El juego del miedo No dejo ni dejaré de tenerle cariño a Sam Raimi, a quien le debo momentos de cine alocados, con mucha inventiva y vocación por explorar los géneros, como en El hombre sin rostro, El ejército de las tinieblas, Rápida y mortal y Premonición. Incluso dentro de una trilogía a la que considero fallida, como es El Hombre Araña, no dejo de reconocer que hay una porción de riesgo, de personalidad, de un cineasta con un punto de vista sobre el cine. Por eso no deja de desilusionarme (y mucho) la remake de Posesión infernal, por todas las expectativas creadas. Coincido con lo dicho por Matías Gelpi en su crítica a favor de la película en que esta reversión es probablemente lo que Raimi quiso hacer en los ochenta pero no pudo por falta de presupuesto, tiempo, conocimiento, etcétera, con una actualización técnica y narrativa. Sin embargo, disiento respecto a algo que se desprende de su texto, y es la supuesta falta de ambiciones del film de Fede Alvarez. Me parece que Posesión infernal buscó posicionarse incluso antes de su estreno como una experiencia por fuera de la norma, incluso a partir de su eslogan (“la experiencia más aterradora que vas a vivir”). Hasta es llamativo cómo las imágenes promocionales son en extremo violentas, como si los realizadores detrás del proyecto hubieran querido resaltar cuán sangriento era lo que les esperaba a los espectadores. Pude ver hace poco la Evil dead original. No me gustan las conclusiones facilistas, donde siempre la primera versión es la mejor de todas y la nueva es por ende una porquería, pero debo reconocer que, con todas sus limitaciones, era una cinta repleta de ideas, con secuencias donde se trabajaban muy bien los climas y una violencia tan juguetona como perturbadora. Ya ahí se podía intuir que Raimi era un cineasta con una mirada distintiva en el género del terror. Me hubiera gustado poder decir lo mismo respecto de Fede Alvarez, más todavía porque el horror y el terror actual necesitan una renovación urgente, donde se apunte nuevamente a tener prioridad el contar historias y desarrollar personajes. Sin embargo, justo es esto lo que más falta en la nueva Evil dead. El director uruguayo sabe sobre puesta en escena, es conocedor sobre su oficio, pero está lejos aún de ser un autor. De hecho, apenas si es un buen artesano. De ahí que en el film nunca se pueda crear ningún tipo de empatía con los protagonistas, a pesar de que el relato pide justamente eso. Incluso es notoria la escasez de climas apropiados, salvo en contadas escenas, como la de la ducha. La película se limita a acumular tripas sobre tripas sin demasiado sentido, por lo que la escala de conflictos nunca adquiere verosimilitud. Lo que termina viéndose es un producto terriblemente inflado, pura cáscara. Posesión infernal es antes que nada una especie de significante vacío donde tanto los fanáticos como los sectores críticos pueden colocar todo lo que esperan de antemano: puede comportarse como un gigantesco y divertido festival de violencia; un vehículo para ver referencias a grandes maestros como Darío Argento; un modo de recuperación de la era dorada del cine de terror estadounidense; y un largo etcétera. Pero en realidad hay poco y nada de eso. Posesión infernal no posee ni la violencia con lectura político-social, como Arrástrame al infierno, ni la que inquieta e interpela al público, como su antecesora de los ochenta. El “terror” que termina desarrollando está mucho más cercano de lo que parece al de la saga de Saw o Hostel, con sus espectadores insensibles asistiendo a las diferentes instancias de crueldad como si estuvieran viendo pornografía de la peor, sin pensar realmente en lo que están mirando. No deja de resultar paradójico que Raimi, buscando revivir a esta saga de culto y por ende a una vertiente más clásica del género, termina cayendo él también en el posmodernismo violento y cínico. Quizás la fórmula no pasaba tanto por complacer a los fanáticos, porque esos fanáticos ya no son los mismos.
Un cineasta y su apuesta Juan Taratuto construyó una carrera vinculada a la comedia romántica con No sos vos, soy yo (2004), ¿Quién dice que es fácil? (2007) y Un novio para mi mujer (2008), que por ende hilvanó un horizonte de espectador que espera ver determinadas cosas cuando se le presenta un nuevo film del director. Sin embargo, con La reconstrucción, el realizador apuesta a romper con los esquemas previos y los prejuicios, dando un giro de 180º en su filmografía. Es que La reconstrucción es un drama hecho y derecho, casi sin humor (incluso las secuencias que podrían ser catalogadas como humorísticas están cimentadas desde una perspectiva dramática), que seguramente va a desconcertar a los que esperaban ver lo nuevo “del director de Un novio para mi mujer”. De hecho, es notorio el contraste entre el tráiler (que intenta vender una comedia con aspectos dramáticos, casi como una de las Historias del corazón, a ser presentada por Virginia Lago) y lo que se ve finalmente en el largometraje. El film arranca centrándose fuertemente en Eduardo (Diego Peretti), un trabajador de la industria petrolera terriblemente parco, inexpresivo y hasta mala leche en ciertas ocasiones, en el que se puede intuir un pasado doloroso. Ya Taratuto arriesga fuertemente desde el vamos, porque nunca sale del punto de vista de este personaje, jamás toma un descanso y por momentos el asunto se torna asfixiante. Y el tono continúa a pesar del avance del relato, con Eduardo teniendo que trasladarse de Río Turbio a Ushuaia para darle una mano a un antiguo amigo, Mario (Alfredo Casero), quien debe hacerse una operación impostergable y necesita que le cuiden tanto su negocio como su familia, integrada por su esposa, Andrea (Claudia Fontán) y sus dos hijas. Lo que sigue es tan lógico en sus giros que ni siquiera los giros del guión están muy marcados y la historia fluye casi como un río, con apenas un diálogo fuerte, donde Eduardo y Andrea dejan aflorar un poco de sus sentimientos. Incluso se percibe que el director pareciera interrogar, desde