La navidad es esa época donde la soledad puede pesar más que nunca y donde los afectos se vuelven necesarios. El cine, de varios géneros, ha abarcado esta cuestión, pero es con la comedia donde supo producir sus mejores resultados. Resultados que no pocas veces tienen que ver con cuánto carisma tengan los protagonistas de la historia. Ahí es a donde parece apuntar Last Christmas. Historia de un Duende Last Christmas es una comedia llevadera por la variedad de humillantes desventuras que experimenta Kate, la protagonista, para evitar dormir en casa de sus padres, sobrellevar su trabajo, y amigarse con un pasado que la ha dejado derrotada. Todos aspectos que, más allá de las aspiraciones artísticas de Kate, nos hacen sentir identificados. Es sencillo ser cínico y práctico todo el año, pero esta es la época donde sale a la luz ese pequeño ápice de bondad que la realidad no pudo sacarnos. La película se vende como una comedia romántica, pero sin embargo es cómo la protagonista sana y se salva ella misma de sus problemas lo que hace de la experiencia algo simpático. Los chistes aciertan lo suficiente para decir que atina como comedia. Concedido: hay un giro de guion bastante forzado y meloso pareciendo tomar por tonto al espectador, y los más exigentes no lo perdonarán. No obstante, para esta altura los espectadores ocasionales no podrán obviar el espíritu de buena leche que exuda la película, sensata y poco idealizada, por lo que es probable que le sea perdonado. Pero ahí ya depende de cada uno. Si de buena leche nos ponemos a hablar, Last Christmas también pone de plano un debate muy interesante sobre los peligros de la xenofobia. No por nada toman como punto de partida los orígenes Yugoslavos de la protagonista y la familia que la rodea. Si bien no lo profundizan tanto como debieran, no se puede negar que es una problemática actual en algunos países: la película plantea a la Navidad como la única instancia de hermandad universal que existe en todo el año, una que debería durar a lo largo de los otros 364 días. En la labor actoral, Henry Golding, aunque no presenta defectos serios, no manifiesta mucho carisma para ganarse al espectador. Michelle Yeoh, como la jefa de Kate, propone un balance entre la lengua filosa y la sincera ternura. La mismísima Emma Thompson, quien además de escribir el guion da vida a la madre protagonista, entrega un papel querible a pesar de ser un estereotipo tanto de la mamá cuida como del inmigrante. A todo esto, quien merece un párrafo aparte es Emilia Clarke. La otrora madre de los dragones se prueba como una comediante más que capaz y desbordante de carisma. Cómo nos identificamos con ella, nos reímos, conmovemos, y cómo nos cautiva su valentía hasta para reírse de sí misma, son las razones por las cuales, a pesar de sus defectos, esta película llega a suficiente buen puerto. Un caso sólido a favor de lo crucial que puede ser un buen casting.
Vivimos en una época de exitismo, y esa es una actitud marcada categóricamente por los resultados. Sin embargo, estos los llevan a cabo personas: si bien un juicio de valor es menester en muchos aspectos de la vida, nunca se debe perder de vista el factor humano previo al error que nos hace indefectiblemente tales. Es tratar de ver cuánta pureza hubo en sus intenciones. Cuánta nobleza, altruismo o desinterés. Esa es la búsqueda de Las Buenas Intenciones. Quisiera ser chico Las Buenas Intenciones es una historia no solo sobre la responsabilidad, sino también sobre saber que hay un momento para ella, y este no puede ser precoz. En el film, por mucho que el padre quiera que su hija no vaya a Paraguay, por mucho que reconozca (e incluso admire) la madurez de ella y los esfuerzos que está haciendo para mantener ese contacto, él debe reconocer que el precio que está pagando es la perdida de la niñez de su hija. El debate dentro de la psiquis del padre es constante, por un lado no quiere separarse de ella, pero por otro tiene la oportunidad de probar que no es egoísta y efectuar una verdadera acción paterna mas allá de la mínima indispensable. Es la lenta pero segura confrontación del hecho que durante todo este tiempo el niño fue él y la adulta es ella. Si bien hay constante metraje en VHS propio de una cinta casera, podríamos decir que los colores y las elecciones de encuadre de Las Buenas Intenciones también evocan a una película casera. Un formalismo elegante pero que en todo momento tiene por corazón a aquella sencillez de cuando tomamos una cámara por primera vez y ni idea teníamos de que se podían contar historias con ella. La niña de entonces y la mujer de ahora sostienen un dialogo de mucho amor a través de la fotografía, el diseño de producción y el vestuario. Javier Drolas entrega un efectivo protagónico como el padre protagonista. Jazmín Stuart y Juan Minujin aportan lo necesario emocionalmente para que la trama arranque con potencia. Sin embargo, los más grandes elogios deben ir para Amanda Minujin, que no solo comunica la abrumadora responsabilidad que lleva su personaje siendo una niña, sino también la completa naturalidad y aceptación de alguien que lo viene haciendo desde hace largo tiempo.
