El hombre y sus obras A la hora de abordar una figura artística desde el documental, se corre el riesgo de caer en el didactismo biográfico, enlazando todos los aspectos con cuestiones personales del personaje. Por suerte, Amancio Williams, centrada en el destacado arquitecto argentino, no hace eso, sino que sabe hamacarse adecuadamente entre las diferentes variables, contribuyendo a enriquecer la experiencia de cualquier espectador. El film de Gerardo Panero parte y termina con la famosa “Casa del Arroyo”, la obra más reconocida de Williams, que está situada en Mar del Plata y que funciona como símbolo de la personalidad innovadora y rupturista del arquitecto, pero también de un contexto profesional y social con el que siempre pareció estar a contramano. Y va haciendo un análisis ciertamente apasionante, a través de los testimonios de diferentes personalidades de la arquitectura y familiares de Williams de un hogar que supo repensar las formas en que se podían vincular los edificios con el paisaje natural, sin violentarlo, sino todo lo contrario: fusionándose con él. La película permite que vayan sumándose apreciaciones y pensamientos sin grandes invenciones formales -de hecho tiene un estilo quizás demasiado llano en su realización- pero con el convencimiento de que lo que tiene para contar y explorar es de suma complejidad. A la vez, Amancio Williams es lo suficientemente inteligente para permitirse señalar que en cierta forma lo que cuenta es una vida de frustraciones y proyectos no concretados, con lo que le da un espacio capital a muchas obras que se quedaron en el papel, sin llegar nunca a cumplirse o su aporte -no exento de conflicto- en la Casa Curutchet. De hecho, hay una persona que afirma de forma bien directa que la Casa del Arroyo no es la obra más importante de Williams, sino que esas son otras que no llegaron a entrar en la etapa de construcción, en parte por la intransigencia del arquitecto y también por la incomprensión de quienes le encargaban los trabajos. De esta forma, a partir de ese individuo pleno de inquietudes, sin miedo a decir lo que piensa, que cuestionaba con valentía -y hasta algo de saludable inconsciencia- las convenciones más afincadas, el film trasciende el piso meramente psicologista, convirtiéndose en un relato de conformación de identidad que posee asimismo fuertes rasgos políticos. Y es que la forma en que narra Amancio Williams la historia -o más bien la sucesión de sufrimientos- de ese hogar/declaración de principios que es la Casa del Arroyo, fusionándola con la rica trayectoria y temperamento de Williams, termina funcionando como alegato político sobre las construcciones (o destrucciones) culturales y los modos en que (no) se sostiene la memoria arquitectónica en nuestro país. Que este valioso documental, humilde y a la vez incisivo, no se haya estrenado en Mar del Plata en la misma semana que en Buenos Aires y sólo tenga tres funciones a fin de mes en una sala no comercial como es la del Museo de Arte Moderno, dice mucho tanto sobre la cultura marplatense como sobre la nacional.
Una larga lista de defectos Tomando como variable de análisis apenas la banda sonora de El día fuera del tiempo, ya pueden intuirse todo el resto de los problemas que hay en la película: pretende generar suspenso e inquietud, pero en verdad, por lo invasiva y redundante que es, sólo termina molestando. Es puro trazo grueso, al igual que todo lo demás en el resto del film, que tiene muchas ambiciones, aunque no puede concretar ninguna apropiadamente. Hablábamos de ambiciones, y son muchas, con su relato policial situado en 1987, con el alzamiento militar y la promulgación de la ley de obediencia debida como telón de fondo, en el que un asesinato en un colegio de padres franciscanos va revelando conexiones con los años de la última dictadura militar. La realizadora Cristina Fasulino, autora también del guión, no sólo pretende establecer un alegato político, sino que además incorpora elementos místicos y religiosos, atravesados por lo sobrenatural. Para manejar toda esta variedad de recursos y llevarlos a buen puerto se necesita habilidad y conocimiento del género policial, pero la cineasta no parece poseerlos. Enseguida todo se va por la borda en El día fuera del tiempo, empezando por el protagónico de Gonzalo Urtizberea, ya que su personaje de detective privado encargado de investigar el crimen jamás adquiere espesor. Lo mismo se puede decir del resto de los personajes, todos estereotipados y enmarcados en actuaciones absolutamente fuera de registro. Nada se salva en el film, todo cruje y se va cayendo a pedazos frente a los ojos del espectador: una puesta en escena esquemática al extremo; situaciones pretendidamente serias que terminan causando gracia; líneas que apuntan a causar una risa irónica pero quedan completamente en off-side; vueltas de tuerca carentes de verosimilitud; resoluciones arbitrarias; y un ritmo cansino, que en ningún momento conecta con las necesidades de la historia. El día fuera del tiempo es apenas una larga lista de errores y defectos, un film olvidable, que certifica que a pesar del paso de los años el cine argentino sigue entregando películas sin valor cinematográfico.
