Otra Atlántida perdida Luego de haber pasado con éxito por Berlín y de ser exhibida en el BAFICI, con un amplio consenso de la crítica porteña, es más que claro que la directora María Inés Barrionuevo debe pensar que es una genia, o como mínimo debe tener una muy buena opinión de sí misma. Pero la verdad que luego de haber visto Atlántida, la opera prima en cuestión, me encantaría poder acordar con todos ellos porque en mi opinión su película es apenas correcta y está notablemente inflada. Hubiera sido bueno que la cineasta se atreviera a contar bien a fondo las respectivas historias de sus protagonistas, a abordarlas en toda su profundidad y complejidad. Talento, es evidente, tiene la directora, pero seguir de cerca a los cuerpos no la enlaza automáticamente con la filmografía de Lucrecia Martel y contar un relato de crecimiento, como el de estas dos hermanas cordobesas en pleno despertar sexual, no la convierte en una heredera de Celina Murga o Ezequiel Acuña. Lo que pasa con películas como esta es, en todo caso, culpa de los críticos porteños -que no sólo son Capital Federal-, muy complacidos en sostener y contemplar una visión porteña sobre los cordobeses, y del circuito internacional de festivales, cómodo con su idea sobre el cine argentino repleto de jóvenes tristes, que sólo de a ratos es capaz de expresar su sexualidad en plenitud. Pero también es de los cordobeses, demasiado preocupados por adquirir relevancia nacional e internacional, respondiendo a mandatos que no tienen demasiado que ver con su propia identidad. ¿No pueden ser más vitales y sexuales los jóvenes cordobeses? ¿No se puede construir una verdadera poética del deseo, que los exprese en toda su magnitud? ¿No se merecen tener una construcción más compleja, donde se pueda intuir verdaderamente su pasado, presente y futuro? En otros encuentros festivaleros tuve oportunidad de ver Algunos días sin música, La jaula de oro y Club sándwich, películas con personajes con virtudes y miserias, que deciden por ellos mismos, sin piloto automático, en espacios-tiempos bien definidos. Lograr eso tiene su dificultad, pero tampoco es tan pero tan difícil, y lo de Barrionuevo -junto con todo el campo intelectual que la sostiene- es demasiado fácil y cómodo.
Dos exposiciones, dos películas En el particular film que es Ricardo Bär conviven dos películas, dos abordajes narrativos y estéticos, que ponen en crisis la carátula simple que se le podría dar como “documental”, y también la de “ficción”. Ambas se entrelazan permanentemente, aunque sólo una funciona e impacta al espectador de la manera adecuada. La primera es la historia del personaje del título, la de ese joven de 22 años que parece tener un futuro previsible, simple, incluso cómodo, ya que le espera como herencia la chacra donde vive con su familia en Misiones. Pero él quiere ser pastor, viaja varios kilómetros en pos de su formación y estudia aplicadamente en pos de su independencia, con el objetivo de formar su propio destino. Esa colisión no resuelta entre el deber ser familiar y el querer ser que viene desde el lado de la vocación -alimentado también por un deber ser religioso- se potencia a partir de la chance que aparece cuando los realizadores de la película le consiguen una beca para estudiar en Buenos Aires. El conflicto que atraviesa Ricardo es de carácter universal, el film lo entiende rápidamente y es capaz de dejar que intervengan las particularidades propias del caso: allí también entran en juego las reglas y valores de una comunidad que, en el medio de la selva misionera, sigue recordando y aferrándose a su ascendencia alemana, pero permitiendo a la vez la entrada del portuñol, es decir, de un contexto regional donde tampoco las fronteras son tan sólidas y lineales. Con una cámara que contempla a su protagonista, a las personas que lo rodean y al lugar en que vive -con sus rutinas y tradiciones distintivas- Ricardo Bär es allí una película que se hace permanentemente preguntas sobre esa relación de retroalimentación entre individuo y sociedad. Y esos interrogantes que surgen son enriquecedores