La edad de la hibridez. Celina Murga tomó la posta de Lucrecia Martel en hacer del interior un escenario inmenso, algo inabarcable, no por fotografiar los lugares que el Nuevo Cine Argentino no pudo cubrir sino por la habilidad de expresar en unidades mínimas de elementos visuales que permiten identificar el contracampo de sus historias. En Ana y los Otros (su película más luminosa) el pasado de la protagonista revoloteaba sin acudir al melodrama o a la redención sobre temas inconclusos. Ya en el documental Escuela Normal, su film anterior, Murga continuó con esa mirada inquietante sobre la cotidianeidad adolescente, que se había despertado en la iniciática Una Semana Solos, una suerte de fábula observacional preadolescente. La Tercera Orilla lucha contra otros dramas. Uno de ellos es el de la herencia, no específicamente de bienes sino el de lugar patriarcal, es así que Nicolás (Alain Devetac) atraviesa no sólo ese último tramo que separa la adolescencia de la adultez sino que además se le aproxima cada vez más la responsabilidad de involucrarse en los negocios de su padre (Daniel Veronese), un médico de Entre Ríos, quien divide su vida laboral entre su estancia y un laboratorio; y también hace lo propio con su vida privada, manteniendo una relación paralela con otra mujer y un hijo producto de ese amor. Nicolás, su hermana, su hermano y su madre tienen los roles invertidos en la vida del médico, ellos son considerados la “segunda familia”. En Nicolás conviven diferentes tipos de hibridez, no sólo la que le propicia la edad sino también la de la complicidad con la vida inmoral, la de ser un niño y un adulto y la de llevar su vida entre la ciudad y el campo. Las tres “mezclas” en la vida de Nicolás son atribuibles a su padre, un hombre que impone su poder y respeto sin levantar la voz.
EL HIJO La tercera orilla podrá aparecer en la cartelera como una película más de la sobrecargada y mal aprovechada lista de estrenos nacionales. Claro que su directora no es debutante, que ha participado de festivales y que el señor Martin Scorsese aparece también como partícipe. Pero su destino comercial nunca podrá hacerle justicia a una película que realmente vale la pena. Y no le podrá hacer justicia porque el exceso de estrenos nacionales produce confusión y falta de interés. Peor aún, la falta de seriedad, responsabilidad y exigencia de los críticos locales con la cinematografía nacional produce un efecto pastorcito mentiroso. ¿Si tanto film irrelevante recibe unánimes elogios, qué queda cuando aparece una película como esta, realmente buena? Sí, no es del todo justo ocupar esta crítica en analizar esto, pero a la vez es necesario. Muchos films argentinos de la última década se parecen –mal vistos o a las apuradas- a La tercera orilla pero no lo son. La labor del crítico es diferencias lo irrelevante o mediocre de aquello que tiene encanto, talento, que verdaderamente funciona. Para analizar la película se adelantan algunos elementos de la trama, se aconseja que el lector abandone aquí la lectura de este texto si no desea saber más. Ambientada en la provincia de Entre Ríos, la película de Murga se centra en el personaje de Nicolás, un adolescente que observa en silencio el funcionamiento de su familia. Basta ver el rostro del protagonista para descubrir una tensión que en algún momento tendrá que estallar. La tensión estará a lo largo de todo el film, creciendo escena tras escena, con el espectador esperando ese momento. Ese es uno de los méritos del film, que entendamos la tensión desde el comienzo y nos empecemos a preguntar hasta dónde llegará. Cada acción que ocurre delante del protagonista no termina de tener sentido para los demás personajes, pero para nosotros sí. Murga nos hace cómplices y con eso aumenta el suspenso. Todos actúan casi con inocencia, sin tener la totalidad del rompecabezas que es Nicolás. Tampoco nosotros sabemos hasta dónde llegará, pero sabemos que la tensión sube. El personaje de su padre se vuelve a cada paso más despreciable, oscuro, siniestro sin actuar como un villano. Nicolás no es como su padre, Nicolás no tiene la doble moral de su padre, Nicolás es noble, recto, generoso, leal. Pero lo que ha observado y lo que soporta sobre sus hombros lo ha vuelto retraído, callado, algo oscuro también. La película brilla en la forma en que describe el mundo de Nicolás. No tenemos una mirada privilegiada en ese aspecto, nosotros llegamos con la trama empezada y debemos esperar un poco para entender todo lo que pasa. Vale la pena, porque eso nos convierte en espectadores más atentos e interesados. Nos volvemos observadores más astutos porque no recibimos informaciones mediantes diálogos obvios o explicaciones. Sabemos muchos de Nicolás. Sabemos que ama a su hermana, que cuando va al karaoke combina su energía contenida con una verdadera felicidad. Una felicidad que también vemos cuando baila el vals. Tal vez su hermana sea la persona que él más ama en el mundo. También sabemos que es leal a su medio hermano, a pesar de la doble vida de su padre. Sabemos que le indigna la vida que lleva el padre y que siente pena por su madre. También sabemos que habita en él una violencia que aun no ha estallado pero que en cualquier momento lo hará. Murga no renuncia a su estilo cinematográfico y a la vez va sumando pulso narrativo para esta película cargada de tensión y suspenso. Sin hacer un cine convencional, se acerca más al espectador al cautivar al espectador con una tensión, repito, crece escena tras escena.
Rebelde con causa Con Ana y los otros (2003), Una semana solos (2008) y el documental Escuela Normal (2012), Celina Murga ya había demostrado su sensibilidad, su capacidad para observar y retratar a los adolescentes (también a los pre y a los post), pero nunca había posado su mirada tan fuertemente sobre el universo masculino, en especial sobre la relación padre-hijo, sobre los mandatos paternos en una sociedad machista, conservadora y bastante hipócrita como en La tercera orilla, ambientada en una ciudad de su Entre Ríos natal como Concepción del Uruguay. La película -coescrita a cuatro manos con Gabriel Medina (director de Los paranoicos y La araña vampiro)- está narrada desde el punto de vista de Nicolás (convincente debut de Alián Devetiac), un muchacho de 17 años cuyo padre -un influyente médico del lugar- lleva desde “siempre” una doble vida. En efecto, el muchacho forma con sus hermanos menores del sector no reconocido socialmente (su madre sería la “amante”, mientras paralelamente está la esposa con su familia “oficial”), pero su papá ha decidido que él sea su sucesor tano en los negocios (que administre su campo) como en su profesión (que estudie medicina y supervise la clínica). Nicolás casi no habla, pero en cada uno de sus gestos, en su mirada, en sus decisiones (cómo lo evita en varias ocasiones) se va percibiendo con absoluta precisión la forma en que van creciendo el miedo, el resentimiento, la bronca, la humillación, el odio, la violencia contenida hacia un hombre que decide absolutamente todo y para todos (desde el reparto del dinero hasta la compra de un nuevo televisor para la casa “sustituta”). Lo mejor de La tercera orilla, una pequeña película de gran solidez y múltiples connotaciones, es que no ubica a Nicolás en el esteretotipo de víctima torturada (si bien hay algo de eso) ni a su padre Jorge (notable trabajo de Daniel Veronese) como un dictador, un tirano, un abusador compulsivo o un monstruo (aunque por momentos tenga algunos gestos monstruosos). Lo que el film expone con suma claridad y sin juzgar a los personajes es cómo esas relaciones de poder están naturalizadas y aceptadas (muchas veces con dolor y resignación) por un entramado social que precede por mucho y marca desde siempre a las dinámicas familiares. Si bien se trata de la película más narrativamente clásica de Murga, en la que más se construye la tensión y el suspenso (¿qué hará finalmente Nicolás ante la presión y los condicionamientos?), La tercera orilla es un film donde la sutileza, el cuidado por el detalle y la construcción de climas (extraordinario trabajo de cámara y fotografía de Diego Poleri con Tierras malas/Badlands, de Terrence Malick, como inspiración, edición y sonido) adquieren muchas veces más importancia que la resolución de cada uno de los conflictos que se plantean (un ejemplo: la escena del karaoke). Tengo mis reparos respecto de la eficacia de cómo se cierra la historia en sus dos últimas secuencias, pero no es cuestión de “spoilear” un film que tiene múltiples hallazgos. Más allá de cualquier cuestionamiento que pueda hacérsele, se trata de una película que consagra de forma definitiva a una directora que sigue creciendo en cuanto a virtuosismo formal, inteligencia para sumergirse en las contradicciones juveniles y profundidad psicológica. Bienvenida sea, entonces, esa constante evolución.
