No tengo demasiada referencias del cine de Bruno Dumont, excepto que en sus películas trata de abarcar el ser, el conflicto de personajes que se hacen preguntas existenciales, relacionadas con la religión y la vida. Entre la Fe y la Pasión es un film denso y oscuro, que nos pone en manifiesto la incertidumbre de una joven, dentro de un contexto internacional real. No aísla a la protagonista del mundo contemporáneo, sino justamente nos muestra el peligro que representar llevar al extremo una ideología. Celine (intensa actuación de Julie Sokolowski) es una torturada hija de un ministro francés recluida por voluntad propia en un convento. Las monjas no soportan las flagelaciones que la joven se induce a ella misma. No come, no duerme, pensando en Cristo, amando a Cristo. Cuando la madre superiora decide echarla para que “viva la vida” en el mundo exterior, ella siente que debe recuperar el amor de Cristo porque no lo siente con ella. Paralelamente conocemos a David, un joven en libertad condicional, que hace arreglos de jardinería afuera del convento. Tras no reportarse a su custodio, David vuelve a la cárcel. Celine, encuentra un soporte emocional en los hermanos árabes Nassir y Yassine. El primero es un imán de la comunidad musulmana de los suburbios de París, el segundo, menor, se enamora de Celine. Pero este amor no es recíproco, porque su fidelidad, está con Dios. Dumont arma un lento entramado sobre lo aterrador que puede terminar siendo llevar un dogma a puntos límites. Mientras que el mundo se cae a pedazos, Celine, sigue con su amor ciego hacia Dios, sin darse cuenta de lo que está sucediendo a su alrededor. El director evita hacer una evidente bajada de línea política, para tomar el contexto con naturalidad y frialdad. Esta mirada austera, seca, se contrasta con las emociones de la protagonista, quien por momentos llega a hartar al espectador con sus declamaciones de amor. El final, un tanto previsible, desarticula, el clima, la intensidad dramática y emocional que el director venía manteniendo, sin caer en clisés o lugares comunes, e incluso insertando sutiles cuotas de ironía y sarcasmo, mirada crítica a la nobleza francesa y sobretodo a las instituciones religiosas que inculcan ritos y normas sobre mentes débiles. Se suele comparar a Dumont con Robert Bresson. El director negó las referencias. Es cierto, para Bresson era fundamental que los protagonistas de sus películas pudieran darse cuenta del crimen que cometieron, y buscaran el perdón divino. La redención. Dumont, en cambio, utiliza el tema en forma irónica, metafórica para criticar el pensamiento eclesiástico (de por sí, es prácticamente humorístico, que las monjas echen a la protagonista por ser "demasiado religiosa"). Una austera puesta en escena, con intervenciones fotográficas “divinas”, le aportan solemnidad al relato. Los encuadres, simétricamente diseñados demuestran un gusto plástico, pictórico, con puntos de fuga que exponen referentes de la pintura renacentista. Los paisajes rurales tienen un preciosismo medieval soslayado. Como si dijera que a pesar del paso del tiempo, hay ciertas tradiciones que no cambiaron en la Francia contemporánea. Inclusive, la casa del ministro tiene la arquitectura de un palacio del medioevo. Celine se convierte en una Juana de Arco moderna, capaz de sacrificarse en nombre de la religión, pero no por el pueblo. Si bien tiene varias líneas de lectura que confluyen armoniosamente, con interpretaciones muy creíbles de parte de un elenco de actores profesionales y no actores, el ritmo es lento. Por momentos cae en la monotonía: hay escenas que son demasiado largas. Dumont, apoyado por Bouchareb (director de Días de Gloria y London River, de estreno inminente) realiza un film que sigue escarbando sobre las paradojas religiosas en el mundo contemporáneo, el estado del miedo y la violencia en la sociedad, y como, a pesar de las nuevas tecnologías, seguimos siendo influenciados por las mismas instituciones que regían hace 800 años atrás.
Parte de la religión El director de La vida de Jesús, La humanidad y Flandres continúa con su cine austero (de indudable espíritu bressoniano) y con su apuesta provocadora al narrar esta vez la historia de una joven parisina de clase acomodada -hija de un político y ministro- obsesionada hasta la autoflagelación por su vocación religiosa. Quizás menos sórdida que sus trabajos anteriores, pero no por eso menos inquietante en su exploración del misticismo, del fanatismo religioso y de las tensas, conflictivas relaciones entre lo cristiano y lo musulmán, Hadewijch es una de esas películas que dividen aguas y que están destinadas de manera casi inevitable a la polémica más encarnizada (y bienvenida). Luego de ser rechazado su ingreso a un convento de clausura por las monjas a cargo, Céline (Julie Sokolowski, otro interesante descubrimiento actoral de Dumont) se relaciona con Yassine (Yassine Salihine), un muchacho árabe que la corteja y que poco a poco la va acercando a su hermano mayor Nassir (Karl Sarafidis), uno de los líderes de la comunidad ligado a un grupo de musulmanes fundamentalistas. El film ofrece algunas escenas de notable profundidad e inteligencia psicológica (exponen la "iluminación" y cierta autoconciencia de la protagonista), que permiten ir acompañando con iguales dosis de fascinación y angustia el derrotero de esta joven. Sin cargar las tintas ni caer en la obviedad o el subrayado, con el habitual rigor de su puesta en escena, el realizador francés se sumerge en cuestiones candentes como la descontención (desconexión) que sufren muchos jóvenes, mientras analiza las vinculaciones entre religión y terrorismo. Tras su paso por el reciente BAFICI, su estreno comercial resulta una verdadera rareza que merece ser celebrada.
