Perdido en las sierras Cinco adolescentes se escapan de un internado en el interior del país, y luego de la huida deben continuar su camino por un paisaje de sierras, en medio de una desolación absoluta. Van armados, también llevan algo de comida, aunque cazan para alimentarse. Con espíritu de aventuras, pero más preocupado en el costado existencialista de la travesía, y con ecos que lo conectan a gran parte de la historia del cine nacional, Alejandro Fadel llega al largo en solitario tras su colaboración en El amor, primera parte. El film comienza con la huida de los cinco jóvenes, en lo que representa un inicio tenso, ágil y atrapante. Pero cuando todo estaba servido para una película de género sobre un escape en un paisaje salvaje, el director opta por inspirarse en una mixtura de las obras de Lucrecia Martel, Lisandro Alonso e incluso Leonardo Favio, pero indudablemente sin la misma pericia narrativa. En Los salvajes, todo va decantando en una combinación indigesta de citas a las tragedias griegas, postulados religiosos y realismo mágico. Los personajes de la película de Fadel nunca alcanzan vida propia y son sometidos permanentemente a los designios de un guión cuanto menos arbitrario. Sumémosle a eso que de los 130 minutos, hay por lo menos 40 de más, y tenemos cartón lleno. Eso sí, al igual que en otros ejemplos de la cinematografía de la FUC, los rubros técnicos están impecables, aunque no se sabe bien en función de qué. Una oportunidad totalmente desperdiciada, que obliga a pensar que el miedo a lo genérico está matando a ciertos sectores del cine argentino más joven.
La mediocridad también se consigue en los países nórdicos Nos quejamos mucho de la inmensa cantidad de defectos del cine industrial estadounidense, de la falta de energía y propósito de muchos de sus productos, de cuanto inflan a través del marketing a diversos films, de cómo inundan los mercados con películas inútiles. Y no está mal quejarse de eso, manifestar nuestro rechazo frente a formas de cine perimidas o restrictivas, pero deberíamos aplicar ese mismo criterio hacia ciertas producciones europeas que presentan parámetros similares: toman modelos de realización norteamericanos globalizados, no tienen identidad propia, se sostienen más en el marketing que en la narración. Cacería implacable tiene bastante de lo anteriormente mencionado. De hecho, forma parte de ese nuevo fenómeno que se está dando con el cine nórdico, que está teniendo bastante éxito comercial en todo el mundo, además de ser reversionado por Hollywood. La saga Millenium es el ejemplo más fuerte, y uno bastante sobrevalorado por cierto: en opinión de este crítico, estamos hablando de una serie de thrillers correctos, pero con puestas en escena limitadas y cuasi televisivas, y argumentos bastante enrevesados pero con resoluciones simplistas y efectictas. Si tomamos en cuenta que los productores de la saga Millenium están detrás de Cacería implacable, algunas cosas empiezan a encajar perfectamente. Empezando por el éxito de este film noruego, que supo venderse muy bien, hasta el punto de conseguir distribución en 50 países (todo un récord para el cine de esa nación) y que un estudio hollywoodense adquiera los derechos para su remake incluso antes de su lanzamiento inicial. Pero siguiendo además con esa liviandad y falta de riesgo real que hace que la película sea en verdad totalmente intrascendente. El film arranca desde una visión negra de la existencia, con el protagonista, Roger, comentándonos a través de la voz over cómo es alguien que lo ha conseguido todo a través del juego de las apariencias y la ayuda del dinero. Es que por un lado es un respetado cazatalentos, pero también un experto ladrón de arte que roba cuadros a los que reemplaza por copias similares. Todo eso, cree él, le ha permitido conseguir un estilo de vida extremadamente cómodo y una esposa hermosa a la que ama, pero con la que percibe un conflicto a futuro: ella quiere hijos, él no. Un día conoce a Clas, un ejecutivo de la industria electrónica y ex mercenario, quien posee un cuadro valiosísimo, de esos cuyo monto serviría para que Roger se retire de una vez y para siempre. Obviamente, las cosas salen mal, la vida personal y profesional de Roger empiezan a colisionar peligrosamente y los cadáveres se acumularán rápidamente. Todas estas peripecias son relatadas con escaso vuelo narrativo, a pura rutina y con unos cuantos agujeros en el guión. Y si encima le agregamos un brusco cambio de tono en los minutos finales, donde se pasa de la negrura absoluta al cuentito de ingenio típico de las películas de asaltos y estafas, sin un sustento adecuado en el desarrollo de los personajes, el resultado termina siendo bastante discreto y hasta mediocre. Es cierto que Cacería implacable no ofende a nadie, a pesar de ciertos giros conservadores que posee. Pero no deja de ser otro producto que poco agrega a la cartelera, obstruyendo más que enriqueciendo.
