"Faust" es una película que podría catalogarse como una anti-adaptación del material original, ya que, si bien presenta un relato que respeta su espíritu, desarrolla todo lo que la misma desprecia y va olvidando poco a poco. Un relato incisivo, cruel, gráfico y emocionante. Una cinta larga (su duración estimula y crea esa sensación de padecimiento muy bien lograda por el director) y muy bien actuada. Una personal y gran obra sobre la maldad del hombre y sobre una particular deuda de vida con el Diablo.
Alma mía, mía El mítico pacto con Mefistófeles narrado por el escritor alemán Goethe en Fausto es la historia elegida por el cineasta ruso Aleksander Sokurov para dar cierre a su tetralogía sobre el poder y las ambiciones humanas que comenzaran con el film Moloch (1999), luego con Taurus (2001) y El Sol (2005), todas ellas para retratar las figuras de Lenin, Hitler e Hiroito, líderes políticos que ambicionaron el poder hasta decir basta. En este caso particular si bien no hay una figura histórica de peso, la premisa que se inspira libremente en los textos del recién citado escritor alemán resalta a dos personajes que llevarán la carga dramática sobre sus hombros durante el desarrollo de las casi dos horas y media de película donde la belleza estética y cinematográfica de encuadres preciosistas contrasta con una fealdad manifiesta en sintonía con las oscuras intenciones del doctor Fausto (Johannes Zeile) que vende su alma al diablo, mejor dicho a un emisario del propio Satanás (Anton Adasinskiy) para obtener por un lado el amor de Margarita, una joven a quien el propio doctor le asesinó a su hermano y por otro a la eterna juventud a pesar del costo que eso puede significar. En la primera secuencia donde la cámara desciende desde el cielo hacia la tierra queda planteada entre cadáveres la primera de las preguntas que el film no podrá responder: ¿existe el alma? Para el doctor Fausto el interrogante es el motor de su experimentación, tanto en el campo de la medicina como en el terreno de lo filosófico. Sin embargo, en esa Edad Media donde se contextualiza la película, la muerte, la enfermedad y el hedor de cuerpos que caducan y perecen -como las ideas- ocupan el centro de todo y amenizan un largo camino en el que el protagonista y su acompañante, enviado por Lucifer para tentarlo, intercambian pareceres y se debaten dialécticamente entre los placeres terrenales de la juventud y el sin sentido y la futilidad de la vida. Solamente la película de Sokurov encontrará su público en aquellos que conozcan sus anteriores trabajos como El Arca Rusa o Madre e Hijo por citar los más conocidos pero podrá resultar realmente tediosa si se la reduce meramente a la adaptación de la novela de Goethe o si se la toma de manera literal sin capacidad de abstraerse y dejarse llevar por sus imágenes; perturbar por sus monstruos y reflexionar por sus ideas filosóficas y su carácter de ensayo sobre la condición humana en todo su esplendor.
Cierre a toda orquesta Con su notable versión (reinterpretación) del Fausto de Goethe, el ruso Alexander Sokurov cierra de la mejor manera su denominada Tetralogía del poder que iniciara en 1999 con Moloch (sobre Hitler) y continuara con Taurus (sobre Lenin) y con El sol (sobre Hirohito). Mi sensación personal era que el cine de Sokurov -siempre valioso, virtuoso, fascinante, riguroso, solemne y ambicioso- estaba dando algunas señales de reiteración e incluso de agotamiento. Con Fausto, siempre fiel a esa apuntada esencia de su arte, consigue una película mayúscula, poderosa, que mantiene el esplendor visual (es extraordinario el trabajo en digital del director de fotografía francés Bruno Delbonnel tanto en los planos fijos con imágenes anamórficas como en los planos-secuencia), pero le suma una dramaturgia, un sentido del movimiento, del tiempo y del espacio que supera con holgura los resultados de los tres films anteriores. Decir que cada plano de Sokurov es una obra de arte en sí misma es -a esta altura de su trayectoria- casi un lugar común. Pero lo ciertos es que hay pocos cineastas vivos con la capacidad de darle a cada imagen un peso y una significación como lo hace el creador de El arca rusa y Madre e hijo. Aquí, trabajando en alemán y con un gran despliegue de producción en locaciones de la República Checa, Sokurov construye la tragedia, el descenso a los infiernos de Fausto (Johannes Zeiler), ese hombre inteligente y enamorado que termina firmando un pacto de sangre con el manipulador Mefistófeles (Andon Adasinsky) con tal de satisfacer sus deseos. Cuesta un poco ingresar en la propuesta (exigente, ardua por momentos) de Sokurov, pero cuando el espectador lo hace (como le ocurre al propio protagonista) es imposible salir. Uno queda sumergido, atrapado por la telaraña cinematográfica tejida por un inmenso artista, que está a la altura de un predecesor de la talla de Murnau, quien también se atrevió con el texto de Goethe. Bienvenido, entonces, este regreso a lo grande de Sokurov, merecido ganador del León de Oro en la Mostra de Venecia 2011 por este trabajo. Uno de los últimos estrenos del año. Y uno de los mejores.
Filmar la inmortalidad Alexander Sokurov cierra su tetralogía del poder formada por Moloch (1999), centrada en Hitler; Taurus (2001), sobre la figura de Lenin y El Sol (Solntse, 2005), levantada alrededor de Hirohito, con Fausto (Faust, 2011), una versión libre de la obra de Goethe que entronca perfectamente con los anteriores títulos en su lúcida e hipnótica mirada al bien, el mal y la debilidad humana. Ganadora del León de Oro en Venecia, esta nueva joya del mejor cineasta ruso de los últimos veinte años narra la melancólica existencia de un científico entregado a su profesión pero alejado del contacto con los demás. Su vocación ha terminado por recluirle en su laboratorio y su pesadumbre es la de aquel que no ha querido jamás. Porque de eso va Fausto, de la eternidad del amor, de su abstracta naturaleza y de la imposibilidad de contarlo, lo que le liga a otros grandes ejercicios del momento como El árbol de la vida (Tree of Life, 2011) o Holy Motors (2012), obsesionados, igualmente, con el retrato de un mundo hecho añicos y la búsqueda desesperada de nuestro corazón para reivindicar la condición humana antes del fin de todas las cosas. Con este objetivo, Sokurov se consagra en cuerpo y alma a una realización en la que es capaz de utilizar casi todos los recursos del cine. Su confianza es enorme y se la juega a cada paso con un magistral uso de la voz en off, una fotografía quemada y difusa y la aberración de los planos y su desenfoque. Todo en pos de una experiencia sensorial que evoque nuestro universo, en permanente descomposición. También opta por el formato 1:33 (defendido por Eric Rohmer como la auténtica medida cinematográfica) con el propósito de humanizar una película extremadamente física: la cinta abre con el plano de un pene flácido perteneciente a un cadáver sobre el que se está practicando una autopsia. Así, la decrepitud, la muerte, la caducidad de la carne y, sobre todo, la búsqueda de algo que trascienda la vida terrenal, entran en juego desde el principio del metraje. Un elecouente y deprimente territorio donde los protagonistas (excelentemente interpretados) son representados en ocasiones casi como niños en fragmentos que, estéticamente, pueden recordar a los Caprichos de Goya o a algunos paisajes de Caspar David Friedrich. Todo en un film que narra y contempla a la vez, donde el creador es portador de una voz muy personal presente en cada movimiento de cámara, en el excelente uso del montaje, en cada rima audiovisual (ese cuerpo asqueroso de Mefisto). Y es que Sokurov se ha volcado sobre la obra de Goethe no sólo para reclamar la palabra en el cine cuando ésta ha dejado de significar [lo que le lleva a hacerse las preguntas más elementales (¿qué une a un hombre y a una mujer?)], sino, también, para reflexionar sobre el miedo como el mayor enemigo a la hora de vivir, para rodar los ritos ancestrales de la muerte captando su esencia (tan vieja como la propia existencia), para explorar los límites de la ciencia y la imposibilidad de ser Dios y para reflejar, finalmente, la locura, no del amor sino, mucho más inteligente, de la vida sin ÉL pues ÉL es nuestra única razón de ser. Y sí, como pasa habitualmente con el director ruso, su trabajo tiene algunas lagunas narrativas, es claramente irregular, pero, en el peor de los casos es muy interesante, en el mejor, sencillamente espectacular y, por lo general, magnífico y apasionante. Porque hay conceptos que nunca dejan de ser actuales, que viven por siempre en los textos escritos a lo largo de la historia de la humanidad y ahí está Sokurov, como el gran cineasta/humanista que es, para dar voz a esta realidad a través de sus vivísimas imágenes.