Busco mi destino En La tercera orilla (2014), la realizadora de Una Semana Solos (2007) y Escuela Normal (2012) lleva a su poética hacia un territorio más sólido y sensible. Su nuevo film aborda las decisiones que tomará Nicolás (Alian Devetac) frente a las acciones que ejecuta su padre (Daniel Veronese), capaces de anular sus deseos. Nicolás es un muchacho que, a priori, tiene una vida cotidiana que no desentona con la de cualquier otro adolescente. Están sus amigos, la protección que le brinda a su hermano menor, y las salidas nocturnas con las que se distrae. Pero Nicolás tiene un padre presente a medias; la mayor parte del tiempo familiar lo vive con su otra familia, la “oficial”. Y aunque nadie en su ciudad lo señale con el dedo, es evidente que la mirada de los otros está ahí, presente. Con apenas dos films previos de ficción, y un documental, Celina Murga construyó una filmografía concisa y (aunque suene demodé decirlo) “elegante”. La elegancia, si se nos permite la salvedad, pasa por el equilibrio entre forma y contenido. Las películas de Murga son transparentes, construyen un fluir que parece arrancado de la vida misma. Es por ello que Escuela Normal, el documental, parezca arrancado de alguna de sus ficciones; con los actores comportándose como personajes entrevistados. Es evidente que la directora supo perfeccionar la fluidez y realismo naturalista de las secuencias, dejar “fluir” los momentos cotidianos y agudizar el sentido de observación para extraer la verdad del drama que nos ofrece. Al mismo tiempo, consigue evitar el melodrama y lo maniqueo. De esta forma, el padre es violento pero la violencia está retratada de forma sutil; Nicolás tiene una actitud pasiva pero comprenderemos que se gesta en su interior una resistencia y, por último, su madre puede llorar por su situación pero no dejar de ser seductora y aspirar a tomar las riendas cuando sea necesario. La tercera orilla es también un relato formado con distintas espacialidades que aportan una mayor dimensión a los personajes. La clínica, la casa, el campo, el “afuera” nocturno; todos estos lugares amplían la mirada que el espectador construye sobre los personajes. Como drama social, el film todo el tiempo ubica al sujeto en un contexto preciso. El padre, como médico, remite a lo genético y a la clase media “respetada”. Pero al mismo tiempo, como hombre de campo, deja entrever esa determinación que muchas veces excede lo racional y tiene algo de primitivo. La película de Murga respira cine, pero se nutre de la dramaturgia de Anton Chejov (por su intimismo) y de Henrik Ibsen (por la afinidad social). Por último, además de los méritos ya apuntados, se destaca una banda sonora presente pero no invasiva, el trabajo fotográfico (con una composición de cuadro que no margina los gestos y detalles) y una tríada actoral (Veronese, Gaby Ferrero, Devetac) que funciona durante todo el metraje.
De un litoral profundo. De rutinas que no conducen a nada. De la aceptación de condiciones de vida bastante particulares. De un pequeño infierno que se va gestando en espacios interiores. De todo eso nos habla Celina Murga en su nueva película “La tercera Orilla”(Argentina, 2014), un largometraje que llega con el precedente de haber estado en Berlín 2014 y ser producido por Martin Scorsese. Si en sus filmes anteriores Murga exploraba con honestidad el universo masculino en “Ana y los otros” y “Una semana solos”, acá la extraña relación entre dos personas de clases opuestas (Daniel Veronese y Gaby Ferrero) se aborda desde un lugar neutral de expectación sin ningún juzgamiento. La aceptación por parte de la mujer, aunque en su interior y en su soledad llore la ausencia, y la desfachatez con la que Veronese compone a un bígamo (casa opulenta oficial versus casa pobre no “oficial”) , son sólo el punto de partida para el complejo entramado de relaciones que se comienzan a desplegar en la pantalla. La pareja tiene dos hijos extramatrimoniales, el mayor de ellos, Nicolás (Alain Devetac) sabe que detrás de los invaluables obsequios materiales que les realiza nunca habrá nada más que eso. El dinero como intento de solventar una situación que no tiene futuro y que demarcará la división de aguas entre las que Nicolás se posicionará como un tercer lugar (la famosa tercera orilla del título) ante tamaña “herencia”. Es que el padre cree que Nicolás debe ocupar algunos espacios que el cree como necesarios (en un laboratorio, en una estancia, etc.) pero que están muy alejados de sus intereses. En los ojos de Nicolás (con una mirada tan penetrante como la de María Alché en “La niña Santa” de Lucrecia Martel) murga muestra la incertidumbre. Los eternos planos que profundizan su mirada son uno de los puntos más logrados de una cinta que atraviesa en total calma dos momentos bien diferenciados. En un principio, y con una maestría y paciencia loables, asistimos a la presentación de los personajes dentro del marco de la relación extramatrimonial. Este vínculo, con sexo incómodo a la hora de la siesta. Un sexo público en esto de “vino Jorge –Veronese- para estar con mamá”. La otra historia es la de Nicolás y su relación con Jorge, en donde el cuestionamiento moral sobre la “bigamia” va a ir desplegándose con planos fijos y sucios, en escenarios como el laboratorio, la estancia, la camioneta y en un punto determinante, en una whiskería, lugar en el que XXX quiere que Nicolás se inicie sexualmente, pero que en realidad servirá para que este último comience a pensar que hay algo más allá que lo que se quiere imponer. Hay un plus, en ese festejo de quince años de la hermana de Nicolás, que se va gestando desde un inicio, también hay algo más. En esa fiesta que vamos viendo que se genera a pulmón y esfuerzo, intentando demostrar que ella sola puede lograr lo que se propone sin la necesidad del dinero de nadie y sin que nadie crea que la ayudaron. Mundo de infelicidades, de miserias expuestas y miserias escondidas, de secretos que duelen y de siestas que afirman espacios marcados y divididos. El adentro para los mayores. El afuera (el patio) para los niños. El sexo como conquista. El juego y lo lúdico como el espacio de inocencia e ingenuidad. Película de climas, cruda, sin banda sonora, en la que los gestos (siempre enunciados a través de primeros planos y planos detalles) dicen mucho más que las pocas palabras que se utilizan. Los vínculos en un pequeño pueblo del norte argentino que exponen una situación que bien puede estar pasando en cualquier lugar del mundo. De ahí la necesidad del cine de Murga y de esta película en particular.
