Pegame Gina, que me gusta Steven Soderbergh es de esos directores bastante emblemáticos y representativos del Hollywood de los últimos veinte años. Su capacidad para alternar entre la senda independiente y la mainstream sin perder demasiado estilo lo hizo relevante dentro del medio sin necesidad de romper la taquilla. Por otro lado, muchas veces su eclecticismo a la hora de abordar diversos géneros va acompañado de una frialdad y distanciamiento excesivo, que hace que no se compenetre con los personajes y los relatos, lo que conduce a una superficialidad incluso indignante, como en Traffic. Con todo, varias de sus películas, como Solaris, Erin Brockovich, Che: el argentino, Che: guerrilla y Contagio tienen unos cuantos elementos rescatables, y El desinformante es toda una revelación: una cinta incómoda desde lo insólito, que le agrega un nuevo significado al patetismo y que fue totalmente malentendida en su momento, tanto por la crítica como por el público. La traición (Haywire es su título original) viene a funcionar como un ejemplo bastante distintivo de la filmografía de Soberbergh: un dispositivo por el cual el cineasta vuelve a explorar los mecanismos y variables de los géneros y subgéneros, deconstruyéndolos de una manera bien posmoderna. En este caso, con los films de espías, repletos de agentes de inteligencia, asesinos entrenados, agendas ocultas y negocios oscuros. Pero a pesar de lo que pueda creerse, las referencias aquí desplegadas no remiten tanto al cine de los setenta, cuando explotó ese género, sino el cine de directores más cercanos en el tiempo, como Michael Mann o Paul Greengrass, que pueden referenciar a productos de décadas pasadas, pero cuya fisicidad y despliegue visual es claramente contemporáneo. Soderbergh, realizador del presente, bien contemporáneo en muchas de sus características -la atención a las nuevas tecnologías, por ejemplo- repite algunos tópicos de Contagio, como el análisis de los procedimientos o el funcionamiento de las instituciones encumbradas en lo más alto del poder. Aunque hay un par de (no tan) sutiles diferencias. La primera es que aquí las instituciones no son redimidas, sino todo lo contrario: traicionan y persiguen al individuo, amparan al criminal, no protegen al ciudadano, no cumplen con sus deberes. La segunda y principal es que la heroína es mujer, lo que separa al relato del resto de las películas relacionadas. Y la heroína no es cualquiera, sino una tal Gina Carano, quien saltó a la fama como una de las mejores luchadoras del mundo, y que en su primer protagónico interpreta a la perfección a la que le tienden una trampa, sobrevive y luego va a buscar, uno por uno, a todos los tipos que la traicionaron. La actriz (porque no es una simple luchadora, sino también una actriz) pone al servicio de la trama toda su fisicidad combinada con una llamativa elegancia y sensualidad que, por suerte, Soderbergh aprovecha al máximo. De ahí que La traición se convierta casi inesperadamente en un film feminista, donde la protagonista demuestra tanta elegancia como capacidad de lucha. Sin alcanzar grandes alturas, con una frialdad un tanto innecesaria, La traición se destaca primariamente por ofrecer un show a toda orquesta de Carano, una figura a seguir. ¿Nace una estrella?
Sobre los interrogantes y las respuestas Desde prácticamente el inicio de su carrera cinematográfica, Pablo Trapero fue sosteniendo su cine en base a una gran ambición temática y narrativa, con El bonaerense, Nacido y criado, Leonera y Carancho como máximos ejemplos. En estos tres últimos films fue consolidando asimismo una gran perfección formal, recurriendo a complejos planos secuencia e imágenes con multiplicidad de elementos en la profundidad de campo, que enriquecían el relato. Elefante blanco retoma estas características, con una historia centrada en el sacerdote Julián, interpretado por Ricardo Darín, que convoca a un colega belga, Gerónimo (encarnado por Jérémie Renier), a trabajar juntos en la villa de emergencia conocida como Ciudad Oculta, que ha crecido a la sombra de un antiguo emprendimiento de los primeros años del peronismo destinado a ser el hospital más grande de Latinoamérica pero que al final nunca se concretó, y