La mesa está servida. La última película del director Marcos Carnevale es una interesante propuesta en el medio de una cartelera argentina colmada por películas que prometen mucho más de lo que cumplen, ayudadas claro por una máquina marketinera desbordante. No es el caso de El Espejo de los Otros, lo que se promete en los distintos trailers que se han podido ver, se cumple. Hablamos de un gran director, quien cuida y maneja de manera formidable los elencos con los que trabaja y cada historia contada, así va de lujo en lujo en lo que a calidad actoral se refiere. Siendo una película coral, sería engorroso citar todos los nombres que la componen, cabe mencionar que tanto la línea argumental como sus intérpretes dejan saciado nuestra hambre de relatos bien narrados, y al encenderse las luces de la sala nos levantamos satisfechos de un buen plato cinematográfico. Y de esto se trata porque cada noche en el Cenáculo -un símil catedral abandonada escondida en algún punto de la ciudad- se lleva a cabo una única y última cena: nadie nunca repite una cena en tan exótico lugar (bueno, tal vez alguna que otra excepción develada en el devenir de la trama). Tal exclusivo restaurante está a cargo de dos particulares hermanos, interpretados por Pepito Cibrián (nada mal en su debut cinematográfico) y Graciela Borges, quien domina cada escena donde participa. No será lo único que tengan en común en una batalla de egos, que los encontrará -tal vez- siendo partícipes ellos mismos de una última cena. Cada noche nos invita a una nueva historia: una familia liderada por la ambición, mujeres indecisas en cuanto a su personalidad, historias de amor que fueron, otras que podrían haber sido, etc. Estamos ante la constante fascinación por mirarse y reconocerse en los otros, y ante la pasión dominando para bien y para mal cada decisión. A fin de cuenta, cuando nos dejamos llevar por la pasión siempre terminamos perdiendo un poco de poder, sobre nosotros y sobre aquello o aquellos que nos apasionan. Y el espejo como protagonista tácito; tal vez como decía Borges sobre aquel objeto, solo sirva para repetir lo intrascendente. Sin embargo es en ese reflejo donde podemos reconocer las miserias y virtudes de uno proyectadas en los otros, será cuestión de quien quiera y se anime a mirar en este espejo.
Sin cena, sin hambre El espejo de los otros (2015), dirigida por Marcos Carnevale, es una comedia dramática con impulsos de convertirse en un melodrama oscuro y lleno de humor negro. Compuesto de pequeños relatos, donde van pasando personajes de los más desbocados, desesperados, exagerados, grotescos y sensibles, termina por ser una gran idea con un espacio espectacular, que poco a poco se plaga de somnolencia al punto de aburrir, sin aprovechar los elementos de que goza. En los restos de una ruina gótica que dibuja a una perdida y olvidada Catedral en el mismísimo barrio porteño de San Telmo, hoy se sitúa un restaurante atendido por dos misteriosos hermanos interpretados por Graciela Borges y Pepe Cibrián. Un restaurante sin techo y lleno de majestuosos vitrales llamado “Cenáculo” que consta de una sola mesa y que funciona al anochecer. Aquí irán llegando comensales extraños, parejas sobre todo, que poco a poco sacan su furia e historias ocultas. La película no deja de ser atractiva en un comienzo, pues el lugar y la música abren la atención en el restaurante con la comida mostrada al detalle. La primera historia parece ser un buen síntoma, pero todo poco a poco se va desinflando. Si bien es un gran elenco, hay actuaciones desiguales, diálogos que empujan hacia lugares y discusiones sin mayor trascendencia, más preocupados por un tema moral que por la ficción. Todo termina siendo muy plástico, superficial y nada novedoso, que apela a lo teatral dado que pierde su perfil cinematográfico. Un espacio tan impresionante es poco utilizado y dejado de lado dando la impresión de que las historias podrían haber ocurrido en algún bar o restaurant porteño y el resultado incluso pudo ser mucho más enriquecedor y divertido. Esa idea inicial de última cena en el gran teatro de la vida oscura y siniestra y de penitencia religiosa, como en un texto de Calderón de la Barca, jamás aparece. Lo mejor son Graciela Borges y Pepe Cibrián, pero juntos no logran resguardar al resto. También puede nombrarse a Favio Posca y Luis Machín pero el tremendo elenco no es llevado a puntos interesantes. Por ejemplo las actuaciones del staff de la cocina, están hechas con tan poco interés y desgano, al igual que los papeles femeninos, todos encasillados y forzados a ser protagonistas de manera histérica e innecesaria. Junto a sus ganas de ser moralmente correcta y dejar ese famoso mensaje positivo, es que a Carnevale le queda mejor Corazón de León (2013) gracias a Guillermo Francella. Se puede notar la escritura de un guion feminista queriendo enaltecer algo que no tiene relación al argumento de la película o a lo que intenta ser, pues el perfil estético y dramático va en otra dirección. Y frente a un material tan rico y actores muy buenos, se termina siendo tradicional y utilizando un montaje pretencioso. Salvo claro, el gran epilogo en el que los dos hermanos nos intentan mostrar aquello que la película nunca llega a ser.
El espejo opaco Es inevitable comparar "El espejo de los otros" (Argentina, 2015) de Marcos Carnevale, con "Relatos Salvajes", y en esa comparación, arbitraria por cierto, y crítica, el estreno de este año termina perdiendo por knock out con la película de Damián Szifrón no sólo en su factura, sino, básicamente, en la narración y propuesta. El primer punto por el que queda relegada es porque mientras Szifrón construyó con habilidad un relato episódico en el que el estado de crispación de la sociedad Argentina se manifiestó de manera inevitable para identificarnos, acá, el enojo, potenciado y exagerado, es la puesta al día de una serie de relatos con los que se quiere buscar el "reflejo" del estado de época que nunca termina de llegar y mostrar. Paradójicamente, esa búsqueda de identidad, termina perdiendo fuerza cuando los "relatos" que se desarrollarán en "El espejo de los otros" irán buceando en algunos tópicos que, sin lograrlo, van perdiendo fuerza conforme justamente se suceden y muestran. Una puesta teatral, poco cinematográfica, además, coloca a un restaurant "secreto" llamado Cenáculo, como el espacio "vip de Buenos Aires" para que algunas personas se citen a debatir sus miserias en él, y justamente en esa puesta minimalista, a dos cámaras, en vez de generarse el efecto de "intimidad" con el relato se produce todo lo contrario. Regenteado por dos hermanos enfrentados (José Cibrián y Graciela Borges) Cenáculo abre la posibilidad para que las historias se resuelvan positiva o negativamente, sin tomar partido por los personajes o la narración específica de los temas tratados. Los primeros casos, que trabajan sobre valores negativos de la familia, el matrimonio, la mujer, el amor, intentan apelar a la exageración desmesurada, la mala palabra innecesaria y la repetición de estereotipos para construri un verosímil que nunca termina por llegar. Mientras que los dos últimos episodios, protagonizados por Norma Aleandro, Marilina Ross, Leticia Bredice, Alfredo Casero y Ana María Picchio, son los escogidos, claramente, para levantar el tempo de un filme que abusa de todos los errores en los que Carnevale anteriormente ha caído. Las intenciones están, pero en su épica argenta, barroca, con la que intenta clarificar sus historias, nunca se profundiza nada, y excepto en las últimas, reitero, lo mejor de un filme desparejo y con puesta teatral, que suma canciones eternas que no aportan nada, no puede traspasar sus planteos y generar empatía, nunca tan solo rechazo y tedio por la repetición. Quizás si el intento de narración totalizador a partir del relato en primera persona de los hermanos protagonistas, que buscan hilar una continuidad, forzada, no hubiese estado, tal vez la estructura episódica no hubiese resentido tanto el visionado. En síntesis, "El espejo de los otros", a pesar de contar con un gran elenco no puede superar su propuesta soberbia y desmesurada, y que tan solo en el gesto de una grande como Norma Aleandro se resuma, levemente, las intenciones con las que Carnevale no pudo terminar de plasmar su relato. PUNTAJE: 3/10
Una mesa y varias historias "El cenáculo" es un restaurante muy particular, situado en una vieja iglesia sin techo, con un escenario de enormes telones rojos, suntuosa vajilla, y una sola mesa. En esa solitaria mesa cenarán los particulares personajes de esta historia coral. Una acaudalada familia dueña de un laboratorio, una pareja en un especial aniversario, una cita a ciegas y tres amigas que se reúnen serán los comensales de esta historia dividida en actos. Los dueños del restaurante serán una constante y los conductores de esta historia, dos hermanos bastante selectivos a la hora de aceptar una reserva en su negocio, y con algunas heridas del pasado sin curar, que los mantienen en constante tensión. La iglesia gótica en parte derrumbada, y la recargada decoración del lugar ofrecen una atmósfera casi surrealista para todo lo que allí sucede, historias que incluyen amor, desamor, odios y traiciones en el medio de sofisticados platos y hermosas piezas musicales ejecutadas en vivo en el escenario del lugar. Un variado elenco que incluye a importantes figuras como Norma Aleandro, Graciela Borges, Pepe Cibrian, Leticia Bredice y Luis Machín, entre otros, interpretan personajes estereotipados, que a causa del guión se ven muchas veces obligados a sobreactuar, y caer en interpretaciones maniqueas y acartonadas, con diálogos redundantes, como si fuera necesario aclarar una y otra vez lo que ya se ha dicho. Una muy buena dirección, excelentes actores, y una soberbia escenografía son el marco de estas historias con algunos detalles interesantes pero poco creíbles, sin naturalidad, que recuerdan a los especiales de Alejandro Doria, allá por los años ochentas. El gran trabajo del elenco saca a flote esta película, destacándose las actuaciones de Oscar Martinez y Julieta Díaz en el segmento mejor logrado del filme.
