a la espera de que eventualmente llegaran nuevos episodios. Dragon Ball era diferente y por eso despertaba otro tipo de pasiones. Porque no tener un muñeco de Los Caballeros del Zodiaco, un lujo restrictivo que costaba $50 pesos de la época -el mío lo recibí solo por las buenas notas al final del año escolar- era estar fuera de la movida, pero no hacía falta tener un Goku articulado para ser parte de este universo. Uno ya estaba incluido. Los torneos de las artes marciales, Tao Pai Pai volando en columna, ese primer vistazo a nuestro héroe hecho un adolescente luego del entrenamiento en el templo de Kami Sama, la muerte de Krilin, tantas secuencias inolvidables acompañadas por el café con leche de las 07:30, antes de salir para clase. Todo es un recuerdo imborrable, lo mismo que la llegada de la nueva era, la Z, que se abría de la manera más cruel eliminando al protagonista en los primeros episodios, inaugurando un mundo gigante de posibilidades a partir de la palabra Saiyan. Se trató de un viaje de años, de crecimiento junto a los personajes. Enemistades a muerte que se convirtieron en alianzas inquebrantables, batallas imposibles con consecuencias demasiado grandes para sobrellevar sin ayuda, guerreros poderosos que al tiempo no eran más que insectos, Dragon Ball y Dragon Ball Z –GT tuvo sus momentos, pero ya era otra la edad, otro el impacto- fueron compañeros de ruta de miles de chicos. De aquellos que podían soportar que los 5 minutos de existencia que le quedaban a Namekusei tras el ataque de Freezer se extendieran por varios episodios –cualquiera dirá que son los 5 minutos más largos de la historia- o de los que se emocionaban con el rostro de Goku intentando salvar al planeta una vez más de una destrucción segura a manos de Cell. Para ellos, nosotros, es Dragon Ball Z: La Batalla de los Dioses, una película nostálgica mas no por su capacidad de recuperar un sentimiento, sino porque por fuerza de título ya remite a todo lo que se ha mencionado arriba. Es, antes que nada, una producción apurada. Ha habido tiempo de sobra para volver a trabajar en torno a estos personajes y los realizadores –entre los que se contó Akira Toriyama- sin duda se tomaron libertades. La historia tiene lugar durante lo que se llama la "Década Perdida", en el marco de los diez años que pasaron luego de finalizada la saga de Boo. Un período amplio para trabajar, en el que los involucrados podían dar rienda suelta a sus ideas y crear figuras totalmente desconocidas –de hecho jamás se hizo referencia a Bills, el Dios de la Destrucción-, así como rasgar la propia mitología de las sagas al incluir cosas fundamentales de las que jamás se habló. Ellos toman esa carta blanca y el público la acepta, después de todo es la primera producción en estrenarse en cines después de la olvidable Dragon Ball Z, la película, esa en la que el villano era un sujeto igual a nuestro héroe pero llamado Turles. Y la decepción es grande al evidenciar que -dentro del film, no fuera de él- hay algo que no funciona. El hechizo no se rompió, evidentemente los recuerdos están más que vivos en la gran cantidad de espectadores que compraron sus entradas antes del estreno y que harán largas filas a la espera de conseguir una butaca. El problema es que la película no es buena y quienes la hicieron no lograron recapturar la esencia por fuera de lanzar a los personajes una vez más a la pantalla. Busca ser grande y es sumamente pequeña. Todos los amigos del protagonista están en escena, no obstante hay muchos que no tienen otro destino más que ser un decorado familiar –si se saca a Goku, mi apoyo incondicional siempre fue para Ten Shin Han, que aquí ni habla-. Se trata, entonces, de una simple apelación a la nostalgia que nunca se esfuerza por ser algo más. Aspira a ese distintivo sentido del humor que siempre acompañó a la serie, que sin ser especialmente graciosa –no eran muchos los momentos de genuina risa a lo largo de todos los capítulos- gozaba de una enorme simpatía. Este intento por tocar el hilo sensible de la audiencia lleva a que por momentos no tenga sentido y que, por ejemplo, se traiga de nuevo a Pilaf y sus secuaces, irrelevantes a lo largo de todo Dragon Ball Z. La película no tenía que ser una obra maestra y perfectamente podría habérsela sobrellevado con un buen combate. El sacrificio de algún secundario daría el golpe de emoción y el espectador quedaría satisfecho por ver una vez más a Goku y compañía en pantalla. Imagino que cualquier amante de estas aventuras podría hacer su propio fanzine, su fan fiction personal, su concepto de cómo tendría que ser una película de Dragon Ball y posiblemente llegarían a un resultado mejor, porque uno sabe que la pelea no puede fallar y extrañamente aquí es uno de los componentes más desaprovechados. Sus escasos 85 minutos por