Muchos diálogos y poco cine Hay un momento en La ballena va llena, cuando va aproximadamente media hora de película, donde se registra una conversación en un café entre un grupo de personas, en el que la charla gira alrededor de categorías como la obra de arte, la museización, la inmigración e incluso la persona como potencial obra de arte, que dura unos ocho minutos. Hay otro donde se registra una conversación telefónica que dura alrededor de quince minutos. Y hay varias conversaciones de café y charlas telefónicas en este documental, lo cual en sí no significa algo malo: muchísimas grandes obras cinematográficas -también en el género documental- se han cimentado a partir de escenas similares. Pero claro, para eso tiene que haber un lenguaje emparentado con el cine que respalde estos momentos, lo cual debe nacer de un trabajo aceitado en la puesta en escena y el montaje con las variables espacio-temporales y los cuerpos que las habitan. Si eso no hace acto de presencia, lo que tenemos es simplemente a gente charlando mientras toma un café o realizando llamadas telefónicas. Lamentablemente, esto último es lo que sucede en la película. Las intenciones por parte de Daniel Santoro, Juan Carlos Capurro, Pedro Roth, Tata Cedrón y Marcelo Céspedes, realizadores de La ballena va llena, son bastante claras e implican una apuesta riesgosa: contar el proceso por el cual el colectivo de artistas Estrella del Oriente, preocupado tanto por extender el concepto de la obra de arte y contribuir a encontrar una salida a los múltiples problemas que atraviesan los migrantes en el llamado “Primer Mundo”, busca llevar a cabo una idea que fusione ambos propósitos. Esta consiste en convertir a los migrantes en obras de arte, que están muy protegidas por las leyes de los países más poderosos. El vehículo para hacerlo sería un gran barco, al cual llamarían “La Ballena”, que sería una especie de gran máquina destinada a transformar a los migrantes que transportará al Primer Mundo en obras artísticas. Aunque hay un problema: para construir el barco se necesita dinero, con lo que el colectivo de artistas deberá atravesar un complicado laberinto de fundaciones, museos e instituciones para concretar su proyecto. En todo esto que se narra hay un tono paródico sobre las instituciones artísticas y sus procesos burocráticos, casi eternos y capaces de vencer hasta a los espíritus más insistentes. Pero no hay una mirada a fondo sobre cómo se piensa lo artístico desde los países “centrales” y cómo colisiona esa visión con la planteada por los de la “periferia”, ni tampoco sobre la migración, básicamente porque el dispositivo cinematográfico no potencia a través de la imagen o el sonido el discurso hablado por las diferentes personalidades que van circulando. Es cierto que pasada su primera mitad, La ballena va llena amaga con brindarle un rostro a la migración, o más bien a los migrantes, a las personas en busca de un nuevo hogar, abriendo el debate sobre cómo puede hacerse para que las personas adquieran un estatus artístico sin perder su calidad e identidad individual. Y es ahí donde alcanza sus mejores momentos, pero se queda ahí, en el amague, con lo que en cierto modo termina compartiendo defectos con otros dos documentales estrenados este año: Cómo llegar a Piedra Buena tomaba como centro a un barrio, a cuyos habitantes les negaba la posibilidad de expresarse; y Mujeres con pelotas hablaba un montón sobre el fútbol femenino, pero nunca lo mostraba en su plenitud; La ballena va llena tiene como premisa el arte y la migración, pero en muy pocas ocasiones les da voz y cuerpo a través del cine.
