Azotes del estado y azotes de pico Estar estático es malo, le dice una vidente a Carlos Fuentes (Kiran Sharbis), protagonista de El Azote, y Campusano -que lo sabe y no para un minuto de filmar- le suma a sus historias de pueblo una cuota de esoterismo que esos lugares reclamaban. La lluvia de la escena inicial y las visiones que tiene la madre de Carlos también son elementos fantásticos que incluso podrían interpretarse como recursos de género. Pero esos elementos lúdicos que se desvían del relato usual de Campusano quedan sólo en amagues. Lo que sí persiste durante toda la película es la rigidez de su protagonista, entallado en su chaqueta de cuero negra que parece homenajear al Vikingo a la distancia. Como se puede ver en todas sus películas, lo que al director le interesa del realismo no tiene que ver con la fidelidad de la representación de la puesta en escena y el registro actoral que ella conlleva sino con su construcción, con su preproducción; con, por ejemplo, la elección de los (no) actores y las historias de los habitantes de sus locaciones, lugares casi siempre periféricos. En este caso, reconstruye las anécdotas de un asistente social de El Alto, una zona brava en las afueras de Bariloche donde los pibes pobres viven aislados del sur que se puede mostrar. El conflicto se desarrolla en un centro de menores judicializados donde Carlos personifica al asistente piola, al transformador que se enfrenta a un compañero del centro que quiere sacar rédito de la mala situación de los pibes. El bien y el mal en código Campusano. El registro del director nunca es realista ni naturalista. Tanto en El Azote como en sus películas anteriores, las actuaciones no aportan verosimilitud clásica, sino verdad. Esa verdad, generalmente se conjuga bien con la potencia del relato, con su idea clara de recrear una historia verdadera que ya se había vuelto leyenda en la transmisión oral y se momifica -en algún punto de su mutación- en el pase a la pantalla. Sin embargo, esta vez, y quizás como pasó en Placer y Martirio (2015), la verdad y la narrativa de Campusano no alcanzan la convicción y la potencia de sus primeras películas; sobre todo de las mejores en términos narrativos, Vil Romance (2008), Fango (2012) o El Perro Molina (2014). A diferencia de varias de sus películas pero sobre todo de El Perro Molina para acá, la técnica y el equipamiento involucrados en la puesta en escena parecen mínimos; casi copiando algunas de esas ya lejanas reglas del Dogma 95, donde la luz natural era ley y los travellings estaban baneados. Decisiones que seguramente también tengan que ver con la verdad de lo que intenta transmitirse pero que esta vez no consiguen la fuerza de esas trompadas de sentido y visceralidad que Campusano supo propinar en otras ocasiones donde la palabra no importaba tanto como acá.
Ganadora de la Competencia Argentina en el último Festival de Mar del Plata -plataforma en la que, junto al Bafici, el director quilmeño parece sentirse cómodo a la hora de lanzar sus películas-, El azote es un nuevo mojón en la prolífica, visceral y despareja filmografía de José Celestino Campusano.
En el medio del conflicto La nueva película de José Celestino Campusano transcurre en la Patagonia Argentina, al igual que su anterior El Sacrificio de Nehuen Puyelli (2016). Esta vez, el escenario es un barrio marginal ubicado en las afueras de la ciudad turística de San Carlos de Bariloche. La historia gira en torno al colegio de reinserción social en el que trabaja Carlos (Kiran Sharbis), el asistente social protagonista de la película. Su situación económica es tan precaria como la de los jóvenes que intenta encauzar -viven en el mismo barrio y comparte las mismas carencias-. mientras cuida de su madre enferma. Su vida personal, amorosa y social está en constante crisis producto de la intensidad de su labor y, aunque es respetado en el barrio por los jóvenes que contiene y por sus compañeros, es poco lo que puede hacer para mejorar la vida de los chicos. Es interesante ver como la obra de Campusano modifica el punto de vista con esta película. El azote (2017) no se narra ni desde el lugar de víctima ni del victimario, sino desde quien media la injusticia social: Carlos está del lado de los jóvenes víctimas del sistema y por eso enfrenta a la policía, a compañeros de trabajo corruptos o a familiares que no terminan de comprender su rol social. Pero a la vez, es un funcionario del estado, hecho que lo pone en el mismo papel frente a la ley que el de un uniformado. Como agente intenta ayudar y se topa con las millones de trabas del sistema. Como ciudadano sufre ante las injusticias que sufren los más desvalidos, quedando en una especie de medio entre el deber y el poder. El cine de Campusano se caracteriza por poner la cámara allí donde nadie se atreve y lograr visualizar una problemática que nadie quiere ver (de hecho el barrio marginal elegido rara vez fue mostrado en pantalla grande). Pero al retratar el punto de vista de un asistente social con principios e ideales, vemos también la complejidad del problema visto desde adentro con sus múltiples aristas. El resultado termina siendo desolador. El azote evita algunos vicios de otras películas del realizador de Fantasmas de la ruta (2013). Nunca estuvo en duda la contundencia del mensaje de denuncia del cineasta, directo y frontal, aunque muchas veces peca de ser demasiado excesivo en la forma de plantearlo. Aquí las situaciones están gratamente contenidas, con conflictos resueltos de manera sutil (las visiones de la madre, la ruptura con su mujer), y el uso de algunas metáforas no tan evidentes (la impotencia pensada en diferentes sentidos). Recursos que potencian el relato y lo ubican en un lugar destacado con respecto al resto de su filmografía.
Carlos (al que muchos -para su disgusto- llaman Murciélago) es un hombre de casi 40 años con look de motoquero y/o cantante de heavy metal (una constante en el cine de Campusano). Pero el protagonista de El azote se dedica en verdad a trabajar como asistente social en un centro de menores en las afueras de Bariloche. Cada día intenta como puede salvar de la violencia institucional (la policía es de temer) y de la de los pares a muchos chicos y muchachos que consumen de todo y suelen arreglar cuentas pendientes a trompadas o con cuchillos. La vida íntima de Carlos, un tipo impulsivo y de poca paciencia, está también en la cuerda floja: su esposa Analía lo abandona, sus amantes ocasionales lo humillan y debe ocuparse de su madre postrada. En el universo de este nuevo film de Campusano aparecen varios personajes secundarios como Alicia, una joven de formación religiosa y un pasado con intentos de suicidio que se ofrece como voluntaria en el centro; Javier, un muchacho golpeado en todos los sentidos imaginables y que encima ha tenido un hijo con una joven del lugar; y Luis, un niño al que nadie quiere aceptar por sus antecedentes violentos. Lejos del glamour turístico de la ciudad, Campusano construye un mundo dominado por la miseria, el consumo de drogas y alcohol, prostitución y abuso infantil, bandas bastante pesadas, policías violentos, familias disfuncionales, una fuerte impronta machista y funcionarios y profesionales que no se toman demasiado en serio su trabajo por lo que la reinserción de delincuentes o el progreso de jóvenes hoy marginados parece una utopía. Lo más interesante del film tiene que ver con la disociación entre la encomiable tarea cotidiana de Carlos y su caótica vida familiar a partir de la dificultad de asumir responsabilidades y compromisos. El problema principal de El azote pasa, otra vez, por varias actuaciones poco convincentes y la sensación de que muchos intérpretes recitan los diálogos sin creerse demasiado lo que están diciendo. Eso le quita algo de credibilidad y fluidez al relato que, de todas maneras, mantiene en algunos tramos esa intensidad tan característica del cine de Campusano.