momentos se hacen muy pesados, algo que llama la atención si se habla de una serie que era capaz de extender 5 minutos a lo largo de 5 episodios. Dragon Ball Z: La Batalla de los Dioses está muy por debajo de la altura a la que el animé llegó y se ve muy desmejorada incluso frente a otras películas –Un Futuro Diferente es una joya en comparación-. Lo que pasa por fuera de ella es, no obstante, algo muy diferente. Busca retomar un espíritu, celebra con todos los personajes en pantalla -no hay tantos juntos desde Dragon Ball GT, en la fiesta de Capsule Corp tras la pelea con Baby-, apunta al grupo de amigos que se reunirá para rememorar la infancia y en ese sentido logra su cometido con creces. No por nada ha habido un esfuerzo invaluable en traer a Mario Castañeda y a René García para que aporten las voces que hemos sabido apreciar y distinguir con facilidad. Ha sido un fenómeno de ventas y ha vuelto a poner sobre la mesa la importancia de Dragon Ball, que no siguió en la producción de sagas como en el caso de Los Caballeros del Zodiaco. No se puede vivir de recuerdos ni se puede pretender que un álbum de fotos sea suficiente, pero es una forma de volver a poner en escena la fuerza de lo creado por Akira Toriyama. Quizás esto sea solo el comienzo y suponga el impulso necesario para ayudar a toda una nueva generación de espectadores a crecer con Goku y sus amigos.
Ante la noticia de que Kick-Ass 2 no verá la luz en los cines de Argentina, uno no puede más que sorprenderse de que la misma distribuidora haya priorizado estrenar R.I.P.D., una adaptación de un cómic poco conocido –no solo en nuestro país, sino que también en el de origen- centrada en una pareja despareja y protagonizada por actores populares, al igual que los es 2 Guns, película que tiene su salida comercial el mismo día. Se trata, nada más y nada menos, que del fallout de la explosión en torno a las transposiciones de historietas al cine, la lluvia de partículas generada tras el boom del género en la pantalla grande. Al igual que Bullet to the Head, otro notorio fracaso, suponen la búsqueda por parte de los estudios de propiedades novedosas, fuera de los universos de Marvel o DC Comics, capaces de disparar nuevas franquicias cinematográficas o de pegar en un público sediento de personajes nuevos. Pero como en el caso del terror found footage o del paso de novelas románticas/fantásticas para jóvenes adultos, no todas las producciones así pueden ser garantía de éxito. Hay películas condenadas desde mucho antes de conocerse las primeras imágenes y es difícil que logren sacarse ese peso de encima. World War Z es la excepción a una regla que indica que la mala publicidad en torno a un tanque posiblemente lo lleve a la perdición. Y R.I.P.D. se cuenta entre estos últimos. Con un presupuesto estimado en 130 millones de dólares, es extraño que Universal Pictures haya comenzado su campaña publicitaria apenas tres meses antes del estreno comercial, cuando la producción había comenzado dos años antes. La compañía apostó por este producto de la editorial Dark Horse, pero pareció hacerse evidente que la plata estaba puesta en un caballo perdedor. Sin funciones de prensa para los críticos norteamericanos –con lo sensibles que estos son-, se buscó evitar que esta sea un fracaso en la crítica pero que igual tuviera solvencia en la taquilla. Nada de eso se logró, dado que hay quienes la han llamado la peor película de la historia y además resultó en un desastre comercial. Lo que ocurre es que R.I.P.D. carece de méritos. Es entendible la convocatoria de Robert Schwentke como director, ya que él tuvo a su cargo RED (2010), otra comedia de acción basada en un cómic poco conocido que resultó en un éxito sorpresivo de recaudación y disparó una secuela, no obstante en este caso dista de tener un logro similar por ofrecer un producto que en ningún momento abandona la medianía. En primer lugar, una dupla carismática de protagonistas es clave. Denzel Washington y Mark Wahlberg en 2 Guns pueden venderme acciones en Blockbuster, algo que en ningún momento termina de generarse con Ryan Reynolds y Jeff Bridges. Valoro al primero por seguir intentándolo, a pesar de ser un probado pesticida para las adaptaciones –Green Lantern, X-Men Origins: Wolverine y van-, pero curiosamente el principal problema es respecto al segundo. Siendo que la última película que lo tuvo en pantalla fue la enorme True Grit, es imposible no notar el piloto automático con que el actor interpretó a su Roy, el cual remite permanentemente a Rooster Cogburn y no nos deja sumergirnos en su personaje. Hay química entre los dos y su vínculo funciona, pero no puede dejar de sentirse reciclado. El guión de Phil Hay y Matt Manfredi, dupla cuyo prontuario incluye Æon Flux o Clash of the Titans entre otros delitos, es caprichoso