Padre e Hijo Si uno indaga en el mito de Fausto, va a encontrar, que la historia del médico, que a cambio de poder y conocimiento le regala su alma al diablo, precede varios siglos a las novelas que Goethe escribió a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Y de hecho, es acaso la historia más popular de la literatura y mitología alemana. Por qué la tragedia de este hombre común, que ha pasado de ser un oscurantista a un doctor escéptico y ateo sigue interesando a las nuevas generaciones de narradores no es un misterio. Tanto el mito como la novela de Goethe hablan de la codicia, del deseo de poder a toda costa, pecado mortal que se paga con la sangre, vendiendo el alma al diablo, y por eso mismo, el realizador ruso Alexander Sokurov decide cerrar su saga sobre figuras que terminaron destruidas por su propio poder (Hitler, Stalin, Hirohito) con un cuento clásico, en vez de la dramatización de la vida de personajes del siglo XX. Acaso Fausto, resume poéticamente todo lo que Sokurov ha demostrado en las anteriores películas, pero consiguiendo una autonomía cinematográfica que sitúa esta adaptación en un extraño lugar de su filmografía. Parece que han quedado lejos las épocas en las que el director se animaba a experimentar con las primeras cámaras digitales que salían al mercado, desvirtuaba la imagen y narraba pequeñas, pero poderosas historias sobre madres o padres e hijos. Cuentos, donde el atractivo pasaba por generar un clima, por convertir el cine en un lienzo lleno de colores con personajes vivos, cálidos, identificables. Esa novedosa estética minimalista, pero al mismo tiempo de una belleza indescriptible fue (bien) imitada por realizadores argentinos como Inés de Olivera Cézar o Gustavo Fontán. Sin embargo, el realizador ruso se dejo tentar por el lado oscuro del séptimo arte y se agrandó. Ya desde El Arca Rusa, podíamos ver que a Sokurov le gusta la grandilocuencia y Fausto lo confirma. Fausto es completamente excesiva, es grotesca, es épica, es cínica, pero también es hermosa, poética y crítica. Es pretenciosa y ambiciosa en todo sentido. Sokurov decide llevar al protagonista a un viaje de ida que se convierte en el mismo que hace el espectador. Fausto busca el alma. Su incredulidad y deseo son lo que lo llevan a firmar el famoso pacto con este ser que Sokurov lo pinta deforme y monstruoso desde el primer minuto que aparece. De hecho, toda la pintura barroca de la Alemania campestre de principios del siglo XIX es grotesca, horrible, miserable y apocalíptica. Fausto pone en duda sus creencias y cuánto más se fascina con Margarita, menos cree y menos culpa asume por sus “pecados”. Mauricius (Mefisto) le muestra al protagonista los placeres a los que puede acceder y también lo involucra en un crimen. De esta forma, también se trasforma en una suerte de conciencia y el Fausto del film adquiere una culpabilidad similar al personaje de Raskolnikov de Crimen y Castigo. Lo religioso y profano entran en escena en forma completamente corrupta y la pureza está representada en la figura de Margarita. El micromundo que crea Sokurov es realmente fascinante, admirable en los detalles de escenografía, vestuario y maquillaje. La fotografía de Bruno Delbonnel es clave en la degeneración de la realidad, transformando los espacios en sitios casi oníricos, deformando las figuras con lentes – similares a los de Madre e Hijo – y teniendo una gran variedad de colores que van rotando por escenas – verdes, azules, amarillos, grises – hasta llegar al impresionante y desolador final. Al borde del absurdo, Johannes Zeiler y Anton Adasinsky, logran dos interpretaciones fascinantes, netamente expresivas, que si bien no transmiten empatía o calidez, en su horrible retrato resultan atractivos. Ambos, además conforman una pareja donde se va generando una tensión casi familiar, un duelo de poderes, que se vuelve casi humorístico. Sokurov acierta en aplicarle a la película varias dosis de humor negro para no volver tan solemne el relato. Definitivamente no es un film de “qualité” más y el agregado de escenas bizarras, casi gore, lo confirman. Se trata de una propuesta arriesgada desde el comienzo, donde una gran panorámica nos presenta el pueblo donde sucede la acción como si fuera una historia épica de Hollywood. Sin embargo, después de una interesante introducción de los protagonistas el film cae en un gran número de diálogos innecesarios y discursivos que le restan ritmo a la película. Aun cuando solo dura un poco menos de dos horas y media, pareciera que ya estamos ante un obra mucho más extensa, dado que las escenas se extienden demasiado y algunas situaciones podría haberse simplificado un poco. Más allá de esto, Sokurov no defrauda y no termina siendo devorado por su propia criatura. El mito sigue vivo, y una vez más el infierno está tan encantador…
Sokurov pretende dar su visión personal acerca del mito del célebre hombre que vende su alma al diablo en esta nueva película que se estrena comercialmente en Buenos Aires. En esta película Sokurov pretende dar su visión personal acerca del mito del célebre hombre que vende su alma al diablo. En la literatura fue Goethe quien llevó a cabo magistralmente esta tarea. En la obra de Goethe aparece reflejada la contradicción presente en la humanidad entre los impulsos irracionales -entre ellos los sentimientos en su faceta más cruda pero también las interpretaciones y codificaciones de la religión, la magia y el arte- y la Razón ponderada por la modernidad como medio privilegiado de acceso a la verdad. Los sentimientos caóticos y el oscurantismo son representados por Mefistófeles; Fausto, por el contrario, es un personaje dual e internamente desgarrado por una tensión en apariencia irresoluble, recordemos que Fausto es un hombre versado en las ciencias y como tal aspira al ideal del conocimiento verdadero, pero en tanto que ser humano también desea una felicidad más terrena y sensual hasta el punto de vender su alma al diablo para alcanzarla, el gran tema de Goethe es la resolución de la tensión por medio de la redención de Fausto, de la salvación de su alma. En el film de Sokurov el diablo es un ser moralmente mezquino y físicamente maltrecho, más cercano a un usurero capitalista que a aquel fascinador artista del engaño ideado por Goethe; Fausto también dista del romanticismo idealista que caracterizó al héroe goetheano, él sospecha que no hay vida ni recompensa eterna, entiende que su vida es tiempo. Equiparándose al diablo termina por transformarse en un embaucador y un comerciante; la mercancía que se negocia es el tiempo que a cuenta gotas le roba a la hora de la muerte. En la obra goetheana la importancia de la temporalidad no es tan grande, conforme a la concepción cristiana, la finalidad del tiempo es su propia aniquilación, su vuelta a la eternidad; de ahí que se torna tan importante salvar el alma. Por el contrario, en la modernidad se transforma en la materia prima del trabajo humano pasible de ser medido, controlado, vendido o comprado. En este sentido podemos decir que en la película la relación entre Mefistófeles y Fausto deviene negociación capitalista: el diablo lucha por acortar la vida de Fausto, por robarle su tiempo; Fausto por dilatar la espera que llevará a la consumación del placer, y así extender su existencia. En la película también hay referencias a la forma en que la ciencia y la técnica mutilan el cuerpo, con el amor reducido a la sexualidad y esta última a pura genitalidad -las imágenes de un pene colgando de un cuerpo muerto al comienzo de la película y la exposición de la vagina de Margarita hacia el final son ejemplos de dicha reducción- cualquier encuentro profundo entre un hombre y una mujer queda imposibilitado. Todo esto hace de Fausto una película un tanto desoladora quizás un signo de los tiempos, a diferencia de la obra de Goethe, donde los momentos oscuros eran transitorios y el sufrimiento tenía como finalidad la salvación del alma. Por último y en relación a los recursos específicamente cinematográficos Sokurov opta por exacerbar el elemento visual; no es que la película carezca de diálogos -éstos son más bien internos del protagonista consigo mismo y hay muchos parlamentos destacables- sino porque las imágenes son tan potentes que bastan para representar por sí mismas las tensiones en el alma de Fausto.