Con su cuarto largometraje, Celina Murga consolida un cuerpo de obra sólido y coherente en el que se perciben constantes bien definidas. En su cine, aparecen observados con claridad tanto los avatares de la niñez y la adolescencia como las particularidades del funcionamiento de microsociedades endogámicas, cerradas (dentro de los límites estrechos de una capital provincial, Paraná, en su debut, Ana y los otros; de un barrio privado, en Una semana solos; de un colegio público, en el documental Escuela Normal, y ahora de un municipio entrerriano, Concepción del Uruguay, otro pequeño universo donde casi todos saben todo, pero se encargan de actuar como si no supieran). Esta vez, el foco está puesto en un jovencito cuyo paso a la adultez parece acelerarse al ritmo de las presiones de su padre, un médico severo, prestigioso y de pocas palabras que lleva una doble vida. Lo primero que La tercera orilla logra con eficacia es mostrar cómo el doctor Reinoso logra naturalizar esa situación a primera vista anómala, cómo -y en su apellido parece estar cifrada esa voluntad- todos aceptan y obedecen a ese rey autoritario y poco indulgente que no tolera discusiones en sus dominios, allí donde los hijos suelen seguir las carreras y replicar los modales de sus padres y las mujeres sufren en silencio. Murga conoce de memoria el terreno y lo describe con una minuciosidad admirable. Su técnica consiste en la precisión quirúrgica para usar a favor del relato la riqueza de los detalles y la firme convicción para evitar el trazo grueso: los primeros cigarrillos, el chapuzón en la pileta un día de lluvia y la módica liberación de un karaoke como mojones de la vida adolescente; los silencios incómodos, las miradas furtivas y las relaciones de poder simbolizadas en cada gesto, como señales reveladoras de los vínculos entre los adultos. La trama de la película se va desenvolviendo de a poco, en un tono cansino, tan alejado de la estridencia como la vida pueblerina, hasta que estalla, literalmente se prende fuego, en torno a un virulento ritual de iniciación. Murga llega a ese clímax construyendo la historia paso a paso, sin apuros ni simplificaciones, narrando con una estilización admirable, en pleno control de la puesta en escena y reafirmando su pericia en la dirección de actores (todo el elenco está impecable). Su cine confía en la complicidad y la inteligencia del espectador, le habla en voz tenue, lo exhorta a leer entre líneas. Pero debajo de esa superficie, en apariencia gélida, todo está en llamas.
Para salir del laberinto Aunque habla de un protagonista, Nicolás, la estructura del arco dramático que traza el film bien puede trasladarse a casi cualquier joven. Al mismo tiempo, esta cuarta película de la directora de Una semana solos es también una nueva versión del mito edípico. Como ocurría con Una semana solos, una de sus películas anteriores, el relato que Celina Murga hace en La tercera orilla representa un tour de force por la adolescencia, en una versión recargada sobre una víctima solitaria. Pero aunque su cuarto trabajo tiene un protagonista único, Nicolás, más allá de los detalles puntuales de su historia y de la intensidad con que éstos se van dando, la estructura del arco dramático que trazan bien puede trasladarse a casi cualquier joven. Al mismo tiempo, esta cuarta película de la directora argentina, apadrinada por Martin Scorsese, es también una nueva versión del mito edípico. Cruda, como corresponde, pero mucho más sutil que aquella contenida en “The end”, épica canción de los Doors en la que un catártico Jim Morrison teatralizaba el deseo de matar al padre y también, aunque de manera velada, de cogerse a la madre. Pero en la esencia metafórica, película y canción tratan más o menos de lo mismo. Hijo mayor de una pareja separada, Nicolás vive con su madre y dos hermanos, que son visitados asiduamente por Jorge, el padre, quien suele venir con un hijo de otra pareja a pasar un rato con todos. Y también a acostarse con su ex, un hecho que no pasa inadvertido para Nicolás y sus hermanos. La situación es confusa: Jorge vive con su otra mujer, pero frecuenta ambas casas con una familiaridad incómoda y algo siniestra. La figura de Jorge remite enseguida al estereotipo del macho alfa, pero aunque parece omnipresente, será Nicolás quien proteja al menor de sus hermanos cuando éste se ponga a espiar el cuarto de sus padres por la cerradura, y también el que ayude a su hermana con la fiesta de 15, el que defienda a su medio hermano del acoso de sus compañeros de escuela y el que consuele el llanto de la madre en la misma cama en la que se acaba de acostar con Jorge. No han transcurrido más que quince minutos de película y todos los elementos de la tragedia griega ya están en su lugar. La película teje un cerco en torno del protagonista y Jorge (Daniel Veronese, cumpliendo un inmejorable debut en cine) será el factótum detrás de esa trama de conflictos asordinados que van dejando a Nicolás sin aire. Lo pondrá a trabajar en su consultorio médico, lo llevará al campo familiar para que se haga cargo de empezar a manejarlo, irá con él al cabaret del pueblo, para que de una vez se haga hombre. El padre vampiriza al hijo hasta convertirlo en un espectro condenado a vivir en un laberinto, sin que nadie puede ver más allá de su máscara rígida, ni sospechar la complejidad de lo que se va macerando dentro de él. Nicolás irá juntando presión. Una pelea con otro joven por defender a sus respectivos hermanos menores y el momento en que canta con su hermana “Rezo por vos” en un pub con karaoke marcarán de algún modo su llegada a la madurez. Ambos funcionan como catalizadores de los conflictos que el relato ha apilado sobre el protagonista y serán una patada a ese hormiguero de furias contenidas en el que éste se ha transformado. Aunque todavía falta para el giro final, es éste el momento central de la película, el que equivale al instante en que el carrito llega a lo más alto de la montaña rusa, pero ya es posible sentir el vértigo de la gran caída por venir. Por un lado, en la pelea mano a mano con un par, cada uno defendiendo a los de su manada, Nicolás terminará de reconocer la fuerza de su madurez, la que necesita para enfrentar el poderoso liderazgo de Jorge. Por otro, la escena en que canta con su hermana representa un momento litúrgico, un ritual iniciático en el que la resistencia interior cede y Nicolás al fin se entrega a una sanadora pérdida del control. Todo ocurre de forma natural, progresiva y sin la intermediación de una decisión consciente por parte del personaje. Saltando, casi gritando una genuina versión proto punk de la canción de Charly García, el chico consigue en escena caer en un trance que, como es esperable, significará para él un cambio de piel, un renacer. Después de eso, el clímax, la explosión, será inevitable. Y cuando ocurra representará un cimbronazo que irá más allá del relato en sí mismo. Al final, cuando parece que Nicolás ha conseguido abrir una brecha en ese anillo que se cierra sobre él cada vez más, liberando una válvula de escape para aliviar la presión, lo que habrá hecho en realidad es cerrar el círculo por dentro, para probar aquello de que la única forma de escapar de un laberinto es por arriba. La escena culminante significa no sólo un cambio de actitud en Nicolás, sino también un giro estético dentro de los códigos cinematográficos con que la película se construyó hasta ahí. Es posible que algunos pudieran sentirse incómodos ante este salto en el registro, pero, a través de él, Murga consigue con inteligencia replicar y trasladar a la estructura del relato la alteración que opera en el protagonista. Como Flaubert, ella también parece decir: “Nicolás soy yo”.