La misma aparición de siempre Yo soy de esos que se asustan fácil. Cualquier cosa en el cine me asusta. Los típicos truquitos con los ruidos o las apariciones por sorpresa siempre funcionan conmigo. Le tengo miedo hasta a los fantasmas de la derecha destituyente o de la diKtadura. Lo dicho previamente no es para decir que La aparición no me asustó. Como dije antes, yo siempre me asusto. El problema es que me asusté pero ese escalofrío momentáneo no se prolongó más allá, no se convirtió en temor, en un miedo más permanente, en inquietud. Y eso pasó porque en el film nunca sucede nada relativamente nuevo u original que introduzca nuevas sensaciones. Ni siquiera hay elementos característicos del género dispuestos de otra manera o reelaborados. Todo es ya visto en La aparición: el relato centrado en un grupo de jóvenes universitarios que realizan un experimento vinculado a lo sobrenatural y terminan abriendo una puerta en otra dimensión a un espíritu maligno que ingresa a nuestro mundo; la joven pareja acosada por ruidos y extraños acontecimientos; la temible criatura arrastrándose; y un largo etcétera. La aparición pareciera desde el comienzo asumirse como un producto rutinario, realizado al boleo, arrojado a la cartelera, sin razón de ser en absoluto. Hay un leve intento de crear climas a partir de los espacios vacíos, pero todo se queda en la nada. En cuanto a las actuaciones, es llamativo el pésimo nivel: la pareja protagónica, conformada por Ashley Greene y Sebastian Stan, nunca transmite tensión o logra empatía, y hasta podemos ver a un Tom Felton (Draco Malfoy en la saga Harry Potter) completamente fuera de tono. Quedan entonces las mismas preguntas, repetidas cada año cuando llegan este tipo de films: ¿para qué? ¿Por qué? ¿Es necesario? Y yo, que busco no sacar las conclusiones fáciles respecto a los modos y sistemas de producción hollywoodenses, con La aparición no tengo más remedio que seguir a los detractores que acusan a Hollywood de ser un imperio destructor del buen cine. Maldita sea.
Sin nervio ni sensibilidad Se ha ido creando un consenso bastante general respecto a que Jason Statham es la mejor estrella de acción de la actualidad, superando incluso en carisma a Dwayne Johnson. El tipo ha recuperado cierto estilo de las figuras que cimentaron el género en los ochenta y noventa, combinando los mejores elementos aportados por Bruce Willis, Jean Claude Van-Damme, Arnold Schwarzenneger y Sylvester Stallone. Posee un extraño carisma, construido a partir de su cara de piedra bajo la que oculta una pátina de ironía y sensibilidad en dosis saludables, además de patear traseros como los dioses. Por algo Stallone lo puso en el papel del segundo al mando en el grupo de mercenarios de Los indestructibles. Eso sí, a pesar de su abundante producción (básicamente lo único que hace son films de acción), todavía no consiguió hacer esa gran película consagratoria y emblemática. Willis tuvo a Duro de matar, Schwarzenneger a Terminator, Stallone a Rambo, Statham…. Algunos podrán decir que El transportador es un gran protagonista para una gran saga, aunque estarían exagerando bastante. El código del miedo, lamentablemente, no va a ser ese film que ponga al actor en la Historia. Hay que reconocer al menos que el relato intenta desestabilizar un poco al espectador, combinando varias franjas temporales y espaciales. El objetivo es ir hilvanando la historia de Mei, una niña con una llamativa habilidad para realizar cálculos matemáticos y memorizar todo lo que ve, que es perseguida por las tríadas chinas, la mafia rusa y un grupo de policías corruptos, y que es protegida y ayudada, casi por casualidad, por un ex luchador y agente especial, Luke Wright (Statham), cuya esposa fue asesinada, cayendo por completo en desgracia y quedando al borde del suicidio. Se ve indudablemente una intención de presentar a protagonistas caracterizados básicamente por la pérdida o la soledad, que consiguen seguir adelante gracias a la mutua compañía, rememorando en parte a films como Nikita y El perfecto asesino, pertenecientes a la etapa en que Luc Besson daba la impresión de tener un corazón en su interior y no solamente una caja registradora. Pero tanto esas películas como otros ejemplos de aventuras sostenidas en los vínculos humanos (Mundo acuático, todo el cine de James Cameron) necesitaban de instancias de pausa y construcción de las relaciones. Eso no pasa nunca en El código del miedo: todo va rápido, sin pausa y, lo más grave, sin justificación para las sensaciones y decisiones de los personajes. Como muestra sirve una escena en donde Luke le explica a Mei que la está ayudando porque al verla volvió a encontrar una razón para vivir, pero para el espectador es casi imposible entender cómo llegó a esa conclusión tan rápido, así nomás, de forma absolutamente arbitraria. Es que pocos realizadores pueden avanzar velozmente y aún así construir instancias dramáticas. Uno de ellos es Steven Spielberg, y Boaz Yakin, director de esta película, definitivamente carece del talento que posee el realizador de E.T.. En consecuencia, la amistad entre Luke y Mei nunca hace progresar realmente la trama, que sólo avanza en base a las escenas de acción y pelea, que tampoco son precisamente una maravilla. Sin la pulsión de espectacularidad suficiente, pero tampoco con la sensibilidad requerida para introducir un tono intimista, El código del miedo queda envuelta en la intrascendencia y mediocridad. Lo bueno es que, al menos, Statham sigue teniendo mucho para dar.