El cine como pantalla espiritual En Hadewijch (título original que no debió ser cambiado por Entre la fe y la pasión, 2009), Bruno Dumont sigue los lineamientos estéticos de su filmografía, pero como nunca antes consigue plasmar en su película la idea del cine como lazo con lo espiritual, lo sagrado. ¿Qué mayor fanatismo religioso puede imaginarse que aquel que se hace visible en la escena de una joven expulsada de un convento por su propio dogmatismo? Eso le ocurre a Céline, una parisina de apenas veinte años autodenominada Hadewijch. Devota radical de Jesucristo, el afuera la enfrenta de lleno a una modernidad en donde convive desde el conformismo burgués hasta el fanatismo, esta vez no cristiano, sino musulmán. El encuentro con dos muchachos árabes la llevarán a cuestionar su cosmovisión, a repensar categorías como el amor, la divinidad, el sexo, la conciencia. En ese peregrinaje interno, la película transmuta la inestabilidad de Céline/Hadewijch en la consciencia del espectador como pocas obras consiguen hacerlo. En forma paralela, irrumpe el relato de un ex presidiario que intenta reconciliarse con el mundo, un personaje que resolverá parte de las gravitaciones internas de la muchacha en un plano final contundente. El realizador sigue fiel a su estética austera, tan asociada al cine de Bresson. Más que de austeridad, convendría hablar de transparencia de la imagen, siguiendo la conceptualización estética de André Bazin. En ese sentido, es muy significativo el recorrido de la muchacha hacia el convento, al cual llega caminando y en un trayecto ascendente. Una unidad de acción sobre la que Dumont se detiene sin alterar el eje, pero tampoco desacreditando lo que le pasa al personaje. La película no ironiza sobre su degradación moral, sino que penetra en ella con la finalidad de comprender qué nociones de vida hay detrás de sus decisiones (aún las más revulsivas). Para ingresar de lleno a su interioridad, el realizador (en una operación estética que tiene mucho de La pasión de Juana de Arco de Dreyer) explora en los primeros planos todo el pathos de la joven no sólo en la secuencia apuntada sino en gran parte del metraje. El rostro de la debutante Julie Sokolowski (una revelación) le ha venido como anillo al dedo, cuesta imaginar una mejor opción. En Hadewijch , Dumont no traiciona su filmografía, pero sí le otorga una dimensión de lo sagrado antes inédita. Proclamado como un “cineasta del pesimismo”, esa idea no está tan errada si pensamos en el mundanismo de los personajes de La humanidad (La humanité, 1999) y Flandres (2005), incapaz de desalinearse de la abulia y la ira contenida. Aquí, sin ceder a ningún tipo de psicologismo en la construcción del relato, enfatiza aquellos caracteres de los personajes que ponen en entredicho la relación entre voluntad y espíritu, religión y espiritualidad. Su nueva obra adquiere una perspectiva mucho más vez esperanzada, pero no por ello lineal y unívoca, transformándose así en una obra abierta, luminosa, inevitablemente controvertida.
Entre el amor y la violencia Bruno Dumont vuelve a sorprender, y a provocar, sin levantar la voz, que es la mejor (peor para los que se estremecen con sus propuestas) manera de abrir los ojos a quienes acostumbran a ver sólo la superficie de esos temas que conmueven actualmente a la humanidad. Lo hizo en reitiradas ocasiones, con La vida de Jesús , y también con La humanidad , recurriendo a historias sencillas, pero analizables desde diferentes perspectivas, una decisión con la que el cineasta parece querer eludir cualquiera de los tópicos del cine pensado para festivales. El director, premiado en Cannes, demuestra una vez más ser un cultor de lo ascético y, en este caso, de lo sublime, más allá de cualquier cuestión ideológica. A pesar de seguir una historia que puede ser explicada de forma racional, lo esencial de Entre la fe y la pasión (una versión demasiado libre del título original, que se refiere solo a la protagonista de la historia) es puramente espiritual. Eso es lo que transmite Celine Hadewijch (interpretada con inusual potencia por la muy joven Juliette Sokolowsky), hija de un alto funcionario francés sumida en el amor a Dios de manera absoluta que, a consecuencia de esa postura, es expulsada del convento donde aspiraba convertirse en monja. Tras ese accidente en su vida, Celine se unirá a un joven palestino (Yassine Salim), fanático practicante, y a la célula terrorista islámica liderada por el hermano de éste. A Dios rogando El relato sigue a Celine de cerca, con lujo de detalles, la muestra primero en ese mundo fuera del mundo al que accedió por su origen burgués católico, con su amor loco por Dios y, así de golpe, sin perder sus convicciones, entrenándose, en otro mundo fuera del mundo, como integrante de un grupo terrorista, en donde la fe exige algo más que el sometimiento a reglas que implican un sacrificio extraordinario. Es que Celine Hadewijch expresa su amor incondicional de Dios, y su definición de Dios por encima de todo implica que también puede servirlo desde el lugar que ese grupo extremista le da. Es decir con armas y explosivos. Es como si aspirara a ser una Juana de Arco islámica, según palabras del mismo cineasta, la representación de una mujer que se sacrifica por Dios. El resultado es sólido, de una pieza, conmovedor y abierto, donde el atravesamiento político queda a cargo del espectador. Dumont se abstiene de hacer juicio de color alguno y provoca. El suyo es un cine contundente pero no obvio, que atrapa, genuino por donde se lo mire, algo poco frecuente en los tiempos que corren.