Bien genuina A muchos los “dramas contemplativos”, aquéllos en los que la cámara acompaña a sus protagonistas sin interrumpirlos, los agobian, pero es ese realismo naturalista, que Murga sabe filmar con talento, elegancia y profesionalismo, el que hace tan notable a su cuarta realización. La tercera orilla es un filme sobre la sociedad argentina, no sólo la del pueblo entrerriano que cuenta, y si no se está atento a los detalles, ese sentido se puede perder o no llegar a valorar. Los personajes centrales masculinos -el padre y el hijo- son los mejor construidos por la directora de Una semana solos, porque uno de los temas que aborda es el patriarcado. En cada contrapunto -que es lo que suelen ser los encuentros cuando el padre visita a la familia, o se relaciona con Nicolás, el adolescente- se revela el inconformismo. No se sabe si es hipocresía, falta de cariño o de horizonte, pero en las entrañas de Nicolás se está engendrando algo que va a ser imparable. Por un lado, Murga marca los ecos de ser “macho” en esa sociedad pueblerina, en la que Jorge es médico y también estanciero, Nicolás quiere seguir la carrera de su padre, y sólo muestra agresividad -reflejo de un estado de daños internos- cuando su hermanastro menor sufre de bullying en la escuela. Porque Jorge no vive con Nico, su madre y sus hermanos, tiene otro hogar y allí, entre la necesidad básica de afecto y comprensión, va anidando una criatura dolorida y que sabrá qué hacer cuando se decida y se plante ante la situación. El papel del padre, compuesto por el dramaturgo y director teatral Daniel Veronese, es un extraño para los suyos, pero porque es un hombre incapaz de medir lo que sus actos generan en los sentimientos de quienes lo rodean. Alian Devetac es un actor no profesional, pero en su interpretación brinda toda la autenticidad que necesitaba el personaje de Nicolás. Murga marca los resentimientos y los convencionalismos familiares, pero sin subrayarlos. Nunca remacha sobre un tema, sino que deja que fluya. El entramado es lo suficientemente intenso y resistente para que sobre él descansen otros temas, entre ellos la digni dad en esta pequeña gran obra.
Otras relaciones peligrosas Drama casi rural por la fuerza desatada, "La tercera orilla" es la nueva película de Celina Murga, que con "Una semana solos" nos introdujo en el mundo de la infancia y la adolescencia, mientras que en ésta vuelve al microcosmos provinciano de "Ana y los otros". En el patio de una casa de Concepción del Uruguay, Entre Ríos, unos chicos juegan en una casa. El mayor es Nicolás (Alián Devetac) parece ser el guardián de los más pequeños. Llama la atención sus silencios, su mirada inquisidora, su condición de testigo. A través de él el espectador va visualizando los hechos que vendrán después. La atención para con la hermana Andrea (Irina Wetzel), el seguimiento de Jorge (Daniel Veronese), el padre. Ese pater familiae, autoritario, serio, que maneja a la mujer, a los chicos, lo que se hará, o lo que se hizo. Nicolás parece acumular tensión, quién sabe si miedo, o rabia ante esa fuerza masculina a la que él deberá tratar de imitar o rendirse. ¿Por qué lo observa escondido cuando recorre solo la casa?. Qué es lo que quiere, tapado por los muebles, sin que lo alcance su mandato o sus órdenes. Y por qué la madre Nilda (Gaby Ferrero) llora sin que el hombrote la vea, o se encierra con él, ahí sí, sin vueltas, segura del poder temporario del cuerpo. EL SEÑOR MACIZO Con Nicolás descubrimos que nada escapa al señor macizo y fuerte que es su padre, médico de pueblo, señor de la vida y la muerte en el hospitalito pueblerino. Y también conocemos a esa otra mujer joven y delgada, que parece triste y de luto, con el hijo al lado, que lo saludan como avergonzados. Nada se dicen cuando padre e hijo hablan, mejor dicho cuando el padre habla y decide lo que Nicolás va a hacer mientras él esté de vacaciones, porque él se va de vacaciones y ellos se quedan. Quién sabe si esa mujer tristona y su hijo no se van con él. Nicolás se quiere hacer a la idea de que tiene que ser médico, que debe mandar a los peones con la mano dura, que no es la suya y que el hombre aconseja y que debe someter a la mujer del tugurio al que lo lleva el padre, porque él se lo impone. COMO UN VOLCAN El muchacho es un volcán. Una masa en ebullición. Su adolescencia y esa fogata que las presiones alimentan seguramente no van a ser buenas consejeras. Drama casi rural por la fuerza desatada, "La tercera orilla" es la nueva película de Celina Murga, que con "Una semana solos" nos introdujo en el mundo de la infancia y la adolescencia, mientras que en ésta vuelve al microcosmos provinciano de "Ana y los otros", donde la hipocresía, el autoritarismo, la doble vida no tienen oportunidad de ocultarse como en la ciudad y es la comidilla de vecinos y parientes. La personalidad de Nicolás está bien presentada y su tensión y agresividad solapada tienen dos momentos límites, el karaoke con la hermana, donde se muestra desatado y feliz y el final que no describimos por razones obvias. Muy buenas las actuaciones de Daniel Veronese como Jorge, el padre y Gaby Ferrero en el papel de Nilda, la madre. La hermana adolescente es Irina Wetzel. En cuanto a Alián Devetac, aporta un rostro singular a su papel de Nicolás y se revela como un actor con futuro en el cine.
Tenso drama familiar con puesta minimalista Un exitoso médico de provincia, dueño de una estanzuela y socio de una clínica, mantiene dos hogares: el de la mujer con quien tuvo tres hijos, y el que formó con otra mujer, con la que tuvo uno más, un varón. Vive con ésta, en buena situación económica, y visita y alimenta a la anterior. Digamos, casa con piscina en un hogar, pelopincho para los demás. También plasma y demás necesidades, pero vive con la otra. La historia se centra en el primogénito. El médico lo quiere, estimula su papel de hijo mayor, lo introduce al mundo del trabajo y de las responsabilidades del hombre de mando. También lo introduce a un puticlub, en una escena que termina siendo inverosímil por la actitud del chico y de la hetaira que lo comprende. El pibe es un varoncito, no tiene novia ni valor para matar un chancho pero enfrenta a cualquiera en defensa de su pequeño hermanastro. Pero tampoco tiene onda con el padre, ni sabe cómo enfrentarlo si algo no le gusta. Por ahí va la película. Se la puede ver siguiendo el discurso habitual contra el machismo, la hipocresía pueblerina, el peso del mandato paterno, etc. Pero no está prohibido ponerse a favor del padre, sobre todo ante la reacción filial, simbólica y dañina. O medianamente a favor de la madre, que depende de ambos varones y arriesga quedarse sin sostén alguno. El pibe también arriesga. Lo que grita entusiasmado (la única vez que lo vemos entusiasmado) en un baile, "y me abracé al dolor / y lo dejé todo por esta soledad", puede hacérsele realidad en plena y egoísta inmadurez. Todo depende. Celina Murga asume otro riesgo, artísticamente difícil: sugiere caracteres y conflictos a través de mínimos detalles, de leves expresiones que hacen percibir un estado mental de fastidio y rencor, algo latente, sin explicitar, ni explicar, casi nada, reservando el estallido para el final. Coherente con su elección, la desarrolla con buena mano. Gustará a quienes quieran apreciar eso que ciertas corrientes llaman rigor estilístico, y otras llaman simplemente "desinterés por el público", pero es imposible negar que tiene buena mano. Para descubrir, en la banda sonora, unos muy breves compases de viejas grabaciones de "El aeroplano" y el "Vals de los 15". Y en la pantalla, el destacable trabajo de Daniel Veronese como el padre. Aunque parezca mentira, el cine nunca hasta ahora lo había convocado.