Mel Gibson: un hombre y su mundo Voy a decir algo que probablemente es una obviedad, aunque no viene mal mencionarlo: al igual que Tom Cruise, Mel Gibson está loco. Tan sonado está, que ha quedado bastante aislado del campo de acción hollywoodense, que tanto lo alabó en tiempos de Corazón valiente. Pero claro, tantos excesos en la vida personal por parte de Gibson lo terminaron condenando al ostracismo, a tal punto que las estrellas de ¿Qué pasó ayer? rechazaron trabajar con él, a pesar de que no tienen problemas en compartir cartel con Mike Tyson. En Hollywood deberían darse cuenta que Mel siempre estuvo loco, sólo que sus conductas antisociales pasaron del terreno ficcional al real. Gibson siempre fue un autor, incluso antes de dirigir y escribir sus films. Por eso se puede analizar su carrera como un todo, metiendo en la misma bolsa a las películas que dirigió o escribió, con las que sólo protagonizó. La gran mayoría de sus personajes están construidos desde lo extra-ordinario: no son grandes personas ni seres perfectos, pero se destacan de la mayoría a través de diversas acciones, están por fuera de lo ordinario, de la rutina. Así son Mad Max Rockatansky, Martin Riggs en Arma mortal, Justin McLeod en El hombre sin rostro, Bret Maverick, Tom Mullen en Rescate, Porter en Revancha, Rocky en Pollitos en fuga, el reverendo Graham Hess en Señales, Thomas Craven en Al filo de la oscuridad, Walter Black en La doble vida de Walter. Paradójicamente, ellos impactan en el espectador, además, por su visible ambigüedad, por los grises que los atraviesan, por la forma en que a veces parecen buscar eludir la empatía del público. Algo parecido se puede decir del protagonista de Apocalypto, donde Gibson no estelariza, aunque se lo nota bajando línea de diversos modos. No sucede lo mismo con William Wallace en Corazón valiente, Benjamin Martin en El patriota, Nick Marshall en Lo que ellas quieren y Jesús en La pasión de Cristo: en esos films la ambigüedad se pierde y prima el trazo grueso, la linealidad de pensamiento. En el universo del Gibson actor/director/guionista, todo se dice de manera brusca, sin sutilezas, con mucha violencia en los cuerpos (llaman la atención, por ejemplo, el rostro cuasi-monstruoso del protagonista de El hombre sin rostro, o las muertes de las mujeres en Al filo de la oscuridad). El cine de Mel puede resultar todo un desafío a la tolerancia de la audiencia. Vacaciones explosivas lleva por título original Get the gringo, aunque también llevó el nombre tentativo de How I spent my summer vacation. Ambas denominaciones tienen un trabajo irónico y sarcástico, y ese es el tono que atraviesa todo el film, desde el mismo inicio, con la voz en off del protagonista, Driver (Gibson), un criminal profesional, contando sus desventuras. Resulta que es atrapado en la frontera entre México y Estados Unidos, justo del lado del primer país, con un montón de dinero encima. Un grupo de policías federales corruptos se quedan con su botín y lo encierran en El Pueblito, una cárcel que realmente existió, diseñada a partir de un modelo experimental de apertura, pero que salió mal, muy mal, convirtiéndose en una especie de pequeña ciudad infernal. De allí deberá salir Driver, a toda costa, contando como aliados a un pequeño y su madre, aunque tiene como adversarios a lo peor del mundo criminal (y hasta del orden legal) de los dos lados de la frontera. El relato no apela nunca al discurso bienpensante sobre la violencia en México, como sí lo hacían films bastante simplistas y hasta cobardes como Hombre en llamas y Bordertown, ciudad al límite. Al contrario, dice las cosas sin tomar atajos, describiendo el panorama como es: sangriento, opresivo, miserable, toda una paradoja social. Vacaciones explosivas cuenta también con la ayuda de un excelente trabajo en la puesta en escena, que configura espacios y tiempos distintivos, un idioma particular (la mayoría del metraje se habla en castellano, o más bien en mexicano, repitiendo similares operaciones a La pasión de Cristo y Apocalypto) y rituales específicos. El resultado es una alta efectividad para delinear un universo autónomo, que respira con su propio ritmo y que posee una gran complejidad. Es cierto que en su última media hora, Vacaciones explosivas apresura un poco las resoluciones a sus diversas subtramas y el resultado no es del todo fluido. Aún así, su potencia visual y narrativa, su ritmo ágil, su estilo feroz atravesado por un humor cáustico y negro, la convierten en un objeto extraño, casi bizarro en el panorama del cine estadounidense. Mel, desde los márgenes, sigue agitando el avispero.