el lugar de alguien que conoce a la comedia al dedillo, a los códigos, herramientas y situaciones de las típicas narraciones dramáticas focalizadas en tópicos como la pérdida y la redención. Un ejemplo es una escena donde Taratuto utiliza la profundidad de campo, sosteniendo el plano, mostrando en el fondo a Andrea y sus hijas discutiendo por una tontería, mientras en primer plano se lo ve a Eduardo comiendo con cara de nada. Es evidente la intención primaria de mostrar la desconexión del protagonista con su contexto, pero hay además una voluntad de dialogar con lo esperable dentro del género dramático, como preguntándose si estas discusiones no son ya demasiado típicas en las familias en casos de pérdidas repentinas, si esto no está ya está demasiado transitado, si por ahí hay otras formas de contar esto, porque las familias e individuos no son siempre los mismos. La sequedad con que va manejando los acontecimientos le permite a Taratuto salirse de lo obvio, y eso se nota incluso en las actuaciones, ya que Peretti, Casero y Fontán también eluden las expectativas previas: los tres en ningún momento caen en el desborde y menos que menos en el chiste fácil, llegando a extremos en el caso del primero. También es cierto que este virtuoso medio tono por momentos se convierte en defecto: el film repite el estereotipo del sur argentino repleto de gente parca, con demasiados problemas a cuestas, y a la vez cuesta identificarse con el cambio en Eduardo y su reapertura hacia lo que le propone el mundo. No deja de ser llamativo que por momentos diera la impresión de que el director notara esto, y en consecuencia cae en algunas escenas y líneas en los últimos momentos que se podría decir que están de más, aunque nunca calificarlas como de trazo grueso. Primera obra realizada con su productora propia, aunque financiada por Telefé, La reconstrucción puede vislumbrarse como la película que Taratuto quiso hacer en este momento, su momento, contra viento y marea. Difícil que el film tenga éxito, pero no deja de ser un acto de saludable atrevimiento, mucho más interesante que la gran mayoría del cine argentino, más si tenemos en cuenta que proviene de uno de los máximos exponentes de la parte más industrial.
Carta por el retiro Estimado Steven Soderbergh: En realidad no sé a cuál Soderbergh le estoy escribiendo, porque estoy convencido de que usted es como Harvey “Dos caras” Dent, o como Dr. Jekyll/Mr. Hyde, pero aplicado al cine: puede pasar de lo independiente a lo mainstream, de lo interesante a lo intrascendente, de lo inteligente a lo idiota, de lo coherente a lo incoherente, de lo profundo a lo superficial, de lo estimulante a lo indignante. No deja de ser extraño que mis dudas aumenten a medida que usted acumula obras. En ninguna de ellas le puedo dejar de reconocer oficio, capacidad para la puesta en escena y habilidad para narrar. Y es por eso que se genera en mí, como espectador y como crítico, toda una paradoja: no deja de llamarme la atención su agudeza y voluntad de quiebre en filmes como Che: el argentino, Che: guerrilla y El desinformante, pero también su pereza e hipocresía creativa en Traffic o la trilogía de La gran estafa. Y aquí llegamos a Efectos colaterales, que supuestamente es su despedida. ¿En serio es su despedida? ¿De verdad? ¿Posta? No me estará macaneando, ¿no? Digo, porque ya venía amagando con retirarse desde Ahora son trece, pero eso fue hace seis años… ¡y en el medio hizo diez películas! Pero bueno, debo decir que la primera mitad de Efectos colaterales no deja de ser interesante. Usted le incorpora cierto nervio y claustrofobia al relato centrado en Emily (Rooney Mara), su incapacidad para superar la depresión a pesar de que su esposo, Martin (Channing Tatum), salió de prisión, y los efectos secundarios que generan en ella los medicamentos prescriptos por su psiquiatra, Jonathan (Jude Law). La narración busca deliberadamente la incomodidad en el espectador, sin resignar un alegato social sobre los manejos de las compañías farmacéuticas y las hipocresías profesionales de los médicos. Ahora, en un momento se produce un quiebre en la trama -que pasa a estar focalizada en el personaje de Jonathan-, y a la película le pasa algo similar a Contagio, que arrancaba criticando fuertemente a las instituciones públicas y privadas, para luego hacer un giro totalmente arbitrario y terminar reivindicándolas. Acá es aún peor: no sólo las instituciones a nivel familiar, judicial y de la salud quedan a salvo, sino que para que eso suceda, el film se convierte en un vehículo de actitudes machistas, homofóbicas y hasta misóginas. Las mujeres terminan siendo vistas como manipuladoras, mentirosas, materialistas o a lo sumo tontas. Incluso actitudes tramposas realizadas por personajes femeninos en los minutos previos y totalmente desacreditadas, son avaladas cuando las hace Jonathan. ¿Qué quiso hacer, señor Soderbergh? ¿Para qué reactualizar el tono de anteriores exponentes del machismo prestigioso, como Atracción fatal? ¿Por qué tantas vueltas de tuerca inverosímiles, que hacen recordar a cintas que ya ni siquiera se exhiben en el cable, como Sin rastro (que, oh casualidad, estaba escrita y dirigida por el guionista de Traffic)? ¿Qué pasó con el cineasta que concibió La traición? Ese era un film que conseguía presentar a una mujer en un relato de acción que no se tenía que convertir en un macho para pelear, disparar y enfrentarse a diversos obstáculos. Allí la acción se convertía en mujer de la mejor manera posible. En Efectos colaterales no. Ahí todo es conservadurismo vendido como independencia. Me dan ganas de decirle que no es forma de despedirse, señor Soderbergh. Que por ahí le conviene filmar algo más, para que su última obra termine siendo cerrando su carrera de forma más decente. O quizás no, tal vez lo mejor sea que se retire ya, sin vueltas. Cuando tengamos que recordar algo suyo, veremos La traición, El desinformante, el díptico del Che, Sexo, mentiras y video. Y ya está. El resto que quede en un piadoso olvido. Atentamente.