Paternidad y oligarquía Nicolás (Alain Devetac) tiene diecisiete años, vive en una ciudad pequeña de Entre Ríos, de esas rodeadas de campo, con peones obedientes, y terratenientes que se pasean en 4x4. Vive con su madre y sus hermanos, su padre no vive con ellos y tiene una familia legal en otra casa, pero aún así es su patriarca, el que provee, el que manda. Por eso decidió cual seria el futuro de su hijo mayor: estudiar medicina y encargarse del campo de la familia. Para eso realiza una pasantía en la clínica de su padre después de la escuela, y lo acompaña al campo los fines de semana para aprender de él, como se hacen las cosas. A pesar del silencio y la obediencia de Nicolás, vemos que no está del todo de acuerdo con las expectativas que ese padre dictatorial tiene para él, tampoco él mismo parece saber qué quiere, pero a medida que transcurre la historia parece ir descubriendo qué es lo que no quiere. Encerrado en su silencio, la tensión va subiendo en su interior, se convierte en una especia de olla a presión, hasta que decide qué hacer con su vida, si seguir o no el mandato de su padre. Daniel Veronese compone brillantemente a un padre fuerte, hostil y extremadamente machista, incapaz de tener en cuenta a los demás, ni siquiera a su propia familia. Celina Murga una vez más demuestra ser muy buena explorando el mundo adolescente, con sensibilidad, simpleza, y sin lugares comunes. Del mismo modo logra retratar las costumbres y la idiosincrasia de una ciudad pequeña, sin que ningún personaje tenga la necesidad de explicar nada. A pesar de las pocas palabras, entendemos cuales son los códigos y normas de sus pobladores, qué esté bien y qué esté mal, qué es lo que se ve, se escucha, pero no se dice.
Celina Murga una película muy atractiva, de logrados climas, de mirada certera sobre las hipocresías de una ciudad chica, donde todo el mundo acepta al hombre conocido que tiene dos familias paralelas. La fuerza está en los detalles, en los clímax pequeños de cada situación, en la construcción de la rebeldía, en la aceptación resignada, en los sentimientos a flor de piel.
Mandatos y herencias familiares Finalmente se estrenó en Argentina la nueva película de Celina Murga (Ana y los otros, Un fin de semana solos), con producción del mismísimo Martín Scorsese y la actuación del prestigioso director de teatro Daniel Veronese. Como los grandes films modernos, aquellos de Cassavetes y Rohmer entre otros cineastas, cuando comienza La tercera orilla se transmite la sensación de que la historia ya tuvo un recorrido importante, desafiando al espectador a pura sutileza para completar la información. Cuando termina la hora y media de la excelente película de Celina Murga (Ana y los otros, Un fin de semana solos, Escuela Normal), la sensación es que podría continuar hasta el infinito. Es que La tercera orilla trabaja sobre el presente continuo de unos personajes y sus situaciones límite que no necesitan de explicaciones inútiles. Por eso es cine moderno, aquel que le propone al espectador las herramientas narrativas a través de silencios y sutiles cambios de tono, en este caso, para comprender la vida de Nicolás (gran trabajo de Alían Devetac) y su paso de la adolescencia a la adultez y al compromiso futuro instituido por su padre (notable composición de Daniel Veronese), un rey familiar de dos clanes que gobierna en Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Los momentos previos a la decisión del padre para el hijo elegido, aunque parezca paradójica la definición, se resuelven a través de una contundente sutileza. La cámara de Murga sigue los pasos de Nicolás y sus hermanos de un solo padre, también la tristeza silenciosa de su madre. El padre del reinado, por su parte, no está mostrado como un sujeto autoritario y de cinturón en mano; todo lo contrario, las palabras exactas y el tono justo van construyendo a un personaje incómodo de ver, pero al que resulta imposible criticarlo por sus decisiones. Nicolás tiene en su hermana, a punto de cumplir 15 años, a la única compinche de la situación. Sin recurrir a subrayados, los cruces de miradas entre ambos plantean un cuadro familiar del que parecería imposible evadirse. El destino de Nicolás, asignado por la figura del padre, se dirigiría a la herencia laboral como médico y al cuidado del campo, lugar adonde no se le ve muy cómodo. Es que Nicolás teme (y respeta) a su padre, se esconde de él, habla poco con su Rey progenitor, quien hasta resuelve cuando su vástago-cría debe descubrir su cuerpo y su sexo con las mujeres de un prostíbulo del pueblo. La fiesta de 15 se acerca y es necesario el ensayo previo. "Rezo por vos" es la canción elegida –único leitmotiv musical del film– entonada por los hermanos en un particular karaoke desde el desgarro interior, con Nicolás moviendo su cuerpo con libertad por primera vez. Rezo por vos, justamente, oratoria que parece concebida para el pater familias, el que gobierna un rebaño al que solo una oveja podría torcer el destino.
a tercera orilla es la última película de Celina Murga, (Ana y los otros 2003 y Escuela normal 2012) que viene de su paso por el festival de Berlín en febrero y está llegando al de Cartagena, (del 13 al 19 de abril). De la historia de la Tercera Orilla Es la historia de Nicolás, un joven adolescente en un pueblo de Entre Ríos que vive con su hermana, hermano y madre y es acosado continuamente por uno de los hacendados del pueblo, su padre Jorge quién mantiene una doble vida, (o quizá más), donde la familia de Nicolás no es la suya y formalmente no se reconocen con la esposa e hijos oficiales del padre. Jorge le ve futuro a Nicolás ocupando su lugar en la hacienda, la clínica, el pueblo. Así es que cae en su vida como un ejército extranjero conquistador obligándolo a adoptar sus costumbres y sus formas sin importarle, más bien ignorando completamente, la opinión que su hijo tenga. Una relación íntima y distante La película pasa a través de la mirada de Nicolás, interpretado por el debutante Alián Devetac que lleva su papel y la tensión hasta el final. Su personaje es el protagonista casi exclusivo de La tercera orilla que no realiza muchas acciones pero que es capaz de transmitir los conflictos internos por los que está atravesando. Sumando esa actuación a la de Daniel Veronese, Jorge, otro debutante en el cine pero no en la actuación, hacen una dupla que si bien uno preferiría que esos personajes no se cruzaran más no dejan de atraer. Una curiosidad. Alián Devetac no fue al casting con el propósito de formar parte de la película, ni siquiera de actuar y todavía más, quizá ni quería ser actor. Sino que acompañó a un amigo y mientras algunos se entrevistaban, Celina Murga y compañía sintieron que ese muchacho con su mirada ya algo transmitía. Esas son las historias que frustran a los que se matan estudiando ¿No? No sé. ¿Por qué tanto lío con Scorsese? La película es precedida en su poster por la oración que dice Martin Scorsese presenta: y yo me pregunto ¿Qué es lo que está presentado el tipo? Podría empezar con un insoportable exordio acerca de que no puede ser que incluso una película argentina que es ya la cuarta además que realiza la directora deba ser promocionada por la figura de Scorsese y no por su trabajo que suficientes credenciales debería de darle al público a la hora de elegir si va o no a verla. Pero, y para serles francos ¿Para qué los voy a aburrir con esto si de todas formas… algo, no sé? Conclusión La tercera orilla muestra una historia muy sencilla pero de un carácter fuertísimo apoyada casi exclusivamente en la actuación de Alián Devetac quién transmite muchísimo desde su silencio y su mirada. No sé qué decirles de Scorsese, pero da igual a este punto. ¿Se dieron cuenta de que al revés se diría esesrocs? Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto…
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Heridas que no cierran Las relaciones familiares conflictivas son abordadas en el nuevo trabajo de Celina Murga, que contó esta vez con la producción de Martin Scorsese. La realizadora de Ana y los Otros, Una semana solos y Escuela Normal tiene una particular manera de narrar, donde no todo se cuenta ni todo se dice. Nicolás (Alián Devetac) es un adolescente que vive con su madre y sus hermanos menores en una pequeña ciudad de Entre Ríos. Su padre, Jorge (Daniel Veronese) es un respetado médico del lugar que sueña con que Nicolás sea su sucesor. Pero el chico sufre además por la doble vida que lleva su padre. Entre dos familias y ubicado en una suerte de "tercera orilla" a la que alude el título, el protagonista debe tomar una decisión para cambiar su futuro. Narrada desde el punto de vista del adolecente, el relato se limita a mostrar el mundo circundante del joven protagonista, callado y observador, pero atento al más mínimo detalle. En La tercera orilla no todo se hace explícito, sino que por el contrario, el clima elegido por la directora es dramático pero sin lágrimas, sólo de emociones contenidas. Resulta interesante la escena en la que el padre lleva a Nicolás a un cabaret o los silencios cuando ambos van juntos en la camioneta. Una película que seguramente no será del gusto de todos, pero que impone con sensibilidad su aire bucólico y donde el silencio lleva a un estallido final.