cuyos cimientos son conocidos por los habitantes cercanos como el “Elefante blanco”. Completa el triángulo protagonista Luciana (Martina Guzmán), como una trabajadora social que trabaja codo a codo con ellos, y que terminará teniendo un romance con Gerónimo. Pero eso es apenas la punta del ovillo: en la trama también entran en juego las violentas guerras entre narcos, las disputas políticas vinculadas al tema de la vivienda, la pobreza como concepto y hasta forma de vida, la fe y la religión, e incluso las diversas perspectivas frente a la muerte. Trapero es indudablemente un realizador pretencioso, pero durante buena parte del metraje, al igual que en Carancho, logra hacer de la pretenciosidad un valor positivo, porque concreta lo que pretende. Básicamente lo logra en base a una doble operación, tan obvia como difícil: no subestima el ámbito que aborda, ni los actores intervinientes, pero tampoco se achica frente a lo que se le presenta. A diferencia de los peores momentos de El bonaerense, Nacido y criado o Leonera, no contempla a sus personajes con un dejo de superioridad, ni manipula los hechos en función de ratificar su mirada y objetivos. En cambio, se permite dejar surgir los diversos claroscuros del universo en que circulan los protagonistas, con sus idas y vueltas, sus contradicciones, sus deseos, su necesidad de ser escuchados y comprendidos, pero también de poder escuchar y entender. Como pocas veces en el cine argentino, Elefante blanco consigue problematizar, poniendo en choque aspectos positivos y negativos, a instituciones de diversa índole, como la Iglesia o la Policía. Asimismo, variables como la religión, el crimen, la droga y la necesidad de un lugar donde vivir y trabajar coexisten en el film sin que surjan rápidamente sentencias tranquilizadoras propias de cineastas progres, como el caso de Juan José Campanella: un ejemplo fundamental lo constituye el espléndido plano secuencia donde Gerónimo va a la guarida de una banda de narcos para buscar el cadáver de un joven que ellos retienen, luego de un tiroteo enmarcado en una disputa por territorios. La escena, claustrofóbica y escalofriante, de una violencia contenida pocas veces vista, sirve como punta de lanza para poner en vista también toda una serie de cuerpos individuales insertos en un contexto determinante y determinado: cuerpos temerosos pero decididos; cuerpos marginados por la ley pero también por la sociedad; cuerpos maltratados y violentados aún después de la muerte, como trofeos de guerra; cuerpos disputando poder y usando a otros cuerpos en sus querellas; cuerpos trabajadores pero atravesados por la criminalidad; cuerpos con fe pero reclamando la presencia de Dios; cuerpos partidos por la pérdida de cuerpos familiares. La mirada aquí está, indudablemente, del lado de los pobres, a los que no se reivindica desde la demagogia, pero tampoco se juzga con facilismo. Sin embargo, en la segunda mitad de su metraje, Elefante blanco cae en el mismo error que el final de Carancho, donde Trapero parecía verse obligado a emitir una tesis final, pero obligando a los hechos y la pareja protagonista. En su nueva película, frente a la multiplicidad de subtramas y temáticas que abre, comete el error (bastante comprensible por cierto) de querer cerrar todo, cuando el marco narrativo pedía en realidad permanecer abierto y sujeto a diversas interpretaciones y problematizaciones. Paradójicamente, el intento del director de arribar a una conclusión deja todo más bien desordenado. Es como si abriera una gran caja de Pandora, desplegara una gran cantidad de elementos y luego pretendiera volver a guardar todo, sin observar que la gracia y la riqueza aportadas consistían en evidenciar algo oculto que permanece sin resolución. El film abordaba un momento y un lugar de la vida, aún sin terminar, en permanente progresión, y las decisiones tomadas por Trapero introducen una interrupción desarmoniosa, enfática y sin sentido. ¿Es mala entonces Elefante blanco? No, aunque sí fallida en sus propósitos finales. Es sin embargo polémica y apasionante en muchos de sus tramos, y merece ser pensada y apreciada con paciencia y cuidado. No se puede decir lo mismo de la gran mayoría del cine mundial.
