Destino y elección ¿Desde qué lado abordar a Superman? Este superhéroe es tan de otro mundo, tiene tantos superpoderes, es tan gigantesco en su figura, que termina estando lejos de causar la misma empatía e interés que otros superhéroes como Batman o El Hombre Araña. El fracaso de Superman regresa evidenció que la fórmula aplicada por las películas protagonizadas por Christopher Reeve ya estaba agotada. Por otro lado, las series televisivas Lois & Clark: las nuevas aventuras de Superman (focalizada en el vínculo entre Luisa Lane y Clark Kent) y Smallville (que contaba básicamente cómo Clark Kent/Kal-El terminaba convirtiéndose en Superman) ya brindaban pistas sobre la necesidad de humanizar el personaje. No resultó raro entonces que Warner trajera a Christopher Nolan, después de su exitosa trilogía del hombre murciélago, aunque esta vez “sólo” como productor y autor de la historia. El hombre de acero presenta una particular combinación, porque no sólo tenemos al Nolan productor/guionista (aunque quien escribe el guión termina siendo David S. Goyer, quien ya se convirtió en un colaborador habitual suyo), sino también en la dirección a Zack Snyder, un realizador que a su manera también tiene un punto de vista particular tanto sobre los cómics como los géneros cinematográficos. Si se mira El amanecer de los muertos, 300, Watchmen, Ga’Hoole: la leyenda de los guardianes y Sucker punch-Mundo surreal queda en evidencia un cineasta preocupado más que nada por los aspectos audiovisuales que por la narrativa y el desarrollo de los personajes. El terreno de Snyder es el trabajo sobre la iconocidad, lo simbólico, el impacto de las imágenes, la composición de bandas sonoras que sumerjan al espectador en lo que se está contando. Sin embargo, con excepción de la remake del clásico de George Romero (sin dudas su obra más consistente), su cine no ha pasado de la mera superficie, componiendo básicamente enormes dispositivos de alto impacto pero donde los protagonistas son de cartón pintado y donde todo va a mil por hora, para que termine olvidándose a la misma velocidad. La colisión entre la ambición narrativa y temática de Nolan y la grandilocuencia audiovisual de Snyder tiene sus pros y contras en El hombre de acero. Por un lado, el típico cuento de origen del superhéroe vuelve a contarse como ya se hizo antes, pero fluye con perfecta naturalidad: Jor-El, ante la destrucción de Kryptón, consigue que su hijo, Kal-El, escape hacia la Tierra; ya en la Tierra, Clark Kent va descubriendo dolorosamente sus superpoderes durante su infancia y adolescencia; ya crecido, Clark se oculta, sólo actuando en determinados momentos, sin conocer realmente de dónde viene. Allí Snyder deja de lado la construcción de planos grandilocuentes a favor del uso de la cámara en mano y una fotografía casi sucia, perfilando lo que será el centro de la trama en la segunda parte del film: el enfrentamiento entre el destino que parece aguardar a Kal-El como última esperanza para la resurrección de Kryptón y sus elecciones como hijo adoptivo de la humanidad. Es el General Zod el que corporiza este dilema, como alguien que es despiadado y monstruoso no por haberlo escogido, sino porque su posición se lo reclama, porque no le queda otra. Su villanía es entonces predestinada, irremediable, contrapuesta a la bondad de Kal-El (camino a ser reconocido como Superman), quien escoge ser cómo es y defender a la Tierra, a la que considera su nuevo hogar. El tópico de las decisiones propias, con las consecuencias que traen a cuestas, ha marcado a fuego toda la filmografía de Nolan: no sólo la trilogía de Batman, sino también a sus otros films, desde Memento hasta El origen, pasando por Noches blancas y El gran truco. Acá vuelve a estar presente, básicamente porque parece ser la única forma de complejizar verdaderamente a Kal-El, a Clark Kent, a Superman. La última parte de El hombre de acero, que implica toda una serie de enfrentamientos finales, mezcla el relato religioso con el heroico y hasta el romántico, todos ellos al servicio de la acción. La tesis temática estalla, con Snyder poniendo toda su pericia como fabricante de imágenes para componer alegorías cristianas (Superman es indudablemente una metáfora de Jesús, alguien traído por su padre a la Tierra para afrontar los problemas humanos) y escenarios apocalípticos (probablemente en ningún film se vieron explotar, derrumbarse, estrellarse o destrozarse toda clase de artefactos, elementos y dispositivos, con un planeta a punto de reventar, literalmente, en pedazos). Es en ese vértigo donde se consolidan las virtudes narrativas, porque nos interesan los personajes y los hechos que protagonizan -a pesar de que todo avance a mil por hora- pero también las dificultades para terminar de construir una obra que realmente trascienda el ya habitual camino del héroe. Hay un notorio intento, similar al de Batman, de deconstruir los íconos y la simbología relacionados con Superman (ver por ejemplo cómo se piensan cuestiones como la identidad o incluso el nombre), pero aún queda pendiente la mirada de los seres comunes y corrientes, el intercambio palpable entre los que son salvados y su salvador. El hombre de acero deja en claro que este superhéroe no puede ser sólo el protector de una ciudad, como lo es Batman con Gótica. Debe serlo de la Tierra. La consolidación del superhéroe global, en consecuencia, aún queda pendiente. A medio camino entre la fría introducción de Batman inicia y la complejidad en todos los sentidos de Batman: el caballero de la noche, El hombre de acero establece un piso interesante, aunque deberá redoblar la apuesta en la siguiente entrega. Tanto Nolan/productor como Snyder/director deberán tener claro que la clave para el éxito de la continuación no deberá implicar dormir al espectador con los discursos seudotrascendentes ni aturdirlo con colores, gritos y explosiones.
