Otras (nuestras) canciones Mis suegros son correntinos, se vinieron siendo jóvenes para Buenos Aires, donde tuvieron sus tres hijas, construyeron su casa y armaron su vida. Son gente muy bondadosa y aparentemente muy simple. Y digo aparentemente porque cuando uno les deja el espacio para expresarse, van revelando variables en sus puntos de vista sobre el mundo que son complejos en su particularidad. Para mí puede ser un trabajo escucharlos, pero no por defecto de ellos, sino propio: hay que saber escuchar, abrir el oído al otro y yo estoy demasiado habituado a escucharme a mí mismo. Eso es algo que lo vinculo no sólo con una formación individual, sino también con mi identidad: los porteños somos muy ruidosos, vamos a mil por hora y solemos no mirar demasiado al que es distinto a nosotros. Entonces uno se pierde de descubrir otro mundo, compuesto de vivencias, sensibilidades, tiempo, sonidos diferentes. Y lo cierto es que eso que se puede considerar como ajeno es mucho más cercano de lo que parece. Ramón Ayala, debut en la dirección del fotógrafo y artista plástico Marcos López, instaura la obligación -virtuosa y enriquecedora por cierto- de prestarle atención a culturas y expresiones que a determinados individuos se nos escapan. Lo hace poniendo en evidencia lo representativa que es la figura de Ayala dentro del folklore misionero y a la vez el desconocimiento -o poca asociación entre su nombre y su obra- en otros ámbitos del país. Es una puesta en escena de una revelación cultural, principalmente a través de la retroalimentación: en cierto modo, este documental es tanto obra de López como de Ayala, ya que el primero toma a un personaje apasionante como trampolín para decir muchas cosas más, mientras el segundo usa a la cámara como soporte necesario para expandir su poesía, muy bella en su capacidad descriptiva. Hay un gran mérito por parte de López, que es el de aglutinar varios tópicos en sólo algo más de una hora: su película no sólo habla sobre la obra de un artista original e influyente, sino también de la construcción cultural y popular misionera, cómo se vincula con otras expresiones y el choque con la mirada porteña, lo hace de manera siempre interesante y a la vez sintética, precisa. Esto viene derivado de otro aspecto: el realizador jamás pierde de vista el centro narrativo y formal, que es Ayala, un personaje auténtico y humilde en sus modos, pero con una gran potencia y autoridad para dar a conocer su obra. Lo dicho anteriormente explica también cómo en el film hay una multitud de planos descriptivos, de contemplación de las personas y los paisajes, que por suerte no son un mero relleno, sino que constituyen un diálogo discursivo, incluso ideológico, entre distintas formas de ver el mundo. Hay una interpelación mutua entre la ciudad y la selva, entre la Capital y el Interior, donde quedan claras las diferencias, pero también los posibles cruces e incluso la necesidad de que esos vínculos existan. Ahí es donde la poética de Ramón Ayala -el artista, pero también la película-, sutil y moderada, pero también firme y contundente, se constituye en un llamado a la comunión, de abrazo a las diferencias. Esa, por cierto, es una valiente declaración de principios.
Sin amor por el western Debo aclarar desde el principio que nunca fui precisamente un fanático de las creaciones de Seth MacFarlane. No llego al mismo rechazo que mi colega Mex Faliero, pero Padre de familia nunca me pareció una gran serie animada. Apenas si rescato algunos aspectos o ideas aisladas. Pero lo cierto es que Ted, su debut en el cine, había sido una agradable sorpresa, gracias en buena medida a que dejaba el cinismo bastante a un costado, dándole la importancia requerida a los personajes. No dejaba de haber sarcasmo, ironía, incluso crueldad, pero lo que primaba era el cariño por los protagonistas y sus dificultades para crecer. Por eso, A million ways to die in the west no deja de ser una decepción. Pequeña, pero decepción al fin, porque se podía esperar que el realizador siguiera progresando en su vertiente más humana. Pero no, el film termina siendo un claro retroceso, un paso atrás que nos hace preguntar si Ted no terminó siendo un accidente. Es que si prestamos atención, podemos ver cómo Albert, el granjero protagonista que pierde a su novia debido a su cobardía y que conocerá el verdadero amor en una misteriosa mujer, cuyo marido es el pistolero más temido en todo el territorio, se la pasa despotricando con toda la dureza que caracteriza la vida en el Oeste. Y lo que en principio podríamos caracterizar como una mera sucesión de observaciones (apenas) sagaces que buscan desmitificar determinados relatos históricos, en realidad termina siendo una declaración de principios en extremo negativa: a MacFarlane no le gusta el western como género y hasta incluso no le interesa como herramienta discursiva. Sólo lo utiliza