A desenamorarse con Channing Tatum Con apenas una semana de diferencia, llegaron dos films con Channing Tatum en los protagónicos: Comando especial y Votos de amor. En algunos meses, se lo verá en la segunda entrega de G.I. Joe, y hasta es posible que dos films más en los que participa arriben a las salas argentinas: La traición y Magic Mike. Es decir, el grandotote este está hasta en la sopa. De ahí que esta sea una buena oportunidad para dedicarle algunas líneas a su ductilidad actoral, dado que es una estrella en ascenso, que aborda proyectos de los más variados. En Votos de amor, Tatum interpreta junto a Rachel McAdams a una pareja de enamorados, Leo y Paige, cuyo matrimonio va viento en popa, hasta que interviene el azar/destino/tragedia en forma de accidente automovilístico, que la deja a ella sin poder recordar los años que pasó con su marido, como estancada en el pasado que supuestamente había dejado atrás. La historia, durante casi su totalidad, deposita su peso en el personaje de Leo, quien lucha contra viento y marea para recuperar el amor de su esposa. Ahí es donde se detecta el principal problema del film. Tatum puede actuar con cierta soltura dentro del género de acción, aprovechándose del vértigo narrativo (como en G.I. Joe) o de la comedia, pero acompañando a la estrella del film en cuestión (como en Una chica en apuros, con Amanda Bynes) o compartiendo el protagónico, como en Comando especial, donde además conseguía parodiar su posición de joven musculoso y sexy con sorpresiva efectividad. Ahora, cuando le toca llevar las riendas de un relato dramático y/o romántico, como en Querido John, delata su alarmante falta de expresividad. Algo similar le pasa en Votos de amor, una película cuya trama, casi insólita -a pesar de estar basada en hechos reales- requiere una gran suspensión de credibilidad y una fuerte identificación con los protagonistas. Igual el pobre de Tatum tampoco tiene toda la culpa, a pesar de representar un gran error de casting para el papel. Asimismo, el personaje de Paige nunca alcanza un óptimo desarrollo: la procesión interior que realiza, su parálisis temporal y la recuperación de pertenencia familiar (acompañada de una dolorosa revelación) son tratadas superficial y rutinariamente por el director Michael Sucsy (quien además filma la importante escena del accidente con una torpeza y falta de pudor espantosas). A la vez, grandes actores como Jessica Lange y Sam Neill son completamente desperdiciados. Hasta de humor carece Votos de amor. Uno puede entender que su historia es dramática, centrada en personajes luchando por sobreponerse al dolor y tratando de comenzar de nuevo. Pero en el film ni siquiera hay una ligera conciencia de que aún en los peores momentos queda la risa o el chiste como pequeña catarsis. No, acá se tiene que sufrir, se tiene que llorar, porque esto “pasó de verdad”, porque está basado en “eventos reales”. Sí, son reales, lo que no significa que sea verosímil en términos cinematográficos.
Sin salida Uno lee la sinopsis de La separación e incluso contempla el desarrollo de sus acontecimientos, y piensa en bofes sobrevalorados, estúpidos y manipulador, como Babel, Biutiful y Vidas cruzadas. En la trama del film iraní aparece también una situación terrible como disparador -un matrimonio y su joven hija en conflicto debido al Alzheimer que padece el padre del marido-, que se hace aún más compleja -el marido es denunciado por la cuidadora del padre de haber causado el aborto de su bebé al haberla supuestamente empujado por la escalera-. Las acciones que van realizando subsiguientemente los personajes no son precisamente virtuosas. Y sin embargo, esta película es totalmente diferente a las antes mencionadas. En La separación no hay una manipulación por parte de los realizadores, no se coloca a los protagonistas de forma deliberada en determinados escenarios en pos de comprobar una tesis. Es cierto que la mirada que transmite el film no es precisamente optimista, sino todo lo contrario. Pero no se fuerza lo que se está contando, no se juzga a los personajes, no hay presente un regodeo en las miserias. Es más, el distanciamiento, la ausencia de bajadas de línea y el tono medido que caracterizan a la narración terminan explicitando muchísimos más elementos de los esperados. De ahí van surgiendo diversas lecciones, de esas que escapan a lo pretencioso y vacuo, y que en verdad vuelven a evidenciar el valor del cine en relación al mundo. La primera lección es sobre cómo el sistema judicial y penal iraní (aunque esto se puede extrapolar hacia todos los sistemas judiciales-penales) es incapaz de comprender las particularidades de cada caso, y lo único que posee como respuesta es el castigo, la indiferencia y la insensibilidad. Como si nunca hubiera existido espíritu alguno en la ley, o un propósito humanitario y social, todo se ha convertido en una maquinaria laberíntica, donde no se vislumbra ningún tipo de salida constructiva. La segunda lección es sobre el lenguaje y sus interpretaciones. Estamos hablando de todo tipo de lenguajes, con sus distintos modos y configuraciones. Todo el film es un tratado sobre lo que se ve, se escucha y se dice, sobre los momentos y lugares en que eso ocurre, las razones y motivaciones. La separación resignifica y le da un nuevo impulso al subgenéro de las películas de juicio, ya que cada frase, cada mirada, cada hecho adquieren una potencia