porque nacen desde la misma imagen, de una puesta en escena que acciona como fluido marco para lo que se ve y escucha, pero también para lo que no se ve y no se escucha. La segunda película es la historia del rodaje, o más bien la de los realizadores tratando de hacer confluir sus objetivos con los pedidos y reticencias no sólo de la comunidad donde se encuentran filmando, sino también del propio Ricardo, quien no termina de encontrarse cómodo en su rol de protagonista central de un proyecto cinematográfico. A pesar del potencial que ofrece este eje narrativo, no termina de encajar adecuadamente dentro del esquema global del film. Se ven las intenciones por parte de los directores, Gerardo Naumann y Nele Wohlatz, de problematizar las distancias -y también cercanías- entre ellos como sujetos que registran desde un punto de vista determinado, con un recorte particular de la mirada, y el objeto espacio-temporal al cual observan, haciendo hincapié en cómo lo que se mira pasa a ser inevitablemente modificado por quien lo está mirando. Sin embargo, ese manto que se corre, esa exposición por parte de los cineastas, no llega a tener la potencia que sí tiene la apertura de Ricardo. Quizás se deba a que este último queda casi desnudo frente a la mirada del espectador: asistimos a sus idas y vueltas, a sus dudas, a sus dilemas y, principalmente, vemos su cuerpo y rostro expresándolas. En cambio, por más que Naumann y Wohlatz hagan un atendible esfuerzo por abrirse frente a los ojos del público, por revelar las dificultades e inseguridades que atravesaron en el proceso fílmico, no dejan de estar en un seguro fuera de campo, contando y diciendo lo que ellos eligen contar y decir. Aún así, con sus virtudes y defectos, Ricardo Bär no deja de ser una obra compleja, que elude, al igual que su protagonista, los caminos más fáciles. En el hecho de adoptar como título el nombre de su protagonista, enalteciendo su identidad, hay un gesto valiente que se transmite a toda su narrativa y que se agradece.
Un abismo de intrascendencia La primera escena de El manto de hiel -una mujer al borde de un precipicio, que termina dejándose caer al vacío-, resuelta con un par de planos silenciosos, que aprovechan el abismal paisaje sanjuanino, es bastante interesante, crea expectativa y aporta interrogantes. Pero ese interés inicial se queda ahí. Ya el plano siguiente, donde un hombre de traje en un lujoso auto (William Prociuk) va arrojando unos papeles mientras maneja, con gesto remarcado, se va restando intriga. Y en cuanto ese hombre llega casi de casualidad a un pequeño pueblo en el medio de la nada y comienza a hablar con la gente del lugar, en cuanto se van escuchando los diálogos artificiosos e impostados, ya esa ínfima esperanza de ver algo bueno se va al tacho. Así de rápido es que El manto de hiel queda condenada -o más bien se condena a sí misma- a la intrascendencia. Sus tentativas por crear una atmósfera opresiva y paranoica en ese pueblo dominado por un grupo de ancianos con misteriosos propósitos y en donde el protagonista -cuyo pasado también está envuelto en un enigma- no puede encontrar una salida, se van revelando como totalmente infructuosos. Lo llamativo es que cuanto más lo intenta, más lejos de su objetivo queda, debido a sus monólogos pseudo trascendentales, sus actuaciones acartonadas, su montaje enmarañado y confuso, su banda sonora de trazo grueso y su necesidad de explicar todo varias veces. Si a eso se le suman sus notorios agujeros en la trama, termina perteneciendo a ese tipo de films que nunca pueden remontar sus defectos iniciales, que desde el comienzo pierde la partida. Y no es que El manto de hiel sea un desastre absoluto o indigne con su desarrollo narrativo o estético. Es más, se puede percibir su voluntad por combinar la intriga con el western, haciendo chocar distintos universos y aprovechando un entorno particular para contar algo nuevo. Pero esa originalidad nunca termina de aparecer y lo que queda es una película que busca generar las preguntas correctas pero sólo consigue las respuestas incorrectas.