Delgada línea de cielo e infierno Drama de Bruno Dumont que oscila entre los actos de fe y los efectos del dogmatismo. Entre la fe y la pasión (mediocre título local, a cambio del críptico Hadewijch original) está trabajada -a través de planos fijos, largos, austeros, cargados de belleza- en dos líneas. La primera, interior, difícil de ser traducida en imágenes, es la más lograda, y se centra en la angustia de una joven devota católica que intenta llenar su vacío existencial a partir de la fe. La segunda línea es más directa, terrenal, prosaica, y transmite el efecto que puede tener el fundamentalismo, cualquier fundamentalismo, sobre el mundo. Aunque su narración es sencilla y ascética, elíptica, Bruno Dumont combina ambos registros con intenso lirismo y delicada complejidad. Hace oscilar a su personaje entre lo sublime y lo atroz. La actuación de Julie Sokolowski y la puesta en escena, basada en detalles sutiles y significativos, son muy logrados. También la fotografía, capaz de transmitir estados espirituales, y la música, sobre todo la de Bach, usada de un modo "profano" -como en la escena en que un grupo de muchachos toca El arte de la fuga al aire libre- o "místico", como la secuencia en que una banda ejecuta Pasión según San Mateo en una iglesia, ante el éxtasis de la protagonista. Hablamos de una joven de la alta burguesía, Céline, que al comienzo se mortifica en un convento al grado de que las propias monjas le ordenan que vuelva a su casa. Esa figura, que Dumont trae de la mística del siglo XIII Hadewijch de Anvers, se pasea por jardines invernales, de árboles sin hojas, de-sabrigada, muy flaca, dándole el poco pan que lleva en la mano a los pájaros. O reza, con fe y aflicción, en habitaciones de paredes descascaradas y luces mortecinas. El primer salto elíptico nos la muestra en un mansión parisina, la de su familia, enorme y ornamentada: tan desoladora como el convento del que viene Céline. El contacto con el mundo exterior la encuentra extraviada e ingenua. Hasta que conoce a unos jóvenes inmigrantes, musulmanes, de los suburbios. Algunos son tan religiosos como ella, pero sus convicciones -y su marginalidad, impuesta- los impulsa a actuar sobre la realidad. Dumont no juzga al dogmatismo de sus personajes: transmite su espiritualidad, su enajenación, su misticismo, sus rencores, su sexualidad sublimada, y, luego, sí, shockea con sus actos. En ese cruce de dilemas filosóficos y políticos -la búsqueda de la redención, en un mundo indiferente e injusto- el director de Flandres genera polémica. Si en La cinta blanca la doble moral y el castigo alentaban el posterior dogmatismo, aquí, el dogmatismo genera violencia. Entre la fe... tiene algo del cine de Dreyer y Bergman, pero más de Mouchette, de Bresson. Entre lo excelso y lo execrable, la línea delgada.
Una caricatura religiosa De ninguna manera cometeremos el error de intentar justificar un bodrio sólo porque es francés, mientras si fuera argentino sería destruído sin piedad. Acá no discriminamos a nadie y si el autor de una bazofia se llama Bruno Dumont y es ensalzado por más de uno, le damos igual. La historia trata básicamente de una chica adolescente que es fanáticamente católica, dice estar enamorada de Cristo y por su extremismo no es aceptada ni siquiera en un convento. Las monjas entonces se la sacan de encima con el pretexto de que afuera va a ser más útil que adentro. Y allá va Celine, con su creencia y virginidad a cuestas. Vuelve a su casa, a vivir con su padre ministro de gobierno y su madre "señora de". Sale a recorrer las calles y no tarda en hacer nuevos amigos, de origen musulmán, con quienes intercambia pareceres teológicos. A partir de allí, lo previsible. No hay manera de justificar el relato cansino e impiadoso para con el espectador que debe soportar largos planos de la nada misma, o peor aún, en una escena tolerar más de tres minutos de un plano fijo que muestra a una banda de ¿músicos? desafinados haciendo un mal playback; todo con pretenciones de tesis filosófica-religiosa. Dumont estira lo obvio y para peor ni siquiera respeta minimamente la ubicación espacio-temporal del relato, sea por falta de rigor en el guión o torpeza en el montaje. Por otra parte, un personaje cuya vida se muestra en paralelo acaba cumpliendo un rol fundamental para la pretensión metafórica de un director que carece, en este caso, de lo indispensable para narrar una historia por lo menos digna de pagar por ella.