No es el Murciélago Con años en el puesto, Carlos es conocido y respetado por ser uno de los pocos que se desvive genuinamente por encauzar a los jóvenes enviados a la institución donde trabaja, lugar al que llegan como alternativa a encerrarlos entre criminales mayores. Tanto se preocupa por esos chicos que desatiende a su pareja y a su madre enferma, pero también esa devoción lo ciega a algunas actividades cuestionables de parte de algunos compañeros de trabajo, quienes no comparten la misma opinión sobre los menores a su cargo pues los ven como irrecuperables. Rodeado por varios flancos, Carlos busca la forma de balancear su vida personal con su profesión, y lógicamente los conflictos de uno terminan afectando también al otro en ambas direcciones. Según su director, El Azote está inspirada en eventos de la vida real de un trabajador social que trabajó durante años en El Alto Bariloche, un barrio escondido de la mirada del turismo y poblado por una juventud sin muchas posibilidades de hacerse un futuro, pasto fértil para que crezcan los problemas de alcohol, drogas y violencia. Esas figuras negras La historia de Carlos, el fragmento de su vida del que somos testigos, no es sencilla y sus conflictos son varios y diversos. Su principal preocupación es proteger a esos jóvenes que el Estado y el resto de la sociedad abandona, incluso sus familias. Pero una madre enferma, una pareja distante, y hasta algunos ribetes sobrenaturales, se combinan para hacerle difícil la existencia. Aunque se le puede criticar alguna falta de contundencia en los últimos minutos, la narración de El Azote es sólida y con buen ritmo, entrelazando las distintas líneas para construir el cuadro completo sin desviarse mucho del eje. Todo esto mostrado con una estética naturalista, a la vez permitiéndose algunos juegos de luz y cámara que refuercen lo que se está contando. El punto más cuestionable en este relato pasa por algunas actuaciones y, especialmente, por líneas de diálogo que suenan rígidas o poco verosímiles, dejando abierta la duda sobre si es un problema de guion o de interpretación. Contrariamente a lo que suele suceder, los más chicos se ven y escuchan más naturales que sus compañeros adultos, incluso reflejando los frecuentes y repentinos cambios de actitud clásicos de una adolescencia cargada de enojo y frustración. Cuando a principios de siglo surgió una corriente de cine que exponía y denunciaba una vida diferente a la que suele llegar a la pantalla, muchas veces había algo que desentonaba; algo se sentía como visto desde demasiado lejos. Al mismo tiempo, cuando alguien parecía buscar una mirada más cercana, solía achacársele carencias artísticas que le restaban valor al producto final. Con casi una docena de largometrajes de aprendizaje, José Campusanoparece estar buscando el balance que le permita seguir exponiendo historias usualmente tapadas y con una fuerte carga política, pero contadas de forma atractiva e interesante para un público más amplio. El Azote es el capítulo más reciente de ese progreso. Conclusión Algo áspera y con los problemas habituales de elegir intérpretes más por su conexión con la historia que por su oficio, El Azotecuenta su trama de forma tan interesante que por momentos hace olvidar sus falencias.
Violencia de adentro y de afuera. Cuando la estética se encuentra al servicio de la ética se resignifica el cine a partir de la mirada y la elección de la forma de trabajar con los elementos de la realidad. Y si hay algo que caracteriza al universo cinematográfico de José Celestino Campusano, desde Vikingo hasta aquí con su nuevo opus El azote, es precisamente el vínculo intrínseco entre lo artístico y lo transformador desde las herramientas al alcance de la mano. Entrar en ese espacio nada especulativo y siempre con los ojos abiertos -al mismo espacio cinematográfico- para ejecutar la mejor partitura posible implica realizar un esfuerzo doble por no dejarse llevar por los cantos de sirena o el mundanal ruido que siempre utiliza el estereotipo, ya sea por temor o mera ignorancia. El primer canto de sirena que un cine comprometido como el del director oriundo de Quilmes rechaza es el del miserabilismo, o la pornografía de la miseria, aquel encuadre que realza ciertos valores, decreta verdades o rechaza creatividad y alternativas para avanzar sobre la crudeza de tópicos sociales como en este caso la minoridad, y la violencia implícita en adolescentes sin contención alguna y con historias de infancia ya malogradas desde el primer grito de un parto. Para El azote, que transcurre en el Sur de la Argentina, la idea de fuga hacia adelante es tan poco viable como la de escapar de la violencia del afuera. La policía acecha, no mantiene ningún orden en el caos de la violencia y dentro del centro de menores, lugar pivot para que aquellos ingresantes enviados por un juez encuentren refugio, lo violento acompaña desde el cuerpo o como reflejo distorsionado de un entorno poco complaciente y hasta corrupto. En ese mundillo, de traiciones, rencores y justicia por mano propia, el protagonista, apodado "el murciélago", devino asistente social tras haber atravesado los umbrales oscuros del reviente y comprender ese peligroso círculo vicioso que engendra el resentimiento cuando la otredad es un obstáculo y no el aliado necesario para rescatarse de todo aquello que hunde el espíritu. A veces la familia disfuncional, otra el juntarse con malas influencias y en mayor medida la fragilidad que se endurece en un único sentido, alejan toda cuota de sensibilidad frente a la hostilidad de un estado de anomia brutal y la institucionalización de la desidia para que nada pueda cambiar. El derrotero del protagonista del film es pesadillesco tanto adentro del hogar por sus crisis internas con una madre manipuladora y una pareja harta de sus manipulaciones, pero también afuera en el trabajo cotidiano, con la lucha ante los molinos de viento. Quijotadas como esas se viven a diario sin embargo la diferencia es que bajo la mirada del cine por lo general se disuelven en un compendio de buenas intenciones. José Celestino Campusano hace del plano secuencia un arma letal para derrumbar los simbólicos molinos de viento y dejar que sus personajes ladren sus verdades, aunque para muchos esa monótona letanía no se vea por TV.
Los protagonistas en el cine de José Celestino Campusano son, por lo general, buena gente. Podrán tener un desliz, como Carlos o El murciélago -apodo que se ganó cuando tocaba en una banda de rock pesado-, pelo largo, campera de cuero negro, un andar desprejuiciado, que está a punto de engañar a su esposa con otra mujer. Pero le parece “muy puta”, y la deja en banda. Anda “Más cansado que de costumbre”, dice. Cuando Analía, su mujer, que cuida y cambia a su madre, postrada en silla de ruedas, lo encara por sus amoríos, él le dice “¿Pero querés que le eche mano a lo primero que se me cruce?”. Carlos es de no terminar las discusiones, e irse. Lo hace con las mujeres, pero no es un cobarde. Es asistente social en un centro de menores, y cuando se le plantan de frente, sean los adolescentes o algún compañero de trabajo, hay que tener lo necesario para enfrentarlo. Trata a su mamá de usted y no le jura por nada, porque “sino no tendría valor mi palabra”. Rodada en las afueras de Bariloche, en El azote confluyen la denuncia, la corrupción, la droga y el maltrato. Campusano tiene su estilo. El director de Vikingo es congruente con su manera de pensar, de elaborar y de filmar su cine. Los diálogos, la manera de preguntar que tienen los personajes, las reflexiones, casi como sermones. Los protagonistas hablando, que parecen recitar más que decir las líneas del guión, pueden descolocar al espectador no habituado. Dentro del drama que plantea El azote, no hay mucha esperanza más allá de los afectos del círculo más íntimo. Al fin y al cabo, al inicio una bruja o adivina le advierte varias cosas a Carlos. Quien quiere oír, que oiga.