Contar una historia Cuando quiere, nuestra Melody es dura, y una prueba es su crítica de Al fin del mundo, la cual puede verse acá, donde despliega una cantidad de argumentos atendibles, en donde justifica una sensación subjetiva, propia, que es el aburrimiento, a partir de un análisis formal donde su foco son las imágenes, o más bien, la falta de sentido de ellas. Creo que como crítica es pertinente, aunque se sostiene desde una recepción con la que discrepo. Creo que la forma en que se va concibiendo Al fin del mundo, de la misma forma que Tótem -la otra película estrenada esta última semana por Franca González, sobre la cual escribo acá-, a partir de la observación, del registro, puede ser expulsiva o cautivadora, dependiendo del espectador. Y es ahí donde mi visión se aparta de la de Melody. Mientras ella vio vacío, vacuidad -lo cual es totalmente válido-, yo vi (y sentí) unas cuantas cosas que me fueron impactando. González repite los méritos de sus anteriores obras, que van a dos puntas pero siempre vinculados al uso de la cámara como instrumento de observación: si por un lado sabe manejar los tiempos y la profundidad de campo para que los paisajes adquieran un peso específico, delineando un espacio-tiempo sustancial (casi que puede sentirse el frío, lo abismal, el aislamiento del lugar); por otro es capaz de darle un carácter casi invisible al dispositivo, lo que permite que los habitantes del pueblo de Tolhuin se desempeñen con una normalidad y soltura apabullantes, con lo que no sólo surgen rutinas, ritos, códigos, sino principalmente personajes. Al fin del mundo, al igual que Tótem, consigue a partir de la observación adquirir valor narrativo. Cuenta una historia, pequeña, es cierto, pero también valiosa, con numerosos matices. Quizás se vaya un poco por las ramas y se extienda en demasía, pero confirma la posibilidad que tiene el género documental para crear sus propias ficciones de lo real.
Huellas e identidades “Si escuchás a cuatro o cinco hombres trabajando en un tótem, golpeando al mismo tiempo, verás de dónde salió la música en los viejos tiempos”, afirma Stan Hunt, un tallador de cedro rojo, quien aprendió su oficio de su padre y de su abuelo, y pertenece al pueblo Kwakiutl, ubicado en el norte de Vancouver, cerca del golfo de Alaska. Stan tiene frente a sí un trabajo muy especial: el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires decidió reemplazar en el 2008 el tótem que Canadá le había regalado a la ciudad y que estaba ubicado en la plaza de la zona de Retiro que homenajea a ese país, ya que estaba mostrando una leve inclinación, lo cual suponía un riesgo para los transeúntes. Ese tótem había sido realizado por el padre de Stan, a quien ahora le encomiendan desde Buenos Aires realizar uno nuevo, que reemplazará al de su progenitor y que según él va a ser su obra más importante en sus treinta y cinco años de labor. En Tótem, Franca González, al igual que en Liniers, el trazo simple de las cosas, vuelve a demostrar una gran sensibilidad para el registro de las labores cotidianas, que parece nacer de la sencillez para poner la cámara en el lugar adecuado y tomarse el tiempo justo para que surja la complejidad inherente que atraviesa los distintos procedimientos. Es entonces que el mismo Stan va explicando las características de los tótems y cómo fueron cambiando su propósito, pasando de ser monumentos que afirmaban quiénes eran las personas a contar quiénes fueron, mutando de documentos de identidad del presente a huellas del pasado. Y esto se combina con la observación para lograr un film que a su modo es narrativo, que relata y expone conexiones entre culturas dominantes y contemporáneas, que parecen mirar siempre hacia adelante, y culturas