Céline está loca por Cristo, su amor la consume y necesita estar con él. Es una joven indescifrable, perdida en el tiempo, acurrucada entre su enorme dulzura y una temible calma. Su presencia carnal invade la pantalla y sus grandes ojos azules conmueven desde el primer plano. Bruno Dumont impone un personaje que contradice los esquemas habituales de representación. La serenidad y el equilibrio de una puesta en escena que deja margen para las improvisaciones, marcan el extraño trayecto de la protagonista desde el momento en que es expulsada del convento por sus excesivas mortificaciones. Céline deambula por los suburbios parisinos en busca de un camino donde perderse. La película avanza por un terreno cenagoso en el que la pureza parece una broma siniestra. El director maneja la sustracción y la elipsis, mantiene una distancia justa y construye el equilibrio necesario para filmar la furia mística con la misma intensidad que exprime la radiante protagonista y con el mismo deseo de ser poseído por lo invisible. Céline hipnotiza al espectador y en el mismo plano seduce a Yassine, un joven árabe que desde ese instante sigue sus cavilaciones con una asombrosa paciencia. La temprana escena en la que ambos se conocen constituye una prueba clara de que el director de Flandres ha decidido bajar las armas y sacarse el lastre de sus habituales excesos. En un café de la periferia, Céline se deja abordar por Yassine y sus amigos, acepta todas sus propuestas con una bella mezcla de ingenuidad y disposición serena, y nos recuerda por un rato al gran Eric Rohmer. Conociendo los trabajos previos del director podíamos temer las salidas más atroces, pero Dumont nos transmite la confianza de la joven y sabemos que no le va a pasar nada que atente contra su integridad física y su dignidad. Entre la hermosa estudiante de teología y el joven árabe se instala un diálogo respetuoso y apaciguado, casi inédito. Si bien todavía hay lugar para alguna escena de impacto cruda y violenta, la película exhibe un menor determinismo en el desarrollo de los planos, y líneas de diálogo abundantes e imprevisibles. Bruno Dumont ha sido desde siempre un formidable director de actores no profesionales, pero en esta ocasión les suelta las riendas y se atreve incluso con pasos de comedia, como en la escena en la que Celine invita a cenar a Yassine en la suntuosa residencia donde vive con sus padres, un diplomático que pasa como una ráfaga por el salón mientras su señora se aburre soberanamente. La molestia evidente del huidizo Yassine Salim converge de manera magistral con un personaje incapaz de mirar a Celine a los ojos, por una mezcla de pudor instintivo y educación religiosa; y Julie Sokolowski encarna su rol, como en toda la película, con un candor y una determinación sorprendentes. La mirada es un elemento crucial que hace avanzar la trama. A Céline le molesta estar sometida a la mirada de los chicos y Yassine roba la moto de un burgués que lo había mirado mal, para tomar las calles de Paris por asalto con un movimiento tan torpe como emocionante. Dumont ofrece un trabajo estético riguroso y fascinante que interroga de modo sutil y con pertinencia el mundo actual, sin juzgar a ningún personaje y sin necesidad de explicar sus conductas. Las escenas en los barrios pobres están exentas de toda sociología barata y son el mejor ejemplo de una puesta en escena amable pero sin complejos, con un erotismo menos frontal y mucho más inquietante.
Apasionadas Hadewijch: semiengaño. Película sobre una chica que por búsqueda mística entra en un convento, donde repite ostentosamente las poses exteriores de San Franciso de Asís y vaya a saber qué otro santo católico como alimentar pajaritos con mano piadosa en el medio del patio, cosa que en su carácter excesivo, excéntrico y patológico escandaliza a las monjas que deciden echarla. Hija de un ministro, la ahora Céline habita insatisfecha en un palacio altamente artificioso de paredes rojas donde siempre está sola, salvo por un perrito blanco que lleva a todas partes y que una vez acaricia desnuda cuando sale del baño y se lleva de paso a la cama. Pero es lo único que Céline, virgen y casta, se lleva a la cama, porque al chico árabe Yassine que conoce le dirá que su enamoramiento es con Jesús y que no le interesa conocer a un hombre. Paseo en motoneta por París con Yassine, a la Amélie pero sin musiquita, en el quizás único momento joven de toda la película; contrastación pavota por paralelismo entre dos recitales a los que asiste Céline, uno de gente joven y rockera al aire libre y otro de música clásica en la iglesia. Interesante movimiento desde el Sena y vaya a saber qué barrio adinerado de París –vista de la ciudad muy de arriba y de lejos, con Torre Eiffel asomando turísticamente- a un barrio bajo de inmigrantes desde el cual la vista es bastante distinta, y en el que Céline descubrirá la vertiente política de la pasión de la mano de dos árabes (me pregunto si esto será provocador en Francia). Y sin embargo, sin embargo, en una de esas Hadewijch no se trate tanto de la homologación entre el fervor extremista religioso y el fervor extremista político –gran obviedad, pero manejada sutilmente en la narración al punto que cerca del final resulta verosímil que la ex chica de convento católico ponga una bomba árabe en un subte- sino de la adolescencia, de la insatisfacción y del aburrimiento, cosas que en todo caso están tratadas más atractivamente y con un poco menos de solemnidad en cualquier película de Sofia Coppola. Ojalá Hadewijch fuera menos seria, ojalá hubiera carne y pasiones reales en esa niña fría, además de los pezoncitos que asoman todo pero todo el tiempo a través de una remera como para poner un detalle de sexualidad en el cuerpo asexuado. Porque eso es lo que da potencia a la imagen final, cuando Céline se trata de suicidar en un charco y es rescatada por un albañil-torso desnudo al que se abraza, que estuvo dando vueltas durante toda la película, cárcel va cárcel viene, y no sabíamos por qué –no sé qué pienso todavía de ese me-guardo-un-efecto-para-después. En fin, que es un momento en que los dos mojados y ella feliz por la materialización física de lo que siempre fue amor idealizado, contrasta con la contemplación reja de por medio de una estatua de Jesús en cueros y tendido abandonadamente al principio de la película, también con el torso desnudo, sólo que blanco y de piedra inmóvil y lejano pero que a pesar de todo no dejaba de ser un hombre con el torso desnudo.