Al oír un poco la premisa de Midway, uno siente que se acerca a ser una versión en largometraje del tercer acto de Pearl Harbor (de Michael Bay). Conocida como la batalla en la isla del Pacifico, fue un episodio bélico que significó una victoria decisiva para Estados Unidos ante Japón, apenas iniciada la incursión del país del norte en el conflicto. Sin embargo, tenemos que señalar que la propuesta del alemán Roland Emmerich, a pesar de sus baches, resulta más entretenida que la de Bay. Perros de Guerra. La película es, dentro de todo, entretenida. Ello a razón de eficientes escenas de acción llevadas adelante por protagonistas carismáticos. Nos preocupamos por sus fracasos o éxitos: claro está, al menos por aquellos que el guion se molesta en desarrollar. Dicha cuestión trae a colación la pulseada interna que presenta Midway entre ser respetuosa con los hechos (y personajes) históricos, y el entregar una película entretenida. Esta última es quien termina ganando, poniendo en sonora evidencia lo apurados que estaban para cerrar arcos argumentales. Midway muestra los dos lados de la guerra, no solo en el antes sino en el durante y el después. Un intento de multidimensionalidad noble, pero que queda perdido en el camino por la pulseada recién mencionada. En lo visual, como es de esperar, es donde sobresale. Con un extenso uso de los efectos visuales y un atento montaje, el film consigue mucha de la tensión que la hace un buen espectáculo. El rigor histórico puede llegar a ser cuestionable, pero no se le puede negar a Emmerich que algo ha logrado en las emociones del espectador: imposible no frustrarse, por ejemplo, cuando un torpedo pierde el blanco enemigo por escasos milímetros. En materia actoral, destacan Ed Skrein como el carismático protagonista, Luke Evans como su segundo al mando, Patrick Wilsoncomo el oficial de inteligencia que debe diseñar la estrategia, y un Woody Harrelson austero pero eficiente. Hay otro grupo de actores que si bien sucumben ante el poco desarrollo que les da el guion, eso no quita que hayan ofrecido labores por lo menos prolijas: tal es el caso de Dennis Quaid como el comandante, o un Aaron Eckhartque incluso siendo el más perjudicado de este grupo termina siendo bastante digno. Mandy Moore, como la esposa del personaje de Skrein, y Nick Jonas, como un descarado artillero, no tienen muchos defectos interpretativos pero tampoco tantas virtudes. Esta crítica no puede evitar pensar hasta dónde ese escaso desarrollo de personajes, ese “mucho abarca, poco aprieta” de arcos narrativos, es culpa del guion y hasta dónde es culpa del montaje. Porque en cuanto a ritmo, como un todo, le sobran veinte minutos; pero uno siente que si los cortes hubieran continuado habrían hecho más daño que beneficio.
