No llegar a ser ¿Para qué Jack Reacher: bajo la mira? ¿Cuál es el objetivo de hacer esta adaptación de la novela One shot, de Lee Child? La pregunta es fácil de contestar desde el lado del estudio Paramount, ansioso por construir otra franquicia, presentando a este ex policía militar frente a un caso en el que deberá develar qué hay detrás de la muerte de cinco personas a manos de un ex francotirador del Ejército. La serie de interrogantes está más que nada dirigida a Tom Cruise, y quizás pueda responderse a partir de la exploración de géneros que viene haciendo el actor, trabajando el policial (Colateral), la ciencia ficción (Guerra de los mundos), el drama político (Leones por corderos), la comedia (Una guerra de película), el biopic bélico (Operación Valkiria), la acción (Encuentro explosivo y Misión: Imposible – Protocolo fantasma) desde un lugar donde problematiza su posición de estrella bella y carismática. Con Jack Reacher (personaje) la desestabilización se da a partir de que la presencia física de Cruise es totalmente opuesta al imaginario del personaje (que mide casi dos metros), e incluso se puede apreciar cómo el actor busca deglutir al ícono literario, adaptándolo a su visión cinematográfica, aunque en varios aspectos no de la manera más acertada: de ahí que Reacher pase de ser un tipo de pocas palabras y emociones en los libros, a alguien que necesita remarcar todo a través del discurso hablado y el temperamento elevado en la pantalla grande. Se puede percibir que Reacher es esencialmente un tipo de acción, con algunos agujeros negros en su vida, pero a la vez esos enigmas nunca alcanzan la suficiente potencia para hacer al personaje verdaderamente atractivo, porque en cierto modo todo en él es explicado. Es un libro abierto, demasiado transparente para cautivar al espectador. Pero también puede pensarse el factor director/guionista, y más si tenemos en cuenta que Christopher McQuarrie ya viene trabajando con Cruise desde hace un rato (escribió el guión de Operación Valquiria) y que su pluma estuvo detrás del guión de esa maravilla llamada Los sospechosos de siempre. McQuarrie había debutado en la dirección con Al calor de las armas, un film un tanto fallido pero a la vez bastante entretenido e interesante, construido a partir de un relato que avanzaba sin pausa y con momentos de violencia inusitada. Sin embargo, acá el realizador está contenido, demasiado contenido en su tono, a pesar de que la sutileza a la hora de narrar lo favorecen en los primeros minutos, que son realmente muy buenos: allí comprime en un par de escenas lo que en otra película podría haber tomado media hora, con acertadas elecciones a la hora de construir la puesta en escena y un excelente trabajo con el sonido y la banda sonora. Pero luego no puede mantenerse a flote, recurriendo en demasiadas ocasiones a los diálogos redundantes, con un metraje que se extiende demasiado (los 130 minutos del film podrían haber sido 30 menos), más algunas bajadas de línea cargadas de obviedad (hay un monólogo donde Reacher se refiere a las frustraciones de la vida cotidiana que es bastante vergonzoso). Hay toda una apuesta de volver atrás en el relato, con un héroe sin respeto por la ley, una violencia seca y dosificada, y hasta una larga persecución que rememora bastante a films como Bullit y Contacto en Francia. El problema pasa porque, tras una superficie que aparentemente reivindica esa mirada hacia tiempos donde la acción era a menudo un vehículo para la reivindicación de la mano dura, Jack Reacher: bajo la mira es en verdad casi una película culposa de Cruise y McQuarrie, dos tipos que últimamente daban la impresión de no importarles un comino lo que pidieran en Hollywood. De ahí que la historia esté atravesada por personajes esquemáticos, que siempre deben explicarse, como la abogada defensora Helen (Rosamund Pike) o su padre y fiscal Rodin (Richard Jenkins), y que sirven como trampolín para hablar de otros valores, caracterizados por el idealismo y la corrección política, muy propios del nuevo siglo. Y si es cierto que la narración intenta poner esas perspectivas en crisis, con ese protagonista regido por su propia ética y moral que es Reacher, lo cierto es que este es un típico caso de “le faltan cinco pa’l peso”: hay una constante necesidad de justificar todas las acciones y decisiones del protagonista, y cuando eso sucede, se evidencia un serio problema en el film. Por eso son como un soplo de aire fresco el villano principal y su lugarteniente, encarnados con una gran solidez por Werner Herzog y Jai Courtney. De ellos sólo se arrojan ciertas pistas de sus orígenes, sus nombres y una motivación abstracta y concreta a la vez, como es la supervivencia. Son seres profesionales, de pocas palabras, conscientes de las chances de obtener una victoria o caer derrotados. Reacher viene de “reach”, que en inglés significa “alcanzar”. El término puede ser vinculado con el protagonista, debido a su capacidad y convicción para llegar a la verdad de los hechos, sin importar el costo. Sin embargo, Jack Reacher: bajo la mira no posee la misma certeza, quedándose a mitad de camino de la esencia de su personaje. Es un film que se queda sin nafta.
La escuela era un mundo El documental de Celina Murga, Escuela Normal, se adentra en los pasillos y aulas de un colegio de Entre Ríos, mostrando las interacciones entre alumnos, profesores y directivos, narrando los avatares de la elección del centro de estudiantes, las problemáticas diarias del edificio, las rutinas inquebrantables, los ritos instaurados, los debates a corto y largo plazo. Lo que consigue la directora, antes que nada, es un film muy entretenido y llevadero, especialmente porque hace aquello que parece muy difícil en el género: narrar (a veces pasa en los documentales que se convierten en grandes narraciones, este es el caso). A partir de la mirada que aporta Murga en Escuela Normal, no sólo se logra ese saber contar que lo hace tan fluido, sino que además surgen personajes estupendos como el de la rectora, que se convierte en una máquina que no para y hace cincuenta mil cosas a la vez: por ejemplo la escena donde va interrogando a diferentes chicos para averiguar quién tiró unas bombitas de agua es hilarante. Hay que remarcar que sin ser una maravilla, este documental resulta un atractivo esbozo de lo que podría ser una temática, un espacio memorable a analizar, pensar y disfrutar, como es el de la escuela secundaria. Y además logra lo más importante y a la vez difícil: introduce el cine en un lugar tan cotidiano como inasible de nuestras vidas. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el BAFICI.