Un hijo y su padre Pocos han tenido una carrera tan cambiante en su recepción como M. Night Shyamalan. Sus primeros dos films, Praying with anger y Más astuto que nunca, son prácticamente desconocidos, pero con el tercero, Sexto sentido, consiguió un éxito tan inesperado como masivo, que incluso le permitió obtener dos nominaciones al Oscar como guionista y director. Sus siguientes dos películas, El protegido y Señales, consolidaron este suceso: el tipo pasó casi de la nada a ser un director de Lista A, de esos capaces de convocar público casi por sí solos, como una estrella, al estilo James Cameron o Steven Spielberg. Sin embargo, con La aldea, que fue bastante malinterpretada por los críticos y desconcertó al público, la cosa empezó a tambalearse. Y todo su prestigio se derrumbó a partir de La dama en el agua, que fue vapuleada por la crítica e ignorada por los espectadores. Con El fin de los tiempos, El último maestro del aire y La reunión del diablo (de la que fue productor y responsable de la historia) no le fue mal en la taquilla, pero continuaron dándole duro a nivel artístico. En esta montaña rusa que ha sido su filmografía, Shyamalan es ahora casi sinónimo del horror, un apellido al que es muy fácil como puching-ball. Lo raro es que Shyamalan no cambió tanto como parece, sino que extremó ciertas características discursivas y de puesta en escena, que pasaron a tener tanto o más peso que su virtuosismo narrativo, que fue lo que impactó positivamente en primera instancia de su cine. Sus films pasaron a ser desafíos a la verosimilitud y capacidad de creencia por parte del espectador, historias con estructuras que parecen castillos de naipes (aunque nunca terminen de derrumbarse) y en los que las reglas son cambiadas cada diez minutos con bastante arbitrariedad, con planos donde los protagonistas aparecen en posiciones que descolocan la mirada y un discurso casi evangelizador, donde se combinan la espiritualidad, el ecologismo y la alegoría política. Y si Shyamalan tiene un gran ego, al que parece alimentar a partir de las críticas ajenas, con Después de la Tierra se une a Will Smith, otro con una gran opinión de sí mismo. Smith es de esas estrellas tan simpáticas como insoportables, cuya presencia inunda y abarca toda la pantalla, imponiendo una particular mirada sobre el mundo y el aparato cinematográfico, a veces con resultados positivos (Hombres de negro, Enemigo público, Muhammad Alí, Hancock) y otras negativos (Wild, wild, West, Dos policías rebeldes, Yo, robot, El espantatiburones, Hitch: especialista en seducción, En busca de la felicidad, Soy leyenda). Encima tiene también una gran opinión de su familia, por lo que ya viene tratando de imponer como estrella a su hijo Jaden, que estaba soportable en En busca de la felicidad, pero definitivamente imbancable en Karate Kid. Después de la Tierra es un proyecto personal de Smith, quien concibió la historia original, aunque el guión y la dirección corren por cuenta de Shyamalan, quien no es precisamente alguien que resigne su autoría. Y en este caso tampoco lo hace. De ahí que se presente un típico cuento sobre el camino del héroe, donde el gran centro del conflicto dramático está en la relación padre-hijo. Acá tenemos a Kitai Raige, el hijo de Cypher, un héroe militar que sabe mucho sobre la guerra, pero poco sobre cómo ser padre. Ambos se embarcan en un viaje espacial, pero en el camino la nave colapsa y se estrellan en un planeta repleto de vida salvaje hostil luego de un evento apocalíptico, que alguna vez se llamó Tierra. Con el padre herido gravemente, le tocará entonces a Kitai asumir la responsabilidad de ir en busca de un radiofaro para convocar a un rescate, debiendo enfrentarse a toda clase de criaturas, incluida una con la capacidad de cazar a los humanos a partir del seguimiento de su miedo. No deja de ser llamativo cómo hay una particular combinación de estilos. Will Smith es en los primeros minutos una figura distante, entre legendaria y atemorizadora, mientras que Jaden Smith es un adolescente entre introvertido y resentido, que apenas si puede cargar con el legado de su padre. Uno podría pensar que los Smith nos estuvieran hablando sobre ellos mismos -y algo de eso hay- pero también es cierto que Shyamalan siempre fue asentando sus historias sobre dramas familiares, vinculados a la pérdida, la falta de comunicación y la necesidad de encontrar un lugar propio en el mundo. Y aquí lo vuelve a hacer con sus herramientas conocidas, capaces de descolocar al espectador del cine de Hollywood habitual y también a los seguidores de los Smith: actuaciones introspectivas y poco expresivas hasta que estallan frente a hechos puntuales; encuadres inhabituales para el cine estadounidense (un ejemplo es la subjetiva de Kitai, tirado en el piso y arrastrado por un ave); y una construcción narrativa progresiva en el armado de climas. El relato de Después de la Tierra no presenta la misma solidez que el de Sexto sentido o El protegido. Tampoco el riesgo y el desparpajo de La aldea o La dama en el agua. Pero sigue mostrando a Shyamalan como un cineasta que produce a gran escala sin resignar una visión propia, que actualmente genera más rechazos que adhesiones. A tono personal, debo decir que es un director al que le veo todos los defectos, pero cuyas virtudes me convocan a seguir apostando por su capacidad. No hay caso, el tipo me sigue cayendo simpático. Será, quizás, que soy tan terco como él…