como trampolín para sus chistes. Que él mismo le ponga su rostro a Albert, asumiendo el protagonismo no sólo detrás sino también delante de cámara, refuerza esta aproximación. A primera vista, podría pensarse al film como una parodia al estilo de las películas concebidas por el trío ZAZ (David Zucker, Jim Abrahams y Jerry Zucker), como Top Secret! o La pistola desnuda, donde más que una burla hay una reescritura en clave humorística de un género determinado. Sin embargo, termina siendo una sátira, pura chanza desde el desprecio, que recuerda lo que hizo MacFarlane con su versión para Padre de familia de La guerra de las galaxias, donde prácticamente no se innovaba respecto al argumento, copiándose algunas escenas al carbónico, con lo que se demostraba que no había un real interés por pensar estructuras narrativas, visiones sobre el cine o configuraciones de estereotipos. Pero aunque sea en esa sátira había cierto ingenio posmoderno, diálogos filosos, hasta consciencia de algunas herramientas lingüísticas. Nada de eso hay en A million ways to die in the west: sólo pedos y más pedos, bromas sexuales superficiales y repetidas hasta el hartazgo, y una idea más o menos ingeniosa referida a las incontables muertes que suceden a cada rato en el pueblo, que es explotada y estirada hasta que pierde su sentido como chiste. En consecuencia, la película termina cayendo en el mismo nivel de calidad que adefesios como Una loca película de Esparta o Una loca película épica, reproduciendo una visión sobre el cine -y el mundo- que no escapa al machismo, la misoginia y el sexismo. MacFarlane pierde muchas oportunidades con A million ways to die in the west: no le saca el jugo esperable a un elenco con varios nombres interesantes, como Charlize Theron, Liam Neeson, Giovanni Ribisi, Sarah Silverman y Neil Patrick Harris; filma las secuencias de acción de forma totalmente rutinaria; y en vez de ir al grano se enreda en demasiadas escenas de transición que entorpecen totalmente el relato, sin permitir que fluya adecuadamente. Pero lo peor es que deja escapar la chance de zambullirse en un género apasionante como es el western, que ha ayudado a cimentar una identidad cultural no sólo en Estados Unidos, sino también en numerosas partes del globo. Y eso le pasa por su ausencia de amor: se podrá ser cínico, irónico, sarcástico, incluso muy pero muy cruel, pero algo de cariño -aunque sea un poquito- por lo que se cuenta, por el universo que se aborda, se debe tener. MacFarlane no lo tiene, y su risa distanciada y superficial termina siendo la risa del ignorante.
Para vivir, hay que morir (o la vida es un videojuego bélico) El teniente coronel Bill Cage (Tom Cruise) no es un soldado, a pesar de portar un uniforme. Jamás pisó un campo de batalla. En realidad es un publicista, dedicado a enhebrar estrategias de marketing para conseguir la mayor cantidad de reclutas posibles en una guerra de carácter mundial frente a una raza alienígena, los mimics, que han invadido buena parte de Europa y amenazan con extenderse al mundo. Los ejércitos del planeta han unido fuerzas para enfrentarse al enemigo, en una batalla a todo o nada. Es ahí, en la primera línea del frente, donde es enviado Cage, de forma bastante arbitraria, por el general Brigham (Brendan Gleeson), a pesar de no tener la más mínima experiencia de combate. Cage muere pronto, muy pronto, en una batalla en la playa donde el fracaso se percibe fácilmente, porque el enemigo parecía haber anticipado el plan diseñado por los humanos. Pero antes de morir, consigue matar a un alienígena distinto a los demás. Y contra toda lógica, se despierta un par de días antes, como si todavía no hubiera muerto. Eso le vuelve a suceder, una y otra vez. Como Bill Murray en Hechizo del tiempo, no le queda otra que volver a vivir los acontecimientos que condujeron a su muerte. Y a través de una soldado, Rita (Emily Blunt), que supo adquirir el mismo don (o maldición) que él, se dará cuenta de que puede ser la clave para torcer el destino trágico de la batalla y vencer a los invasores de una vez por todas. Lo contado en el primer párrafo es la premisa de Al filo del mañana, que puede parecer un poco enredada, pero que es insertada en el relato con suma fluidez, haciéndose cargo de su lógica plenamente lúdica y repetitiva, de videojuego bélico, con la división de niveles, la etapa de entrenamiento, la capacidad de recurrir a distintas armas, la posibilidad de elegir distintos caminos, la aparición de compañeros de “juego” o “batalla” y el enfrentamiento final con la criatura más poderosa. En esto influye la aptitud de Doug Liman, un realizador nada extraordinario, pero con la destreza para adaptarse a la estrella que le toca dirigir. Su carrera, en especial desde el comienzo del nuevo milenio, está compuesta esencialmente por vehículos destinados a resaltar a determinadas figuras, objetivos