La ascensión de un sociópata Lou Bloom (Jake Gyllenhaal) es un ladrón de poca monta, que roba chatarras por la noche en las calles de Los Angeles. Al mismo tiempo, está desesperado por encontrar un trabajo, hasta que un día se topa con un equipo de camarógrafos free lance en la escena de un accidente vial. Será toda una revelación. Lou se convertirá en un cazador de imágenes, de esas imágenes sangrientas de accidentes, asaltos violentos u homicidios, que después se venden a los canales de televisión locales para alimentar sus noticieros matutinos. Armado al comienzo de una cámara básica y de un scanner conectado en la frecuencia de radio de los patrulleros de policía, subirá poco a poco todos los escalones, aniquilando (literalmente) a sus competidores, para llegar al éxito más completo. Primicia mortal cuenta la eclosión (Bloom en inglés significa floración) y la ascensión de un nightcrawler -el título original de la película-, literalmente una lombriz de tierra, ese carroñero que se nutre de los cadáveres y de la muerte. En su primera película, Dan Gilroy (guionista en particular de El legado Bourne) diseca la elaboración de esos noticieros matutinos que buscan impactar a todo costo, tal como se pueden ver acá en los canales como C5N, Canal 13 y obviamente Crónica TV, reduciendo el ruido del mundo a las muertes violentas que ocurrieron durante la noche anterior en el barrio de al lado. Muestra la lógica nauseabunda que se esconde detrás y los mecanismos perversos que los rigen. En ese sentido, la secuencia donde se ve a Nina (Rene Russo), directora de la información del noticiero matutino que compra las imágenes a Lou, construyendo su programa, desde la edición de las imágenes hasta las indicaciones que pasa a sus presentadores en vivo, es emblemática. En realidad, Primicia mortal es mucho más que una simple disección del periodismo televiso sensacionalista: es la exhibición fría de cómo las entrañas del capitalismo funcionan. Para ascender, Lou aplica al pie de la letra las lecciones del management y del marketing que encontró en Internet y ejecuta su business plan metódicamente para maximizar sus beneficios a largo plazo. Con más estudios, hubiera podido ser un banquero o un economista, de esos que realizan un análisis costo-beneficio para decidir cada una de sus acciones (¿la gran mayoría?), incluso en sus relaciones afectivas. Así, Lou empieza buscando la primicia, primero atreviéndose a ir adonde sus competidores no quieren o no pueden ir (robándoles así el primer plano), y hacer lo que no quieren o no pueden hacer (rearmando las escenas para producir mayor impacto), hasta que pasa al nivel superior, llegando antes que todos -policías, bomberos y enfermeros-, para finalmente llegar al último nivel: crear la primicia. Lou es el más competitivo, porque no siente empatía hacia las víctimas que filma y, como diría un economista, no soporta ese costo que podrían tener otros. Primicia mortal termina mostrando que la pendiente natural del capitalismo es el salvajismo más absoluto, que los que llegan son sociópatas, pero de los que matan por procuración, suficientemente astutos para siempre quedarse al borde de la ley. La performance de Gyllenhaal es tan impresionante que la figura del periodista (Kevin Rahm), que encarna la deontología de su profesión y que, en ese aspecto, representa la posición del director, resulta demasiado débil, hasta medio ridícula, para poder contrarrestarlo. Quizás el único bemol es que Dan Gilroy no logra del todo filmar la noche de Los Angeles como lo hubiera hecho un Michael Mann. Dejando eso a un lado, Primicia mortal vale por su inmersión perturbadora en el mundo de la tele basura y del capitalismo degenerado que simboliza.