y acomodaticio. Si bien tiene un material fuente en el cual sostenerse, este no es particularmente fuerte y ellos no hacen nada para apuntalar sus debilidades. Sus diálogos no son ingeniosos, los efectos no lucen para nada acordes a la inversión que se hizo, le falta comedia, acción de la buena y si a todo esto se suma la carencia de inspiración a la hora de entregar cada pasaje, el combo no aporta nada para ser algo irresistible. Sin ser un producto completamente malo, es llevadero y vistoso, tiene suficientes falencias como para justificar su suerte. Ninguno de los involucrados es capaz de dispersar el tufo a Men in Black del cual está cargada la película y ese es uno de los grandes errores, porque no es que van de la mano sino que R.I.P.D. está muchos cuerpos atrás. Es, lamentablemente, una confirmación de lo que tiempo atrás se suponía… que su destino ya venía explícito en el título.
Con una carrera de un cuarto de siglo como uno de los rostros más reconocibles de la comedia norteamericana, a la fecha Adam Sandler no había hecho una secuela. Con una industria ávida de segundas partes, remakes, reboots, adaptaciones o nuevas miradas, sin duda es un logro que el humorista se haya mantenido fiel a su gente en producciones "originales" durante tanto tiempo, pero en algún momento había que ceder. No habrá una continuación a Funny People o a Punch-Drunk Love, por el momento tampoco a Happy Gilmore, Billy Madison o a The Wedding Singer -ya clásicos de su filmografía-, sino que es lógico que de hacerlo se lo haga con Grown Ups, una comedia floja del 2010 con una recaudación de 271 millones de dólares a nivel mundial. Con Grown Ups 2 hay una repetición de fórmula, esa misma que no había funcionado la primera vez, pero el resultado es un poco mejor que en la anterior oportunidad. Es ridícula, escatológica y con decisiones realmente inentendibles, pero hay una evidente falta de preocupación por lo que se hace y eso en algo la ayuda. Sandler es fiel a su familia cinematográfica, es un hombre que cuida de su gente. Es una especie de Marcelo Tinelli norteamericano que lleva consigo a todos sus históricos colaboradores y los mantiene cerca para que compartan su éxito. Chris Rock y Kevin James han triunfado por su parte pero la visibilidad que el otro otorga es innegable, así como también que David Spade estaría complicado de no estar a su lado. Él puede traer a Shaquille O'Neal a escena y darle mucha participación, y también es quien no se olvida de Tim Meadows o Colin Quinn -gente del Saturday Night Live de los '90 que si no fuera por él no trabajaría-, así como de Nick Swardson, una persona que debe ser un agradecido de la vida de poder aparecer en pantalla con su falta de gracia absoluta. Peter Dante es el ejemplo perfecto de una carrera hecha a espaldas del otro y no está mal porque, como se ha establecido, el cómico se ocupa de su gente. Y este ocuparse de los suyos es lo que explica Grown Ups 2 y su éxito. Tim Herlihy y Fred Wolf son dos guionistas que han trabajado mucho junto a él -ya desde la época de SNL-, lo mismo que el director Dennis Dugan, otro de los favoritos del actor con Frank Coraci o Peter Segal. La película es una reunión de amigos literal, es Adam Sandler divirtiéndose con sus viejos conocidos. En esta segunda parte ni siquiera hay un conflicto claro, sino que se suceden una serie de situaciones incoherentes para emparchar como se pueda una mescolanza acerca de ciertos tópicos como la importancia de la familia, la pertenencia al pueblo, el enfrentar a los abusivos, el amor entre niños, la relación padre e hijos y demás cuestiones que apenas se tocan para que la película se sienta como algo más que una seguidilla de gags que no funcionan. Entiendo por qué Adam Sandler hace lo que hace. No hay nada mejor que a uno le paguen por hacer lo que le gusta. Él y los suyos se divierten, aunque no necesariamente lo haga el público también. Con esta secuela se bajó el tono aleccionador de la primera parte y directamente se fue al extremo de lo básico. El humor escatológico abunda -uno de los chistes recurrentes es la hazaña del eructo, estornudo y pedo de Kevin James-, la ridiculez está a la orden del día -seguramente crean que Taylor Lautner con sus piruetas es gracioso, lo mismo que Nick Swardson en su rol de imbécil total, pero no- y es difícil siquiera sonreír con algunas de las situaciones patéticas que se disfrazan de humor. Así se explica por qué las mujeres se ven limitadas a ser las amas de casa -desaprovechar a Maya Rudolph o a Maria Bello es un lujo que sólo ellos se pueden dar- mientras que los que la pasan bien son los hombres. Ellos se divierten entre amigos y sin esfuerzo, con ningún chiste que se haya pensado más de 10 minutos, y encima cobran fortunas. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?