Hombre y superhombre En lo personal, como espectador y/o crítico, seguir la carrera de Christopher Nolan ha sido como una montaña rusa: me resultaron bastante interesantes Memento y Noches blancas, me decepcionaron Batman inicia y El gran truco; me encantó Batman: el caballero de la noche; me aburrió e incluso irritó El origen. Hay que reconocer que el tipo siempre hace cosas atrayentes, que ha sabido encontrar el resquicio para posicionarse como un cineasta prestigioso y popular al mismo tiempo y que transportó el género de superhéroes a un nuevo nivel, estableciendo un paradigma ineludible a futuro. Batman: el caballero de la noche asciende cierra desde lo narrativo el mundo del hombre murciélago, pero a la vez deja abiertas numerosas grietas dignas de ser exploradas. A continuación, algunas tentativas: 1) Esta tercera parte le otorga verdadero sentido a Batman inicia, que aparecía como el eslabón débil de la saga, una mera introducción que apenas servía como trampolín para la segunda entrega, donde realmente estallaba el universo de Ciudad Gótica planteado por Nolan. Asciende es, en el horizonte de la trama, una vuelta a los orígenes, un pasado que reaparece, con sus causas y consecuencias, volviendo a plantear un tópico que atraviesa toda la filmografía del realizador: las acciones de los individuos, sus motivaciones y efectos, con el inevitable deber de hacerse cargo. 2) Nolan ha marcado como conceptos claves en Batman inicia y El caballero de la noche las palabras “miedo” y “caos”, respectivamente. En esta tercera parte el término clave es “dolor”, lo cual se aplica muy bien al enfrentamiento entre un Batman/Wayne ya viejo y sin la misma habilidad combativa contra un poderoso y despiadado Bane. Pero el dolor, el padecimiento, no es solamente físico, sino también espiritual: Bane le dice a Batman algo así como “tenía dudas sobre qué se iba a quebrar primero: tu físico o tu espíritu”. Por eso, en primera instancia, le hará atravesar el suplicio en su cuerpo destrozado, para luego avanzar con el castigo de su alma, encerrado y sin poder hacer nada frente a la destrucción de su ciudad. 3) El concepto anterior se traslada al marco estético y corporal del resto de la historia. A diferencia de su predecesora de 2008, centrada en los efectos de los cuchillos, los tiros y las explosiones -con las muertes casi siempre en off-, Asciende es antes que nada una película de cuerpos en colisión. Sí, hay tiroteos, grandes estructuras (campo de fútbol americano incluido) que vuelan por los aires, pero los momentos decisivos se dan entre puñetazos, patadas, huesos quebrados, gente revoleada por los aires por otra gente, grandes masas enfrentándose cuerpo a cuerpo, codo a codo, casi como gladiadores. Lo que se dice un retorno a lo básico del ser, sin mediaciones. 4) Se venía diciendo desde hace rato que Nolan eligió a Bane como nuevo rival de Batman (yendo a contramano de especulaciones previas, que apuntaban a un Acertijo interpretado por Leonardo DiCaprio) porque el superhéroe ya había tenido su reto mental con el Guasón, y era el turno del desafío físico (sin dejar de lado la inteligencia). No deja de ser llamativo cómo el Guasón y Bane hacen el mismo camino, pero a la inversa: el primero empieza trabajando para la mafia, para luego convertirse en una bala perdida, con la única motivación de la anarquía, impredecible en todos sus actos; mientras que el segundo arranca como un ente solitario, utilizando financiamiento ajeno para objetivos propios, para terminar develándose como un sujeto que responde a un mando superior. Uno es el caos puro, sin un pasado que lo sostenga, un puro presente que en las grotescas cicatrices de su rostro muestra el absurdo tanto del orden criminal como legal de Gótica. El otro representa un nuevo Orden, el pasado reciclándose y actualizándose, cuya máscara resignifica a un Poder que emerge de las sombras y sale a la luz. Ambos, a su manera, son como muros indestructibles. 5) No queda del todo clara la postura de la película a nivel político. Bane parece encarnar a un factor que invierte la ecuación de poder reinante, convirtiendo a los opresores en oprimidos, y viceversa, aunque en el fondo el esquema sigue siendo el mismo, sólo que más violento y explícito. A las referencias a las protestas de los indignados en Wall Street (ataque a la bolsa de valores incluido), se suman episodios que remiten a la época del Terror posterior a la Revolución Francesa o los momentos más salvajes de regímenes totalitarios como el stalinista. ¿Es entonces El caballero de la noche asciende un film anticomunista? La respuesta no surge de forma tan simple, porque lo que se ve previamente es cómo el entramado de mentiras/mitos enarbolado por Batman y el Comisionado Gordon llevó a que triunfara una democracia sostenida en la Ley Dent, una normativa claramente de mano dura que arrojó a un montón de criminales a la cárcel sin respetar demasiado los