De puertas abiertas a un mundo personal El Azote es lo último del prolífico director José Celestino Campusano. Bueno, en realidad no es estrictamente “lo último” porque la producción es casi constante: mientras esta historia llega a salas comerciales, tiene El silencio a gritos en recorrida de festivales y proyectos en curso. Una de las características de este director es que va recorriendo todo el país para retratar problemáticas locales, enmarcadas en sus correspondientes paisajes. En Bariloche vive Carlos (Kiran Sharbis), un asistente social a quien la vida no le sonríe. Su vida personal es tormentosa: su mujer se fue de su casa, su madre está enferma y su amante amenaza con escracharlo ante los ojos de todos por impotente. Y en el ámbito laboral tampoco encuentra la paz. Trabaja en un centro de rehabilitación de adolescentes, con una serie de compañeros que complican más las tareas en vez de colaborar, priorizando por ejemplo que los internos “los prefieran” gracias a pequeñas manipulaciones y violaciones de las normas convenidas, objetivos que atentan contra el objetivo final del establecimiento. La propuesta se ubica, fiel al estilo del director, cercana a una propuesta neorrealista. Locaciones reales, iluminación natural, ausencia de musicalización y actores no profesionales dan forma a esta historia basada en hechos reales. El énfasis en las emociones del protagonista, en su devenir sentimental, sus miedos y sus convicciones son retratados con una sensibilidad que permite que el espectador se identifique con él aún prescindiendo de la mayoría de los mecanismos de identificación del cine clásico. La elección del cast, conformado como decía antes por rostros desconocidos y fisonomías por fuera del estereotipo, terminan de generar esta ilusión de puerta abierta a un mundo personal pero con proyección universal. Carlos está muy lejos de aparentar lo que es. De cabello negro, largo, lacio, vestido de negro y con campera de cuero, parece más un “metalero” despreocupado que el tipo con convicciones y compromiso social que es. Compromiso que muchas veces elige antes que su propia vida privada. Y acá Campusano insiste, nuevamente, sobre otro principio recurrente en su filmografía: las apariencias engañan. No hay que juzgar a la gente por su aspecto exterior, uno nunca sabe qué clase de infierno personal están atravesando las personas de nuestro entorno. Ese desfasaje entre lo que vemos y lo que realmente sucede es aplicable a cualquiera de nosotros, convirtiéndose en un hecho casi de militancia política: no importa en qué parte del país vivas, todos podemos tener los mismos problemas. Algo similar ocurre con la desidealización del paisaje. Se elige Bariloche pero no se hace foco en los bosques, en los lagos, en el perfil turístico. Se recorren sus barrios marginados, se muestra a los chicos que viven en la calle, a los que no pertenecen a la imagen de “lugar de ensueño donde se vive sin preocupaciones”. Los dramas cotidianos también son reales en el paraíso, simplemente, porque todos tenemos las mismas miserias y las llevaremos con nosotros donde quiera que habitemos. Alejado de muchos recursos del cine clásico, narrando un pequeño momento de un pequeño personaje con gran posibilidad de ser universalizado y mostrando el lado B de uno de los paisajes más lindos de nuestro país, podemos afirmar que Campusano lo hizo de nuevo: El azote muestra que podés tener una cantidad abrumadora de cosas en común con alguien que vive a miles de kilómetros de distancia.
Un exmúsico de heavy metal que trabaja como asistente social en un centro de apoyo a menores judicializados es el protagonista de este film rodado en Bariloche. José Celestino Campusano continúa aquí indagando en las problemáticas más acuciantes de las clases populares. El cine de este prolífico director progresó notoriamente en términos de puesta en escena, pero también se cargó de un tono sentencioso y moralizante que transforma a los personajes en meros vehículos de sus ideas sobre el mundo, muchas veces de una evidente solemnidad. No es fácil decir con naturalidad: "Me crie en un hogar profundamente disfuncional y eso me ha marcado", sobre todo si debe hacerlo una actriz con poca experiencia.
La ciudad que no muestra ningún tour Hace ya unas cuantas películas que el cine de José Celestino Campusano dejó de ser lo que era. Después de esa excursión por los usos y costumbres de las clases más altas y acomodadas que fue la incomprendida Placer y martirio (2015), el realizador oriundo de Quilmes arrancó una etapa hiperproductiva filmando un promedio de dos películas al año, casi todas fuera de aquel conurbano bonaerense donde estableció las bases del cine crudo y visceral que le dio amplia reputación en el circuito festivalero. En especial en el de Mar del Plata, donde desde hace una década es un abonado de las secciones principales. Hasta trasladó su modelo de producción a la Amazonia brasileña y Bolivia en Cícero impune y El silencio a gritos, respectivamente, con resultados muy distintos a los anteriores, como si la lejanía del terruño le hubiera quitado parte de la potencia. En ese contexto, El azote es un regreso a la Argentina y también a ciertos elementos fundantes de su obra. Si antes ética y estética iban de la mano, ahora no. Desde Legión (2006) y Vil romance (2008) Campusano trabaja con actores no profesionales, conformando elencos dominados por el desajuste y la heterogeneidad pero con una capacidad extraordinaria de retratar situaciones marginales con naturalismo, sin atisbo alguno de caricaturización. Aquello transmitía coherencia aun en películas desprolijas, pero ahora, con un pulido técnico mayor y un director con más ideas y recursos de puesta de cámara, se genera una bifurcación en donde la ética se mantiene inalterable pero la estética avanza hacia otros lugares. En El azote la reconciliación asoma como una posibilidad concreta, sobre todo cuando el quilmeño posa la cámara sobre la problemática de los sectores más pobres y olvidados de Bariloche, esos que no muestra ninguna oficina de turismo. Su segunda a la visita la ciudad de los egresados –la anterior fue para El sacrificio de Nehuén Puyelli– sigue el día a día de Carlos, un asistente social que trabaja en un instituto de menores donde los maltratos, la violencia, el menosprecio estatal y el abuso sexual son parte de una rutina que nadie parece muy dispuesto romper. Celadores, policías y diversos funcionarios públicos tratan a los chicos como elementos de descarte. Salvo Carlos, ese alterego de Campusano –pelilargo y campera de cuero incluida– que hace lo mismo que el realizador con sus personajes: comprenderlos en lugar de enjuiciarlos, adaptarse a sus circunstancias, generar empatía. De allí que los chicos, si no lo quieren, al menos lo respetan y consideran un interlocutor válido. En especial Luisito, a quien todos quieren echar menor él. Esa voluntad de hierro de Carlos tiene su contrapeso en una vida personal que incluye a una madre en silla de ruedas y alguna relación ocasional con mujeres que lo desprecian. Y él también a ellas, vale aclarar. En El azote funciona mucho mejor la subtrama social. Ahí es donde más cómodo y mejor se mueve Campusano, entregando momentos de indudable potencia con la intención de visibilizar situaciones silenciadas. El problema es que Carlos, aunque bueno y noble, no adquiere la carnadura suficiente para ser un personaje complejo. Sin demasiados matices, lo suyo es la defensa de los marginados. Lo del director, también.