inusitada, tensionando todo el relato. La tercera lección es sobre la vertiente íntima y familiar, los vínculos de lealtad entre padre e hija, entre marido y esposa, entre padre e hijo. La historia avanza a fuerza de paradojas: lo que no se dice, tiene estatus de palabra, lo que no se ve, es imagen. El pudor, esa cualidad que atraviesa a todas las sociedades, pero que en una sociedad como la iraní, tan marcada por la lectura del Corán, es piedra fundacional, es también fundamental en toda la trama, en los cuerpos y las líneas de contacto de los personajes. La última lección es sobre el cine iraní y su vínculo con el mundo, en especial con Hollywood. La separación fue premiada con el Oscar a mejor película extranjera en la útima entrega, caracterizada por la obviedad, mediocridad y sobrevaloración de los galardones. La distinción puede ser vista como un mensaje político, más teniendo en cuenta que el film es una velada crítica hacia los límites y barreras del régimen comandado por Mahmoud Ahmadineyad, pero no se queda ahí. Es que esta obra posee muchos más méritos, asociados a lo estrictamente cinematográfico, pues escapa al prejuicio que se puede tener sobre el cine iraní –con esas escenas donde no pasa nada durante demasiado tiempo para el que está acostumbrado a los rápidos cambios de planos y la multiplicidad de diálogos- sin resignar inteligencia y precisión. La cinta tiene un ritmo endiablado, sin tregua y toma los mejores elementos del cine estadounidense. Si no demoramos un segundo en criticar a la Academia por eludir la originalidad y el riesgo casi como norma, no está tampoco de más el resaltar la justicia de laurear a un film como este. La separación es demoledora y asfixiante, cruda y laberíntica, pero no arbitraria y cruel con sus protagonistas y el espectador, con lo que se emparenta con otros dramas como La noche del Sr. Lazarescu o El laberinto. Refleja con precisión y responsabilidad un lugar del mundo, un instante en la vida, recuperando el valor del cine como dispositivo sensible y humano.
Las pequeñas vueltas de la Historia Al igual que con Leones por corderos, la intención del Robert Redford director con El conspirador es, claramente, volver a hacer una exploración sobre las decisiones políticas del sistema de poder estadounidense en relación a los ciudadanos que pueblan el país. Mientras en la primera había un abordaje actual y contemporáneo sobre la guerra de Irak y cómo eran los soldados los que tenían que pagar las consecuencias de las decisiones de los altos mandos políticos, en la segunda se opera la metáfora histórica, remitiendo a un momento trascendente y fundante de la democracia de Estados Unidos, pero conectándolo con el presente. El conspirador se centra en el antes, durante y después del asesinato de Abraham Lincoln, en especial en el juicio a los responsables de la conspiración, todos partidarios de los confederados, justo en el contexto del final de la guerra entre el Norte y el Sur. La historia principal es la de Mary Surratt (Robin Wright), la única mujer acusada, quien supuestamente había albergado a los conspiradores en su casa con pleno conocimiento de lo que estaban planeando. La condena parecía cantada, y el único que se puso a su favor fue un senador de Maryland, Reverdy Johnson (Tom Wilkinson), quien le dio instrucciones a un discípulo, Frederick Aiken (James McAvoy), de que la defienda en el juicio. Redford se adentra en el territorio del thriller, introduciendo al espectador en la cuestión del enigma sobre la culpabilidad o inocencia de la acusada, en combinación con elementos típicos del subgénero de juicios. Pero en verdad, lo que le importa es otra herramienta legal, que es la noción del due process, es decir, del proceso legal en regla y con garantías totales, con civiles juzgados por civiles, con la chance de presentación de pruebas y descargo por parte de la defensa. A Mary Surratt no se le garantizó nada de eso, pues fue juzgada por un tribunal militar, no se le dio tiempo a la defensa de preparar el caso y, principalmente, se percibió que la “noble” intención del Gobierno era aplicarle una condena rápida y ejemplar, para que el pueblo tuviera su culpable, no se preocupara demasiado por los detalles problemáticos del asunto, sanara rápido las heridas y siguiera adelante. La parábola con la actualidad es transparente: en la última década, post-11 de septiembre, se asignaron rápidamente culpas, no se investigó en profundidad, no se respetaron procesos legales y, en nombre del bien mayor, se terminó dañando aún más la institucionalidad. Desde el inicio del relato, la virtud principal del film es, a la vez, su mayor defecto. La puesta en escena de Redford no acude a grandes manierismos y los discursos son mucho menos rimbombantes de lo esperado (más si tenemos en cuenta que en Leones por corderos los protagonistas se la pasaban hablando). De hecho, por momentos hace recordar al Clint Eastwood de Invictus o J. Edgar. Sin embargo, a la vez, esta discreción se impone como límite: el realizador es más dado al drama hecho y derecho que a la lectura de géneros, no puede brindarle un gran espesor a los personajes y le falta la potencia visual para arrastrar plenamente a la audiencia. El conspirador es un film apenas correcto, otro típico ejemplo del cine de revisión hollywoodense con respecto a lo cíclica que puede ser la Historia. Una medianía que no suma pero tampoco resta.