La mirada desnaturalizadora Las aspas del molino es un film donde pronto se perciben las limitaciones formales, pero también, por suerte, pronto se distinguen fortalezas vinculadas a la convicción con que está narrado el film y la multiplicidad de temas que aborda. Es que este documental trasciende el abordaje a la problemática del cierre y los diversos intentos de apertura del edificio al que pertenece la emblemática Confitería Del Molino, ubicada en Callao y Rivadavia (Capital Federal). De hecho, su contenido pesa mucho más que la forma, aunque no termina ahogándola y, por lo tanto, jamás abruma al espectador. En Las aspas del molino, llamativamente, lo que termina siendo más atractivo es la historia personal del director chileno Daniel Espinoza García, quien, al igual que muchas personas más, debido a su condición de inmigrante extranjero no conseguía un garante para poder alquilar una propiedad, con lo que terminó siendo uno de los ocupantes del edificio donde se ubica la Confitería Del Molino, a través de un trato leonino con los propietarios, consistente en el abono de seis meses de alquiler por adelantado. Ahí empiezan a surgir las preguntas incómodas sobre las chances (o la ausencia de ellas) por parte de los inquilinos de plantar cara frente a los intereses y arbitrariedades de los propietarios, con un Estado que juega el típico papel de la ausencia; o cómo los extranjeros deben vivir en condiciones que rozan lo infrahumano para poder quedarse y llevar a cabo sus propósitos en nuestro país. Por suerte, Espinoza García se revela como un cineasta cuidadoso, evidenciando que lo que pasa con la confitería no es una simple excusa para contar otra cosa. Ese edificio elegante y ahora en ruinas es también pensado como símbolo de Buenos Aires, sirviendo de puntapié para exponer cómo el argentino muchas veces se construye a sí mismo a partir de la nostalgia por lo que fue y ya no es, incluso regodeándose en sus desgracias, y trasladando estas concepciones a lo arquitectónico y lo cultural. Es cierto que a Las aspas del molino se le nota la urgencia con que fue realizada, no sólo desde lo técnico, sino desde la puesta en escena y cómo ensambla su discurso, sin poder salir del formato de la entrevista y remarcando muchas veces en exceso vía voz en off lo que ya está reflejado en las imágenes. Sin embargo, terminan prevaleciendo sus ambiciones y convicciones, a través del por momentos perturbador punto de vista de alguien de afuera que supo vivir el adentro, y que viene a poner el dedo en la llaga, haciendo notar lo absurdo y terrible de cuestiones que los argentinos -y en especial los porteños- tenemos totalmente naturalizadas.
Fragmentos inverosímiles En algunos círculos críticos se remarca bastante el aporte de Pablo Echarri a la televisión, a través de unitarios o series como El elegido, Montecristo o Resistiré. No voy a cuestionar esas afirmaciones porque sólo he visto algunos capítulos de esas creaciones, que supuestamente mostraban una gran capacidad para repensar ciertos formatos televisivos en función de temáticas donde el pasado del país convivía con el presente de formas muy oscuras. Pero de su filmografía tengo un conocimiento más amplio, y apenas si rescato Crónica de una fuga -donde su papel estaba entre lo más flojo- y algunos momentos de Alma mía -en la que su historia romántica con Araceli González era lo que menos funcionaba-. El resto de sus películas han transitado entre la intrascendencia formal y discursiva, como El método o Las viudas de los jueves, y lo directamente indignante, como Peligrosa obsesión y Apasionados. La presencia en el guión y la dirección de Sandra Gugliotta, con antecedentes atendibles en la ficción, como Las vidas posibles y Un día de suerte, le otorgaban una esperanza a las posibilidades de Arrebato. Se podía suponer que la realizadora, con esta historia donde la investigación de un crimen que realiza un escritor y profesor de literatura como material para un futuro libro, terminan disparando sus celos hacia su mujer y diversas paranoias que venía incubando desde hace rato, iba a intentar explorar las inseguridades masculinas, la atracción por el crimen y la violencia, y la delgada línea que separa la ficción de la concreción real de esa ficción. Allí se podían intuir potencialidades pero también riesgos. Pero era difícil prever que no se iba a cumplir nada de lo bueno y, sí, todo lo malo. Es difícil contar lo que pasa en la película o encuadrarla en un género determinado, pero no porque sea compleja o eluda con inteligencia las convenciones, sino porque simplemente en todo su relato nada funciona como corresponde. De hecho, hasta se hace dificultoso afirmar que hay un relato en Arrebato, es decir, una narración donde las partes fluyen adecuadamente, con personajes con un mínimo de solidez y giros verosímiles en la trama. No, lo que