El Señor Inimputable y sus escuderos Voy a dejar algo en claro desde un comienzo: la saga de ¿Qué pasó ayer? es para mí el clásico ejemplo de cómo una saga consigue dividir al público y la crítica al extremo, cuando en realidad no valía la pena tanto lío. El primer film poseía una gran habilidad narrativa, pero sus chistes, que coqueteaban en muchas ocasiones con la misoginia, el conservadurismo, el machismo y la homofobia, le restaban muchos puntos. La segunda entrega apenas si era una copia carbónico, bien realizada, pero sin un gramo de novedad, aunque era mucho menos conflictiva a nivel ideológico y moral. Allí ya se percibía un agotamiento en la construcción, como si el director y coguionista Todd Phillips nunca hubiera esperado tener que hacer una secuela (raro, porque el éxito de la primera en cierto modo era muy predecible) y la única idea que se le hubiera caído de la cabeza era repetir el modelo de su predecesora. De ahí que todas las discusiones que se habían generado respecto a la primera película (que había sido el equivalente a Matrix en la comedia, es decir, una obra tan sobrevalorada como subvalorada) se hayan reducido sustancialmente de cara al cierre de la trilogía, que llega sin causar demasiadas expectativas, tanto positivas como negativas. Phillips parece ser consciente de la poca expectativa previa y en cierto modo con ¿Qué pasó ayer? Parte III busca barajar y dar de nuevo. Ya no hay boda, despedida de soltero y resaca, y el enigma pasa por otro lado: Alan (Zach Galifianakis) sigue totalmente desequilibrado y, luego de la muerte de su padre, Stu (Ed Helms), Phil (Bradley Cooper) y Doug (Justin Bartha) son los encargados de llevarlo a una especie de centro de rehabilitación. Sin embargo, durante el camino son interceptados por una banda de mafiosos liderada por un tipo llamado Marshall (John Goodman, bien en plan “gordo sorete”), quien secuestra a Doug y obliga a los demás a encontrar a Mr. Chow (Ken Jeong), recientemente fugado de la cárcel, y con quien tiene una cuenta pendiente, amenazándolos con matar a Doug si no cumplen su objetivo en menos de 72 horas. Hay un evidente retorno al tono cuasi policial, reforzado además por la vuelta a la locación original, que era Las Vegas. Pero de lo que principalmente se hace cargo Phillips es que la saga de ¿Qué pasó ayer? es sobre Alan, ese ser inimputable, al que indudablemente le faltan un par de jugadores, que nunca se hace cargo de nada, que siempre está en su mundo y que en determinados momentos puede ser terriblemente irritante para la mirada “racional” de Phil y Stu, quienes siempre tienen que contemplar cómo el mundo se les pone patas para arriba. Con esta decisión, la película gana y pierde a la vez: por un lado, la solidez en la interpretación de Galifianakis, experto en este tipo de personajes, permite que la trama fluya y que cierta incorrección política se filtre de forma efectiva; pero por otro lado, el resto de la “Manada” queda desdibujada, siendo apenas espectadores de los acontecimientos que protagoniza Alan, o a lo sumo meros soportes para los momentos cómicos. De hecho, el único que le disputa presencia en pantalla a Galifianakis es Jeong, básicamente porque su personaje comparte códigos y conductas con Alan. En consecuencia, ¿Qué pasó ayer? Parte III se convierte, más que en un épico final de la trilogía, como promete la propaganda, en una historia de amistad atravesada por lo policial, donde también intervienen la noción del aprendizaje (si antes lo era para Stu y Phil, ahora es para Alan, al que no le quedará otra que asumir algunas responsabilidades) y el romance, a través del personaje de Cassie (Melissa McCarthy, en perfecta sintonía con Galifianakis), quien tendrá con Alan una historia de amor tan dulce como hilarante, pero absolutamente coherente, que lleva además a que el giro “conservador” del final sea razonable y verosímil dentro de la historia. Con el mismo tono absurdo de siempre, sin chistes superlativos pero con un piso lo suficientemente alto, ¿Qué pasó ayer? Parte III funciona sin problemas como clausura de la saga cómica más exitosa de los últimos tiempos. Su tono melancólico y su aire a despedida terminan produciendo cariño por sus protagonistas, en especial Alan, para siempre en el panteón de los “seres especiales” de Hollywood. Amenlo u ódienlo, a él no le importa.
La familia Carburando Hay una escena, que en cierto modo está partida en dos, que deja en evidencia los defectos y virtudes de Rápidos y furiosos 6. En primera instancia, vemos una conversación-reunión entre Dom (Vin Diesel) y Letty (Michelle Rodriguez) en una especie de descampado en Londres. El aceptó acabar con la banda de criminales que ella integra para así recuperarla, luego de enterarse de que está viva y no muerta como pensaba previamente. Ella ha perdido la memoria, no recuerda la historia que tuvieron juntos, pero en cierta forma se siente atraída por él. Dom le va señalando a Letty todas las cicatrices de su cuerpo, tratando de hilvanar un relato que le haga recordar los viejos tiempos. El diálogo es, literalmente, insoportable, da vergüenza ajena, parece salido de un mal capítulo de Dulce amor sin la autoconciencia de la cursilería. Rodriguez hace lo que puede con esos parlamentos imposibles, a Diesel dan ganas de molerlo a bifes, aunque siendo chiquitito como es quien escribe, ese deseo es quimérico. Letty finalmente se mete en su auto y se va. Ahí aparece Shaw (Luke Evans), el malo muy malo en cuestión, un tipo tan profesional como frío. El también decide ponerse a charlar un rato con Dom, como anticipando el enfrentamiento que se viene. Shaw le canta la posta a Dom: los dos tienen sus códigos, uno se maneja a través del profesionalismo puro y seco, sin concesiones, el otro se sostiene en base a su lealtad a su “familia”, a su grupo de amigos y parientes. Ese momento hace recordar a algunos aspectos del cine de Michael Mann o de Kathryn Bigelow, con sus protagonistas que siguen ciegamente un conjunto de reglas. Lo mejor y lo peor del film con apenas segundos de diferencia. Ya hablé de la saga de Rápido y furioso en mi crítica de Rápidos y furiosos 5in control, que era la primera entrega realmente interesante de la serie, aunque no fuera necesariamente buena. Allí se notaba la tensión constante entre el típico relato de un gran robo, con acción a máxima escala, que el director Justin Lin narraba con precisión y coherencia, con el discurso sexista, machista y hasta misógino que siempre caracterizó a esta franquicia. En ese texto no mencionaba algo que atravesó a todas las películas, y es su necesidad de bajar línea con la cuestión “familiar”, con personajes e historias marcadas por una lealtad hacia los núcleos de amigos, parejas y parientes, que no está de por sí mal, aunque se lo marcaba tanto desde los diálogos y monólogos que terminaba haciéndose bastante insoportable. Pues bien, Rápido y furioso 6, en el medio del enfrentamiento de grupos de