Aquel cine impostado de los años ochenta Pasó exactamente un año para que se replicara –se intentara replicar– el modelo Relatos salvajes. Esto es, el de una película con narración episódica hilada por un tema particular (antes la violencia; ahora algo que podría resumirse como la “esencia” del ser humano) y un casting pleno de actores y actrices populares y en algunos casos prestigiosos (“Hay elenco para cuatro películas”, reconoció Julieta Díaz durante su visita a la mesa de la Señora de los mil cubiertos en Canal 13) interpretando personajes con ínfulas estereotípicas que operen como reflejo social y cultural de los espectadores con el objetivo de favorecer la empatía con todos y cada uno de ellos. Claro que aquél era un producto depurado, cuidado, filmado por un director con muñeca y conocimiento del tempo y el lenguaje cinematográficos acordes a la expectativa de un estreno convertido rápidamente en evento. El espejo de los otros, en cambio, exhibe un desgano y automatismo ya no inferior a Relatos salvajes, sino a gran parte del cine nacional de los últimos quince, veinte años.Que el film se sitúe en el cenáculo de una iglesia gótica en ruinas ubicada en algún punto de la ciudad de Buenos donde cada noche se realiza una cena trascendental para los comensales, todo ante dos hermanos (Graciela Borges y Pepe Cibrián) que juegan a ser dioses observando con devota atención, muestra que el film es hijo dilecto del peso metafórico de Eliseo Subiela antes que del trabajo con los géneros de Szifron. Lo mismo ocurre con los caricaturescos hombres y mujeres que, atribulados por sus circunstancias, desfilan ante el escenario. Por allí pasarán, entonces, una familia dispuesta a dirimir sus diferencias, un hombre que se reencuentra con ¡su esposa muerta! (“Lo vi a Borges”, dice ella como para asegurar que todos entiendan que pasó a mejor vida), dos corazones rotos en una primera cita y un grupo de amigas dispuestas a satisfacer el último deseo de una de ellas, víctima de una enfermedad terminal.Es cierto que la preocupación máxima de Marcos Carnevale (Elsa y Fred, Anita, Viudas, Corazón de León) siempre fue el establecimiento de una “conexión” con el público mediante la imposición de un aura optimista y biempensante generalizadas y a prueba de todo, incluso de la lógica interna de esos universos narrativos. Pero sus trabajos anteriores exhibían un mínimo cuidado por la forma, algún esmero por crear personajes con motivaciones y contar lo más límpidamente posible una historia de escala humana. El espejo de los otros ni siquiera llega a eso. Realizada como si el Nuevo Cine Argentino fuera una entelequia, algo que jamás pasó aquí o en ningún lado, su opus ocho es un estertor de aquellas películas trascendentes, ambiciosas, graves, impostadas y plenas de cursilerías travestidas de reflexiones existenciales que inundaban la cartelera en los ’80. Películas que felizmente son cada vez más esporádicas, pero que, queda claro, todavía no terminan de extinguirse.
Un curioso mix de historias y personajes La película dirigida por Marcos Carnevale tiene una fuerte impronta teatral, algo de humor negro, de absurdo y de sobrenatural. Con ideas interesantes y chispazos de talento, en el transcurso el film pierde fuerza dramática. Cenáculo es un exclusivísimo restaurante ubicado detrás de una anónima puerta al que llegan los clientes luego de concertar una cita. Una única mesa preside el lugar, una antigua catedral en ruinas y el relato da a entender que no es fácil ser recibido por Benito, el elegante anfitrión (Pepe Cibrian), que comparte el negocio junto a su hermana Iris (Graciela Borges), recluida en su casa y monitoreando, a través de las imágenes que le llegan desde diferentes cámaras, todo lo que sucede en la mesa con los curiosos seres que intuyen que esa es su gran noche, el momento en que definirán sus destinos. La nueva película de Marcos Carnevale, que desde Elsa & Fred (2005) viene entregando con suerte diversa un título cada dos años –Tocar el cielo, Anita, Viudas, Corazón de León–, cuenta con una idea fuerza que es ese restaurante que funciona como metáfora de la encrucijada, el vórtice decisivo en las vidas de los clientes y además, se apoya en un notable y multitudinario elenco. Con estos recursos, el director trabaja un film que en conjunto podría definirse como dramático, con una fuerte impronta teatral, con algún toque de humor negro, algo de lo absurdo y hasta la presencia de lo sobrenatural. Este curioso mix va atravesando el relato y mientras Benito e Iris llevan como pueden sus propios conflictos, en paralelo, en la mesa los otros desgraciados personajes van desandando sus miserias. Así, tres hermanos que podrían definirse como nuevos ricos y sus respectivas parejas deben enfrentar una separación societaria en un trasfondo mafioso; el dolor de una pérdida y el reencuentro que sólo puede ser posible en ese espacio mágico es el eje de otra velada; hay un matrimonio que se anima a un juego de roles para avivar la pasión extinta aunque las cosas se complican de la peor manera; y por último, una pareja que a pesar de la adversidad y de la mirada condenatoria de la sociedad, logra reencontrarse antes de lo inevitable. Lo dicho, la idea rectora no deja de ser atendible pero el principal problema de El espejo de los otros es que a medida que transcurren los minutos la fuerza dramática se va licuando y la puesta empieza a agobiar hasta instalarse en un cine antiguo, sobrecargado, convencido de que las temáticas que aborda son trascendentales y el relato necesariamente debe ser solemne, desaprovechando un grupo de actores que en general parecen desconcertados por la propuesta, sin convicción, con excepción de Dayub, Machín y Borges, que muestran algunos chispazos de su talento.
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Relatos (poco) salvajes Película de estructura episódica protagonizada en todos los casos por importantes figuras, la nueva apuesta del director de Elsa y Fred, Anita, Viudas y Corazón de León se pierde en su propia altisonancia y artificialidad. El espejo de los otros es, en primera instancia, una curiosa apuesta desde la producción que apunta a trabajar todo el tiempo en estudio para controlar lo más posible los imponderables de cualquier rodaje y, así, reducir los días de rodaje. Ese ahorro en horas de técnicos y equipos, sumado a la estructura episódica que hace que cada personaje tenga pocos minutos en pantalla, le permitió a Diego Dubcovsky y su flamante Varsovia Films reunir a un verdadero dream team actoral con una quincena de figuras que podrían ser individualmente protagonistas de una película. El riesgo, claro, es que ese esquema de producción se asemeje más al de un proyecto televisivo o incluso teatral. Si bien algo de eso hay en El espejo de los otros, el problema principal pasa por el guión, por los diálogos y por la marcación actoral de Marcos Carnevale, que apuesta por una densidad, una altisonancia, una gravedad y, por momentos, incluso una solemnidad y sadismo hacia sus atribuladas criaturas que la experiencia se vuelve demasiado tortuosa e irritante. La película transcurre en un restaurante exclusivo (el Cenáculo) ubicado entre los restos de lo que supo ser una inmensa catedral gótica y regenteado por dos hermanos, Benito e Iris, que se aman/odian (Pepe Cibrián y Graciela Borges), personajes que funcionan como marco y conexión entre las distintas historias de los comensales que llegan cada noche a la única mesa habilitada. La idea de trabajar segmentos independientes encabezados cada uno por reconocidas figuras también puede remitir al concepto de producción de Relatos salvajes, aunque aquí los relatos son sólo salvajes en su enunciado, no en su eficacia o potencia artística. La primera entrega tiene como protagonistas a los hermanos Escudero (Luis Machín, Mauricio Dayub y Favio Posca) que manejan un laboratorio que sirve como tapadera para el tráfico de efedrina. Los tres llegan con sus esposas o amantes (a las que maltratarán de todas las formas imaginables) y, en medio de los negocios, surgirán un cúmulo de reproches, resentimientos, miserias y agresiones (no sólo verbales). La mirada a la codicia y la misoginia de estos tres hombres, dominada por el desprecio, es por demás obvia y subrayada. El segundo episodio presenta el reencuentro entre dos viejos amantes (Oscar Martínez y Julieta Díaz) en una cena que no tardaremos en descubrir tiene un costado entre fantástico y espiritual (y musical, ya que cada segmento está ligado con un show que se desarrolla sobre el escenario, en este caso con Balada para un loco). Luego es el turno de una cena romántica que deviene en farsa y luego en tragedia con una (supuesta) cita a ciegas entre un (supuesto) ciego que se hace llamar Pierre y llega en helicóptero (Alfredo Casero) y Cintia (Leticia Brédice). La cosa se va degradando progresivamente entre ellos y termina en plan comedia negra, casi bordeando lo patético y lo grotesco, pero al menos la cosa aquí tiene algo de desenfado y exceso. La propuesta más sensible y sentida del conjunto es la que tiene como artífice a Elsa (Ana María Picchio), quien logra reunir después de mucho tiempo a dos viejas amantes (Marilina Ross y Norma Aleandro), aunque eso le signifique secuestrar de un sanatorio a una de ellas para llevarla al lugar. La película tiene una clara apuesta confesional y sentimental. Para mi gusto todo es bastante recargado y subrayado, sin demasiado espacio para la sutileza, la interpretación o la decodificación por parte del espectador. Una pena porque pocas veces el cine argentino ha logrado reunir a semejante elenco. Demasiado talento desperdiciado.