Las reglas del capitalismo Con una primera parte efectiva pero que daba la sensación de haber podido dar más por las figuras involucradas, estaba instalada la duda de si era realmente necesaria una segunda entrega. Sin embargo, Quiero matar a mi jefe 2 termina de acomodar las piezas que en su predecesora estaban un poco desorganizadas, entregando una narración más fluida y coherente, que no tiene miedo de apretar el acelerador en ciertos momentos importantes. Si en Quiero matar a mi jefe el objetivo era deshacerse de los patrones, en esta secuela la meta para el trío conformado por Nick (Jason Bateman), Kurt (Jason Sudeikis) y Dale (Charlie Day) consiste en tomar ese lugar de poder, en ser independientes y convertirse en sus propios jefes. Pero claro, los socios distribuidores que encuentran para su emprendimiento -un dúo empresarial conformado por un padre (Christoph Waltz) y su hijo (Chris Pine)- los estafan con total impunidad, con lo que quedan al borde de la quiebra. En consecuencia, arman un plan que les permite unir la salvación con la venganza, consistente en secuestrar al hijo. Obviamente, todo saldrá mal… y a la vez, bien. Hay un cambio para esta continuación que es realmente productivo y es en el puesto del director. La salida de Seth Gordon y la entrada de Sean Anders -quien también colabora en el guión- le aporta a la película un poco más de salvajismo y menos corrección política. Esto no deja de ser lógico: Anders venía de hacer esa comedia desquiciada llamada Ese es mi hijo y acá toma personajes previamente definidos y extrema la sátira social, sin dejar títere con cabeza y hasta mostrando el sexo de manera tan paródica como relajada (ver lo que le pasa al personaje de Bateman, totalmente embobado con el de Aniston). Pero además, el guión se beneficia de una síntesis y economía narrativa que Quiero matar a mi jefe no tenía: en vez de tres enemigos, hay básicamente uno, con lo que la trama no se ramifica demasiado, se define más rápido como una comedia policial y avanza con una mayor dinámica, sin tropezar ni dejar personajes a la deriva. Con estos elementos, adecuadamente administrados, más el plus que siempre tributan actores como Bateman, Sudeikis, Day, Pine, Kevin Spacey y Jennifer Aniston -bien dirigidos por cierto-, el film redondea una visión bien ácida sobre el capitalismo: el relato plantea sin demasiadas vueltas que los empresarios se imponen por sobre los trabajadores no porque sean súper inteligentes y malvados, sino porque los otros son muy estúpidos e ingenuos. El capitalismo es un sistema cuyas reglas se pueden torcer de acuerdo a la moral (o la falta de ella) de cada individuo, de acuerdo a sus deseos de ascender. Quiero matar a mi jefe 2 no tiene miedo de decirnos que todos queremos estar bien arriba y que hay muchos que no tendrían inconvenientes en aplastar cabezas para lograrlo. Los laburantes también, y por eso Nick, Kurt y Dale, a pesar de sus buenas consciencias, terminarán persiguiendo con todo lo (poco) que tienen el gran sueño americano. Ese sueño no tiene nada que ver con valores o concepciones sociales: es el sueño de tener toda la guita, para comprar lo que sea, incluso la autoestima. Quiero matar a mi jefe 2 afirma todo esto con una respetable cantidad de buenos chistes, que llevan a que por momentos no nos demos cuenta que las carcajadas tienen un sonido un poquito siniestro.
La violencia y sus ejecutantes A partir de éxito de Búsqueda implacable, Liam Neeson se convirtió inesperadamente en un veterano héroe de acción. Hubo otros actores, como Kevin Costner y John Travolta, que intentaron explotar la misma veta, sin conseguir el mismo suceso. Las razones pueden ser un poco difíciles de explicar -quizás Neeson estuvo en el momento indicado, en el lugar indicado-, pero lo cierto es que no sólo en la película previamente mencionada, sino también en films como Desconocido, El líder o Non-stop: sin escalas supo construir una presencia particular, que combina la dureza típica del género con cierta humanidad que lo acerca al público. De alguna manera, al verlo, se puede tener la sensación de que uno también podría ser ese héroe de acción -si Neeson puede, nosotros también podemos-, algo que lo conecta un poco indirectamente con el estilo que fue desarrollando Bruce Willis a partir de su John McClane en Duro de matar. Toda esta introducción viene a cuento de que Caminando entre tumbas puede verse como el primer paso a partir del cual Neeson empieza a pensarse como estrella del género. Lo hace a través de un film que en verdad está lejos del relato de acción, sino que se inscribe claramente dentro del policial, lo que contribuye a elevar la vulnerabilidad de su figura. El relato no deja de ser un experimento interesante: está basado en la novela A walk among the tombstones, de Lawrence Block, que es la décima entrega de las aventuras -o más bien desventuras- de Matthew Scudder, un ex policía alcohólico que trabaja como detective privado sin licencia, o como él mismo dice, “haciéndole favores a amigos”. En este caso, será contratado por un narcotraficante para averiguar quién secuestró y asesinó a su esposa, en una investigación donde hasta se irán develando conexiones con la labor de la DEA, la agencia antidrogas estadounidense. Lo llamativo es que el personaje de Scudder apareció por primera vez en 1976, en la novela The sins of the fathers, pero A walk among the tombstones es de 1992. Frente