expertos (que con todos sus esquematismos y dichos obvios no deja de ser entretenido a partir de sus escenas de acción tan infladas como efectivas), retoma mucho esta perorata sobre la familia, los amigos y el amor, agregándole mucho, demasiado peso muerto a la narración. Esto sucede en buena medida porque, al igual que en la primera y en la cuarta parte, gran parte del conflicto se centra en la figura de Dom, que es como una mezcla de Morpheus y Luis Sandrini inflado con testosterona. Da la impresión de que el diseño del personaje no sólo es responsabilidad de Lin y el guionista Chris Morgan, sino también de Diesel, fuerte candidato a actor más sobrevalorado dentro del género de acción. Quizás el tipo sería más efectivo y soportable si se dedicara sólo a poner el cuerpo para trompear gente y ejecutar toda clase de proezas en las diferentes secuencias de alto impacto, pero es indudable que lo suyo pasa por la autoimportancia. De ahí que quiera hacer un policial serio como Un hombre diferente, y le salga muy mal; o ciencia ficción ambiciosa, donde él encarna a un personaje con una supuesta aura de misterio, como en La batalla de Riddick, y le salga muy mal; o un film futurista y temáticamente importante, como Misión Babylonia, y le salga muy mal; o una actualización “rebelde” de James Bond, como xXx, y le salga muy mal. Todo lo hace mal, actúa pésimo, hasta es feo, y sin embargo se ha construido una carrera exitosa, e incluso hay muchas chicas que piensan que es re lindo, y uno se pregunta por qué, y piensa que el mundo (o al menos Hollywood) puede ser un lugar muy injusto. Entonces nos tenemos que bancar a Dom/Diesel recargado, diciendo tonterías como “no se le da la espalda a la familia, incluso cuando ellos lo hacen” con cara de “mirá como te estoy diciendo una verdad más importante que la Teoría de la Relatividad”. Lo peor es que unos cuantos personajes se le contagian, y también tiran unas cuantas frases con tono grave, como marcando que nos están cantando la posta, treinta segundos después de haber estado mirando culos y tetas, y dicho expresiones que parecen salidas de una comedia de Sofovich. En el medio, tenemos las clásicas persecuciones, un par de buenos chistes, contadas chances de lucimiento para dos prodigios de las artes marciales como Gina Carano y Joe Taslim, y la promesa de que la historia tendrá un cierre (¿lo tendrá?) con la séptima película. Rápido y furioso 6 pasa bastante rápido y estaría bueno decir “y a quién le importa”, pero la verdad es que le importa a demasiada gente, joven la mayoría, y en buena medida del género femenino. Como para ponerse a dudar de las conquistas feministas, de la juventud como futuro, del público como sostén del cine, de la familia como institución. Como para ponerse verdaderamente pesimista. Ahora sí que no tengo ganas de aprender a manejar.
Vencedor vencido Creo poder afirmar sin demasiado temor a equivocarme que el pobre Baz Luhrmann es un director bastante incomprendido por buena parte de la crítica, que sólo lo ve como un cineasta de diseño, incluso cuando lo elogia. Un ejemplo categórico de esto es la crítica (¿califica a esta altura como crítica esos textos que parecen escritos en pantuflas?) de Diego Battle de El gran Gatsby, titulada Que fantástica esta fiesta… (¿qué demonios habrá querido decir con esto?), donde elogia a Luhrmann porque “hace lo que se le antoja” -hay muchos directores que hacen lo que se les antoja, lo cual no implica nada bueno de movida, y sino fíjense en Michael Bay- y describe a la película como “una propuesta algo hueca y superficial, pero también un objeto pop hecho con maestría y, por lo tanto, fascinante en varios aspectos”. Incluso cuando se centra en las tensiones entre la novela y el film, por si Luhrmann respeta o no el material original, sus preocupaciones pasan por el uso de la banda sonora o las sobreimpresiones de fragmentos del libro en la pantalla. Es decir, siempre se queda con los aspectos técnicos, con lo audiovisual, como si no hubiera narración, creación de personajes o conflictos. Battle olvida o no sabe o no entiende (lo mismo que muchos críticos en el resto del país y el mundo, aunque es difícil que escriban con tanta pereza como él) que Luhrmann es ante todo un romántico de campeonato, un cineasta que construye una estética del exceso a partir de su interés por las grandes historias, por los amores extremos y puros, por los géneros como fuentes de universos donde la épica es la norma. La razón por la que traslada a la contemporaneidad mafiosa a Romeo y Julieta, relee el auge bohemio de fines del Siglo XIX con fuentes musicales de finales del Siglo XX en Moulin Rouge! o combina los géneros bélico, western y romántico en un homenaje a su país en Australia no es porque haga “lo que se le antoja”, sino por razones bastante precisas, lejos del mero capricho: el director se identifica plenamente con las inagotables energías de los protagonistas de esos relatos y piensa permanentemente el contacto entre sus épocas y la actualidad, exaltando el artificio y apelando al pastiche, pero sin descuidar la sensibilidad a la hora de presentarle mundos palpables al espectador. Su gigantismo estético-narrativo vehiculizado en temas simples lo emparenta un poco con James Cameron, aunque este sea más clásico en su puesta en escena. No me hubiera extrañado que Luhrmann situara El gran Gatsby en la actualidad, en una operación similar a la de Romeo + Julieta, aunque finalmente elige seguir el mismo procedimiento que en Moulin Rouge!, reflexionando sobre las concepciones de la Gran Novela Americana en la década del veinte desde la contemporaneidad. Lo que le interesa igual sobre todo es la mirada idealizada sobre la vida y el amor por parte de Jay Gatsby, a quien Leonardo DiCaprio interpreta retomando numerosos aspectos del Howard Hughes de El aviador: un ser que se va erigiendo como puro misterio, casi como un absoluto, aunque a medida que avanza la historia se va revelando como alguien tan frágil como abarcativo en sus ambiciones. Ese personaje, una permanente contradicción, sirve como soporte para construir otros estereotipos: Daisy Buchanan, la esposa trofeo que (se) cuestiona su posición pero no puede