Lo primero que hay que saber de El espejo de los otros antes de sacar la entrada es que estamos ante una película que no es para todo el mundo. ¿Qué quiere decir esto? Que la manera en la cual está narrada no es clásica y puede chocar y no gustar a aquellos de gustos más cerrados y tradicionales dado que el film es muy teatral en sus códigos y puestas. Por lo general a mí eso es algo que no me gusta pero en este caso está bien y es funcional a las diferentes historias y muy propio de la identidad que la cinta quiere adoptar y que logra muy bien. Son cuatro historias las que contemplará el espectador, cuatro cenas diferentes en las cuales podrá inmiscuirse y ser parte. Así es como lo hacen los dos personajes centrales perfectamente interpretados por Pepe Cibrián y Graciela Borges. A través de ellos es que disfrutamos y nos indignamos de las fortunas, felicidades y desdichas de cada una de las historias. Al haber varias sucede algo curioso (tal como en Relatos salvajes) que es que uno puede salir del cine diciendo cuál fue la que más le gustó y cuál menos. En mi caso hubieron dos que me pegaron hasta las lágrimas (la de Oscar Martínez y Julieta Díaz por un lado, y la de Norma Aleandro, Ana María Picchio y Marilina Ross por otro), y otra que no me gustó para nada (la de Alfredo Casero y Leticia Brédice). Amén de esto que es bien personal, cada una de las historias están muy bien planteadas, actuadas y dirigidas. Y hablando de dirección, nos encontramos ante la película menos convencional de Marcos Carnevale, quien fue responsable de Elsa y Fred (2005) y Corazón de León (2013). Aquí se arma de una fotografía bellísima y maximiza la locación principal (el restaurant llamado Cenáculo) para que parezca un personaje más. Aunque tiene un par de vaivenes, en líneas generales la película mantiene una buena línea y es fiel a sí misma y la historia que quiere contar. El espejo de los otros es una propuesta de cine nacional diferente y que no es para todos, pero los que logren traspasar esa pequeña barrera la disfrutarán mucho.
Marcos Carnevale es una de las figuras más destacadas de la televisión (donde cuenta con una extensa carrera) y el cine argentino. Sus trabajos siempre tocan las fibras más sensibles de nuestra mente y de nuestro corazón; un hombre que sabe cómo plasmar sentimientos en una pantalla. Amor, compasión, ira, resentimiento, indiferencia… Por nombrar algunos. Pero todos ellos juntos están presentes en su última obra. El espejo de los otros es, ante todo, la historia de Benito (Pepe Cibrian) e Iris (Graciela Borges), dos hermanos dueños de un restaurante situado en algún lugar de Buenos Aires, con estructura de catedral gótica, pero ubicado tras una insípida pared de barrio teñida por grafitis. El sitio es conocido como “Cenáculo”; allí se suceden todo tipo de situaciones, involucrando no solamente a sus protagonistas, sino también a quienes pueden vigilar desde afuera. Cada noche habrá una última cena y los comensales tendrán la oportunidad para redimirse de aquello que los aqueja. En la única mesa que existe se sentarán diversos y peculiares personajes, representados por una selección de actores que no tiene desperdicio: Norma Aleandro, Leticia Brédice, Alfredo Casero, Mauricio Dayub, Julieta Díaz, Luis Machín, Oscar Martínez, Ana María Picchio, Favio Posca, Carola Reyna, Marilina Ross y María Socas. Un desfile de pecados al ritmo de música en vivo, platos gourmet y los mejores vinos. el_espejo_de_los_otros_loco_x_el_cine_2 Cada relato se centra en alguna cuestión ya casi de vida o muerte, donde prácticamente es muy tarde para el arrepentimiento. El chef del restaurante (Javier de Nevares) es quien funciona como balanza en ese ir y venir de prejuicios, en especial opinando sobre el aparente odio mutuo que se tienen su madre y su tío. Todas las historias tienen un vuelco muy interesante en un acertado guión con diálogos plagados de referencias, frases reflexivas, un poco de humor ácido, verborragia violenta y finales sorpresivos. Las actuaciones están muy bien, obviamente algunas más destacadas que otras. Ese escenario que hace de las veces de purgatorio es una idea muy original, visualmente atractivo, en especial el baño. Sí, este sitio lo vemos más de una vez y tiene un aspecto moderno, pero conserva el bautisterio como lavamanos. De la misma manera, lo que solía ser un altar es ahora el “spot” de la banda de turno o del piano de cola. Y lo que antes funcionaba como sacristía es nada más y nada menos que la cocina. Como pueden ver, todo tiene un sabor más que especial, gracias a los acertados condimentos que fueron utilizados para sazonar este film. el_espejo_de_los_otros_loco_x_el_cine_1 Borges escribió en uno de sus poemas: “Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro paredes de la alcoba hay un espejo, ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo que arma en el alba un sigiloso teatro”. El director nos invita a reflexionar sobre lo que somos, lo que aparentamos, lo que creemos que los demás piensan de nosotros… Lo que observamos con más temor en el reflejo estático de un espejo lleno de intrascendencias. Igual que los apóstoles que se sentaron a cenar junto a Cristo, sólo que a ellos sí les contaron lo que lo que iba a pasar, tal y como está escrito. Por eso no es bueno mentirnos, envenenando nuestra alma y las almas ajenas, porque nosotros, simples mortales, nunca sabemos cuándo comeremos nuestra última comida, aunque eso no necesariamente signifique dar el salto al más allá.
Marcos Carnevale es un director que nos tiene muy bien acostumbrados como espectadores... "Corazón de León", "Viudas", "Anita" y "Elsa y Fred" son algunas de sus pelis que seguramente disfrutaste en cine. Este 2015 es el momento de "El Espejo de los Otros" que sorprende por el elenco de estrellas que lo compone, pero lo más importante, es que funciona absolutamente todo el trayecto de la película. Historias que apuntan al corazón, y otras que no tanto, todas bajo el cielo de un Buenos Aires inmerso en una catedral gótica en donde suceden últimas cenas. Buena música, comida, actuaciones que invitan a la reflexión y el elenco, como dije antes, de super estrellas: Pepe Cibrián, Graciela Borges, Norma Aleandro, Leticia Bredice, Alfreso Casero, Julieta Diaz, Oscar Martinez, Luis Machin, Mauricio Dayub, Ana Maria Piccio, María Socas, Carola Reyna, Marilina Ross, Ana Fontan y Javier de Nevares, son quienes integran esta producción que envuelve muchos momentos para pasar un rato inolvidable, y que de seguro, algunas resoluciones (de las historias) darán lugar a debate y ese, justamente, es el plus que tiene el cine... y si es nacional, mejor aún. Ya sabes, sacá tu entrada y preparate para disfrutar una peli hermosa de principio a fin.
Variadas sorpresas por un desfile de luminarias De nuevo Marcos Carnevale se la juega con una propuesta de alto riesgo, y otra vez sale airoso. Lo que no quiere decir plenamente airoso. El cambio algo brusco de perspectiva en el primer encuentro con un escenario gótico, el encuadre poco ortodoxo de un brindis que tapa la cara de la actriz, el peso de unos comentarios filosofales son cositas que pueden incomodar al espectador. Y a veces pareciera que al guión todavía le faltara un hervor. Pero los diálogos, las actuaciones de un elenco excelente, el vaivén de amor y odio (y rencor, hipocresía, impaciencia, prepotencia, soledad, idealización, nostalgia, felicidad tardía, etc.), lo singular del conjunto, la luna rodando por Callao y los bonus musicales vuelcan a favor el resultado. Tras la pared apenas adornada por el grafiti de alguna tribu de estos tiempos, subyacen los restos de una iglesia que en viejos tiempos habrá sido imponente. Ahora se sirven allí unas cenas muy particulares, donde la gente encontrará su destino forjado según los alcances de su corazón. Los dueños observan a los comensales sin que éstos los vean, y dan su veredicto, que es el que cada uno se ha buscado en la vida, con mayor o menor conciencia o voluntad. Se advierte el enorme paso de Carnevale, desde su lejana opera prima "Noche de ronda" (un bar, una mesera y un ladrón de historias espiando a los clientes, una canción) hasta esta obra ambiciosa. Lo que entonces sólo era costumbrismo, poesía y magia sencilla, ahora alcanza mayores proporciones, tanto, que hasta permite albergar una relectura laica de ciertas alegorías evangélicas (pero los dueños también son seres humanos). Seguramente de esto y de otros misterios del alma humana el espectador querrá sacar después sus propias conclusiones, cuando a la salida del cine se vaya a comer a un lugar menos inquietante, o igual de celestial, según como lo mire, o con qué personaje se haya identificado. El asunto es que vemos transcurrir cuatro noches y cinco historias, de las que no conviene anticipar nada para que el público disfrute las variadas sorpresas a cargo de un auténtico desfile de luminarias. Un señor elenco, del que sólo daremos los nombres de los artistas menos conocidos por el gran público (injustamente menos conocidos): Gipsy Bonafina, pianista y cantante; Natalia Cociuffo, cantante de la orquesta Cocktail Tour y amigovia del chef: Ana Fontán, acompañante de un personaje maldito; Damián Torres en bandoneón, y el maestro Luis Ascot en la banda sonora. Sólo un detalle para completar la ficha. Pepe Cibrián Campoy, aunque figure como debutante, ya había actuado en la pantalla grande. Lo hizo en una escena notable de "Un día en el paraíso" (Juan Bautista Stagnaro, 2003), donde le toma una prueba de canto a una chica y de inmediato, con impecable, seductora, fascinante y perfecta maldad la expulsa "cariñosamente" de su seno. Ahora tiene mayor cantidad de escenas, y se luce en todas, incluso en una donde no dice siquiera una palabra.