procesos legales y constitucionales (hay un tufillo a Ley Patriótica por ahí) y denominada a partir de un supuesto prócer como Harvey Dent, cuya figura está cargada de un falso heroísmo. Nolan parece creer en el pueblo, en la gente, en los ciudadanos, pero sólo hasta ahí, más desde el lado teórico que del práctico: por algo en el final de El caballero de la noche Batman afirmaba que “a veces la verdad no es suficiente, a veces la gente necesita más”. Ahora, el pueblo nunca llega a ser “pueblo” (es más, habría que repensar qué significa ese concepto para la clase intelectual estadounidense), sino sólo una masa sin capacidad pensante, siempre al poder de algo o escondida en sus casas. De hecho, todo se decide entre un puñado de héroes y villanos. En un punto, pareciera decirnos Nolan, la democracia, así como está, no es suficiente, y ni con héroes sacrificiales como Batman alcanza. 6) Teniendo en cuenta lo previamente dicho, no deja de ser lógico que los ejes morales terminen siendo, en buena medida, los personajes de reparto, como Selina Kyle (impecable Anne Hathaway), quien se autodescribe como “flexible” frente a la tormenta que se avecina, es y no es a la vez Catwoman, y siempre está en fuga, hasta que no le queda otra que hacerse cargo de quién puede ser realmente; John Blake (un Joseph Gordon-Levitt invariablemente funcional al papel que le toque), ese joven que pudo haber sido un criminal, pero termina siendo un policía chapado a la antigua, siempre en los márgenes del sistema; o Alfred (un Michael Caine emotivo y emocionante), quien acierta cuando le dice a Bruce Wayne que no tiene miedo de que fracase, sino de que quiera fracasar. 7) Continuando con la ética y la moral, es patente cómo todos los protagonistas, por más que invoquen nociones abstractas como “pueblo”, “gente”, “democracia”, “ley” o “justicia”, en el fondo, sólo actúan en base a una emoción tan elemental e individual, como válida y fuerte, que es el amor. Y cuando decimos amor, nos referimos a sus múltiples formas: Wayne/Batman sigue aferrado a sus recuerdos de sus padres y ese gran amor perdido que fue Rachel Dawes; Alfred ama a Bruce como a un hijo; Bane aparece como motivado por una entidad, pero luego también por una persona; Blake se guía por esa gran figura que es Batman, a la que sin embargo sigue no como mito, sino como sujeto tangible; Miranda Tate evoca a su familia; Selina tomará su decisión final impulsada por el amor; y si James Gordon da la impresión de estar sólo preocupado por la ciudad, no deja de ser en el fondo un tipo solo, abandonado por su familia y que perdió a ese compañero de aventuras que era Batman. A pesar de lo frío y cerebral que puede ser a veces Nolan, El caballero de la noche asciende es, principalmente, un film de afectos, de lazos rotos, de amores apenas correspondidos, de lealtades y amistades. 8) Batman inicia era el cómic intentando mutar hacia el realismo seco. El caballero de la noche era un policial con mucha acción y deudor del género mafioso. El caballero de la noche asciende es, como se venía prometiendo, una épica, es decir, el lugar donde se forjan leyendas. Nolan, en base a eso, le imprime una ambición casi desaforada al film, con múltiples subtramas, no todas ellas del todo bien cerradas. No se entiende, por ejemplo, para qué está el personaje de Matthew Modine. Asimismo, la historia de amor entre Miranda y Wayne no contagia. Pero hay que reconocer que los 160 minutos nunca cansan o aburren, que la progresión es permanente, las piezas encajan, las secuencias de acción están muy bien filmadas y que el relato posee múltiples focos de interés. Y sí, Bane cumple con las expectativas, y hasta puede luchar en carisma (aunque la composición de Tom Hardy, acertadamente, no lo busque tanto) con el Guasón creado por Heath Ledger. Y sí, Batman: el caballero de la noche asciende sucede con éxito a su predecesora y concluye esta mirada al universo del hombre murciélago con enorme dignidad y potencia. 9) El próximo proyecto donde Christopher Nolan aparece involucrado activamente es El hombre de acero, nueva incursión en la pantalla grande de Superman, bajo la dirección de Zack Snyder (300, Watchmen). Las imágenes del teaser tráiler presentan un film lejos del estilo videoclipero de Snyder y mucho más compenetrado con el mundo Nolan, quien es autor de la historia y productor. Esto queda resaltado aún más por la noble voz en off de Kevin Costner, quien encarna a Jonathan Kent, el padre adoptivo del más poderoso de los superhéroes: “no eres como cualquiera. Un día tendrás que realizar una elección. Tendrás que decidir qué clase de hombre querrás ser cuando crezcas. Quien sea ese hombre, de carácter bueno o malo, va a cambiar al mundo”. Nuevamente las elecciones, con sus respectivas consecuencias. Porque de eso se trata ser héroe, ser alguien superior a los demás, aunque en el fondo se tengan las mismas virtudes y miserias que los hombres comunes.