a esto, el director Scott Frank -quien tenía como antecedente un pequeño drama criminal con Joseph Gordon-Levitt llamado El vigía, aunque se ha desempeñado mayormente como co-guionista de películas tan disímiles como Wolverine: inmortal, Marley y yo, La intérprete, El vuelo del fénix, Minority report: sentencia previa, Un romance peligroso y En el nombre del juego- elige no casarse con ningún estilo en particular: se puede ver la crudeza típica de los policiales de los setenta -podemos tomar como referente inmediato a Contacto en Francia-, el tono lúgubre y desencantado de los ochenta .piénsese en, por ejemplo, Un rostro sin pasado- y hasta ciertas vueltas de tuerca que buscan redefinir determinados ejes narrativos que sustentan el imaginario del mundo del crimen -Los sospechosos de siempre es en este aspecto una referencia ineludible-. Dentro de toda esta apuesta, la presencia confiable y ambigua a la vez de Neeson, complementada con un par de antagonistas que son la maldad suprema, sin vueltas, sostienen a Caminando entre tumbas durante buena parte de su relato, ayudando a configurar un universo donde no se salva nadie, donde todos tienen cuentas pendientes pero los que pagan los platos rotos son los inocentes (con especial énfasis en las mujeres). El problema es que el film, a medida que tiene que ir resolviendo el destino no sólo de Scudder, sino también de ese universo que habita, se va poniendo discursiva, pesadamente discursivamente. Ahí es cuando se dan cita un par de diálogos demasiado explícitos en su didactismo o personajes que poco aportan a la trama, como el del niño vagabundo que ayuda a Scudder en su investigación, que en realidad está para decir cuán feo estaba el panorama en las calles de la Nueva York de principios de los noventa. Es como si el director se hubiera olvidado que el discurso ya lo estaba transmitiendo a través de los hechos y acciones, entorpeciendo ostensiblemente lo que estaba contando. En los minutos finales, esa tensión se acrecienta, y el film oscila minuto a minuto entre esa violencia capaz de decir mucho a través del daño a los cuerpos y la sensiblería barata. Despareja, con algunos momentos muy buenos y otros definitivamente descartables, Caminando entre tumbas no deja de ser una película rara dentro del panorama del cine estadounidense actual. Su ritmo, sus decisiones de puesta en escena, la forma en que aborda la violencia -alejándose de la estetización, tan propia de estos tiempos- y hasta cómo piensa la figura del héroe (convertido en verdad en un antihéroe) la separan de la media, aunque sea inevitable hacerse cargo de sus notorios defectos.
Nolan lucha contra sí mismo En su artículo de opinión Ninguna obra maestra, Mex Faliero había dejado bien explícito uno de los problemas más graves de El origen, probablemente la obra más emblemática, representativa y respetada -junto a Batman: el caballero de la noche- de Christopher Nolan, además de la más sobrevalorada: era notable la falsedad que denotaba al querer disfrazarse de thriller sofisticado, intelectual e ingenioso, cuando en verdad era básicamente la historia de un tipo tratando de dejar atrás el fantasma de su esposa. En Interestelar se detecta algo parecido, aunque no de manera tan molesta y pedante: cuando vamos retirando las capas de pesada reflexión sobre el tiempo, el espacio, el concepto de humanidad, la ética, la moral y un largo etcétera, a través de ese viaje que rompe las reglas espacio-temporales para encontrar un nuevo hogar para la humanidad -en vías de extinción debido al deterioro de la Tierra-, lo que queda es simplemente el relato de un padre (Matthew McConaughey) buscando regresar junto a su hija luego de una larga aventura. En entrevistas previas al estreno, Nolan parecía consciente del fondo del asunto, explicando que Interestelar era en su raíz una historia de amor paterno-filial. Pero claro, el inconveniente es que Nolan es Nolan, entonces no puede ser simple ni lineal; tiene que ser “complejo” y cargar a su film de todo un ensamblaje de teorías científicas, de varios apuntes filosóficos, de una multitud de personajes con sus respectivas subtramas, de diálogos que explican lo que ya se ve o que en vez de aclarar determinadas cuestiones las enredan aún más. Ahí tenemos, por ejemplo, el debate entre los personajes de McConaughey y Anne Hathaway sobre las implicancias científicas y filosóficas referidas al amor y su influencia a la hora de tomar decisiones, que dan ganas de gritarle a la pantalla “¡por favor, dejen de hablar y hagan algo!”. En cierto modo, Nolan es como Michael Bay: mientras el realizador de Transformers te aturde -y hasta te insensibiliza- con explosiones, el de El gran truco lo hace a base de reflexiones intelectualoides de segunda mano. Hay un tópico, un factor en común que ha atravesado toda la filmografía de Nolan y es el de la culpa: los protagonistas de sus diversas películas son gente que toman decisiones importantes -para bien o para mal- y que deben hacerse cargo de las consecuencias, porque siempre a cada acción hay una reacción. La cuestión en su cine ha sido siempre cómo trasladar a la pantalla, a los dispositivos narrativos y estéticos, esos relatos de aprendizaje, donde cada personaje va construyendo, reafirmando y modificando su identidad a partir de sus acciones. En Batman: el caballero de la noche, por ejemplo, los personajes crecen en complejidad a partir de la forma