marginales, que pelean por sobrevivir a su modo, a través de representaciones que coquetean con lo ficcional, pero a la vez se sostienen en la realidad. González también se permite ceder el protagonismo de su cámara, dejar que en determinado momento sean Stan y su gente los que hablen sobre sí mismos y sus trabajos, sobre el peso de los legados familiares y lo que ellos quieren legar. Esa decisión nace de las circunstancias burocráticas que obligan a cambiar el punto de vista y el propósito del documental, pero no deja de ser un gesto de generosidad y desprendimiento altamente atendible. Indudablemente, González supo no sólo descubrir durante el proceso de producción que habían otras cosas sobre las que focalizar la atención, sino que también era otra mirada la que se necesitaba aparte de la suya. Y ese es un gran mérito. Se podrá criticarle a Tótem que en determinados momentos la música no ayuda y termina siendo demasiado didáctica. O que su anécdota inicial daba para seguir profundizando, tanto temática como estéticamente, en vez de detenerse donde lo hace. Pero lo cierto es que como documento cultural posee una potencia para nada despreciable, sostenida no sólo en su discurso oral, sino también en sus imágenes, plenamente cinematográficas.
Emoción y reflexión El cine argentino, al igual que la inmensa mayoría del discurso cultural, social y político nacional, ha construido un imaginario de certezas respecto a Malvinas. No hay preguntas, no hay dudas, sólo respuestas. Y son respuestas cómodas, donde siempre la culpa es de otro, generalmente encarnado en los ingleses, con su colonialismo a cuestas, o la dictadura militar, que decidió con total impunidad mandar a toda una generación a una derrota -y una muerte- segura. No deja de haber trozos de verdad en esa perspectiva que se ha ido construyendo, pero lo que ahí se intuye es que el dolor principal es el de la derrota, el de no haber podido triunfar. Lo que queda en el fondo es algo (lamentablemente) muy argentino, que es la épica del derrotado. Por eso es en extremo saludable que aparezca una película como La forma exacta de las islas. Y por varias razones, empezando por su premisa, centrada en Julieta Vitullo, una joven investigadora que en el 2006 viaja a las Malvinas para terminar una tesis doctoral sobre la literatura y el cine focalizados en el conflicto bélico de 1982. En las islas conoce a dos ex combatientes y ese encuentro le da un giro de 180 grados a sus planes, por lo que decide filmarlos durante una semana. Cuando retorne a las Malvinas en el 2010 ya no será la misma, ya que un suceso personal habrá afectado por completo su perspectiva. La forma exacta de las islas es un documental donde aparecen muchas voces, unidas por esa voz principal que es la de Julieta. Cada una de ellas tiene algo interesante para decir y el film les da su espacio para expresarse. Primero a los ex combatientes, alejados de la victimización, haciéndose cargo del dolor que cargan, de las pérdidas que sufrieron, del hecho traumático de su juventud, pero también de que ese mismo dolor no les sirve como excusa sino que los pone en un lugar de responsabilidad. En ese sentido, es ejemplar el monólogo de uno de ellos cuando se refiere al Día del Veterano, que conmemora el día del desembarco, cuestionando no sólo a la sociedad que festeja o justifica un hecho terrible, sino también a sí mismo -y por ende a todos los demás ex combatientes- por asistir vestido de uniforme, naturalizando algo que en verdad no tiene sentido. Luego a los isleños, que probablemente nunca tuvieron tantos minutos para pronunciarse como en este film, que aportan una mirada desde adentro, en el que la identidad está siempre a prueba, con una reafirmación de la pertenencia que