hay en el film es una mera acumulación de fragmentos inconexos. Desde un principio, todo sale mal: la primera secuencia, con un Echarri un tono por encima del requerido (como siempre) dando clase a un conjunto de estudiantes -en su gran mayoría chicas que lo contemplan embobadas, porque no hay que descuidar el público donde el actor cimenta su popularidad-, ya preanuncia lo peor, no sólo por la interpretación del actor, sino también por el manejo estático de la puesta en escena, la falta de rigor para crear el clima que necesitaba la secuencia y el trazo grueso del monólogo. Allí ya aparece una característica decisiva en la película: su falta de confianza en la potencia de lo visual en detrimento del lenguaje del habla. Arrebato, como muchas otras obras cinematográficas que interactúan fallidamente con el universo literario, piensa al vínculo entre el cine y la literatura a partir de la pura impostación, de la remarcación de cada palabra, anulando el poder del montaje y la imagen. A todo lo antes mencionado, Arrebato le agrega algunas decisiones que asombran por su arbitrariedad, falta de realismo e inverosimilitud. Dos ejemplos bastan como muestra, aunque hay muchos más: un par de exabruptos por parte del personaje de Echarri respecto al papel que juegan los medios de comunicación que poseen un nivel de reflexión de jardín de infantes (¡los medios toman hechos y se ocupan de ellos para ocultar otros! ¡ohhh, qué profundo!); y toda la subtrama atravesada por la aparición del fiscal encarnado por Gustavo Garzón, que puede competir seriamente por el título del peor abogado de la historia del cine, pero aún con su desconocimiento de las reglas más elementales del derecho o los procedimientos legales, y armando un caso plagado de suposiciones que hacen agua por todos lados, es capaz de llevar a juicio al protagonista. A pesar de no llegar a la hora y media de metraje, con sus pozos narrativos, inconsistencias, giros forzados y sobreactuaciones -con excepción de Garzón, que hace todo a reglamento y le alcanza para salvarse-, Arrebato es un film sin vida, que aburre soberanamente y que luego de amagar con decir mucho, a pesar de sus discursos altisonantes, no dice absolutamente nada.
Documento ficcional de una épica A la hora de recrear pensar, analizar y explorar determinados hechos históricos, el cine universal a menudo ha caído en la trampa de la excesiva seriedad, de una trascendencia que termina volviéndose vacua. Este riesgo siempre acosó al cine argentino en particular: es ya demasiada habitual la pulsión por la bajada de línea impostada, sentenciosa, incluso restándole ambigüedad y líneas de conflicto a personajes sin grises. Por eso se agradece la aparición de un film como Seré millones, el mayor golpe a las finanzas de una dictadura, que elude esa tendencia con bastante inteligencia. El film, desde un comienzo sabe hacerse cargo de lo apasionante de su anécdota, que cuenta cómo en enero de 1972, durante la dictadura de Lanusse en la Argentina, un grupo de militantes revolucionarios ocuparon el Banco Nacional de Desarrollo, a pocos metros de la Casa de Gobierno, realizando un espectacular asalto -el más grande de la historia nacional-, expropiando aproximadamente 10 millones de dólares (al cambio actual) y aportándolos a la causa revolucionaria, en lo que fue puñetazo directo al mentón financiero del poder dictatorial. Esto fue posible gracias a Oscar Serrano y Angel Abus, militantes y empleados del banco, quienes planificaron el golpe. Cuarenta años después, la premisa consiste en convocar a Oscar y Angel para que colaboren en una recreación ficcional, con actores jóvenes interpretándolos. La documentación de esa reconstrucción ficcional, donde conviven varios géneros, incorpora también una dosis poco habitual de humor, ayudando a desdramatizar los hechos pero no a banalizarlos, sino todo lo contrario: de la mano del contacto entre la comedia y el policial es donde va creciendo el diálogo intergeneracional, reflexionando sobre las particularidades de la militancia de aquellos años y la de ahora, los distintos niveles de compromiso y las luchas con los estratos de poder, consiguiendo incluso momentos de genuina emoción. A Seré millones, que es tan ficción como documental, se le podrá reprochar que sus distintas superficies y niveles formales no terminan de cuajar del todo, con lo que hay unos cuantos pozos narrativos, diluyéndose el potencial impacto. Pero aún así, los directores Omar Neri, Mónica Simoncini y Fernando Krichmar, a partir de los riesgos que toman, transforman a las personas en personajes, y a los personajes en personas, cimentando un vínculo empático con los espectadores, apostando siempre a un relato humano y sensible, en el que la simplicidad es el trampolín para una pequeña y meritoria épica, en la que se recupera la universalidad de ciertas causas.