Una obra maestra de extremos Como artista de la soledad y la desesperación, Bruno Dumont es capaz de expresar de la manera más profunda en apenas un par de planos la energía interior de Céline, una novicia tan devota como para convertirse en el brazo armado de Jesucristo. Nunca hubo términos medios para juzgar la obra de Bruno Dumont, un cineasta capaz de provocar rechazos tan pronunciados como celebraciones incondicionales. Desde La vida de Jesús hasta Flandres, pasando por La humanidad, su cine siempre ha confrontado al espectador no tanto con situaciones extremas sino más bien con personajes extremos, al borde de sus propias fuerzas y movidos por una energía interior –llámese fe, instinto vital o mero espíritu de supervivencia– que Dumont es capaz de expresar de la manera más profunda en apenas un par de planos. En este sentido, su película más reciente, Entre la fe y la pasión - Hadewijch puede considerarse su obra maestra, un film en el que confluyen los tópicos y rasgos formales de su obra previa pero elevados aquí a un rango de rara belleza y perfección. Artista de la soledad y de la desesperación, Dumont siempre se vio relacionado de una u otra manera con el cine de Robert Bresson, no tanto por su estilo o por sus temas como por la convicción de que en cada una de las acciones terrenales que filma es capaz de enunciar una manifestación del espíritu. La expresividad de los planos generales de Dumont sólo es equivalente a la de sus planos detalle, como cuando pasa de un helado paisaje rural a una frágil mano de mujer que aprisiona un rosario. Y de pronto, como si se tuviera acceso a un secreto olvidado, en ese corte directo se reconoce la herencia casi perdida de Bresson. Pero en Hadewijch, Dumont parece decidido, más que a dialogar con su maestro, directamente a entablar con él una discusión de orden teológico, al punto de que se permite corregir el trágico final de Mouchette (1967). Como en aquel film clave de la obra de Bresson (¿cuál no lo es?), aquí la protagonista también se presenta como una adolescente abandonada por sus padres. Pero a diferencia de aquella campesina hosca y taciturna, Céline (Julie Sokolowski, una revelación) es una parisina hija de la gran burguesía francesa y vive en plena isla de St. Louis, el exclusivo barrio en el que transcurrió casi toda la vida de Bresson. Cuando comienza el film, Dumont encuentra a Céline como novicia en un convento, tan devota por Jesucristo que la misma Madre Superiora, preocupada por su salud física y mental, decide devolverla al mundo exterior para que retome el contacto con la realidad. “Te has vuelto la caricatura de una religiosa”, le recrimina con dureza. Pero el amor de Céline es más fuerte: se siente prendada por lo Absoluto y será consecuente con ese amor que va mucho más allá de lo terrenal, a tal punto que llegará a convertirse en el brazo armado de Cristo, como si fuera una nueva Juana de Arco (un personaje que también obsesionó a Bresson). Si en los films anteriores de Dumont sus personajes eran tan lacónicos como primitivos y sus actos respondían a sus pulsiones más primarias, aquí no sólo su protagonista sino también quienes la rodean –como siempre en Dumont, todos actores no profesionales, de rostros inolvidables– son capaces de reflexionar muy articuladamente sobre sus acciones. En particular Nassir, un inmigrante palestino tan devoto del Islam como Céline de Jesús, con quien la adolescente se embarcará en una suerte de cruzada terrorista ecuménica. “Estoy lista”, le asegura Céline a Nassir cuando, después de un viaje de formación a Palestina, un rayo de sol ilumina sorpresiva, milagrosamente su rostro. Cada uno a su manera, pero sobre todo muy especialmente Céline, han erotizado a tal punto su experiencia religiosa, que cuando a ella se le acerca un muchacho llamado Yassmine, lo rechaza con un argumento inexpugnable: “Sólo existo para Cristo, no quiero que nadie me mire salvo El”. Sin embargo, se diría que el cine de Dumont no es estrictamente religioso sino que, en todo caso, se interesa por aquello que es sagrado en el hombre y por la capacidad metafísica del cine de abrazar una verdad interior. A su vez, que el film acompañe a Céline hasta sus últimas consecuencias no implica necesariamente que comparta sus ideas, sino, en todo caso, que intenta comprenderlas. En un momento en el que los fanatismos religiosos se pronuncian de Oriente a Occidente y atraviesan todas las clases sociales, Dumont busca una explicación a sus manifestaciones más extremas. A diferencia de La cinta blanca, de Michael Haneke, que busca las raíces de la intolerancia en el pasado, Hadewijch es un film en puro tiempo presente, que se atreve a trascender los aspectos más anecdóticos y banales de la realidad. En este sentido, es clave un personaje casi mudo, algo así como “el inocente del pueblo”, un joven trabajador cuyo rostro tallado en piedra delata un pasado lumpen, un feo que admira tácitamente la belleza de Céline y que tendrá la oportunidad de salvarla, tanto en un sentido físico como espiritual. Film de extremos, que pasa del centro de París a la periferia, de lo terrenal a lo espiritual, del Bien al Mal, Hadewijch –el título alude al convento convertido por Céline en su refugio– es también una reflexión sobre el cine a través de la teología. Cuando Nassir habla de lo visible y lo invisible en la acción divina no se puede dejar de intuir que Dumont también está hablando de aquello que todavía es capaz de expresar el primer plano de un rostro desnudo. Hay en esas palabras una suerte de espejo de su medio de expresión, como si Dumont –en una ambición que hacía tiempo parecía resignada por el cine– volviera a preguntarse por la ontología de lo real.
