A lo mejor el público argentino no sepa quién fue el presentador de televisión norteamericano Fred Rogers, pero se le puede garantizar que era un ser tan agradable y positivo como el Tom Hanks que le da vida en Un Buen Día en el Vecindario. Hablamos de un dato que suma para versados en el tema, pero no es indispensable para que la película haga llegar su mensaje. Un Buen Día en el Vecindario: Un Buen Día para un Vecino Lo que llama la atención al principio de Un Buen Día en el Vecindario es que cada vez que se quiere mostrar el exterior de una ciudad no se la muestra como es, sino en la forma de una maqueta a escala, igual a la que tenía Rogers en su programa. Esto es una declaración de principios de lo que vamos a ver en los siguientes minutos: un mundo que parece idílico, iluminado, feliz, pero que por dentro tiene sus rincones oscuros. El guion de Un Buen Día en el Vecindario no es uno rebuscado. Es sencillo, simpático, muy bien intencionado. Hace énfasis en los modos positivos con que podemos canalizar nuestras frustraciones y es una historia sobre el saber perdonar; es decir, soltar el resentimiento. Semejante propuesta sería tildada por los más escépticos de ser palabras vacías y condescendientes, dignas del más rancio manual de autoayuda. Cualquier otra película mostraría el lado oscuro de una persona muy positiva de manera muy melodramática: ira, gritos, lenguaje corporal exagerado. Pero el guion no va por ese camino. Entonces, ¿Cómo podemos mostrar esa humanidad, esa frustración, sin perder la sutileza? Los gestos pueden ser pequeños cómo mostrar a un títere en un papel infeliz, con la cámara lentamente corrigiendo a lo largo del dialogo hasta encuadrar a Hanks, detrás del decorado, manejando el títere, con una expresión de tristeza que bien podría no ser actuada. Otro pequeño gesto es simplemente, y con previa advertencia del personaje, mostrarlo en un estudio completamente vacío tocando el piano y repentinamente que golpee todas las teclas graves. Sin embargo, y esto es lo que hace a la propuesta funcional, la dirección es ese 50% extra que ayuda a que esas palabras azucaradas y sonrisas amplias se sientan honestas; que te dejen realmente pensando. La dirección de Marielle Heller se vale de encuadres que enfatizan la soledad. Planos generales con abundante espacio en los límites superiores, uso del contraste y de las sombras en el entorno del protagonista de A Beautiful Day in the Neighborhood; el único halo de luz que puede verse es mientras está junto al Fred Rogers de Hanks. El detalle en la dirección también puede notarse en las sutiles decisiones de montaje, como las observadas en la escena de la primera entrevista que el personaje de Matthew Rhys tiene con Rogers. Un patrón sencillo de plano y contraplano donde el Lloyd Vogel de Rhys hace las preguntas, en aparente control de la situación, pero cuando el personaje de Hanks se muestra interesado por la verdadera naturaleza de una herida que se hizo, las preguntas las empieza a hacer este y cambia también el eje de la mirada. Lo que sería en muchos casos una ruptura de una de las reglas del lenguaje cinematográfico, en Un Buen Día en el Vecindario (A Beautiful Day in the Neighborhood) es una manera sutil de marcar un cambio en la dinámica de poder durante una escena.