salir de ella; Nick, el optimista que finalmente termina totalmente desengañado; Tom Buchanan, el millonario cínico pero también convencido de la supuesta superioridad de su clase; Jordan Baker, la mujer que sobreactúa su liberalidad, sin hacerse cargo realmente de nada; Myrtle Wilson, la típica amante hueca; o George Wilson, el característico trabajador pobre y torpe que es usado por los demás. Luhrman no abandona esos estereotipos, no los elude, sino todo lo contrario, y ese acto de esquematismo es lo que le permite que los personajes vayan creciendo en espesor a medida que avanza la historia. Al mismo tiempo, el 3D posee una función espacial pero también expresiva, porque delata en todo momento el juego de apariencias desempeñado por Gatsby y los que lo rodean. El film entonces progresa en base a saludables paradojas: sus protagonistas, pura superficie, exhiben grietas profundas; el universo falso muestra distintas dimensiones. Y lo que se impone es un cuento enorme, cargado de luces, colores y sonido, sobre un hombre y sus sueños imposibles. Luhrmann, que tiene mucho de Gatsby, busca también llevar a cabo un film imposible, repleto de referencias culturales y personajes a los que les otorga cargas simbólicas que no terminan de sostener, porque sus virtudes estéticas-narrativas como realizador no le alcanzan para salir de determinados esquemas. Con El gran Gatsby continúa persiguiendo la Gran Historia, aunque sus pretensiones no están a la altura de sus logros. Se podría decir, con justa razón, que con las intenciones no basta, que lo importante son los resultados conseguidos. Pero hay que reconocer que Luhrmann sí consigue algo particular: que sus objetivos, aunque no se cumplan, sirvan de inspiración al público y se transformen por sí solos en logros. Como Gatsby, triunfador a su modo a pesar de estar destinado a perder, Luhrmann hace de la derrota una victoria.
El imposible eterno presente Debo decir que no soy precisamente un partidario del cine que representa Harmony Korine. Por ejemplo, Julien Donken-Boy, que coescribió y de la cual es director no acreditado, me gustó poco y nada. Su estética feísta y supuestamente provocadora siempre me pareció bastante vacía, sin sustancia. Por eso no me entusiasmaba demasiado en la previa Spring breakers (que en la Argentina lleva el innecesario título adicional Viviendo al límite), porque me imaginaba que el asunto iba a venir por la deconstrucción irónica del mundo adolescente Disney y las mecánicas fiesteras de la era universitaria en los Estados Unidos. La deconstrucción existe, pero lo que menos hay es ironía, porque Korine piensa primero en la historia y sus personajes, y luego en la mirada estética, cultural y social. Es cierto que la elección para los protagónicos de dos chicas emblema del mundo Disney, como son Selena Gómez y Vanessa Hudgens, más la presencia de Ashley Benson (otra actriz con una carrera muy vinculada al cine juvenil más liviano), su esposa Rachel Korine y James Franco (especialista en roles paródicos, ahora catapultado al estrellato en Hollywood) constituye todo un gesto, pero quedarse con esto sería un análisis limitado. La historia de cuatro chicas universitarias que financian sus vacaciones primaverales a Florida robando un local de comida rápida, para luego zambullirse en un raid de drogas, alcohol y descontrol, donde terminan conociendo a un gángster que las adopta (si es que adoptar es el término correcto), es sólo el punto de partida para el realizador, que va construyendo uno de esos típicos relatos donde se va percibiendo que una etapa termina y comienza otra. Las chicas de Spring breakers se emborrachan, se drogan, exponen sus cuerpos frente a la mirada masculina, roban, portan armas como si fueran juguetes, parecen no detenerse ante nada, pero se asustan cuando son arrestadas o la chance de sufrir dolor (físico o mental) se hace palpable. Y sin embargo la película nunca las juzga en sus contradicciones o vacilaciones, nunca las observa a la distancia, sino que se pone a la altura de sus ojos. No se detiene en el retrato sarcástico de un universo de pura superficie, donde todo está sobreactuado (el sexo, la violencia, la amistad), sino que se pregunta qué hay detrás de ese supuesto vacío. Y lo que vamos viendo es que ese rejunte de luces, de ruido, de gritos, de cuerpos-mercancía no es más que un engranaje dentro del sistema, un momento de dispersión para las jóvenes, que van dándose cuenta que les espera un futuro de retorno a sus hogares, a la universidad, a las típicas responsabilidades que les ordena la sociedad. La razón de que no puedan escapar de eso porque no solamente se conecta con el entorno, sino con su propio ser. La energía de la que disponen y aunque pretendan que sea eterna, que ese momento de liberación nunca termine, lo cierto es que el relato se va impregnando de una notoria melancolía. Es cierto que es una melancolía particularmente explosiva y violenta, pero no deja de ser melancolía al fin, porque de esos días que viven las chicas, a mil por hora, pronto sólo va a quedar el recuerdo. Varios críticos señalaron que Korine busca crear una poética espiritual, al estilo Terrence Malick, pero con una estética videoclipera, basada en una ecléctica banda sonora (que combina el dance con el tecno, el acid rock y sigue la lista), la repetición de imágenes en un montaje furioso y una fotografía que a partir de los brillos resalta el artificio. Y algo de eso hay, porque las voces en off de las protagonistas están marcadas por una idealización que remite mucho a pasajes de Badlands, La delgada línea roja o El nuevo mundo. Pero el principal mérito de Spring breakers es aplicar el espíritu de los films de John Hughes, como El club de los cinco, a la velocidad y volatilidad contemporánea. Trascendiendo el cinismo y el sarcasmo barato, compone unos personajes profundos y queribles. En una escena donde las chicas están en una pileta, Faith (Gómez) dice algo así como “quisiera que el tiempo se detuviera, que nos quedemos así para siempre”. Las amigas se ríen un poco de eso, pero la puesta en escena delata que todas ellas necesitan, ansían eso, por más que vayan adivinando que nunca lo van concretar.