¿Para qué volver a la Tierra Media? El regreso de Peter Jackson a la Tierra Media con El hobbit: un viaje inesperado es digno de ser analizado en función al legado dejado por la trilogía de El señor de los anillos (tanto la obra de J.R.R. Tolkien como la adaptación cinematográfica) y a la filmografía de Jackson. El problema es que tiene poco y nada para ser analizado por separado. No tiene vida propia. Tomar esta primera entrega para pegarle gratuitamente a El señor de los anillos sería tan arbitrario como cobarde. Pero no está de más señalar que con los años y nuevas visiones, esa trilogía que catapultó a Jackson como cineasta de renombre ha envejecido un poco, o al menos la ha puesto en un lugar más terrenal. Los tres films eran permanentes juegos de tensiones entre el método descriptivo y pausado -por momentos demasiado, en especial en las primeras cien páginas- de Tolkien y el estilo avasallador del director. Tolkien era un escritor que iba concibiendo su mundo a partir de las pequeñas representaciones, que evocaba o eludía la acción, que iba construyendo las lógicas y causas que llevaban a sus personajes hasta los clímax épicos. Jackson es un promotor de la épica permanente, de los grandes planos, de las grandes batallas en toda su magnitud. Era en Las dos torres donde las dos vertientes narrativas convergían de la manera más acertada, más que nada porque era en ese libro que Tolkien ponía toda la carne en el asador y Jackson conseguía hacer fluir todas las tramas y subtramas. Ese film era y sigue siendo excelente, un clásico instantáneo. Distintos eran los casos de La comunidad del anillo, que caía en unos cuantos pozos, y de El retorno del rey, que fallaba al tener que cerrar todas las historias dentro de la gran historia. Pues bien, El hobbit: un viaje inesperado funciona como una revisita a la Tierra Media, pero sin mucho sentido, como un grandes éxitos para seguir vendiendo entradas. En el mundo literario, El hobbit poseía sentido porque era un prólogo a El señor de los anillos. En el ámbito cinematográfico, es una mera plataforma para volver a ver a muchos personajes ya conocidos, antes de que llevaran a cabo grandes hazañas, en sus comienzos no tan interesantes. Y encima Jackson comete un error en el que no había incurrido con la primera trilogía, estirando un solo libro a tres películas, algo que ya previamente se podía intuir como un alargamiento innecesario, y que con Un viaje inesperado ya va confirmándose. Si en el guión de El señor de los anillos se dejaban personajes de lado, como Tom Bombadil, y se recortaban capítulos enteros, como el de El saneamiento de la Comarca, en función de la progresión del relato, en esta precuela se introducen figuras emblemáticas que están ahí para deleite de los fanáticos y no mucho más -Saruman, por ejemplo- o se introducen pasajes que estancan la película -en los minutos que transcurren en Rivendel pareciera que se detuviera el tiempo en el peor sentido, como confirmando que los elfos pueden llegar a ser una maldición para el cine-. Aún queda una duda, vinculada a la filmografía de Jackson. Es cierto que luego de la multitud de elogios que recibió por El señor de los anillos, el realizador vio como sus dos siguientes films, King Kong y Desde mi cielo, no cumplieron con las expectativas comerciales y de crítica (de hecho, la adaptación del libro de Alice Sebold fue un fracaso en ambos frentes). Quizás eso lo llevó a un retorno a lo seguro, a lo ya conocido, también obligado porque Guillermo del Toro, quien iba a ser el director original, se bajó por las demoras en la producción. Pero esta explicación se desbarata bastante cuando vemos cómo los planes iniciales de hacer dos films mutan en tres. Más aún cuando contemplamos Un viaje inesperado y lo que vemos es un film que representa un estancamiento e incluso un retroceso para el cineasta, incluso desde el manejo de los efectos especiales, que lucen muy artificiales y no terminan de convencer. El hobbit: un viaje inesperado no es mala, porque en ciertos momentos logra apoyarse en la trilogía que le ha precedido en el tiempo, volviendo a meter a los espectadores en un mundo ya familiar; con algunos personajes más que interesantes desde su ambigüedad, como Bilbo (siempre debatiéndose entre la comodidad y la inmersión en la aventura, aprendiendo de a poco a dejar fluir su nobleza) y Thorin Escudo de Roble (que no será Hombre, pero combina el liderazgo desde el exilio de Aragorn con el aura trágica de Boromir); y momentos de humor muy logrados, casi siempre saliendo desde los enanos. Aún así, es una cinta que no consigue respirar con vida propia, y que depende demasiado de sus predecesoras y las futuras entregas. Nota personal: espero con más ansia al 2015 por la visión de Jackson de Tintín en Prisoners of the sun, que por The desolation of Smaug y There back and again.
Locura melancólica Martin McDonagh, realizador de Sie7e psicópatas, antes dirigió Escondidos en Brujas, comedia negra protagonizada por Colin Farrell, Brendan Gleeson y Ralph Fiennes, en la que el humor funcionaba como disfraz de la tristeza de un conjunto de personajes tratando de encontrarse a sí mismos en una ciudad de cuento de hadas, sin lograrlo del todo. El film jugaba al caos en la narración, con un rumbo no del todo definido durante buena parte del metraje, hasta que no le quedaba otra que tomar una decisión. Cuando finalmente lo hacía, el relato decantaba en un tono bien oscuro y sangriento, que en un punto era coherente con la historia previa de los protagonistas, pero que a la vez no dejaba de ser excesivo. Con Sie7e psicópatas, McDonagh repite tonos y configuración de los personajes, pero con una escala y estructura bastante más ambiciosa. A la vez, redunda en defectos y virtudes, lo cual no le quita interés, en especial porque el cineasta es capaz de aportar una visión que no es original sobre Hollywood, pero que combina acertadamente el sarcasmo con el cariño. Hay algo de Quentin Tarantino, otro poco de Guy Ritchie, un toque de la mirada sobre el espectáculo de George Clooney, bastante del cine independiente norteamericano más ácido, sin que eso le quite a McDonagh personalidad y vuelo propio. El relato se centra en Marty (otra vez Farrell, con esa cara de eterno sorprendido que en la vertiente cómica le funciona bastante), un guionista con crisis creativa al que le cuesta avanzar un montón con una historia titulada, obviamente, Siete psicópatas. Tan trabado está, que ni siquiera se le ocurren los siete psicópatas del título. Casi de la nada, queda metido en el medio de un lío de proporciones, cuando unos amigos (Sam Rockwell y Christopher Walken), quienes se dedican al secuestro de perros, apareciendo y cobrando luego las recompensas ofrecidas por sus dueños que los creen perdidos, secuestran al perro equivocado: un shih tzu perteneciente a un jefe mafioso (Woody Harrelson) que no puede vivir sin su mascota y está dispuesto a matar a quien sea para recuperarlo. Este embrollo le permitirá a Marty, paradójicamente, ir hilvanando ideas para su guión. McDonagh va construyendo un clima muy lúdico y reflexivo sobre las voces narrativas, el armado de cuentos, las deconstrucciones y deformidades de las narraciones, el papel que juegan el guionista, las nociones de realidad y verosimilitud en la industria cinematográfica estadounidense. Al mismo tiempo, va escalando los niveles de enajenación pero como instrumento, nuevamente, para traficar una persistente tristeza, derivada de la sensación de pérdida y carencia de rumbo en los protagonistas. Un ejemplo muy fuerte es el personaje de Rockwell, quien pasa de la arbitrariedad en sus acciones y discursos (la hilarante secuencia en que inventa sobre la marcha un final para la película de Marty está entre lo mejor del año) a la fuerte conciencia de que está por fuera de todo, descolocado respecto al mundo en que pretende desenvolverse. Sie7e psicópatas es como una montaña rusa discursiva y audiovisual, con algunos momentos memorables y otros donde no hay más idea que el caos absoluto, e incluso cierta pereza creativa, como si McDonagh, contagiado por los personajes que creó, no pudiera encontrar un rumbo e improvisara sobre la marcha. Pese a todo, la energía que le imprime a la narración, más un sólido elenco consiguen que la película y su ambigüedad permanezcan en la memoria del espectador.