no esquiva las ambivalencias, las contradicciones, las soledades, las marcas de lo que se tuvo y ya no está. También a las Malvinas mismas, a esas islas casi desoladas, a esos paisajes que se intuyen duros, hostiles incluso, a través de largos planos que bordean lo estático, y donde los silencios tienen mucho para decir. Pero la voz que más importa es la de Julieta. E importa más porque es mujer: en La forma exacta de las islas -con su título que remite a una herida universal y que es en verdad una paradoja, porque a lo largo de la narración lo que menos aparecen son precisiones, exactitudes- se problematiza como nunca la visión masculina sobre la guerra, descentrándola a través de la mirada femenina. A la vez, se pone explícitamente en crisis el discurso épico y sus ambiciones nacionalistas, contraponiendo una mirada personal, que es la de Julieta, con su propia tragedia, con su propio dolor, que a la vez es capaz de incorporar y abrazar otras tragedias, otros dolores. De ahí que el film consiga con una gran sensibilidad adquirir universalidad a partir de sumar relatos particulares. Lejos de las sentencias altisonantes, de los absolutismos que cierran discusiones, La forma exacta de las islas se hace cargo de los espacios vacíos referidos a Malvinas, no sólo a la guerra, sino a cuestiones anteriores y posteriores. En eso es también universal, porque no se aferra a fechas, a sucesos puntuales, sino a vidas que están formadas y atravesadas por mucho más que estrictos acontecimientos. Uno de los colaboradores del sitio, Javier Luzi, definió a este film como “emocionalmente reflexivo o reflexivamente emocional” y eso es totalmente cierto. Estamos ante un film que es inteligente porque piensa con el corazón.
Una meseta creativa En su nueva película, el director Iván Fund se concentra en un pequeño grupo de personas y sus vivencias: una pareja en crisis, un tarotista que perdió a su perro, una mujer policía. Sin embargo Me perdí hace una semana significa una meseta creativa dentro de su original filmografía, una obra en la que evidencia una fuerte carencia de ideas, que sólo sabe disimular a través de la impostación. Alrededor de esos personajes, el realizador propone un dispositivo que pretende reflexionar sobre el proceso de filmación, la relación entre ficción y realidad, la cámara inmersa dentro de lo cotidiano. El problema es que esos tópicos ya vienen siendo transitados desde hace décadas y lo único que parece aportar Fund es pereza narrativa. La historia nunca avanza, los personajes jamás adquieren espesor y el espectador es condenado al puro aburrimiento. Me perdí hace una semana es una película con muy poco para decir, que vuelve a poner en cuestión los métodos y razonamientos de las instituciones que promueven apoyo financiero y logístico. Si se sigue financiando y promoviendo cine como este, no vamos a ningún lado. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el BAFICI.
Tanto para tan poco Resulta que en el 2003 se estrenó Old boy: cinco días para vengarse, adaptación de un manga y que es la segunda entrega de la Trilogía de la Venganza concebida por Park Chan-wook, luego de Sympathy for Mr. Vengeance (2002) y antes de Sympathy for Lady Vengeance (2005). Ganadora del Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes en el 2004, es recordada por la mayoría del público básicamente por su vuelta de tuerca final y por un memorable plano secuencia donde el protagonista se enfrenta a unos pandilleros en un corredor armado tan sólo con un martillo. Enseguida Hollywood se lanzó de lleno al proyecto de una remake, pero el camino estuvo lejos de ser fácil y lineal: en un momento el film iba a ser dirigido por Steven Spielberg y protagonizado por Will Smith, pero esa