¿Qué ocurre después de la muerte de un ser querido? ¿Cómo nos repercute? ¿Cómo cambia nuestra mirada sobre la vida? ¿Cómo ese recuerdo puede alentarnos a seguir o complicarnos? Preguntas básicas, desde luego, pero las más constantes, las que más se repiten y -curiosamente- las que no comprendemos con el paso del tiempo. Son estas preguntas las que tratan de contestarse a sí mismos los personajes de La muerte no existe y el amor tampoco. El Peso de la Memoria La película ya desde su título propone el debate, ya que su contexto plantea la diferencia entre el amor presente y el amor en cuanto a pasado. Un rompimiento o un fallecimiento pueden interrumpir de forma permanente ese flujo, pero es el recuerdo lo que lo hace en cierta forma algo permanente, creando una base sobre la que desarrollamos nuestra personalidad. Donde se desarrolla nuestra mirada sobre el amor y la muerte, y cómo pueden estar relacionados o no. Una de las primeras escenas tiene a la protagonista lidiando con una suicida en un hospital. Una cuestión laboral que puede parecer sin importancia; pero a lo largo de la película veremos que no es casualidad que esté en esa línea de trabajo. Su historia con su amiga, que transita la película como un fantasma (más físico que espectral), es en gran parte la que le motiva a desempeñar esa labor. Sin embargo, la presencia de ese fantasma despierta el papel que el amor, tanto romántico como familiar, tiene en su vida. El que está mucho más allá de la simple cáscara, de la necesidad física: el deseo de no querer tener ningún lazo, de no querer sentir nada, para no tener luego que hacer ningún duelo. Porque es en esa etapa donde el recuerdo -lo que hace que una persona que se fue viva para siempre- parece hacer más daño que beneficio. A pesar de ello, plantea que ese dolor tan desgarrador, ese sufrimiento, es el primer puente a atravesar si queremos seguir adelante. Un sufrimiento que no solo lo puede generar la muerte, sino también el alejamiento que aparece, al menos emocionalmente, como una forma de la misma aunque sin la fatalidad de la ausencia física. En materia actoral, Antonella Saldiccoentrega una muy hábil interpretación con una clara comprensión física del intenso tema de la película, pero es la expresividad de su rostro la que consigue gran parte de las maravillas. Justina Bustos la acompaña en un silencioso rol como su amiga fallecida. Aunque le falten palabras a la actriz, le sobran emociones y presencia física. Es uno de esos roles esenciales que con muy poco está diciendo mucho. En materia técnica la película presenta bellas composiciones de cuadro en Cinemascope que se muestran pintorescas en los planos paisajísticos. En los planos de interiores puede ser desafiante, pero no termina jugándole en contra.
Hablar del nazismo en el cine es siempre difícil. Se deben buscar las palabras correctas para informar y criticar, tanto para dramatizar como para documentar. Abarcar esta difícil problemática desde el humor es algo que, si sale bien, producirá unas intensas carcajadas como solo puede producir una sátira que invita a pensar lo ridículo de endiosar a un hombre que planteó como una solución el asesinato de 6 millones de personas. Por ahora, uno de los pocos nombres que salió airoso de semejante tarea es el señor Mel Brooks. Sin embargo, cuando se anunció que la siguiente película del neozelandés Taika Waititi tendría como premisa la historia de un niño alemán cuyo amigo imaginario es el cruel dictador, la inicial reacción fue decir que se trata de una propuesta controversial y de mucho coraje por el solo hecho de plantearla. En el desarrollo es cuando se ven los pingos, y es ahí donde esta crítica debe decir que el realizador de Thor: Ragnarok está lejos, muy lejos, de siquiera poner la punta del pie en el mismo podio del gran Brooks. Se escapó la coneja El guion de Jojo Rabbit tiene tres inconvenientes muy concretos: los chistes no generan risas (en particular el humor negro en donde se sostiene su campaña de marketing), el drama recurre mucho al golpe bajo, y no tiene claro en cuál de los dos se quiere inscribir. Esto último es el peor de sus defectos. Si bien es cierto que han habido muchas películas mezclando la comedia con el drama, esas propuestas siempre tuvieron presente en qué género descansaba la mayor predominancia. En Jojo Rabbit este problema de tono es algo a lo que no se puede hacer la vista gorda, porque si no sabés cuál es tu tono, es muy probable que tampoco tengas claro que es lo que querés contar. El ejemplo más claro es ver pasar de escenas con un humor tan desternillante como la detonación accidental de una granada, a una imagen tétrica de las víctimas de un ahorcamiento en una plaza pública. Ese cambio tan abrupto, tan carente de progresión, tan poco claro sobre cuál genero es el hermano mayor y cuál el hermano menor, hace de la transición algo más forzado que agridulce. Si anunciás tu película con una premisa como la de esta propuesta, tan atractiva como lo es controversial, resulta un poco decepcionante que la presión de este Hitler imaginario sea tan floja y tan poco progresiva. Si esa evolución no está en el desarrollo del personaje y, peor, también lo sometes a cambios abruptos, entonces podemos decir que no te vestiste de Hitler para demostrar un punto: lo hacés para llamar la atención, por la polémica fácil. En materia técnica Jojo Rabbit cuenta con una prolija puesta en escena, un gran despliegue en materia diseño de producción que evita las sombras lo más que puede en materia fotografía. En lo actoral, Scarlett Johansson, como la madre del niño protagonista, y Sam Rockwell, como el beodo oficial alemán a cargo de su entrenamiento, son los que hacen un enorme esfuerzo por salvar el film con su sensibilidad y carisma. Lamentablemente no consiguen evitar que zozobre.