en que accionan, la imprevisibilidad y/o ambigüedad con que se desempeñan, y eso se contagia a la puesta en escena, con una Ciudad Gótica repleta de matices, en la que el paisaje urbano se transforma en un campo de batalla. Por el contrario, durante dos tercios de su metraje, Interestelar no termina de funcionar ni como drama familiar ni como aventura de ciencia ficción: para ambos géneros carece de genuina emoción y vitalidad, y eso se traslada a su aspecto visual. De hecho, los mundos que va presentando -otra vez el director recurre a la acumulación de superficies, como en El origen- son chatos, poco imaginativos y el uso de los planos generales no alcanza para impactar en el espectador. Nolan queda en consecuencia lejos de la arriesgada sensibilidad de Danny Boyle en Sunshine – alerta solar o la magnificencia audiovisual de los planos secuencia de Alfonso Cuarón en Gravedad. Por suerte, cuando Interestelar parecía condenada a enredarse en improductivos giros en sus tramas situadas en diferentes ejes espacio-temporales (lo del personaje de Matt Damon es la cima de la arbitrariedad), Nolan se da cuenta de manera cabal hacia dónde tiene que apuntar el relato, despreocupándose por disfrazar con citas a la Teoría de la Relatividad o a la labor teórica de Kip Thorne lo que casi desde el comienzo es un final previsible. Allí aparece, un poco a cuentagotas, aún con bastantes tropiezos -el guión sigue empeñándose en explicar casi todo, hasta las emociones, corriendo el riesgo de precisamente anular esas emociones-, un mayor compromiso con lo que les pasa a los personajes, con sus deseos, sus frustraciones y contradicciones. Ahí la película demuestra tener un alma, algo real y tangible que contar, un deseo por conectar con el espectador más allá de lo discursivo y eso se contagia a su estética, que cobra algo más de riesgo e inventiva, sin que por eso sea realmente innovadora. Film desparejo, con varios tramos aburridos, Interestelar termina redondeando su anécdota a puro empuje y hasta la favorece el hecho de que crece en los tramos finales, que son los que terminan quedando en la memoria del espectador. Es también una obra donde Nolan evidencia sus dilemas internos, su necesidad casi ególatra de parecer importante e inteligente, siempre desde la más absoluta frialdad, en contraposición a su capacidad para contagiar al público a través de la narración. Da para preguntarse si resiste una segunda visión, si se sostiene realmente como espectáculo y como relato, y cómo puede ser recibida por el público. No hay que dejar de tener en cuenta que Nolan ha sabido interpretar muy bien la demanda de un amplio rango de espectadores por ver films “importantes”, despreciando la herencia de Steven Spielberg y avalando la dejada por Stanley Kubrick. Viendo Interestelar, a pesar de las declaraciones de Nolan -quien afirmó tener como referencia a películas como Tiburón o Encuentros cercanos de tercer tipo-, uno no puede dejar de pensar que el realizador tuvo más en cuenta a 2001: odisea del espacio. No son extraños entonces sus problemas para lograr emociones reales y tangibles.
Poco y nada Hay películas que se la juegan todo a partir de una premisa: Tenemos un problema Ernesto, centrada en un hombre que de un día para otro se despierta sin pene, es una de ellas. En cierto modo, puede comparársela con Virgen a los 40 años, por cómo abordan una cuestión netamente sexual, que puede servir como trampolín o como ancla. Pero si el film de Judd Apatow conseguía construir personajes con muchos matices, explorar los diversos imaginarios alrededor del sexo y utilizar el lenguaje masculino para exponer sus agujeros discursivos, el de Diego Recalde nunca consigue salir de los estereotipos. Es evidente por parte de Recalde -no sólo desde el guión, basado en su propio libro, y la dirección, sino también desde el mismísimo protagónico- el intento de ponerse la película al hombro para tratar de pensar al protagonista (no casualmente un guionista) y sus inseguridades, expresadas literalmente en la ausencia del símbolo máximo de su masculinidad. Pero sus ensayos son infructuosos, porque la mirada no sale de lo superficial e inconexo: ahí tenemos, por caso, al personaje de Daniel Valenzuela, que sólo está para recitar guarradas y que Recalde ponga cara de incomodidad. Y ese es sólo un ejemplo, porque Tenemos un problema Ernesto está llena de personajes sin desarrollo y complejidad, que son presentados a través de una narración que parece una acumulación de sketches -ver si no el desfile de médicos y brujas a los que consulta el protagonista- y una puesta en escena en extremo televisiva, repleta de primeros planos, poco movimiento en el cuadro, una música que subraya todo lo que está sucediendo y sin la profundidad que demanda el cine. En una escena, donde Ernesto visita a un productor, la película pareciera amagar con ser otra cosa, al menos desde lo estético. La cámara sigue a los dos personajes, mientras recorren el edificio, en un plano secuencia bastante extenso y hasta audaz en su modalidad. Sin embargo, ese plano se corta abruptamente y luego el film continúa en la misma senda que antes, recurriendo a chistes sexuales anticuados -el protagonista comiendo bananas o pepinos porque se los recetó una médica- y sin redondear una visión coherente sobre el mundo. Tenemos un problema Ernesto termina siendo un film que ni siquiera es ofensivo y cuyo impacto es nulo.