Cine que adolece de cine Hasta ahora me había mantenido bastante ajeno al fenómeno de las adaptaciones de novelas para jóvenes adultos. La única saga que me ha interesado es Los juegos del hambre; vi sólo las dos primeras entregas de La saga Crepúsculo (y con eso me bastó); no vi La huésped, Hermosas criaturas, Cazadores de sombras: ciudad de hueso, Divergente o Bajo la misma estrella. Por eso, el poder ver otro exponente de esa tendencia, como es Si decido quedarme, me servía para compensar esa falta, aunque sea por mero interés antropológico. Con sólo ver los avances previos, se puede llegar fácilmente a la conclusión (y sin equivocarse) de que Si decido quedarme comparte con los films antes mencionados el ser una película de diseño, que no gira tanto en función de reglas genéricas (aunque inevitablemente recurra a ellas) como de un horizonte de espectador, de un target determinado. Y lo más importante, se le nota claramente un objetivo, que no sólo es el reproducir modelos mentales e ideológicos, sino también producirlos. Como los demás, cuenta con una ventaja extra, que es la de poseer un público cautivo, que roza incluso lo acrítico, lo que le da el impulso necesario para buscar convertirse en un acontecimiento extra y pre-cinematográfico. Todo lo anterior lo digo porque a Si decido quedarme -con su historia centrada en Mia Hall (Chloe Moretz), una joven que, tras un accidente automovilístico casi fatal que la deja en coma, queda en una especie de limbo espiritual entre la vida y la muerte, teniendo que decidir entre partir al más allá o quedarse en este mundo- se le notan demasiado las costuras, los cálculos, la automatización en función de lograr determinadas reacciones en el público. Sólo en determinados momentos se permite ser espontánea, abandonando la mecanización, para explorar de forma más profunda y arriesgada las inseguridades y deseos de su protagonista. En cambio, en la mayoría del metraje necesita poner permanentemente todo en palabras, ilustrando sucesos, sensaciones y deseos a través del habla, con frases sentenciosas y pomposas que harían sonrojar a Jorge Bucay, sin confiar en el poder de las imágenes y hasta introduciendo personajes simplemente imposibles en su concepción (la enfermera que le habla a Mia mientras está en coma es el colmo de lo inverosímil). Así, el romance de Mia con un joven llamado Adam, que nace a primera vista y es atravesado por numerosas contratiempos, como la diferencia de edad -él es un año mayor que ella- o las carreras de ambos -él como integrante de un grupo de rock en pleno ascenso, ella buscando iniciar una carrera como chelista-, jamás adquiere espesor, sin conmover o conseguir empatía. Pero la torpeza -tanto desde el guión de Shauna Cross (que había hecho mucho mejor las cosas en Whip it) como desde la dirección de R.J. Cutler- no se queda ahí y pesa mucho más en todo lo correspondiente al drama hospitalario, que hasta termina hundiendo la performance de Moretz, que espero que entre este film y Carrie no haya iniciado ese tétrico camino que la conduciría a ser otra Lily Collins. Los que sí consiguen esquivar el desastre (y vale la pena mencionarlos) son Mireille Enos y Joshua Leonard, quienes desde sus papeles de los padres de Mia le quitan solemnidad al asunto, haciendo todo simple; y especialmente Stacy Keach, que con una honestidad asombrosa logra conmover en un pequeño monólogo. Lo peor de la película (y probablemente también del libro) es que no tiene ningún prurito en acumular tragedias con una arbitrariedad llamativa, por puro efectismo, mientras a la vez sostiene una visión romántica que ni siquiera es edulcorada, sino más bien pasteurizada. No es tanto que no se muestren las escenas de sexo; eso se puede entender por ciertas necesidades de mercado. El problema es que jamás se percibe la tensión, la excitación, el amor entre los cuerpos. Si decido quedarme se muestra de esta forma como una película adolescente, pero en el peor sentido del término: adolece de la energía correspondiente a una puesta verdaderamente cinematográfica, sus piezas no llegan a encajar en el montaje, nunca llega a completarse a sí misma. No es “joven” sencillamente porque no tiene identidad. Por eso las preguntas un poco incómodas persisten: ¿por qué este (no) cine (y la literatura de la que proviene) sigue gozando de relativo éxito? ¿Qué es lo que buscan y encuentran en él sus espectadores? ¿Es sólo un problema del público o también de los críticos?