El mal como posibilidad A Caro, mi novia, porque hay veces que las películas se ven, se sienten, se hablan y se escriben acompañado. Hay films que abordan el género del terror lateralmente, desestabilizando al espectador desde lo cotidiano, haciendo que lo que parece rutinario, común, adquiera dimensiones terroríficas. Podemos pensar en, por ejemplo, Elefante y La mujer sin cabeza, con sus miradas sobre las instituciones, los ritos, el poder, la vida y la muerte, que introducían un clima turbio a lo que parecía claro y transparente, detectando el mal, incubándose, donde sólo parecía reinar la quietud y la tranquilidad. Desde el principio, Tenemos que hablar de Kevin se inscribe en esta tradición, dándole al común agitar de unas cortinas un contenido horroroso, o mostrando un momento de felicidad de Eva, la madre encarnada por una magnífica Tilda Swinton durante uno de sus viajes. Esa misma madre que nunca consigue aceptar su rol y que, principalmente, nunca alcanza a amar verdaderamente a su hijo. Ese mismo hijo que luego toma su arco y flecha, usando a sus compañeros de colegio como blancos de práctica. El terror que va delineando el film de Lynne Ramsay (quien ya había probado que podía desequilibrar a través de su puesta en escena con El viaje de Morvern), en una historia que va y viene entre el antes, el durante y el después de la tragedia, es tan fragmentario como calculado y preciso. Vamos viendo como, poco a poco, el Kevin del título se va convirtiendo en un monstruo, rivalizando permanentemente con su madre, quien nunca puede comprender a lo que se enfrenta, y con la ayuda involuntaria de un padre negador. Esa monstruosidad se va hilvanando poco a poco, sin prisa pero también sin pausa, a través de pequeños pero terribles momentos: el hijo que no quiere jugar con la pelota; o que rompe cosas; o que estropea las paredes de un cuarto; o se hace caca a propósito; o lastima a su hermana; o colecciona virus de computadora. Actos comunes, casi naturales en cualquier niño, pero que aquí son vistos desde otra perspectiva, en la que una simple acción destructiva preanuncia otra, y otra, y otra más, como un camino trazado de antemano hacia un inevitable final. Tenemos que hablar de Kevin no es precisamente sutil, a pesar de lo ajustado de su puesta en escena. El rojo invade la imagen todo el tiempo, a través de una mermelada en el pan, la pintura roja en una casa, las manchas rojas en una pintura, las luces y, finalmente, la sangre. La abundancia de primeros planos y planos detalles es inmensa, acrecentando la claustrofobia. Los efectos de la violencia son expuestos sin vueltas. Se pasa de secuencias casi oníricas, unidas a la felicidad, a pesadillescas. La música infunde temor o actúa de forma irónica zambullendo rápidamente al espectador en la sensación buscada. Los personajes son transparentes en sus comportamientos y diálogos: agreden, ignoran, manipulan, callan para eludir el enfrentamiento. Es esa misma brutalidad la que le permite al film imponerse como experiencia. No deja de ser llamativo cómo Tenemos que hablar de Kevin se va constituyendo en una película sobre la culpa y los niveles de responsabilidad, partiendo de la base que los padres nunca se sientan, precisamente, a hablar del hijo. La historia está vista en su totalidad desde el punto de vista de Eva, quien, impotente, intuye lo desajustada que es la realidad de su familia (y en especial del vínculo materno-filial que establece), pero a la vez nunca puede escapar de ese escenario. Todo relato necesita de un protagonista con quien identificarse, aunque en este caso cuesta sentir empatía por Eva, no sólo por su falta de amor por Kevin, sino incluso por su resentimiento hacia él. Aún así, esa identificación termina surgiendo porque Eva, a pesar de por momentos incurrir en frases o conductas casi imperdonables (como cuando le dice al hijo que si él no hubiera nacido ella estaría de viaje en París), tiene, antes que nada, una patética dignidad, proveniente de su inquebrantable e infructuoso deseo de ser una buena madre. Eva es, ante todo, una mujer, una persona común, simple a pesar de su intelectualidad, que puede fallar como cualquiera. Su fracaso es tan estrepitoso como humano. Ramsay afirmó en diversas entrevistas que su obra no pretende ser un fiel reflejo de la realidad, remarcando el carácter de ficción y planteándola como una hipótesis. Y es cierto, Tenemos que hablar de Kevin está enmarcado como un escenario cuasi irreal, como un enunciado que debe ser todavía probado. Pero a la vez, el ser una hipótesis le da calidad de posibilidad, de chance de poder ser. Esa probabilidad latente que es la película termina golpeando como un martillazo.