Escuela Malpaso Muchos ya se están preguntando quién será el sucesor de Clint Eastwood. Y mientras algunos ya apuntan a Ben Affleck, el viejo Clint ya le va dando espacio a sus discípulos en su productora Malpaso. Uno de ellos es Robert Lorenz, quien fue su asistente de dirección en films como Millon Dollar Baby, Río místico, Deuda de sangre, Jinetes del espacio y Medianoche en el jardín del bien y el mal. Con él concreta su retorno a la actuación en Curvas de la vida. Se nota, y mucho, que Lorenz ha aprendido las lecciones de Eastwood. En primera instancia, por el relato que elige contar: la historia de un reclutador de talentos en el béisbol, Gus, que está perdiendo la vista y por ende la habilidad para detectar a las próximas estrellas, que termina embarcado en un viaje con su hija (Amy Adams, quien sale perfectamente airosa del desafío que era medir fuerzas con una leyenda como Clint) donde se jugará la última chance de descubrir a alguien destacado. Aquí se concreta una vuelta al espíritu más genérico de Eastwood, alejado de sus películas más ambiciosas y testamentarias de los últimos años, como Río místico o Invictus, y más cercana a otras cintas donde prevalece más la voluntad de desarrollar personajes, como Gran Torino, Deuda de sangre, Jinetes del espacio o El principiante. Eso no significa que Curvas de la vida no sea un film donde no se pueda rastrear un diagnóstico sobre ciertos esquemas sociales. De hecho, se la puede relacionar perfectamente con El juego de la fortuna, gran película con Brad Pitt estrenada el año pasado: ambas vienen a problematizar ciertas nociones imperantes en el deporte (y en la sociedad toda) vinculadas al éxito inmediato, las nuevas tecnologías y el pensamiento corporativo, para proponer una vuelta a la pureza de la competencia, la confianza en el trabajo de campo y la confianza en la palabra dada. Pero más que nada, Curvas de la vida es un relato de aprendizaje. De aprendizaje y reconciliación. Lorenz vuelve a tomar elementos de la filmografía de Clint, mixturando capas de análisis. Y el esqueleto termina siendo la progresiva reconstrucción del vínculo entre un padre y su hija, casi como una remake en el plano deportivo de Poder absoluto. Para esto, el realizador deposita su confianza (y acierta al hacerlo) en un gran elenco, donde también se destacan Justin Timberlake (quien definitivamente va camino a ser un muy buen actor) y John Goodman. Es cierto que la película cae en unos cuantos esquematismos sobre el final, con algunas resoluciones apresuradas, y al presentar a los villanos, en especial con el personaje interpretado por Matthew Lillard, un ejecutivo del equipo de béisbol para el que trabaja Gus, que busca echarlo a toda costa. Pero esto no deja de ser algo habitual en el cine made in Eastwood, al que en realidad le importan más los “buenos”, los pequeños héroes de sus pequeñas historias, con sus defectos y virtudes, sus aciertos y desaciertos, sus miedos y los riesgos que se atreven a correr. Y Lorenz, por ahora, es un Eastwood pequeño, buscando aún definir su autonomía como cineasta.