José Luis Campusano es uno de los realizadores mas personales de nuestro cine, sus filmes tiene su sello, en las situaciones, en los personajes, en la manera de expresarse, muchas veces con sentencias, en la crudeza de las situaciones. En este filme el director y autor del guión se ubica otra vez en el sur, en una Bariloche que muestra su cara más oscura, lejos de los brillos turísticos y los paisajes de ensueño retratados hasta el cansancio. El mundo del protagonista, un asistente social que trabaja con chicos abandonados y judicializados, es el de las drogas, la violencia, la corrupción y los abusos. Ese hombre que siempre viste de negro, que nació en el lugar, que fue cantante de heavy metal al que muy a su pesar llaman “el murciélago” tiene su vida dividida. Por un lado es el único capaz de comunicarse con esos chicos violentos, víctimas, asesinos en algún caso, con destino de marginalidad, y sabe que ese, su lugar de trabajo, es sin dudas el mejor lugar una policía indeseable y un sistema judicial que no se hace responsable. Pero su vida personal de complica entre su separación, su madre inválida, una amante despechada, una nueva compañera y el descubrimiento de una nueva podredumbre. Tampoco falta el elemento fantástico. Con diálogos que intenta filosofar sobre lo que ocurre en esa realidad inapelable, con un protagonista poderoso, el film logra climas intensos, con situaciones equívocas que pueden desencadenar cualquier reacción. Un punto altísimo el retrato de esos chicos dejados por todos, desde sus familias disfuncionales, a sus códigos de venganzas y castigos, a sus diversiones y su fatalismo, al futuro marcado, golpeados y golpeadores. También la denuncia de un sistema que necesita mantenerlos así, como “futura mano de obra”. Un film intenso, perturbador, con códigos propios, potente y distinto como su creador.
Tal vez la más sólida película de José Celestino Campusano, en todo los sentidos, narrativos, de puesta, actoral, “El Azote” trasciende la anécdota disparadora para profundizar en cuestiones mucho más profundas. Un personaje eje sirve para hilvanar elementos de la realidad, de la fantasía, y entre ambos potenciarse con una puesta y fotografía que destacan el paisaje del sur. En esa búsqueda iniciada con sus primeras producciones, “El Azote” demuestra la solidez de un narrador particular y, en esta oportunidad, más universal que nunca.
“Vive rodeado de sombras. ¿A qué se dedica?”. ¿Cuántos directores son capaces de empezar una película con una línea de diálogo así, antes de que se vea a los personajes? Así empieza El azote, pero no se trata de algo nuevo para el cine de José Campusano. En sus películas siempre se presta una atención infrecuente a la manera en la que hablan los personajes: el director cimentó un estilo inmediatamente reconocible con protagonistas que se expresan con una elegancia y una precisión pocas veces escuchada en el cine argentino. La marginalidad que golpea y hunde a los personajes de Campusano nunca se transforma en una excusa para desligarse del trabajo con las palabras: al contrario, no importa qué tan pobres, miserables o malvados sean, todos hablan bien, con una elocuencia que parece salida de otro tiempo y lugar. Lo busque o no, Campusano termina discutiendo siempre con el modelo del primer Nuevo Cine Argentino y con el costumbrismo en general, o sea, con todo el cine que se escuda en la precariedad de sus universos para no tomarse el esfuerzo de cuidar el lenguaje (si los personajes hablan mal, lo hacen porque así lo quiere el estereotipo que fija cómo debe representarse al marginal). Esa decisión produce siempre un desplazamiento singular: la aspereza de los entornos y de sus criaturas se enrarece a través de los diálogos, como si el director renunciara expresamente al realismo y creyera que el cine no debe ser un mero registro de las cosas, sino una forma de mirar que moldea lo que encuentra y lo vuelve algo distinto de los dictados del sentido común. Lo que nos lleva de nuevo al comienzo de la película, un drama social situado en Bariloche que empieza con una vidente diciéndole al protagonista: “Vive rodeado de sombras. ¿a qué se dedica?”. Carlos es asistente en un centro de menores. Sus días se dividen entre su trabajo como director del lugar y una vida familiar accidentada junto a una madre postrada y a una novia con la que se llevan muy mal. El hombre disipa un poco la ingratitud cotidiana con visitas esporádicas a una amante y consultas a una adivina. El cine de Campusano siempre abrazó los géneros: en las afrentas y duelos, en los abusos facilitados por el poder, en la división más o menos nítida entre sujetos probos y malvados, en esa cartografía resulta imposible no ver las trazas del western, del policial negro, del drama de frontera. En El azote aparece, tal vez por primera vez, un elemento fantástico: existe la posibilidad de que las desgracias de Carlos provengan de alguna especie de maldición que anida en su casa y que envuelve a un compañero de trabajo. El guion sugiere la presencia de un mal pero no la certifica, la caída de Carlos y de los que lo rodean se produce por obra de ellos mismos. Es que la realidad tangible de los personajes está marcada por el desastre sin necesidad de recurrir a terrores de algún otro plano: los chicos que llegan al centro lo hacen en las peores condiciones imaginables, vienen de hogares devastados y arriban tras haber sufrido maltratos de la policía. El lugar es un oasis de contención que trata de revertir (o de demorar) la desintegración social que castiga la zona, pero el esfuerzo de los voluntarios no alcanza: los chicos se las arreglan para conseguir drogas y armas adentro del lugar con la ayuda de uno de los responsables del centro. De los altercados entre Carlos y los chicos Campusano extrae una tensión notable: los diálogos adoptan la forma de un enfrentamiento verbal que en cualquier momento puede devenir otra cosa, en cada palabra se juegan la sabiduría paternal y el tono hosco de Carlos contra la furia y el resentimiento de los chicos. Todo está siempre a punto de explotar, cada encuentro entre jóvenes, policía o parejas anuncia violencia, rencores, humillación. El protagonista está atrapado en los mecanismos de un sistema corrompido: el azote del título remite menos a un mal extraterreno que a la miseria que enloquece y ciega a los habitantes del lugar. El mundo de El azote, como el de las películas del director en general, se diluye y con él lo hacen los lazos sociales más elementales. Los encuentros y los gestos de los protagonistas dejan asomar pulsiones inmemoriales que desbordan los marcos institucionales endebles que sostienen a los personajes. Todo ocurre a una velocidad fulminante que rebasa los reflejos de Carlos y de sus compañeros del centro. Lejos de la sociología que implica el realismo, el cine de Campusano, con sus diálogos exquisitos y su registro actoral desfasado, a veces bressoniano, es una máquina de escenificar conflictos atávicos que estallan sin explicación y cuya causa se pierde en el torbellino de las acciones. No se sabe qué empuja a sus personajes al desafío, al señorío sobre otros, al envilencimiento: su cine está despojado de psicología, en cambio, la cámara captura automatismos, reflejos primitivos que se hunden en los confines de alguna memoria ancestral.
Azotes, trompadas, cuchilladas, castigos varios, trampas, insultos, marginación: el turista que visita la parte linda de Bariloche ni se imagina lo que puede pasar en algunas zonas de la periferia. Bueno, acá lo vemos, a través de un asistente social enfrentado a sus superiores, sus compañeros (empleados públicos de lo peor), la policía y los propios menores a su cargo, chicos judicializados que sólo conocen un camino para transitar por la vida. Ese pobre Cristo tiene las cosas claras, la piel dura y el carácter fuerte. Aun así, todo se le hace cuesta arriba. José Celestino Campusano creó ese personaje, y esta historia, tras largas charlas y caminatas con la gente del lugar, en especial con un asistente social que soportó hasta donde pudo. Como de costumbre, filmó con equipo básico, actores vocacionales y "no actores", bronca y verdad. El suyo no es un cine bien pulido. El mismo lo bautizó "Cine Bruto". No es refinado, no tiene un taller previo de actores como suele pedirse, y ciertos diálogos, ciertas frases admonitorias, curiosamente no parecen del todo naturales. Pero, puestos a considerar, la misma sensación se tiene ante unas cuantas páginas de Roberto Arlt, o del Grupo de Boedo, y eso no les resta mérito. Lo que muestra el autor en este caso, la contundencia con que lo muestra, la garra que le pone a su denuncia, eso es lo que importa.