Un Eastwood conmovedor y crítico que pega justo en el corazón. La temporada cinematográfica 2020 no pudo empezar mejor. Dicho inicio es de la mano de uno de los más celebrados y clásicos realizadores norteamericanos: la pericia narrativa de Clint Eastwood dice presente con toda su potencia y sensibilidad en El Caso de Richard Jewell. La Joya que es Richard Si hay algo que conmueve, aparte de la indiferencia mediática y gubernamental con la que pretenden inculpar al protagonista, es cómo este sigue creyendo en la ley y el orden a pesar de todo. Tiene el detallismo y la percepción para ser policía, más no el respeto de dichas fuerzas. A pesar de algunas actitudes medio extrañas, el cómo quiere seguir siendo una buena persona a pesar de todo el daño que le han hecho, hace que quieras a Richard. Es ese policía que quiere proteger, siendo capaz de dar su vida si es necesario. La película es un viaje de aprendizaje más que de cambio rotundo. Es la historia de Richard aprendiendo que hay quienes toman ese deseo de proteger como plataforma para ostentar poder, y lo que son capaces de hacer algunas personas para obtenerlo. Una búsqueda despiadada que la película no solo refleja en las fuerzas del orden, sino en el mismísimo cuarto poder. La crítica de Eastwood a ambos organismos es potente, al nivel de que el espectador les llega a tomar algo de desdén. Esto sale a la luz en pequeños detalles estéticos, como mostrar a Olivia Wilde en busca de su noticia con la sombra de las persianas en su cara; sosteniendo en plano un logo volteado del FBI denotando su cara oculta, opuesta a ese ideal de justicia que estigmatiza cuando debería proteger; o en ese número con marcador indeleble en el tupper de la madre, como recordatorio permanente de la invasión y la acusación falsa que hoy cayó sobre su hijo pero mañana puede caer sobre cualquiera. Uno no puede evitar notar que el pedido que su abogado le hace a Richard -no ser un imbécil cuando egrese de la academia de policía, ya que “Un poco de poder puede volver a cualquiera un imbécil”- es una promesa que el protagonista mantiene a lo largo del film. Expone como imbéciles a quienes son, aparentemente, más aptos que él. El virtuosismo con la cámara y el trazo escénico de Eastwood no deben de sorprender a nadie. El Caso de Richard Jewell no es la excepción. Reparte las piezas con enorme sutileza y consigue conmover con cosas tan estrambóticas como la detonación de una bomba, o algo tan sencillo como comerse un donut. Mucho de esto también es obra y gracia del sólido plantel de actores, quienes entregan grandes labores del primero al último. Jon Hamm y Olivia Wilde imponen autoridad como las poco simpáticas figuras del orden y la prensa; Sam Rockwell interpreta a un peculiar abogado que no tarda en ganarse la simpatía del espectador. Kathy Bates lo da todo como la madre del protagonista, en particular en un discurso a los medios que estruja el corazón de quien lo escuche. Sin embargo, una considerable parte de las loas debe ir a Paul Walter Hauser, quien da vida a Richard. Una interpretación callada, aguda, sutil, con una calma que expresa millones de sentimientos.