En la falta de propuestas se desvanece lo político La película ganadora del BAFICI 2011 llegó a la cartelera porteña. Figuras de guerra es un documental de Sylvain George, que resumen el trabajo de tres años que llevó adelante el director registrando la vida de un grupo de inmigrantes clandestinos en el norte de Francia. A través de la cámara del director, vemos cómo viven estas personas, qué comen, cómo duermen y cómo llevan adelante esa no-vida en un marco clandestino. Esta segunda película de George se concentra en el punto más conflictivo de la inmigración en el país galo, recurriendo a sonidos e imágenes de todo tipo. Hay que reconocerle al realizador que es todo un cineasta, pues evidencia la potencia audiovisual del cine y el papel que tiene el montaje como constructor de realidades. Evidencia, también, cómo hay todo un circuito armado alrededor de la inmigración ilegal: personas, objetos, ritos, acciones, construcciones espaciales, lingüísticas y temporales. Sin embargo Figuras de guerra no es perfecta y lejos está de ser el film perturbador que algunos han querido ver. Porque precisamente lo que le falta como película política es ese salto extra que le hubiera permitido desestabilizar verdaderamente al espectador para luego plantear nuevos horizontes. Cuando lo intenta, trastabilla, llega a conclusiones obvias y hasta incurre en algún que otro golpe bajo. Es necesario un cine político, pero habría que pensar si este es el ejemplo a seguir.
VOCES QUE HABLAN Y DICEN TAN POCO El especial cuidado formal no logra levantar esta pobre película que habla de la culpa de una burguesía con un tono anclado en el pasado. Pablo Torre pertenece a una familia de creadores, y su filmografía la componen una serie de películas regulares que tributan, de modo directo o indirecto, a esa tradición. Las voces está también asociada en términos estéticos a la filmografía de su padre, Leopoldo Torre Nilsson y de la segunda esposa de este – y su colaboradora creativa – Beatriz Guido. De cierta manera quien vea Las voces encontrará claves que vinculen esta película con el fructífero trabajo de aquella pareja. Claro que entre aquellos filmes y este pasaron más de 50 años. Y se nota. Esta nueva película “atrasa” narrativamente. Una niña recibe de su abuela a poco de morir, mensajes que hablan de abuelo, un hombre al que nadie conoció. Un audífono que guarda las voces que escuchó alguna vez, es el objeto de esa transferencia íntima que su abuela hace a la pequeña Ana. En paralelo, 50 años atrás, un hombre dotado de un misterio interior que le permite hablar con otras voces, como si fuera un ventrílocuo, vive encerrado con una muñeca a la que ama. Pero por azares nunca muy bien explicados en la historia, terminará dejando a la muñeca por una mujer real. Mujer adulta que será ella real y a la vez una niña imaginada. Esta niña, al igual que la joven Ana, está representada por Wanda Brenner. La niña aquella será misteriosamente, en algún espacio de su inconsciente, recuerdo del deseo de aquella joven imaginada. Y aquel hombre, complejo, siniestro, débil, perverso, será el abuelo desconocido, el padre de una mujer que no se resigna a haber perdido la referencia paterna. La película recorre ese mismo entramado que habitaban La casa del ángel o La mano en la trampa. El deseo y la culpa, el espacio donde el pasado se oculta y los fantasmas internos lo habitan, la mirada perversa. La aparición de la sexualidad adolescente como trauma. El guion es un conjunto de escenas que se vinculan sin mucho sentido, las relaciones entre los personajes son arbitrarias, la cuota – interesante – de fantasía no logra articular lo inverosímil del relato y los escenarios sobre determinan una historia mal contada. Por otra parte se nota el escaso trabajo del director con los actores. Las actuaciones tiene registros completamente diversos entre si. La joven Brenner, cuyo debut con semejante protagonismo es más que correcto, permanece en un tono apropiado para su personaje en el pasado, pero la Ana del presente parece perdida en el mundo. Jean Pierre Noher carece de contención y su personaje se desbarranca permanentemente (se nota la falta de contención del director). María Socas hace lo que puede con su personaje, las pésimas escenas que le tocan actuar y los insólitos textos de su personaje. El especial cuidado formal, en la recreación de escenarios, vestuarios y climas, no logra levantar esta pobre película que habla de la culpa de una burguesía con un tono anclado en el pasado, con una mirada totalmente extraña en el presente y que incluye una memoria falsa, prestada y mal recuperada. La falta de guionistas que aporten creatividad y consistencia a las ideas básicas, la carencia de precisión en la dirección de actores y la falta de un trabajo sobre el ritmo del filme, hacen de estas voces, unos ruidos lejanos que apenas parecen traer palabras. Como diría un filosófico dirigente sindical de nuestro país, Pablo Torre debería dejar de filmar al menos por dos años.