Iluminados por Néstor 1-Uno, frente a películas como esta, con toda su carga social, política, cultural, tiene determinados deberes. El primero de ellos es el respeto por los que seguramente no piensen como uno. Viviremos en democracia, pero eso no nos habilita a decir lo que se nos canta, sin fundamento, sin medir el nivel de agresión. Y yo la verdad que tengo mucha gente cercana que banca muchas de las cosas del proceso político kirchnerista: amigos, compañeros de facultad, gente que trabaja en FANCINEMA. Y a todos ellos les debo respeto, porque aparte respetarlos implica también respetarme a mí mismo. Espero, con este texto, estar a la altura de las circunstancias. 2-Para empezar, no está mal hacerme cargo de mi propia historia, porque no nací de un repollo, tuve mis errores y aciertos, mis avances y retrocesos, y de todo debo hacerme cargo. En 2003, voté a Néstor Kirchner. Lo hice básicamente (o más bien únicamente) para sumar un poroto más al objetivo de que no volviera Menem. Voté por miedo, voté en contra de alguien. No me gustó nada votar así. Era mi primera votación, mi debut en las urnas (aún no había cumplido 20 años) y me sentía muy amargado. Me propuse, a partir de ahí, no volver a votar en contra de nadie, sino a favor de algo, aunque sea medianamente. No estoy seguro de haber cumplido con esa premisa totalmente. Fui uno más de los sorprendidos y de los que vivió lo que muchos llaman la “primavera kirchnerista”, ese año y pico en que creíamos que ese tipo llamado Néstor, llegado de Santa Cruz (¿dónde demonios quedaba Santa Cruz? ¿Arriba o debajo de Chubut?) era alguien distinto y podía realmente cambiar las cosas. Esa ilusión me duró hasta antes de 2005, cuando el kirchnerismo empezaba a evidenciar que no se iba a desprender del aparato justicialista. Después voté a otros candidatos, siempre del ala del centroizquierda y la izquierda. Durante la crisis con la Mesa de Enlace me sentí más inclinado a apoyar al Gobierno nacional, a pesar de que pensaba que estaba manejando muy mal el asunto. Cuando perdió las elecciones de 2009, pensé que era un ciclo terminado, destinado a tratar de estirarse hasta 2011, y me equivoqué rotundamente. Cuando murió Néstor Kirchner, a diferencia de unos cuantos (ajenos y propios al Gobierno) que imaginaban un final prematuro, aventuré que Cristina Fernández iba a salir adelante, no sólo por cierta fortaleza e inteligencia que percibía en ella, sino también (y acá debo admitir que me brota lo cínico) porque siempre he intuido que en la política las muertes son una plataforma notable para agrandar lo bueno y esconder lo malo. Y creo que no me equivoqué. Hoy al proceso kirchnerista lo veo agotado, no tanto en poder político como en capacidad de innovar en la agenda política. Sólo el futuro va a decir si me equivoco o no, y deberé hacerme cargo de eso. Del kirchnerismo me quedo con el armado de la Corte Suprema, cierto impulso a determinadas causas y nociones vinculadas a los derechos humanos, el matrimonio igualitario. La asignación universal, la ley de medios, el Fútbol para Todos, la reestatización de las jubilaciones, la Reforma Política nacieron para mí de conceptos virtuosos pero que no fueron bien concretados, enviciados por los procesos. Las Leyes Blumberg, la Ley Antiterrorista, la reforma del Consejo de la Magistratura, la intervención en el INDEC, la última reforma laboral, las alianzas con los peores poderes sindicales, empresariales y políticos sólo merecen mi repudio. 3-El año pasado, más precisamente el 25 de julio, falleció Juan Carlos Seijas, mi padre. Tenía 60 años. Un día, a fines de mayo, me comentó que tenía la mano con un calambre permanente. Una semana después lo internaron, luego de detectarle un tumor. Le diagnosticaron cáncer y menos de dos meses después había muerto. Era un muy buen tipo, con todos sus defectos y virtudes, que pareció intuir que estaba en sus últimos momentos y se la pasó despidiéndose. Tuvimos nuestros altibajos, pero creo que para el momento de su muerte los habíamos superado, y hasta podíamos bromear sobre nuestras diferencias. Desearía que siguiera por acá, que hubiera conocido a mi novia, que me hubiera visto recibirme, pero bueno, la vida es así. Hace un par de semanas fui a su departamento, que ahora lo ocupa mi hermana, para probarme alguna ropa de él que todavía está por ahí. La cosa es que Juan Carloncho era un tipo de buen gusto, prolijo al extremo y tenía muy buena ropa. Pero había un problema: el muy maldito usaba la ropa como dos talles más de lo que correspondía. Entonces yo, que tengo un tamaño similar, me pongo una campera suya y termino pareciendo un miembro de la tripulación del Apolo XIII. O una camisa, y puedo pasar por el compañero latino de Don Johnson en División Miami. Cuento esto porque las muertes de los seres queridos muchas veces nos hacen idealizarlos, ponerlos en un pedestal, cuando siempre estamos hablando de personas que hicieron lo que pudieron, que tuvieron sus momentos buenos y malos, que sólo alcanzaron lo extraordinario, valga la paradoja, desde lo cotidiano. Y surge además la tentación de quedarse detenido en esa muerte, que pasa a guiar todas nuestras acciones y pensamientos. No soy un genio de la vida ni mucho menos. También entiendo que cada uno lidia con la muerte como puede. Pero sí estoy seguro de que lo más sano pasa por no congelar (y congelarse) en esa muerte, por permitirse seguir adelante. La herida no se va a ir, el dolor en un punto va a permanecer, porque la ausencia es irremplazable, el vacío imposible de llenar. A la vez, se debe permitir que esa herida cicatrice, haciendo que la muerte permanezca en nuestra memoria sin que por eso invada y defina nuestras existencias. 4-Debo decir que cuando empecé a ver a la presidente Cristina Fernández aferrándose a su vestido negro, evocando a Néstor a cada rato o pasando a recalcar que su apellido era Fernández de Kirchner (cuando antes se esforzaba por no parecer la Señora de), o a Ricardo Alfonsín usando los trajes de su padre Raúl (por más que le quedaran apretados), no pude evitar que mi sarcasmo saliera a la luz. Y me encontraba (y sigo encontrándome) haciéndome chistes internos: “¿no tendrá calor con esos trajes negros, con el sol pegándole a la tela negra? ¿Es Fernández o Fernández de Kirchner? ¿Si uso los calzoncillos de mi padre, eso tendrá algún significado espiritual?”. Creo que me salen esas expresiones porque, como dije antes, no me parece sano el aferrarse tanto a la muerte. Y como también dije antes, no soy un genio de la vida, pero he sabido seguir adelante. Eso no me hace un tipo súper maduro. Simplemente es lo que corresponde, creo yo, para uno y para los demás. 5-Un amigo me dijo hace no mucho, a propósito del segundo aniversario de la muerte de Néstor Kirchner, que “estamos asistiendo a la construcción del mito, de ese mito que se va a evocar décadas después”. Mi relación con la construcción de los mitos es ambigua. En algunos sentidos, creo que pueden generar cosas positivas en la gente, pero a la vez caer en una vocación de verdad absoluta que trasciende lo social hasta meterse en la intimidad de las personas. Esto lo noto mucho en el mito y la iconografía kirchnerista, que puede inspirar a mucha gente de forma virtuosa, pero que también en numerosas ocasiones extiende sus tentáculos hasta todos los aspectos de la cotidianeidad, con una pretensión de verdad innegable alarmante. Se parece mucho, demasiado, a una religión, en el sentido más institucional del término. 6-En lo personal, hay dos cuestiones vinculadas al Néstor mitológico que me irritan personalmente, en lo íntimo de mi ser. La primera es cuando se habla de “su Racing”. ¿Su Racing? ¿Era propietario Néstor de Racing? Yo creo que Racing es de todos (incluso cuando estaba gerenciado): mío, de mi hermano, de mi viejo, de todos los hinchas, de toda la gente del club. No de los barras bravas, de la Guardia Imperial (a la que Néstor elogió y bancó, llamando a sus miembros “amigos”). De esos energúmenos, Racing no es. La segunda es la construcción de la figura del Nestornauta y la apelación al “héroe colectivo”. El Eternauta fue, es y será una historieta con la que crecí, crezco y seguiré creciendo, a la que amé, amo y amaré. Que se la utilice de manera partidaria, sin comprenderla y analizarla de forma pertinente, me revuelve las tripas. 