En el último tiempo, buena parte del cine argentino se ha asentado en una suerte de meseta creativa, cómodo alrededor del gran tópico en el que se ha trabajado, fundamentalmente, desde el 2003: el Proceso de Reorganización Nacional iniciado en 1976 y los desaparecidos. Buena parte de la producción nacional reciente ha dejado de tomar riesgos a la hora de trabajar aquel tema y, sin pedir que todo sea Los Rubios (2003) de Albertina Carri, la expresión artística fue hecha a un lado en pos del mensaje. Es por eso que Wakolda de Lucía Puenzo es un film que se debe celebrar. No se podría negar que la directora nacida durante el primer año de la dictadura e hija de Luis Puenzo -director de La Historia Oficial, la ganadora del Oscar de 1985- tuviera razones para focalizar su atención en aquel período nefasto, no obstante es capaz de abrir su mirada hacia otros ámbitos, terribles también, pero originales para nuestra filmografía como país. Wakolda se basa en una novela que la propia realizadora escribió en el 2011 y que tiempo después adaptó para llevar a la pantalla grande. Su mejor trabajo hasta la fecha es más una arriesgada puesta cinematográfica en la Argentina que un ejercicio artístico. Heredera de The Boys from Brazil de Franklin J. Schaffner, narra el paso de un médico alemán por la Patagonia en donde, con una identidad que no remite a su época en el nazismo, entra en relación con una familia a la que afectará en forma directa y permanente. Si hay algo que impide que esta sea una gran película es la propia mano de la directora. No puede decirse que la sutileza sea uno de los fuertes de Wakolda y el trazo grueso con el que Puenzo delinea ciertos pasajes es perjudicial para la obra misma. Daniel Tarrab y Andrés Goldstein hicieron un destacado trabajo en la composición musical, clásica y sugestiva, con un leit motiv que desde el comienzo habla de un road trip con tintes de suspenso, junto a un extraño que oculta un secreto terrible. Esto no se mantiene así, sin embargo, dado que la cineasta se empeña en que el espectador conozca qué es lo que está ocurriendo en forma previa a los personajes. Fotos del pasado, notas periodísticas, todo arroja en la cara del público la identidad del misterioso huésped, sin confiar en el poder de la insinuación pero, sobre todo, sin creer en que quien ve la película pueda hacer sus propias conexiones. En Wakolda hay un excelente uso de los recursos. La ambientación de época es notable y las locaciones patagónicas son perfectas para una producción así, con un aprovechamiento aún superior que el que Juan Taratuto hacía en La Reconstrucción. Así como ocurría en Inglorious Basterds de Quentin Tarantino, el lenguaje tiene un enorme peso como herramienta de violencia y el dominarlo a la perfección es sinónimo de poder. El español Àlex Brendemühl, versado en múltiples idiomas, es convincente como el médico alemán. Frío y desapegado, en sus rasgos faciales enmascara una enorme maldad de esas que suponen el mayor peligro: la de los convencidos de que hacen un bien. Por el lado nacional y en oposición al otro está Diego Peretti, quien cumple como de costumbre en la forma de un hombre amenazado por las circunstancias, que conoce de la existencia de un problema pero que no puede ponerlo en palabras. Hay un idioma que él no habla ni entiende y se ve violentado por esa situación de inferioridad, por ese control que escapa de sus manos. Tras haberla visto en Infancia Clandestina entregar una actuación sólida, ya no puede decirse que Natalia Oreiro sea una sorpresa. Lo que sí se recibe con agrado es que la actriz oriunda de Uruguay se haya vuelto una presencia tan necesaria y una de las intérpretes más destacadas de la industria argentina, una verdadera garantía de éxito en cine o televisión. Con lo difícil que es encontrar actores jóvenes que rindan, sería injusto no mencionar a Florencia Bado, una chica de la edad del personaje que interpreta -la pequeña Lilith- y que no solo está muy bien, sino que tiene perfil de promesa. El trabajo delante de cámaras es muy efectivo de parte de todo el elenco, algo que se entiende cuando incluso en roles secundarios se busca a figuras reconocidas como Guillermo Pfening o Elena Roger. Wakolda es una producción destacada, una verdadera rareza en el cine nacional. El lugar en donde la historia transcurre, el tópico, la formación de la mujer, el desgarrador final y hasta el trabajo del hombre de la casa -construye muñecas y está detrás de una con corazón que late- son ajenos a lo que se espera de realizaciones argentinas. El trazo grueso se lamenta y se siente, pero no termina de opacar a este interesante llamado de atención que demuestra que la memoria no es una sola.