El caos (positivo) contra el orden (negativo) Hay films que desconciertan, que obligan al espectador a dejar pasar un tiempo, a digerir las imágenes, hasta acomodarse apropiadamente. Más si después hay que escribir sobre la película en cuestión. Algo así me sucedió con Anna Karenina, film que ratifica (una vez más) a Joe Wright como uno de los cineastas más interesantes de los últimos diez años, aún dentro de cierta irregularidad. Los dos primeros films de Wright, Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado, pueden ser vistos superficialmente como correctas adaptaciones de novelas británicas, con relatos fluyendo eficientemente. Pero eso sería un error, o como mínimo un diagnóstico superficial, porque desde el inicio el realizador, a través de la combinación pensada y elaborada de planos secuencia, planos detalle y planos generales, sumados a una inusual atención a los diálogos y la significación de los sonidos y/o música, va configurando un mundo, una mirada propia. Del primer error deriva el segundo, porque muchos juzgan a El solista y Hannah como obras desconcertantes y a la vez fallidas (en el sentido de “andá a saber qué quiso hacer este tipo con esto”). Y lo cierto es que estas películas, situadas en la contemporaneidad, sirven como trampolín para repensar o reafirmar contenidos y formas de sus predecesoras, dejando explícitas las obsesiones de Wright: las configuraciones políticas y clasistas de las sociedades que analiza, y cómo estas resuenan en nuestra vida cotidiana actual; la figura femenina como centro del relato, con sus sentimientos, sus virtudes y miserias, su posicionamiento frente a lo que dicta el contexto, su punto de vista incluso sobre el hombre (El solista vendría a ser una excepción, con sus dos protagonistas masculinos, aunque incluso ahí la mujer es determinante); e incluso la revisión de las reglas genéricas, con sus postulados ideológicos, marcos estéticos, estereotipos, construcciones narrativas y horizontes de espectadores. Pues entonces, ¿cómo entra dentro de todo esto Anna Karenina? Es más, ¿para qué llevarla a la pantalla grande, cuando ya tuvo tantas adaptaciones? La obra de Tolstoi es, en primera instancia, un trampolín que utiliza Wright para montar una puesta en escena en la que el dispositivo teatral es usado como base para las herramientas más utilizadas en su cine: el montaje y el plano secuencia como instrumentos sintéticos de la narración. En segundo lugar, como exploración de las fragilidades, el artificio y la hipocresía de un régimen como el zarista, que ya se estaba cayendo a pedazos, preanunciando el surgimiento de la revolución bolchevique. Pero finalmente (y principalmente), Wright filma Anna Karenina (y a la Anna que encarna Keira Knightley) como reafirmación de su propio (y personal) cine, que es esencialmente sobre el caos. Pero no el caos como algo esencialmente negativo, sino como algo positivo, enriquecedor, o al menos digno de ser pensado, porque viene de los impulsos individuales y/o humanos. En su filmografía, asistimos a historias con protagonistas que cuestionan lo establecido, que tiran patadas contra las estructuras. Puede pasar que esa alteración de las organizaciones sirva para volver hacia al final a un lugar similar, aunque no necesariamente de la misma manera, como en Orgullo y prejuicio; o que la acción de una persona repercuta en otras de formas inesperadas, como en Expiación; o que el encuentro de dos seres deje en evidencia las miserias de un sistema, como en El solista; o que las jerarquías se alteren, como en Hannah. O que suceda todo eso junto, como en Anna Karenina, con un adentro mecánico y opresivo, y un afuera liberador y sincero. Anna Karenina es la apuesta máxima de un realizador como Wright que, desde el orden, el detallismo, la perfecta estructuración, va hilvanando un progresivo caos. Toda una paradoja la de este director, cada vez más humano y humanista.
