Join the army La moral está baja en los Estados Unidos. Después de sendos fracasos en las campañas de Irak y Afganistán, parece que el ejército del país del norte necesita nuevas formas de motivar a la gente a enlistarse en sus filas. No basta con la ayuda de Michael Bay y sus Transformers y Pearl Harbors, hay que meterle en la cabeza a los jóvenes yanquis que ser un soldado americano puede ser una experiencia similar a la de jugar un videogame de guerra en vivo y en directo ¿Qué mejor propaganda entonces que una película en donde “nuestros valerosos Marines” tienen que vérselas con una invasión alienígena? Señores, bienvenidos a Invasión del mundo: Batalla Los Ángeles. Ok, dejemos de lado el hecho de que se trata de un obvio panfleto pro-militar y pasemos a analizar la película en sí. El comienzo no puede ser más prometedor, con el batallón subido a un helicóptero y a punto de entrar en acción, en medio del miedo y la incertidumbre de no saber a qué se están enfrentando realmente. Esa mezcla de euforia y pánico entre los soldados al ver la destrucción provocada por cientos de naves extraterrestres que invaden la tierra no puede ser menos que contagiosa. Lamentablemente, luego viene un corte a negro y un cartel que dice “24 horas antes de la invasión”. Sí, es hora de conocer un poco a nuestros futuros héroes: el sargento a punto de retirarse, el otro que se quiere casar, uno que está esperando un bebé, el que tiene traumas psicológicos y la lista de clisés sigue y sigue. No tengo problemas con el hecho de jugar con ciertos estereotipos del cine bélico, pero la poca originalidad del guión es demasiado evidente acá. Y más todavía cuando lleguemos al centro de la acción una vez empezada la batalla, en donde es prácticamente imposible diferenciar un personaje de otro, gracias a una cámara en mano vertiginosa salida de la escuela de Paul Greengrass. Sin embargo, en el plano de la acción en sí es donde el film encuentra sus méritos. El enfoque del director es muy claro; se trata de recrear La caída del halcón negro con bichos en vez de somalíes, usando auténticas tácticas militares y un tratamiento más cercano al cine bélico que a la ciencia ficción más humana de La Guerra de los mundos o la reciente Skyline. Y aunque por momentos tanta cámara movediza nos distancie un poco de la acción, también sirve para acrecentar la sensación de pánico que se vive en la pantalla. Qué lástima entonces que semejante labor técnica tanto en imagen como en sonido (les recomiendo una sala con mucho surround para disfrutarla en su plenitud) quede a veces aplastada por un guión pobre que obliga a un actor sólido como Aaron Eckhart a tirar frases como “De ahora en más eres mi pequeño Marine” (esto dicho a un pequeño latino que acaba de perder a su padre). En conclusión, Batalla: Los Ángeles entretiene y no es un desastre absoluto, pero sí una oportunidad perdida. Si se hubiera asumido más como película tonta de acción y menos como video de reclutamiento militar, el resultado podría haber sido mejor. Con lo que hay, prefiero prender mi Playstation y seguir jugando al Call of Duty.
Busco mi destino Antes de ser conocido como el director de la saga Piratas del Caribe, Gore Verbinski empezó su carrera como realizador de comerciales. El más conocido es el de las tres ranas de Budweiser, esas que aparecían a cada rato cantando la marca a coro. Son propagandas cortitas, que apenas duran quince segundos, pero en ese breve lapso se podía ver a un realizador interesado por capturar la personalidad de esos anfibios y con cierta sensibilidad por lo raro. Esa locura y ese amor por el slapstick animal propio de los mejores cartoons de la Looney Tunes aparecería en su máxima expresión en su debut en la pantalla grande, con la subvalorada Un ratoncito duro de cazar, suerte de mezcla extraña de Tom y Jerry con el humor negro de los hermanos Coen. Luego vinieron otras películas un poco más olvidables hasta llegar a lo que fue el gran éxito de su carrera hasta ahora, con las películas protagonizadas por el gran capitán Jack Sparrow de Johnny Depp. Y si bien algo de la impronta de Verbinski puede avizorarse en el primer film de la trilogía y en algunos pasajes de la segunda, daba la sensación de que esa obsesión por lo extraño e inusual estaba restringido por los dictámenes de la corporación Disney, más preocupada por mantener una franquicia a flote cueste lo que cueste. Pero como le había sucedido hace unos años a otro verdadero autor como Sam Raimi, que abandonó la saga de Spider-Man por la personalísima Arrástrame al infierno, a Verbinski le dieron rienda suelta para que haga lo que quiera, y el resultado es esta cosa tan rara y tan magnífica llamada Rango. Seguro vieron los avances previamente, pero les aseguro que ningún trailer puede representar el carácter bizarro y fascinante que tiene este film. Ya desde la escena inicial, con la lagartija del título recreando historias en su imaginación dentro de su pecera junto al torso de una muñeca y un pescadito de juguete, sabemos que estamos