Flotando sobre la Ciénaga Hace aproximadamente 15 años, el cine argentino empezó a emitir un cambio en su manera de filmar. Hubo una manera de narrar diferente, una búsqueda formal, artística y temática que se asociaba – con mucha razón – al cine desolador de principios de los años 60, que al seudo cine de género de los 90. Entre el compromiso social y el experimento audiovisual nos encontramos con directores que transgredían las fronteras del star system televisivo y se animaban a poner no-actores delante de las pantallas, intérpretes marginales o salir a buscar artistas del teatro off. Estéticamente, podía interpretarse como un cine más primitivo, más salvaje. Una de las obras paradigmas de esa etapa fue La Ciénaga de Lucrecia Martel. Una verdadera perfeccionista de la puesta en escena y la composición sonora, Martel se convirtió en un referente de ese “estilo” de narración. Su ambigüedad, distanciamiento y frialdad son parte de su estilo. Una directora que confía más en la creación de climas de tensión, antes que en la necesidad de contar una historia “trascendente”. Amada, odiada y envidiada por igual se le debe reconocer a Martel una búsqueda autoral, que al menos siempre despierta curiosidad. Celina Murga, es una de las últimas discípulas de la generación original, que participó de este cambio. Mientras que varios de sus colegas, ya son nombres representantes de una seudo industria local, que trabajan con actores de una seudo start system – Trapero, Burman, Caetano – Murga prefiere seguir filmando como hace 15 años, en cambio. Aunque sus colegas, mantengan búsquedas formales, que aún los conserva como autores, pero aprovechan los recursos que tienen a mano para generan producciones más ambiciosas, Murga prefiere quedarse en su Entre Ríos natal, y narrar como si el tiempo no hubiese pasado, lo cual, en cierta forma significa una rebelión y al mismo tiempo una certificación de principios cinematográficos. Acaso el apoyo brindado por Martin Scorsese en sus últimas obras, no significa que se le hayan ido los humos a la cabeza, y en cierta forma mantiene un perfil bajo. Tras este preámbulo, metámonos de lleno en La Tercer Orilla. En principio, resalta que la realizadora entrerriana sigue manteniendo el foco en el universo púber y adolescente. Hay cierta coherencia en el crecimiento de los personajes de sus películas. El protagonista de esta obra está terminado el secundario y empezando a convertirse en un adulto. Sin embargo, el conflicto es claro. Su hogar es inestable: su padre es un confeso bígamo, tiene dos familias; divide su tiempo con sus dos esposas e intenta darle la misma atención a los vástagos que tuvo con ambas mujeres. Esta figura paternal, completamente autárquica es la gran sombra que atormenta al protagonista, un muchacho lacónico que pretende convertirse en médico para satisfacer los deseos de su padre. Desde una estética casi costumbrista, la directora, incrementa la tensión interna del protagonista a medida que el relato avanza lentamente con la densidad que solicita el ambiente y el contexto pueblerino, donde viven los personajes. El odio, ante la hipocresía es evolutiva, la violencia es progresiva y por supuesto, en algún momento va a estallar. Alejada de la empatía y el tono semi humorístico de sus primeras dos ficciones, Murga, se encasilla más cerca del melodrama familiar y el thriller. Acaso el paso intermedio por el género documental le ha brindado cierta madurez temática y narrativa. Sin embargo, algo se ve forzado, impostado en el tono de la película. Y sobretodo, algo se ve anticuado en su forma de exhibir el conflicto. Como si la directora en pos de no repetirse, termina imitando al modelo de Martel y el resultado final es ambigüo. No se siente cercano ni a ella ni al público. La cámara toma un distanciamiento a medias de los personajes, que por un lado consigue mostrarnos que al protagonista le sucede “algo” interno, pero por otro no podamos tener empatía con el mismo. El laconismo y austeridad del actor Alián Devetac es contraproducente. En algunas escenas, su postura corporal y actitudes son convincentes, por momentos parecen forzadas. Un intérprete irregular, cuyo amateurismo contrasta con el de Daniel Veronese, su padre en la ficción, que pese a una sólida actuación, no termina por incorporarse al tono del resto del elenco que realmente parece más natural con el ambiente. Puede ser que haya sido algo buscado por la directora, el hecho de que un artista más ligado con un contexto urbano resalte más aún en un pueblo del interior, sin embargo hay algo de Veronese, especialmente su relación con Devetac, que hacen ruido, que no resulta convincente, como si fueran peces de dos ríos distintos. Muchos espectadores no perdonarán que la directora deje tantos huecos abiertos, que el relato parezca empezado y no terminara, que la medida que tome el muchacho contra su padre, sea un poco exagerada, teniendo en cuenta, los conflictos que vemos entre ambos. Sin embargo, a ojos de este redactor, todo eso es relativo. Hay mucho de la diégesis de la historia que no vimos ni veremos y se puede construir perfectamente en el imaginario. El recurso del fuera de campo narrativo es acaso lo mejor que tiene La Tercer Orilla. La información que brinda el guión sobre los personajes es la justa y necesaria. El personaje del padre, queda completamente villanizado, incluso en escenas que podrían no haberse incluido. La directora posa su mirada en el paso de la infancia a la adultez, de la maduración intelectual y sexual de los personajes. Eso se ve y está sólidamente planteado. El problema no surge por sus intenciones formales o por lo que transmite el guión, sino por su timidez a la hora de cómo narrar, de su indefinición estética, del poco compromiso audiovisual que tiene la directora con su guión. Esta austeridad cinematográfica, no se ve auténtica. Imita un modelo de hace 15 años que ya hizo otra persona. Y acá no hay lugar para la cita, el homenaje o la referencia. Acá surge la pretensión de seguir una formula ganadora, un cine “for export”, que triunfe fuera de la “industria” local. Y cuando la cabeza está puesta más en el resultado comercial – que desde el vamos parece resignado a triunfar en el mercado nacional – que en la realización propiamente dicha de un producto que guarde coherencia entre lo que se quiere contar y como contarlo, estamos ante un grave problema. Hace 15 años se perdonaba; ahora no.