El espectador argentino puede elegir exponerse a muchas de las ofertas a nivel mundial que llegan a las carteleras. Sin embargo, cuando hablamos de cine de género, esa ventana se ve reducida a un solo país de origen, habitualmente Hollywood. En escasas ocasiones suelen aparecer propuestas de esta naturaleza oriundas de otros países, y casi siempre desilusionan porque apuntan a copiar el modelo Hollywoodense. Golem le huye a todo esto. Se arraiga tanto en el folklore de su país de origen, Israel, que nos ofrece una perspectiva diferente, profunda e inteligente (pero no exenta de gore) sobre una problemática actual. Será deseado o no será Golem tiene dos aciertos concretos: primero, el poner cada detalle de un folklore autóctono al servicio del cine de terror; segundo, utilizar el pasado para hablar del presente. Profundizando en este último punto, el tema de fondo claramente es la descendencia, poniéndola en debate en cuanto a si debe acatarse como una obligación social o se debe respetar el deseo individual de la madre. Este debate permea todo el universo del film y el desarrollo de sus personajes. El valor que esta comunidad le da a la descendencia está ligada a la idea de perpetuidad. Cualquier cosa que la amenace es percibida como un ataque a su existencia y como una extinción inminente. Es precisamente este tema lo que une a los dos bandos en Golem: La Leyenda. Le dan un valor tan grande que están dispuestos a hacer lo que sea por defenderla. Es eso lo que los une y, a la vez, los separa. Las actitudes que ambos adoptan es lo que les otorga matices y multiplicidad de dimensiones a los personajes. Si de defensa nos ponemos a hablar, la película también se anima a plantear el argumento de la contraviolencia como respuesta a la violencia, y el qué ocurre cuando se sale de control y esa “solución” deviene en un problema mayor. En este contexto, la presión sobre la mujer es tal que la reduce a ser lisa y llanamente una dadora de vida, sin voz ni voto, pero sí con obligaciones. El no cumplirlas la pone bajo el más cruel de los escrutinios. Aunque Golem plantea el debate, el lado que toma es claro: es al final del día la mujer quien elige si debe ser madre. En sus términos, a su tiempo, y no según la imposición de una tradición. Es en este libre albedrío donde encuentra su raíz el ingrediente de genero del film. La mujer no solo elige dar vida, sino a qué. La protagonista no da a luz a un hijo, pero si crea a un Golem. Ese Golem, esa defensa, no toma exclusivamente la forma de un monstruo gigante, sino de aquello que su creador desea más que nada, trayendo como daño colateral que sea también la manifestación física de los deseos más oscuros de su subconsciente. Como si esto fuera poco, son muchos los guiños que da el film sobre del riesgo de otorgarle a la maternidad más entidad creadora de la que merece, haciendo muy fácil la confusión con jugar a ser Dios. El gore está presente, pero estamos hablando de género como el medio para contar algo mucho más profundo. El conflicto externo es lo que detona la trama y le da la pauta al ingrediente de género para que sea justificado y no desentone. La única reserva de esta crítica es que, cuando dicho conflicto parecía estar resuelto, es vuelto a despertar. El retorno forzado de los antagonistas le quita un poco de lustre a una historia sobre la autodestrucción detonada por la tradición, pero ello no es suficiente para llamarle fallida.