Titanes y dioses a repetición Hay secuelas que precisan que el espectador haya visto la antecesora, como para que pueda situarse en el contexto, seguir a los personajes y sus historias, como El padrino II o Terminator 2. Pero también están las que funcionan como molde a repetición, repitiendo los acontecimientos de la primera parte en otro ámbito, por lo general más amplio y espectacular, al estilo Mi pobre angelito 2: perdido en Nueva York o, más recientemente, ¿Qué pasó ayer? Parte II. Se podría decir que en los primeros casos se puede avizorar una mayor chance enriquecimiento del universo en cuestión, procurando convertirlo en una saga en vez de una simple franquicia, aunque no se puede decir que esto funcione a la manera de un axioma. Pues bien, Furia de titanes 2 intenta por momentos entrar por la primera vertiente, pero al final se va inclinando por la segunda, buscando darle un poco de espesor a los personajes, aunque lo que termina imponiéndose es la pulsión por adjudicarle espectacularidad a las escenas de acción y lucha. Hay una evidente progresión en los aconteceres de los protagonistas: Perseo (Sam Worthington), que quiere olvidar un poco esa condición de semidiós, intenta vivir una existencia común y corriente como un pescador con su hijo Helius, pero los dioses vuelven a encontrarse en problemas. Y los problemas son peores que nunca, porque Cronos, padre de Zeus (Liam Neeson), Hades (Ralph Fiennes) y Poseidón (Danny Huston), ha hecho un pacto con el segundo de sus hijos y Ares (dios de la guerra e hijo de Zeus, encarnado por Edgar Ramírez), con lo que está a punto de liberarse de su prisión en el Tártaro, amenazando con desatar el infierno en la Tierra. Entonces Perseo debe calzarse nuevamente su armadura, aliarse con el hijo de Poseidón, Agenor (Toby Kebbell), y con Andrómeda (Rosamund Pike), y salir a repartir espadazos. Y uno (como en el caso de quien escribe) podrá no haber visto el primer film, pero sabe que lo que importa de verdad es lo concerniente a las batallas a gran escala, al puro entretenimiento. La cinta de Jonathan Liebesman entrega lo que pide su público y tiene una ventaja sobre otros exponentes del género épico, que es cierto grado de autoconciencia y humor, en especial a través de los personajes de Agenor y Hefesto (Bill Nighy). Esto le permite, a su vez, desarrollar mejor los vínculos familiares trágicos entre Perseo, Zeus, Hades y Ares, con todo su entrecruzamiento de lealtades, traiciones, rencores, que no dejan de tener cierto espesor. A esto ayudan mucho Neeson, Fiennes y Ramírez, que se toman sus papeles en serio, pero tampoco tan en serio, dándose cuenta de para qué están y lo que necesita la película. Igual, Furia de titanes 2 muestra varias deficiencias en la sucesión de acontecimientos, yendo de una pelea a otra, de una secuencia espectacular a otra más espectacular, sin detenerse con paciencia en lo que va narrando. Esto se ejemplifica claramente a través de las diversas criaturas con las que se enfrenta Perseo: la Quimera, el Minotauro y los Cíclopes aparecen simplemente como excusa, y no tienen ninguna clase de entidad como personajes, a pesar de toda la mitología previa que los rodea. Incluso Cronos, ese dios todopoderoso, que es el que desencadena toda la trama, termina siendo apenas un gigantote de fuego que dice con voz gruesa “Haaadesss” o “Zeeeeussss”. Ajá, que impresionante. ¡Caramba, que falta de imaginación! Aún así, Furia de titanes 2, dentro de sus limitaciones, cumple lo que se propone, sin dejar de exponer los alcances y límites de su género. Ni mucho ni poco, apenas lo suficiente.