Sobre el mal contemporáneo La singularidad del cine de Bruno Dumont (1958, Brialleul, Francia) radica en una serie de rasgos que lo revelan como un gran observador de ciertas patologías que afectan socialmente y cuyo origen se encuentra, con frecuencia, en el desafecto y la falta de comunicación. Así ocurría con La vida de Jesús (1997), donde una violación descubría el símil entre la carencia y la brutalidad; en La humanidad (1999), donde el crimen de una niña ponía a jugar una ilógica concatenación de hechos y personajes; en la más reciente Flandres (2006), en la que las guerras actuales en las que participan los europeos evidencian, en línea correlativa, los bajos instintos de jóvenes desamparados. Un cine, el de este realizador francés, que apunta a hurgar en el malestar de la cultura, a probar que la racionalidad moderna está cribada por oposiciones que los sistemas políticos no hacen más que alentar con insistencia, hacia adentro y hacia afuera, en operaciones violentas e irracionales. Por ese lado puede ubicarse a Entre la fe y la pasión, en la que una jovencita perteneciente a la alta burguesía francesa –con padre funcionario y madre que puede intuirse en alguna fundación benéfica– se apasiona denodadamente por la figura de Cristo, desde su lugar de novicia en un convento primero, y en la práctica fundamentalista y terrorista –ya desde el Islam– después. Pero, por este lado, cabría una pregunta acerca de este último opus, ya que aquí parecerían acentuarse algunas aristas de estas cuestiones; en definitiva, ¿se trata de un film político o de uno místico? A tono con su obra anterior en cuanto a tratamiento, con muchos primeros planos, encuadres contemplativos, una dinámica que expresa a partir de tiempos laxos, protagonistas que se encienden en su laconismo, Entre la fe y la pasión se vincula más con la lógica de la pasión desenfrenada que sin solución de continuidad puede convertirse en locura, plena de caracteres radicales y atávicos, que con un planteo en el que se interprete alguna coordenada sociopolítica como imagen del mundo en donde se desarrollan los sucesos. Desde aquí es, entonces, un film más místico que político; sin embargo, como todo cine es político, Entre la fe y la pasión puede verse también como una puesta en acto de los desajustes que las acciones de gobierno (las más políticas de todas) provocan en sus ansias de dominación cuantitativa. Los personajes de origen árabe son mostrados como el callo en el corazón de la metrópoli, en sus efímeras rapiñas o en su peligrosa propagación fundamentalista y en su práctica militante; la muchacha tan profundamente abrazada a su idea de amor místico hacia el supuesto hijo de Dios –que resulta hasta demasiado para las mismas autoridades del convento–, con padres ausentes en sus puestos de piezas de la sospechosa democracia francesa, y la relación de empatía entre los aparentemente opuestos, el cristianismo y el Islam, trazan cabalmente los rasgos de naturaleza política del relato. Pero estos planteos que encubren un fuerte dispositivo destructivo –en un sentido posible del fin de la Humanidad– están anclados en el fanatismo como la más riesgosa de las oscuras prácticas contemporáneas. El fundamentalismo de Céline, su salvaje sensibilidad hacia ese Dios ausente, es puesto en acción a través de su contacto con el dirigente musulmán –hermano de quien la introduce en ese mundo–, quien verá en el ensimismamiento de la joven (estar enamorada de Cristo y sufrir por ser humana) la devoción necesaria para convertir la fe en acto; de allí al atentado, al cauce que pueden adquirir esos desquicios, habrá un solo paso, o varios, si se tienen en cuenta sus conversaciones crudas con el predicador, en las que expone su éxtasis como sufrimiento, y su estadía en Medio Oriente, durante la que declara su dignidad religiosa que la hará obedecer los mandatos de Dios (ya no importa si el cristiano o el musulmán). Es en esta clave, entonces, en la de las semejanzas por detrás de las diferencias de las religiones, en la inspiración hacia el desatino que conllevan sus atributos fanáticos, donde Entre la fe y la pasión parece asumir y evidenciar las trágicas posibilidades de un misticismo irrefrenable; pero también el film de Dumont, acentuando su rigurosa y ascética puesta en escena –aunque él lo niegue, esta obra debe mucho a Bresson–, consigue resaltar la violencia implícita de un sistema que hace de la desprotección y la falta de afecto –sociales, familiares– el barro cenagoso donde asienta su idea moderna (al menos desde la Revolución Francesa) de que naturaleza y cultura son imposibles de articular, y cuya omnipotencia puede verse tranquilamente como una forma de suicidio. Un film místico y un film político, porque la religión hace política para detentar su poder. Párrafo aparte merecen los encuadres que formula Dumont sobre los rostros, especialmente los que hace sobre el de Céline, que remiten a toda una tradición en el cine, pero que aquí es inevitable verlos en paralelo con los que Dreyer practica a Renée Falconetti en la no menos mística La pasión de Juana de Arco (1928).