El ultra independiente Campusano vuelve con su realismo indómito en una película que tiene su ADN. El escenario, un centro de menores problemáticos en Bariloche, o mejor dicho en las afueras de la ciudad turística, donde nada remite ni por asomo a las postales de vacaciones. Un contexto miserable en el que un asistente social, metalero de pelo largo, al que llaman Murciélago, intenta contener como puede a los chicos marginados. La apuesta es fuerte, sin medias tintas, aunque cuesta entrar en ella con los actores no profesionales recitando sus líneas de diálogo con mayor o menor nivel de apatía. Una lástima, porque como en buena parte de su cine, el prolífico Campusano encuentra buenas historias y muy buenos personajes de la vida real, de esos que no encajan en la comodidad mainstream tranquilizadora de conciencias. Su Murciélago, por ejemplo, se resiste a cualquier santificación. Este es un héroe del trabajo social con una vida bastante pecadora y desordenada, por momentos cercana al patetismo, que sin embargo le pone el pecho al no futuro diseñado por la violencia, la pobreza y las drogas, ese azote.
El cine independiente en Argentina sigue demostrando su identidad a la hora de escenificar la cruda realidad socioeconómica que golpea a los sectores más marginados de nuestro país. Y si de visibilizar se trata, esta película no se queda atrás. El Azote sigue la historia de Carlos (Kiran Sharbis), un asistente social que trabaja en un instituto de menores de Barilochey que, en poco tiempo, debe enfrentarse a la ruptura de su pareja, el cuidado en solitario de su madre inválida y la llegada de dos nuevos menores al centro que ponen en evidencia los vacíos administrativos. Escrita y dirigida por el prolífico cineasta José Celestino Campusano (Vikingo; El sacrificio de Nehuén Puyell), esta cinta ganadora de la Competencia Argentina en el 32° Festival de Cine de Mar del Plata, nos muestra el lado B de aquella ciudad turística tan recurrida por sus paisajes idílicos y su apacible e histórico pueblo. Marginalidad, violencia institucional y familias sumidas en la descomposición social, impregnan estas tierras sureñas invisibles a los ojos de los turistas. El protagonista de la película es un hombre de mediana edad y una notable empatía que intenta proteger a los jóvenes del flagelo de las drogas, la violencia policial y los abusos intrafamiliares que se encuentran a la orden del día. Con su cabellera larga y vestido siempre de negro y cuero como si fuera un integrante de una banda heavy metal (característica recurrente en los filmes de Campusano), Carlos-a quien los chicos apodan Murciélago-lucha constantemente para encauzar la vida de estos adolescentes a quienes el sistema les ha arrebatado todos sus derechos. Mientras pretende hacerle frente a la corrupción del instituto y las trabas económicas y burocráticas, los vínculos personales de este asistente social se van desintegrando poco a poco. Su esposa, cansada de los desaires de Carlos y de cuidar de su intolerante madre enferma, decide separarse en busca de un mejor futuro. Ahora el hombre debe hacerse cargo de aquella madre cuya afección le provoca unos terribles delirios místicos. La décima película de Campusanono es de esas historias que detentan un suspenso y una violencia in crescendo hasta culminar con un final arrollador. De hecho, podríamos decir que el desenlace de la película ocurre justo cuando está por librarse un intenso combate, uno no menos espinoso que los que Carlos debe enfrentar día a día. Se trata, más bien, de un drama analítico y contemplativo, que por momentos roza el cine documental y que invita a la reflexión y el debate por parte de los espectadores. El elenco presenta a varios actores no profesionales y esto seguramente se deba a una insistente búsqueda de naturalidad. Sin embargo, por momentos los diálogos parecen muy forzados y, si no fuera por los recursos actorales del protagonista, la performance de los otros personajes caerían en el ridículo. El Azote es un filme hiperrealista, denunciante y audaz, que no intenta dulcificar la violencia y la sordidez que las clases poderosas pretenden ocultar bajo la alfombra.
La nueva película de José Celestino Campusano, "El azote", se mantiene fiel a su estilo para hablar de los jóvenes desamparados. Difícilmente encontremos en nuestra filmografía un director tan personal como José Celestino Campusano. El hombre que respira/ba Conurbano Bonaerense en cada toma vino a reformular el modo de ubicarse dentro de las zonas bajas; dejando atras al Nuevo Cine Argentino, a Carlos Sorín, y hasta al mismísimo Raúl Perrone. Lo suyo es rock hecho cine. No solo por la música, lo cual lo emparenta mucho con el metal local; es el rock desprejuiciado que rompe reglas, y se anima a ser sucio sin artilugios, en serio. Un hombre capaz de filmar hasta dos películas por año, un artesano del cine de guerrilla, bien entendido; los recursos nunca son una limitación. Allá por "Placer y martirio", en 2015, comenzó a romper sus propios moldes al aportarnos su mirada de las clases sociales más acomodadas. "El azote", al igual que la anterior "El sacrificio de Nahuel Puyelli", se aleja de Buenos Aires y nos lleva hasta la Patagonia, esta vez Bariloche; en uno de esos barrios marginales que el director de "Vil romance" sabe retratar. El protagonista es Carlos (Kiran Sharbis), o como algunos apodan maliciosamente, El murciélago, ex integrante de una banda de rock metal, retirado; que dedica su tiempo a realizar esculturas de arcilla, y colaborar como asistente social en un colegio y centro asistencial para la recuperación de jóvenes en situación de desamparo. Carlos es un hombre con códigos, eso es lo que lo define, no transa, no se vende, cueste lo que cueste, y tenga que enfrentarse a quien tenga que enfrentarse. Campusano adora a estos personajes, sabe que el mundillo del rock, más el del metal, es estigmatizado, y en sus films más emblemáticos (como lo es "El azote") tendrá siempre un lugar para revalorizarlos. Ni hace falta verlo a Carlos escuchar V8, Almafuerte, o Riff, sabemos que pertenece a ese palo, y una sola línea de diálogo nos confirma que integró una banda. El metal no te traiciona. La vida golpea a Carlos, su pareja lo abandona, intenta mantener una amante que cuando se descontrola tendrá planes de humillarlo mancillando su hombría, tiene una madre enferma con la que vive y lo maltrata (pero la vieja es la vieja, y no se toca), y se enfrenta a los que andan en cosas raras, a quienes van por atrás (sean autoridades del Estado, policías corruptos, transas, o mujeres de mala vida). El estilo en que Campusano trata a sus criaturas tiene algo de mito gauchesco, se podrían trazar varios paralelismos. El honor, la familia, y las costumbres, son sagradas. Quizás algunos encuentren ideas algo anticuadas (y hasta una escena que años atrás hubiese traído muchísima polémica, de hecho una similar llevó al caso de censura más emblemático de nuestro país, y hoy pasa disimulada), pero en su esquema, funcionan. Carlos vive para ayudar a los demás, a los desprotegidos, y aun cuando una vidente le avecina tormentas en su vida, él debe ocuparse de los otros. "El azote" no sigue una historia lineal. Hay dos jóvenes a los que Carlos intentara sacar del barro, y eso lo llevará a enfrentarse a otro compañero que transa, ingresa droga al establecimiento. En sí, lo que Campusano hace es seguir el derrotero de este personaje, que no mira desde arriba, pertenece a la misma marginalidad a la que protege. El cine del realizador de "Fango" nunca fue adepto a las sutilezas. Campusano trabaja con actores aficionados y la ductilidad de los mismos puede no ser la mejor, pero son naturales, frescos, y sobre todo, verosímiles en su planteo. Más allá de que la estructura de diálogos sea algo teatral (algo recurrente y buscado por el director), y no parezca real que alguien hable así, la forma en que es presentado resulta convincente. No hay preciosismo visual, tampoco suciedad artística. Campusano no filma para agradar visualmente, busca el mensaje directo, y no le teme a ser (muy) declamatorio. Sus personajes exponen sus ideas y sus mensajes como emblemas, con bajada de línea sin reparo. Ese es el estilo del director, para tomarlo o dejarlo, pero nadie puede decir que no es fiel a sí mismo. Kiran Sharbis, quien ya participó con Campusano en "El arrullo de la araña", es músico real, neuquino. Su Carlos es auténtico, sin disimulo, y genera una empatía en la cual queremos verlo triunfar. "El azote" es un Campusano 100%; no es el último film de un director que filma a pulsión, ya tiene dos películas posteriores que estrenó en festivales. Campusano tiene mucho para decir y exponer, y son pocos los que lo hacen con tanta naturalidad.