La vacuidad del cine argentino Con paso por varios festivales, incluido Venecia y el reciente BAFICI donde fue distinguida en su respectiva competencia, se estrena Leones, la opera prima de Jazmín López. En este film, de un clima recargado y de atmósferas enrarecidas, vemos a cinco jóvenes que deambulan por un bosque donde lo simbólico es fundamental. Una película que evidencia la serie de referencias que han influenciado a la directora a la hora de su creación, pero que no logra despegarse de cierta pose intelectual irritante. Debo reconocer que estoy un poco cansado de tener que limitarme con muchos films argentinos a elogiar su excelencia técnica, porque no puedo encontrar nada laudable desde lo narrativo, la configuración de universos, la creación de personajes y la interpelación a un público. También sucede con este film, nuevo ejemplo de la sobrevaloración de la que gozan ciertas obras nacionales en el ámbito crítico del país y el resto del mundo. Porque en Leones no alcanza con una buena banda sonora, el estupendo manejo de la steadycam o ciertos giros sobre el final de la trama que pretenden resignificar lo visto, cuando todo lo que hay detrás es una cáscara vacía con guiños de estilo al cine de Gus Van Sant o Lisandro Alonso, o alusiones a Alfonsina Storni. En relación a las citas, surgen diálogos y referencias tan explícitas y banales como este diálogo: “hay algo que nos está mareando”, a lo que se responde “sí, el Diablo probablemente”. Ajá, qué bárbaro, citaste a Bresson. Pero resulta que Bresson es mucho más que rostros pétreos y paisajes desolados. La intelectualidad vacua está matando al cine argentino.
Persiguiendo una historia Danny Boyle es un director de búsquedas. Siempre construye relatos con personajes que andan persiguiendo algo y/o alguien, y esa pulsión por la exploración de los protagonistas se traslada a su estética, bastante revulsiva, donde intenta trascender la medianía y darle una vuelta de tuerca a los géneros. Paradójicamente, la identidad del cine de Boyle es la misma construcción de esa identidad. Esto se ve en sus films, de eclécticas formas: Renton, el joven que es el centro narrativo de Trainspotting, trata de salir del lugar (físico, mental, social) donde está, para dirigirse a otra parte, en una historia que desde el vamos busca ser un retrato generacional; La playa es la denominación simbólica para una utopía y sus herramientas discursivas; los personajes de Exterminio tratan de encontrar un refugio cuasi existencial, con la cámara digital como dispositivo de resignificación de espacios antes poblados y ahora desiertos; Jamal en ¿Quién quiere ser millonario? se va definiendo como persona recorriendo un camino ya trazado de antemano, en cuento de hadas moderno que extrema la crueldad pero también los aspectos luminosos de ese tipo de narrativa; y en 127 horas, Aron Ralston se descubre a sí mismo recién cuando no puede moverse, cuando ya no tiene lugar hacia el que correr y huir, en una puesta en escena que a partir de la multiplicidad de ángulos intenta redefinir las típicas historias reales de supervivencia. Dentro de este panorama, no deja de ser llamativo el rotundo fracaso comercial de Sunshine-alerta solar, su mejor película pero también la más olvidada, con su tripulación de astronautas que buscan la inmortalidad a partir del sacrificio heroico, de la propia mortalidad, en una historia de ciencia ficción que se zambulle en la infinitud del espacio exterior. En trance arranca como la típica película de robos, con Simon (James McAvoy) explicándole al espectador cómo las subastadoras de arte buscan proteger las obras con todas las medidas de seguridad posibles, al mismo tiempo que los ladrones van ampliando sus habilidades. Simon expone todos estos datos porque él, que supuestamente es el encargado de proteger esas obras, se ha dado vuelta y es la pata interna de la compañía que acordó con el bando de los criminales el robo de un cuadro de Goya. Sin embargo, durante el asalto Simon es golpeado y pierde parte de su memoria, por lo que no recuerda donde escondió la pintura. Cuando la banda de ladrones encabezada por Franck (Vincent Cassel) se convence de que perdió efectivamente la memoria, recurren a Elizabeth (Rosario Dawson), una hipnoterapeuta, para que le saque de una buena vez por todas la localización del cuadro. Ahí el film deriva hacia el lado del thriller, centrándose en el triángulo amoroso formado por Simon, Franck y Elizabeth. No deja de ser llamativo cómo Boyle (y su película) se contagian de la problemática sufrida por Simon. Al igual que el personaje, que debe ir reconstruyendo fragmentos de su vida y siempre parece llegar a un punto ciego, donde su mirada no alcanza a vislumbrar toda la verdad y siempre queda a contramano, En trance no consigue hacer de la fragmentación una virtud, porque le cuesta una enormidad encontrar el tono justo. Durante casi todo el metraje nos sentimos alejados de los personajes, con los que es difícil identificarse a pesar de la solidez interpretativa de los actores. Recién cuando todas las piezas de la trama se ordenan, la verdad surge completa y la película muta en una tragedia romántica, es cuando el director puede pisar el acelerador a fondo, porque ya tiene un rumbo claro. Ahí vemos al mejor Boyle: excesivo, trascendental, épico, obsesionado con sus personajes obsesivos, contagiando al espectador con su potencia visual y narrativa. En trance se recién se encuentra a sí misma sobre el final, y eso la salva del naufragio, incluso dejando una buena impresión. Sólo la reflexión posterior, más lejana, evidencia que no funciona como totalidad, aunque le deja el crédito abierto a Boyle.