Una propuesta poco innovadora pero eficiente. ¿Qué provecho le pueden sacar los Hermanos Anthony y Joe Russo al haber dirigido la película más taquillera de la historia? Al parecer, la respuesta es ser productores. El primer paso es unir fuerzas con uno de los intérpretes que supieron dirigir en las huestes Marvelitas, en un policial intitulado Nueva York Sin Salida. Ya se esparcen las noticias… Nueva York Sin Salida es un sencillo y eficiente título de acción, no pocas veces consciente de que no está innovando en nada y que está relatando una historia que ya se ha visto sendas veces. El espectador podrá intuir con mucha facilidad la estructura: ladrones matan policías, al principio el bien parece prevalecer y los ladrones tienen los minutos contados, solo para que todo sea más complicado de lo que parece en el entorno del detective que investiga el caso. Sin embargo, lo que la hace diferente (apenas un poco) es el desarrollo de sus personajes. Desde el vamos conocemos a fondo el sentido de justicia con que creció el detective protagonista y su extremo sentido de la honestidad. Por extremo queremos decir algunas balas de más. También atrae su inteligencia, eficacia y la manera en que conoce la ciudad de Nueva York como su propia mano. Por otro lado, tenemos a los ladrones: ambos con un lazo de hermandad fuerte que data del ejército, pero opuestos en su proceder; uno de gatillo fácil y el otro más sensible. La empatía con todos los personajes está ahí, y es prácticamente lo que consigue contrarrestar su falta de innovación. A ambos lados de la ecuación se le presentan complicaciones ascendentes y consiguen en lo indispensable que te preocupe si van a lograr sus cometidos. No es tanto una cuestión de si la policía va a arrestar a los maleantes, sino de quién consigue primero su objetivo. A nivel técnico Nueva York Sin Salidaes prolija, con fotografía y montaje respondiendo a las eficientes escenas de acción, sin ninguna búsqueda o simbolismo que se pueda percibir a simple vista. Hay quienes podrían decir que bordea en lo televisivo, y no se van a equivocar. En el apartado actoral, Chadwick Boseman se lleva prolijamente al hombro al detective protagonista. Esta reseña no los va a engañar: la primera vez que lo vean van a seguir viendo al Rey de Wakanda, pero pasado cierto tiempo de metraje el actor consigue convencer (de nuevo, en lo mínimo indispensable) como un personaje distinto. Taylor Kitsch y Stephan James son prolijos como sus contrincantes del otro lado de la ley, aunque cabe destacar que hay ocasiones donde James destaca por su sensibilidad. A ellos los acompaña J.K. Simmonscomo un determinado capitán de policía, quien ve a los oficiales a su mando como su familia más que como subordinados. La pasión y convicción que le mete Simmons a un rol genérico y poco trascendental, es un testimonio a su sólido nivel interpretativo.
El Ascenso de Skywalker está finalmente entre nosotros, pero antes de comenzar dejemos algo en claro: Una Nueva Esperanza, El Imperio Contraataca yEl Retorno del Jedi son las Star Wars que genuinamente son historia del cine, y de un modo descomunal. Ellas y no otras. Estas tres películas sacaron adelante el blockbuster moderno. Presentaron una metodología innovadora de efectos visuales, e introdujeron las enseñanzas mitológicas de Joseph Campbell a cualquier estudio profundo sobre cómo escribir películas de aventuras de gran octanaje. Dicho eso (y aunque los fanáticos del núcleo duro quieran disparar sobre quien estas palabras escribe), si las precuelas y secuelas que llegaron después son «historia del cine», es por simple herencia, por simple asociación, por la convocatoria innegable de un producto que demostró su valía e innovación hace ya más de cuatro décadas. Sin embargo, lo que está en juego aquí no es lo asociativo o su valor histórico, sino los valores de entretenimiento en los que se inscribe. Eso es lo mínimo indispensable que debe cumplir una película de Star Wars en cuanto a legado, si se lo quiere llamar así. Tenemos entonces la obligación de decir que, incluso con las desventajas que podemos encontrarle, Star Wars: El Ascenso de Skywalker es, de hecho, una película entretenida. Es un final y basta… Desde el vamos, a la película se la acusa de tener que parchar lo que muchos alegan son errores cometidos en la anterior entrega dirigida por Rian Johnson. También se le suma el hecho de que J.J. Abrams debió lidiar con la historia que Colin Trevorrow le dejó antes de abandonar el proyecto (cuya acreditación final no sabemos hasta qué punto es profunda y hasta qué punto es obligación sindical). Además tuvo que bordear la inesperada muerte de Carrie Fisher, en cuya Princesa Leia iba a estar anclado este último episodio, dependiendo así de retazos no utilizados en episodios anteriores para componer su presencia en el mismo. No fue