ante algo diferente, fuera de toda norma. En esa escena vemos que el bicho siempre actúa de héroe de sus propias historias inventadas, pero como él mismo dice, carece de la motivación suficiente que lo lleve a comprometerse con ese papel. La oportunidad de hacerlo le llegará cuando, luego de un accidente que lo deja varado en pleno desierto, vaya a parar al desvencijado pueblito de Dirt, acosado por la falta de agua. Una vez allí el verdoso camaleón asumirá la identidad de Rango, será declarado sheriff por el alcalde y se convertirá en la única esperanza de los habitantes del pueblo, que desconocen que están ante un farsante. Las referencias van a volver loco a más de un cinéfilo, desde los paisajes de desierto propios de los mejores westerns de John Ford hasta similitudes con Chinatown, escenas oníricas propias de Alejandro Jodorowsky, alusiones tanto visuales como musicales al cine de Sergio Leone, y hasta escenas de acción que parecen mezclar lo mejor de películas como Star Wars e Indiana Jones. Pero a diferencia de los dibujos de Dreamworks, que utilizan las citas para ocultar que no hay nada detrás, en Rango el director se adueña de ellas y las integra a la historia como si fueran propias, sin guiñar el ojo a la pantalla buscando complicidad, sino como herramientas que empujen la historia hacia adelante. La atención al detalle prestada por Verbinski junto a su equipo de colaboradores de Industrial Light & Magic es demasiada para el ojo humano. No estamos ante animalitos dulces y cariñosos como para poner en la cajita feliz de un McDonald´s, sino ante bichos sucios y malolientes, de esos que vemos en medio de una ruta y tratamos de no pisar con el auto. Desde una tortuga que se mueve en silla de ruedas hasta un coro de búhos mariachis que predicen la muerte del protagonista a cada rato, con Rango inmediatamente nos damos cuenta de que no estamos ante algo pensado por un comité de ejecutivos, sino ante el resultado de la creatividad y la astucia de un grupo de artistas que quisieron hacer algo extraño y fuera de lo establecido por el mercado cinematográfico infantil. Como le dice el villano al protagonista por la mitad del film, a veces la gente tiene que creer en algo que le dé esperanzas. Yo sí tengo esperanzas, de que existan más directores alocados como Verbinski y sobre todo de que sigan habiendo películas tan originales como Rango.
El lado oscuro del corazón El debate es interminable. Que la película es esto, que Aronofsky es lo otro. Que Polanski esto, que Cronenberg lo otro, etc. etc. Pero algo es indiscutible, y es que El cisne negro genera sensaciones fuertes en el espectador, ya sea un amor desbordante o un odio furioso (algunos críticos importantes la calificaron con un 0). El film cumplió su objetivo: el de tener a todos hablando. Intentaré poner un poco de paños fríos a la contienda, pero algo es claro en este asunto, y es que sólo las obras hechas con mucha pasión por lo que se está contando pueden generar semejantes reacciones de amor/odio. Ahora bien, si me preguntan a mí qué es El cisne negro, la respuesta es simple: se trata del trash en su máxima expresión, y no lo digo como algo negativo sino todo lo contrario. Si se hubiera hecho en los noventa, no tengo dudas de que la dupla Paul Verhoeven/Joe Eszterhas la hubiera filmado y una joven Sharon Stone la hubiera protagonizado. El tema es que estamos en el siglo XXI y la película es de Darren Aronofsky, aquel que tanta controversia generó con la abominable Réquiem por un sueño (el peor comercial antidrogas que vi en mi vida), con las rayadas Pi y La fuente de la vida, y quien se encargó de devolverle el estrellato a Mickey Rourke en El luchador. Su cine no es el de las segundas lecturas ni los tonos grises, más bien es el de la provocación y el dolor en su faceta más carnal. Es que los cuerpos y su gradual descomposición a lo largo del tiempo son los temas de cabecera del realizador, y cada una de sus películas se ha encargado de retratarlos de la forma más dolorosa y visceral posible. Sabiendo esto, ¿qué mejor película para él que la historia de una bailarina de ballet clásico que decide sacrificar su cuerpo y su sanidad mental en pos de lograr la perfección artística? En una entrevista que leí cuando presentó la película en el festival de Toronto el año pasado, Aronofsky manifestó que veía a El cisne negro y El luchador como películas complementarias, y que esperaba que en un futuro pudiera realizar una doble función con ambas proyectadas una atrás de la otra. Es cierto, hay similitudes entre las dos, ambas tienen protagonistas que deciden alcanzar la perfección en sus respectivas artes, y deciden finalmente realizar el sacrificio definitivo sin importar sus consecuencias, ya sean físicas o mentales. Pero mientras que en El luchador Aronofsky optaba por la solemnidad y el tono depresivo para narrar el ascenso y (sobre todo) caída de su Randy “The Ram” Robinson, en Black Swan se va al terreno del terror en su vertiente más grandilocuente y pesadillesca, desde el juego de