El mecánico Desde el comienzo, la saga de Iron Man fue probablemente la que mejor pensó y planteó no sólo los conflictos internos sino también el modo en que tanto el superhéroe como Tony Stark eran contemplados por la gente. Hay un par de factores decisivos que ayudan a esto: Stark no es precisamente un hombre común, sino un multimillonario con una inteligencia fuera de lo común; y su identidad como Iron Man no es un secreto, sino que está expuesta permanentemente. De ahí que se diferencie, por ejemplo, del Hombre araña (quien siempre hace la procesión por dentro), ya que todas sus vicisitudes las atraviesa frente a los demás, en una exposición deliberada y conscientemente buscada. Tony Stark/Iron Man no es un héroe para enmendar algún trauma del pasado (Batman), ni porque se lo exige su moral (Spiderman) o porque esté marcado por el destino (Superman), sino simplemente porque necesita satisfacer su gigantesco ego. Eso no quiere decir que Stark/Iron Man no tenga un pasado que se vincula con su presente, ni moral que dicte sus actos, ni una posición económica-política-social que lo condicione y lo predestine frente a ciertos contextos. Y es de eso de lo que precisamente trata esta tercera entrega, que en cierta forma es una cuarta, porque también se debería contar a Los vengadores. Aquí todo lo que venía problematizándose sobre el heroísmo queda más explícito que nunca: su utilización política, la mediatización, la mirada del otro y la propia, lo íntimo convertido en público, lo real y lo falso, la creación y/o surgimiento de lo opuesto, de lo antagónico. Dentro de este marco, la representación del villano resulta decisiva, repitiendo en cada una de las tres películas dos aspectos muy importantes: el pasado del protagonista o de su familia que retorna, actualizándose de la peor manera; y el factor empresarial, porque siempre detrás de cada amenaza hay una motivación monetaria y corporativa. Si en Iron Man teníamos a Raza, quien contaba con el apoyo de Obadiah Stane, y en Iron Man 2 a Ivan Vanko, quien era financiado por Justin Hammer, en Iron Man 3 tenemos al Mandarín (Ben Kingsley, impecable), quien posee el respaldo de Aldrich Killian (Guy Pearce, tan maligno que dan reales ganas de pegarle). Y este doble lado del mal es tan verdadero en su concepción inicial e íntima, como falso en su tratamiento de frente a la sociedad. El Mandarín funciona, con total autoconciencia de parte del film, como una especie de envase perfecto para todos los miedos de la sociedad: invisible y omnipresente a la vez, es sin embargo sólo la imagen superficial detrás de la que se esconden intereses mucho más concretos y oscuros (de ahí que la referencia a Osama Bin Laden no sea sólo un mero guiño sino toda una declaración de principios sobre las creencias y las manipulaciones). Iron Man 3, que tiene a Shane Black reemplazando a Jon Favreau en la dirección, se concentra más que ningún otro film de la Marvel en el desarrollo de los personajes, sus pasados, sus presentes y sus ambiciones a futuro. Incluso es llamativo cómo determinados secundarios -Maya Hansen (Rebecca Hall), Eric Savin (James Badge Dale), Harley (Ty Simpkins)- poseen un peso específico dentro de la trama que es realmente muy atractivo. Y eso termina influyendo en las escenas de acción, que son muy puntuales, aunque filmadas con extrema precisión, apostando a una puesta en escena donde lo físico se fusiona con los efectos especiales (referencias a Terminator 2 incluidas) y con Stark muchas veces sin el traje de héroe (o utilizándolo a distancia), problematizando a través de lo corpóreo la fusión del individuo con el símbolo que encarna el superhéroe. Por algo Tony se autodefine (y es definido) como “un mecánico”. Es alguien que a medida que arregla todo lo que se cruza en el camino, se arregla a sí mismo. La única forma de seguir adelante que tiene es a través de la construcción y/o reparación de lo que está mal en el mundo. El hombre que es tan individualista como necesitado del universo. Se ha estado presentando una discusión bastante fuerte en lo referido a la calidad de Iron Man 3, a si es efectivamente el mejor film de la saga. En lo personal, debo decir que cuando salí de la sala, no pensaba de ese modo. Pero Black, junto al coguionista Drew Pearce e incluso Robert Downey Jr. (agregándole un condimento dramático bastante potente al humor que siempre caracterizó al personaje) han llevado a cabo un film que crece a medida que se lo piensa. Y crece mucho. Sí, es la mejor de todas las películas de Iron Man.