7-La idea de un documental sobre Néstor Kirchner, concebido desde bien adentro de las fuerzas kirchneristas, desde el comienzo me hizo ruido. No tengo problema en que se quiera realizar una obra respecto a su vida, pero creo que debe venir con una carga de pensamiento profundo. La Argentina es un país donde las heridas tardan en cicatrizar. Más de treinta años después de la muerte de Perón, a casi setenta del nacimiento del peronismo, todavía hay mesas donde discusiones vinculadas a esos temas pueden terminar a las piñas. Creo que es porque hay gente que vivió esas épocas y tienen opiniones contrapuestas: muchos dirán que la calidad de sus vidas se elevó como nunca antes, pero mucho otros dirán (como mi abuelo, por ejemplo, que terminó como preso político), que fueron perseguidos y la pasaron muy mal. En ambos casos sus opiniones serían atendibles, y a la vez irreconciliables entre sí. Con el kirchnerismo pasa algo parecido. Muchos podrán sostener que fueron escuchados y atendidos por primera vez en mucho tiempo (pienso en las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo), pero otros (como los familiares de los muertos en Once, o los trabajadores del INDEC) dirán que les cerraron las puertas, que los oprimieron y reprimieron. El nombre de Néstor Kirchner no causa precisamente unanimidad, y hablar sobre él constituye un desafío retórico y lingüístico de proporciones. 8-Desde antes de ver el film, debo admitirlo, ya tenía unos cuantos prejuicios. No sólo por la cuestión de abordar a una figura histórica tan actual. En primera instancia, no tenía las mejores referencias sobre Paula de Luque, de quien me habían dicho que su largometraje Juan y Eva nunca conseguía salir de lo esquemático cuando pensaba los procesos históricos. Luego, por la cantidad de salas en que se iba a estrenar la película: en un país donde muchísimos films deben esperar demasiado tiempo para estrenarse, y cuando lo hacen llegan a una o dos salas, lanzándose hasta cuatro o cinco al mismo tiempo (y por ende, pisándose), que Néstor Kirchner, la película arribe a más de 120 cines no sólo es una exageración en la muestra de poder político y comercial, sino hasta una táctica monopólica desde el Estado: es una acción muy al estilo Clarín. Finalmente, el eslogan: “la historia del hombre que cambió la Argentina”. ¿Tan seguros estamos de que la cambió? ¿La cambió para bien o para mal? Y principalmente ¿por qué un film concebido desde las entrañas de un “movimiento” (y recalco la palabra movimiento, porque es muy importante) sostiene que a un país lo cambió UN hombre, apenas UN hombre? Creo que lo último me hace mucho ruido porque soy de los que piensan que a las naciones y sus rumbos los cambian las masas, los movimientos, los pueblos tomando conciencia de su poder colectivo, a lo sumo liderados por personas destacadas. Líderes de procesos, proyectos y movimientos, sí. Héroes, no. 9-Habrán notado que hasta ahora no he escrito una línea del film en sí. Eso sucede porque en la película hay poco y nada de cine. Néstor Kirchner es un film que no confía en sus propias imágenes, en el poder que ellas poseen a nivel espacio-temporal. Siempre necesita de la música de Santaolalla, de sonidos artificiales en off, de la repetición y el subrayado, delatando además que no confía en las capacidades y formaciones de su público. Como no puede alcanzar cualidades cinematográficas, se dedica a tratar de imponerse como una verdad indiscutible, presentando villanos absolutos (el Proceso, Bush, Clarín, Magnetto, la Mesa de Enlace, Cobos) y un prócer sobrehumano (porque nunca se lo ve en su real faceta humana), a los que nunca se toma el trabajo de analizar dentro de los procesos históricos. Lo único que hay son afirmaciones tajantes, siguiendo las mismas pautas autoritarias desde lo temático y lo sentimental de Iluminados por el fuego. 9-Aún así, dentro del esquema de razonamiento según el cual N.K. fue una especie de superhéroe enfrentado a terribles enemigos, frente a los cuales siempre hizo lo correcto (de hecho, nunca se equivoca, todas sus acciones están justificadas), a esa grandilocuente respuesta que es el documental se le escapa la tortuga, dejando, valga la paradoja, unas cuantas preguntas: ¿qué pensaba Kirchner de Alfonsín? ¿Cómo manejó, siendo gobernador de Santa Cruz, la relación con el Gobierno nacional de Menem? ¿Dónde estuvo y qué hizo durante el 2001? ¿Cómo evolucionó su relación con Duhalde? ¿Qué pensaban de él sus rivales políticos (el film sólo presenta amigos, compañeros, aliados, y hasta se da el lujo de mostrar una breve pero innecesaria entrevista a Gioja)? ¿Y por qué no se dice nada del matrimonio igualitario? En una entrevista aquí publicada, Paula de Luque aseveró que su documental es no sólo para los kirchneristas, sino también para los no-kirchneristas, porque busca retratar al Néstor militante y su historia dentro de la Gran Historia. Debo decir que, lamentablemente, es todo lo contrario: ni siquiera es útil para los militantes K, porque jamás piensa a su líder en el contexto histórico nacional, regional y mundial. Es, a lo sumo, otro engranaje de una propaganda partidaria cada vez más encerrada en sí misma. 10-Hay dos secuencias bastante indignantes en el documental (y acá no me queda otra que meterme de lleno en lo político). Me refiero primero a una de las secuencias finales, en las que se juntan a varias personas que a lo largo del relato contaron historias personales en las que Kirchner tuvo un papel preponderante, sacándolos de la miseria y devolviéndoles las esperanzas. Ese grupo de repente mira hacia el cielo, desde donde empiezan a caer panaderos, casi como si estuviera nevando. Entendí la metáfora y la intención poética: allá, en el cielo, está Nestor, el Nestornauta, quien le cumplió al pueblo todos sus deseos…. También entiendo lo siguiente: es una idea obvia, fea, mal filmada y, principalmente, con un peligroso sentido paternalista. La otra es la peor de todas, y ya se ha dicho mucho, pero no viene mal volver a mencionarla. Me refiero al montaje de las vías de tren donde aparece sobreimpreso el rostro de Mariano Ferreyra (con la voz en off de un noticiero que informa que la muerte del militante del Partido Obrero se dio en circunstancias de enfrentamiento entre fuerzas sindicales), para luego seguir con las imágenes de la muerte de Néstor Kirchner. Las intenciones son palpables: vincular a ambos como militantes, decir (gritar más bien) que la muerte de Mariano impactó tanto en Néstor que le ocasionó la muerte. Pero no fue así. No, no, no. NO. Néstor se murió en su casa, de un ataque cardíaco, rodeado de sus seres queridos. A Mariano lo asesinaron a sangre fría, de la forma más miserable. No fue en un enfrentamiento, fue en una carnicería, donde las armas y la convicción plena de matar estaban de un solo lado. Y hay que lavarse la cara con cemento para no reconocer las enormes responsabilidades políticas (y hasta penales) del Gobierno nacional en esa muerte. Hubo un jefe de Gabinete llamado Aníbal Fernández que dijo que la policía había actuado de la forma correcta, para luego comprobarse que habían dejado la zona liberada; un ministro de Trabajo dialogando por teléfono con José Pedraza, el ideólogo principal de la masacre, para ver cómo arreglaban el asunto sin alterar los esquemas de poder; y toda una serie de fotos, reuniones y actos que prueban los estrechos vínculos entre la pata sindical y la pata política. Hay verdades que son ineludibles y que no pueden reescritas con los codos. No hay derecho. NO HAY DERECHO.