posibilidad se cayó. Luego, mientras el desarrollo del guión se iba estirando en demasía, se fueron barajando otros nombres no sólo para el personaje masculino principal, sino también para la protagonista femenina (Rooney Mara, Mia Wasikowska, Lily Collins) y el villano (Christian Bale, Colin Firth, Clive Owen). Finalmente, Spike Lee quedó a cargo de la dirección, con Josh Brolin, Elizabeth Olsen y Sharlto Copley en los papeles principales. La distribuidora de la película en Estados Unidos, FilmDistrict, amagó con hacer una campaña icónica, buscando captar la atención de los potenciales espectadores a través de pósters y tráilers apoyados en el misterio básico, y la vez en extremo potente del relato: ¿por qué alguien secuestraría a un hombre, manteniéndolo luego en cautiverio durante quince años, para después liberarlo también sin razón aparente? Pero claro, ese enigma no podía convertirse en gancho para el público si por otro lado el estudio dudaba de la versión entregada por el director, hasta el punto de decidir reducirla de 140 a 105 minutos. Menos aún si el propio Brolin admitía que prefería el corte del director al del estudio. Y aún menos si a último momento se decidía cambiar la fecha de estreno, programando el lanzamiento para el Día de Acción de Gracias, es decir, el momento menos oportuno posible. Los críticos -necesarios para el éxito de estos films- no fueron precisamente piadosos, por lo que el rotundo fracaso estaba anunciado. Hay veces que ciertos fracasos son absolutamente injustos: terminan sucediendo porque los estudios no saben cómo vender sus propios productos, avanzan y retroceden numerosas veces en sus decisiones y terminan alertando tanto a la crítica como al público, que en estos casos suelen oler la sangre desde muy lejos. Un caso reciente es El llanero solitario, que tuvo reseñas horribles y un pésimo rendimiento en la taquilla, a pesar de ser una excelente relectura del western. Pero en el caso de Oldboy hay que decir que el fiasco económico y artístico es merecido. Lo es en primera instancia porque su construcción va a contramano de la desestabilización propuesta por el original, que se la pasaba sacudiendo al espectador, para proponer una visión que, a pesar de cierta oscuridad que insinúa, no deja de ser en extremo tranquilizadora y lavada. Si en la versión de Park Chan-wook se utilizaba un romanticismo desaforado y la empatía con los personajes -incluso con el misterioso villano- para obligar al espectador a problematizar su punto de vista, acá se trabaja a partir de un distanciamiento respecto a las acciones cuyo objetivo final es recomponer rápidamente lo que amaga con alterarse. Pero eso, que es ya de por sí cuestionable aunque puede ser llevado a buen puerto -Hollywood ha sabido compensar los quiebres propuestos por otras cinematografías desde tiempos inmemoriales, restableciendo siempre el orden impuesto por el status quo-, acá está concebido de manera torpe y desganada, en piloto automático, avanzando a los tropezones, confiando sólo en el impacto de las vueltas de tuerca. Pero lo peor es la ausencia (o más bien la presencia de la ausencia) de Spike Lee como realizador. Quizás en esos 35 minutos extras que tenía el corte original estaban las marcas reconocibles del cineasta, pero lo cierto es que en la versión que se conoce en los cines hay poco de ese director polémico, muchas veces sectario, pero también directo y potente en sus posicionamientos políticos a través del cine. Oldboy es un film sin alma, sin un autor detrás que sepa aportar algo nuevo, con un elenco a la deriva -el extremo es Copley, cuyo antagonista es de cartulina- y una historia con un gran potencial que se pierde en la rutina. Demasiado poco para tantas idas y vueltas.