Con algo más que la suerte de su lado Debo aclarar que sólo leí la entrega inicial de la saga literaria de Los juegos del hambre, pero no los dos siguientes libros, En llamas y Sinsajo, aunque uno ya puede hacerse una idea bastante sólida respecto a los méritos de la trilogía y las razones de su éxito. Al menos en la primera novela podemos encontrar una narración que, a pesar de estar dirigida al público juvenil, no ahorra una violencia que no sólo impregna el ámbito físico sino también el psicológico y el social, con doce distritos obligados a ofrecer cada uno dos jóvenes como tributo (el término de por sí los convierte en mercancía) en una competencia a muerte organizada por el Capitolio (otro término deformado hasta el extremo) y televisado a todas partes. A medida que se fueron anunciando los nombres detrás de la adaptación cinematográfica, la expectativa fue creciendo. No sólo por los integrantes del elenco, sino también por el director, Gary Ross, quien había demostrado en Alma de héroes que poseía la visión completa de lo que necesitaba una película deportiva basada en hechos reales: amor por los personajes y sus pequeños grandes logros, sentido épico, conciencia del vínculo entre deporte e Historia (así, con mayúsculas, con toda la carga política que implica), fisicidad en la puesta en escena. El enigma radicaba en si iba a poder plasmar en Los juegos del hambre el reverso de la moneda, el lado oscuro del deporte. La pericia del realizador iba a determinar si el film iba a tener vuelo propio o si se iba a parecer más a la saga Crepúsculo o las dos primeras películas de Harry Potter. Pues bien, ya desde su mismo comienzo, la versión cinematográfica de Los juegos del hambre apuesta a diferenciarse en la trama, estableciendo vínculos con el espíritu, la modalidad del relato, la construcción de personajes y el desarrollo de las temáticas. Para empezar, con un montaje a hachazos, que se emparenta con el estilo literario de la novela. Pero también con una vasta autoconciencia de las instancias del espectáculo y cómo se pueden adaptar a los moldes más siniestros. La sociedad que se describe es una de puras apariencias, exhibicionismo e hipocresía, con un contraste permanente con los doce Distritos. La textura fílmica y novelística se emparentan: sus enunciados no son precisamente sutiles, pero eso no resiente su impacto. Y si el film de Ross también se sitúa en el punto de vista de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence, probablemente en su mejor actuación), esa heroína imperfecta enfrentada a situaciones que la abruman, durante la mayor parte del metraje, no deja de permitirse el explicitar (o más bien espiar, casi como un testigo oculto) las acciones del Poder (seguimos con las mayúsculas) del Capitolio, manejando los hilos de los eventos, moviendo las piezas, con absoluta conocimiento de la falsedad de su accionar, de la deformidad de la competencia, de las luces del espectáculo que sólo iluminan lo conveniente, del horror disfrazado de telenovela romántica. Por eso, los personajes de Seneca Crane (Wes Bentley), el Organizador de los Juegos, y el Presidente Snow (Donald Sutherland, de taquito y brillante) tienen mucha más incidencia y no están casi en abstracto, como en el material de origen. En especial el segundo, a quien en un momento se le escucha una lúcida y a la vez cruel reflexión sobre la contención de la esperanza. Los juegos del hambre es una adaptación que obliga a preguntarse a los devotos de la novela sobre cuánto se pone de uno mismo en las imágenes, pero también al espectador que nunca visitó ese universo a no descartarla fácilmente. Esto se da no sólo por la innegable capacidad de Ross para hacer avanzar la historia ágilmente y sin pozos durante dos horas y media, con tensas y vertiginosas escenas de combate en donde se reflexiona crudamente sobre la violencia ejercida por los más jóvenes a la vez que se realiza una hábil labor de ocultamiento, sino por cómo piensa el texto de base. Allí entabla un paralelismo con Harry Potter y el prisionero de Azkabán, donde aparecía un director como Alfonso Cuarón con el atrevimiento de poner sus propias obsesiones y capacidades al servicio de un personaje emblemático. A diferencia de otras franquicias, la primera parte de Los juegos del hambre cumple con las expectativas y abre todo un abanico de posibilidades para las continuaciones. No es poco en estos tiempos de productos sin alma.