que él supo cumplir básicamente a puro ritmo: Identidad desconocida, con Matt Damon; Sr. y Sra. Smith, con Brad Pitt y Angelina Jolie; y Poder que mata, con Naomi Watts y Sean Penn, son películas que siguen a cuerpos que no se detienen, que avanzan y embisten contra las dificultades. Son historias de acción, incluso a través del thriller político, como en el último caso. Su único film realmente fallido es Jumper, pero porque Hayden Christensen no es una verdadera estrella (carece de carisma como para serlo) y el guión está tan estructurado que le quita toda chance de espontaneidad y dinámica. Al filo del mañana confirma esta tendencia en la filmografía de Liman: es un relato que jamás encuentra un semáforo en rojo, a pesar de ir y volver en el tiempo. Casi no hay reflexión -aunque hay una interesante visión sobre las diversas formas del discurso militar-, y si la hay, es a través de la mirada, de la acción y el contacto con el otro, mientras que el diálogo está permanentemente en función de la progresión de lo que se está contando. Pura fisicidad, apela a sensaciones primarias, encuentra su nobleza en su simple propósito de entretener y necesita como el agua de la presencia no sólo de Cruise sino también de Blunt. El primero (que aún con los armatostes que porta su personaje sigue corriendo como ningún otro actor en el cine) aporta su flexibilidad para evidenciar los mecanismos de la figura típica del héroe: acá se lo ve construyendo (y construyéndose) ese arquetipo, fallando muchas veces hasta perfeccionarse, cayendo en el ridículo en numerosas ocasiones, pasando de ser un neto individualista, sólo preocupado por sí mismo, a un individualista que acciona en base al interés no por la humanidad, sino por la otra persona, ese ser especial que sacude su mundo. La segunda demuestra que se puede adaptar al género que sea: ya trabajó en comedia, en drama, en historias románticas y de época, y acá es perfectamente funcional a lo que se narra, generando una inmediata empatía en el espectador a través de un personaje trazado con simpleza pero que jamás pierde autonomía. Todo esto consolida lo que probablemente es en el fondo Al filo del mañana: un film romántico sobre un tipo que se va enamorando de una mujer a medida que la ve morir, decenas y hasta cientos de veces. El amor puede tener muchas formas, y una de ellas es una película de tiros, explosiones y extraterrestres malos, donde morir es seguir viviendo.
Lucha de formas Entre la intrascendencia y el genuino interés es donde transita El cielo otra vez, sin definirse por ninguna de las dos alternativas. Esto sucede porque su construcción formal y narrativa sólo se pone de a ratos al servicio de su tema. El documental cuenta el esfuerzo de conservación del cóndor andino, realizado por un grupo de biólogos y voluntarios argentinos que recurren a los últimos avances de la biotecnología, sin dejar de lado -más bien incorporando- la cosmovisión de los pueblos originarios sobre la naturaleza y la representación simbólica de este ave, la más grande del mundo en su tipo por cierto, a la que consideran sagrada. Ya en esta premisa aparecen tópicos temporales y espaciales, con su propia lógica interna, que el cine puede ayudar a transmitir al espectador, haciéndolo tomar consciencia del universo que contempla. Pero el realizador Gustavo Alonso -quien tenía un par de antecedentes interesantes en Rompenieblas, una historia de psicoanálisis y dictadura (2007) y La vereda de la sombra (2003) – sólo consigue explotar esta potencialidad en algunos pasajes. Cuando lo hace, tenemos ante nosotros un film que aprovecha el excelente trabajo en la fotografía para configurar un paisaje con vida propia, que es un protagonista en sí mismo, además de acciones y ritos donde el tiempo parece detenerse, uniendo lo humano con su entorno natural. Sin embargo, El cielo otra vez parece no confiar del todo en el material que tiene a mano ni en las capacidades del público que aparece en su horizonte de expectativas, con lo que recurre a entrevistas demasiado esquemáticas en su puesta en escena, además de un montaje y una banda sonora donde se subraya, hasta más de una vez, todo lo que pretende transmitirse. En consecuencia, transcurren muchos minutos donde da la impresión de estar asistiendo a un capítulo de La aventura del hombre. El cine se pierde y lo que queda es un formato televisivo, muy limitado en su impacto, que cuenta todo en piloto automático. Muy desparejo, sin consolidar un punto de vista sólido, aunque sacando a la luz un área de la realidad con elementos que se salen de lo previsible, El cielo otra vez es un documental que pareciera no haber cerrado totalmente su proceso creativo y narrativo. No deja de ratificar ciertas capacidades de Alonso, pero tampoco implica un avance significativo para su carrera. Quizás, con suerte, su mejor film todavía se hace esperar.