El tercer largo de ficción de la directora de UNA SEMANA SOLOS muestra a Celina Murga indagando aún más a fondo en la vida de personajes jóvenes y en su relación –tensa, teñida de desconfianza– con el mundo de los adultos. Como en aquel filme, en LA TERCERA ORILLA Murga observa el comportamiento de niños y adolescentes que se sienten muchas veces usados o postergados por los más grandes y que crean un universo con sus propias reglas. La película confirma algo que para muchos ya es obvio: que Murga es una de las más sutiles e inteligentes observadoras de ese universo juvenil, con un grado de comprensión enorme respecto a sus ambigüedades y tensiones, así como una realizadora con una asombrosa facilidad para construir personajes creíbles y verdaderos, de esos que no se definen fácilmente mediante los requerimientos psicológicos de los manuales de guión sino por su propia y muchas veces contradictoria lógica. A004_C012_0906M3En el centro de la historia está el Doctor Reinoso (Daniel Veronese, el director teatral), un médico que tiene dos familias, una oficial y otra “paralela”. Nicolás (el debutante Alián Devetac, excelente) es el hijo mayor de la “otra familia”, tiene una hermana y un hermano más (todos fruto de esa curiosa unión) y vive esa situación con indudable molestia pero también dejándose llevar por la fuerte influencia de su padre. Es que el severo hombre lo prefiere a él como su sucesor más que a su hijo oficial –menor y más frágil– y le quiere enseñar el oficio, manejar la finca que posee y hasta lo lleva “de putas”. Esa presión paterna irá haciendo estragos en Nicolás, que en los papeles respeta la autoridad paterna pero cuya fidelidad verdadera está ligada a su madre y sus hermanos, incluyendo a su medio hermano a quien protege en el colegio. Murga no hace demasiado claras las fidelidades familiares ni explica del todo las relaciones interpersonales. Es el espectador quien debe atar los cabos de lo que va sucediendo, de los silencios que rodean a ese secreto juego de lazos familiares al que todos juegan como si la bigamia fuera lo más normal del mundo. Lo que sí hace –y muy bien, con colaboración en el guión de Gabriel Medina– es construir un universo de relaciones masculinas que no por prototípicas o tradicionales dejan de ser brutales y hasta crueles. Esa mirada a un mundo masculino cargado de violencia es la que conecta a su filme al cine de su productor ejecutivo Martin Scorsese, lo mismo que ese sistema cerrado y endogámico en el que se mueven todos los protagonistas y que funciona con sus propias y complejas reglas. terceraorillaMurga vuelve a dejar en claro que es una extraordinaria directora de actores, especialmente en lo que respecta a su trabajo con chicos sin experiencia previa, logrando con ellos algo casi mágico en la manera en la que sus personajes viven y respiran en la pantalla. Los juegos entre los chicos –sus peleas, su intimidad, los diálogos que mantienen– están construidos a pura verdad, como si la cámara estuviera espiándolos sin ser vista. Si bien es más narrativa y tensa que sus anteriores películas, Murga sigue manteniendo su preferencia por la construcción más bien impresionista del relato, con escenas que apuestan más por el clima que por la propulsión dramática, sacando al espectador todo el tiempo de la “comodidad” del suspenso. Es una forma de entender el cine que es consistente tanto en la forma como en el tema: nada es del todo lo que parece. Y si las familias que pueblan el filme no son del todo convencionales, tampoco lo serán las tramas que las contienen.
Universo adolescente Luego de su debut con Ana y los otros hace diez años, la directora Celina Murga ofreció un film diferente pero de muy escasos logros como Una semana solos; ahora, con el aval de Martin Scorsese, estrena su tercera película, La tercera orilla, un film con casi las misma deficiencias y virtudes que el anterior. La cineasta maneja indudablemente bien los climas cotidianos, otorgándoles una singular verosimilitud. Aquí lo demuestra internándose en ámbitos muy diferentes, ya sea la casa de un barrio cerrado colmada de niños o una familia disfuncional en un pueblo mesopotámico. En ambos casos, Murga sorprende con un fuerte quiebre en el desenlace, que aún generando interés en el espectador, de ningún modo se justifica a través del minucioso pero abúlico desarrollo previo. Aquí retrata muy bien el universo adolescente de la zona junto a extraños y sinuosos vínculos familiares, con la mira puesta en un joven taciturno guiado por ciertos y férreos principios y un padre respetado en el pueblo pero tradicionalista, controlador y autoritario. Una chispa se encenderá entre ambos, produciendo una desproporcionada actitud de uno. El realismo costumbrista y la ausencia de todo suspenso malogran los ambiciosos objetivos propuestos, pero algunas buenas escenas se pueden rescatar, junto a composiciones como la de Daniel Veronese.
La cuarta película de Celina Murga la encuentra en su mejor trabajo, aprovechando al máximo su encuentro y el padrinazgo de Scorsese. Un relato agobiante y ajustado con una puesta en escena maravillosa, con un registro cuasi documental. La historia es necesario contemplarla en sí misma.
Y me encendí de amor ¿A qué alude esa tercera orilla que da título a la nueva película de Celina Murga? Bien sabemos que cualquier caudal de agua sólo tiene dos. ¿Será la nominación de un lugar imposible? ¿Será la figura de ese hijo como resultado de un uno (madre/padre) más un dos (madre/padre) que unidos da un otro tercero? ¿Será la búsqueda de alguna síntesis? Seguro es eso y mucho más. Un adolescente va cumpliendo con los mandatos paternos en una perfecta conjunción que lo depositará en un lugar que, claramente, a medida que avance el relato, comprenderemos no ha sido una elección. El padre al que responde es un doctor reconocido del “pueblo” que tiene dos familias en paralelo que a nadie le parece necesario tener que justificar o explicar. El ha decidido que ese hijo, fruto de la familia no oficial, sea “el heredero”: que estudie medicina, que trabaje en su clínica, que se encargue del campo familiar. Mientras, Nicolás cuida a sus hermanos -incluido el hermanastro-, y a su madre con un cariño incondicional y ocupando un rol que a veces demuestra otra manera de paternidad y en otras repite los mismos mecanismos que padece. Murga construye un delicado y sutil relato que se basa en detalles y situaciones que no fuerzan el subrayado ni la explicitación. La misma cotidianeidad se vuelve acumulativa para sembrar esas pistas que conformarán las ulteriores razones para acceder al desenlace. Piezas de un rompecabezas que requieren la intervención activa del espectador. Sociedades conservadoras, ideologías machistas, patriarcados míticos de un interior que jamás ha puesto en duda sus pilares constitutivos (¿cómo poner en cuestión algo natural?) se exhiben ante nuestros ojos con la mayor naturalidad mientras en paralelo crece en el joven protagonista un volcán imparable. La directora vuelve a colocar su ojo y su cámara en determinada franja etaria (niños y jóvenes) de una sociedad del interior provincial (Entre Ríos) -algo que ya resulta una característica desde Ana y los otros, su interesante opera prima-, pero logrando a través de la pintura de la aldea propia la universalización de la historia. Los logros de la película se alcanzan también por la elección de un reparto excepcional. A la cabeza del cual un director de teatro y dramaturgo reconocido como Daniel Veronese se vuelve toda una revelación en su debut actoral y Alián Devetac, sin antecedentes anteriores, consigue transmitir acertadamente todas las emociones por las que transita Nicolás. Murga vuelve a demostrar que son las mujeres directoras (Martel, Puenzo, Cedrón, Seggiaro, Sarasola Day, Galardi, Menis, Oliveira Cézar, Carri) quienes más arriesgan y construyen una producción imprescindible para vigorizar el cine argentino.