La familia McClane: quinta parte John McClane fue probablemente el primer héroe plenamente individualista, sin vueltas ni culpa del cine de acción estadounidense. Sus acciones ya no tenían como telón de fondo motivaciones vinculadas a la patria, la nación, la política o enemigos políticos de los Estados Unidos (como podían presentarse en films como Rambo, Desaparecido en acción o Comando), sino que estaban motivadas en lo más cercano y personal para el protagonista. En Duro de matar y Duro de matar 2, el objetivo era salvar a su esposa; en Duro de matar 3 – la venganza, era una represalia directa hacia su persona; en Duro de matar 4.0, todo terminaba pasando por rescatar a su hija; y ahora en Duro de matar: un buen día para morir, es su hijo el que está en problemas. Y como siempre en la saga de Duro de matar, McClane no sólo tiene que salvar literalmente al otro o a sí mismo, sino también recomponer su imagen para con los demás y consigo mismo. Lo suyo es la redención personal a través de la acción, inmolándose físicamente para recomponerse moralmente, porque es un tipo que fuera del trabajo, en la quietud que demandan el matrimonio o la paternidad, no da pie con bola. Aquí la novedad pasa porque el hijo no es una simple víctima y/o rehén, sino un espejo suyo más joven. Y cuando McClane vaya a Moscú a sacarlo de la cárcel, pensando que es un vulgar criminal, se encontrará con que el muchacho es un espía de la CIA y que está metido en una gran conspiración que podría adquirir carácter global. Si antes tenía a alguien a quien salvar, contando con la ayuda de algún compañero improvisado (Samuel L. Jackson y Justin Long, por ejemplo, en las dos últimas partes), aquí la posición de rehén se va disolviendo en la de compañero. Es así como Duro de matar: un buen día para morir se convierte rápidamente en una especie de buddy movie, esas típicas películas de acción con parejas disparejas, unidos a regañadientes por las circunstancias, que empiezan odiándose hasta que finalmente consiguen entenderse, subgénero que supo patentar con eficacia Arma mortal. Sólo que aquí todo el vínculo está transitado por las tensiones familiares propias de una familia de rudos como son los McClane. El film va mutando entonces en una comedia dramática familiar, donde los lazos se irán recomponiendo en el medio de los tiroteos, las explosiones y las piñas, sin ningún tipo de delicadeza (en una escena, luego de que el padre arroja una bomba que causa un tremendo estallido, el hijo le dice, obviamente a los gritos, “¡guau, que sutil!”). Apuntar a este esquema no tiene nada de malo, pero se necesita a un realizador con cierta capacidad. Y lo cierto es que John Moore (que hizo porquerías como Tras líneas enemigas y Max Payne, y sólo tiene en su haber algunos momentos rescatables de El vuelo del Fénix y la remake de La profecía) es un director sin talento para la narración, con cero sensibilidad y a lo sumo algunas ambiciones estéticas. En consecuencia, Duro de matar: un buen día para morir tiene poco para decir desde sí misma y se dedica a vivir de las anteriores entregas, comportándose en modalidad repetición, tal como hacía la segunda parte dirigida por Renny Harlin. Hay una excesiva recurrencia a los chistes y líneas ingeniosas de McClane y todo se nota demasiado calculado para captar la complicidad de los fanáticos de la saga. Eso no significa que Duro de matar: un buen día para morir sea mala, porque los cimientos construidos por sus predecesoras son tan sólidos que es realmente muy difícil arruinar a ese gran personaje que es McClane (al que Bruce Willis vuelve a interpretar de taquito). Sin embargo, se le nota mucho su carácter de mera secuela y relato de transición hacia lo que podría ser el retiro del personaje en la sexta (¿y última?) parte. De las audaces reflexiones sobre las corporaciones; una era donde el crimen ya no está motivado por la política sino por el mero afán de lucro; o las instituciones de seguridad inoperantes sólo quedan simples superficies. Lo que sí sigue importando es la familia.
Ese experimento llamado democracia Cuando finalmente se anunció que el proyecto del biopic sobre Abraham Lincoln tenía luz verde, me dio un poquito de temor. Es que Steven Spielberg es un genio de la narración, pero para imponerse siempre necesita de la velocidad, de la progresión constante. Y cuando le toca hacer la pausa y ponerse a pensar, suele trastabillar, no tanto por la falta de riqueza de sus pensamientos -como algunos señalan- sino por sus contradicciones ideológicas que se terminan trasladando a lo formal, como bien lo evidencian filmes como La lista de Schindler y Munich. Sin embargo, hay que decir que, sin ser una maravilla, Lincoln es toda una sorpresa, pero también una nueva confirmación de las capacidades de Spielberg, quien sigue, milagrosamente a esta altura, sin repetirse y siempre interesante. Y el cineasta lo logra mediante un procedimiento tan lógico como inusual dentro de estas producciones, que consiste en invisibilizarse como autor. Dentro de la película no aparecen esos descollantes planos secuencia, la cámara en permanente movimiento o el cuidadoso trabajo con la profundidad de campo que tanto caracterizan al director, y que hicieron acto de presencia en todo su esplendor en sus dos últimas obras, Las aventuras de Tintín y Caballo de guerra. Spielberg en cierta forma silencia su propio discurso personal a favor del discurso histórico. Es que Lincoln se trata menos de un realizador hablando sobre la Historia estadounidense, que la Historia hablando a través de un artista, que pone sus herramientas y conocimientos narrativos al servicio del relato. Pero de un relato que, irremediablemente, carga fuertes