Tensiones (pasadas, presentes, futuras) Desde hace un rato que está bastante claro: hay ciertos temas vinculados al mundo de los superhéroes que ya no pueden sostenerse por sí mismos. El Hombre Araña no puede seguir hablando sólo sobre cómo un gran poder implica una gran responsabilidad, ya todos sabemos que Superman es una metáfora gigantesca sobre Dios, se ha explorado hasta el hartazgo la noción de justicia por mano propia en Batman y (obvio) está claro para todos que la historia de los X-Men es la alusión por excelencia al racismo, la xenofobia y otras formas de discriminación que nacen del miedo al otro. Esto no significa que esos tópicos se agoten, porque son universales, sino que deben ser repensados, buscando nuevas formas de representación en función del cine actual. Con X-Men: Primera Generación, la saga mutante cinematográfica comenzó a hacerse cargo de esta necesidad de reelaboración, encontrando una nueva punta de análisis a partir del contacto con la Historia. Bah, la Historia de Estados Unidos, que según la visión estadounidense se termina posicionando como la Historia universal. Este entrecruzamiento con lo que pasó en la realidad en décadas pasadas refuerza la vocación del contenido ficcional por constituirse en vehículo para la producción de discursos políticos y culturales. El adentrarse en el pasado implica rastrear las huellas que constituyeron la identidad, dándole mayor entidad a los superhéroes pero también a la sociedad que han habitado. Pero a la vez, este proceso tiene sus peligros: echar un vistazo al pasado lleva a sacar a la luz viejos traumas. Todos estamos marcados por las tribulaciones y los norteamericanos tienen una lista larga de muertos en el placard. Aquella precuela ya exponía unas cuantas vacilaciones a la hora de mostrar lo que había sido la Crisis de los Misiles en Cuba. ¿Cómo abrir el juego entonces con lo que fue el asesinato de Kennedy, la presidencia de Richard Nixon y la derrota en la Guerra de Vietnam? ¿Cómo presentar las mayores heridas al imaginario estadounidense, no sólo en la propensión imperialista, sino también en su concepción de la democracia a través de un tanque de 200 millones de dólares? ¿Cómo unir ese pasado con este presente, que posee sus propios traumas, que marcan y configuran a un espectador cinematográfico con las expectativas de un gran espectáculo, y que a la vez se ha alimentado con el fanatismo típico de la lectura de cómics y la recepción de las anteriores entregas de la saga? Toda esta introducción viene a cuento de las fuerzas en pugna dentro del relato que cimenta a X-Men: días del futuro pasado, film en el que las lecturas temporales no sólo están en su título y en su premisa, sino también en sus múltiples referencias políticas. No se trata sólo de la historia de cómo Wolverine debe viajar en el tiempo a través de su mente, desde un futuro distópico, donde el mundo ha sido prácticamente destruido y la extinción de la raza mutante es sólo una cuestión de tiempo, hasta 1973, donde el asesinato de un científico desató la guerra que condujo hasta esa destrucción que se quiere impedir, cambiando los acontecimientos. Se trata de seguir reflexionando sobre la construcción del Profesor X, Magneto y los demás mutantes que han alimentado la mitología de los X-Men no como personajes lineales -los buenos y malos- sino como seres que se han ido edificando a sí mismos, avanzando y retrocediendo, tal como la sociedad que integran. Porque claro, lo que importa en el fondo es reafirmar la -supuesta- capacidad (o potencial capacidad) de la sociedad estadounidense para reconstruirse a sí misma, para salir delante de sus momentos más oscuros, corrigiendo sus propios errores. “Si sobrevivimos a Nixon, Vietnam, al asesinato de Kennedy (mencionado en la trama como un mutante, en un guiño histórico tan inteligente como hilarante), podemos sobrevivir a lo que sea”, parece decir la película. Y cuando lo dice, su discurso no sólo apunta al espectador estadounidense, sino también al público global. El problema es que hay mucho que contar -hay evidentemente varios acontecimientos que en el cómic original tenían mucho más desarrollo, como la creación y acciones de los Centinelas- y a X-Men: días del futuro pasado, para poder mantenerse a la par de los hilos narrativos, se le escapa buena parte del tono épico que necesita su relato. Hay un permanente tira y afloje, que no termina de resolverse del todo, entre la discursividad que nace de Charles Xavier o Wolverine, y la fisicidad aportada en distintas instancias por Magneto o Quicksilver (una incorporación realmente estupenda). La acumulación de sucesos se da con apropiada fluidez, no hay por qué negarlo, pero a la vez al film le cuesta encontrar su autonomía, su impacto único, propio, sin depender de las anteriores y futuras entregas. Sólo de a ratos (en especial en los últimos minutos) alcanza la emoción que se insinuaba en los avances previos. Película de tensiones -políticas, cinematográficas, culturales, ideológicas-, entre el antes y el ahora, X-Men: días del futuro pasado es capaz de provocar múltiples reflexiones en lo posterior a su visionado, aunque en el momento en que se la ve no trasmite la intensidad esperada. ¿Y cuáles eran las expectativas? Con eso también juega el film, con lo que vimos antes y aguardamos a futuro, con una identidad maleable, indefinida, hasta se diría que problemática. Esa dificultad para definirlo lo hace mucho más interesante que buena parte del espectro hollywoodense.