Dentro de la burbuja En los ochenta tuvimos Wall Street, cuando Oliver Stone tenía alguna que otra cosa interesante para decir sobre el mundo. Ya en el nuevo milenio, el talento del cineasta estaba evidentemente agotado y por eso la secuela era una completa tontería, sin nada para decir, excepto que siempre es bueno que la familia permanezca unida. Ahora aparece El precio de la codicia (traducción boba para el título original, Margin call, cuya traslación podría ser “Margen de riesgo”), que aborda de manera ficcional el comienzo de la crisis económica del 2008, con una firma financiera en la que uno de los empleados descubre que los números se están yendo al demonio, con lo que se inicia una maniobra de ventas que es puro humo, haciendo estallar todo el sistema por el aire y, obviamente perjudicando a los peces más pequeños y fortaleciendo a los más grandes. Desde el principio de la trama, con una sucesión de despidos masivos, donde sólo terminan quedando el 20 % de los empleados, el film exhibe un mérito: no redundar en explicaciones. Los distintos personajes utilizan términos económicos y matemáticos, pero no se detienen a esclarecer exactamente lo que están afirmando, algo que abunda demasiado últimamente en el cine hollywoodense, incluso en películas supuestamente “inteligentes” como El origen. Por eso la narración avanza sin prisa pero sin pausa y mantiene atento al espectador. Lo que se va desprendiendo claramente de El precio de la codicia es que los protagonistas y los hechos son creíbles cuanto menos abundan los diálogos. Un buen ejemplo es el personaje de Kevin Spacey, que arranca como un cínico y manipulador total, para terminar siendo alguien más consciente de ese cinismo y manipulación que lo constituye. Cuanto menos habla y más acciona a través del cuerpo, más se le cree su reacomodamiento. En cambio, cuando habla y se explica, es difícil creerle. A pesar de sus filosos diálogos -recitados por un ejército de peso pesados, como Jeremy Irons, Stanley Tucci, Demi Moore y Paul Bettany-, El precio de la codicia propone algo nuevo desde el silencio, cuando contempla las oficinas vacías o a los protagonistas esperando la hecatombe, mientras meditan sobre las terribles consecuencias de sus acciones como algo en abstracto. Porque, al fin y al cabo, de eso se trató siempre Wall Street: tipos que trabajan en torres de cristal, que funcionan como burbujas que los aíslan del mundo real y tangible, que piensan en términos macroeconómicos, pero jamás a niveles sociales o incluso microeconómicos. Sin el vuelo formal y narrativo de Red social, aunque con el mismo espíritu para reflejar ciertos comportamientos propios del capitalismo más salvaje, El precio de la codicia evoca con mesura un espacio off, correspondiente a la crisis, a punto de hacerse visible. La calma antes de la tormenta.
Entrar al vacío (literalmente) Para un agnóstico como yo, el cine de tipos como Gaspar Noé (o Alejandro González Iñárritu, o Lars Von Trier) es como tener que soportar un día entero a pura misa. No me malinterpreten: puedo no compartir los preceptos de las diversas religiones, pero no dejan de ser puntos de vista sobre la existencia humana. Las que realmente me alteran son las instituciones, de esas que se ponen nombres con mayúscula, como la Iglesia. Me sacan de quicio porque pretenden invadir la privacidad de todos los individuos, porque creen que su opinión es la única que vale y te condenan si pensás distinto. Encima, hay que admitir que en muchos casos tienen la fuerza del lobby y el marketing de su lado: políticos, publicistas, periodistas, comunicadores de todo tipo los ayudan a expandirse, y no tienen pruritos en recurrir a las peores tácticas para lograr sus propósitos. Pues bien, el realizador de Sólo contra todos e Irreversible, con sus aires de profeta sabelotodo, tiene una prepotencia cinematográfica (en el peor sentido del término) sostenida por un gigante como es el Festival de Cannes (donde presentó toda su obra), una entidad que, al igual que los Oscar, ha sabido crear e inflar a cineastas que poco han hecho para merecerse tanto prestigio. Encima, Noé es al cine como la Iglesia a la religión: invasivo, arbitrario, manipulador y con una mirada asquerosa, casi repulsiva sobre el mundo en que vivimos. Uno por momentos tiene ganas de decirle “che, ya sé que el mundo no es un lugar pleno de felicidad, pero tampoco para tanto”. Lo llamativo es que indudablemente posee talento y sabe cómo manejar las herramientas fílmicas: en sus films se pueden apreciar toda clase de manierismos en la puesta en escena (los largos y complejos planos secuencia son unos de sus recursos favoritos) y el montaje (que se percibe extremadamente planificado). El problema es que todo ese conocimiento y habilidad formal están puestos al servicio de una nada absoluta, que sólo busca provocar y generar polémica, aunque no haya una verdadera discusión de fondo. Lamentablemente, Enter the void sigue la misma tónica: una premisa supuestamente ambiciosa, con un joven dealer en Tokio que fallece en un tiroteo, para que luego su espíritu decida permanecer en este mundo, observando las desventuras de su hermana y rememorando los distintos acontecimientos que marcaron su vida, con referencias al Libro Tibetano de los Muertos, imágenes lisérgicas de todo tipo, grandes planos secuencia flotantes y pasajes con cámara subjetiva incluidos. Pero claro, también tenemos las crueldades gratuitas de turno (un aborto en primer plano, por ejemplo), bajadas de línea supuestamente sabias pero que dicen las mismas tonterías de siempre y la utilización de los personajes como títeres en pos de un mensaje. El relato termina siendo como la traducción de su título: una entrada al vacío. Pretencioso sin lograr sus objetivos, queriendo ser un melodrama contemporáneo pero mostrándose incapaz de conmover, Enter the void (y, obviamente, su autor, Gaspar Noé) quiere impactar en el corazón, pero sólo lo hace en la cabeza. Es que, después de sus 160 minutos, el espectador termina con un dolor de cabeza que ni les cuento. Un Migral, ahí.