The Man with the Iron Fists se vende como la película que presenta Quentin Tarantino y que co-escribió Eli Roth, lo que de inmediato lleva a pensar en un espectáculo de buena música y kung fu restringido por sus altos niveles de violencia y sangre. Esa es la promesa que, como mucho de lo que se jura en las campañas publicitarias, no se hará realidad. Lo cierto es que se trata de un proyecto a mitad de camino de todo eso, que no termina de decidir qué es lo que quiere ser, y eso se debe fundamentalmente a la falta de experiencia de la persona responsable de llevarla adelante: RZA. El rapero de Wu Tang Clan debuta como realizador con un proyecto que escribió, dirigió y protagonizó como un vehículo para él, un hombre con larga trayectoria en el séptimo arte en materia de bandas sonoras e interpretación, pero a la fecha sin otros trabajos detrás de cámaras o como guionista. Se nota que es un entusiasta, no obstante es algo evidente que aún no definió un estilo propio y que tantos años de colaboración con el director de Pulp Fiction han sido una fuente de inspiración. The Man with the Iron Fists busca ser un homenaje al cine de artes marciales, sin embargo resulta en una suerte de homenaje a Tarantino celebrándolo, como este lo hiciera en el pasado con Kill Bill o en otros géneros como el exploitation y el spaghetti western. No es una tarea sencilla la que RZA se puso al hombro y, en honor a la verdad, debe decirse que el resultado no es del todo malo. Si bien las coreografías no sobresalen en comparación con lo que se suele hacer, hay una seguidilla de buenas secuencias de combate que enmascaran las carencias generales. Si bien hay problemas en materia de dirección -nunca se termina de cerrar el enfoque-, la gran falta se produce en términos de guión y el motivo es lógico. El primer corte de RZA tenía una duración de cuatro horas -el cual planeaba lanzar en dos partes- pero por recomendación de Eli Roth se lo redujo a 96 minutos. Eso implica dos horas y media de metraje eliminado, lo cual explica la ligereza con que se lleva la historia y la falta de desarrollo de los personajes o sus motivaciones -poco se entiende, por ejemplo, lo que hace Jack Knife-, lo que sin duda contribuye a la confusión. Tarantino simplemente presenta, se trata de un gesto que ayuda a legitimar a un habitual colaborador. No produce, escribe ni dirige nada en El Hombre de los Puños de Hierro, a pesar de que la película haga un esfuerzo en tratar de mostrar que si. La producción logra destacarse por contar con un importante elenco de involucrados -amigos como Lucy Liu o Russell Crowe-, efectos aceptables y una lograda ambientación sobre un presupuesto de 15 millones de dólares, algo acotado para los estándares de la industria. El problema es la ambición de un director que no logró controlar su propio proyecto. El pasado forzado de su herrero -el cual iba a figurar en Django Unchained en un crossover, otra ayuda de su compañero-, su demorada conversión en la figura del título, una importante cantidad de personajes con variadas líneas argumentales y demás, todo paga el precio de una historia que se debe apurar y, para ello, se la hace avanzar a zancadas.