La piel y el espíritu La quinta película de Bruno Dumont carece de violaciones y de escenas de sexo desublimadas, y no transcurre en ningún pueblo rural de Francia acechado por el nihilismo. Aquí, el escenario es París y sus suburbios, y si bien la violencia, cualidad natural y leitmotiv de sus filmes, está difuminada en todo el relato, Hadewijch es su filme más piadoso, tal vez porque en última instancia su tema es la gracia divina. La hija de un diplomático y aristócrata francés vive una experiencia extrema de abnegación religiosa. El Altísimo es su único varón, y su renuncia militante resulta sospechosa para una congregación de monjas en donde Céline parece sentirse más cómoda que en la mansión familiar. La novicia impenitente será enviada al mundo secular para que encuentre allí, eventualmente, las señales del Señor. No es un destino deseado para quien se identifica con una poetisa y mística del siglo XIII, Hadewijch de Antuérpia. Así conocerá a un joven árabe cuyo hermano mayor se dedica a descifrar en el Corán uno de los misterios de las grandes religiones: la noción de lo invisible. Dios está presente en su ausencia, dice el exegeta (y secreto guerrero), aunque también la justicia está ausente, y es allí que Dios deviene en lanza o dinamita divina. Una explosión inesperada no muy lejos del Arco de Triunfo, precedida de un viaje breve a Oriente, permite pensar que la angelical Céline es capaz de inmolarse, si Dios así lo dispone. Quien cree no cree que cree; su creencia es evidencia y un presupuesto inconsciente que orienta la percepción y la acción. Perversamente ecuménica, Hadewijch no solamente funciona como un estudio del psiquismo religioso y su propensión al delirio, sino que además es un bellísimo retrato del sensualismo metafísico. El cuerpo es un receptáculo del alma y una superficie de deseo. La piel blancuzca de Céline es un objeto de deseo, aunque la máxima expresión de erotismo es fraternal. Un personaje absolutamente secundario confirma con su aparición casi milagrosa en el desenlace que Dumont es un exponente actual de lo que Paul Schrader denominó estilo transcendental. Es una escena inolvidable: dos cuerpos entrelazados y algunos acordes de La pasión según San Mateo de Bach funcionan como un homenaje a Mouchette de Bresson y parecen materializar la tesis de Schrader. Es un plano que trasciende a la película y que permanecerá en la retina por algún tiempo.
Planteo subliminal denso y reflexivo sobre la fe y sus limites “La fe y la pasión” se refiere a una joven novicia obsesionada por la fe hasta llegar a un castigarse sin limites. La narración sigue el proceso de una joven, de origen burgués católico, recluida en un convento. Se pasea por los jardines desabrigada, no come, debilitada, muy delgada, su alimento se lo arroja a los pájaros, y nunca se separa de un rosario. Incondicional en su amor a Dios, con quien dice dialogar, aguarda el momento de convertirse en monja. Por sus extrañas actitudes la Madre Superiora se ve obligada a expulsarla, por lo que retorna al seno familiar. Consecuentemente, vuelve a ser la joven parisina Celine, hija de un ministro francés, con padres ausentes, habitando en la mansión de su familia, lugar tan sombrío como el convento. En una de sus incursiones por el pueblo conoce a dos jóvenes palestinos, uno de ellos fanático religioso como ella, pero de creencias en principio muy distintas. Yessine comienza a ejercer influencia sobre Celine, desde su posición fundamentalista, a punto tal de resolver huir con ellos hacia Medio Oriente, donde, sin perder sus convicciones, integra un grupo terrorista participando de un violento atentado, forma diferente en la búsqueda de la redención, y también, según su apreciación, servir a Dios aún desde el extremismo. El relato implica un desarrollo lineal y dramático, que en su análisis afloran momentos de ingenuidad, agresividad, sexualidad, además de un misticismo que de inocencia pasa a ser fanatismo. Es una historia sencilla, no exenta de cierta poesía, a la vez que compleja y reflexiva, muy bien desarrollada en el guión y realizada con delicadeza en el relato y densidad expositiva por parte de un realizador, quien hace pesar la atmósfera reinante y el planteo psicológico de los personajes. Julie Sokolowski cumple una excelente labor, su rostro es tan expresivo que aporta toques justos a Celine, poniendo de relieve sus padecimientos, su vida confusa y vacía volcada ciegamente en la fe católica, La puesta en escena, la fotografía de Yves Capes y la música gravitan en el ánimo del espectador trasmitiéndole las fuerzas entremezcladas del bien y del mal. Obra sumamente densa e interesante respecto de la cual cada cinéfilo llegará a las conclusiones, conforme su lectura e interpretación de los hechos y las situaciones propuesta por sus responsables.