Sobre ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?: cine, discursos y crítica Recién este último miércoles pude ver ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? Y recién hoy viernes tengo oportunidad de escribir sobre el film. Pero cuando estaba meditando sobre cómo encarar la crítica, el texto terminó mutando hacia uno de opinión, básicamente porque pasaron (o no pasaron) algunas cosas que invitan un poco a la reflexión. La película tuvo pocas críticas, pero lo más llamativo fue los medios que no escribieron. Destacan Página/12 por el lado de los diarios y Otros Cines en la web. Es cierto que hubo poca difusión, pero hubo privadas y el lanzamiento alcanzó por lo menos cuatro salas, todas en Capital Federal. Y estamos hablando de medios que disponen de varios redactores, con la logística suficiente y que en esa misma semana (donde hubo sólo cinco estrenos) no tuvieron problemas en escribir sobre una cinta irrelevante como Contrarreloj. No voy a caratular a ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? como el estreno más importante de la historia del cine argentino. Pero sí creo que es evidente su importancia, aunque sea circunstancial. Y por eso ya hay algunas medidas que es más bien difícil disfrazarlas de “decisiones editoriales” (estoy seguro de que Diego Battle, director de Otros Cines, habría usado esa noción como explicación), porque son decisiones políticas. Hay temas que son incómodos, de los que no se quiere hablar. Es mucho más fácil llenarse la boca y hacer correr ríos de tinta haciendo referencia a supuestas políticas de no-represión o hablar de las retrospectivas del BAFICI, que poner sobre la mesa un hecho sangriento de represión, donde también intervienen la corrupción y las complicidades dentro de los niveles más altos del Estado Nacional. Lo que queda en evidencia es que ciertos sectores que se rasgaban las vestiduras criticando los modos de los que tenían el poder en los noventa, ahora accedieron a esos espacios de poder y se comportan exactamente igual. Antes mentían y ocultaban unos, ahora lo hacen otros. El baile de disfraces sigue siendo el mismo, sólo las máscaras cambiaron. Pero también está lo que se escribió, si es que se puede llamar escritura. Y ahí tenemos el ejemplo de La Nación, que viene a explicar por qué hay ciertos sectores intelectualoides en nuestro país que atrasan unos ciento cincuenta años en su pensamiento, pero aún así seguir presumiendo de combativos. Adolfo C. Martínez en su crítica describe al personaje encarnado por Martín Caparrós como “una especie de antihéroe, ya que sus jefes de redacción le ponen trabas en su intento de escarbar en todos y cada uno de los recovecos del episodio, pero él insiste en su denodada labor”. Parece que Martínez no leyó la literatura de los últimos dos siglos, porque el concepto que vierte es justamente el del héroe, no el del antihéroe. Pero el asunto no se termina ahí, ya que también sostiene “Morcillo y Rath (los directores) procuraron que su film se apartase de todo tipo de elementos políticos y que recayese sólo en la labor del periodista en su odisea por tratar de llegar a su verdad”. ¿Perdón? ¿De qué habla este señor? Si algo hace el film, bien o mal, es politizar toda la trama, hacer un análisis político de las circunstancias del crimen desde una perspectiva política determinada. La primera frase puede atribuirse quizás a la torpeza de Martínez, pero en la segunda se puede intuir una decisión editorial más en conjunto de parte de un diario conservador, con intereses opuestos a los que representa el film, que busca utilizar una herramienta ya bastante habitual de estos tiempos, que es la despolitización (la cual es otra forma de hacer política). Por fuera de esto, algo propio tengo que decir de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, película a la que veo como un típico exponente de cine urgente, que busca instalarse en un momento clave, como son las semanas previas a la sentencia en el juicio a los responsables del asesinato. No deja de ser particular la forma en que intenta combinar el documental puro y duro, con la familia y amigos de Mariano prestando testimonio a cámara; la recreación ficcional de las distintas instancias del crimen; y el relato centrado en el periodista interpretado por el debutante Caparrós (su elección no es nada casual), avanzando y tropezando en su investigación, contra todo y todos, primero solo y luego acompañado por su hija (la simbología en esto es bastante clara), entrevistándose con personajes como Ernesto Tenembaum o Diego Rojas (autor del libro en que se basa la película), que no especifican su identidad pero se comportan y dicen lo que uno esperaría que digan ellos en la realidad. El film juega a vincular la ficción con la realidad política, pero en pocos momentos consigue encajar todas las piezas, básicamente por lo siguiente: los realizadores nunca terminan de comprender que el cine tiene una narrativa propia, que necesita de una puesta en escena y una configuración de los personajes que rara vez coincide con el campo periodístico o el ámbito político, porque el cine es un arte con vuelo propio, que habla sobre el mundo desde su lugar, con sus propias reglas. El film arrastra dos problemas esenciales, que lo trascienden. Por un lado, las dificultades que tiene el cine argentino en general para construir un discurso político, en especial cuando debe referirse a sucesos reales específicos. Por el otro, las ya eternas trabas que tiene la izquierda, al menos en nuestro país, para interpelar al ciudadano. No voy a decir que eso no le suceda también a otros sectores políticos, que muchas terminan encerrados en sí mismos, interpelando apenas al sujeto que siempre le respondió y le va a responder, pero en la izquierda esto es crónico, y siempre se la percibe como encerrada en sí misma. Me duele decir esto, porque simpatizo en varios aspectos con la mirada política de los “rojos” (sí, eso es para vos, Cristina “macartista” Fernández), pero lo veo así, y hasta creo que eso luego se vincula con cierto desprecio que muestran los sectores de la izquierda hacia lo “formal” y su acento sólo en lo contenidista. De ahí que se dé la paradoja de que en la película de Morcillo y Rath se haga permanente alusión a lo colectivo, pero el centro termine estando en un héroe individual, cercano a lo idealista, que termina imponiéndose frente a todas las dificultades, muy parecido al héroe clásico hollywoodense. El gran mérito de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, para el que no utiliza herramientas muy cinematográficas, es decir toda la verdad, de forma un tanto desordenada, pero también brutal y sincera. Y la verdad, un tanto resumida, es esta: a Mariano Ferreyra lo mató una patota sindical, avalada y coordinada por la cúpula de uno de los sindicatos más poderosos del país, para proteger sus negociados. Estos lo hicieron con total impunidad y desvergüenza porque tenían una aceitada relación con figuras de lo más alto del poder político, como el ministro de Trabajo Carlos Tomada y la viceministra Noemí Rial. Así, sin vueltas, sin adornos. Esa verdad, esa verdad que es política, también es para vos, Cristina.