Por entretenidas que nos hayan parecido la serie original de los 70 y las dos películas de los 2000, Los Ángeles de Charlie siempre tuvieron un costado algo cosificador de la mujer. Traer ese mismo concepto a casi 17 años de las últimas películas implica, naturalmente, un adaptación a los tiempos que corren, donde la mujer no solo no va a permitir dicha cosificación, sino que va a hacer oír su oposición por todo lo alto. No obstante, si la idea es dar un mensaje, incluso en un contexto tan liviano como lo puede ser una película de acción con toques de comedia, la sutileza se vuelve esencial. Cuando la sutileza es ausente en el mensaje se vuelve bajada de línea, y ese es el error (entre tantos otros) que contamina a esta nueva iteración. Desangeladas El guion de Los Ángeles de Charlie posee giros predecibles y conflictos que se resuelven con demasiada facilidad. Hay un intento de insertar un costado dramático que no funciona del todo, y la leve comedia que fue marca de fábrica del concepto no termina de funcionar. A esto tenemos que agregar que, visualmente hablando, las escenas de acción son confusas, con un montaje picado que quiere hacer muchas cosas a la vez pero no acierta en ninguna. Por el costado actoral, Kristen Stewart y Naomi Scott otorgan una cuota de simpatía haciendo el intento de salvar al barco de la zozobra, pero no lo logran. Un veredicto que tristemente también se aplica a Patrick Stewart. Por desgracia, Los Ángeles de Charlie tiene un gran defecto más allá de lo cinematográfico y es la postura ideológica que plantea. Una ideología nada sutil -y no pocas veces contradictoria- que se la embarran en la cara al espectador desde la primera escena. Un claro ejemplo de esto es cuando el personaje de Kristen Stewart le arroja una serie de estadísticas a un poderoso empresario mientras, contradictoriamente, le baila encima de forma seductora. Como si el detalle tan minucioso de dichas estadísticas no fuera tan violentamente obvio, luego de esta escena se corta a un montaje con imágenes de mujeres realizando deportes extremos. ¿Qué tiene que ver con los ángeles? No lo sabemos, lo que sí sabemos es que es algo más propio de un avance de una serie de Discovery Channel y no la puesta en ambiente de una película de gran presupuesto. Muchos dirían que esto es un despliegue ahogante de feminismo: no es para nada la expresión adecuada al definir tal situación, ya que el feminismo hecho y derecho aboga por la igualdad, un ideal que no aparece en ningún lado en esta película. Los ideales de Los Ángeles de Charlie están más cercanos a la misandría que a cualquier otra cosa. Parece proponer que todos los hombres no son más que estúpidos, traidores y sexistas. Las únicas excepciones parecerían ser el personaje de Djimon Honsou, quien dura muy poco tiempo en pantalla, y una suerte de guru que cura el “cuerpo, mente y alma” de los ángeles. Una cosificación e idealización del hombre que no está muy alejada del que el hombre tenía de la mujer.
Un buen realizador no solo está atento a las historias que pueda contar por cuestión de vivencias o lo que leyó en los diarios, vio en la calle o en los noticieros. También puede ser algo sencillo y cotidiano, un detalle que realizamos constantemente al punto que la inercia puede hacernos olvidar de lo indispensable que es. Un pequeño detalle como este es el punto de partida de El Cuidado de los Otros. Los Niveles del Cuidado El Cuidado de los Otros es una trama de enorme fluidez. Una clave de ese logro es que un detalle pequeño como dejar la llave adentro, desata una reacción en cadena de conflictos que se expande hasta sus últimas consecuencias. La estructura narrativa se divide en dos mitades, cada una con un foco de cuidado; uno específico y otro indeciso. El primero, el específico, es el cuidado de la protagonista del niño a su cargo, y es la odisea por encontrar la llave. El realizador, con mucho ingenio, sostiene la tensión de manera tal que no solo empatizamos con la protagonista, sino que se hace muy identificable para el espectador que pudo tener un incidente similar. El segundo foco, cuando decimos que es indeciso, no lo decimos por valoración sino por una clara necesidad dramática que satisface el guion, ya que se sostiene en la elección que deberá hacer la protagonista: ¿a quién cuida esta vez?, ¿al niño? ¿a su novio para que no vaya a la cárcel? ¿a sí misma? Es esta duda la que consigue mantener en pie la propuesta, llevándola de un terreno donde manda la trama hacia uno donde predomina lo psicológico, el desarrollo de personaje y los temas sobre la responsabilidad en los que se inscribe la película. El trabajo de cámara es uno necesariamente claustrofóbico. Establece con claridad el punto de vista en el que se inscribe, ya que no se despega de la protagonista en ningún minuto. Esto, por otro lado, es complementado por la labor de Sofía Gala Castiglione, cuyo rostro, cuyas reacciones, pueblan El Cuidado de los Otros y son el vehículo mediante el cual el argumento del film llega a buen puerto.