Mucho con poco Todo comienza con un chat por MSN, en el que directamente lo que se ve (y lee) es sexo virtual. Y luego con una cita: Fede (Emiliano Dionisi), un pibe bastante joven, acuerda encontrarse con Hernán (Carlos Echeverría) y Franco (Nicolás Armengol), una pareja gay mayor que él, en el departamento que comparten los dos últimos. Allí va Fede, a cenar con Hernán y Franco, y todo terminará en una noche de sexo entre los tres. El día después, se despiertan juntos, Fede se ducha, se cambia, sale del departamento junto a Hernán y Franco, se despiden y Fede va a la facultad. Pero hay algo que evidentemente cambió para él, para bien, en el mejor sentido. Lo que se cuenta es la totalidad del relato que desarrolla El tercero, pero eso, contrariamente a lo que el lector y/o potencial espectador creería, no le va a restar disfrute. Es que lo que importa en El tercero es tomar esa porción de espacio-tiempo y los tres cuerpos que lo habitan para contar una historia de descubrimiento, de exploración propia y del otro. Lo primero que hay que reconocerle a Rodrigo Guerrero, en su segunda película luego de El invierno de los raros, es que se nota desde un comienzo que tiene en claro lo que quiere contar y los medios para hacerlo. Es notoria en El tercero la interacción entre la configuración del guión, situado casi en su totalidad el departamento de Hernán y Franco, y el presupuesto, indudablemente pequeño y acotado. Pero el realizador tiene la inteligencia para que eso se convierta en una virtud en vez de un defecto, para que sume y no reste. En el film se nota una depuración con los diálogos, que comienzan en un tono casi intrascendente, tímido, típico de las personas que se están conociendo, para ir adquiriendo profundidad y estableciendo las tensiones de forma directa pero sin perder consistencia, acrecentando la solidez de los personajes, que van estableciendo un vínculo con el espectador. Lo segundo que se le debe reconocer al realizador es que va cimentando con precisión una poética propia de la sexualidad, que termina de concretarse en el encuentro sexual, que dura unos quince minutos y está resuelto con sólo un puñado de tomas, en las que el montaje se da en el plano, apostando no tanto a la exhibición de los cuerpos, sino al placer generado en los protagonistas por el contacto entre ellos. En el cine argentino hay talento para filmar, pero muchas veces, a la hora de poner el sexo en la pantalla, hay poco hincapié en el disfrute, en la celebración de los cuerpos encontrándose. Ahí es donde El tercero surge como un soplo de aire fresco, ya que además evita la lectura política burda: no se reivindica la homosexualidad, sino la sexualidad y el deseo, que en este caso es entre tres hombres. Eso, por ende, termina convirtiendo al film en político. El tercero tiene poco para contar, pero ese poco es importante. Dura algo más de sesenta minutos, que sin embargo pesan tanto en los protagonistas como en el espectador. Para muestra de esto vale el plano final, que le da el tiempo justo al rostro de Fede para que transmita lo que sintió, siente y espera sentir. Esa satisfacción y ansiedad se proyectan con potencia inusual, dejando con ganas de más. Que quede la necesidad de conocer más sobre tres personas de las cuales se recortó apenas un pedazo de sus existencias es otro mérito de El tercero, y no viene mal reconocérselo a Guerrero.
Déjenme contarles una historia Sólo eso les pido: que me dejen contarles una pequeña historia, porque creo vale la pena. Resulta que ayer el partido de Argentina contra Nigeria por el Mundial 2014 se pisaba un poco con la proyección para prensa de Jersey Boys: persiguiendo la música, con lo que me terminé perdiendo prácticamente todo el primer tiempo. Es decir, me perdí de ver en directo los dos goles de Messi. Uno de ellos, vale señalarlo, tremendo golazo. Pero gané algo más. Déjenme contarles qué gané. Gané algo más de dos horas de Clint Eastwood. Es decir, pude ver a un tremendo jugador y técnico del cine, un animal del arte cinematográfico que a los 84 años se sigue comiendo la cancha. Clint podría ser a esta altura como esos jugadores que en algún momento fueron estrellas, cracks capaces de cambiar el rumbo de un partido pero que cuando llegan a determinada edad prefieren hacer la más fácil, seguir con el juego que más conocen, con el que se sienten más cómodos, porque total los fanáticos los van a seguir respaldando, en pos de su legado, de la gloria que supieron acumular en el