Visiones cómodas Ganadora de múltiples premios en diversos festivales, incluidos San Sebastián y Mar del Plata, Pelo malo de Mariana Rondón es una película venezolana que aborda el vínculo entre un niño y su madre, relación conflictiva que explota narrativamente con una situación trivial: el niño se quiere alisar el pelo para una foto escolar, y la madre no lo deja. Una película, también, que transita múltiples lugares comunes y clichés de un cine hecho para ganar premios y que si bien es muy efectivo, no deja de ser una obra bastante cuestionable ideológicamente y discutible en la forma en que elabora sus conflictos. Y es que uno se pregunta cómo puede ser que este film haya sido tan bien recibido en el mundo. Bueno, esto tenga que ver quizás con que el cine latinoamericano ha ido desarrollando vertientes estéticas y narrativas que parecieran mostrar exactamente lo que los habitantes de otras latitudes quieren pensar sobre determinados sectores de Latinoamérica. En este caso, lo hace a través de una película que muestra los permanentes vaivenes laborales y económicos de una familia que habita una asfixiante Caracas. Es evidente que el film tiene muchas cosas para decir sobre la realidad de las clases bajas, los vínculos materno-filiales y las distintas visiones acerca de la homosexualidad, pero la verdad es que nada queda muy claro. Y cuando lo que se presenta incluye decisiones éticas bastante deplorables, la verdad es que lo ideológico no tiene chances de sostenerse.
Las virtudes de los lugares comunes Hay películas que son muchas en una y El último amor, adaptación de la novela de Françoise Dorner, pertenece a este tipo. En el film de Sandra Nettelbeck, realizadora de Sin reservas, conviven muchas subtramas: la del anciano Matthew Morgan, un estadounidense que vive en París y trata (o no) de lidiar con su viudez; la del amor platónico entre Morgan y la joven Pauline (Clémence Poésy), que va creciendo de a poco, luego de conocerse por casualidad en un colectivo e ir compartiendo distintos momentos; la de la propia Pauline, buscando acomodarse sentimentalmente y encontrando en Morgan una especie de espejo en cuanto al dolor que ocasiona la soledad; la del vínculo de Morgan con su hijo Miles (Justin Kirk) y su hija Karen (Gillian Anderson), roto, casi destruido -en especial con el primero-, pero con la necesidad y urgencia de recomponerse; e incluso la de los hijos, con sus respectivos núcleos familiares en crisis. Por suerte, a pesar de todos elementos acumulados, la película jamás se desborda. Hay que reconocerle los méritos en este logro a Nettelbeck, quien va llevando la narración sin prisas, permitiendo un desarrollo coherente de sus personajes, sin exagerar la nota, con la sapiencia de que ya hay suficiente drama en lo que se está contando y que no se necesita remarcar nada. El último amor atraviesa de este modo multitud de lugares comunes -la presencia casi fantasmal de los seres queridos que ya no están, la conexión casi instantánea entre la vejez y la juventud, la presencia femenina luminosa al extremo, el redescubrimiento de la vitalidad a través del baile, los rencores familiares, las oportunidades de redención, el romance que roza el amor a primera vista- y aunque en varias ocasiones amenaza con descarrilar (los diálogos de Morgan con el fantasma de su esposa hacen demasiado ruido dentro de la puesta en escena y ciertos diálogos redundan en lo que ya sabido), al final siempre se mantiene relativamente estable. En cierto modo, lo que se percibe en la realizadora es una clara decisión por permanecer invisible, por jamás remarcar su presencia, poniendo la cámara en los lugares más lógicos y elementales, sin ponerse por encima de los protagonistas. Se puede pensar en lo que hubiera hecho un Alejandro González Iñarritu con este material -o lo que ha hecho Haneke en Amour- y El último amor es casi lo opuesto: es una película que no niega el dolor, pero que explicita su esperanza en las chances de cambiar ciertos rumbos que parecen inapelables. La otra decisión tan elemental como inteligente de Nettelbeck pasa por descansar en las capacidades de los actores. Si Kirk y Anderson está sólidos y funcionales, la sinceridad que transmiten Caine y Poésy en sus miradas y gestos es abrumadora. La química que entablan entre los dos inunda la pantalla y hasta sale de ella, logrando una inmediata empatía con el espectador, haciendo de paso que los lugares comunes sean totalmente naturalizados. Porque en el fondo El último amor es eso: un compendio de lugares comunes llevados con fluidez desde el principio hasta el final.