Tensión entre aventura y mensaje Cuando se estrena un film infantil fuera de temporada, apenas un mes después de las vacaciones de invierno, se despiertan fácilmente los prejuicios en el crítico. Y no sólo porque una época como fines de agosto es donde las películas de este género van a morir, casi sin posibilidades de convertirse aunque sea en un mediano éxito. Demasiadas veces las limitaciones en el lanzamiento se equiparan con la calidad del film estrenado, que es claramente de relleno. Pero por suerte Dinosaurios, sin ser gran cosa, esquiva algunas (bajas) expectativas previas y es bastante más interesante de lo que podría parecer. El film de Yoon-suk Choi y John Kafka se beneficia de un arranque a toda velocidad, donde es el mismo protagonista, un chico llamado Ernie, nos va presentando su pueblo, dedicado a explotar la pasión por los dinosaurios, de la cual él es el primer cultor, pero también al resto de las personas que lo rodean. Está su hermana Julia, con la que se detestan mutuamente, su mejor amigo Max -que es un completo freak- y su sobreprotectora madre, Sue. Ernie es de esos que aman meterse en problemas y que lo único que quiere en la vida es la aventura permanente, casi sin pensar. Su carácter temerario será lo que lo llevará, obviamente, a viajar accidentalmente, a través de una máquina del tiempo inventada por el padre de Max, junto a su mejor amigo y su hermana, 65 millones de años atrás, a la época en que la Tierra era dominada por los dinosaurios. Allí serán adoptados por Tyra, una T-Rex con un instinto maternal a prueba de balas, y perseguidos por Surly y Sarco, dos malignos dinosaurios rivales de Tyra, mientras tratan de encontrar la forma de volver al presente. En Dinosaurios, en especial a partir de la concreción del viaje en el tiempo, se percibe una constante tensión entre el avance de la narración vinculada a la acción, la exploración y el descubrimiento de un universo desconocido y fascinante -con evidentes reminiscencias a la saga de Jurassic Park- y la necesidad de transmitir un mensaje al público infantil, buscando resaltar el lugar de la familia, la maternidad, la hermandad y la amistad como pilares afectivos. Lo cierto es que la película, cuando se contagia y le da el lugar central a Ernie, inclinándose por la primera vertiente, crece porque tiene algo valioso y atrayente para contar, aunque no sea precisamente original. Cuando se preocupa por bajar línea, por dejar lecciones de vida, es cuando más se aleja de poder impactar efectivamente en su horizonte de espectador, básicamente porque intenta transmitir a través de las palabras conceptos que ya están en las imágenes y la narrativa propia del género. Ahí pareciera que los realizadores no hubieran tomado en cuenta las enseñanzas dejadas por Steven Spielberg en Jurassic Park -donde lo afectivo no tenía necesidad de ser resaltado, porque iba claramente de la mano de la aventura- o la factoría Pixar -referentes absolutos en lo que respecta a la capacidad para combinar humanismo con entretenimiento-. Aún así, Dinosaurios posee unos cuantos momentos donde supera las limitaciones de presupuesto, con algunas secuencias de gran fluidez y un ritmo vertiginoso que no le impide delinear personajes que salen de lo meramente superficial, adquiriendo espesor y logrando la empatía del espectador. Sin maravillar, deja en claro que sus dos directores, quienes previamente sólo se habían desempeñado en el ámbito televisivo, tienen ideas y determinadas concepciones de puesta en escena como para continuar su carrera en el cine.