Muchos para poco El arte se mide por los resultados y no por las intenciones. Así que para bien o para mal, queda necesariamente afuera de la ecuación el saber desde donde y con que intenciones alguien hace una película como El espejo de los otros. Los involucrados tienen una probada trayectoria y se podrían dedicar páginas enteras para describir y elogiar dichas carreras, en particular las de su inusualmente gigantesco seleccionado de estrellas. Pero tampoco sumar actores es la fórmula asegurada para el éxito. La historia del cine ha demostrado que muchas veces esto suele ocultar falencias en otros aspectos de la película. Aceptando la propuesta algo forzada y bastante absurda de una catedral gótica abandonada en medio de la ciudad de Buenos Aires, se intenta entrar a la película para darle una oportunidad. Pero no hay lógica suficiente, ni siquiera interna, para que esto se justifique o tenga razón de ser. No es un cuento de hadas como en un film de Tim Burton ni logra abstraerse de toda verosimilitud como lo han hecho cineastas anti cinematográficos como Peter Greenaway, a quien lamentablemente evocan algunas malas ideas de El espejo de los otros. La película apuesta fuerte, pero no logra convencer en ningún momento. Más aún, porque todo lo que ocurre dentro de ese imposible espacio devenido en restaurante exclusivo, poco y nada tiene que ver con algo diferente a lo clásico o lo estándar. El esfuerzo de salirse de la realidad para plagar luego a la película de situaciones que podrían transcurrir en cualquier otro lado arruina completamente la premisa inicial. No hay motivo alguno para que la primera historia de las cuatro, por lejos la peor, se desarrolle en ese lugar, no tiene razón de ser y se nota. Actuaciones subrayadas, construcción de personajes de un cine argentino de hace treinta años o modismos teatrales que no encajan en el cine. Basta esa historia para saber que El espejo de los otros no funciona ni funcionará. Los diálogos, aunque en ese contextos, nos arrastran a los lugares comunes más obvios del cine argentino. Marcos Carnevale es posible que no encaje en la teoría de autor, y eso, claro, no es necesariamente ni un defecto ni una virtud. Algunas de sus películas han sido muy buenas, otras no. Sin lograr nunca unanimidad, su cine ha tenido defensores y detractores y en muchos casos apoyo del público. Como elogio, hay que decir que no se ha quedado quieto, que ha tratado de probar diferentes tonos y estilos. Su película anterior, Corazón de León, era para mí su mejor película, la más interesante, entretenida, emocionante incluso, y donde el humor funcionaba muy bien. No parecía el tráiler o el afiche de El espejo de los otros augurar algo bueno, pero eso es secundario si la película al final está bien. Pero todo lo que Carnevale ha demostrado saber hacer, acá no lo hace. O bien porque se enreda en una propuesta que no logra encontrar el rumbo o bien porque no estaba conforme con su anterior film, narrativo, directo, muy efectivo. También la historia de los hermanos, interpretados por Pepe Cibrián y Graciela Borges, dueños del restaurante, e hilo conductor del film, está desarticulada y no funciona. Es la única que podría tener justificación, pero también se desarma. Ni hablar de la banda que toca, del helicóptero en el que baja Alfredo Casero, ni hablar de mil cosas inconexas, disparatadas en el mal sentido, que la película va soltando y no lograr dotar nunca de unidad. Una vez más, el centro del relato, el lugar donde ocurren las cosas, es lo que menos funciona. Y las historias, donde solo la de la pareja de Casero y Brédice y las de las enamoradas Aleandro Ross tienen algo de interés inicial, no pueden tampoco unirse por un tema, o una idea del mundo. Los actores, inocentes dentro de todo esto, buscan como pueden su camino. Y aunque algunos son probadamente talentosos, no pueden con la historia. Cuando Casero logra algo bueno, el guión lo saca. Cuando Aleandro, Picchio y Ross apuntan a la emoción, la situación en las que el film las coloca, termina deshaciendo todo. Muchas pero muchas otras cosas no terminan de cerrar acá, pero no es necesario seguir marcándolas. La película falla, se contradice, y no encuentra coherencia entre el espacio elegido y las historias que se cuentan dentro de dicho lugar.
Pequeñas grandes historias Detrás de un paredón derruido y de una puerta nada llamativa quedaron los restos de una catedral gótica que todavía conserva sus vitraux religiosos. El nivel del altar es utilizado como escenario para una banda de jazz y donde antes estaba la sacristía funciona ahora la cocina de Cenáculo, un curioso restaurante. Atendido por Benito e Iris, propietarios del lugar, una sola mesa será el centro de cuatro historias. Quienes se sienten frente a esa mesa definirán algo importante en sus vidas. Desde una familia dispuesta a la traición y a la avaricia hasta esa pareja que el tiempo no pudo hacer olvidar su antiguo amor hasta desembocar en un trío de mujeres que necesitan del amor y de la comprensión con todo el deseo de sus pobres corazones. Mientras tanto, Benito e Iris (dos excelentes trabajos de Pepe Cibrián y Graciela Borges), además de atender a sus ocasionales clientes desmadejarán un secreto que los une, los separa y los reúne. El director Marcos Carnevale, quien ya había dado sobradas muestras de su talento para insertarse en el alma de sus personajes (Elsa & Fred, Corazón de león, Viudas), logró aquí realizar un film coral que habla de lo más íntimo del ser humano. Aquí están, con la emotividad requerida para cada una de estas pequeñas-grandes historias, Alfredo Casero, Leticia Brédice, Luis Machín, Favio Posca, Carola Reyna, María Socas, Julieta Díaz, Oscar Martínez, Mauricio Dayub, Javier de Nevares y, sobre todo, Norma Aleandro, Ana María Picchio y Marilina Ross, quienes ponen cálido punto final a este collar de historias que hacen blanco en los corazones más sensibles. El realizador supo, además de conjugar su manejo de estos personajes, contar con una fotografía de gran calidad técnica, con una música de sensibles tonos y con un montaje que nunca permite perderse en ese camino donde todos los errores, las diferencias y los sentimientos dicen presente en un film que, sin duda, será degustado como un sorbo de vino que a veces agrada y otras entumece los sentidos.
Un film Ni-Ni Ni terrenal ni simbólica; ni teatral ni cinematográfica; ni cursi ni profunda, la lista resultaría infinita para emplazar el opus número ocho de Marcos Carnevale, director que cuenta con amantes y detractores en la misma proporción, pero que por lo general recibe del público ese plus que lo exime de todo análisis sesudo sobre las formas y el contenido de sus propuestas. Contar con semejante elenco, encabezado por ejemplo por Graciela Borges o Norma Aleandro, a quien se suman Leticia Brédice, Julieta Díaz, Oscar Martínez, Mauricio Dayub, Alfredo Casero, Luis Machín, Pepe Cibrián, Favio Posca, Ana María Piccio, Carola Reyna, María Socas, Marilina Ross, Ana Fontán y Gipsy Bonafina, muchos de ellos con enorme experiencia en el teatro, habilitaba un interrogante que muy rápidamente se despeja al tomar contacto con este film: una buena idea para teatro. Es que el cine es otra cosa, no sólo por la dialéctica entre la imagen y la palabra o la ilusión de movimiento, sino como lenguaje para transmitir sensaciones a partir de la puesta en escena. La pretenciosidad de El espejo de los otros (2015), su grandilocuencia extrema en la impostura de cada una de las viñetas o episodios que reúnen a este desperdiciado dream team reflejan por un lado la pérdida absoluta de rumbo y la excusa de aplicar, por momentos, un estilo barroco para embellecer esa tétrica catedral en medio de la ciudad, donde se desarrollan los relatos bajo el pretexto de la cena, que puede a veces ser la última, y en donde no existe hilo conductor alguno. Las inconexiones ya se anticipaban desde el tráiler de promoción y tratándose de una película episódica, como lo fuera Relatos Salvajes (2014), la diferencia de tono y de ritmo resultaba preocupante. En el film de Damián Szifrón se advertía cohesión, mientras que en El espejo de los otros (2015) desfilaban rostros conocidos y convocantes de un gran público, en situaciones que podían o no advertirse como prolongaciones de pequeñas anécdotas. Ahora bien, el énfasis depositado en la altisonancia se trasluce desde la primera historia, que podríamos resumir como la expresión más tangible de la codicia entre hermanos corruptos para anclarla de inmediato con la realidad más acuciante hasta el fallido espacio umbral entre la fantasía y la realidad, donde las ideas de amor, finitud, celos y el inexorable paso del tiempo parecen concatenar a los personajes y las situaciones. Los diálogos subrayan aquello que la propia imagen no puede resolver en términos cinematográficos. Pero no estamos en presencia ni siquiera de teatro mal filmado, porque no alcanza ese nivel. Por ende, lo que puede rescatarse de este intento de producción noble, desde el punto de vista de las intenciones, es realmente poco. Cada uno de los actores reconoce en sus papeles la materia prima para que el personaje se escape a la prisión de un guión en el que la forzada pátina emotiva ocupa toda intención, sin dejar espacio al matiz de comportamientos que no recaigan en un extremo de cursilería o planteo metafísico con poco sustento. El cenáculo, ese restaurante regenteado por los hermanos Benito e Iris (Pepe Cibrián y Graciela Borges) intenta desde la mirada de Carnevale escapar del corsé denotativo para convertirse en un personaje por sí mismo, pero el intento queda a medio camino. Tampoco puede pensarse en un limbo en el que Borges y Cibrián dirimen el libre albedrío de esas criaturas, comensales de lujo, cual demiurgos cansados y despechados entre las historias de amor que se intercalan como la fallida entre Oscar Martínez y Julieta Díaz, inverosímil en relación a la primera completamente terrenal en la que Favio Posca aporta su tradicional fisic du rol para personajes como el que le toca en suerte. Las lágrimas se guardan para Norma Aleandro y Marilina Ross, también esa densidad melosa de la que Marcos Carnevale parece no querer desprenderse ni un segundo y que recuerdan al cine argentino de otras épocas.