Cuídate de los infelices Dirigida por Alexander Sokurov, probablemente el mejor director ruso de estos tiempos, la película es una adaptación libre de la obra de Goethe. Una reflexión filosófica, no una adaptación literal del libro. Fausto (Johannes Zeiler) es un hombre sabio, pero insatisfecho porque es consciente de la limitación del conocimiento, y en eso radica su infelicidad. La cámara desciende desde el cielo, y nos encontramos a Fausto y a su ayudante, diseccionando un cadáver, en su dialogo surge la primera pregunta: “¿existe el alma?”. De ahí en mas, estamos al lado de Fausto, viviendo lo tortuoso de su insatisfacción, su búsqueda, sus preguntas, y el camino que recorre junto al diablo (Andon Adasinsky) , en el que se engañan mutuamente, se mienten, se odian y se necesitan. Hasta que llevado por el deseo, Fausto firma el pacto con sangre. Como en todo el trabajo de Sokurov, la estética tiene un enorme peso. Desde la primera escena, la película tiene la oscuridad y el contraste de una obra de Rembrandt. Toda la historia esta armada en forma casi pictórica, con un uso excelente del claroscuro y la distorsión, logrando una estética cruda, oscura y hasta grotesca, para representar la atmósfera opresiva en que se desarrolla. Sumado a eso, la recreación de época es excelente; cuidada hasta en el más mínimo detalle, logra definir el carácter tortuoso de los personajes. La música es exquisita, y tiene una mezcla de sonidos incidentales con voces en off, como si las voces del inconsciente se mezclaran con la realidad, representando las dudas y la ambivalencia de Fausto. La dirección es magnifica, y las actuaciones están a la altura, los protagonistas son notables, y también se destaca Georg Friedrich como Wagner, el tortuoso ayudante de Fausto. Por momentos podríamos decir que resulta un tanto retórica y redundante. La película es densa, no es fácil de llevar, ni accesible, pero en algún momento, sin darnos cuenta estamos sumergidos en la historia, padeciéndola junto al protagonista, con ese inconformismo de quien comprende mucho, pero no puede comprenderlo todo.
Nunca pensé encontrarme con el Diablo El director de “El arca rusa” cierra su Tetralogía del poder con su relectura del clásico de Goethe, hipnótica y desafiante. Hace nueve años se estrenaba en la Argentina una película que iba a dividir las aguas con respecto a la repercusión del cine arte en nuestro país: era El arca rusa , de Alexander Sokurov, que vieron 165.000 espectadores. Ninguna otra producción de Sokurov alcanzaría tamaña expectativa, pero para quienes no habían visto Madre e hijo , el apellido del realizador ruso quedó marcado a fuego, emparentado con un cine sin concesiones de ninguna índole, difícil, ampuloso, atrapante y sobrecogedor. Con su Fausto , Sokurov cierra la que ha denominado la Tetralogía del poder, que empezó con Mo loch (1999), sobre Hitler, y continuó con Taurus (2001), sobre Lenin, y El sol (2005), sobre Hirohito. Tomar el personaje de Goethe y hacer su propia relectura, e integrarlo a ese grupo de figuras históricas, reales y potentes, ya era un desafío. Pues bien, el Fausto de Sokurov también ahonda en la naturaleza del poder; antes, el realizador hablaba de la decadencia; ahora, en el comienzo de lo que el Dr. Fausto cree que puede lograr. La película arranca con una toma desde el cielo, la cámara atravesando las nubes en un prodigio digital, hasta llegar a la habitación en la que el doctor Fausto (imponente Johannes Zeiler) examina las entrañas de un cadáver hediondo, al que le realiza la autopsia, con un pene en primer plano. No es poco: descubriremos que Fausto niega que pueda existir el alma, pero que sucumbirá ante las ofertas del Diablo. Fausto es la concreción del ideal renacentista. Su intelectualidad no es suficiente, y no puede (¿no lo deja?) contentarse con lo que tiene. Y, claro, sucumbe... como cualquier mortal. El Diablo es corporizado en un viejo, un usurero deforme. Hay una lucha constante entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad, que el director de fotografía Bruno Delbonnel ha sabido plasmar (hay, sí, claro, grandes plano secuencias). Es sorprendente cómo el universo que iluminó en Amélie pueda transformarse en la sordidez de Fausto . Y cómo el indistinto uso de lentes logra la plasticidad que ama Sokurov, quien si puede ser muy amigo de los monólogos largos, como buen cineasta que es, le encanta contar en imágenes. Con sus atmósferas recargadas y angustiantes, sus climas de agobio, Fausto es como una ópera horrorosa, observando el patetismo humano, con un envoltorio bien barroco. Y es tan hipnótica como capaz de distanciarnos.
Riesgos de la genialidad austo (Faust, Rusia/2011; hablada en alemán). Dirección: Alexander Sokurov / Guión: Yuri Arabov, Alexander Sokurov y Marina Koreneva / Fotografía: Bruno Delbonnel / Edición: Jörg Hauschild / Música: Andrey Sigle / Elenco: Johannes Zeiler, Anton Adasinsky, Isolda Dychauk, Georg Friedrich, Hanna Schygulla, Antje Lewald / Distribuidora: Zeta Films / Duración: 140 minutos / Calificación: sólo apta para mayores de 16 años. Nuestra opinión: buena El ruso Alexander Sokurov ha logrado dos éxitos (en escala) en la Argentina: Madre e hijo , en 1999, y El arca rusa , en 2003. También ha tenido una importante presencia en festivales: Mar del Plata, Bafici, DocBsAs. Es, dentro del circuito del cine no masivo, un autor fundamental, conocido y reconocido con premios y elogios. Una de sus mejores películas, Moloch (1999) -impresionante y subyugante retrato de algunos días de Eva Braun y Adolf Hitler-, fue el inicio de su tetralogía sobre el poder. Luego vinieron Taurus (sobre Lenin) y El sol (sobre Hirohito). Fausto , ya no con base histórica sino apoyada en la literatura y en la leyenda, es el cierre. Como ocurría con Honor de cavalleria , de Albert Serra, y El Quijote , Fausto es una adaptación intersticial, o un conjunto de notas al pie, o de lupas puestas en los lugares menos nucleares de la obra de Goethe. Lejos de ser el mejor Fausto cinematográfico (ese honor muy probablemente sea para el de Murnau de 1926), la de Sokurov es una película abrumadora, excesiva, una afirmación autoral sin medias tintas. Algo falla, sin embargo, y una propuesta que podría haber sido violentamente hipnótica y arrebatadora está desarticulada y desarmada y -ya que hablamos de Fausto - desalmada. El alma, que es lo primero que se busca en una escena inicial gore (es decir, con vísceras bien visibles), no está en este Fausto : al trabajar lateralmente sobre el relato del pacto con el diablo (la tragedia se convierte por momentos en una negociación burocrática), la película no encuentra la moral ni el deseo de los personajes, que a veces son hasta una molestia, ejecutantes de movimientos casi teatrales entre decorados y paisajes sublimes. Luces y sombras La gran fortaleza de la película es, y esto es muy notorio, su imagen: el trabajo con la luz de Sokurov y el director de fotografía francés Bruno Delbonnel ( Amélie, Sombras tenebrosas, Harry Potter y el misterio del príncipe ) es de altísimo nivel. Hay una riqueza deslumbrante en ese aspecto: toda sombra y toda luz, y todas sus combinaciones, parecen haber sido pensadas, planificadas y ejecutadas en pos de la maximización del impacto estético. A veces ese impacto se basa en la belleza, a veces en el asco (ésta es una película que parece querer hacernos sentir los olores de un poblado alemán de hace varios siglos, y se habla mucho de "lo fétido"). Pero más allá de los usos del poderío visual, lo cierto es que en ese sentido Fausto es una película brillante: la luz entre el vapor y el agua con las mujeres lavando, el bosque