Toda familia es una jerarquía, y esa jerarquía puede no estar basada en quién vino al mundo primero. El abuso de poder, algo que estamos muy acostumbrados a ver en la cara de políticos y capitanes de la industria, también se puede manifestar en el íntimo seno de una familia. En este contexto, Paula Hernández nos narra Los Sonámbulos. Un microcosmos sobre el poder. El sonambulismo al que alude el titulo, inherente en la familia protagonista al parecer por herencia genética, sirve como una metáfora de la prisión emocional implicada por los mandatos tanto familiares como patriarcales. Romper ese ciclo nocivo vendría a ser el despertar. No hay un solo integrante de esta familia que tenga a alguien encima de ellos, que tenga poder sobre ellos: la protagonista se encuentra subyugada a su marido, prácticamente obligada a ser sumisa, encendiendo un cartucho emocional de dinamita prácticamente desde el principio; por otro lado, su marido desea hacerse con la casa familiar a ser vendida, pero su hermano no lo va a permitir. También tenemos a la hija de la protagonista, quien mantiene una tensión sexual con su primo que no tarda en adquirir ribetes abusivos y, finalmente, a la matriarca, el típico rol empecinado en mantener las formas incluso si eso mata por dentro a los miembros de su familia. La libertad del mandato es el deseo, la presión social es el arma opositora, y la munición es la triste ley del mayorazgo, esa figura inexistente y a la vez tristemente vigente en nuestra sociedad del “tanto tenés, tanto vales, y si no tenés, no tenés poder”. En este intimo entorno, la realizadora desarrolla volúmenes del poder imperante que nos rodea como sociedad y como nación, al igual que plantea la necesidad de romper con la tradición cuando está comprobado que se trata de un maltrato perpetuado, al que la inercia y la cobardía mantienen vivos. Una inercia y una cobardía de la cual la protagonista lentamente se libera. En materia técnica, Los Sonámbulos no tiene mayores rimbombancias ni rebusques; esta ahí al servicio de la marcación actoral. No obstante, hay que señalar la habilidad de Paula Hernández al utilizar la oscuridad como elemento para mantener la tensión, en particular durante una escena de abuso sexual en la que no vemos mucho, pero lo que se oye eriza la piel. En materia actoral el reparto es prolijo y se muestra a la altura de la complejidad emocional de la historia. Sin embargo, quien destaca es Erica Rivas que se lleva al hombro un protagónico desafiante bordándolo con enorme sensibilidad.