Planes es el spin-off de Cars que Disney planeaba lanzar directamente en formato hogareño, pero que "sorprendió tanto al estudio" que se le acabó por dar una salida comercial. Luego de que la secuela dirigida por John Lasseter dentro de la mencionada franquicia resultara en la primera película de Pixar en obtener malas críticas, se le da a esta producción un injustificado estreno en cines. Aviones es, a todas luces, un producto derecho a DVD. No solo es el primer trabajo de DisneyToon Studios que tiene estreno en las salas norteamericanas, lo que ya evidenciaría que no se suele hacer material que justifique el precio de una entrada, sino que además incurre en una cantidad tan grande de lugares comunes que llevan a pensar que esto ha sido visto muchas veces, incluso semanas atrás. Planes ha estado dando vueltas desde hace tiempo, esperando que se le habilite el espacio para aterrizar. En vez de quemar combustible para minimizar riesgos, se le hicieron aditivos en el camino para hacer la llegada más espectacular. Una post-conversión en 3D y un importante elenco de figuras conocidas pero sin nombres rutilantes para aportar sus voces a la causa -en la versión original se puede disfrutar, por ejemplo, a Anthony Edwards y a Val Kilmer en una clara referencia a Top Gun, los sudamericanos nos tenemos que conformar con Gonzalo Bonadeo-, son algunos de los parches que se le hicieron para que el vuelo sea lo más placentero posible. La demora en la llegada ha causado, sin embargo, que un vehículo de similares características hiciera su arribo de forma anticipada. Porque si bien esta viene del mundo de Cars, es en el terreno de Turbo y DreamWorks Animation en donde juega. Más allá de que los parecidos entre una producción y la otra son notables, ya desde el vamos ninguna de las dos es una apuesta original, sino más bien productos prefabricados con un molde adaptable. Pixar no tiene que ver en esta película y la ausencia se nota, sobre todo porque esta carece del corazón que las propuestas del estudio suelen llevar. Lo que se hace aquí es básicamente mantener la matriz pero cambiar el modelo, es plastilina de diferentes colores que se somete al mismo dispositivo pero modificando las formas: primero fueron los autos, ahora tocaron los aviones -la secuela Planes: Fire & Rescue está en camino- y no hay que descartar que en el futuro haya barcos. La lógica es similar y funciona. Cada vehículo tiene su personalidad distintiva y ciertos estereotipos que habilitan el juego cómico en distintos niveles. Durante la mitad de Planes es poco y nada lo que pasa, sobre todo porque transita dormida en los rieles de la medianía, cómoda en lo que es una nueva historia del competidor improbable, aquel que corre con desventajas pero con sueños de gloria que sabemos puede alcanzar. La competencia no solo transforma a la película en un producto más ágil y llevadero, sino que habilita otro tipo de humor, dado que al ser una carrera a nivel global con múltiples paradas en el camino se permite encontrar la risa en los distintos personajes y la diferencia con sus culturas -posiblemente el de los tractores sagrados en India sea el mejor chiste-. El vuelo de Planes es tranquilo y sin turbulencias. Su director Klay Hall lo lleva hacia donde quiere, sin sobresaltos pero también sin riesgos o novedades, como si estuviera repitiendo unas vacaciones en familia. Las paradas son las mismas, se come en los mismos lugares, las playas son las de siempre, solamente se cambió el modo de transporte. Y la animación, hoy por hoy, ha progresado muchísimo como para que esto sea suficiente.