Julio busca su propia aventura La semana pasada se estrenó El escarabajo de oro y esta semana Barroco. Ambas son argentinas y vienen de competir en la última edición del BAFICI, aunque lo que más las une es cómo, desde diversas posiciones y con distintos escenarios, van construyendo relatos donde las reglas del género de aventuras son puestas en juego, con los protagonistas buscando, de manera casi compulsiva, esa aventura que defina sus existencias. En ambos films, desgraciadamente, la voluntad por mostrar inteligencia e incluso astucia termina siendo contraproducente. En el caso de Barroco, es un joven llamado Julio quien busca su propia aventura: el inicio de una nueva relación amorosa y un nuevo trabajo son la excusa perfecta para hacerlo. Sin embargo, esa aventura -o esa búsqueda de la aventura- estará siempre marcada por el engaño y la mentira, aunque el film, que observa a la distancia, nunca juzga a su protagonista. Incluso se permite contagiarse un poco de la irresponsabilidad y hasta inocencia con que Julio arma toda clase de triquiñuelas, de idas y vueltas, de maquinaciones de toda clase para quedarse con unos valiosos libros que van a vender en la librería donde trabaja, mientras busca estafar a la ex pareja de su novia -un músico bastante amargo-, lo cual complica al extremo no sólo su vida amorosa y laboral, sino también su proyecto de realizar una fotonovela de tintes apocalípticos. Allí aparecen los mejores tramos de la película, que adquiere un tono juguetón y de sutil comedia que hace que la narración fluya sin problemas, con una puesta en forma simple pero eficaz, que aprovecha tanto los espacios interiores como exteriores. Lamentablemente, Barroco, al igual que su personaje principal, porta muchas máscaras, acumula distintas clases de “ficciones” -es decir, mentiras- y esa acumulación de identidades le termina jugando en contra. Otro factor que resta al conjunto de la película es su distanciamiento: como si se autoimpusiera esa obligación, el film no termina de acercarse a Julio, no se pone a la par de él en los momentos culminantes de la intriga que plantea, lo que termina llevando a que al espectador no llegue a importarle a fondo lo que está pasando. Eso, en géneros como la aventura, el romance, la comedia o el suspenso, es fundamental, y Barroco no lo logra. De hecho, hasta cuesta definir qué quiere contar exactamente, o para qué contarlo. Y esto último también establece un lazo entre Barroco y Julio: el film se propone demasiadas cosas, hasta peca de soberbio y las situaciones que él mismo crea lo terminan superando. No hay un propósito que lo defina, con lo que termina siendo un correcto ejercicio donde se percibe una narración inteligente pero en el fondo desapasionada. Pasión, a Barroco le termina faltando pasión por lo que cuenta.
Sumas que restan La estructura de las películas románticas, sus mecanismos, convenciones, personajes habituales y herramientas genéricas, ya son muy conocidas, incluso hasta por espectadores no del todo experimentados. El amor y otras historias es una película muy consciente de esto -quizás demasiado-, juega con eso y lo utiliza como motor para su premisa. De ahí que en el film se monten dos relatos cuyos propósitos incluyen la interacción y la retroalimentación, aunque el desarrollo del metraje irá evidenciando que esos cruces y paralelismos no se dan con la fluidez esperada y necesaria. El film escrito y dirigido por Alejo Flah se centra en Pablo Diuk (Ernesto Alterio), un escritor que también se dedica a la docencia en la Facultad de Filosofía y Letras, al que un amigo productor (Luis Luque) le encarga escribir un guión para una comedia romántica. Es entonces cuando comienza a desarrollarse la ficción dentro de la ficción, en la que se cuenta la historia de amor entre Marina (Marta Etura) y Víctor (Quim Gutiérrez). Pero claro, el problema pasa a ser que es muy difícil para Pablo narrar ese romance cuando su propia vida amorosa se está yendo al tacho, ya que la relación con su pareja (Julieta Cardinali) está en el medio de una crisis terminal, lo que también lo lleva a repreguntarse qué ha hecho y qué debe hacer con otros aspectos de su vida, como la parte profesional. Hay en ese planteo una colisión, un choque entre realidades que no termina de ser resuelto apropiadamente: la voz en off de Pablo baja línea a cada rato sobre los artificios de la comedia romántica, sus mecanismos para capturar la atención del espectador y generar empatía con lo que pasa en pantalla -el encuentro inicial de los protagonistas que siempre es en una librería, los típicos obstáculos que enfrenta la pareja, el círculo de