Clases en colisión Sonidos vecinos, dirigido por Kleber Mendonca Filho, trabaja los miedos de cierta clase media a partir de la presencia de una empresa de seguridad -y sus hombres- en el exclusivo barrio de Setúbal en la ciudad de Recife. Con inteligencia, el director va pintando progresivamente un retrato coral que va desde lo cotidiano hasta la creación de atmósferas que lindan con el género del terror. Este particular film brasileño posee un atractivo entramado narrativo, donde se van construyendo las tensiones de clases sin prisa pero sin pausa. Allí, los personajes se cruzan en un aparente juego de casualidades que luego se develan como causalidades: el trabajo de la puesta en escena es muy cuidadoso, especialmente su trabajo de sonido y encuadres. Estos van desde la amplitud del plano general hasta los planos detalles más asfixiantes, aportando intensos climas. Hay que señalar que en todo sentido, la película de Mendonca Filho es coherente en su coqueteo entre extremos, pasando de secuencias bastante lindantes con el humor a otras donde se va anunciando una tragedia. El director lleva su apuesta hasta las últimas consecuencias, ya que el final, bastante abrupto, resume esa vocación un tanto arbitraria del relato por ser una tesis sobre las diferencias sociales en Brasil.
Relatos domesticados Se están diciendo muchas cosas sobre Relatos salvajes. Recientemente, surgió una polémica -bastante inflada por cierto- por unas declaraciones del director y guionista Damián Szifrón, que motivaron una denuncia por apología del delito por parte de un dirigente del PRO. No me voy a ocupar de las aseveraciones de Szifrón -ciertas, pero también bastante obvias; no hay que ser demasiado lúcido (ni provocador) para decirlas- ni de la estupidez del dirigente macrista -quien evidentemente tiene demasiado tiempo libre-. Tampoco voy a entrar en un debate que va más alrededor de la película, que sobre la película. Nuevamente buena parte de la crítica de cine argentina -y luego el resto del periodismo de espectáculos e incluso el político- falla a la hora de analizar un film, porque se queda principalmente con lo que supuestamente dice la obra, con su horizonte de expectativa, y no con lo que realmente dice. Y esto es clave porque cuando se van explorando los diferentes rasgos cinematográficos de Relatos salvajes, resulta que tiene poco para decir. Entonces mejor hagámonos algunas preguntas. ¿Son realmente movilizadoras e inquietantes las historias que va desarrollando el film? Superficialmente sí, pero en cuanto se va sacando un poco la cáscara, la verdad que no. En el fondo, son todas tranquilizadoras. El efecto aplacador lo generan de diversas formas: desarrollando situaciones de enfrentamiento donde una de las partes -siempre encarnada por el protagonista- queda plenamente justificada (la historia titulada Bombita, por ejemplo); con acciones violentas donde operan intermediarios (el episodio llamado Las ratas); con una violencia que por terrible no deja de ser liberadora, sin posible carga de culpa (El más fuerte); escenificando circunstancias familiares y de clase que explican con facilidad determinadas decisiones, por más que sean terribles, apaciguando su efecto (La propuesta); creando figuras de oposición con las que es fácil confrontar y despreciar por sus acciones y modos (Pasternak); o amagando con escalar el nivel de tensión para luego quedarse ahí, en el amague, porque todo se recompone (Hasta que la muerte nos separe, título que es una traición narrativa en sí mismo). ¿Hay un universo de grises, de ambigüedad, o de buenos y malos, de estereotipos colisionando? Claramente lo segundo. El film va presentando en los diferentes capítulos antagonistas fácilmente repudiables y ese es su disparador para ir eliminando toda chance de que el espectador pueda problematizar los acontecimientos y decisiones que se van mostrando. Es prácticamente imposible