Un monstruo tímido y aburrido El cine catástrofe es más difícil de hacer de lo que parece, básicamente porque debe navegar entre dos miradas: la macro, centrada en el desastre en cuestión, y la micro, focalizada en las historias particulares, humanas, que se dan dentro del gran evento. Hay que saber balancear entre la espectacularidad y el relato más terrenal, lo cual es más complejo de lo que se podría imaginar previamente. El otro peligro es, obviamente, la metáfora política: los sucesos extremos permiten lecturas ideológicas de todo tipo, explicitando miedos o potenciales focos de conflicto, pero se corre el riesgo de ser obvio y esquemático, entorpeciendo el avance de la narración. Esta nueva versión de Godzilla comete equivocaciones, en mayor o menor medida, en todas las variables mencionadas en el primer párrafo. Hay, sí, una búsqueda por reelaborar el mito japonés más profunda que en la mediocre versión de 1998 de Roland Emmerich: si inicialmente el monstruo era una metáfora extrema de los peligros atómicos y las heridas post-Hiroshima, en el nuevo milenio la actualización pasa por la energía atómica, tomando los riesgos que representan en el presente las centrales de producción de energía. A la vez, se reedita esta concepción del hombre como un mero eslabón en una cadena evolutiva, donde no está precisamente en lo más alto de la pirámide. Sin embargo, todo está excesivamente explicitado, sobreexplicado, dicho casi a los gritos, y encima de forma demasiado seria y ceremoniosa. Si Godzilla termina siendo “demasiado seria” no es porque la seriedad en sí esté mal, sino porque para que impacte en el espectador tiene que apoyarse en personajes creíbles que puedan transmitir esa sensación de estar al borde de la extinción sin dejar atrás sus dilemas personales. Lamentablemente, eso no sucede: a pesar de tener unos cuantos personajes decisivos en la trama, el centro real del film es el soldado interpretado por Aaron Taylor-Johnson, quien protagoniza un drama familiar donde deberá reconstruir, al menos en parte, la figura paterna que tiene en crisis desde su infancia, mientras a la vez trata de proteger a su esposa (Elizabeth Olsen) y su pequeño hijo, aunque ninguno de esos conflictos generan una mínima empatía. La performance de Taylor-Johnson es sin lugar a dudas como mínimo mediocre -nunca le creemos nada, parece carecer de la más mínima sensibilidad-, pero también es cierto que el guión no le da chances. De hecho, son bastante más atractivos los personajes de reparto, como los interpretados por Ken Watanabe, Sally Hawkins, David Strathairn y especialmente Bryan Cranston, aunque quedan claramente relegados. Pero claro, nos estamos olvidando del personaje del título, enfrentado aquí a otros exponentes de su especie y convertido casi en un héroe contra su voluntad, que representa la fragilidad de la especie humana frente a las fuerzas de la naturaleza. La película no se olvida, está permanentemente pendiente de eso, pero también del drama humano, y jamás consigue que las dos vías narrativas se entrecrucen fluidamente. Al contrario, se restan, se empantanan, bloquean el progreso del otro. En consecuencia, Godzilla y los otros monstruos aparecen a cuentagotas, sus fuerzas destructoras recién son expresadas en su verdadera magnitud sobre los minutos finales, luego de una hora y media que se estira demasiado en espera de la acción en toda su magnitud. Lo que podría ser positivo -el ir revelando de a poco al verdadero centro de la película, el ir desarrollando de forma pausada su iconicidad, como en Tiburón- termina siendo en verdad casi un acto de cobardía: pareciera que a Godzilla (la criatura y la película) le diera culpa el acto destructivo, y por eso recién sobre el final es capaz de soltarse. Allí es donde el film crece, porque es más libre e interpela al fanático sin vueltas, casi sin deberle nada a nadie. Aún así, con su exabrupto demoledor del último segmento, Godzilla carece de la capacidad de generar el temor de Tiburón o Jurassic Park, no goza de la espectacularidad y la profundidad en su lectura política de Guerra de los mundos, no posee personajes atractivos como El día después de mañana o La furia de la montaña, ni siquiera tiene el apetito destructivo -tan bellamente infantil- de Titanes del Pacífico. Y encima carece de humor, no tiene un solo chiste, una sola observación sarcástica o irónica. Ver Godzilla termina siendo una experiencia muy seriota, muy asentada en la pose reflexiva y hasta soporífera.