dualidad propio de Brian De Palma hasta el erotismo latente de Lynch, Polanski y el ya citado Verhoeven. Por eso la cámara en mano sigue constantemente la espalda de Nina Sayers, la envuelve en ambientes extremos (espejos por todos lados, corredores interminables, boliches con música tecno infernal), la coloca en un laberinto mental del cual jamás podrá escapar si es que no se deja llevar por sus impulsos primarios. Es que además de ser una historia de sacrificio y locura, El cisne negro es el cuento de una nena de mamá que de a poco empieza a descubrir lo que es su cuerpo y su instinto le pide a gritos que se suelte de una buena vez. Ese despertar sexual de Nina es el que la despojará de ese mundo color rosa y lleno de peluches al que fue llevada por su madre hasta liberarla definitivamente. Pedirle a Aronofsky que filme todo esto con la sobriedad de un Clint Eastwood es inútil, sólo hay que dejarse llevar por el ballet endemoniado que tanto el director como la protagonista nos proponen. Toda perfección se consigue siempre y cuando uno deje entrar la oscuridad en su interior, parece decirnos Aronofsky. Y allí estará Natalie Portman, el conejillo de indias de este científico loco, para padecer los macabros experimentos de su creador. Se lo podrá discutir, hasta repudiar por tal extremismo, pero algo es seguro: nadie va a poder ignorar a El cisne negro. Y con la mediocridad que reina hoy día, eso es todo un logro.
Más corazón que odio La Temple de acero original, de 1969, fue y será recordada por ser la película que le dio el único Oscar de su carrera a John Wayne, donde interpretaba al tuerto y borracho alguacil Rooster “El gallo” Cogburn. En esa película a Wayne se lo ve viejo y gordo, y esa imagen servía para representar el estado en que se encontraba el western de aquella época. Se estaba acabando la era dorada del género que tuvo su esplendor en las décadas del 40 y 50, y se daba paso a un enfoque revisionista que más adelante encontraría su pico máximo con Los Imperdonables, la obra maestra de Clint Eastwood. Desde ese punto era entendible que los hermanos Coen, expertos en tomar géneros como el noir y la screwball comedy para revisarlos bajo su mirada irónica y desafectada, hayan querido retomar la historia que tiene su origen en una novela de Charles Portis del año 1968. Sin embargo, transcurridos los primeros minutos de la actual Temple de acero, queda claro que la intención de los hermanos es completamente diferente. No es que falten la ironía y el humor absurdo propios de su filmografía, pero a diferencia de sus anteriores películas como Sin lugar para los débiles o De paseo por la muerte, no hay una mirada cómplice detrás de lo que se nos esta contando: estamos ante un western hecho y derecho, sin guiños ni relecturas de ningún tipo. En esta ocasión los hermanos se tomaron las cosas en serio y sus manos dentro del relato son mucho menos visible que en otras películas como Un hombre serio, donde sus huellas quedaban impresas por todos lados. Leí en algún lado que el objetivo de los Coen con esta nueva versión era la de ser más fieles a la novela original de lo que había sido el film de Wayne. Si bien no leí el libro de Portis hay que decir que aunque el argumento recorra el mismo camino en ambas versiones (una joven de 14 años llamada Mattie sale en busca del asesino de su padre junto a un alguacil borracho y un oficial de Texas) hay algunos aspectos fundamentales con los que los Coen hacen la diferencia. El más trascendente es darle el protagonismo mayor al personaje de Mattie, que en la original era (obviamente) opacada por la inmensa figura del Rooster de Wayne. La Mattie Ross versión 2011 es quien tiene el auténtico temple de acero en la película, no sólo para adentrarse en la peligrosa aventura que es encontrar al asesino de su padre, sino también para enfrentarse cara a cara con cualquier adulto que se le cruce; como en la excelente escena en la que con su astucia y verborragia logra negociar a su favor el precio de unos caballos. Ese ingenio de Mattie contrastado con la tosquedad de Cogburn (interpretado aquí por un increíble Jeff Bridges) constituye el motor por el cual se mueve la película. Los intercambios verbales entre estos disímiles personajes (al que también se suma el caricaturesco Ranger LaBoeuf que hace Matt Damon) podrían considerarse como los momentos más característicos del cine de los Coen que tiene esta nueva Temple de acero. Pero avanzado el relato, y bien hasta el final de la película, la relación entre Mattie y Cogburn crece desde la incredulidad y la desconfianza hasta el respeto y la admiración mutua. Ahí es cuando algo nos empieza a hacer ruido. Sí señores, aunque no lo quieran hacer muy evidente, la ironía y el distanciamiento propio de los hermanitos ha sido reemplazado por algo similar a los sentimientos y la emoción. Es que como dice una Mattie cuarentona y más sabia al final de la película, el tiempo se nos escapa a todos. Parece que los Coen están de acuerdo, aunque con ellos nunca podemos estar seguros.