En presencia de This is Us de Morgan Spurlock no pude hacer más que sorprenderme, no solo por lo que recibí en comparación a lo que esperaba sino por cómo es posible que el fenómeno de One Direction me haya sido esquivo. Quizás sea una cuestión de edad o que la globalización te lleve a saber sin saber, pero conociendo de la existencia de una banda con ese nombre en la que Simon Cowell estaba vinculado, no podía identificar un solo tema de ellos o siquiera a algún integrante. Sí tenía una mochila de datos inútiles, como que uno de ellos salía con Taylor Swift, que vendrán a la Argentina en el 2014 y que otro se sumó a un equipo de fútbol en días pasados, por ejemplo, pero no tenía una real noción del impacto mundial de esta boy band. Para bien de todos, propios o ajenos, este documental de ellos es para la mayoría, tanto para el espectador casual como para sus acérrimos fanáticos. One Direction – Así somos es el equivalente a Justin Bieber: Never Say Never pero con dos años de diferencia. Las discográficas que se encuentran con un éxito enorme en manos buscan expandir su alcance y un documental en 3D con un director conocido parece garantía de buenos billetes. Jon Chu tenía un bagaje diferente al del realizador de Super Size Me y The Greatest Movie Ever Sold, no obstante el resultado es muy similar. Bien vale señalar la contradicción en la filmografía de un hombre que fue en contra de la industria y acabó detrás de un proyecto totalmente hegemónico, no obstante no es de mi interés, y no debería serlo de nadie, hacer planteos de esta naturaleza cuando el trabajo que entrega es de una efectividad y belleza destacables. One Direction sale de gira por el mundo y cada lugar que pisan se vuelve un mar de chicas enloquecidas. Spurlock sigue a la banda por todos lados y en cada ciudad logra algo particular que lo diferencia del resto. Una marea naranja en Holanda, un viaje solidario por África -¿cuán genial y cierto es African Child en Get Him to the Greek?-, el choque cultural en Japón, todo pone de manifiesto la locura que el grupo produce en el público y es difícil no incurrir en el término beatlemanía para hablar de ello, pero a esos niveles llega. El director amaga cierto análisis "científico" sobre el frenesí que desatan, pero un estudio teórico sobre su efecto merecería otra película y no es ello lo que se quiere ver. Se entiende, de todas formas, el motivo por el cual el documentalista aceptó la tarea: es sumamente interesante captar en imágenes este fenómeno, el clamor del público interconectado que se avisa por Twitter en dónde se hicieron presentes los chicos y acude en manadas a sacarles fotos. This is Us, título que la hermana con otro trabajo exitoso como es el This is It de Michael Jackson, tiene un ritmo excelente, con un montaje dinámico que conecta una con otra las historias de cinco chicos de barrio que se encontraron con el boleto hacia la gloria. Nos permite conocer a sus familias en la medida justa y aborda el tema del nido vacío pero sin caer por completo en el melodrama. Desde ya que, tratándose de un documental bancado por la discográfica, el "así somos" que promete es solo parcial, dado que en el mundo de One Direction no hay mujeres más que las de la familia o las fanáticas, ni hay alcohol, algo llamativo tratándose de chicos de entre 19 y 21 años. La película se toma un buen trabajo mostrándolos como niños, con juegos y travesuras varias, más que como jóvenes millonarios con la posibilidad de hacer lo que quieran, sin asumir un verdadero riesgo en el retrato de sus estrellas, a quienes se define como "rebeldes" pero sin serlo para nada. Esa es la película que la discográfica y las fanáticas quieren, y Spurlock la lleva lo suficientemente bien como para que el deseo sea haga común a todo el público.
Zambezia representa todo lo que la productora sudafricana Triggerfish siempre soñó. Desde su creación en 1996 han estado detrás de múltiples comerciales nativos y desde 2006 han virado su atención hacia la animación infantil. El largometraje significa años de dedicación y pulido de su arte, y su pasión finalmente se ve plasmada en esta aventura colorida apuntada a los más pequeños en una amigable historia de inclusión y pertenencia familiar. Creo que ni Madagascar desde su título más que exótico pudo asir con firmeza el ideal autóctono y folclórico que logra Zambezia a partir de su más que acotado presupuesto. El director Wayne Thornley y toda la gente de la productora sabían lo que estaban haciendo, ya que es su carta de presentación al mundo animado, y han cumplido soberbiamente su cometido al presentar personajes arquetípicos de los films infantiles y dotarlos de pequeños tics naturales que le dan sabor a la trama. Desde ya que no están al nivel exploratorio de los grandes guiones de Pixar, por ejemplo, y su fábula moral apenas escarba la superficie para que los niños aprendan la lección que los guionistas quisieron perpetrar. Es una lástima que de seguro todas las copias del film lleguen al país dobladas, porque las voces originales cuentan con los grandes nombres de Leonard Nimoy y Samuel L. Jackson acompañando a Jeff Goldblum y Abigail Breslin, quienes realmente se destacan y son fácilmente identificables. De principio a fin, Zambezia da cuenta de su escasa originalidad, pero dura lo justo y suficiente para no abrumar y aburrir. Su armonía atrapa, la belleza de las imágenes cautiva y la frescura africana es un pequeño respiro de aire fresco ante tanta animación costosa que poco retribuye. Veremos qué tal les va a los chicos de Triggerfish en su próxima Khumba.