pasado. Pero no, Clint no es así, lo suyo no es el toqueteo fácil, el cambio de frente buscando no ensanchar la cancha sino sólo el aplauso de la tribuna. El no juega por jugar, sino que busca nuevos desafíos permanentemente. Y es por eso que se hace cargo de la dirección de Jersey Boys, un musical de Broadway con mucho consenso del público, la crítica y las instancias de premiación, centrado en la formación, el ascenso a la fama y la posterior separación del legendario grupo The Four Seasons. Y decide hacerlo contra todas las dudas, contra todas las suspicacias respecto a si era el hombre indicado para el trabajo. Y encima toma decisiones fuertes, problemáticas para los eternos fanáticos de la obra teatral, porque deja de lado casi en su totalidad los números musicales, porque la música tiene que ser para él no el centro absoluto de la puesta en escena, sino un instrumento -decisivo por cierto- para la configuración no sólo de un clima de época sino también de toda una serie de estados de ánimo, sensibilidades y posiciones éticas frente al mundo. Es que Clint siempre va para adelante, no se tira para atrás, va a buscar el triunfo, es ofensivo, quiere ganar, pero ganar en grande. Y toma la pelota, se hace cargo, se pone la mochila al hombro, no elude la presión, sino que la absorbe y trata de reconvertirla a su favor. Entonces Clint va, y con él la película. Y Jersey Boys se va transformando, a paso firme, en un film que trasciende la simpleza que podría intuirse en su planteo inicial para convertirse en muchas películas a la vez: una que dialoga con inteligencia con el cine de mafiosos delineado por Martin Scorsese en obras como Buenos muchachos; otra que indaga sobre las ficciones que cimentan ciertos mitos de carne y hueso; otra que observa con agudeza y desprejuicio el mundo del espectáculo; otra que revela con sutileza y a la vez crudeza el choque entre la institución familiar y las ambiciones individuales; otra que expone los artificios que constituyen el género musical, sin caer jamás en el cinismo, sino todo lo contrario, para demostrarle un gran cariño, preguntándose incluso cómo debería ser el vínculo entre el cine y el escenario teatral. Todas ellas están transitadas por el relato mayor, por la gran película sobre la amistad, sobre cuatro tipos que casi sin querer vencieron todas las probabilidades en su contra, convirtiéndose en referentes absolutos del arte musical, pero que en el fondo no dejaron de ser cuatro pibes comunes y corrientes, con sus virtudes y miserias, con sus lealtades y traiciones, enfrentados a circunstancias extraordinarias que ellos mismos crearon. Clint nunca fue ni es la típica estrellita, el que quiere jugar solo, el centro absoluto de su equipo. El suyo es un juego solidario, lejos del individualismo. Sabe rodearse, asignarle a cada uno de los que lo acompaña un rol preponderante, darle un equilibrio apropiado a todo el conjunto. Sabe dar confianza y en base a eso consigue rendimientos espléndidos. De ahí que confíe en cuatro protagonistas prácticamente desconocidos para el gran público, porque intuye que pueden ser funcionales a los papeles que les tocan y a lo que se está contando. A ellos les da la pelota en el lugar y el momento adecuado, exacto. Y así posibilita que un actor como Vincent Piazza, que hasta ahora sólo era conocido para los espectadores de la serie Boardwalk Empire, entre y la rompa. O le exige a un veterano como Christopher Walken que haga lo que sabe, lo que conoce al dedillo, pero no de taquito, que se brinde por entero al equipo. Le da la pelota en el momento justo, y Walken hace lo que se le pide: la manda adentro. Ya tiene una larga carrera a sus espaldas, pero Clint no se cansa. La sabiduría le ha dado nuevas energías, pero jamás se apura, no se complica, no hace nada innecesario, no se enreda, hace todo simple, porque tiene bien claro el camino. Es paciente, sabe que tiene entre manos un relato de gran belleza. Y lo va llevando, despacito y por las piedras, dejando que surja con ese tiempo cinematográfico que tan bien conoce. Ayer me perdí los dos goles de Messi. Me perdí un golazo de tiro libre que sigue certificando que la Argentina no tiene equipo, aunque tiene al mejor jugador del mundo. Pero gané dos horas de cine, de ese cine que defiendo y admiro, y que ya es marca registrada en la filmografía de Clint. Esta es mi pequeña historia. Vean Jersey Boys y dejen que Clint Eastwood, ese gigante del cine, les cuente una gran, enorme historia.