Luchamos y nos divertimos Las expectativas eran extrañas antes de ver El avispón verde. Recuerdo cuando Kevin Smith anunció hace bastante tiempo que iba a dirigir esta adaptación de la vieja serie de televisión que hizo saltar a la fama internacional a Bruce Lee. Eso no me interesaba mucho, dada la poca capacidad de Smith como director con dotes visuales (ojo, me gusta el tipo, pero convengamos que su fuerte son los diálogos irónicos con referencias a la cultura nerd). Después escuché que Seth Rogen se hacía cargo del proyecto como guionista y protagonista, y que el genial Stephen Chow (Shaolin Soccer, Kung-Fusion) no sólo iba a ser el director sino que también iba a interpretar al ayudante Kato, y allí mi interés subió hasta el cielo. Pero parece que hubo ciertas diferencias entre Rogen y Chow sobre el tono general de la película (por lo que leí en algún lado, Chow quería que el héroe principal manejara a Kato con un control remoto) y lamentablemente el astro chino se volvió a su país natal. Así, cuando parecía que el proyecto se caía definitivamente, apareció Michel Gondry. ¿Me están diciendo que el hiper creativo y ultra delirante director de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y La ciencia del sueño se iba a hacer cargo de una película de superhéroes? La idea era tan extraña como desconcertante, y el resultado podía haber sido algo genial o catastrófico. La curiosidad todavía estaba presente. La realidad es que al ver El Avispón verde nos damos cuenta de que no estamos ante una película de Michel Gondry, sino ante una de Seth Rogen. Ojo, el toque Gondry aparece a cuentagotas a lo largo del film, pero el tono general es 100% proveniente del autor de Supercool y Pineapple Express junto a su fiel coguionista Evan Goldberg. No solamente el estilo de humor es similar al de aquellos filmes, sino que El Avispón verde comparte con ellos una idea en común: la de los lazos de amistad entre hombres. Sí, antes que un film de superhéroes (que lo es y a mucha honra) El avispón verde es una auténtica bromantic movie, una en la que los dos protagonistas, el Britt Reid de Rogen y su asistente Kato, encuentran en los disfraces, las máscaras y los gadgets la posibilidad de cumplir la fantasía que tanto anhelaron de chicos, y que fue impedida por James Reid, padre del primero y jefe del segundo, cuya misteriosa muerte sirve como disparador de la historia. Gondry se dedica a seguir la relación entre ambos, desde la fraternidad y la diversión que supone el hecho de crearse una identidad secreta para salir a combatir el crimen hasta los celos y la envidia por decidir quién la juega de héroe y quien de secuaz de héroe. El sello del director sólo puede verse en el desarrollo de algunas escenas de acción (las peleas con “Katovisión” por ejemplo) y en algunas secuencias de montaje en las que hace un creativo uso de la pantalla dividida. A fin de cuentas, poco importa si el estilo Gondry está presente o no en la película, mientras que el interés se mantenga en el dúo de superhéroes. En ese sentido, El avispón verde es todo un logro, porque esa felicidad que Britt y Kato irradian cada vez que salen a luchar contra el mal por las calles es la que tenemos nosotros cuando vemos a esta particular pareja imponiendo su extraño y delirante sentido de la justicia.