plateado luego del entierro en el cementerio y las imágenes de Margarete en encuadres, colores y formas que remiten a pinturas de Vermeer son sólo algunos ejemplos del lujo visual de la película. Esas y muchas otras imágenes son memorables y están entre las de mayor esplendor de este año de cine; el problema es que Sokurov procede mediante una narrativa arenosa, no sólo sin fluidez sino basada en diálogos y más diálogos que no se encarnan en personajes fuertes o vitales. La ambición de grandeza de la película queda sin concretarse, empantanada en su propia lateralidad, en los bordes de la farsa en la actuación (las peleas son notoriamente torpes) y en una narrativa que, en su decisión de no mirar de frente al mito por tenerlo demasiado aprendido, se deshilacha. Las impresionantes imágenes de la película merecían un destino memorable, merecían integrarse en una narrativa igualmente grande, menos desdeñosa, más acorde con la claridad del principio (de la belleza eterna del paisaje a la finitud y decrepitud humanas) y con la amplitud del paisaje final (hasta la imagen se ensancha). Sí, Sokurov es un director genial. Uno dispuesto a ahogar el destino de grandeza de sus films por su genialidad que, cuando se acerca a la frontera de la megalomanía, corre el riesgo de mutar en autoindulgencia
Buen “Fausto” pero no al nivel Sokurov Con toda sinceridad, esta obra es buena y hasta muy buena, pero decepciona un poco, porque Aleksandr Sokurov, el autor, ha hecho cosas aun mejores y con menos palabras, y también porque, por primera vez en todo su cine, muchas veces se acerca al límite de lo desagradable. El hombre siempre fue un exquisito, un alma sensible de gran sentido estético, pero aquí, bueno, baste advertir que ya la introducción nos muestra en detalle un cuerpo humano medio purulento escarbado por un obsesivo científico del S. XIX. Se trata de una versión libre muy lejanamente inspirada en el «Fausto» de Johann Wolfgang Goethe, cumbre del romanticismo entendido en su sentido original, y el «Doctor Faustus» de Thomas Mann, alegórica descripción del ser alemán capaz de dejarse convencer por el nazismo en su afán de absoluto. En este caso queda claro que el hombre de estudios pacta con el Diablo no tanto para seducir a la muchacha, sino por un angustiante anhelo de conocimiento científico y moral, y que el mayor riesgo de ese conocimiento es el abuso de los otros. El camino lo lleva desde su búsqueda del alma dentro del cuerpo humano, hasta el vagabundeo por el lugar más árido, acaso con el propio Diablo (o con su propio diablo) dentro suyo. Y ese demonio no es un hábil y elegante seductor, como se lo representa casi siempre en otros «Fausto», sino un viejo usurero, burlón, deforme, de cuerpo repulsivo y cola de cerdo, como se representaba durante el nazismo a los usureros «de la raza impura». Algo más: acá ni siquiera Margarita se encuentra enteramente limpia de la mugre y la degradación. Lo que pasa entre estos personajes y algunos otros, como un ayudante medio imbécil y varios necios de aldea, parece la llamativa, perturbadora suerte de ilustración de alguna «Metafísica del Mal». Ciertamente, es un explícito y amargo comentario de asuntos ya expuestos implícitamente en tres famosas obras del mismo autor sobre otros tantos buscadores de lo Absoluto: Hitler, Lenin e Hirohito (respectivamente, «Moloch», «Taurus» y «El sol»). Pero, curiosamente, esos hombres terribles que alguna vez habrán tenido buenas intenciones aparecían envueltos en un halo de piedad. El autor les tenía un poco de lástima, provocaba nuestra conmiseración. No es éste el caso, y por algo será. Postdata para rastreadores de Youtube: el Fausto que reclama primeramente a Dios y se preguntá dónde está, no puede apreciarse en esta obra, pero sí, curiosamente, en un admirable videoclip del tango «Tormenta», de Enrique Santos Discépolo, cantado por Rubén Juárez e ilustrado ¡con tomas del «Fausto» de Wilhelm Murnau, 1926! Ese sí que vale la pena (y es de autor anónimo).
En cuerpo y alma Desde su aspecto más espurio, como materia muerta, hasta en su apogeo de juventud y belleza, encarnada por la joven Margarita, el cuerpo es uno de los temas centrales del Fausto de Sokurov. Cineasta inmenso, autor de una obra que abarca tanto ficción como una forma del documental que él llama “elegías” (de las cuales el DocBuenosAires exhibió el año pasado una selección de títulos inéditos en Argentina), el director de El arca rusa no había tenido hasta ahora, sin embargo, un premio de la envergadura del León de Oro de la Mostra de Venecia. Y le llegó con este Fausto, inspirado en el poema dramático de Goethe, que cierra a su vez –según el propio Aleksandr Sokurov– la llamada “Tetralogía del poder”, un proyecto de una gravedad wagneriana y de un grado de ambición inusual en el cine contemporáneo. En 1999, la serie se inició con Moloch, un film consagrado a unos momentos banales en la vida íntima de Adolf Hitler, en su casa de descanso en las montañas. Luego, en 2001, con Taurus, le llegó el turno a Vladimir Ilianovich Lenin; y en el 2005, con El sol, al emperador japonés Hirohito, que en la soledad del poder, consumido por la visión del horror de ver a Tokio en ruinas, resigna su condición de “Dios encarnado”. Ahora en Fausto, Sokurov vuelve al mito de origen, a ese hombre capaz de firmar un pacto con el mismísimo diablo con tal de satisfacer sus deseos. A diferencia de la obra de Goethe y de la legendaria versión cinematográfica anterior, filmada en 1926, durante el período mudo por el gran Friedrich Wilhelm Murnau, aquí sin embargo ese pacto llega casi al final del film, cuando Fausto (Johannes Zeiler) ya está extenuado y entregado a las intrigas de Mefistófeles (Andon Adasinsky), que se presenta bajo el disfraz de un usurero, en una pequeña ciudad alemana de aspecto vagamente medieval, con algunos anacronismos que remiten a la sucesión de guerras desatadas por el Imperio Austrohúngaro. La mujer del usurero (interpretada por Hanna Schygulla, que supo ser la musa de Fassbinder) semeja a su vez un extraño reptil, envuelta en una capa que parece hecha de escamas. Como Hitler, Lenin e Hirohito en los films anteriores, el Fausto de Sokurov parece un personaje inofensivo, débil, abatido. Profesor sin cátedra ni recursos, cuando el film se abre lo encuentra diseccionando un cadáver y, preguntándose, entre todas esas vísceras viscosas, dónde puede ocultarse el alma. Pobre de toda pobreza, no tiene ni para comer y por eso cae fácilmente en las garras del usurero, que lo arrastra tras de sí, corrompiendo todo a su paso, en una travesía hipnótica, infinita, que recuerda un poco a la de El arca rusa, salvo que aquí el montaje reina y no hay planos secuencia. Cineasta reconocido por sus preocupaciones espirituales, en Fausto, sin embargo, Sokurov es capaz de una carnalidad sorprendente. El cuerpo humano –desde su aspecto más repugnante y espurio, como materia muerta, hasta en su apogeo de juventud y belleza, encarnada por la joven Margarita– es sin duda uno de los temas centrales del film. Hay un erotismo que era desconocido hasta ahora en el cine de Sokurov. La impresionante fotografía digital del francés Bruno Delbonnel –con esas imágenes deformadas por lentes anamórficos que son una marca del cine de Sokurov– interpreta plásticamente ambos extremos. Y el pacto que finalmente condena a Fausto a vagar por los infiernos (filmados en un paisaje impresionante, de auténticos géiseres) no es por el dinero ni por una juventud eterna, sino simplemente por poder pasar una noche a solas con su amada Margarita. El hombre, parece decir Sokurov, tiene ambiciones más modestas de las que confiesa.