Burton se vampiriza a sí mismo ¿Habremos creado un monstruo? ¿Hemos elogiado tanto a Tim Burton, festejado sobremanera sus ocurrencias, que ahora se la creyó demasiado? ¿Hemos convertido sus errores en virtudes, llevándolo directo a caer en su propia trampa? Ya nos pasó un poco (aunque cueste reconocerlo) con realizadores como Terrence Malick, M. Night Shyamalan o Woody Allen, que no han perdido su interés, pero a los que tanto consenso en determinados momentos de sus carreras los terminó llevando a girar sobre sí mismos. Hay un tipo dentro de esta historia al cual se le puede reconocer cierta coherencia y que seguramente no está sorprendido, sino incluso diciendo, casi socarronamente “¿vieron que les dije?”: es Mex Faliero, quien ya venía tratando de amargarnos la fiesta burtoniana sosteniendo que el cineasta no había hecho algo realmente interesante y original desde La leyenda del jinete sin cabeza y que El extraño mundo de Jack (de la cual, vale la aclaración, Burton sólo es autor de la idea original y productor) estaba absolutamente sobrevalorada. Maldito hereje, algo de razón quizás tenía. Porque uno ve Sombras tenebrosas y no puede evitar la sensación de que algo se repite en esta historia sobre un hombre, Barnabas Collins (Johnny Depp), maldecido y convertido en vampiro por una amante despechada, que consigue salir de su encierro de siglos en un ataúd, despertando en plena era hippie y tratando de acomodarse a los nuevos tiempos, que incluyen la decadencia de su estirpe familiar. Es cierto que Burton no se muestra perezoso desde la superficie formal: el film posee múltiples referencias estéticas y estilísticas a los films de terror de la factoría británica Hammer, el expresionismo alemán, el romanticismo, la música y el cine de los setenta, incluso la serie de culto que sirvió como material de base. Sin embargo, esas citas no sirven como medio de apuntalamiento de una narración ágil y dinámica, sino que terminan siendo el fin en sí mismo, siendo la película apenas un envase de guiños, sin nada realmente tangible para ofrecer. Burton se olvida de algo muy importante, como son los personajes, de los cuales es difícil explicar y justificar sus motivaciones y/o acciones. Desde el inicio, Sombras tenebrosas debe recurrir a la voz en off para explicar los sentimientos de los protagonistas. Y después, emociones poderosas como el odio, la pasión, el amor, la frustración, el dolor, son explicitadas a través de los diálogos, por los mismos que los sienten o por otros, casi como psicólogos sociales. Por eso se transmite la impresión de que el relato avanza decidiendo arbitrariamente lo que sienten los personajes: unos se enamoran, otros se atraen, otros se detestan, otros no se entienden, básicamente porque sí, porque lo dispuso el guión de Seth Grahame-Smith. En base a eso, en Sombras tenebrosas no tenemos un conjunto de personajes, sino apenas un elenco, un gran cast desperdiciado. Barnabas nunca causa real empatía y sólo se conecta con el público a través de los chistes que lo presentan como un ser fuera de época, dependiendo además en exceso de la simpatía de Depp; Angelique Bouchard, la villana que encarna Eva Green, acciona siempre fuera del tiempo correcto, sin timing, sin la real iniciativa que debería transmitir; la búsqueda una figura paterna por parte de David Collins (Gulliver McGrath) nunca adquiere suficiente dramatismo; y en cuanto a Roger Collins (Jonny Lee Miller), Carolyn Stoddard (Chloe Moretz) y Victoria Winters/Josette duPres (Bella Heathcote) aparecen y desaparecen de la pantalla (e incluso vuelven a aparecer) sin demasiado justificativo. Solamente se salvan un poco Elizabeth Collins Stoddard (Michelle Pfeiffer), con su aire de autoridad matriarcal heredada de la tradición familiar, y la Dra. Julia Hoffman (Helena Bonham Carter), quien usa la supuesta racionalidad médica como trampolín al alcoholismo y la añoranza por la juventud. En consecuencia, la historia sobre una familia combatiendo sus demonios internos y externos, nunca sale realmente a la luz. Sombras tenebrosas, muy pegada al tropiezo narrativo que significó Alicia en el país de las maravillas, obliga a hacerse preguntas incómodas: ¿la historia de amor de El extraño mundo de Jack, con su importancia en la trama, no carecía de espesor? ¿No abusaban Charlie y la fábrica de chocolate o El gran pez de una sensiblería un poco barata pero de alto impacto, combinándola con bajadas de líneas demasiados obvias? ¿Ya empezaba Burton a repetirse en El cadáver de la novia? ¿En Sweeney Todd: el demoníaco barbero de la Calle Street no empezaban a surgir llamativas dificultades en cuanto a la configuración del relato? Aún así, con todas estas dudas negativas que brotan, no está mal recordar quién fue y es Tim Burton: el creador de ese fenómeno de la naturaleza llamado Beetlejuice; el que introdujo una versión oscura y retorcida de Batman; el que pensó las superficies de la sociedad de los suburbios combinándola con los cuentos de hadas en En el joven manos de tijera; el que pensó los paradigmas cinematográficos en Ed Wood; el que reflexionó sobre la confrontación de los discursos científico y mágico en La leyenda del jinete sin cabeza. Estamos hablando de un gran cineasta, por más que evidencie una crisis creativa, que muchos siguen empeñándose en no reconocer. La chance de que vuelva a ser él mismo es factible y no está mal tener esperanza, aún en medio de la desilusión.