Oscuridad no es terror Antes de su estreno, a La casa muda la estaban vendiendo de dos formas. Por un lado se la promocionaba como una película de terror producida en conjunto por Argentina y Uruguay (como si el sólo hecho de que acá se pueda hacer cine de terror ya fuera un elogio en sí). Por el otro, nos anticipaban el gran hallazgo de haber sido filmada con una sola cámara y en plano secuencia, o sea, sin cortes de ningún tipo (al estilo La soga de Hitchcock, que como todos saben tiene varios cortes). Uno entiende que en estos últimos tiempos el género de terror hizo del marketing y el misterio sus mejores armas para captar la atención del público (pregúntenle sino a los productores de Actividad paranormal), pero la verdad la conocemos todos: con saber vender tu proyecto no alcanza si no tenés una película que banque semejante promoción. Ojo, durante la primera parte de La casa muda la cosa no viene mal. Vemos a una chica y a su padre ingresando a una casa desvencijada y sin luz en medio del campo. Con una cámara en mano se sigue el trayecto de ella sin abandonarlo nunca. Hasta ese momento los climas generados por el director Gustavo Hernández nos prometen la tensión de que en cualquier momento puede pasar algo aterrador, pero también hay cosas que empiezan a hacer ruido: ¿por qué si todavía es de día a nadie se le ocurre abrir una ventana para que entre más luz en la casa? Pequeños detalles como estos, o el hecho de que la chica hable con su padre susurrando cuando todavía no pasó nada terrorífico y no hay nadie que pueda escucharlos, nos hace pensar que el realizador partió de una idea clara para encarar la historia (utilizar la oscuridad y el fuera de campo visual y sonoro como herramientas para generar miedo) pero que no supo crear una estructura sólida para rodear esa idea. Esto da como resultado un film que llega a tener, por momentos, los climas de tensión deseados, pero sin lograr llevar la historia más allá de eso. Y para colmo, hacia el final se reserva una vuelta de tuerca que quien haya visto un par de películas recientes del género sabrá adivinar enseguida (¡ejem, Alta tensión, ejem!). En cuanto a la tan publicitada “filmación con una sola cámara”, si bien es cierto que la película contiene varios planos secuencia de larga duración, es tal la oscuridad de la imagen que uno puede llegar a creer que el efecto haya podido falsearse en ciertos pasajes. Lo que nos deja La casa muda como conclusión es que los actuales directores de cine de terror prefieren inspirarse más en El proyecto Blair Witch que en el cine de John Carpenter o de Wes Craven. Y eso sí es algo que mete mucho miedo.
Si Alfred los viera Se puede imaginar por qué Angelina Jolie y Johnny Depp se sintieron atraídos con este proyecto. La verdad, ¿quién no querría pasarse unos meses filmando en la hermosa Venecia y encima tener la posibilidad de vestir ropas de diseñador carísimas, usar joyas deslumbrantes y entrar en los hoteles más lujosos del mundo? Además, el éxito de taquilla mundial estaría asegurado, ya que las caras de ambos actores en un póster garantiza de por sí la presencia del público en las salas. Hasta se debe haber especulado con todo lo que dirían los programas de chimentos durante el rodaje para conseguir publicidad gratis (¡Uy, parece que Brad se puso celoso con las escenas de amor que Angelina tiene con Johnny!, ¿Se vendrá el divorcio?). El problema es que si bien los productores deben haber tenido en cuenta todos estos pasos a la hora de concebir El turista, se olvidaron de un pequeño detalle: el de hacer un guión medianamente interesante que justifique semejante emprendimiento. Construida en plan “tratemos de recrear lo que tan bien hizo Hitchcock con Intriga Internacional y Notorious pero sin un mínimo de onda y de astucia”, El turista hace más agua que toda la que contienen los canales de Venecia. La historia de dos desconocidos sumergidos en una aventura en donde intervienen tanto la mafia rusa como la Interpol ya se vio antes y mucho mejor hecha, tanto por maestros como Hitchcock como en películas más contemporáneas como El caso Thomas Crown (si no la vieron alquílenla o bájenla ya por favor). No sólo el director Florian Henckel Donnersmarck no tiene ni la mínima idea de cómo generar tensión y darle cierto ritmo e intriga a la historia, sino que además falla en crear algún tipo de química entre la pareja protagónica. A Depp se lo ve en plan “todavía no me saqué a Jack Sparrow de la cabeza” y solamente se limita a poner caras de asombro y protagonizar momentos que se suponen graciosos pero que carecen de todo timing de comedia (ejemplo, la persecución por los techos de un hotel). En cuanto a Angelina, creo que esta película demuestra que los roles de mujer glamorosa que esconde secretos definitivamente no son lo suyo, a diferencia de las películas de acción puramente física como Salt, que es donde más se luce. El problema es que estamos tan acostumbrados a ver a la Angelina real paseándose por la red carpet usando vestidos de Versace con su rostro y cuerpo perfectos que la sola idea de soportar eso en una pantalla grande se vuelve algo aburrido y carente de imaginación. Si a todo esto le sumamos un guión que se propone ingenioso sumando vueltas de tuerca y traiciones por doquier pero fallando constantemente en provocarnos alguna sensación que siquiera se acerque a la intriga o el suspenso, nos queda decir que El turista es una oportunidad perdida al no poder hacer algo mejor contando con las dos estrellas más grandes del Hollywood actual. Pero quizás la película nunca estuvo destinada a nosotros, sino a esos chimenteros y a esas revistas que tantas páginas y tapas llenan con sus rostros y sus asuntos “del corazón”, como se dice.