La risa franca Los directores del documental Novias, madrinas, 15 años, Diego y Pablo Levy, abordan ahora el universo de la ficción con Masterplan, una comedia hecha y derecha en la que más allá de los buenos resultados que logran dejan en evidencia algo mayor: la ausencia de humor en buena parte del cine argentino. Eso convierte a este segundo film de la dupla en una película para recomendar. Masterplan narra una historia casi anecdótica, sobre un tipo a punto de irse a vivir con su novia que se quiere mandar una avivada. Obviamente como ocurre en este tipo de películas donde un tipo simple se quiere mandar la gran estafa, todo le sale mal y eso termina descalabrando su mundo interno (y por ende el externo) hasta que consigue rearmarse y seguir con su vida, aunque desde otra posición. Lo primero para señalar es lo dicho más arriba: es llamativo cómo este film, tan sólo por plantearse desde el inicio como una comedia hecha y derecha, gana por varios cuerpos por sobre unos cuantos ejemplos del cine nacional independiente (del que se exhibe en el BAFICI, por ejemplo, donde esta película se vio), que eluden las claves genéricas a favor de tocar ciertas teclas que por lo general garantizan premios en los festivales. A los hermanos Levy eso no parece preocuparlos. Para contar ese algo tan pequeño (pero que no deja de tener su importancia), los directores le dan relieve a los personajes, construyendo con paciencia las situaciones y apuntando hacia la risa franca, en vez de a la media sonrisa o la risa cómplice. Es cierto que no consigue ajustar todas las piezas y que hasta le falta un poquito más de ambición para su cuento, pero también que crece junto a su protagonista, creando un mundo propio.
Sentido obtuso Tengo un crítico amigo que, a propósito de Vivir al límite, dijo algo así como “está bien, es una buena película, pero es como un envase vacío en el que uno pone lo que quiere”. No me malinterpreten, me encantó aquella película de Katryn Bigelow, aunque esa frase me viene bien para describir lo que me sucede con Argo. Y esto me pone en una posición un tanto incómoda, porque veo como casi todo el mundo habla maravillas de este film, y siento que me quedo un poco fuera, y no sé bien por qué. Y me incomodo aún más porque soy de esos que se enorgullecen de sostener posiciones aunque sean marginales o minoritarias, pero ahora tengo unas ganas bárbaras de estar con la mayoría. Igual, este último dilema moral no es problema de ustedes lectores, así que con eso los voy a dejar tranquilos. Ben Affleck ha pasado de ser uno de los clásicos hazmerreír de Hollywood a uno de los directores con mayor proyección del cine estadounidense, encaminándose por contenidos y formas a ser una especie de heredero de Clint Eastwood. Sus dos primeras películas, Desapareció una noche y Atracción peligrosa, son relatos que exploran los discursos, modalidades, comportamientos e instituciones (tanto particulares como generales) que sostienen la violencia como forma de vida. La familia, la policía, la religión, la ley, la policía, incluso la amistad o la pareja son puestos en cuestionamiento. Pero a la vez, no se quedan en la mera descripción del problema, sino que plantean posibles caminos, que pasan por decir la verdad (por dolorosa que sea), el correrse o tomar una posición diferente (con los costos que eso implica). Si nos ponemos a pensar, incluso ya antes de incursionar en la dirección Affleck estaba pensando estas cuestiones cuando escribió el guión de En busca del destino -que terminó siendo dirigida por Gus Van Sant-, donde se analizaban determinados rituales de una clase social oprimida y violenta, pero también los modos y chances de salir de esos círculos viciosos. Y lo bueno es que en estos films la palabra es tan fuerte como la acción, los gestos y miradas tan poderosos como los discursos, con la potencia de las imágenes como gran contenedor. En Argo se repiten estas constantes, con algunos elementos más que la convierten en la película más ambiciosa de Affleck. El film se sitúa en el punto más álgido de la revolución iraní de 1979, que culminó con la toma de 52 rehenes en la embajada estadounidense en Teherán. Sin embargo, seis estadounidenses logran escapar, refugiándose en la embajada canadiense. Y cuando la CIA está desconcertada, sin saber qué hacer para sacarlos, un agente experto en extracciones, Tony Mendez (Affleck), aparece con la idea de hacerlos pasar por parte del equipo de producción de una película totalmente falsa. Y lo que al principio parece una total locura, termina convirtiéndose en la opción más viable. El film busca tomar esta premisa, real y palpable, para analizar cómo las instituciones gubernamentales y los sectores de mayor poder en Estados Unidos han sentado las bases (y lo siguen haciendo, porque indudablemente Argo mira hacia el presente) para una escalada de violencia mayúscula, que lleva a la nación estadounidense a quedar enfrentada con la mayor parte del mundo, y ni siquiera se hacen cargo. Esto sin exculpar a los sectores populares, porque Affleck es consciente de que no sólo existen las instituciones que bajan línea, sino también el tejido social que acepta y adopta estos parámetros. A la vez, Hollywood es explorado en su papel de mediador, de productor y reproductor de conocimiento. De hecho, los personajes de Lester Siegel (Alan Arkin) y John Chambers (John Goodman) -uno un productor, el otro un maquillador- son como guías del detrás de escena de esa máquina de sueños, pero también de pesadillas, donde el mentir es una regla. La amistad que nace entre Tony y Lester viene casi por decantación, producto de la empatía y paralelismo entre sus profesiones: ambos montan ficciones, mentiras, invenciones, y eso se traslada de sus trabajos a sus hogares, a sus vidas personales en crisis. Pero Argo busca darle una vuelta de tuerca a tanto cinismo y negrura, proponiendo la posibilidad de la ficción, de la imaginación, de la pura invención, como vehículo para una modalidad de política virtuosa, basada en la colaboración, el diálogo y la diplomacia. Emparentándose con la mirada de un film como Invictus, o una serie como The west wing, intenta plantear un barajar y dar de nuevo en la política interior y exterior estadounidense. Ahora, habrán notado como uso los verbos “buscar”, “tratar” o “intentar”. Y es porque siento que todo lo que dije anteriormente está, pero no está a la vez en la película, como si todo lo pusiera yo, sujeto espectador, porque simpatizo mucho con lo que “intenta” decir Argo. Yo también veo una sociedad estadounidense impregnada de mentira y violencia, y sin casi conciencia de eso. Y me siento muy identificado con