resonancias respecto al presente, a pesar de haber tenido lugar hace casi 150 años, porque claro, la Historia siempre tiende a repetirse. Esto no significa que Spielberg no tenga un punto de vista o que no quiera decir algo respecto a los acontecimientos vinculados a la Guerra de Secesión, la abolición de la esclavitud o el papel de los partidos republicano y demócrata. Pensar eso sería cuando menos ingenuo. Lo que sí hace es no trasladar de forma explícita su mirada del Siglo XX a esos personajes de la segunda mitad del Siglo XIX. Allí se diferencia fuertemente de, por ejemplo, el cine argentino histórico, que siempre carga a los protagonistas de los acontecimientos con una mirada contemporánea, como si supieran lo que va a pasar dentro de sesenta o doscientos años (ver sino los casos de Revolución: el cruce de los Andes, Belgrano, Juan y Eva e incluso Eva Perón). De ahí que el Abraham Lincoln de la película sea un hombre de una gran valía, de una enorme capacidad, inteligencia y carisma, pero principalmente un ser humano de su presente, de su tiempo, consciente de manera limitada de las consecuencias de sus actos, a los que apenas puede intuir simplemente porque lo contrario sería imposible. Y como la Historia no la hace un solo individuo, Lincoln es sobre el Honesto Abe y muchos más: todo un conjunto de figuras con sus propias perspectivas, que acompañan o entran en colisión -en mayor o menor medida- con las ideas del 16º Presidente de los Estados Unidos. Lincoln es entonces un filme coral, con muchísimos diálogos recitados mayormente en interiores (dándole un estilo casi teatral a la puesta en escena) que no cede en fluidez gracias a su compenetración con el ritmo de los sucesos. Sus reflexiones y planteos surgen con naturaleza práctica: el hecho de que los grandes procesos no los logran individuos sino conjuntos de personas; el Congreso como lugar potable para el debate y el intercambio de ideas, aún cuando las discusiones terminen siendo encarnizadas; la necesidad de evaluar los tiempos exactos necesarios para introducir cambios; la guerra como proceso no sólo sangriento, sino también de retroceso y estancamiento para las estructuras de una nación democrática; e incluso el paralelismo entre las divisiones internas de ese momento con las de la actualidad. Una comparación inmediata que surge al hablar del film de Spielberg (en especial para denostarlo) es con El joven Lincoln, aquella obra maestra de John Ford, con Henry Fonda como el prócer cuando todavía era un abogado iniciando su carrera. Y la comparación asoma, pero también en positivo, porque el niño viejo Steven ha aprendido (y mucho) del anciano gruñón Ford. Eso se nota especialmente en el humor pequeño, sutil y juguetón. Si el juicio donde se decidía la vida o muerte de un hombre en El joven Lincoln terminaba convirtiéndose casi en un espectáculo circense, con gritos, carcajadas y borrachos, en Lincoln la procesión para conseguir los votos necesarios para aprobar la Enmienda para la abolición de la esclavitud es una sátira de la política, donde se destaca un desopilante James Spader como el lobista W.N. Bilbo. Y la cuestión llega a extremos mientras se esperan las noticias de la batalla de Wilmington, donde Lincoln se pone contar la enésima anécdota y saca de quicio a uno de sus secretarios. Spielberg utiliza varios dispositivos fordianos y en su film vemos a varios personajes de una enorme riqueza (incluso cuando en ciertos casos sólo tienen algunos breves momentos de lucimiento), como Thaddeus Stevens (memorable Tommy Lee Jones) o Ulysses S. Grant. Lincoln llega en un año donde las elecciones presidenciales sirvieron para promover una reflexión hacia adentro por parte de los estamentos hollywoodenses, que se completó con films como Argo y La noche más oscura. A propósito de eso, no deja de llamar la atención que el análisis que se hace desde la Argentina sobre estas obras no tome en cuenta el lugar de origen de esos discursos. Esa tozudez en el punto de vista lleva a que, por ejemplo, José Pablo Feinmann, en un texto sobre el filme de Kathryn Bigelow, cite a Vivir al límite como “una glorificación de los desactivadores de bombas, todos héroes, todos sacrificados, todos tipos que arriesgan sus vidas por salvar las de los otros” (¿realmente vio la película? ¿Se habrá confundido y terminó viendo Desaparecido en acción? ¿Tantos años de filosofía para terminar diciendo semejante estupidez?). A ver, pensemos un poco: ¿qué se le puede pedir, seriamente, a un país como Estados Unidos a la hora de pensar su política interior y exterior? ¿A Hollywood? ¿Y a Spielberg, Affleck o Bigelow? Seamos serios, a lo sumo pueden alcanzar a criticar ciertos estamentos o metodologías, o a tratar (y decimos tratar, porque la concreción puede tomar un tiempo) de asumir ciertas responsabilidades, de forma limitada. Pero indudablemente van a seguir defendiendo la idea estadounidense de democracia (cimentada básicamente durante el Siglo XIX, con un fuerte peso del Poder Ejecutivo); concibiendo a Estados Unidos como la única nación con chances de erigirse como faro ético y moral a nivel mundial; autoconvenciéndose (e intentando convencer a los demás) de la grandeza de su país en los últimos doscientos años; contemplando a las naciones árabes como una potencial amenaza. Pedirles otra cosa sería como pedirle peras al olmo, ya bastante tenemos con el hecho de que, en muchos aspectos, son un país que a través de su cine se piensa (y mucho) a sí mismo, y eso le permite seguir dominando culturalmente en todo el globo. Lo mejor que se puede hacer es pensar cómo vehiculizan sus discursos, y Lincoln es una excelente oportunidad. Un film muy estadounidense, y a la vez, universal.