Muy poco fútbol Las intenciones y posturas temáticas, de contenido, políticas incluso de Mujeres con pelotas son irreprochables. Las historias de las mujeres que practican el fútbol -como jugadoras, directoras técnicas o árbitras- están a la vista pero a la vez son permanentemente ocultadas e ignoradas, y merecen ser contadas. Pero claro, no se trata sólo de qué contar, sino de cómo contarlo. Ahí empiezan, lamentablemente, toda una serie de problemas en este documental: 1) Para empezar, hay un claro y grave error con el título del film. Lo de “Mujeres con pelotas” remite, es evidente, no sólo al hecho de que las mujeres practican el fútbol con una pelota (como también lo podrían hacer con el básquet, el vóley y tantos deportes más), sino también -y principalmente- a la valentía con que lo hacen, enfrentando una cantidad casi infinita de obstáculos deportivos, institucionales, sociales, culturales, económicos, familiares, etcétera. Ahora, si para resaltar que esas mujeres son valientes hay que decir que tienen “pelotas”, o sea “huevos” -como los hombres-, estamos en serios problemas. Las mujeres que protagonizan este film -permítanme ser un poco crudo- no tienen ni pelotas ni huevos, ni nada que las asemeje a los hombres: tienen ovarios y tetas, a las que portan con mucho orgullo, y lo bien que hacen. Son valientes desde su femineidad y no desde una masculinidad que no les corresponde ni las representa. De ahí que el título, torpemente futbolero, no tenga nada que ver con lo que se quiere narrar. 2) Mujeres con pelotas recurre a muchos testimonios, no sólo de las mujeres que habitan -o luchan por habitar- las canchas de fútbol argentinas, de dirigentes o personajes vinculados al fútbol, sino también a periodistas. Que los rostros que más hablan a cámara sean los de Gastón Recondo, torpe hasta para decir cosas más o menos interesantes, y Víctor Hugo Morales, siempre con su manual de corrección política a cuestas -“no sólo los hombres son machistas, también lo son muchas mujeres” (¡oh, qué gran descubrimiento!)-, no es lo más problemático. Tampoco que las cosas que se digan sean en general poco novedosas y no pasen de las verdades de perogrullo. Lo peor es que todos los periodistas que hablan en el film son… hombres. Es llamativo que una película que tiene como tesis principal el darle un lugar de jerarquía a la mujer dentro del fútbol pareciera no tomar en cuenta que hay muchas mujeres dedicadas al periodismo deportivo y que podrían tener su propio punto de vista respecto al fútbol femenino, la forma en que se juega, por qué es tan poco aceptado y respaldado en nuestro país y cuáles serían las medidas a implementar para revertir esa situación. Pero no, en un documental sobre el fútbol femenino, los que hablan y comentan, desde una distancia genérica abismal, son hombres. 3) Finalmente, Mujeres con pelotas es un documental en extremo disperso, donde en apenas 75 minutos se intentan abarcar variables de todo tipo. Pareciera que el foco fuera inicialmente las motivaciones, obstáculos, alegrías y tristezas de un equipo de fútbol de la Villa 31 que lucha por llegar a disputar la Copa Mundial de Homeless de Brasil. Sin embargo, también se muestran a jugadoras de otros clubes, de la Selección Nacional de Fútbol Femenino, a entrenadoras, se hace hincapié en factores culturales y dirigenciales -el rol de la AFA, por ejemplo-, en cuestiones de entretenimiento y unas cuantas cosas más. La película hace referencia a casi todos los tópicos vinculados a su tema central, hay hasta sobreabundancia de testimonios, pero casi no se muestra a las mujeres jugando al fútbol. Es decir, se habla de la lucha de estas mujeres, pero no se muestra por lo que luchan. No deja de ser paradójico que en un film donde en un momento surge la queja -absolutamente válida- de que no hay transmisiones televisivas del fútbol femenino argentino, no se aproveche a fondo la oportunidad de mostrar eso que está invisibilizado. Lo que más falta en Mujeres con pelotas es fútbol. Hay, sí, unas cuantas secuencias de montaje donde se exhiben las habilidades individuales de las mujeres. Pero nunca se las ve jugando al fútbol, es decir, a ese deporte donde hay que armar toda una serie de circuitos grupales para llegar al gol y para defender el arco propio. No hay jugadas, tácticas, momentos de tensión, ni nada parecido. Esa ausencia del deporte amado por estas mujeres es la gran oportunidad perdida de este film.
Las clases y las personas Uno de los grandes méritos de La mirada del hijo, ganadora del Oso de Oro y el premio FIPRESCI el año pasado en el Festival de Berlín, es la variedad de lecturas que permite, lo que la emparenta con otros exponentes de su país como La noche del señor Lazarescu o 4 meses, 3 semanas, 2 días. Hay una anécdota central, clara, precisa, hay un seguimiento detallado de las acciones, y en esa exploración van apareciendo otras cuestiones que enriquecen la premisa inicial. La película desde el comienzo propone un punto de vista problemático, al centrarse en Cornelia, una típica exponente de la clase media alta de Rumania, aunque por sus modalidades de construcción cultural podría pertenecer a cualquier otro país, como la Argentina, por ejemplo. Es esa clase sostenida en base al consumo, al cual muchas veces disfraza de intelectualidad, pero también en la impunidad, esa impunidad que nace de sentirse superior por tener una profesión de peso (en el caso de ella la arquitectura), vínculos con sectores influentes y dinero -o al menos la cantidad de dinero suficiente para mover las palancas que hacen falta-. Su andamiaje tan