No hay muchos cineastas por los cuales los cinéfilos estén dispuestos a hacer fila a las 6 de la mañana para una función de una película que es recién a las 9. No hay muchos cineastas por los cuales los capitalinos estén dispuestos a hacer un viaje de una hora y media a provincia para ver su película en el cine. No hay muchos cineastas por los cuales el público esté dispuesto, feliz incluso, de achatar sus posaderas en una butaca por tres horas y media. No hay muchos cineastas que tengan cabida en este mundo de propiedades intelectuales reutilizadas hasta la saciedad. En esas circunstancias, que El Irlandés exista es un milagro, y que los cinéfilos alteren sus rutinas para ver una película de Martin Scorsese en el cine es una conmovedora movilización de la cual los capitanes de la industria deben tomar nota. Sin embargo esta movilización podría ser una simple anécdota, y nos volvemos a sorprender ya que aparte de todo esto, con perdón de lo categóricas que puedan sonar estas palabras, El Irlandés es una gran película que ratifica –cómo si hiciera falta– el genio de Martin Scorsese. Escuché que pintás casas Primero y principal esta crítica desea darle paz de mente al lector con un detalle: las tres horas y media que dura El Irlandés pasan volando. La paciencia del espectador no es desafiada jamás, ya que desde el primer encuadre Scorsese nos tiene bajo su hechizo cual Flautista de Hamelín. El formato narrativo, como sus otras épicas Buenos Muchachos o Casino, es un anecdotario a cargo del camionero devenido sicario Frank Sheeran. Incluye su participación en la Segunda Guerra Mundial pero principalmente los años en que, por órdenes de la mafia, fue guardaespaldas del sindicalista Jimmy Hoffa, desaparecido y declarado legalmente muerto. Considerando que los años con Hoffa ocupan una buena parte del bulto mayor de El Irlandés, podemos decir que es una versión aggiornada del film que Danny DeVito realizó en 1992 con guión de David Mamet. El guion de Steven Zaillian cala mucho más profundo, no solo en el desarrollo de sus personajes sino en el modo que presenta la historia. Zaillian le busca la vuelta insertando una línea narrativa dentro de otra como si fuera una mamushka. Tenés a Frank viejo contándote la historia desde el presente como un marco narrativo, pero dentro de este hay otro que transcurre durante un peculiar viaje en auto en 1975. Esta dicotomía tiene una clara intención: Frank viejo no le va a decir nada al espectador que no quiera que él sepa, pero, y en concordancia al tema de enfrentar las consecuencias tarde o temprano que propone la película, la misma narrativa traiciona a Frank y nos revela los detalles de lo que (como el film lo entiende) le ocurrió a Jimmy Hoffa. Sobra decir que los estallidos de violencia aparecen desde el vamos, y la naturalidad con que esta hermandad lo acepta está a la orden del día, razón por la cual no faltarán las palabras soeces y los breves momentos de comedia. Esta narración tremendamente compleja, con este extenso metraje, consigue ser llevadera por el dinámico trabajo de cámara de Rodrigo Prieto y el afilado, fluido e invisible montaje de la siempre genial Thelma Schoonmaker. En materia actoral, los tres protagonistas entregan conmovedoras interpretaciones, no pocas veces haciendo algo mayor a levantar una ceja. Robert De Niro atraviesa todos los registros y tiene una capacidad que sobrevive a cualquier soporte: prostético o digital. Joe Pesci, volviendo del retiro, entrega una digna interpretación como un capo de la mafia. Igualmente, si hay una actuación que destaca por encima de la media, y por un escaso margen respecto de sus compañeros de elenco, es Al Pacino en su rol de Hoffa. La calma, la simpatía, la furia, la lástima, están todas ahí, expulsadas como por un volcán.
El cine negro puro y duro tiene como ingredientes esenciales a un detective privado, un chantaje, un villano poderoso y una femme fatale. Esta fórmula que tuvo su apogeo en los años 40 y 50, resurgió ejemplarmente en la década del 70 con películas como The Long Goodbye y Chinatown, en particular esta última que se destaca por sus atípicos giros, problemas sociales y su oscuro final. Es curiosamente esta línea del policial, tan clásica y a la vez más ácida e innovadora que su progenitora, donde se encuentra inscripta Huérfanos de Brooklyn. Hazlo, Bailey Huérfanos de Brooklyn posee una clara estructura que, como todo buen policial negro, tiene al espectador con la constante curiosidad de saber cuál es la resolución del misterio. Aparte, toma la oportunidad para hacer una crítica social al desdén de los más poderosos, y cómo su “amor por el pueblo” no es más que una fachada, una actuación. La historia podrá estar ambientada en la década del ’50, pero la manera en la que se maneja el personaje de Alec Baldwin, describiendo sin ninguna vergüenza lo que te autoriza a tener poder y lo que puede hacer uno con él, tiene un eco de actualidad escalofriante. Si hay una cuestión que puede achacársele en contra a la película, es que conforme avanza estira su tiempo de más, prolongando su bienvenida. En materia técnica tenemos un modesto diseño de producción que reconstruye la época con colores apagados y casi desaturados. A esto debemos sumarle una prolija fotografía que no abusa de las sombras, apelando más al degradé que a las sombras duras características del género. En lo actoral, Edward Nortondestaca delante de cámara (además se prueba hábil en la dirección) con su personificación de este detective privado con una condición médica peculiar. Una condición que el actor no caricaturiza en ningún momento; y si bien saca la ocasional humorada, tiene presente que el papel está al servicio de la historia. Lo secundan Bruce Willis en un breve pero querible papel, Bobby Cannavale como su nuevo jefe,Gugu Mbatha-Raw, como el interés romántico que aporta la cuota de crítica social a la trama. Willem Dafoe hace también sus aportes a dicha crítica. Alec Baldwin, como ya mencionamos, encarna con escalofriantes y actuales resultados a un oficial electo de grosera impunidad. Lo que sería una caricatura en SNL, presenta acá una semejanza que pasma mas de lo usual. Solo que esta vez no nos estamos riendo, pues asusta.