amigos que los rodean y un largo etcétera-, que lleva inevitablemente a que esa ficción inventada por Pablo no sume a la reflexión acerca del amor, sino que reste. Y es que da para preguntarse no sólo qué le aporta al espectador esa ficción que evidencia permanentemente sus construcciones, distanciándose de toda empatía posible, sino también a esa otra realidad ficcional que habita Pablo, ese escritor con sus dilemas respecto al amor, los vínculos de pareja y su profesión. Porque lo cierto es que Pablo es un personaje que consigue atraer a pesar de su parquedad, especialmente gracias a la performance de Ernesto Alterio, quien ha hecho un camino opuesto al de su padre, haciendo de la falta de histrionismo una virtud. Allí, El amor y otras historias se permite fluir con menos distanciamiento y mayor cariño por los personajes, sin preocuparse tanto por mostrarse autoconsciente. Aún así, se impone la sensación de que varios roles de reparto, como los de Luque, Cardinali y Mónica Antonópulos -quien interpreta a un viejo amor de Pablo que reaparece en su vida, sacudiéndole la estantería-, merecían un mayor desarrollo, más espacio en el relato y minutos en el metraje, porque en ellos se notaba una inclinación a salir de algunas convenciones narrativas -e incluso sociales- con cierta sutileza, sin necesidad de remarcar todo. ¿En dónde están esos minutos perdidos? En la historia de Marina y Víctor, que jamás adquiere la fuerza suficiente y entorpece el conflicto central, el verdaderamente importante, que es el de Pablo. El amor y otras historias es una película con una estructura narrativa ambiciosa pero que se muerde la cola. Lo que tendría que sumar termina restando y lo que queda es un film que amaga con ser una profunda reflexión sobre el imaginario romántico, pero que se queda en la superficie, incluso repitiendo las convenciones que se proponía deconstruir.
Sinceridad y aprendizaje La semana pasada se estrenó Perdida, una película que se va construyendo a partir de la exposición capas, de superficies discursivas, que son deconstruidas en función de una narración plenamente consciente de sí misma, que a pesar de su tono indudablemente sarcástico, ácido y cínico consigue llegar a lo más profundo del espectador y sacudir sus perspectivas. No deja de ser llamativo que una semana después Hollywood nos traiga El juez, otro film de capas, de lugares comunes bastante engañosos, también utilizados con total consciencia, pero con un objetivo totalmente distinto: si la cinta de David Fincher lo hacía para desnudar sus mecanismos internos y su carácter mentiroso, la de David Dobkin lo hace para convertir a esos lugares comunes en herramientas de verdad. En un monólogo memorable de Ratatouille, el crítico culinario Anton Ego afirmaba, entre otras cosas, que los críticos solemos descansar y prosperar en los textos destructivos, que suelen ser fáciles y hasta divertidos de escribir. Esto es totalmente cierto y se puede notar cuando hay que escribir sobre una película como El juez, que está repleta de personajes que se refugian en la negatividad, que utilizan las verdades a medias, el rencor, el sarcasmo, las ironías hirientes e incluso el miedo como escudos frente a la verdad (completa, sin más vueltas) y la posibilidad de reconciliación. ¿Por qué es que los personajes no quieren enfrentarse a la verdad y a la chance reconciliación? Porque reconciliarse implica perdonar, y perdonar lleva a volver a querer. Y cuando se vuelve a querer, estamos en el horno, porque vuelve a hacerse presente el temor a la pérdida, es decir al dolor, a ese vacío que uno siente cuando la persona a la que se quiere ya no está. Eso es lo que le irá pasando a Hank Palmer (Robert Downey Jr.), un abogado cínico y canchero, que puede hasta darse el lujo de decirle a un colega “no tengo problema en defender siempre a los culpables: ellos son los que pueden pagarme, no los inocentes”. Cuando reciba un llamado donde le avisan que su madre ha muerto, deberá volver para el funeral a su pequeño pueblo de origen, en Indiana, del cual huyó raudamente en su juventud con la intención de no retornar. Allí deberá lidiar no sólo con su hermano mayor Glen, ex deportista frustrado (Vincent D´Onofrio) y su hermano menor Dale, quien tiene retraso mental (Jeremy Strong), sino también, y principalmente, con su padre Joseph, el juez del pueblo (Robert Duvall), con quien directamente no se lleva, básicamente porque se odian mutuamente. Sin embargo, no podrá irse tan fácilmente, ya que el padre es acusado de homicidio, luego de atropellar y matar a un hombre al que en su momento había condenado por homicidio. Si ya la mezcla de