una tarea fácil, era caminar sobre hielo delgado. Por eso, que de todos estos problemas salga una película medianamente entretenida, es una virtud para nada menor. A nivel argumental posee un ritmo muy fluido, carente absolutamente de tiempos muertos. Hay escenas de acción hechas con gran dinámica, más una química de los personajes que rebosa de complicidad entre ellos y con el espectador. La comedia es reducida a lo mínimo indispensable, pero cuando llega consigue sacar una sonrisa, casi siempre a causa de un problema que sufre C3PO en orden de que los personajes puedan salir adelante con la trama. Es grato ver cómo le dieron un papel más extendido en la función de comic relief que tuvo desde el principio de la saga. La presencia de la Princesa Leia en la historia es resuelta con muchísima dignidad y coherencia con el universo establecido. A la presencia de Palpatine, anticipada en el trailer, no se le da más espera o misterio del que verdaderamente merece, cosa que se agradece. A pesar de que le reconocemos el enorme logro de no aburrir, no todo son rosas para este último episodio. Donde lo argumental, el obstáculo físico, se muestra sólido, el emocional no lo es tanto. Las emociones de las dos figuras protagonistas, Rey y Kylo Ren, no son acopladas adecuadamente a lo físico, obligando muchas veces a tener que explicar lo que se podría manifestar en acciones. Dichas explicaciones, y algunas de sus resoluciones, son demasiado expositivas, convenientes. No pocas veces apuntan a una nostalgia que llega a hacerles más daño que beneficio. Esto le quita profundidad, impacto, y hasta el asombro que supo cosechar El Despertar de la Fuerza, algo que no pudieron extender a las películas siguientes. El ejemplo más claro de lo que quiero decir está en una simple comparación. Sí, las comparaciones son odiosas, pero inevitables cuando se trata de una franquicia establecida: en El Despertar de la Fuerza, LA gran revelación es percibida como una genuina sorpresa, mientras que LA gran revelación de El Ascenso de Skywalker no lo es tanto. Su explicación, aunque lógica, no deja de ser apresurada y poco satisfactoria. En cuanto a visual no hay mucho que agregar, es la carta de presentación más fuerte que tuvo la franquicia desde siempre, y aquí eso no cambia mucho. El nivel actoral es adecuado y a la altura de las circunstancias. Si hay algo histórico que le podemos llegar a deber a estas secuelas, es haber puesto a Adam Driver en el mapa de muchos espectadores. El actor tiene un gran lucimiento y compromiso en su papel de Kylo Ren. Igualmente es necesaria una mención especial a Richard E. Grant, quien entrega una lograda interpretación, como un gélido General, en el poco tiempo de pantalla que le dan.
Una de las marcas de un buen realizador o realizadora puede encontrarse en su habilidad de manifestar visualmente el tema de la película y las emociones de la protagonista a través de un objeto en concreto. Podríamos emplear muchas palabras, pero de nada sirve la profundidad que puedan encerrar si estas no se manifiestan en algo que pueda ser filmado o grabado. Akira Kurosawa lo dijo mejor: “Para una verdadera expresión cinemática, la cámara y el micrófono deben atravesar el fuego y el agua. El guion debe poder hacer una cosa parecida.” La metáfora del gran realizador japonés viene a perfecta colación para La Botera: el agua es el duro camino, y el fuego es la protagonista que lo recorre. Gentilmente a lo largo del río Si habría una palabra para definir a La Botera sería deseo, pero no solo el deseo sexual típico que encuentra su despertar en la adolescencia, sino el deseo de independizarse, el deseo de valerse por sí mismo. El deseo de ser adulto, en definitiva. Un deseo claramente manifestado en el bote que quiere aprender a manejar. Sin embargo, lo que separa a ese incipiente adulto (la jovencita protagonista) de los adultos que la rodean es su voluntad de afrontar las consecuencias, de entender que nadie te da nada, que se tienen que afrontar los rechazos y, finalmente, contemplar que si bien todos crecen, no todos maduran. El bote en cuestión simboliza eso, y hasta podríamos decir más en concreto que simboliza la responsabilidad necesaria para asumir dicha adultez. La protagonista lo desea con todo su corazón, mientras que su padre se deshace de él con total liviandad. El trabajo de cámara y montaje en La Botera no buscan exquisitez, no buscan llamar la atención, sino capturar las habilidades interpretativas de su elenco. El contexto presentado en esta película es uno muchas veces esquivado por los espectadores, pero la realizadora nos demuestra que con una buena narración, con un conflicto claro y sostenido que incluye un desarrollo de personaje al cual seguirle la pista, podemos apreciar con más claridad y sin ningún sensacionalismo esta problemática que impera al día de hoy.