no sentir total antipatía por los tripulantes del avión en Pasternak, los abogados de La propuesta o todos los miembros de la burocracia con los que se va cruzando el personaje de Ricardo Darín en Bombita, por citar apenas algunos ejemplos. Los lugares comunes no son repensados sino reafirmados, todo es trillado en los vínculos establecidos por los distintos personajes y el trazo grueso está en función de reafirmar el slogan de la película, “todos podemos perder el control”. Relatos salvajes no se preocupa por preguntarse por qué perdemos el control, si está bien perderlo, cómo se alteran las relaciones entre los sujetos o entre los individuos y el contexto que los rodea a partir de la pérdida de ese control. Sólo se dedica a reafirmar algo ya sabido y que en el fondo es catártico, tranquilizador: si todos podemos perder el control, entonces no está tan mal si lo perdemos. ¿Las distintas puestas en escena desplegadas respiran cine? No, y eso es un retroceso muy grande para la filmografía de un director como Damián Szifrón, que en sus dos propuestas televisivas, Hermanos y detectives y Los simuladores, insinuaba un diálogo con el campo del cine, aunque sus dos películas, El fondo del mar y Tiempo de valientes, no terminaban de cimentar un lenguaje propio. Relatos salvajes, que en los avances se insinuaba como una obra de consolidación de ese lenguaje personal, no posee la potencia necesaria en las imágenes, los sonidos y los tiempos que la componen. Hay muy pocos planos o escenas que aprovechen a fondo las posibilidades que brinda el cine en cuestiones como la profundidad de campo o el montaje. Excepciones pueden ser el último plano de Pasternak o la pelea en el auto de El más fuerte. Con Las ratas y La propuesta, que necesitaban, por transcurrir en un único espacio, un manejo de la tensión muy particular, Szifrón nunca consigue salir del estatismo. Incluso se puede notar que hay una voluntad por hacerse notar por parte del realizador -como en el plano de la puerta de la cocina siendo empujada en Hasta que la muerte nos separe-, pero son sólo intentos que se quedan en simples manierismos. Todo esto se traslada a los diálogos y las actuaciones, que alternan entre lo televisivo y lo teatral, siempre un tono por encima del requerido, siempre remarcando innecesariamente. ¿Cuál es su marco ideológico? Bueno, por ahí habría que preguntarse si en verdad lo tiene, o si termina de desarrollarlo. Relatos salvajes es tan pero tan políticamente correcta desde su aparente incorrección política… No llega nunca a plantar bandera, a decir “acá estoy yo”. Para un film aparentemente confrontativo, polémico, se preocupa demasiado por quedar bien con todo el mundo y se le nota demasiado el cálculo en el casting para generar empatía con los espectadores (el ejemplo máximo es el ingeniero encarnado por Darín, actor capaz de interpelar con total comodidad al ciudadano medio desde su construcción de estrella). En cierta forma, representa la discusión cómoda que algunos sectores bienpensantes quieren tener: esa donde ya asoman todas las respuestas apenas se rasga un poquito la superficie. ¿Va a fondo con su propuesta? No, definitivamente no, y ese es su mayor pecado. Film de respuestas fáciles antes que de preguntas difíciles, Relatos salvajes termina compartiendo muchos rasgos con otros exponentes “temáticos” del cine argentino, como Dos más dos o Corazón de León. Es cierto que no es tan irritante como las antes mencionadas, porque aunque sea se le puede detectar un mínimo de coherencia en su discurso y hasta habilidad para unir con cierta fluidez espacios-tiempos aparentemente discontinuos. Sin embargo, hasta dan ganas de pedirle que fastidie, que enoje, que movilice aunque sea negativamente. Pero no, es tan tibia que necesita de un discurso exterior y ajeno que encienda la polémica, porque en sí misma es un callejón sin salida, con muy poco para ofrecer.