Se ven los esfuerzos de Scott que nunca consigue construir climas suficientemente opresivos y/o fascinantes, quedándose en el artificio visual y sonoro. Tres figuras son claves en Prometeo, esta precuela-spinoff de la saga Alien, que generaban una cierta expectativa. La primera es Ridley Scott, quien entre fines de los setenta y principios de los ochenta entregó tres grandes filmes, prácticamente obras maestras: Los duelistas, Alien-el octavo pasajero y Blade runner. Era películas donde exhibía una gran destreza visual combinada con economía de recursos, más una asombrosa habilidad narrativa. Después a Scott se le acabó la nafta, quedando apenas como un cineasta de superficies: muchos de sus filmes presentaban una gran ambición (Gladiador, Thelma y Louise, Robin Hood, Cruzadas), aunque al final terminaban siendo un conjunto de obviedades. A otros, como Hannibal, Los tramposos y Un gran año, se los nota hechos a desgano y por pura rutina. A tal punto decayó su nivel, que hasta su hermano, ese señor orgullosamente grasa llamado Tony Scott, terminó siendo mucho más interesante en sus diversas propuestas. En este retorno a las fuentes que es Prometeo, Ridley analiza los orígenes de la humanidad, su cine y un subgénero dentro del ámbito del terror y la ciencia ficción. La segunda figura es Damon Lindelof, co-guionista del filme, quien saltó a la consideración como co-creador de Lost, una serie que supo hacer de la arbitrariedad y lo inverosímil virtudes. Al igual que en ese hito televisivo de la última década, Lindelof busca tomar elementos ya vistos y fusionarlos en un universo propio, original y reconocible a la vez, con personajes básicos pero también atractivos, y una historia que abra varias puertas. La tercera figura es Noomi Rapace, quien interpreta a la protagonista, Elizabeth Shaw, una arqueóloga que, junto a su pareja, descubren una sucesión de pinturas rupestres que indican un camino hacia otro planeta que podría estar habitado por seres que posiblemente crearon a los seres humanos. Su personaje viene a reemplazar (o más bien a actualizar) a la heroína Ripley, esa mujer fuerte y decidida, capaz de erigirse en salvadora. Los antecedentes de Rapace, habiendo encarnado a Lisbeth Salander en la saga Millennium, la convertían en una candidata casi ideal para el papel. Todo lo dicho anteriormente sobre las chances que tenía Prometeo se queda en meros presupuestos. Scott tiene mucho para decir sobre nuestros orígenes, se ven sus esfuerzos, pero nunca consigue construir climas suficientemente opresivos y/o fascinantes, quedándose en el artificio visual y sonoro, y sólo una escena (una cesárea realizada por una máquina) es realmente escalofriante. Lindelof nunca puede darle la suficiente fuerza y dinamismo al guión, como si el formato cinematográfico, en vez de darle alas, lo ahogara y condicionara sus ideas. En cuanto a Rapace, carece de la presencia necesaria para erigir a su personaje como foco dramático. El resto de los personajes tampoco cobran trascendencia en el filme y unos cuantos actores (Charlize Theron, Idris Elba, Guy Pearce) deambulan, casi sin propósito, o explicándolo permanentemente mediante diálogos pomposos y redundantes. Se le puede reconocer a la película cierta apuesta por intentar una progresión dramática distinta a la media del mainstream hollywoodense. Pero sólo se queda en eso, en intenciones, y tanto en la vida como en el cine no se puede vivir de intenciones. De ahí que Prometeo nunca cobre vida propia y termine vagando por el panorama cinematográfico con un respirador artificial.