A la gran mayoría nos consta que Ferrari, aparte de fabricar autos de alta gama, también fabrica autos de carrera. No obstante, a quienes no somos tan instruidos en materia automovilística, se nos hace difícil pensar que Ford, una marca vinculada a la historia del automóvil, una marca que vemos circular en las calles de nuestro día a día, también fabrique autos de competencia. Esta comparativa es necesaria traerla a colación porque Contra lo Imposible evoca en cierto modo a un David contra Goliath. Honor y Orgullo Si hay algo que no va a faltar en absoluto en Contra lo Imposible son sendas y vertiginosas escenas de carreras. Donde algo tan cotidiano como no poder cerrar la puerta de un auto se vuelve un elemento de tensión ante las hordas de autos destruidos que se acercan sin piedad al parabrisas del protagonista. Sin embargo, por eficientes que sean dichas escenas, el corazón de la película, lo que nos quiere contar, está en otro lado. Esto, lectores, es pura y exclusivamente una historia sobre el honor y el orgullo. Sobre cómo mantener uno y saber cuándo abandonar el otro. Sobre cómo quieren quitarnos el honor en nombre de las ganancias. El debate eterno e inestable entre hacer nuestro orgullo a un lado por un bien mayor o hacernos respetar. Es una historia que sabiamente enseña que no todo tiene un final con moño, y que el ganador no necesariamente es quien sostiene el trofeo al final. Es sobre ganarnos el respeto del contrincante. De la hermandad que existe entre los hombres. De ese irse a las manos que oculta algo de cariño. De esos momentos agridulces que nos deja la vida. Es una historia sabia, marcando que muchos visionarios, aquellos que dan vuelta el paradigma, que cambian las cosas para siempre, muchas veces tienen una apariencia muy alejada de lo ideal. Christian Bale entrega una comprometida performance como el piloto de carreras Ken Miles, con un marcado acento británico crucial para la idiosincrasia ácida, chistosa e iracunda de su personaje. Matt Damon también entrega un buen trabajo como el sobrio Ying del iracundo Yang de Bale. Un personaje con la misma sangre caliente, que aprende a tener orgullo al mismo tiempo que el otro aprende a dejarlo de lado. La puesta en escena de James Mangold te sumerge todo momento en lo que es esa pista riesgosa. Te hace sentir la velocidad, el espacio, el rugir de los motores, el silencio breve que da lugar al pensamiento. Estas ahí junto al piloto y muchas veces eres él. Pero no es solo en la pista donde las virtudes técnicas de Contra lo Imposible (Ford v Ferrari) se luce, sino también cuando se encuadran las escenas fuera de ella, los momentos íntimos donde se fortalecen los lazos de familia y amistad. Es acá donde podemos valorar la fotografía de Phedon Papamichael como un todo, haciéndo pensar que si hay una película que vale la pena ver en IMAX, es esta.