tranquilizador entra en crisis cuando una amiga viene a avisarle, interrumpiendo su disfrute de una ópera (ahí ya hay toda una mirada sobre el personaje, toda una toma de posición), que su hijo ha tenido un accidente automovilístico. No está herido, pero atropelló a un joven, quien murió antes de llegar al hospital. Si llegan a hacerle una prueba de alcoholemia, quedaría muy mal parado. A partir de allí, Cornelia empieza a desplegar toda una serie de tácticas, destinadas a que su hijo pueda salir indemne y no quede tras las rejas. Le hace cambiar la declaración, que al principio lo incriminaba por otra más acorde a sus propósitos, frente a las mismas narices de los policías; recurre a todas las influencias posibles; y hasta se propone sobornar a un testigo, entre otras cosas. Lo que realmente escapa a sus cálculos es el enfrentamiento que sus acciones provocarán con su hijo, quien comienza a reprocharle de manera cada vez más marcada su manía de controlar los destinos de las personas que están a su alrededor. A la vez, lo que va quedando para ella de manera cada vez más patente es que hay influencias que no alcanzan y que no todo se puede solucionar con dinero, que hay pérdidas irreparables, decisiones que marcan para siempre y vínculos rotos imposibles de recomponer. Da para especular (y por ende comparar) cómo habrían sido presentados los personajes del film de Calin Peter Netzer en el contexto del cine argentino, en especial en lo que respecta a su protagonista. Hay un problema crónico en buena parte de la cinematografía nacional vinculado a cómo se observan las distintas clases sociales: si muchas veces la mirada sobre los pobres es -valga la redundancia- pobre, la visión sobre las clases media y/o alta está atravesada por el esquematismo y hasta cierto miserabilismo. Para eso, basta con ver films como Betibú, Las viudas de los jueves o Una semana solos, que nunca salen de las obviedades, porque ya tienen sus tesis establecidas antes de comenzar sus historias, forzando a sus personajes a seguirlas aunque las reglas de verosimilitud indiquen otras direcciones. En cambio, en La mirada del hijo el punto de vista y su recorte sobre el mundo se va configurando a partir de los cuerpos que se siguen, de esas personas que toman decisiones terribles, que se equivocan, que cometen toda clase de errores, que cargan con historias pasadas no precisamente luminosas, que incurren en unas cuantas miserias, pero que aún así nunca dejan de ser seres humanos, individuos ordinarios, en fin, personas. Ese humanismo que atraviesa todo el largometraje no impide que el relato sea en extremo crítico con lo que se muestra, que adquiera una complejidad mucho mayor y que genere, finalmente, muchas preguntas, todas difíciles de contestar, sobre los relaciones familiares, las confrontaciones sociales y económicas, el funcionamiento de instituciones como la justicia o la policía dentro de un Estado corrupto, las reformulaciones de penas y castigos a través del arrepentimiento o la noción de víctima. Lo consigue a través de una narración que avanza de manera implacable y una puesta en escena que trabaja los espacios en toda su profundidad (ver por caso la última, espléndida secuencia), captando la atención del espectador y manteniéndola de principio a fin. Film de múltiples capas, que despliega sus elementos sin manipulación, La mirada del hijo rompe con los esquematismos, elude las oposiciones simplistas y efectistas, y nos obliga como espectadores a hacernos cargo de lo que miramos, a ponernos en lugares incómodos, a dejar de lado las respuestas tranquilizadoras. Y lo hace a puro cine.
Mi papá es un asesino a sueldo moribundo y con alucinaciones Por Rodrigo Seijas Kevin Costner estrenó hasta el momento dos películas en Estados Unidos este año: 3 días para matar, thriller de acción del cual me ocuparé en este texto, y Draft day, un drama deportivo. Ambas, un poco por casualidad, otro poco porque las estrategias de marketing se parecen aún entre géneros disímiles, comparten diseños en sus pósters: los dos tienen al actor como figura central, excluyente, gigantesca (ver aquí). Obviamente, las dos cintas apuntan a un público que confía en Costner y que podrían asistir a los cines en base a su presencia. Conmigo, esta táctica funciona: la única razón por la que podría interesarme en ir a ver un film como 3 días para matar es que Costner es el protagonista, con lo que supongo que dentro de un producto al que intuyo como bastante común y mediano, la estrella puede aportar su capa de complejidad a partir de su porte clásica. El afiche de 3 días para matar guarda también similitudes (y acá ya no hay muchas casualidades) con el de Búsqueda implacable, el cual se puede ver aquí. Ahí, la figura gigante, única en la que confiar es la de Liam Neeson. Ambas tienen a veteranos hollywoodense adaptados al molde de acción europea de Luc Besson (acá como productor y guionista), que a su vez se ha adaptado a las pautas hollywoodenses. Sin embargo, la premisa de la película con Neeson era mucho más lineal. Si ustedes creían que la trama de 3 días para matar se resumía en el título de la crítica, están equivocados: no está todo incluido, faltan cosas y apenas si funciona como resumen. El film se centra en Ethan Renner (Costner), un agente de la CIA, eterno encargado de esas típicas misiones de asesinato, que se entera que está enfermo y le quedan apenas unos meses de vida. Es por eso que intenta reconectarse con su hija y ex esposa (Hailee Steinfeld y Connie Nilsen, respectivamente). Justo cuando está tratando de recuperar los lazos familiares