Genialidad y autoindulgencia Gran apuesta de fin de año del cineasta ruso Aleksandr Sokurov donde refleja cada una de sus obsesiones temáticas y formales. El mundo que describió Goethe en la mirada reflexiva y personal de este gran artista. Primero, se agradece el estreno de una película como Fausto, apuesta fuerte de fin de año que no busca espectadores en actitud de avalancha. En segunda instancia, es el último pero no tan reciente trabajo del cineasta ruso Aleksandr Sokurov, que obtuvo el León de Oro en el Festival de Venecia y uno de los premios principales en Mar del Plata del año pasado. Pero la aclaración relevante es que esta particular versión del Fausto de Goethe, en manos del creador de Madre e hijo y El arca rusa, refleja cada una de las obsesiones temáticas y formales del cineasta, su enfática opinión sobre el mundo y su indiscutible talento cuando recurre al debate dialéctico sobre los infinitos y oscuros mecanismos del poder. En efecto, el Fausto de Sokurov es el texto de Goethe pero se ubica en la vereda de enfrente de otras adaptaciones, ya que sus intenciones se inclinan a cerrar la tetralogía que el director iniciara tiempo atrás donde Hitler, Lenin y el emperador japonés Hirohito oficiaran como personajes principales. Moloch (1999) en referencia a los últimos días de Hitler; Taurus (2001) y el encuentro de un convaleciente Lenin frente a la ambición de Stalin y El sol (2005) y la enajenación mental de Hirohito frente a la rendición de su imperio, son los antecedentes de la llamada Tetralogía del Poder que culmina con Fausto, ejemplo acabado de un cine reflexivo y de fuerte impacto visual. Las posibilidades de análisis que ofrece el combo Goethe-Sokurov son infinitas, desde el horrendo paisaje donde transcurre la historia hasta la caracterización de los dos personajes principales (el médico y el enviado de Satanás), como figuras borrosas de un contexto que parece extraído del "Infierno" del Dante. En este punto es donde el director ruso democratiza la propuesta de Goethe, pero al mismo tiempo, traslada el texto original hacia sus elecciones formales. Utilización de lentes anamórficos, grandes angulares y planos secuencia, tal como hiciera en Madre e hijo, representan el universo estético de Sokurov, siempre a sus anchas dentro de esa fusión que se establece entre el cine y la pintura. El largo recorrido del doctor junto al deforme sujeto proveniente de algún lugar, llevará a ambos al descubrimiento, la pregunta permanente, el deseo de amar (allí aparece el personaje de Margarita, obsesión de Fausto, junto a la figura cadavérica de la madre de su prometida), el debate filosófico, la búsqueda de algún motivo válido para seguir viviendo dentro del horror que caracteriza al mundo. Al mundo que describió Goethe pero reinterpretado por Sokurov. La apuesta del estreno de Fausto es extrema; al fin y al cabo se trata de un film genial, presuntuoso, autoindulgente y único en su especie. Un Sokurov auténtico.
El filme de un gran director Cine que entronca con la Madrecita Rusia, el frío germanismo y la racionalidad de nórdicos como Dreyer o Ingmar Bergman, "Fausto" es una película dura, sin concesiones, densa, difícil para impacientes, imperdible para los amantes del cine. Cuando hablamos del director ruso Alexander Sokurov ("El Arca Rusa"), podemos asociar su imagen con notables directores como Fellini, Bergman, Tarkovski, Onkasalo o Murnau, porque es capaz de crear un mundo absolutamente original. El filme es parte de su serie de obras sobre el Poder. Basado en la obra de Goethe, Sokurov y sus adaptadores dan una personal versión de la obra. Aquí está el investigador obsesivo que quiere establecer los límites entre vida y muerte, conocer el universo y dominarlo. Y también el Diablo que lo tienta, la féerica amada Margarita, la imposibilidad final de conocer y sin embargo, la necesidad de continuar. Descenso a los infiernos que desplazará en el Festival a Shame, otro descenso al Infierno del director Steve McQueen con Michael Fassbender; esta búsqueda hasta lo profundo, de la identidad, de la validez del alma, va, como en las estaciones medievales, hacia un imprevisible final. Si el comienzo acentúa el desprecio del cuerpo (regodeo en la manipulación de las vísceras humanas), el final revaloriza esa búsqueda en la vida que, pese a los esfuerzos, los logros y los efímeros momentos de felicidad, avanza hacia el abismo, igual para todos. BIEN LOGRADA Con diálogos mínimos, pero profundos, y un tratamiento visual que deslumbra, Sokurov estructura un nítido y oscuro retrato del mundo medieval, sintetizado en algunos interiores, una plaza y una iglesia; hasta la alucinada escena final de los géiseres, dantesca llegada al infierno en la tierra. Escenas inolvidables como la del homúnculo boqueando como un pez tratando de sobrevivir, luego de su imposible conservación, la de los baños públicos con el ladino demonio de sorprendente desnudez o el onírico final, hablan del talento de uno de los grandes realizadores del siglo XXI. Cine que entronca con la Madrecita Rusia, el frío germanismo y la racionalidad de nórdicos como Dreyer o Ingmar Bergman, "Fausto" muestra gigantes de la actuación, Anton Adasinsky y Johannes Zeiler, la recordada Hanna Schygulla (cantante y estrella en los filmes de Fassbinder), suerte de alocada madama medieval y una virginal adolescente mezcla de la Ofelia shakespeariana y la Isolda celta, de la cual hereda el nombre, Isolda Dychauk, en la escena del enamoramiento en primerísimo plano tratada por la fotografía de Bruno Delbonnel, tiene una magia adicional. Dura, sin concesiones, densa, difícil para impacientes, imperdible para los amantes del cine.
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Alexander Sokourov es un director exquisito que ya maravilló a los espectadores con “El arca rusa” y que con este film termina su tetralogía, que dedicó a figuras históricas reales como Hitler, Lenin y el emperador Irohito. Fueron “Molock”, “Telets” y y “Sointse”. Aquí por primera vez da su particular visión sobre uno de los más famosos personajes literarios, el Fausto de Goethe. Y para ello, más que preocuparse por ser fiel al texto que le exigió al autor casi toda su vida, hace una reinterpretación del hombre infeliz y peligroso, ansioso de acumular poder, seducido por sus propias necesidades, desde las elementales a las intelectuales, acicateado por sus instintos de lujuria, hambre, codicia. Un pensador que de todo duda, y todo lo quiere. Pero apenas lo consigue ya no le alcanza. Imágenes potentes, hiperrealistas, planos deformados, seres deformados, imágenes hipnóticas. Para aquellos que buscan especialmente un cine de autor, de un director que se arriesga como debe hacerlo todo verdadero artista.
Es el alma que habla y habla… Cada vez que llega una propuesta como esta, uno se hace las mismas preguntas (bueno, al menos yo me las hago): ¿es la obra o soy yo?, ¿está uno a la altura del asunto?, ¿o el asunto se reviste de tanta importancia que en realidad no hay altura a la que estar sino puro esnobismo intelectual? Con esta recreación del texto de Goethe que hace el director ruso Alexander Sokurov -Fausto- estas dudas me asaltan nuevamente, sobre todo porque me aburrí olímpicamente y no encontré más que una enmarañada reflexión alejada de cualquier idea de ritmo cinematográfico. Intuyo que no es un problema de comprensión: se entiende perfectamente lo que Sokurov quiere decir sobre el alma, la carne, el ser, el bien, el mal, la culpa y los orígenes; Dios, el Diablo, y bla bla bla. El problema de su Fausto es meramente narrativo: si por un lado apuesta a un trabajo visual subyugante, por el otro desconfía olímpicamente de la imagen y no tiene otro recurso que verbalizar continuamente los múltiples conflictos de sus personajes. Es raro, porque Sokurov es alguien que sabe cómo utilizar recursos estéticos o narrativos en pos del abordaje temático. Acá, o es la imagen la que redunda o bien es la palabra. No obstante, hay que reconocer que desde lo visual tampoco es que sea muy original su Fausto, ya que los elementos que aquí aparecen (filtros, lentes, tonalidades) ya habían sido utilizadas, con mayor pertinencia, en su cine. Otra cosa que se evidencia es que hay constantemente una pretendida recurrencia a los géneros fantásticos y de aventuras, tal cual se los entiende hoy en el cine mainstream universal, pero reformulado con la estética del autor. Aunque tal vez uno de los factores de distancia más importante son las actuaciones, que están en un registro que va explícitamente entre lo grotesco y lo clownesco, y que desarrolladas a lo largo de 134 minutos hacen las cosas bastante arduas. En todo caso y a favor de la película, hay que reconocer que Sokurov no es pedante, sino que intenta un acercamiento a la obra original que es totalmente fallido y confuso. Tal vez el director se confundió y entendió que cualquier historia puede ser contada con el mismo registro. Fausto es la demostración de un error conceptual.