esa visión “idealista” de ciertos sectores intelectuales norteamericanos, que quieren vincularse a través del diálogo e incluso la imaginación. Más por el hecho de que siento y veo que se ha construido en otros países -como la Argentina, por ejemplo- el mismo discurso donde las ideologías legitiman distintas formas de violencia. Me pregunto por qué me sucede esto e intento explicarlo a través de ciertas secuencias o diálogos. Me resulta llamativo el hecho de creerle mucho más a Ed Harris en Desapareció una noche, cuando afirma que no hay nada más cristiano que un niño, porque es capaz de perdonar, no juzgar y hasta poner la otra mejilla; que a Arkin cuando en Argo sostiene que las mentiras no pueden dejarse en el laburo. O que haya un plano, mínimo, de apenas unos segundos, donde Affleck sale con Arkin en un auto, con un tema musical de fondo, que se disuelve enseguida, y que ese plano de transición me haga tanto ruido. Reconozco el gran manejo del suspenso y la mixtura de géneros del film, pero me sigo quedando afuera. Y recuerdo a Roland Barthez, cuando planteaba un tercer sentido (al que denomina obtuso) en el texto cinematográfico, que iba más allá de los sentidos comunicativo y de la significación, para adentrarse en la significancia, en lo puramente fílmico. Quizás percibo todo lo simbólico, lo informativo en Argo, pero no lo cinematográfico. Aún así, no me siento especialmente desilusionado. Es más, hasta tengo ganas de ver nuevamente Argo. Ya tuve una experiencia similar con Invictus: al verla por segunda vez, me conmoví donde antes no lo había hecho, me identifiqué con los discursos y personajes con los que antes no había sentido empatía. Conservo también la fe en Ben Affleck. De hecho, me parece una mala noticia que no vaya a dirigir La Liga de la Justicia (que podría haberle servido para analizar los vínculos entre violencia y mito), pero una buena noticia que esté considerando adaptar nuevamente a Dennis Lehane con Live by night. Su cine sigue (y creo que seguirá) siendo interesante.
Un día en el futuro La primera adaptación al cine del cómic Judge Dredd (conocida en la Argentina como El juez), era una gran parafernalia de colores, explosiones, autos voladores, trajes vistosos, músculos y frases altisonantes de Sylvester Stallone. Típico producto de la herencia irreflexiva de Blade runner, terminaba siendo una parodia de la historia de base, casi para ver drogado con los amigos, gritando bien fuerte “¡I am the law!”. Esta nueva versión debía hacerse cargo de esa herencia maldita y lo hace con creces, imprimiéndole un fuerte giro estético y narrativo a su relato. Dredd toma indudablemente como punto de partida la premisa y el marco visual de la historieta, trazando una ciudad futurista situada en el medio de un inmenso paraje destrozado por la radiación. Este enorme emplazamiento urbano, Mega City One, tiene 800 millones de habitantes, todos apretados y tratando de sobrevivir en las violentas calles de la forma que sea. En este ámbito, sólo los jueces -quienes poseen el poder combinado de juez, jurado e instantáneo verdugo- aparecen como una mínima garantía de orden, aunque el crimen los sobrepasa. Sin embargo, tanto desde el guión de Alex Garland (con dos muy buenos créditos en Exterminio y Sunshine-alerta solar) como desde la dirección de Pete Travis (quien levanta bastante respecto a la decepcionante Puntos de vista) hay una búsqueda que sigue la línea de films como Niños del hombre y Sector 9, donde el futuro que se muestra en pantalla apenas si ha extremado características ya presentes en la actualidad. La Mega City One donde Dredd se siente en su salsa combina ciertos elementos futuristas con los paisajes más decadentes y asfixiantes propios de ciudades como Los Angeles, México DF o San Pablo, sólo por citar algunas. La construcción audiovisual del film es cruda, áspera, con una fotografía granulada, alejándose definitivamente de la vistosidad. Además, Dredd aplica al género de la ciencia ficción distópica dos variables interrelacionadas ya presentes en los cines de Michael Mann, Christopher Nolan o Paul Greengrass, en películas como Miami Vice, Batman: el caballero de la noche o En la ciudad de las tormentas. Nos referimos, en primera instancia, a la concepción del profesionalismo como lo único que puede salvar a los individuos frente a los mundos despiadados en que se manejan. En segunda instancia, a cómo ese mismo profesionalismo no garantiza en lo más mínimo que puedan hacer una diferencia significativa en la sociedad. De hecho, lo que vemos es apenas un día en la vida del Juez Dredd, una porción del tiempo de su existencia, donde debe hacer de tutor de una jueza recién graduada en la que los altos mandos tienen bastantes esperanzas, ya que posee poderes telepáticos. Un operativo se complicará y ambos se verán inmersos en una batalla a muerte con un poderoso grupo criminal que controla el tráfico de una nueva droga llamada SLO-MO. Termine como termine todo al final del día, la diferencia no será mucha: la ciudad seguirá siendo terriblemente violenta, el caos continuará reinando, la esperanza permanecerá ausente. De este modo, asimismo, se disuelve el potencial discurso fascista de la trama, cuando esa pulsión por la justicia a cualquier precio se revela como absolutamente infructuosa. Un último aspecto interesante de Dredd es la forma en que el foco de atención se desvía del personaje del título para centrarse más que nada en la recluta Anderson, que tras una superficie frágil esconde una gran fortaleza, actuando a la vez en numerosos pasajes como observadora, narradora e incluso protagonista de las acciones. No menos importante es el peso del villano, que en realidad es villana: Ma-Ma es la pesadilla de todo machista, con su actitud despiadada a la hora de decidir sobre la vida y la muerte de los habitantes del territorio que domina y su suficiencia para darle órdenes o reprender a subordinados que aparentan ser mucho más fuertes que ella. Ambas mujeres son como las caras de la misma moneda, y hasta en ocasiones se fusionan en el mismo rostro. El film se resiente bastante al quedar desbalanceada en la influencia del Juez Dredd en la narración, ya que por momentos el personaje queda casi anulado dentro del relato. A la vez, en ocasiones cae en lo meramente discursivo, sin confiar en la potencia de sus imágenes, diciendo dos veces lo que sólo basta con mencionar una. Aún así, Dredd se erige en una pequeña sorpresa, bastante agradable por cierto, dentro del panorama de la acción y la ciencia ficción. Es una suerte (y hasta meritorio) que a pesar de su fracaso en Estados Unidos haya igual llegado a los cines argentinos.