Cumple y dignifica Dios bendiga a Tony Scott. Ya sé, suena cursi y ridículo decir esto del director de Top gun, Días de trueno y Marea roja, pero en este momento lo siento así. ¿Tienen idea de lo afortunados que somos de tener un director como él hoy en día? En este mundo de posmodernos cancheros, de “nos hacemos los cool con camaritas digitales y mil cortes por minuto y fotografía súper canchera y encuadres raros”, Tony Scott constituye un oasis, el de la sofisticación, el profesionalismo y la confianza para saber dónde hay que estar parado para contarnos una historia. Pero acá viene lo gracioso de este asunto, porque Tony Scott es efectivamente un cineasta posmoderno, su fotografía es súper canchera y sus películas (sobre todo desde Juego de espías en adelante) suelen tener mil cortes por minuto. ¿Cuál es la diferencia entonces entre los chicos cool y el cine de Tony? Es el oficio, básicamente. Mientras que los Guy Ritchies de este mundo se regodean con la técnica y el esteticismo visual al punto de ponerlos por encima del relato, Tony Scott los utiliza como auténticas herramientas de narración, como medios para un fin, y ese fin en todo su cine es el de generar adrenalina constantemente. Es por eso que cada vez que encuentro Hombre en llamas, El último Boy Scout o Enemigo público haciendo zapping me quedo enganchado aunque las haya visto mil veces, no porque quiera encontrar detalles que no vi antes, sino porque me siento arrastrado por la velocidad y la pulsión constante que generan sus películas. En este marco, la historia de un tren cargado de explosivos que avanza sin freno alguno y debe ser detenido antes de que estalle en un pequeño pueblo es ideal para las sensibilidades de Scott, y vaya si lo hace notar. Con su fiel protagonista Denzel Washington al frente del asunto, el realizador saca a relucir todo su arsenal visual para narrar los esfuerzos de dos operarios de trenes por intentar frenar a toda costa este auténtico demonio sobre rieles. Con sus múltiples cámaras captando la acción desde varios puntos de vista, un montaje frenético e innumerables planos de reacción –tanto de noticieros como de los personajes secundarios- de lo que sucede en pantalla, Scott filma la acción como si estuviéramos viendo la dramática final de un mundial de fútbol. Ese carácter épico que le imprime al relato (pero se trata de una épica donde la acción es la única protagonista), esa apuesta a que todo lo que sucede delante nuestro parezca creíble y auténtico por mas ridículo que sea, es lo que separa a Imparable de cualquier película pochoclera que se haya estrenado en este último tiempo. Y eso se debe solamente a la habilidad y el timing de Scott como narrador para saber cuándo apretar el acelerador (que lo hace mucho acá) y cuándo meter el freno de mano para desarrollar a los personajes (aunque aquí es lo que menos importa). Pero hay un pequeño mérito más que hace de Imparable una película especial dentro de su género, y es que los héroes del film no son gente importante ni especial, son simplemente laburantes, hombres pertenecientes a la clase trabajadora norteamericana que sienten la misión como un deber a cumplir, como algo que hay que hacer y punto, sin redenciones ni segundas oportunidades. Ese profesionalismo de los protagonistas se puede comparar con la carrera de Tony Scott, un director que hace su trabajo con solvencia y eficacia, aunque se trate de llenar un tren con explosivos, filmar esa bomba a toda velocidad y salir sano y salvo.