EL ORO Y EL BARRO El cine de José Celestino Campusano es un problema difícil de resolver para la crítica local, tanto como lo es la propia figura del realizador. Campusano es un tipo de ideas claras, al que parece no filtrarle ninguna crítica: todo lo contrario, su cine se va cerrando cada vez más dentro de sus propios códigos, más allá de observarse un evidente y saludable crecimiento en cómo trabaja con la cámara y la puesta en escena. También es un tipo de ideas un tanto duras, un poco inaccesible en su mirada. Y eso condena sus películas al peligroso territorio del “así soy yo, tómelo o déjelo”. Uno se podría preguntar, entonces, por qué el cine del director de Vil romance debe ser respetado en sus códigos cuando tiene evidentes problemas con las actuaciones y con diálogos explícitos y subrayados, mientras que en otros casos esos mismos inconvenientes son condenados. ¿Por qué la complicidad y la indulgencia? Desde la forma, el cine de Campusano reniega muy acertadamente de determinado establishment, a la vez que goza del beneplácito -por ejemplo- del Festival de Mar del Plata, que siempre le da centralidad colocándolo en sus competencias principales. Es una contradicción que posiblemente exceda al propio Campusano, pero que no deja de ser curiosa y hasta nos obliga a ver su cine desde un lugar un tanto sobredimensionado. Todo esto viene a cuento del estreno de El azote, y porque en su nuevo film lo bueno y lo malo de las películas del director sale a la luz nuevamente: a pesar de la incesante producción, la filmografía de Campusano es un presente constante y esa es su mayor desgracia porque denota un amesetamiento. El director de Vikingo y Vil romance regresa con otro de sus universos reconocibles: un mundo que retrata a las clases medias y bajas, sus problemáticas y su distancia de las instituciones que supuestamente deberían protegerlos, pero no hacen más que aislarlos. Lo interesante es que muda su mirada a la zona menos privilegiada de Bariloche, aquella que no sale en las fotos turísticas. El centro es un asistente social que además de los problemas de su trabajo, tiene que lidiar con una madre enferma y una ex que se aleja cada vez más. Allí aparece el oro y el barro: porque el retrato vuelve a ser honesto pero la forma hace todo un poco complicado de transitar. Campusano nunca se acerca a ese universo para explotar miserias y regodearse con distancia de clase. Y eso es lo mejor que tiene para ofrecer, sumado a un gran trabajo visual y narrativo con logrados planos que se sostienen sin cortes. Lo malo, es un poco lo de siempre: actuaciones que no están a la altura, situaciones un tanto grotescas narradas torpemente y diálogos que explicitan demasiado, cuando no están puestos ahí para bajar línea deliberadamente y sin demasiada sutileza. Es verdad que el cine de Campusano es casi un ovni dentro del cine nacional, uno que se mete con determinados temas y clases, y que se aleja del registro contemplativo e indulgente de mucho cine porteño. En las películas pasan cosas y los personajes se movilizan. Pero también es cierto que si alguna vez nació como respuesta a un cine nacional adocenado, hoy debe ser una opción y una realidad en vez de seguir siendo respuesta. Tal vez esto que le pedimos tenga que ver con formas que nunca llegarán, porque hay una determinación casi militante en avanzar en ese sentido. Y eso es totalmente aceptable, aunque no termine de cerrar. Como verán, uno mismo termina cayendo en cierta indulgencia, porque después de todo entiende el cariño con el que Campusano elabora sus métodos para elaborar películas y la manera casi antropológica con la que encuentra historias en cualquier lugar. Y porque si hay algo honesto en el director, es que retrata universos que conoce y sin necesidad de andar juzgando o señalando con le dedo.
La película del realizador de “Fango” vuelve a centrarse en un universo de delincuencia juvenil, en este caso en la zona de Bariloche. Una muy buena y compleja historia que falla especialmente en los diálogos y las actuaciones de su elenco. Hay algo curioso, extraño, en el cine de Campusano. Por un lado se trata de un cineasta con un mundo, unos personajes y unas historias que ningún otro guionista podría imaginar. Son mundos (la delincuencia juvenil mirada desde un ángulo distinto, en este caso) complejos, plagados de grises, en los que un asesino es también un buen pibe incomprendido pero eso no quita que vuelva a delinquir, otro es víctima de acosos sexuales bizarros y el propio protagonista tiene zonas oscuras, por no decir turbias. Es, también, un gran narrador, capaz de incorporar en una hora y media a un montón de personajes y que cada uno sea identificable en un universo donde todos se cruzan entre sí de manera muchas veces inesperadas. No deben haber muchos guionistas de los llamados “profesionales” capaces de jugar, cual malabarista del relato, con tantas “bolas narrativas” en el aire al mismo tiempo. Entonces: ¿por qué sus últimas películas terminan decepcionando? Habría que ir a algo muy básico. Así como es un buen constructor de historias, Campusano es un muy flojo creador de diálogos. Sus personajes lucen y se mueven de manera muy creíble pero cada vez que abren la boca para decir algo pareciera que estuvieran leyendo más los apuntes laterales del guion donde se explican motivaciones o ideas de los personajes que los diálogos mismos. No hablan, se explican. No dicen: enuncian, sentencian, hacen pronunciamientos. Eso es uno de los motivos que hacen caer a EL AZOTE en un pozo de incredulidad que tira por la borda todo lo logrado en la creación de esa compleja historia. Por otro lado, y esto ya se ha dicho muchas veces, la consciente elección del director por trabajar con actores no profesionales es otro punto que le juega en contra. Es entendible la búsqueda y también la idea de que esos propios cuerpos sean los que relaten sus historias sin el “acabado técnico” de la actuación profesional. Pero el problema es que esos actores (o cualquier otro, en realidad) no pueden lidiar con esos diálogos, no tienen los elementos para hacerlo, salvo excepciones (usualmente los actores adolescentes se las arreglan mejor). Y ese combo de malos diálogos dichos como en un recitado de colegio primario echa por tierra la potencia de la historia, que la tiene. No hay forma de transmitir esa complejidad y ambigüedad del mundo “escrito” cuando el resto falla. Y en ese sentido tampoco ayuda el prolijo acabado visual, ya que otra vez va en contra de la dureza de los textos y las actuaciones. Si todo eso, como en las primeras películas del realizador, funcionara como un todo (a la manera de cineastas como Bresson y muchos de sus herederos que hicieron del actor/modelo una teoría y la conjugaron con una rigurosa puesta en escena que combinaba a la perfección) estaríamos hablando de una obra y un cineasta mayor. Pero esa rigurosidad ha desaparecido ya que cada elemento (actuaciones, diálogos, puesta, fotografía) pareciera ir por un camino distinto y muchas veces contradictorio. Es una pena, porque nadie tiene el universo que tiene Campusano ni su potencia como animal narrativo para contarlo. Un coguionista y un coach/director de actores podrían servirle mucho para reencauzar su carrera.