Lo que importa es ganar Resulta que Carlos Bianchi ha vuelto, en pos de vaya a saberse qué desafío, y todos vuelven a hablar maravillas de su capacidad como técnico y la inmensa cantidad de títulos que obtuvo en Vélez y Boca. Se usan términos como “efectividad”, “intensidad”, “solidez”, “regularidad”, “eficacia”, pero poco se dice sobre la vistosidad de sus equipos. Quizás porque no eran vistosos en absoluto. Claro, eran equipos recontra ganadores, pero la verdad que nadie hubiera ido por puro placer a la cancha a ver a esos campeones intercontinentales que ajustaban mucho las piezas en defensa, dependían de algún que otro talento individual en ataque, se sostenían bastante en unos cuantos fallos favorables de los árbitros y pocas veces realmente lucieron. Lo importante es destacar que ganaban, y mucho. Y tanto importa ganar en el fútbol argentino, tan bianchista se puso la cosa, que ahora ver un partido en la Argentina es malo no sólo para la salud óptica, sino incluso estomacal. Eso sin olvidar que hace veinte años que no se gana nada a nivel selección mayor y que hasta los juveniles están en franca decadencia. Algo similar sucede en la Liga Nacional de Básquet, donde el tricampeón Peñarol de Mar del Plata recibe todos los elogios, hasta el punto que algunos llegaron a señalar que es el “Barcelona del básquetbol argentino”. Se olvidan de mencionar la cantidad de veces que Peñarol ha perdido por escándalo con equipos que peleaban la permanencia; su dependencia crónica del tiro de tres; su récord bastante mediocre como visitante; o la forma en que influye en los árbitros y periodistas a través de algunos jugadores experimentados, un técnico bastante charlatán y dirigentes inescrupulosos. Por eso no sorprende que la Liga Nacional, tan aplaudidora de este modelo que consiguió resultados básicamente desembolsando exorbitantes sumas de dinero, sea terreno cada vez más fértil para partidos mediocres y haya aportado tan poco a la Selección Nacional en las últimas competencias, con sus jugadores más destacados (Campazzo, los dos Gutiérrez, Leiva, entre otros) sin conseguir tener incidencia dentro del plantel. Muchos dirán que mi razonamiento es producto de la envidia y rencor por ser hincha de Racing y Quilmes de Mar del Plata, pero no se trata de eso, sino de plantear cómo se van asentando ciertos paradigmas que son piezas esenciales en el panorama general. No sólo existen los equipos de Bianchi, sino también el Boca y el Banfield de Falcioni, el Arsenal de Alfaro o el Racing de Merlo. Y Peñarol no ha sido el único equipo poderoso en la Liga Nacional, pero uno ve a Atenas, Regatas, Obras o Lanús, y no se distinguen precisamente grandes ideas de juego. Todo esto viene a cuento de que El lado luminoso de la vida reproduce un esquema ganador no sólo en las entregas de premios de los Estados Unidos, sino también con las audiencias de todo el mundo. En su concepción vemos todos los elementos como para salir triunfando: el libro prestigioso y popular como material de base; el relato de ascenso desde lo más bajo hasta la redención personal, con un profesor (Bradley Cooper) que, luego de un quiebre mental y anímico, sale de una institución mental dispuesto a ponerse nuevamente en pie, con el objetivo final de recuperar a su esposa, mientras vive en la casa de sus padres; la aparición de una joven descontracturada (Jennifer Lawrence) que dice todas las verdades juntas y con la que el protagonista empezará una particular amistad; la familia disfuncional (a las que el director David O. Russell, luego de El ganador, ya filma de taquito), con padre fanático de los Philadelphia Eagles y adicto a las apuestas (Robert De Niro) incluido; un elenco sólido, que entrega algunas actuaciones que tienen destino seguro de galardones; un guión que va combinando casi mecánicamente la comedia con el drama, en pos de un mensaje edificante; y la producción ejecutiva de los Hermanos Weinstein, especialistas en eso del lobby e inflar films que luego de ganar decenas de galardones pasan rápidamente al olvido (¿Alguien se acuerda de Shakespeare apasionado o Chocolate? ¿Alguien se acordará en el futuro de El discurso del rey o El artista?). Es cierto que estos productos que mezclan la estética “independiente” con el contenido más hollywoodense muchas veces dan como resultado grandes films. También que El lado luminoso de la vida no es mala ni ofende. Es más, hasta se la podría calificar como “efectiva”, “sólida” o “intensa”. De hecho, ya ha ganado muchos premios, su impacto con buena parte de la crítica y con la mayoría del público ha sido positivo. Pero se le nota demasiado la necesidad de ganar, su extremo cálculo, sus mecanismos activados en el momento justo para conseguir lo que quiere. En el medio, pierde la pureza cinematográfica, el placer de entretener y conmover al espectador con las herramientas más esenciales, del mismo modo que los conjuntos de básquet y fútbol argentino han perdido la pureza deportiva y la preocupación por brindar un buen espectáculo. No deja de llamarme la atención cómo muchos que insultan a viva voz contra el cine estadounidense y sus películas calculadas para el Oscar, justifican casi irreflexivamente a esos equipos que ganan aún jugando de la peor manera, porque “hay que ganar como sea” o “la historia la escriben los ganadores”. Deben ser las contradicciones del sistema…
Azúcar rojo sangre En una misma semana llegan dos películas que buscan tratar de recuperar cierto disfrute puro de los géneros, haciéndose cargo de las mixturas, pero tratando a la vez de alejarse de la solemnidad o los argumentos enrevesados. Una es El último desafío, con Schwarzenegger retornando a su mejor forma en una cinta de acción con mucho también de western y comedia. La otra es Hansel y Gretel: cazadores de brujas, que como bien reza su slogan, le da un nuevo giro al clásico cuento de hadas. El giro en cuestión es en realidad un acto de sinceridad para con el material de origen. O sea, estamos hablando de dos hermanos pequeños que sin darse cuenta terminan en la casa de una bruja, quien los alimenta con el objetivo de devorarlos, pero a la que finalmente asesinan quemándola viva en un horno. No es precisamente algo lindo y bonito, ¿no? La verdad de la milanesa es que la delicada prosa de los Hermanos Grimm disimulaba la brutalidad del relato, pero dejaba entrever un mundo siniestro, donde lo desconocido era una amenaza y la fantasía era un agujero negro donde residían los peores temores, funcionando a la vez como un espejo deformado (o no tanto) de las opresiones y represiones de la vida rural en Europa. El