Fuck this planet Skyline representa un síntoma que lamentablemente cada vez se hace mas común en Hollywood: el creer que con una sola imagen como gancho se puede hacer una película. El avance del filme mostraba una breve escena que generaba cierta expectativa, la de una nave espacial aterrizando en Los Ángeles (¿adónde si no?) y succionando humanos como si fuera una aspiradora gigante. Quizás esa imagen fue suficiente para que los directores consiguieran financiación, pero eso solo no hace una película. La realidad es que durante la primera hora y pico de Skyline parece que estamos ante una mediocre película de fin del mundo. Por suerte el desenlace la transforma de una película floja en uno de esos filmes que de tan malos terminan siendo, bueno, también malos, pero al menos son de una maldad simpática. Ya retomaremos este asunto mas adelante. Dirigida por unos tales hermanos Strause, diseñadores de efectos digitales devenidos directores (sigan con lo primero por favor), Skyline pertenece a ese subgénero dentro de las películas de invasiones extraterrestres que podríamos llamar “la mirada humana”, en el que acontecimientos catastróficos tipo fin del mundo son presenciados desde el punto de vista de personas comunes y corrientes, generalmente familias disfuncionales como en La guerra de los mundos o Señales. El problema aquí es que para los hermanitos Strause ese punto de vista reside en un grupo de jóvenes millonarios que viven en un penthouse espectacular con pileta, persianas automáticas y todos los lujos, provocando cero identificación por parte nuestra. Todo comienza cuando Jarrod llega con su novia Elaine a Los Angeles invitado por su mejor amigo Terry, dueño de dicho penthouse que se dedica a diseñar efectos por computadora para filmes (démosle crédito a los Strause, los tipos escriben sobre lo que saben). Hasta aquí pareciéramos presenciar esos típicos dramones de televisión por cable al estilo The OC o Gossip Girl en el que muchachos carilindos que viajan en Ferrari y escuchan rock alternativo no pueden ser felices con sus parejas (a Jarred le ofrecen trabajar en LA y la novia no quiere, ella está embarazada pero no sabe como decírselo, etc.), lo que hace que uno desde la butaca esté impaciente por que aparezcan los malditos aliens y se lleven a todos estos pantristes de una buena vez. Cuando por fin llegan esas naves espaciales emanando una luz celeste que hace que la gente quede hipnotizada y termine siendo succionada, parece que lo divertido va a empezar, por que ya nos estábamos cansando de tanta telenovela previa. Pero aquí radica el otro grave error de Skyline: no sólo que no nos importe nada la suerte de estos modelitos de Pancho Dotto sino que cada decisión que toman a la hora de enfrentar la situación parece volverlos más idiotas de lo que eran antes. Que nos quedamos en el edificio, que salimos porque en el agua parece que los bichos no atacan, en fin, los típicos dilemas sobre qué hacer cuando el mundo allá afuera parece estar extinguiéndose (en un momento de máxima tensión Elaine y la mujer de Terry discuten por la decisión de la segunda de ponerse a fumar estando Elaine embarazada, ¡dramático!). El tema no es la falta de interés en esta clase de conflictos, sino también la pasividad de los directores para lograr al menos una puesta de escena interesante que justifique la estadía de los personajes en el edificio mientras ven que del otro lado de la ventana parece haberse desatado una guerra interplanetaria. Pero por suerte para estos modelitos los alienígenas no parecen tener una inteligencia mayor a la de ellos que les permita atraparlos, ya que si bien tienen toda la tecnología disponible para llevarse millones de personas de un saque, les cuesta una vida tratar de abrir una puerta cerrada con llave o atravesar una ventana cerrada con persianas automáticas. ¡Ah! Y tomen nota en sus casas; si bien estos bichos cuentan con un arsenal capaz de derrotar al ejército americano, basta con el amor al prójimo y la fuerza de voluntad de los humanos para poder vencerlos a puño limpio, como lo hace nuestro amigo Jarrod cuando una especie de alien con forma de pulpo está por llevarse a su amada sobre el final. Así, llegamos al desenlace (alerta de SPOILER por si no quieren saberlo). Una vez que los esfuerzos por sobrevivir fueron inútiles, la pareja protagónica es succionada por la nave espacial, lo que nos lleva al interior de la misma. Ahí vemos que los aliens le sacan el cerebro a la gente y se los ponen de sombrero (por qué motivo, no se sabe). Mientras a Elaine (que está embarazada, recuerden) están por liquidarla, un alien se pone el cerebro de Jarrod y empieza a actuar extraño y con dolores de cabeza. ¿Qué hace el bicho cuando la ve a Elaine a punto de morir? ¡Decide entrar en acción y protegerla matando a todos los otros bichos que estaban ahí! Así, el plano final nos muestra a Jarrod alienígena tomando a la bella Elaine en sus brazos al mejor estilo La bella y la bestia. ¿Se viene una secuela? ¿Podrá el hijo de ambos aceptar la nueva condición del padre? ¿Puede haber sexo interracial entre humanos y extraterrestres? Y lo más importante: ¿nos importa todo esto, o nuestros cerebros también fueron extraídos mientras mirábamos la película y no nos dimos cuenta?