Una nueva y bella versión de Fausto Fausto es una clásica leyenda alemana acerca de un hombre que le vende su alma al diablo a cambio de conocimiento y de los distintos placeres de la vida que le fueron ajenos. Johann Wolfgang von Goethe fue el más prominente responsable de llevarla a la literatura y uno de los principales autores que le dio ese tono épico que la caracteriza, convirtiéndola en una obra clave del Romanticismo...
Liebe La nueva película de Aleksandr Sokurov es una experiencia sensorial formidable y una singularidad dentro de su filmografía. El cineasta ruso crea nuevas ópticas, trabaja los matices de color y las tonalidades musicales profundizando la intensidad y la complejidad de las cuestiones que plantea: el amor por la figura atormentada del protagonista, el centelleo amarillento que emana de la joven Margarete, los verdes y ocres del paisaje, la blancura de las sábanas de las lavanderas, la negrura de la sombra de una diligencia rusa que marcha hacia París. Fausto integra una tetralogía sobre el mal, pero mientras las tres primeras películas (Moloch, Taurus y El Sol) se concentran en figuras históricas, esta última escapa de la encarnación terrestre para retratar a una humanidad maldita. Sokurov abandona la historia por el mito: el simbolismo de los títulos anteriores deja lugar únicamente al nombre del personaje, que representa el paroxismo del hombre insatisfecho en busca de la esencia de la vida. Antes que una adaptación, el Fausto de Sokurov es una traducción de la obra de Goethe en la que las manifestaciones divinas se convierten en extraños experimentos científicos. El texto le proporciona la ocasión de confrontar de manera directa los elementos que se cruzaban en sus otras películas: cuerpo y alma, depravación e inocencia, que se alternan hasta confundirse. El plano de apertura evoca al cuento: un papel (el famoso pacto) flota en las nubes y termina por fundirse en una pequeña ciudad. El vertiginoso travelling aéreo libera a Fausto de la gravedad terrestre y anticipa la larga deambulación del científico con el demonio. Sokurov despliega una vivacidad estética asombrosa, cada plano reinventa al precedente explotando al máximo el extraño formato de pantalla cuadrado: una ventanilla hacia un mundo paralelo en el que las imágenes y los colores se distorsionan para expresar mejor las obsesiones del personaje central. El trabajo cromático atenúa los contrastes para evocar un mundo descripto y soñado tanto por la pintura como por la Historia. Pero el cineasta se emancipa de la naturaleza muerta para oscilar hacia el fresco, alcanzando un sentido extraordinario de la variación y el movimiento. Una espléndida escena de jugueteo en el bosque mezcla las dos criaturas, Fausto y Margarete, objeto fatal de su deseo, por un lado, y el demonio y la madre de la joven por el otro, en una secuencia donde trayectorias y diálogos se colisionan. El aspecto metafísico de la obra se despliega con la deformación de la imagen en los momentos en que se prueba la presencia de lo divino o de lo demoníaco. Sokurov nos sumerge en una narración cautivante que aspira al científico en un movimiento perpetuo, circular y descendente. La música acompaña la ronda del mal con motivos sutiles que se repiten. Sin renunciar a su tendencia elegiaca, Sokurov imprime un tono burlón e irónico a este relato con el personaje de Mefistófeles, una encarnación del mal en estado de fragilidad e incertidumbre, lejos de las representaciones simplistas actuales de la seducción maléfica. La película genera una serie de imágenes cada vez más sorprendentes que encuentran su cumbre en el rostro redondo e irradiante de Margarete que deforma los rayos de luz y se confunde con un icono ortodoxo. Ese rostro es la encarnación de la gracia y el amor que ilumina literalmente el resto de la película, desde el fondo de las tabernas hasta la cumbre de las montañas, con colores reinventados y materias inéditas, entre los rumores de la naturaleza y las emociones humanas.
El dilema de la eternidad Alexander Sokurov aborda temas y autores intimidatorios, actitud que no está reñida con el placer de constatar la aventura creativa del cine de autor. Fausto es una reescritura de la obra de Goethe y la excusa del director ruso para introducir las preguntas metafísicas sobre la vida y la muerte, la finitud y la eternidad. La película comienza con una panorámica que capta el paisaje y la ciudad amurallada, a medida que se acerca la cámara al universo estrecho donde vive el Doctor Fausto. Las primeras escenas advierten al espectador que Sokurov hará lo que quiera con la cámara. El cirujano manipula los cadáveres en busca del alma. Lo escatológico y feo va unido al cuerpo humano y sus misterios, en primerísimos planos. "Se puede vivir sin alma", dice el padre de Fausto, también médico, mientras pone en práctica métodos cercanos a la tortura. La aldea es lúgubre; por las callejas deambulan los hambrientos desesperados, sobrevivientes de una guerra. Fausto también tiene hambre y dudas filosóficas. La necesidad lo lleva a casa del prestamista, un hombre horrendo, diablo y monstruo que lo acompañará en la búsqueda de respuestas, atento al momento propicio para que hipoteque su alma. Sokurov plasma la relación feroz entre el médico y su protector. Ellos aluden al hedor, la pobreza extrema, la muerte inevitable, mientras la disputa filosófica se plantea en los diálogos. La escena en que el viejo se desnuda y se mete en el agua donde las mujeres lavan la ropa es cercana al Infierno del Dante. En el paseo, con el diablo como falso aliado, el director propone una edición fantasmagórica a partir de imágenes realistas. La aldea, sus habitantes, los esfuerzos, los cuerpos, la historia de amor imposible, los rostros, son fotografiados y, al mismo tiempo, componen la fantasía negativa de la mente afiebrada de Fausto. La puesta de la película es por momentos teatral, con las interpretaciones notables de Johannes Zeiler (Fausto) y Anton Adasinski (prestamista). Hanna Schygulla se camufla bajo el vestuario en el rol de la esposa del viejo diablo, en este relato inusual. Con rasgos bergmanianos, las palabras de Goethe en relectura contemporánea, y la carga estética de Sokurov, Fausto mantiene la llama inquieta del saber alumbrando el misterio de la existencia del Bien y el Mal.
Un Fausto excesivo y abrumador Abrumadora y tediosa aproximación a Goethe. Sokurov, un realizador exquisito y autosuficiente, abruma con sus imágenes deformadas, sus oscuridades, sus cataratas de palabras y su estética, tan hermosa como recargada. Es cierto, hay planos bellísimos, pero cansa, te deja afuera, es a veces chocante. Es un filme espeso, agobiante, lleno de despojos, que tarda en empezar, que transita por escenas de una crudeza inútil y recién al final, tras un fatigante comienzo, se vuelve comprensible. Sokurov deambula por un paisaje medieval llevando la historia del hombre que después de transitar entre cadáveres y mugres decide entregarle su alma al diablo por el amor de una doncella y por llevar al límite el combate entre cuerpo y el alma, entre carne y espíritu. El dolor, el sufrimiento, la ambición, la trascendencia, la relación con Dios y con diablo, la codicia y la muerte desfilan por ese paisaje desolador dejando la impronta de un cine exaltado que a veces deslumbra, pero casi siempre cansa.