film lo que hace es básicamente explicitar y poner en imágenes aquello que asomaba en el cuento, al que utiliza como punto de partida. Lo que vemos a continuación es a los dos hermanos ya crecidos y como expertos cazadores de brujas, las cuales existen y hacen estragos en distintas villas, secuestrando niños, realizando hechizos malignos y otras maldades por el estilo. Un gesto saludable de la película es nunca tomarse realmente en serio todo el asunto, sino apostar al disparate, convirtiendo al relato en un vehículo de acción muy sangrienta, sin ahorrar tampoco en comicidad, referencias pop e insultos varios, con una pareja protagónica que no teme en ningún momento putear y patear traseros. Pero además, Hansel y Gretel: cazadores de brujas no deja de lado el terror, convirtiendo los espacios familiares en atemorizantes, con efectos especiales y de maquillaje que por evidenciar su artificio no dejan de ser funcionales a un universo tan crudo como barroco. En este caldo de cultivo repleto de ingredientes pero sumamente apetitoso intervienen unos cuantos nombres propios de manera productiva. En primera instancia, el guionista y director noruego Tommy Wirkola, quien ya había demostrado previamente que no temía realizar combinaciones un tanto inusuales en Dead snow, una comedia de horror que presentaba un escenario con zombies nazis, y que aquí parodia en el buen sentido los cuentos de hadas, respetando sólo lo que vale la pena. En segundo lugar, los productores Adam McKay y Will Ferrell, quienes siempre se han caracterizado en sus creaciones conjuntas por abordar distintos géneros desde una mirada que repiensa y problematiza las reglas hollywoodenses, incluso desde lo ideológico. Y finalmente, al elenco, encabezado por Jeremy Renner y Gemma Arterton, pero completado además por Famke Janssen, Peter Stormare y Thomas Mann, todos en el tono justo y requerido. Con mucho espíritu clase B (aunque mayores recursos en la producción), pasión por la aventura y mucha sangre salpicando la pantalla, Hansel y Gretel: cazadores de brujas consigue recordarnos que los cuentos de hadas son tan funestos como divertidos. Diversión tan dulce como sangrienta.
Arnold, atleta de medio fondo En los Juegos Olímpicos uno se encuentra observando determinados deportes a los que en general nunca le presta atención, y aprendiendo cosas que normalmente no aprendería. Por ejemplo, con las pruebas de atletismo de medio fondo, como los 800 metros llanos, donde se puede ver cómo los velocistas van regulando sus energías, para terminar explotando sus velocidades en los últimos cien metros. Allí, lo que cuenta antes del “sprint” final, es la capacidad de resistencia para mantenerse en carrera, entre el pelotón de los primeros. Algo de todo lo mencionado anteriormente tiene El último desafío, la vuelta como protagonista de Arnold Schwarzenegger, quien demuestra nuevamente todo su oficio dentro del género de acción. Es que el film va arrancando de a poco, al trote, consolidando poco a poco la seguridad de su andar. En sus primeros minutos, podemos apreciar ciertas deficiencias en el relato, principalmente en algunos esquematismos en los personajes o situaciones. Aún así, le alcanza y le sobra para plantear la premisa sin muchas vueltas: un ex policía de Los Angeles (Schwarzenegger), ahora asentado como el sheriff de un pequeño pueblito fronterizo, se convierte en la última línea de defensa frente a un importante narcotraficante en fuga (Eduardo Noriega), quien ha armado un cuidadoso plan para huir a México. Para eso, contará con la ayuda de su inexperto equipo de alguaciles (Jaimie Alexander y Luis Guzmán), a los que se suman un ex combatiente de Irak y Afganistán (Rodrigo Santoro) y un desquiciado amante de las armas (Johnny Knoxville). Pero es en la última media hora donde El último desafío se pone realmente interesante, porque es ahí donde acelera el ritmo, de manera cada vez más pronunciada, sin detenerse en esas reflexiones tan profundas como redundantes, entregándose a la más pura diversión. Así la narración se convierte en un soporte para el delirio, con mucho humor, tiros, explosiones y peleas mano a mano de anticuado pero rendidor estilo, como hacía un rato largo no se veían. Además, los estereotipos pasan de ser lastre a un disparador para la fluidez de la historia: la subtrama romántica es agradable; los malos malísimos son los perfectos adversarios; y el delirante adorador de las armas es tratado con el cariño que corresponde para un tipo que es un tiro al aire. Mucho tiene que ver el director surcoreano Kim Jee-woon (A tale of two sisters, El bueno, el malo, el loco, I saw the devil), quien ya ha evidenciado su capacidad para alternar entre diversos géneros, y que aquí no sólo actualiza el cine de acción norteamericano de los ochenta y noventa, sino que también coquetea con la comedia más física y juguetona y, por supuesto, el western -a través no sólo de la trama, sino también del paisaje y la iconicidad-, con una perspectiva oriental de ciertos códigos occidentales. En un punto, lo que hace Jee-woon es similar a lo realizado por John Woo en los noventa en Hollywood: aportar su propio punto de vista, su filtro particular desde Oriente a los cánones preestablecidos de Hollywood. Schwarzenegger, al trotecito, reservando sus energías para el sprint de la última media hora de El último desafío, se va ubicando así en la misma posición que otras estrellas del género de los ochenta y noventa, como Stallone, Willis y Van-Damme, que piensan el cine que conciben, tanto a nivel estético, como cronológica y humanamente. Todos ellos están viejos y no lo esquivan: se hacen cargo de su vejez, de que ya no pueden pelear con las mismas energías de antes, pero que a la vez poseen la sabiduría de los pioneros y que esa sabiduría implica no sólo situarse en la contemporaneidad de forma melancólica, sino principalmente festiva, recuperando esa sana irreflexividad de los comienzos. Al fin y al cabo, el cine de acción, con sus vehículos volando en mil pedazos, tiroteos, persecuciones a gran velocidad y combates cuerpo a cuerpo siempre tuvo un componente lúdico y puramente imaginativo, muy cercano al delirio infantil y alejado de la verosimilitud estructural adulta. El último desafío busca recuperar eso, al igual que la saga de Los indestructibles. Una pena que la película haya sido un fracaso en los Estados Unidos. Quizás eso hable de que buena parte de los espectadores posmodernos sólo desea ver cosas “serias” y “trascendentes”, sin darse cuenta que entregarse a la fantasía destructiva es tan divertido como sano y/o liberador.