Magia negra En Mar del Plata NO se estrenó Harry Potter, y un pequeño cinéfilo indignado pasó por la puerta del Ambassador, sede del Festival, y gritó sacando la cabeza por la ventanilla: ¡¡¡Harry Potteeeeeeeeeeeeeeeeeeer!!! Pero mientras tanto, en Buenos Aires, nuestro experto Santiago asistía al estreno y acá nos cuenta lo que pudo pensar en medio de los gritos de las chicas. Antes que nada, comento mi relación con el universo Potter. Allá por el año 2000 recuerdo haber leído Harry Potter y la piedra filosofal, y quedé enganchado, tanto que no sólo me compré inmediatamente el segundo libro, sino que esperé ansiosamente el estreno de la primera película (que por lejos es la peor de toda la saga). Para cuando llegué al tercer libro, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, empecé a distanciarme del mundo del joven aprendiz de mago. Lo que siento con los libros de Potter, y que de alguna manera se extiende al universo cinematográfico, es que J.K. Rowling intenta crear una mitología tan compleja alrededor del personaje principal, con una innumerable cantidad de personajes y elementos que aparecen y desaparecen de las historias, que al final me cansé y abandoné la lectura por el cuarto libro. Total, si las películas son adaptaciones bastante fieles a las novelas ¿para qué me iba a molestar en seguir leyéndolas? Por suerte, ese problema fue fácilmente solucionado en el traspaso a la pantalla grande. Es realmente admirable en ese sentido el trabajo del guionista Steve Kloves (autor de todas las películas de la saga), que logra condensar tanta información y hacerla fácilmente digerible para el espectador que no se haya leído los libros millones de veces. Es que Kloves decide concentrarse en lo que Rowling, a medida que pasaron los libros, pareció olvidar. Lo mejor de esta saga no pasa por los hechizos, las varitas mágicas o los partidos de Quiditch. Lo que más nos atrae de Harry Potter es la relación que se va desarrollando entre Harry, Ron y Hermione, y cómo se va complejizando esa amistad a medida que avanzan las historias. En Las reliquias de la muerte Parte 1, esta relación entre el trío protagonista llega a un punto de inflexión importante. El comienzo de la película, en el que vemos a cada uno separándose de sus respectivas familias (lo más duro es ver a Hermione borrándose de la memoria de sus padres) da la pauta del grado de madurez al que han llegado los personajes. Son tiempos oscuros los que se aproximan para ellos, con Dumbledore derrotado y Voldemort al mando del universo de los no muggles, y el camino que se aproxima estará lleno de pérdidas y de dolor. Hemos acompañado durante casi una década a Harry desde los momentos de máxima felicidad –cuando descubría Hogwarts por primera vez- hasta hoy, donde la oscuridad se adentra cada vez más en su interior, y su amistad con Ron y Hermione será puesta a prueba. A diferencia de las películas previas, en Las reliquias de la muerte ya no somos sometidos a la clásica estructura narrativa en la que Harry vuelve a Hogwarts y encuentra un misterio particular que debe resolver. La acción ahora transcurre en las afueras, en donde el trío deberá encontrar los horrocruxes que contienen el alma de Voldemort y destruirlos, mientras los persiguen los secuaces del villano. Esta nueva estructura permite que pasemos más tiempo junto a ellos mientras acampan y discuten como continuar la búsqueda. Así, los celos y la tensión entre los amigos vuelven al relato mucho más interesante que la típica historia dentro de la escuela que sucedía en los episodios anteriores, y es aquí también donde los actores se ponen a la altura de la oscuridad que la historia requiere. Sobre todo Ron, que antes cumplía la mera función de ser el comic relief de la saga. Pero pese a estas mejoras en lo narrativo, todavía persisten algunos problemas en el mundo cinematográfico de Potter. En primer lugar, ¿me parece a mí o esta es la saga con mayor cantidad de McGuffins en la historia del cine? No me gusta cuando se empiezan a acumular Horrocruces, Piedras filosófales, Cálices de Fuego o en este caso, reliquias de la muerte, como mera excusa para hacer avanzar la acción. Es un recurso fácil que nos distrae de la atracción principal que es el desarrollo de los personajes, y hace que la historia se asemeje a un videogame como el Zelda en donde hay que encontrar tantos objetos mágicos para pasar de nivel. Otro problema son los personajes adultos. Es una lástima ver a los mejores actores de Inglaterra apareciendo pocos minutos y diciendo no más de cinco líneas, como es el caso de Bill Nighy, un actorazo condenado a decir un par de frases y morir fuera de cámara. Estos reparos ya se notaban en los últimos capítulos, y poco han hecho tanto Kloves como el director David Yates para solucionarlos. Es una sensación rara la que tenemos cuando la historia llega a su final. Primero sentimos que fuimos estafados, por haber sido espectadores no de una película completa sino de la mitad, y va a ser necesario ver el desenlace para saber si la decisión de dividirla en dos partes es acertada. Pero al mismo tiempo, es tan largo y complejo el viaje que hicimos junto a Harry a lo largo de siete películas, que no nos queda otra que esperar con ansiedad a junio del 2011 para poder presenciar la conclusión definitiva. ¿Esto quiere decir que los creadores hicieron bien su trabajo, o que estamos hartos y queremos que de una vez por todas se termine este fenómeno? Quizás haya un poco de las dos cosas.