A la hora de analizar una película es crucial entender a qué público va dirigida. Aunque el análisis debe ser sincero, no se puede poner una película para niños a la altura de un complejo drama. Si entretener es todo el objetivo que pretende o necesita, se puede decir que Jugando con Fuego lo logra en lo mínimo indispensable. Honor al Título Quien desee encontrarle errores a Jugando con Fuego los encontrará. Es un humor que descansa en lo físico, en la ridiculización de sus personajes (con frecuentes menciones a Mi Pequeño Pony) y, desde luego, en lo escatológico. Algo a lo que un niño puede causarle gracia, pero el adulto que lo acompañe puede encontrarlo perezoso y falto de contenido. Ese es precisamente el punto: la película parece no apelar o apuntar a esos adultos. A nivel guion, hay que concedérselo, hay cuestiones que no cierran. Por ejemplo, el hecho de que sean bomberos deja de tener importancia en la trama pasado cierto tiempo, y ciertas cosas de la resolución parecen forzadas y bordeando en lo inverosímil por su rapidez. Por otro lado, comunica bastante en concreto los ideales de familia y cómo esta se comporta en paralelo con las ambiciones laborales, ganando obviamente los primeros. Valores sanos que, si bien no son novedosos en su emisión, por lo menos guardan coherencia en sus intenciones. Hay mucho en Jugando con Fuego que podemos predecir, sin embargo no pretende en ningún momento reinventar la pólvora, sino que intenta usarla para entretener. En materia visual no hay mucho que señalar, salvo alguna sofisticación paródica a la hora de mostrar la actividad como bombero del protagonista, exagerando con propósito el claro heroísmo de los mismos, valiéndose de cámaras lentas o complejos stunts mecánicos. En lo actoral, John Cena, un intérprete habitualmente deslucido al cual no se lo puede ver sin recordar su pasado como luchador, encuentra un papel a su medida. Similar al de Schwarzenegger en sus colaboraciones con Ivan Reitman o los escasos papeles cinematográficos de Hulk Hogan, quien vendrá a la memoria de muchos en una escena donde Cena rompe su camisa. Es decir, el típico papel de tipo rudo al que se lo ve como hombre de acción, pero que termina teniendo niños a su cuidado. Nada nuevo bajo el sol, pero le sienta de una forma adecuada. Cena es acompañado hábilmente por Judy Greer, como un efectivo interés romántico, y Dennis Haysbert ofrece la misma eficiencia como el jefe que pretende otorgarle un ascenso al protagonista. John Leguizamo entrega un prolijo alivio cómico como un bombero que no puede evitar ponerle jamón a todo. Tyler Mane consigue destacar bastante como el silencioso portador de un hacha que revela una faceta de cantante lírico que llama la atención. Sin embargo, el elenco posee una desventaja: es Keegan Michael Key, con una interpretación exagerada y forzada que le quita simpatía al personaje que le toca interpretar.
Whodunnit o ¿Quién lo hizo? es un tipo de narración popularizado por autoras como Agatha Christie. En sus transposiciones cinematográficas siempre plantearon escenarios elegantes y una galería de personajes de lo más variopinto. En este contexto se adentra Rian Johnson para aportar una mirada contemporánea a este particular subgénero literario y cinematográfico con Entre Navajas y Secretos. Más Allá del Misterio Entre Navajas y Secretos ofrece una fluida y estructurada narrativa de misterio que sucumbe no pocas veces al humor, y aun no menos veces al políticamente incorrecto. Dicha trama es llevada por personajes con idiosincrasias claramente marcadas y todas al servicio -ya sea a favor o en contra- de la temática que plantea la película: la de hacerse a uno mismo más allá de los medios que puede ofrecer su familia. Es precisamente cómo desarrolla esta temática lo que hace de su condición de Whodunnit solo un detalle superficial, que ayuda a poner a los espectadores en los asientos. Lo que en realidad hace Entre Navajas y Secretos es llevar el concepto más allá. Es decir, del Whodunnit (¿Quién lo hizo?) hacia el Whydunnit (¿Por qué lo hizo?). Este aspecto es el que ayuda a que película cale más hondo en nuestra apreciación de los personajes y en ese terrible defecto de carácter que es la codicia, la cual puede ser desvergonzadamente expuesta o pudorosamente oculta, pero plantea que al final del día todos la tenemos. Porque esa codicia esta apuntada hacia lo material y lo