Balas de fogueo Si uno se pone a pensar en posibles referentes de las últimas décadas para Fuerza antigángster, por encima de films como La dalia negra, Caracortada o Los Angeles: al desnudo se impone Los intocables, no sólo por su lujosa y precisa reconstrucción de época, sino principalmente por su voluntad de construir una apología de la violencia de las fuerzas policiales en contraposición a la violencia gangsteril, donde el primer tipo de violación de la ley se ve justificado a partir de la supuesta escasez de alternativas y la superioridad moral que brinda lo “civilizado” contra la “barbarie”, factor que ha cimentado durante siglos la construcción de la nación estadounidense (y tantas otras naciones, como la Argentina). Ahora, Los intocables conseguía convertirse en un film no sólo problemático para el espectador más liberal, por la empatía que generaba con sus protagonistas y sus avatares, sino entretenido, complejo y hasta conmovedor por el tono épico que iba desarrollando. Para hilvanar una épica se necesita de todo lo que había en Los intocables: plena convicción en lo que se está narrando, un director como Brian De Palma en su mejor momento, con capacidad para filmar estupendos planos secuencia y escenas arrolladoras en su puesta en escena, como el homenaje a El acorazado Potemkin; un elenco estupendo al servicio de la historia (justo Oscar para Sean Connery incluido); un villano tan caricaturesco como apropiado para generar distanciamiento; un guión tan preciso como excesivo de David Mamet, con frases, diálogos y momentos inolvidables; y una banda sonora compuesta por Ennio Morricone que contagiaba al espectador del sentido heroico de la trama. El resultado era una película que transportaba al público a otra era, repleta de personajes más grandes que la vida y que hasta se daba el lujo de incluso problematizar y repensar su propio discurso épico, con sus mortales consecuencias, a través del personaje de Elliot Ness. Aquí es donde se empiezan a marcar las diferencias con Fuerza antigángster, film que nunca consigue sostener una narrativa aventurera, a pesar de contar con varios elementos a su favor: una escenario seductor como Los Angeles de fines de la década del 40; un elenco multiestelar (Josh Brolin, Ryan Gosling, Sean Penn, Emma Stone, Nick Nolte y unos cuantos más); y una historia de esas que son subterráneas pero que a la vez marcaron a fuego la Historia norteamericana. La película apenas si amaga a consolidarse como un buen exponente del género de acción gangsteril, pero ni para eso le alcanza, porque aún para ese objetivo mínimo se necesitan personajes y situaciones que salgan de lo maniqueo. Y eso nunca sucede en Fuerza antigángster, que es puro estereotipo, desde las frases supuestamente crudas pero impostadas, hasta un villano de cartón corrugado como es el gángster Mickey Cohen (muy mal Sean Penn, que actúa aquí tan feo como su cara), pasando por escenarios y situaciones esquemáticos al extremo (el Sargento O´Mara discutiendo con su teniente por desobedecer órdenes, el discurso aleccionador del jefe de policía Parker con el sargento asintiendo, el triángulo amoroso Cohen-Grace-Jerry construido con plasticola, la muerte del tipo con familia que se ve venir a cien kilómetros de distancia y no le importa a nadie, etcétera, etcétera). De ahí que el metraje del film avance a pura rutina, sin conseguir que el espectador se meta en ese gran juego de ajedrez sangriento que debió ser la lucha entre Cohen y esa pequeña fuerza parapolicial. Es cierto que Ruben Fleischer supo hacer esa excelente comedia de terror llamada Tierra de zombies y que aquí busca darle un giro moderno, especialmente desde la estética, al género gangsteril, utilizando el apoyo del director de fotografía Dion Beebe (quien ya resignificó Los Angeles a través de la cámara digital en Colateral). Pero Fleischer aún está lejos del talento que tuvieron realizadores como De Palma y nunca consigue sacar a Fuerza antigángster a flote, básicamente porque jamás se posiciona en un lugar específico: pasa del mero entretenimiento a la reflexión vacua sobre la violencia, o de la apología de la justicia por mano propia a una tibieza que haría sonrojar al más políticamente correcto. Y como siempre se conduce con culpa, con una voz en off innecesaria y redundante, la película termina exponiéndose a ser juzgada, por no hacerse cargo a fondo del alegato pro-mano dura que la atraviesa en muchos momentos. El no tener una ideología es también una forma de pararse políticamente pero Fuerza antigángster, ignorante de esto, termina cayendo en su propia trampa y mordiéndose la cola.