Apocalipsis íntimo La nueva película de Marcos Carnevale tiene un dream team de actores argentinos para contar varias historias. Apenas comienza El espejo de los otros, un largo plano secuencia conduce la mirada primero a través de un muro lleno de grafitis, luego por una puerta, un pasillo abandonado, unas ruinas al aire libre y termina en el cenáculo de una iglesia gótica derruida. Mientras, suena la melodía insistente de un piano, la voz de Graciela Borges se imprime en las imágenes con el tono poético que le conocemos y aparece en escena Pepe Cibrián, con actitud afectada. Así, el filme instala el tono de su narración desde el comienzo: melancólico, impostado, sentimental. La historia central es la de dos hermanos (Borges y Cibrián) que son anfitriones de un restaurante especial: cada noche hay una sola mesa, en la que se reúnen comensales que nunca volverán a pisar el recinto y en esa “última cena” vivirán un momento trascendental. Cada noche es un episodio diferente, con varios personajes que se dicen verdades, mientras Cibrián los atiende y Borges los espía por un sistema de cámaras. No hay escenas en exteriores ni espacios abiertos: la cámara se encierra en primeros planos de sus protagonistas, un dream team de actores que desarrollan interpretaciones válidas, pero teñidas por un registro teatral: en la manera de decir sus textos y en la manera de moverse en el espacio cerrado. Se desarrollan así varias historias: la traición entre tres hermanos (Mauricio Dayub, Favio Posca y Luis Machín), la despedida de una pareja de casados (Julieta Díaz y Oscar Martínez), la crisis de otra (Alfredo Casero y Leticia Brédice) y el reencuentro de dos mujeres mayores que se amaron en secreto por años (Marilina Ross y Norma Aleandro). Y si bien la película aspira al humor negro para matizar el tono grave de la intimidad de cada una de esas relaciones, es inevitable ver El espejo de los otros y asociarla con cierto cine argentino de poética forzada y onírica que se hacía hace más de 20 años (de Eliseo Subiela en adelante) y que no envejeció bien. Quizás para los espectadores que aún disfrutan de esos relatos, esta película funcione. Al resto le costará conectar con cómo se cuenta para sensibilizarse con qué se cuenta.
Performances actorales en un lugar extraño En el panorama del cine argentino reciente, el caso de Marcos Carnevale (1963, Inriville, Córdoba) es curioso. Aunque sus películas no aparecen rodeadas de lauros obtenidos en festivales ni críticas demasiado alabadoras, suelen contar con un reconocimiento inesperado: son elegidas para remakes en otros países, incluso en Hollywood. Y, si bien se acerca a Juan José Campanella al recurrir a relatos tranquilizadores y fórmulas propias del costumbrismo televisivo, parece menos calculador y demagógico; de hecho, se arriesga con ideas que cualquier productor desaconsejaría, como reunir en una misma historia la problemática de una chica con síndrome de Down y el atentado a la AMIA (Anita), inventar una historia de amor entre dos ancianos (Elsa y Fred) o achicar –efectos mediante– a un actor popular y hacer que se enamore de su personaje una joven que lo dobla en estatura (Corazón de león). El espejo de los otros es otra apuesta audaz: congregó a una quincena de actores populares para embarcarlos en una serie de discusiones y confesiones que se suceden casi enteramente en un solo lugar, una suerte de catedral abandonada devenida restaurant, diseñada en forma digital. Sin embargo, en este drama coral que ocasionalmente se acerca a la fantasía quedan más en evidencia que en películas anteriores de Carnevale algunas de sus limitaciones. Es que, por momentos, parece no tener claro que el cine va más allá de una idea atractiva, buenos actores y/o eficaces efectos especiales. En El espejo de los otros casi todo se sabe y se deduce por lo que los personajes dicen, y aunque asoma cada tanto alguna reflexión sensible, predominan diálogos y situaciones de una puerilidad sorprendente. La acción se estanca cada tanto en las performances actorales sin que la cámara acuda a soluciones creativas: el cine tiene recursos de sobra para apropiarse visual y dramáticamente de conversaciones entre personajes (un plano detalle de una mano inquieta, la tensión de un plano secuencia) que Carnevale prefiere ignorar, por lo que el film termina pareciéndose demasiado a una sucesión de actos teatrales. Al mismo tiempo, y si bien la música es atractiva, cuando se detiene en la interpretación de canciones como Balada para un loco adopta la forma de un show televisivo. Algunos actores aparecen repitiendo tics propios (Cibrián, Posca, Casero) y la pareja de hermanos que observa y controla todo lo que allí sucede no consigue ser suficientemente enigmática. Es cierto que, como toda película en episodios, en el espectador despierta curiosidad lo que vendrá después, más aún cuando cada segmento está interpretado por distintos actores (uno de los pocos puntos en común con Relatos salvajes): el primero es el que se acerca más peligrosamente a ciertos males de los que el cine argentino se había librado en los últimos años (peleas familiares a los gritos, denuncia ingenua y subrayada de negociados), el segundo y el tercero juegan con la sorpresa, manteniendo una carta guardada casi hasta el final, y el cuarto apuesta a la ternura, a lo que se suma un quinto que va desplegándose de a poco hasta llegar a una explicación en el desenlace (sin dudas el menos convincente). La credibilidad de los personajes depende, en buena medida, del talento y el esfuerzo de los intérpretes. Gracias a su idoneidad, Luis Machín y Mauricio Dayub parece que fueran hermanos de verdad. María Socas aporta sobriedad, al igual que Javier De Nevares. Oscar Martínez logra emocionar. Julieta Díaz ilumina la pantalla con su frescura. Alfredo Casero y Leticia Bredice comienzan divirtiendo, hasta que sus personajes son llevados a una catarsis dramática poco original. Ana María Picchio, Norma Aleandro y Marilina Ross –tres de nuestras mejores actrices– conmueven, sacando partido a lo poco que deben hacer. Graciela Borges y Pepe Cibrián Campoy resultan graciosos al discutir como chicos pero irritan cuando adoptan actitudes de altivez o cuando se ponen sentenciosos. De todas maneras, en el cine los actores deben ser un medio y no un fin, y acá son los pilares con los que se sostienen, dificultosamente, las historias. La película tiene méritos: es técnicamente irreprochable, asombra con artificios digitales desacostumbrados en nuestro cine y, a pesar de que se advierten moralejas previsibles (“Todo por esa maldita plata” se lamenta un personaje del primer episodio, como si fuera una reencarnación de El viejo Hucha), no abunda la admonición y puede despertar simpatía que, en ocasiones, se prefiera no recurrir a la policía para poner orden ante situaciones levemente desencajadas. Tampoco está mal –aunque la acción transcurre claramente en Buenos Aires y alguien hace referencia a “la corrupción de este país”– la creación de un espacio corrido de la realidad, que permite encuentros y revelaciones tal vez imposibles en medio del trajín de la vida urbana. No deja de ser loable, finalmente, que Carnevale haya convocado sin prejuicios a referentes de la actuación de distintos estilos y generaciones, o haber conseguido que Marilina Ross vuelva a actuar en una película después de muchos años, del mismo modo que no pueden ponerse en discusión sus intenciones de reivindicar ciertos valores. Pero pareciera desoír consejos que dejan sus propios personajes: evitar el individualismo (escribió él solo el guión de esta película de dos horas con tantos conflictos), calibrar las ambiciones, conducirse con más delicadeza y menos apuro.