Una mirada sobre el poder Alexander Sokurov, uno de los realizadores más importantes de la cinematografía mundial y poseedor de un estilo propio que llevó a catalogar sus trabajos como verdadero cine de autor, cierra con la figura de Fausto su tetralogía de films integrada por Molock en 1999 (sobre Adolf Hitler), Telets en 2000 (sobre Vladimir Lenin) y Solntse en 2005 (sobre el emperador Hiro Hito), destinados al estudio de la naturaleza del poder y sus terribles consecuencias. Sokurov adapta el texto de Goethe y hace una relectura del mito del pacto con el diablo para indagar sobre la semilla del mal, el poder y la tiranía (una de las obsesiones del cineasta), pudiendo asociar éstos, como germinantes del ascenso de los totalitarismos, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, abordados en los otros films mencionados. El doctor Fausto, bien interpretado por Johannes Zeiler, es un hombre de ciencia carente de cualquier anhelo, esperanza o creencia en una ciudad donde acaba de terminar una guerra, plagada de soldados, de muerte y de podredumbre del alma humana. Insatisfecho, famélico, destinado irremediablemente a la angustia y pese a su dominio intelectual dirige sus acciones a la exploración del mal sucumbiendo a las manipulaciones del diablo, representado por un viejo usurero, cínico, repulsivo y decrépito (encarnado solemnemente por Anton Adasinski) y al cual Fausto no puede abandonar en la oscuridad y lo persigue siempre en el límite del bien y del mal, en la promesa de ese conocimiento último. Así es como el diablo lo manipula poco a poco para hacerlo caer en su enrevesada telaraña con la promesa de liberarse de ser profunda e irremediablemente humano. Un viaje escabroso donde la lucha incesante entre luz y oscuridad se refleja en el fastuoso tratamiento plástico del film. Con un exacerbado hiperrealismo en los ambientes, filtros de colores grises y amarillentos, desenfoques, un exhaustivo trabajo con la luz y las sombras y encauzado por una pantalla cuadrada (incluso cambios de formato para transmitir la sensación de encontrarnos en un sueño), Sokurov logra una atmósfera asfixiante que envuelve al espectador en una sensación de irrealidad espectral y nos remite al expresionismo de Murnau. El comienzo del film es una metáfora en sí mismo que sintetiza de manera magistral lo que luego se desarrollará a lo largo del relato. (El descenso desde la inmensidad de un cielo nublado hasta la habitación donde el doctor Fausto hurga en las entrañas de un cadáver putrefacto). Una especie de autopsia del hombre como un fragmento de la totalidad del mundo que se debate entre ciencia y espíritu, entre cuerpo y alma, y que dispuesto a todo en su búsqueda de respuestas acaba dejando atrás sus deseos, anhelos y compañeros para proseguir su marcha en solitario a conquistar montañas más altas. Construida con diálogos digresivos sobre el sentido de lo divino, lo humano, la lujuria, el deseo, el hambre y la venganza, Fausto invita al espectador a dejarse transportar a un universo con sus propias reglas, donde por momentos es cautivante, en otros perturbadora, algunos fragmentos tediosos y otros que dan lugar a la reflexión. Fausto resultó ganadora del León de Oro en la última edición del Festival de Venecia, pero forma parte de ese cine que no suele tener su lugar en la cartelera comercial, y cuando la tiene hay que aprovechar la oportunidad de experimentar un cine que no nos dejará indiferentes.
Antes que el diablo sepa que estás muerto El gran director ruso que sorprendiera al espectador argentino con una maravilla de estética indiscutible en su “Madre e Hijo” (1997), para volver con otro estilo a asombrar con “El Arca Rusa” (2002), retoma la temática del poder en la que incursiono en otras producciones cerrando una tetralogía sobre la misma, sin dejar de lado otras temáticas ni traicionando sus propios formalismos. Las tres anteriores comienzan con “Moloch” (1999), cuyo personaje principal era Adolf Hitler, luego “Taurus” (2001), haciendo una radiografía de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, y por ultimo “El Sol” (2005), sobre el Emperador Hiroito del Japón, a fines de la segunda guerra mundial. Si bien ahora su personaje es de ficción, Alexsandr Sokurov realiza, a primera vista, una relectura del más famoso texto de Johan Wolfgang Von Goethe (1749-1832), cuya primera parte data de 1808 y la segunda conocida en 1833. Este Fausto tiene algunos puntos de contacto con la primera tragedia escrita con ese personaje, debida al autor inglés Christopher Marlowe (1564/1593), la obra teatral “La trágica historia del Dr. Fausto”. En esta primera versión, cuyo estreno data del año 1592, el recorrido ávido del personaje esta más centrado en las ansias de conocimiento que en el poder, los placeres, u otros elementos de seducción que el “diablo” le ofrece al personaje a cambio de la venta de su alma. La necesidad de saber, estas ansias por el conocimiento, del saber mismo, es lo que llevará al Dr. Fausto a caer en las “garras” del diablo. Por supuesto que también se reconoce la traslación al filme del texto del dramaturgo alemán, sobre todo de los personajes principales como Wagner (Georg Friedrich) el discípulo, Margarete (Isolda Dychauk) la amada, hasta el hermano de esta, Valentín (Florian Brückner), con un agregado de lujo, la gran actriz alemana Hanna Schygulla interpretando a la amante del Demonio, en el que se destaca no sólo por su versatilidad actoral sino que mucho dice del personaje su diseño de vestuario en cada una de sus apariciones, modificando su estilo pero no la esencia del mismo. Pero lo más importante de esta producción se lo encuentra no tanto en “lo que cuenta”, sino en la búsqueda y el riesgo estético-estructural– narrativo que asume para realizarlo. Trabajada en formato casi televisivo, cuyo estilo de filmación y proyección es netamente cuadrado, dejando de lado el formato rectangular cinematográfico, pasando por el uso variable de lo netamente cromático, atravesando de colores pasteles, a otros con ausencia de colores y trabajado en blanco y negro o simplemente grises. Como así también apoyándose en la diferenciación de usos de distintos lentes, deformando la imagen, en sentido estrictamente narrativo, en escenas donde se instala el engaño al Dr Heinrich Fausto (Johannes Zeiler) producido por Mefistófeles, encarnando al Prestamista usurero (Anton Adasinsky). Esa distorsión de la realidad está asimismo sostenida por el diseño de sonido, la banda sonora específicamente, que además da cuenta del propósito que promueve el realizador. Si bien la tragedia la encarna el personaje, la vive el espectador. Este recurso hace que los concurrentes a la sala queden casi hipnotizados, no sólo por el texto sino también por la propuesta. El relato se abre con una escena por demás movilizadora. Si bien nos instala con un plano casi cenital en el pueblo en que transcurrirán las acciones, rápidamente se introduce en el estudio de nuestro héroe, al que vemos diseccionando un cadáver en busca del alma, esa alma que terminara ofreciendo al diablo con el sólo fin de conseguir cumplir su deseo, que al final de la historia se ve modificado por uno más común, más carnal, más terrenal. Una Mujer, Margarete De lo único que se podría decir que peca el filme es en la cantidad de diálogos que fluyen de la boca de ambos personajes, que por momentos detienen la imagen y se respira aire teatral, aunque en otros se desarrollen en lo que podría ser una road movie, un viaje iniciático, pero no terminal, del Dr. Fausto. Definiendo se podría decir que lo que nos esta mostrando Sokurov es que hay que convivir con el horror nuestro de cada día, puesto en la boca del ayudante de Fausto…“El bien no existe, pero el mal, si…”
Desmesurada y compleja Tras Moloch, Taurus y El sol, Fausto es la cuarta y última producción en la tetralogía del mal del reconocido director ruso Alexander Sokurov. Sin lugar a dudas una obra que mantiene el nivel conceptual de estos trabajos y que resulta una película en movimiento, que no para, con personajes que se desplazan constantemente entre las calles, las casas, los exteriores oníricos. Sokurov se acerca al texto de Goethe, pero la adaptación que logra es una mirada muy personal y libre sobre la historia del doctor Fausto y su pacto con el demonio. El trabajo del realizador se puede dividir en dos niveles que funcionan mancomunadamente: por un lado hace eje en la aparición de la verdad y la ciencia, la subjetividad humana, el poder del hombre y la muerte de Dios; mientras que por otro lado se trata de un desafío plástico notable, bello, inmenso. A partir del trabajo estético y narrativo que propone el director, la película se torna por momentos desmesurada y compleja, y por otros resulta algo cercana a los clichés. Sin embargo, para poder disfrutarla, este Fausto no exige del público más que libertad, entrega y un par de horas de su mejor tiempo.