Esta es una historia coral, bajo un bello paisaje, en una zona donde concurre muchísimo turismo de todas partes, allí ocurren “cosas”, hay habitantes a veces con temperaturas de 14 grados bajo cero en invierno, sufren miseria, los marginados, barras, prostitución, drogas, alcoholismo, adicciones, abusos de todo tipo, familias con distintos problemas, las mafias, la corrupción y el sistema carcelario, entre otras situaciones. Resulta interesante el mundo que construye el cineasta José Celestino Campusano (54 años) quien se inspira en hechos reales ocurridos en Bariloche, una vez más el cine sirve también para reflexionar y denunciar. Uno de los puntos que no ayuda a este film son las actuaciones muy pobres.
Hay una frase que suele repetirse en los festivales y proviene de los críticos: “Nadie filma como Campusano”. Y como es un cine que divide las aguas, cada uno que la pronuncia la lleva para el estanque que quiere. La cuestión es que cada película del director confirma una certeza: es uno de los escasos realizadores capaces de hacer visible un universo prácticamente inexplorado en la ficción argentina, de una honestidad brutal, que lo distingue claramente. Por otro lado, el motor que moviliza sus trabajos está atravesado por una dimensión ética que se traslada a los mismos protagonistas de las historias que cuenta. Con solo tres o cuatro planos, Campusano es capaz de integrar los personajes a sus ambientes y esa forma de realismo requiere de la presencia de un espectador que se entregue sin culpa y se aleje de las convenciones dramáticas del mainstream. El azote gira en torno a la figura de Carlos, un asistente social que trabaja en un centro de menores de Bariloche, más precisamente en las afueras. El sacrificio se multiplica dado que, además de lidiar con la violencia institucional, se ocupa de su madre enferma de diabetes. Las caminatas del “murciélago” por las zonas periféricas, con su chaqueta de cuero y sus pelos largos, enaltecido por la cámara de Campusano, le otorgan al personaje un aire cristiano. De hecho, su prédica es a través de la palabra. Cuando lo asalta la duda y la tentación, acude a una adivina, con la cual intentará expulsar los males que lo aquejan, incluso los amorosos. Carlos se mueve en busca de una justicia que permita salvar a los chicos que ingresan al lugar, enfrentándose a la corrupción imperante en los policías y en los mismos compañeros. El director pone el cuerpo como centro del plano, al que no se escamotea ni se desprecia. Los personajes de la película, en su mayoría, lanzan señales desde su misma naturaleza, a partir de las acciones, por más pequeñas y cotidianas que sean. Los hechos en este ambiente se muestran como son, sin careta complaciente: una puteada es una puteada; un episodio de violencia se vive como tal. No es un gesto menor dentro de un panorama visto en competencia donde se tiende a disolverlas o enmarcarlas dentro de una insatisfacción complaciente con cierta retórica “cool. Por eso, la victoria de Campusano en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata es, en principio, devolver los cuerpos invisibles a un cine argentino con fórmulas agotadas. Y es fácil negarlo con la excusa de los diálogos o el tema de la actuación (en su momento le criticaban lo mismo a Pasolini). Los principios en el universo Campusano son: hacerse ver, hablar y ser. Y para ello hay que mostrar. Mostrar no solo cuerpos, sino ir al fondo con temas pesados, entre ellos, los abusos de menores y la corrupción estructural, sin concesiones. Campusano no juzga, muestra, y aquello que muestra en el grupo que retrata, incluye códigos establecidos en el imaginario como positivos (defender y alimentar a la familia, mantener los principios, bancar a los amigos) con otros ligados a la misoginia o la violencia de género, sin pudor. No se trata de un cine contestatario ni que estiliza la violencia, sino que la acepta como tal. Se trata de asumir la identidad como director, de poner el cuerpo también, para que la película pueda ir más allá de la esfera de exhibición y se convierta en una prueba sólida, a fin de denunciar la complicidad de quienes sostienen estas situaciones infames. Y esto es un trabajo eterno. Así lo demuestra la secuencia final en la caminata de Carlos luego de haber asumido cuál es su destino y quiénes son los enemigos a vencer. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Le dicen el “murciélago”, pero a él no le gusta. Simplemente quiere que lo llamen por su nombre. Carlos (Kiran Sharbis). Trabaja como asistente social en un centro de atención de menores conflictivos y con graves problemas familiares y sociales. Allí van chicos y adolescentes, como si fuese la última oportunidad que tienen de reencauzarse antes de ser detenidos. La película dirigida por José Celestino Campusano no ahorra en detalles a la hora de describir, con seriedad y severidad, una problemática creciente que aqueja a nuestro país. Pero no se detiene sólo en eso sino también en la vida del protagonista, porque él mismo tiene sus problemas, viene de una infancia dura, fue músico, se viste siempre de negro, su mujer lo abandonó y tiene a su madre (Ana María Conejeros) en silla de ruedas. Con todo esto tiene que lidiar, mientras maneja con sabiduría los conflictos diarios que suceden en ese centro con los chicos y con un compañero de trabajo que lo tiene a maltraer. Esta historia se desarrolla en su totalidad, en uno de los territorios preferidos por los argentinos para hacer turismo. Pero en este caso se encuentra muy lejos de la alegría y diversión que provoca Bariloche. Allá arriba del centro de la ciudad, en la zona de Los Altos, donde la vida es mucho más austera, las viviendas son humildes, el frío se filtra por todos lados y las calles son de tierra, Carlos se mueve con soltura, a todos lados va caminando, otras veces lo llevan en auto, lo conocen casi todos, lo aprecian y respetan. Él sabe los códigos de la calle y nada lo atemoriza. Pese a que las escenas del film están muy bien elaboradas y el director va directo al grano en cada acción, las que tienen un porqué para justificar más adelante lo que va a suceder, hay un desacople evidente con los diálogos, pero no de sincronización sino de cómo lo dicen, son demasiado solemnes, suenan anticuados, máxime para el tipo de clase social, y las edades que representan, donde habitualmente, utilizan un lenguaje mucho más urbano y coloquial. El ritmo intenso que tienen las acciones son ralentizadas por la lentitud con la que expresan los integrantes del elenco las líneas del guión. No todo lo que reluce es oro en un centro turístico. Para mantenerlo, hay otra gente que la pasa mal, son los olvidados y marginados del Estado, y el sufrimiento que padecen los lleva muchas veces por el mal camino, como el de la autodestrucción o ejerciendo la violencia sobre los demás. Y para solucionar, o atenuar las peleas, siempre está presente Carlos, que va a donde lo requieran.