descuidados durante años le aparece una jefa de inteligencia (Amber Heard) con una propuesta: realizar una última tarea a cambio de una droga experimental para curar su enfermedad terminal. El asunto se le irá complicando cada vez más no sólo porque reconciliarse con sus seres queridos es un poquito difícil, sino porque en el medio deberá lidiar con las alucinaciones que le producirá la medicina (¿?) y porque su hogar ha sido ocupado durante su ausencia por una familia, con los que se verá obligado a convivir (¿¿¿¿????). Toda esta acumulación de variables ya dejaba todo listo para el delirio. Más si tenemos en cuenta los nombres involucrados: Besson supo crear ese monumento a lo inverosímil que era la saga de El transportador, el director McG estuvo detrás de las dos entregas cinematográficas de Los ángeles de Charlie y no nos olvidemos que Costner protagonizó ese despiole llamado Waterworld. Y lo cierto es que por momentos 3 días para matar es mil cosas a la vez: un thriller de acción, una comedia familiar, un drama moral, todo contado con bastante desparpajo, como si a los realizadores les importara bastante poco ciertas nociones básicas a la hora de captar al público. De ahí que tengamos, por ejemplo, varias secuencias donde lo vemos a Renner hablando por teléfono con su hija mientras usa a los tipos a los que tortura para sacarles información como especie de consultores sobre paternidad. Hay allí una evidente intención de tomarse todo en joda, de explotar el ridículo al máximo, de mezclar la tensión con los dilemas de un tipo que es muy bueno matando personas pero pésimo a la hora de convivir con ellas. El problema es que el delirio o el ridículo también requieren un orden narrativo, formal e ideológico que los sostengan, y 3 días para matar no lo tiene, porque McG es cuando menos perezoso a la hora de poner en marcha el relato (ver sino las escenas de acción, filmadas a reglamento), Costner se limita a poner su cara de nada, sin adaptarse a las necesidades específicas de cada escena, y en el guión de Besson, más que una sátira a ciertos métodos violentos, lo que se percibe es una gran irresponsabilidad a la hora de mostrarlos. Este último aspecto se refuerza por el historial del cineasta francés, quien parece no querer hacerse cargo de que en su filmografía abundan las obras como Taxi, Búsqueda implacable, Sangre y amor en París, Distrito 13 y Los ríos de color púrpura, en las que se hacen apologías explícitas de la justicia por mano propia, el machismo o el intervencionismo. Por eso tenemos la subtrama de la familia (de raza negra) ocupando el hogar de Renner, quien primero recurre a la policía para desalojarlos, descubre que no puede hacerlo porque una ley los protege -esa normativa está vista como algo claramente negativo en el film-, los amenaza (pistola en mano) para que se vayan, luego los deja quedarse porque la hija del patriarca (Eriq Ebouaney) está embarazada, deja que sean testigos y hasta parte de sus andanzas (el más pequeño custodia la puerta del baño donde Renner hace sus interrogatorios), para finalmente convertirse en el padrino del niño recién nacido. Allí Besson muestra la hilacha: se quiere hacer el progre, pero demuestra ser racista, paternalista y facho, y hasta dan ganas de pedirle que sea sincero y nos diga de frente que lo que realmente piensa: que Francia no es para los inmigrantes, que Francia es para los franceses, o para ser más precisos, para los franceses blancos. A 3 días para matar le falta la energía y la incorrección política para ser un delirio simpático. Con Costner, es indudable, no alcanza.
Apenas algunas huellas Es difícil decir que Buscando al huemul es mala o incluso fallida en su apuesta. Su verdadero problema es que es poca, escasa. Su propuesta se agota y da la sensación de quedar estirada a pesar poseer una duración de unos 75 minutos. No deja de ser paradójico que esto suceda, porque Buscando al huemul despliega varios tópicos de análisis a partir de su premisa, centrada en Nazareno, quien pretende encontrar al huemul, un animal de la Patagonia que está casi extinto, con la ayuda de un mapuche, Ladislao. En primera instancia, a través del paralelismo entre el huemul como un animal a punto de desaparecer y Ladislao, quien pertenece a una tribu, a una forma de vida que lucha por mantenerse viva. Luego también dejando entrever toda una serie de problemáticas referidas a la identidad, la relación histórica del hombre blanco con los pueblos originarios, el contraste entre el “desierto” y la “civilización” expresado a través de los paisajes, la perspectiva ecológica en nuestro país e incluso cómo se construye la representación en un documental que aparenta ser de pura observación pero que delata decisiones muy precisas de puesta en escena. Pero lo cierto es que todo lo anteriormente mencionado está puesto mucho más por el espectador que por la película. No se está pidiendo que se presente todo ya digerido pero Buscando al huemul no construye de manera sólida su estructura de sentido. Apenas si coloca los cimientos, correctamente dispuestos, sí, pero en los lugares más predecibles. El film amaga con decir muchas cosas, pero al final peca no por acumulación sino por sustracción, con lo que sus imágenes, diálogos y discursos no consiguen impactar de la manera adecuada. En consecuencia, Buscando al huemul es un poco como ese animal que le sirve de disparador argumental, pero en el mal sentido: nunca termina de hacer acto presencia, apenas si se intuye a través de algunas huellas cinematográficas y su carácter elusivo termina distanciando al potencial público.