Sin sentido Marcos Carnevale, evidentemente, debe ser un buen tipo. De ninguna otra forma se entiende la alegre participación de un elenco tan gigantesco y talentoso (con sus bemoles, claro) en un proyecto como El espejo de los otros que, seamos sinceros, olía demasiado mal desde el vamos. No sólo la puesta en escena teatral y barroca, sino además la explícita intención de significar la condición humana a través de los personajes ya muestran las cartas sobre un orden programado del cual ni el guión ni las actuaciones pueden despegarse. El film es lo que se dice -lo que dicen los personajes-, en voz alta y sin sutileza alguna, en lo que es una rara mezcla del cine argentino declamado de los 80’s con el cine argentino sobre-producido y televisivo de los 90’s, en la senda No te mueras sin decirme adónde vas. El espejo de los otros quiere hacer de cuenta que los Trapero, los Caetano, las Martel, nunca existieron. Encima de buen tipo, Carnevale es exitoso. Entonces puede darse el lujo de contar con un presupuesto interesante y diseñar (vía digital) una gigantesca catedral gótica en medio de Buenos Aires, sin que eso tenga una justificación argumental más que rodear de arbitrariedades varias una serie de episodios que tranquilamente podrían estar ambientados en un restaurante cualunque. Porque no existe en este espacio (que incluye un baño en un confesionario -oh pero qué osado-) más atractivo que el de ilustrar pomposamente algo demasiado simple (personas sentadas en una mesa y charlando -gritando-) con un barroquismo que supone profundidad e intelecto: El espejo de los otros hará las delicias de cierta intelectualidad porteña apolillada (me imagino a Magdalena Ruiz Guiñazú y Víctor Hugo Morales recomendándola con emoción), esa que cree que Balada para un loco es una genialidad absoluta (mis respetos Piazzolla y Ferrer, pero Balada para un loco fue siempre una simulación de poesía bastante berreta) y que hablar de temas importantes convierte en trascendente porque sí. El espejo de los otros imagina cuatro cenas en un restaurante exclusivo, donde sólo hay una mesa y los invitados raramente regresan: es que se presenta a cada una como una potencial “última cena”, y si no lo entendimos hay vitrales con imágenes ad hoc. A Carnevale no se le escapa nada, si uno no comprendió lo que ocurrió en cada uno de los episodios, los hermanos que interpretan Pepe Cibrian y Graciela Borges luego lo comentan para que el espectador sepa de qué se trató todo. No hay lugar para la metáfora, todo es analogía. Y sobre-explicación, a los gritos: “estamos enfermos, todo es culpa de la plata” dice Luis Machin como para reafirmar que esos tres hermanos que evidentemente se odian están mal y se corrompieron por unos billetines. De todos, el primer episodio es el más funesto. Los demás, gracias a la pericia de sus intérpretes, se sostienen aún cuando caen reiteradamente en un ridículo mayúsculo: el de Oscar Martínez y Julieta Díaz es el más notable en ese sentido. Hay en el origen de El espejo de los otros una idea de producción que es herencia directa del suceso de Relatos salvajes. Lo episódico, más aún en un mismo escenario, permite tiempos de rodaje controlados y acotados, que seducen a los actores que pueden acomodar fácilmente la agenda. Lo peor de la película es que Carnevale, con la libertad que le aportan sus éxitos recientes, abusa de esa falta de ataduras y se desboca completamente en un rejunte de exageraciones varias: se atraganta con el hecho de poder hacer todo lo que se propone. Su cine siempre tuvo presente una mescolanza muy de estos tiempos, un sincretismo ideológico y cultural, que mezcla lo new age, con el espíritu biempensante, un progresismo algo ramplón y una mirada sobre el romance decididamente edulcorada, además de un conservadurismo controlado. Aquí está todo eso, exacerbado y llevado al paroxismo. Si algo se le puede reconocer es que no tiene miedo al ridículo, se lanza de cabeza y sin red. Pero más allá del talento narrativo de uno y otro (talento, por otra parte, que Damián Szifrón no terminó de comprobar en su película), los vínculos entre Relatos salvajes y El espejo de los otros se refuerzan a partir de un imaginario misántropo donde todo termina mal y no hay escapatoria. En definitiva, un espejo donde los espectadores pueden verse pero salir mejor parados: uno no tiene -quiere creer- la vida horrible que tienen esos tipos. Es cine tranquilizador, porque no nos termina diciendo nada demasiado complicado de asimilar. La diferencia sustancial con Relatos salvajes es el nivel de arbitrariedad y sinsentido que Carnevale maneja aquí, como si el cualquierismo fuera una de las posibilidades de la libertad. El espejo de los otros es un desatino sin igual, un feísmo estético que parecía perdido dentro del cine nacional desde los tiempos en que Subiela era convocante. Todo busca ser poesía audiovisual, se resuelve a los gritos, se apuesta por la intensidad como nivel mayor de complejidad dramática y, cuando no, se respira un aire adocenado y falso como en ese último segmento donde el amor lésbico entre Norma Aleandro y Marilina Ross apenas se lleva un piquito bastante sin ganas. El espejo de los otros demuestra, en todo caso, que un artista con libertad absoluta para hacer lo que quiere no es lo más interesante si lo que falta es criterio para registrar y seleccionar lo que realmente vale la pena.
A Marcos Carnevale le gustan los personajes que se desmarcan. Los distintos, heridos, engañados, inconformistas, con alguna pincelada de desolación, pero siempre vitales. Los contextualiza en en una atmósfera de comedia y drama, y los describe con humor y profunda compasión y empatía. Así lo hizo en su primera película, “Almejas y mejillones”, y continuó con “Elsa y Fred”, que tuvo su versión en Hollywood. “Anita”, “Viudas” y “Corazón de León”, cuya remake se filma en Francia, siguieron en esa línea. Y es coherente en “El espejo de los otros”, donde, además, sugiere que los lazos con sus actores trascienden de lo profesional a lo personal al convocar a algunos artistas que lo acompañan desde el comienzo de su carrera como director. ???Si antes se concentró en historias más costumbristas y cercanas, en los cuatro episodios de “El espejo?” se interna en un ambiente surrealista, desde el espacio escenográfico magistralmente resuelto, hasta el tipo de relación que entablan algunos personajes. Son cuatro segmentos independientes unidos por el hecho de que transcurren en un restaurante extravagante, sofisticado y algo decadente que funciona en una catedral en ruinas, dirigido por dos hermanos igualmente excéntricos. ???Son cuatro historias unidas por la idea del fin de un ciclo: los negocios turbios y la corrupción de las relaciones fraternas, el amor y la pérdida. No hay en este caso la frescura de filmes anteriores, sí ironía, aunque una ironía por momentos oscura. Pero no es para sorprenderse. Ya lo dijo Carnevale, la vida no suele ser una fiesta en continuado. Y ahora vuelve a mostrarlo con una fuerte impronta teatral e introspectiva, en este trabajo que enfoca con lupa los altibajos que supone vivir.
Ya desde el titulo se huele mal, no sólo es todo harto evidente, la especularidad de los otros, los otros en función de espejo, sino que además es cuasi chabacano, pueril, oportunista y discriminador. Los calificativos van de la mano de los episodios que presenta, cuatro para ser exactos. No se queda en eso. Otro titulo está en danza, “Cenáculo”, posiblemente para su estreno en el exterior ¿o para ser mejor vendida? Continuando con el “desgrasamiento” de los nombres, El Cenáculo es el lugar donde Jesús comió su última cena, podría estar en algo asociado al texto fílmico, pero visto con mucho esfuerzo. Pero también el cenáculo, según el diccionario de la real academia española, es la reunión de un pequeño grupo de personas con ideas en común, literatos, artistas. Convengamos que en las cuatro historias a ningún personaje, por ende en ninguna de las historias, se puede observar algo del orden de una idea original, menos pensar que entre éste selecto grupo de personajes pudiera haber algo similar a un artista, olvídese. Los temas que trata de desplegar a los largo de las pequeñas historias son el amor, la vida, la muerte, la codicia, la soledad, la discriminación, la envidia. Demasiado pretenciosa, no sólo desde lo que intenta reflejar, sino desde la búsqueda estética, del orden de lo hueco, nada más que por mostrar lo que puedo mostrar. Todo transcurre en algún lugar remoto, desconocido, de la ciudad de Buenos Aires, casi un mito urbano, del que todos murmuran y muy pocos conocen o saben donde está. Detrás de una puerta común y corriente, rodeada por un muro insípido, que sirve nada más que como barrera, límite si se quiere, a los curiosos, están los restos de una catedral gótica, donde funciona un restaurante que ofrece una sola mesa por noche. Un templo derruido, sin techo. El desnivel del altar es utilizado como escenario para una pianista y una banda de jazz. Donde antes estaba la sacristía, ahora funciona la cocina. Y el bautisterio ahora es el lavamanos de un baño moderno. En la intersección de ambas naves está la famosa y única mesa que se adecua según la cantidad de comensales. El nombre del restaurante es Cenáculo, (sin separar en dos silabas). Todas las noches hay una reserva, (ni quiero imaginar cuanto cuesta el cubierto por persona). Nadie viene solamente a deleitarse de una gran comida, de los mejores vinos y de buena música. En los cuatro relatos los personajes que se sientan a la mesa están definiendo algo importante en sus vidas. A toda esta galería de personajes se deben sumar los dueños, una pareja de hermanos entrada en años, y el hijo de la mujer quien además hace de cheff, cocina de autor como se le llama actualmente, a lo que se podría agregar snobismo extraído, que lo que realiza ese autor no tiene un destino muy halagador. El problema mayor se encuentra en las historias mismas, no son originales ni tienen ningún aditamento que genere alguna expectativa. Si a todo esto le sumamos diálogos ingenuos y actuaciones poco convincentes, lo mejor en este rubro Leticia Bredice acompañado por Alfredo Casero, que hace de si mismo, lo mismo ocurre con Favio Posca en el primer relato, pero en este no hay nadie que sobresalga de la medianía, algunos por maniqueísmo a ultranza, otros por sobreactuación inverosímil. Ana María Picchio eficiente como siempre, junto a Norma Aleandro que por oficio zafa, increíblemente Oscar Martínez y Julieta Díaz no logran hacer creíbles sus personajes, en realidad una vez que cierra ese relato nada es verosímil. Por último los dos hermanos, Graciela Borges al igual que Norma Aleandro, con mucho oficio zafa, mientras que Pepe Cibrián se notaba que se moría de ganas de hacer el papel de Graciela Borges. Casi de una estructura similar a “Relatos Salvajes”, o sea una sucesión de cortos donde el punto de unión es el espacio físico donde transcurren las acciones, pero sin la mano de un director que sabe dirigir actores y un montajista de lujo. Esto se hace muy evidente a partir que el filme aburre. La publicidad reza que “Cenáculo” es una experiencia para no contar y nunca olvidará rápido posible.
Marcos Carnevale es un director interesante por motivos quizás opuestos a los que se considera “interesante” en el mundo del cine de arte. Filma de manera lo más efectiva posible historias que pueden presentar empatía inmediata con cualquier espectador, y lo hace bien, más allá de cierta rémora de la televisión que se le nota al encuadrar y montar. El espejo... tiene las ventajas y las desventajas de cualquier film coral: algunos momentos son mejores que otros, algunos intérpretes comprenden mejor que otros de qué va el asunto, este restaurante de una sola mesa donde diferentes comensales ponen en el plato deseos, frustraciones y problemas. El elenco es multitudinario (de Norma Aleandro a Graciela Borges; de Oscar Martínez a Alfredo Casero) y eso habla también de la multiplicidad de tonos (a veces, de su disparidad). El mayor acierto es dejar jugar a los actores y registrar lo que mejor saben hacer; el mayor defecto, buscar una moraleja en alguno casos demasiado subrayada. Un verdadero catálogo del cine industrial argentino de hoy.