Se estrena El azote, la película escrita y dirigida por José Celestino Campusano que ganó el premio oficial de la Competencia Argentina de la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata. El prolífico Campusano regresa con otro de sus filmes que pretenden poner en foco esos sectores marginales a los que no se les suele prestar atención. En este caso, con una historia situada en Bariloche pero muy alejada de la ciudad turística, de los paisajes nevados y los inviernos que parecen diseñados para esquiar o las fiestas de egresados. Lo que le interesa al director es una parte más pobre y olvidada, allí donde Carlos trabaja en un centro de asistencia para menores. Mientras lidia, día a día, con la desprotección que sufren estos chicos, también tiene un matrimonio a punto de desintegrarse y una madre que tras un accidente quedó paralítica. Alrededor de él pululan, entonces, diferentes personajes. Un intento de conquista con otra mujer casada que no empieza ni termina bien, una joven religiosa que tras una historia familiar muy dura decide ayudar en ese centro, un muchacho drogadicto, un niño que ha sufrido abusos. Y sus mujeres: la esposa que decide que no puede más así y la madre que sólo puede depender del cuidado de alguien más. Ya no como personaje sino, más bien, como excusa para revelar un costado más oscuro y místico, aparece varias veces una vidente que le va “tirando la posta” a su protagonista, primero algo escéptico aunque siempre dispuesto a escuchar. Campusano expone diferentes problemáticas con las cuales el protagonista no quiere hacer la vista gorda. Porque esa ignorancia, ¿nos va a proteger o nos hace parte del mal?, como se pregunta y le pregunta a la nueva asistente, la chica religiosa cargada de buenas intenciones hasta que descubre un mundo demasiado sórdido que no puede soportar. Los abusos de parte de la policía, el abuso a menores, incesto, el tráfico de drogas, la corrupción. Como siempre, es un director que pretende retratar el mundo elegido de la manera más realista posible. Pero el verosímil se pierde principalmente entre las actuaciones poco logradas y las líneas de diálogo que, además de sentirse forzadas, muchas veces parecen recitadas. Queda demostrado así, una vez más, que la dirección de actores no es el fuerte de Campusano, pero éste no parece preocupado al respecto después de varias películas que mantienen ese mismo registro actoral. El film toma casi todo el tiempo el punto de vista de Carlos, sin embargo en algunos momentos se corre un poco de él. A nivel narrativo, El azote elige retratar antes que narrar, la historia de su protagonista a la larga es mínima y eso se siente hasta en la resolución, donde la idea parece ser terminar cuando algo realmente empieza, un enfrentamiento y la aceptación del lugar donde se está parado.
No importa el tema del que hable. El “estilo Campusano” ya se encuentra establecido en el mundo del cine argentino. En el caso de El azote, su más reciente producción, el trasfondo se centra en el abuso de poder dentro de un instituto de chicos conflictivos en el Sur argentino, más exactamente en San Carlos de Bariloche. Allí trabaja Carlos, un asistente social a quien ellos respetan y se confiesan. Él no los trata como si fuera una especie de señorita maestra, sino que les dice las cosas como son, les habla de modo simple y llano apostando a priorizar la sinceridad. Entonces les explica que sí, se pueden escapar si quieren ya que las puertas están abiertas, pero no van a llegar muy lejos y seguramente mueran de frío en el intento. Los ojos de los pibes miran atentos a lo que dice a la vez que buscan un gesto de indiferencia, la indiferencia como escudo de una sociedad que de manera constante les demuestra su rechazo y segregación.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Campusano: La perseverancia de un estilo El azote (2017), la nueva película de José Celestino Campusano (Vil Romance, 2008; Legión, 2009; Vikingo, 2011; Fango, 2012; El Perro Molina, 2014; Placer y martirio, 2015 y El Sacrificio de Nehuen Puyelli, 2016), expone en primer lugar y antes que nada la manifestación concreta de una convicción irrenunciable. La evidencia de una idea precisa sobre el cine y sobre la forma de llevarla adelante. Perseverancia que permite identificar de inmediato las marcas de una poética –y, en consecuencia, un universo de representación– muy particular y en pleno desarrollo. Campusano vuelve a detener su mirada en los desclasados, en aquellas personas que por la lógica íntima de un sistema no poseen ninguna oportunidad de alcanzar una existencia digna y que intentan, como pueden y durante el tiempo que les sea posible, sobrevivir en los márgenes. Como en su película anterior, la historia no sucederá en el conurbano –escenario frecuente y fundante de su cinematografía–, sino en el suburbio más pobre de Bariloche, en los asentamientos precarios de la zona de El Alto, a buena distancia del paisaje más pudiente y privilegiado que ofrece la perspectiva del turismo vernáculo. El protagonista de la historia es Carlos Agustín Fuentes (Kiran Sharbis), a quien llaman, a pesar de su voluntad, “El murciélago”, apodo que le pusieron cuando tocaba en una banda de heavy metal y que compone junto a una especial manera de vestirse y una forma particularmente sensible de ver el mundo a un personaje característico del cine de Campusano. Carlos trabaja en un Centro de Asistencia para menores judicializados. Su compromiso y preocupación sobre la situación de vulnerabilidad, extrema violencia y desprotección que sufren los jóvenes y chicos que llegan al establecimiento es permanente. Una dedicación casi exclusiva que le traerá problemas con Analía, su mujer, cansada de tener que ser ella la encargada de cuidar a una madre enferma. Carlos va a ocupar todo su tiempo en ayudar a Javier, un joven con problemas de adicciones, enviado allí por un juez de turno. En una de las mejores secuencias del film, Javier va a contar su historia, sus “viajes de gira” con amigos y familiares, la promiscuidad que se establece entre ellos, el riesgo cierto y constante de muerte. La ejecución visual de ese relato es fantástica. Carlos también acompañará a Luis, un niño que ha padecido abusos en el interior de su propia familia. Afuera y adentro de la institución va a irrumpir la violencia como una forma de expresión incontrolable entre quienes la han sufrido desde el comienzo de sus vidas y quienes la ejercen desde distintos lugares de poder, incluso desde la intimidad de la propia organización familiar. No obstante, la forma que Carlos emplea para ayudarlos será completamente diferente al proceder habitual de la institución a la que pertenece, la cual suele funcionar la mayor parte de las veces como un eslabón más en la cadena de complicidades que aseguran la continuidad invariable de una realidad miserable. Buscará dialogar con ellos, escucharlos y tratar de hacerles comprender la necesidad de correrse de una trayectoria que no tiene otro horizonte más que la calle, la cárcel o la muerte. La comprensión de lo que sucede alrededor del protagonista se proyectará como una clave de sentido del film de Campusano. En varias oportunidades, Carlos va a visitar a una vidente que le permitirá pensar su propia vida en el contexto en el que transcurre. La película va a confirmar la capacidad narrativa de Campusano. A su vez, dejará traslucir la persistencia de un estilo único, cada vez más ajustado y definido fundamentalmente por la decisión de ocuparse de un espacio social preciso, el uso de actores no profesionales, la estilización de sus parlamentos. El azote se propone así narrar el proceso de significación y toma de conciencia de un hombre que decide en soledad enfrentar a los responsables de conservar un orden perverso.