En 1999, el cineasta ruso Alexander Sokurov emprendió el comienzo de lo que sería una tetralogía sobre “hombres del poder” con Moloc, metiéndose con la figura de Adolf Hitler, seguiría luego con Tauto (Lenin) y El Sol (Hiroito), para “desembocar” en la figura del Fausto de Goethe, a diferencia de los otros, seres reales e históricos, un personaje de ficción, pero que encarna muchas de las caraxcterísticas de los anteriores, sobre todo bajo el entendimiento que Sokurov le da a la historia y al personaje. No, no estamos frente a una clásica adaptación del relato de Goethe; pero también es cierto que esta historia a dado tela para cortar desde Murnau a Brian Yuzna, pasando por Luis Saslavski y Chespirito en uno de sus cortos inolvidables. Brevemente para los que no leyeron el libro ni vieron ninguna adaptación, el Dr. Fausto vende su alma al diablo, o en este caso al Prestamista, un emisario de aquel, a cambio del eterno amor de la joven Margarita (al que Fausto asesina a su hermano), eterna juventud, y descubrimiento del significado del alma. Sokurov no se centra tanto en lo que en la obra de Goethe era fundamental, el pacto con el diablo, la venta del alma; sino que directamente indaga, desde el comienzo, ¿existe el alma? ¿qué es? ¿dónde se encuentra?; y pone el acento en su protagonista, que no se convertirá en un monstruo directo, como lo podría imaginar una película de terror; entrará en una decadencia, física, psíquica, y moral, en definitiva algo mucho peor. En realidad, el argumento pareciera importar poco, desde el comienzo Fausto y el Prestamista viven en mundo oscuro, degradante, putrefacto; pero a medida que avancen los hechos y Fausto vaya perdiendo la poca dignidad que le queda, la decadencia en ese mundo será peor y peor. Esto, Sokurov intenta compararlo con el mundo de Margarita, mucho más refinado en un principio, pero que también con el correr del metraje se sumergirá en lo oscuro, siniestro y revulsivo. En pos de cerrar su tetralogía, el director, nos muestra hasta dónde se puede llegar en la búsqueda de más poder, poder para subordinar al otro; una necesidad desenfrenada, que termina convirtiendo a su protagonista en algo peor que una cosa, un ser amoral, realmente perverso, perdido. En este punto, las interpretaciones de Johannes Séller (de gran parecido con Ralph Fiennes) y Anton Adasinsky como Fausto y El Prestamista respectivamente, son esenciales, y Sokurov logra una dirección que los lleva a la excelencia. Habiendo visto algo de la filmografía del director de "Madre e hijo" y "El Arca Rusa", no es sorprendente que encuentre belleza en medio de tanta fealdad buscada adrede. Cada toma, cada plano, hasta cada fotograma, subyuga más que el anterior. La película busca crear una repulsión desde el minuto cero, y sin embargo no se pueden despegar los ojos de la pantalla. Hay que hacer una aclaración, para quienes nunca hayan visto una película del director y desconozcan de quien se trate, "Fausto" no es una película para un público masivo, no será del gusto de muchos, su ritmo es lento, la historia es algo confusa y los 140 minutos se notan; es una película de impacto visual, muy personal, para los que amamos el costado más artístico del cine. Tampoco será una película para os que quedaron impactados con la grandilocuencia y el preciosismo de "El arca Rusa"; si bien estamos frente a un film de enorme calidad, es mucho más pequeño que aquel. Es una pena que estos materiales, no lleguen aquí en fílmico, formato que permitiría un mayor disfrute; igualmente, es un gusto que se empiece a estrenar más seguido obras de este director del cual en nuestro país son contadas con los dedos de una mano lo que pudimos disfrutar en sala. Esperemos, sea una costumbre que no se pierda.
Hay películas grandes como monumentos y películas grandes como monstruos. El “Fausto” que propone el cineasta ruso Alexander Sokurov, creador de algunos de los films más importantes de las últimas décadas (“Madre e hijo”, “El arca rusa”, “Spiritual voices”, “Moloch”, “El sol”) pudo haber sido lo primero pero resulta lo segundo. Por cierto, se trata de un fracaso, aunque de una dignidad notable. El autor toma ambas (por primera vez ambas) partes de la (falsa) obra teatral de Goethe para construir una reflexión sobre el poder, una especie de “cierre” a la serie de films que dedicó a Hitler, Lenin e Hirohito. Sin embargo, el problema de Sokurov reside en que quiere hacer demasiadas cosas y no todas en el lugar que corresponden. Quiere reproducir el estilo pictórico del romanticismo, con sus lentes aberradas (ya utilizadas en “Madre e hijo”) pero no siempre resulta pertinente; quiere que escuchemos la poesía de Goethe, pero no siempre las voces son las adecuadas. Quiere que nos dejemos llevar por el esplendor visual, pero en cada secuencia asoma el exceso o el feísmo que la arruina. A veces, se dibuja un diseño, una premeditación detrás: después de todo, Satán, el amo del error, es quien orquesta todo lo que vemos. Pero el film obliga al espectador a sintonizar con el cerebro –no ya con el arte– de Sokurov, un pedido excesivo. Por cierto, hay momentos de una belleza y poder deslumbrantes, pero rescatar esas joyas es un trabajo titánico, aunque se recompense el esfuerzo.
Compleja visión de un clásico El "Fausto" de Sokúrov fue una película que cosechó muchos elogios entre la crítica especializada e incluso ganó el León de Oro en el Festival de Venecia en 2011, pero debo decir que a mí personalmente me costó mucho seguirla y mantenerme conectado con ella. La historia es conocida: Intelectual atormentado que hace pacto con un ayudante del diablo (Mefostófiles) por lujuria y poder, sólo que en este film el director imprime su singular personalidad y hace una interpretación compleja, poética y bastante diferente de la historia original, aunque mantiene la esencia por supuesto. El cine de Sokúrov no es apto para todo público, es lisérgico y tiene un ritmo que no escatima en frenarse en diálogos eternos, es un tipo de cine que el espectador promedio puede admirar o directamente aborrecer hasta el punto de levantarse de la sala y retirarse. El problema con las películas de autor como esta, es que estamos frente a personalidades del séptimo arte que tienen una visión filosófica profunda acerca de lo que están filmando, cuestión que muchas veces deriva en que no se tenga para nada en cuenta al espectador que concurre a la sala de cine y sólo se busque la satisfacción personal del director que está llevando a cabo el film. Es verdad que Alexandr Sokúrov es un gran talento del cine, trabajos como "El Arca Rusa" y "Madre e Hijo" lo certifican, pero también es verdad que no todos sus trabajos alcanzan a producir una experiencia espectacular. "Fausto" creo que es un claro ejemplo de buen cine que no llega a maravillar, que tiene una dirección de arte excelente, un uso de cámara envidiable y actuaciones buenas, pero aún así, peca en pretensiones y se auto posiciona en un grupo de films que sólo pueden ser disfrutados por un puñado de eruditos cinematográficos que idolatran ese género tan difuso llamado "cine arte". Si te sentás con paciencia y predisposición para entrar en el complejo mundo Sokúrov, la vas a disfrutar un poco, sino puede llegar a representar 140 minutos de tortura alemana.
Publicada en la edición digital #247 de la revista.
Una temporada en el infierno Anunciada como cierre de la tetralogía sobre el poder que inició Moloch (1999, sobre Hitler), y a la que siguieron Taurus (2000, sobre Lenin), y El sol (2005, sobre el emperador Hirohito), la inclusión de Fausto, en tanto personaje de leyenda, parece desatinada. Pero Sokurov encontró en Fausto un cierre simbólico: ¿hay algo más brutal que vender el alma al diablo? Y si bien la vuelta de tuerca sobre el Fausto de Goethe y Murnau parecía una elección obvia, Sokurov dota al film de un éxtasis visual que resulta en una obra intensa; quizá, la condensación de sus virtudes y el punto cumbre de su carrera. Frente al expresionismo de Murnau, el director inicia su opus con una visión carnal e inusualmente erótica, la vivisección de cadáveres –en busca del alma– que sigue con el deslumbramiento de Fausto por una aldeana, hasta que un discreto homicidio desata una pesadilla de cámaras flotantes y raros angulares. Ambientada en una inexacta aldea del Medioevo, la visita de Fausto (Johannes Zeiler) a un usurero (Anton Adasinsky, como Mefistófeles) muestra el influjo del diablo mediante las lentes anamórficas que Sokurov utilizara en films como Madre e hijo. Pero lo notable es cómo el ruso incorpora elementos ajenos. Mefistófeles es una criatura fellinesca; defeca en las iglesias y su cuerpo, retorcido como la maldad misma, remata en un pene contra natura que provoca a las féminas de un baño romano. Su mujer (Hanna Schygulla) es el demonio vestido por Lewis Carroll. Y en un infierno salpicado por géiseres, Sokurov reconoce a Tarkovski, el gran maestro. Es el cierre perfecto, una blasfemia.