La premisa inicial del nuevo film de Marcos Carnevale era atractiva por presentar una clara diferencia respecto al cine argentino que está ocupando las carteleras. La aparición de una película distinta suele refrescar pero también funciona para entender mejor la lógica de las otras propuestas. En este caso, la última cinta del director de Corazón de León parece estar a años de la mayoría de los estrenos de la década, independientemente de si estos sean buenos o regulares. Puntualmente parece estar a 30 años de distancia de estos. La estructura es episódica y versa alrededor de un restaurante que funciona en una antigua catedral gótica. En este lugar cada noche se desarrolla una cena tan exclusiva como las personalidades que por ahí desfilan (y como el recorte que propone la película). El problema no es ni la propuesta ni la apuesta. Lo que resulta difícil de pasar como espectadores es la mecanización a la que llega el director en la puesta en escena que conforma la obra. Es la repetición vaciada de sentido de los encuadres y tamaños de plano. Es el manejo de los aspectos simbólicos que está tan subrayado que cae constantemente en lo alegórico sin detenerse ni un momento en la metáfora como posibilidad. El Espejo de los Otros tiene una sola lectura posible y está dicha a los gritos. Si tomamos los episodios por separado tal vez alguno resulte funcional, sin embargo, los mecanismos que se usan para desarrollar cada uno de los relatos es el mismo y esto hace que destacar una actuación, una química entre parejas o un argumento de entre todos sea algo tan azaroso como anecdótico. Lo que sí vale la pena destacar es que los momentos (ya no relatos enteros) en donde se juega con el exceso como posibilidad o donde la misma estructura del film parece agrietarse serán los más recordados. Esta característica radica, en mi opinión, en que esos momentos son en los cuales parece licuarse la ya conocida preferencia de Carnevale hacia dejar un mensaje positivo en el espectador. Resulta claro que no todos los formatos soportan el happy end. Lamentablemente, por la irregularidad de su realización, El Espejo de los Otros, termina funcionando mejor como ensayo o experiencia actoral.
FILM EXAGERADO Son cuatro alegorías altisonantes sobre Ultimas Cenas. Un desfile de personajes al borde que ajusta cuentas con su pasado. Sólo uno de esos capítulos, el último, protagonizado por Norma Aleandro, propone una mirada tierna. Los otros merodean por el reproche, los gritos, las humillaciones, la muerte. En el primero, tres hermanos enfrentados por la codicia se encargan de humillar a sus mujeres; en el segundo, Oscar Martínez y Julieta Díaz intentan revivir un amor que ya no está; en el tercero, con Casero y Brédice, un juego de simulaciones alegóricas llega la verdad más cruda en medio de un matrimonio roto y ciego. La vida en parejas y las mentiras es el elemento que se repite. Como todo film en episodios, los resultados son desparejos. Marcos Carnevale, que no le teme nunca a los excesos (lo mejor que hizo fue “Viudas”) le ha dado exasperación a una propuesta artificiosa desde el vamos. No está todo mal. Hay buenas ideas argumentales (el episodio de Casero y Brédice), un aplaudido regreso de Norma Aleandro y otro magnífico trabajo de Oscar Martínez, aquí, en la piel y la mirada de un hombre abandonado por un amor que no le ofrece salidas. Es por encima de todo un film exagerado: en el elenco, en las ambiciones y en el tono.
Tan ambiciosa como despareja Cenáculo es un restaurante muy particular: tiene sólo una mesa y funciona en las ruinas de una imponente iglesia. Por ende, la concurrencia es de lo más selecta. Por un circuito cerrado de TV los dueños monitorean lo que ocurre entre los comensales. Y los conflictos estallan... Marcos Carnevale se jugó con una película gigante. Por el elenco, casi un “dream team” del cine nacional, pero sobre todo por el viaje que propone al corazón de las relaciones humanas. Su guión está cruzado por sentencias y declamaciones, muchas ensayadas en off por Graciela Borges, por traiciones y miserias, por diálogos que pasan del trazo más bien grueso a alguna cita borgeana (de Jorge Luis, se entiende), y por una violencia explícita que hace de “El espejo de los otros” un ejercicio carente de sutilezas. Sí, es una película pretenciosa. Cenáculo es un restaurante minimalista en su propuesta gastronómica y tan maximalista en su concepción arquitectónica que hasta se da el lujo de carecer de techo, Es infinito. En ese ámbito excepcional se desarrollan cuatro historias, cuatro “últimas cenas” que funcionan como compartimentos estancos. Detrás de cada una de esas mesas hay un drama. El hilo conductor es la relación entre los dueños del restaurante, dos hermanos (Borges y Pepe Cibrián Campoy) que -queda claro- tienen una cuenta pendiente. Dos de los capítulos son puro romanticismo; los restantes, un crescendo de tensiones que explota de la peor manera. A Carnevale le sobra oficio para contagiar ternura. “Elsa y Fred” es el mejor ejemplo. También para recostarse en la comedia. Por eso sobresalen algunos pasajes jugados por las duplas Oscar Martínez-Julieta Díaz y Norma Aleandro-Marilina Ross. Cuando la ira se apodera de la pantalla, “El espejo de los otros” se vulgariza, resigna su espesura y arrastra a los actores a una espiral de sobreactuación en la que naufragan Alfredo Casero, Leticia Brédice, Carola Reyna, María Socas y Favio Posca. Sólo el gran Luis Machín salva la ropa. Cuando se transita por terrenos complejos, como los elegidos por Carnevale, los riesgos se acrecientan. La película toca puerto, pero con rastros de esquirlas varias, producto de lo accidentado de la travesía.
Confesiones de una sola noche El opus 8 de Carnevale es una curiosa película coral compuesta de cuatro pequeños relatos, que sólo tienen en común el espacio convocante: un restaurante de acceso restringidísimo por donde van pasando clientes adinerados pero infelices. Atendido por dos misteriosos hermanos, interpretados por Graciela Borges y Pepe Cibrián, que observan los sentimientos y reacciones de los comensales, como los dioses homéricos o como un Gran Hermano contemporáneo. El espacio (simbólico o no, según la lectura posible) queda en un barrio antiguo de Buenos Aires, disimulado detrás de una fachada anodina, emplazado sobre las ruinas de una antigua catedral con vitrales que replican la pintura de “La última cena”. Un lugar a cielo abierto pero con un pequeño escenario y músicos que amenizan frente a los exclusivos comensales que ocupan todas las noches una única y lujosa mesa, por donde desfila una fauna de delincuentes de guante blanco, ex enamorados desencontrados y otros seres furiosa o mansamente desesperados. La espectacularidad del lugar y el nutrido elenco, que alcanzaría para mucho más de una película, reclaman un guión que paradójicamente pocas veces está a la altura en su evidente pretenciosidad. En la mayor parte de los relatos, no funciona el tempo ni el lenguaje cinematográficos. Salvo en las dos historias finales (la de las tres amigas y la de los hermanos, que envuelven a los otros episodios con un desenlace sorprendente), nada evita que los personajes caigan en estereotipos y en diálogos reiterativos, que van opacando el contenido, sin aprovechar los megarrecursos de que se dispone. Barrocamente superficial Carnevale, en sus intenciones de elaborar una película con reconocible mensaje positivo a pesar de las adversidades (como ocurre en “Anita” o “Corazón de León”), se desdobla entre lo que intenta ser y lo que es, porque el perfil estético y lo dramático no van para el mismo lado. Disponiendo de un material rico y actores muy buenos, termina siendo tradicional y reiterativo de viejos modelos. La película no deja de ser atractiva en un comienzo, donde el lugar y la música crean una atmósfera limítrofe entre el sueño y la vigilia. La primera historia empieza con mucha fuerza y un tono realista que conecta con reconocibles casos de recorte policial pero poco a poco se va desinflando, con diálogos que derivan en discusiones violentas o reiterativas, sin mayor trascendencia. Los espejos alarman porque hacen que el hombre sienta que es reflejo y vanidad, nos dice Jorge Luis Borges en uno de sus poemas más conocidos, donde parece haberse inspirado el título de la película y algo parecido dice la idea del guión que intenta replicar en una puesta acorde al gran teatro de la vida -un tópico a esta altura fosilizado- que resulta en una estética más teatral que cinematográfica. En una entrevista, el director dijo que ésta era “una historia que habla de la humanidad, de la soledad, de la vida, de la muerte; es bastante filosófica pero también muy al estilo de los temas que nos tocan a todos”. Y seguramente eso intenta, entre lo patético y lo grotesco, logrando un filme desparejo que suma canciones ya escuchadas que se pierden en su propia artificialidad pretenciosa y barroca.