El cine de Bruno Dumont remite por su fisicidad al de Robert Bresson: nunca los rostros de la gente pueden ser más expresivos sino cuando uno tiene el suficiente tiempo para contemplarlos y aprehender la autenticidad que nos transmiten, aquello que escapa a la mirada cotidiana. Baste recordar a Pharaon de Winter (el policía que encarnó Emmanuel Schotté en La humanidad) oliendo a los sospechosos para comprender el alcance de esta cuestión que de alguna manera une lo carnal con lo sagrado. Pero HADEWIJCH no se queda ahí; también recuerda a Bajo el sol de Satanás, la película de Maurice Pialat basada en la novela de George Bernanos, aquel escritor que inspirara a Bresson para Diario de un cura rural. Y se parece en que aquí lo divino deviene en perturbación fundamentalista, porque Céline/Hadewijch se ampara en la fe para expresar su inconformismo frente a la sociedad, para legitimar su locura extática o para aprender a cantar como una sirena cuando se acerque un navegante. Algo así fue Hadewijch de Amberes, una poetisa mística del siglo XII, con su desmesurado amor a Dios. Y así está el mundo que no nos damos suficiente cuenta hacia dónde nos dirigimos, nos dice abrupta, explosivamente Dumont, sin religiosidad ni discursos. Por eso HADEWIJCH es tan violenta, tan cercana, tan pasmosa, porque los salvos son los pecadores, y los pecadores son los únicos que observan el mundo con una mirada inocente y resignada.
Una experiencia religiosa El tiempo de las vacaciones infantiles ya llegó y las carteleras cinematográficas de los grandes complejos presentan un panorama desalentadoramente monótono, dividido entre el oscurantismo frívolo y pretenciosamente pop de Eclipse, y el melodrama telenovelesco de La última canción (hasta ahora lo único que se salva es la tercera parte de Toy Story). Ambos filmes constituyen extraños (y perversos) modelos de vida para los adolescentes e infantes modernos, cuya subjetividad se ve bombardeada por imágenes de cuerpos esculturales, rostros similares y conciencias vacías, absolutamente desligadas del mundo en que vivimos. Se trata de una educación cinematográfica y también política para nada inocente, que va moldeando un tipo de conciencia específica, capaz de contemplar un solo gusto y de concebir un único estilo de vida, por más que las realidades de este sur del mundo sean inconmensurablemente distintas. Lo cierto, en todo caso, es que los desvelos y las realidades de la vida adolescente suelen estar bien lejos de lo que reflejan estos filmes, por más hegemonía cultural hollywoodense que exista en el mundo. Así como que el buen cine no se suele encontrar en los grandes complejos cinematográficos. Para muestra, basta reparar en el tercer estreno de la semana, presentado únicamente en el Cine Teatro Córdoba de la calle 27 de abril (por lo que ya se encuentra fuera de cartelera, aunque próximamente se podrá encontrar en los videoclubes), un filme capaz de hundirse verdaderamente en la adolescencia y mostrar otros modos de existencia, no menos polémicos por cierto. Se trata de la última película de Bruno Dumont, un cineasta reconocido en los mejores festivales del mundo, acaso uno de los pocos descendientes directos del gran Robert Bresson, y cuya obra (aún más su personalidad) ha tenido siempre la capacidad de generar pasiones, tanto en contra como a favor. Lo cierto es que con Hadewijch (traducida como Entre la fe y la pasión), el director de La vida de Jesús y Flandres (ésta última editada aquí por el sello 791CINE), compone una de sus películas más accesibles y al mismo tiempo más urticantes, de mayor actualidad, pues aborda el fanatismo religioso y el fundamentalismo concomitante. Su protagonista es una adolescente de clase alta que siente un fervor religioso extremo. Pese a su entrega absoluta a Jesús, la joven Celine (Julie Sokolowski, de gran expresividad) será expulsada de la orden religiosa que integra precisamente por su comportamiento extremo, que incluye no alimentarse y no abrigarse en el crudo invierno. La joven deberá regresar así al mundo secular, a la exclusiva (pero no menos fría) mansión de sus padres en el centro parisino, y a una existencia que vislumbrará cada vez más asfixiante ante lo que percibe como una lejanía de su contacto con Dios, al que vislumbra como único dueño, tanto de su alma como de su cuerpo. Ya en París, conocerá a un joven palestino que primero pretenderá cortejarla, luego se convertirá en su amigo, y finalmente la acercará a un grupo islámico que no hará más que potenciar el fanatismo de Celine, capaz de concebirse ahora como un “soldado del señor”. No hay sin embargo juicio alguno ni tampoco bajadas de línea en Hadewijch; más bien lo que pretende Dumont es entender la experiencia mística y relacionarla con la soledad de la adolescencia moderna: Celine es un ser a la deriva, escindido entre su ideario religioso, su vacío existencial y los impulsos de su cuerpo. De allí que su experiencia religiosa adquiera progresivamente un tinte cada vez más erótico, mostrando cómo las religiones obligan a sublimar el deseo en Dios. Hadewijch deviene entonces en un estudio detallista de la religiosidad, que consigue explorar tanto sus costados más sublimes como los más atroces, aunque siempre con sumo respeto, hasta se diría con ternura en relación a los personajes. Formalmente delicada, la película hace gala en su puesta en escena de un ascetismo propio del tema que aborda, y la estructura general alterna hermosísimos planos generales de la campiña francesa con planos cercanos al rostro y el cuerpo de Celine, dándole un curioso tono donde se impone la materialidad de los sujetos, traduciendo acaso aquello que se mueve en el interior de ése cuerpo en rebeldía. Esa rara belleza formal remite directamente al cine de Bresson, con quién esta película mantiene un diálogo indiscutible, ya que puede entenderse como una relectura de Mouchette (1967), aquella genialidad del director francés. Por Martín Ipa