Por qué escribir sobre esta porquería Cuando estábamos armando la cobertura de esta semana, uno de los integrantes de nuestra redacción, Daniel Cholakian (quien se merece todo un agradecimiento), planteó el siguiente debate (y cito): “pregunto (y me pregunto): ¿Hay que hacer la crítica de una película -hablo de la primera, que la vi- que defiende la tortura y el asesinato ilegal por parte de un (¿ex?) Agente de la CIA? ¿No será hora de decir `esta película no la criticamos por esto y por aquello´? ¿Vamos a hablar de acción o de no acción, de ritmo o de no ritmo, de intensidad o de no intensidad, de actuaciones, escenarios, fotografía o dirección en relación con una película que defiende valores, modos y comportamientos que creo que colectivamente no compartimos?”. La duda, la cuestión planteada por Daniel, es más que pertinente, porque sirve como punto de partida para cuestionarse determinados valores de la profesión de crítico: para qué, por qué, qué escribimos, qué defendemos con la palabra escrita, qué es lo que reivindicamos, qué es lo que decimos que está mal. Adhiero en primera instancia a su lógica general, porque la primera entrega de lo que es ahora la franquicia (en el sentido más paupérrimamente mercantil del término) de Búsqueda implacable era terrible por el marco ideológico que planteaba: estábamos hablando de un film fascista y totalitario, donde la institución familiar (en su variante más conservadora) servía como excusa para avalar la justicia por mano propia, la violación de derechos humanos, el intervencionismo y una visión xenófoba respecto a los habitantes de la Europa del Este (en este caso, con Albania como ejemplo específico). En base a eso, no está mal interpelar la mecánica usual de la grilla de estrenos y sus respectivas coberturas, que pareciera obligarnos a cubrir estas bazofias. Más teniendo en cuenta que en verdad no estamos obligados, que podemos tomar la decisión de no escribir sobre Búsqueda implacable 2, sabiendo que irremediablemente va a repetir las formas y contenidos de su predecesora, sólo que con un cambio de escenario (pasando de París a Estambul) y una mínima variante en su argumento (esta vez la secuestrada es la esposa del protagonista, por los familiares de los que mató en la primera parte, cuando rescató a su hija). Y sin embargo, creo que debemos escribir sobre Búsqueda implacable 2, pero no porque las reglas del mercado nos lo impongan, sino para cuestionar precisamente esas reglas. Me viene a la mente la polémica desatada respecto a Bastardos sin gloria, que fue severamente cuestionada por algunos sectores de la crítica por su relativismo moral, en donde los “los buenos” podían cometer las peores atrocidades, pero seguían siendo “los buenos”. Los detractores de la película buscaron hacerse oír y, equivocados o no, no perdieron la oportunidad de señalar algo que les parecía pernicioso en el relato. Del mismo modo, otras cintas enmarcadas en el género de acción, como Se busca, Tirador u Hombre en llamas, merecen ser remarcadas y señaladas, no por tener méritos, sino por todo lo contrario: por cómo sus formas y contenidos se asocian inmoralmente. Estoy hablando de objetos que ocupan un espacio en la sociedad y la cultura, que generan y reproducen conocimientos, formas de ver el mundo que son nefastas, a través del lenguaje cinematográfico. Son textos fílmicos destinados a asaltar un lugar en la mente y el imaginario de espectadores a lo largo y ancho del planeta. Y creo que la mejor forma de darles pelea es hablar y escribir sobre ellos. Podría parecer que si se los cubre se les da centralidad, y en un punto es así. Pero la cuestión es qué centralidad darles. Además, creo que los realizadores y promotores de estos productos cuentan con nuestro silencio, o al menos con una cobertura rutinaria, que discuta algunas variables formales y no mucho más. Lo que no deben desear es que se los exponga como vehículos ideológicos de la peor clase. Es por todo eso que me parece pertinente escribir sobre Búsqueda implacable 2: porque está preparada para un público masivo y no está mal tratar de ponérsela difícil aunque sea desde este pequeño lugar, señalándole al potencial espectador la inmensa cantidad de defectos que posee, lo peligrosa que es. De ahí que digo lo siguiente: esta secuela repite todas peores características de la primera entrega; busca justificar las peores acciones posibles a partir del mal ajeno; no trabaja con personajes sino con estereotipos de la peor calaña; contrapone un Estados Unidos soleado y repleto de blancos hermosos a una Turquía oscura y criminal; une la producción francesa más xenófoba con lo más totalitario de Hollywood; es machista y racista; está escrita y producida por Luc Besson, que arrancó tratando de contar historias y desarrollar personajes (como en Azul profundo, Nikita y El perfecto asesino), pero ahora sólo produce superficies; ofende la inteligencia del espectador, con su trama que avanza a los ponchazos; y está concebida sólo para juntar mucho dinero, sin el más mínimo amor por el cine. Y ya está en las salas de todo el mundo, tapando la salida de muchos films que le podrían aportar algo más valioso al arte cinematográfico. Entonces creo que no viene mal escribir sobre ella. Y denunciarla, decir con todas las letras que es una porquería.