Un restaurant exclusivo, cuatro noches distintas y en cada caso, una última cena. Son varias historias que transcurren en algún lugar de Buenos Aires. Un restaurante exclusivo conocido como “el Cenáculo” enorme como si fuera la Catedral de Notre Dame, sin techo, sin puertas, con estilo bien gótico, tan oscuro como la vida de sus personajes y en un desnivel como si fuera un altar hay una banda de jazz. Quienes atienden dicho restaurante son Benito e Iris (Pepe Cibrián y Graciela Borges), ellos se aman y odian y dentro de su relación existe un secreto. En ese lugar cada noche vemos el reflejo de distintas vidas, una única mesa, un menú elegido, una última cena, allí hay cuatro historias de vida y distintos personajes que desnudan su ser contando sus deseos y miserias. Cuatro historias que se desarrollan en cuatro noches. La primera es la de los hermanos Escudero (Luis Machín, Favio Posca y Mauricio Dayub y la complementan sus mujeres: Carola Reyna, María Socas y Ana Fontán), ante un negocio ilícito, salen a la luz, una serie de reproches, mentiras, hipocresías, antipatías, agresiones, y se muestra hasta de que sería alguien capaz por dinero. Otro de los episodios es el reencuentro de dos antiguos amantes (Oscar Martínez y Julieta Díaz) en esa cena intentarán revivir hechos que quedaron truncos, el amor, los celos y los sueños que no se concretaron, este tiene toques de misterio, secretos y fantasía. El tercer episodio es el encuentro entre (Leticia Brédice y Alfredo Casero) bien loco, grotesco, absurdo, irónico, con momentos ácidos y negros. Y Por último el romanticismo en esta, la más sensible de todas las historias entre dos mujeres (Norma Aleandro y Marilina Ross) ayudadas por su amiga incondicional Elsa (Ana María Piccio) y un gran reencuentro. El film como verán se encuentra interpretado por un gran elenco y un destacado director en el que desfilan una serie de distintos protagonistas cada uno contando sus historias que resultan ser tan desiguales como sus interpretaciones, donde dos personajes ven esas vidas sin que estos sepan como si fuera un espejo que refleja la vida de todos incluyendo la de los dueños del lugar (José Cibrián y Graciela Borges). La puesta tiene un estilo algo teatral.
La nueva película de Marcos Carnevale cae bien a algunos y no tanto a otros. Lo que es seguro es que este realizador argentino logra un híbrido interesante, o al menos inquietante; combina la puesta en escena del teatro tradicional, los esquemas y lineamientos de la clásica tragedia griega y por supuesto, los artilugios que hacen del cine una experiencia que roza lo mágico. La propuesta de esta historia es ante todo atractiva: nos metemos en el interior de un mítico restaurante llamado Cenáculo: un espacio distinguido donde el culto a la gastronomía, el ritual del banquete, la estimulación de los sentidos y las pasiones puestas sobre la mesa son los condimentos principales. Liderado por dos excéntricos hermanos (Graciela Borges y Pepe Cibrián, fantásticos) este lugar recibe a cenar a distintos grupos de personas, que disfrutan de la exclusividad de una noche para vivir una experiencia única, un quiebre y una crisis. Cenáculo es un espacio para dejar las caretas afuera y mirarse a través de los ojos del otro, para descubrir así, los demonios propios mejor ocultos. Una cena que será definitiva. Desde el comienzo sabemos que estamos ante un film harto filosófico y poco común. La inconfundible voz de Graciela Borges nos lleva hacia el corazón de Cenáculo, como invitándonos a ser parte de una experiencia única, de la cual no hay vuelta atrás. El lugar está ubicado en una ruina gótica donde los vitró de La última cena parecen vigilar a los comensales; al mismo tiempo, vigilados por el personaje de la Borges, que desde su casa burguesa, observa y juzga como un dios aquello que sucede en la mesa; como viviendo la vida de los otros. En este mítico restaurante se desatan diferentes situaciones que empiezan en drama y terminan en tragedia. Múltiples historias que condensan los vicios y las obsesiones eternas del humano llevarán a los personajes a pasar por los sentimientos más extremos y a situaciones completamente patéticas; momentos en que el film toma un tinte tragicómico comandado sobre todo por Alfredo Casero, Favio Posca y Luis Machin. La banda sonora (música en vivo para los comensales) acompaña perfectamente las alocadas situaciones que se libran sobre la mesa. Y las actuaciones se convierten en la frutilla del postre: un elenco variado de actores consagrados ejecutando un guión desopilante. Dentro de las palabras aparece la tradición borgeana, nociones cristianas de culpa, arrepentimiento, redención… pero principalmente somos espectadores (al igual que los dueños y los cocineros) de la vivencia extrema del ser humano: las pasiones llevadas al límite, la crisis, el reconocimiento del otro y de uno mismo, la anulación de la línea entre humanidad y bestialidad. El espejo de los otros es una película con la que vale la pena encontrarse, por sus planteos universales, su versatilidad interpretativa y porque dentro de la fantasía de la última cena, descansa la realidad interna de cada uno de nosotros, el estallido de la verdad, entre gritos, llantos y risas.
La historia bien podría ser un mito urbano: un restaurante de una única mesa, oculto tras una pequeña puerta de calle graffiteada, completamente desapercibida. Pero, atravesándola, está Cenáculo: una especie de catedral gótica destruída, un montón de ruinas de fantasía (ya que aún no había llegado la "colonización" a nuestro territorio en la época auge de estas catedrales en Europa), restos de una inmensidad por los cuales parecen haber pasado más historias que las que el tiempo puede contar. Es justamente esta pregnancia y exclusividad del lugar lo que le da un tinte tan particular, que hace que las personas que van allí, nunca regresen. Por algún motivo, la soledad, el clima, el silencio, sacan lo peor de cada uno. Y es inevitable que los comensales entren en crisis. Conscientes de estas crisis, de estas rupturas de las apariencias de los clientes, Benito (Pepito Cibrián, de Un día en el Paraíso... y de este momento glorioso, claro) y su hermana Iris (Graciela Borges, de Viudas) se regocijan en sus propias miserias, viéndolas reflejadas en lo que sucede en cada cena a través de cámaras de seguridad con las que espían cada reunión. La primer cena arranca bien arriba: dos hermanos (Mauricio Dayub, de La pelea de mi vida, y Luis Machín, de Necrofobia) con sus respectivas esposas (Carola Reyna, Betibú, y María Socas, Las Voces) comparten anécdotas frívolas y dejan entrever cuestiones relacionadas con comprarle a un tercer hermano su parte de un laboratorio recién heredado para dejarlo así afuera del negocio. Y cuando llega el hermano en cuestión, interpretado por Favio Posca (Apariencias), todos estallan: reproches sarcásticos, drogas, humor negro y un doloroso pero hilarante enfrentamiento familiar que no logra resolverse, sino que empeora. Con un breve intermedio en el que se retoma la relación entre Benito e Iris, en el que vamos conociendo la dinámica y secretos guardados entre ambos hermanos (estructura que tomará la película en su totalidad), llega la segunda cita, la más dolorosa: es la primera vez que alguien regresa y así lo constata el Libro de Firmas, siendo el personaje de Oscar Martínez (Relatos Salvajes) quien ya había cenado ahí con su esposa en 1991. Ella (Julieta Díaz, Juan y Eva) llega más tarde, y es visiblemente más joven que él. La diferencia de edad es la primera sospecha de que este relato está sumido en lo sobrenatural. Y, como justamente este tramo no se enmarca dentro de una explicación racional, quedan muchos cabos sueltos, generando una reflexión mucho más profunda, quizás por su planteo metafísico o por su proximidad a temas tan universales como el amor y la muerte. Con las emociones a flor de piel, asistimos a un tercer encuentro: estrafalario, artificial, y en un punto falso, éste se da entre Alfredo Casero (Cha-Cha-Chá) y Leticia Brédice (Nueve Reinas). A Iris le genera una gran indignación que estas dos personas se sienten a su mesa. No son dignos, dice. Porque, al principio, son pura apariencia, y el que va a Cenáculo a aparentar nunca experimentará una catarsis real. Pero claro que el lugar logra desenmascararlos: el juego se termina, las propias máscaras que llevaban caen y se revela quiénes son, en un punto en el cual quizás ellos mismos tampoco se conocían. A esta altura la película nos sumerge en un clima general de desesperanza, ya que en cada cena surge lo real de cada persona y esta realidad parece ser horrible. Aunque en la última cena el director Marcos Carnevale (Corazón de León, Viudas, Anita) nos deja ir con un mensaje esperanzador: tres viejas amigas, dos de ellas amantes por un largo tiempo (Norma Aleandro, La Historia Oficial, y Marilina Ross, La Raulito), y la tercera (Ana María Piccio, La Tregua), una cómplice luchadora que orquesta todo para que puedan despedirse, porque la enfermedad del personaje de Aleandro empeora día a día. Y más allá del cierre general que viene después, este segmento es lo suficientemente emotivo como para salir del cine con el corazón contento y los ojos llorosos. Si comparamos cada encuentro, a mi juicio el más flojo de todos es el de Casero-Brédice: no logró atraparme como sí hicieron otros; pero, a su vez, esta pequeña distracción sirvió para recibir más atenta el segmento final. ¿Mi favorito? Sí, el de Favio Posca. La película es en cierto punto muy teatral: una mesa, iluminación puntual sobre los personajes, músicos en vivo en una pequeña tarima; el entorno podría desarrollarse tranquilamente en un escenario en vivo. Y porque, aparte de los movimientos de cámara utilizados para dar cuenta de la magnitud del lugar, no hay artificios técnicos en la puesta. La elección del director de mostrar las cenas recurriendo a la vieja pretensión de invisibilidad del cine clásico es acertadísima en relación al énfasis que se pone en las actuaciones. Es una historia de personas, de sentimientos, de contradicciones, de humanidad y las grandes actuaciones imprimen una personalidad y una verosimilitud por sobre la media de lo que vemos habitualmente. VEREDICTO: 8.0 - GRATA SORPRESA Debo confesar que fui al cine vaticinando aburrimiento pero me equivoqué. De hecho, había pensado varios chistes para esta review, como llamarla "El embole de los otros", pero no hay lugar en absoluto para ello. Cada situación vista en El Espejo de los Otros sabe generar su propia tensión apoyándose en lo que no se dice hasta que todos explotan, y eso que nunca debería haberse dicho, sale a la luz. Bien hecho, Carnevale: brindemos por más Espejos y menos Corazones de León.