drama familiar con thriller jurídico poseía una cantidad de estereotipos alarmante, El juez no se intimida y -de forma casi desafiante- sigue acumulando otras convenciones y subtramas: está la enfermedad terminal del padre, la potencial reconexión con un antiguo amor, Samantha (Vera Farmiga), y una posible paternidad recién descubierta, todo mientras Hank sigue tratando de dilucidar cómo conservará el vínculo con su hija Lauren, ya que su matrimonio se está cayendo a pedazos. Y lo cierto es que algunas líneas narrativas -más que nada la central- están mejor resueltas que otras, pero siempre se percibe en el film una voluntad por hacerse cargo de que lo que está contando ya ha sido transitado miles de veces, pero que aún puede ser contado nuevamente. Hay un par de escenas que resumen el trabajo del guión, ciertas decisiones en la puesta en escena del director y las actuaciones de Downey Jr. y Duvall, que sirven para explicar cómo los potenciales defectos de El juez pueden transformarse en virtud: en la primera, Hank le explica a Lauren, que está por conocer al Juez -porque así lo llaman a Joseph, como reconociendo su carácter de autoridad permanente-, que bueno, que el abuelo puede ser un poco temible, pero que no se lo tome a mal. Lo que sucederá es lo previsible: el Juez se comportará como un abuelo que ve por primera vez a su nieta, es decir, como alguien que necesita casi desesperadamente brindar cariño. Uno puede intuir que hay una exageración calculada e impostada en el discurso previo, aunque también hay elementos de verdad, porque Hank lo ve a su padre realmente así, como un ogro al cual teme y odia al mismo tiempo, aunque también quiere amar. La segunda escena transcurre en el baño de la casa familiar: el Juez está cada vez peor de salud, vomita en el baño, se hace caca encima y ahí tendrá que estar Hank para ayudarlo, para evitar que se caiga, para ponerlo en la bañera y limpiarlo, mientras los dos tratan de disuadir a Lauren de que entre, diciéndole que se rompió una cañería, que el piso está resbaloso, que puede ser peligroso. La cámara no se regodea en toda la tragedia, se mantiene cercana y distanciada a la vez, y permite que en lo patético surja cierto aspecto hilarante, que hace a la situación mucho más llevadera, aunque lo que termina importando es lo que le sucede a los personajes. Ya el Juez es simplemente un juez más, un viejo más, un hombre al borde de la muerte, temeroso por el legado que dejará una vez fallecido y a Hank ya no le sirven las canchereadas típicas de su profesión, porque el asunto trascendió lo legal y es ahora familiar, él ha vuelto a ser el hijo, y encima es el hijo que empieza a darse cuenta que su madre ya no está y que su padre está también por irse muy pronto, aunque hay personas que van a seguir en su vida, y una de ellas está golpeando la puerta del otro lado. Todo esto se ve y se siente porque Dobkin sale del estilo zumbón, ruidoso y frenético de Los rompebodas y se deja contagiar por el tono reposado y paciente de un guión donde sobresale la pluma de Nick Schenk (guionista de Gran Torino). Pero también a causa de que Downey Jr. toma su habitual pose relajada del “yo ya fui y volví” -que funciona, nos gusta a todos, pero corría el riesgo de empezar a desgastarse-, para problematizarla, para empezar a decirse y a decirnos que quizás le falta ir y volver unas cuantas veces más. Y porque Duvall sigue profundizando una estética de la fragilidad en sus apariciones, situando su capacidad de ser un referente en un lugar donde ya comenzó una despedida. Y también porque -vale decirlo- esto se extiende al resto de las actuaciones: hay en todo el film, a partir de las performances de D´Onofrio, Strong, Farmiga e incluso Billy Bob Thornton (como el fiscal que lleva el caso contra el Juez), personajes con varias pieles, con muchas cosas para decir desde sus miradas y gestos. El juez es una película de cuerpos: de cuerpos desgastados por el tiempo, por el dolor, por los rencores, por el miedo. Cuerpos que atravesaron demasiado pero que descubren que tienen bastante aún por aprender. Cuerpos encarnados por figuras actorales que dieron mucho, que pasaron unas cuantas cosas, pero que revelan que puede barajar y dar de nuevo. Film de pérdidas, de despedidas, de reencuentros, de revelaciones, de dolor, El juez es más que nada un film de aprendizajes, siempre enlazados con la necesidad de ser coherente, sincero, honesto, consigo mismo y con los demás. El juez, como sus personajes, también realiza un proceso de aprendizaje a medida que transcurren sus minutos. Sin ser espléndida, aún con sus defectos, aprende a ser una gran película.