material da poder, y si hay algo que atemoriza a los miembros de esta familia es el hecho de que alguien a quien ellos consideran inferior tenga más poder que ellos. Una señora mojada de oreja a ciertas actitudes xenófobas que tristemente imperan en la actualidad. Por desgracia, estos detalles trajeron como consecuencia un defecto que contribuye a que la película alargue su bienvenida más de lo usual. Una contra que si bien puede quitarle puntos no mancha lo que -como un todo- es una narración muy lograda. En materia visual, Entre Navajas y Secretos tiene un exquisito trabajo de cámara y montaje que siempre encuentra maneras innovadoras de rodar el clásico interrogatorio entre el detective y los sospechosos, lo que sumado al trazo escénico registrado por los mismos, da la riqueza de puesta en escena que hace destacar al film. Todo apoyado por un diseño de producción que remite indudablemente a los clásicos del subgénero en el que se inscribe. En materia actoral, el variado ensamble interpretativo consigue destacar, teniendo grandes momentos Jamie Lee Curtis, Toni Collette, Christopher Plummer y Chris Evans. Sin embargo, los que se llevan la película al hombro son definitivamente Ana de Armas, como la enfermera de la víctima, y Daniel Craig, como un astuto investigador privado. Si Rian Johnson es inteligente le creará más de una aventura después de está.
Al día de hoy persiste el debate sobre si el cine debe ser reflexión, entretenimiento o ambas. Si bien la respuesta varía dependiendo de cada espectador, una cosa es clara: una película debe ser, por lo menos, lo que promete el trailer. Si lo que se promete es una película entretenida, y no más, ¿para qué se le va a echar en culpa el no reflexionar cuando esa no es su búsqueda? Ese parece ser el caso de Boda Sangrienta. Hasta que las muertes nos separen. Si el trailer promete una hora y media de persecuciones, sangre y humor negro, pero por otro lado no ofrece mayor profundidad psicológica, emocional o temática que la necesaria para motivar el aspecto interpretativo, ¿la hace una película superficial? O mejor dicho, ¿esa superficialidad es un defecto? No, para nada. Boda Sangrienta es una película completamente despojada de pretensiones, y ese detalle es el que la hace completamente entretenida. No busca desafiar ni busca renovar lo establecido, pero no por eso va a aburrir. Las escenas de acción son sendas, bien planteadas, todas con un toque de comedia para sazonar. Los obstáculos son claros y le hacen la vida imposible a la protagonista a cada momento, teniendo un sostenido manejo de la tensión. Es una película que no pierde el tiempo y nos deja en claro a quién querer y a quién odiar. No hay medias tintas, ni es la película para tenerlas o exigirlas. Temáticamente hablando, aunque son claras sus funciones de entretenimiento puro, la película ocasionalmente tira una pizca de crítica a las clases sociales más altas. Pero solo una moderada. Si bien es debatible la dimensionalidad de la familia antagonista, la manera en que son caricaturizados da un poco de gracia porque en el fondo, cuando nos imaginamos su desdén hacia aquellos que consideran inferiores, el retrato que nos hacemos en la cabeza no es muy distinto del que presenta Boda Sangrienta. Todo esto cuando no se hace mención a las rencillas internas entre los propios miembros de la familia, denotando una codicia igual de caricaturizada, pero no por ello menos entretenida. En materia actoral, Samara Weaving se lleva al hombro un eficiente protagónico. Una interpretación con chispa, carisma y seguridad. Una interprete hábil, pero que en el contexto del cine de género consigue brillar todavía más. Una final girl que está muy lejos del estereotipo de la mujer indefensa. A Weaving la acompañan una ácidaAndie McDowell, muy alejada de las contrapartes románticas por las que fue celebrada; Henry Czerny, como un histriónicamente macabro cabeza de familia; y Adam Brody en una sobria e irónica interpretación como un miembro de la familia frustrado con sus excéntricas tradiciones. En materia visual, Boda Sangrienta sigue los cánones esperables del género, destacando por la abundancia de sombras y unos decorados que rozan lo gótico, no solamente en el diseño de interiores en sí, sino en su paleta de colores. Es necesario señalar cómo la película se las ingenia para crear ambientes lúgubres con el simple parpadeo de una fogata.