Padre e hijo Quizá sea hora de decir que Celina Murga se ha convertido, muy rápidamente, en una especialista en relaciones: ese modo frágil de convivencia que comparten sus personajes, que atraviesa de ida y vuelta el paisaje humano y que parece temblar en la superficie del plano, como un interrogante capaz de conservar, si es necesario por la fuerza, el carácter distintivo de aquello a lo que arribamos siempre con un poco de retraso como para poder observar de frente y bajo una luz plena. Puesto que Murga filma prácticamente lo mismo en cada película –la pregunta de su cine podría ser la pregunta acerca de qué grado nuevo de precisión, de verdad emocional y de calidez se pueden conseguir extraer de un tema único–, su estilo quirúrgico de acupunturista, de descubrir el punto exacto donde habrá de fijarse la cámara, se vuelve también el meollo ineludible de La tercera orilla. Su cuarta película –segunda bajo el padrinazgo de Martin Scorsese, ese plato preferido del periodismo criollo que busca y reclama el “toque Marty” como un signo inequívoco de legitimación– presenta dos familias unidas por el mismo hombre, un médico y hacendado módico de una ciudad de provincia, que en una práctica aparentemente no tan rara ha formado una familia nueva sin abandonar ni renunciar a la vieja. El personaje es un pater familias por partida doble, entonces, una especie de rey en sus propios términos. La antigua mujer, que también es una de las dos actuales –en un gesto de simultaneidad que la película establece con un aguijón de ironía cuya desesperanza esencial se ve aplazada por el cuidado casi amoroso con el que Murga dibuja siempre sus mundos– se acostumbra a ver partir al hombre hacia su otro hogar y llora después en silencio de espaldas a sus hijos. Sin embargo, el foco principal de atención de la película es otro: Nicolás, el hijo mayor de la primera familia, un adolescente retraído cuyo rostro es lo primero y lo último que aparece en plano en La tercera orilla. En las películas de Murga suele ocurrir que los personajes llegan tal vez demasiado tarde o demasiado temprano. En Ana y los otros, Ana regresa a su Paraná natal después de una década; las formas del cortejo y de las relaciones amorosas provincianas se le han vuelto ajenas, una incógnita que se ve obligada a escudriñar en los gestos, en los rostros de los hombres que se le acercan y en los pliegues de los diálogos captados al azar, mientras se dedica a rastrear el nombre de un viejo amor de su adolescencia. En el giro más sorprendente de la película, Ana toma un auto prestado y sale en busca del sujeto en cuestión llevando un niño a modo de lazarillo. Todo hace suponer que todavía está a tiempo. Pero el largo plano del final tiene una carga de incertidumbre que se queda clavada en el ánimo del espectador. En Una semana solos , la pequeña Sofi debe empezar a ver las cosas por primera vez, a constituirse en individuo, siempre suavemente –Murga es probablemente la directora más afectuosa y delicada a la hora de acompañar el trayecto de sus criaturas, la única capaz de velar por ellos de una manera tan precisa sin abandonar nunca la distancia justa–, ensayando poses de diva frente al espejo y enfrentando luego a un público improvisado desde arriba de un escenario. En cambio en La tercera orilla parece representarse el momento justo del protagonista, su “aquí y ahora” más brutal. Nico no añora un tiempo perdido en la memoria, ni es capaz de avizorar un tiempo futuro, y eso es en parte lo que hace que la película por momentos se vuelva tan angustiante. Nico no sabe quién es, pero intuye quien no quiere ser. Y sobre todo, sabe donde no quiere estar: hay todo un trabajo muy minucioso de Murga a la hora de comunicarle al espectador el sentimiento de incomodidad del personaje, que básicamente no puede compartir sin una cuota de malestar el mismo espacio, ni siquiera el espacio físico, con el padre. Es impresionante el modo en que Nico se descubre imponiéndole a su hermanastro una conducta a seguir: quiere convertirlo en “un hombre” que no se deje martirizar por sus compañeros de curso, así como en una escena el padre lo lleva a él al prostíbulo. Los dos fallan, claro. El más chico en defenderse de sus ocasionales torturadores y Nico en hacer su papel de cliente bien dispuesto delante de una prostituta. Es muy emocionante advertir cómo sin decir una palabra el chico se resiste todo el tiempo a ser una sombra, un muñeco teledirigido por el amor avasallante, casi despótico que emana la figura del padre. Sus rebeliones son como parpadeos, breves iluminaciones en el interior de cada escena que la directora dispone prácticamente desde el minuto uno de película. En ese sentido, Murga parece haber llegado a un punto tal de depuración de su arte para los acontecimientos minúsculos que el gesto final del personaje –aunque siempre mediado por la elegancia que la caracteriza– parece en comparación un poco aparatoso. Lo cierto es que si la película se resumiera en el mero enigma acerca de qué actitud tomará el chico con aquello que parece estarle destinado, tendríamos derecho a una sensación un poco insatisfactoria, como si Murga supiera todo de antemano y solo se dedicara a jugar al gato y el ratón con el espectador, distribuyendo la tensión subterránea del relato y dilatando astutamente el momento en el que su personaje claudica o encuentra por fin una forma de liberación. Pero la directora no hace nada de eso. A esta altura es ocioso decir que Murga no inventa nada, no tiene trucos ni artimañas de ninguna clase que ofrecer. Su cine es mucho menos un mecanismo aceitado por donde se expide el relato que un ente orgánico, cuya justificación última inunda sutilmente al espectador de una escena a otra. Para Murga siempre cuenta el estilo. Ese modo intransferible de enhebrar imágenes, ideas, sentimientos, retazos de un mundo al que el cine que importa solo accede bajo la cláusula de quedarse fatalmente un poco más acá, como Nico espiando a su padre atrás de una puerta. Murga, por su parte, nos lleva de la mano gentilmente y comparte con nosotros su emoción pero también su pudor, al abrigo de todo cálculo y golpe de efecto, como si se tratara de un tesoro. Una vez más, sus ojos son también los nuestros.
La tercera orilla es el trabajo más ambicioso de Celina Murga hasta la fecha. La acción vuelve a situarse en Entre Rios, provincia natal de la realizadora quien en una entrevista concedida a Cineuropa sostuvo que “me interesa seguir mostrando mi provincia en mis películas. Su geografía, sus colores, texturas y sonidos me inspiran”. Pero hay otra constante mucho más interesante en su cine, ella posa su mirada sobre la juventud y el punto de vista es el de un joven. El protagonista de La tercera orilla es Nicolás, un adolescente cuyo padre, un respetado médico de la zona, tiene dos familias, la de Nicolás, su madre y sus dos hermanos y la “oficial”. Sin embargo él, sin pedirlo ni quererlo, es tratado por su padre como el sucesor. El mandato paterno genera en el protagonista una incomodidad constante que se traduce al lenguaje cinematográfico en forma de tensión constante. 2 Cuando puede elegir Nicolás es callado, prefiere el rol de observador desde donde custodia el bienestar de su familia que son simplemente su madre y sus hermanos (incluido su “otro” hermano). Pero poco a poco las redes de su padre lo irán cercando y los pequeños gestos de desinterés de este por sus hermanos generarán un crecimiento constante de esa tensión que en algún momento deberá explotar. Celina Murga retrata la cotidianeidad de este grupo de personas con la sencillez y sensibilidad que ya demostró en el resto de su obra. El registro algunos lo vinculan al documental pero también es heredero de algunas de las películas inaugurales del “nuevo cine argentino” de finales de los 90 y comienzos de siglo, tal vez con mayor nervio y estilización. La tercera orilla relata la abrupta transformación del final de la adolescencia a la joven adultez con la forma de un tortuoso viaje interior motivado por el desprecio por ese padre que lo insta a cumplir un rol que no desea. Un relato exquisito y vital que demuestra porque Martin Scorsese se interesó en la obra de Celina Murga. Por Fausto Nicolás Balbi fausto@cineramaplus.com.ar
Liberación interior La cotidianidad no es necesariamente sencilla, y eso Celina Murga lo refleja con maestría en La tercera orilla, a base de planos medidamente rústicos, cuidados juegos de espejos y acalladas explosiones emocionales. Un caudal de tensiones subterráneas y una gracia interna en los ritmos y el tono narrativo permiten conectar de manera inmediata con Nicolás (notable el actor Alián Nevetac), quien podría asociarse a Adéle Exarchopoulos de La vida de Adèle en su expresión expectante, noble y sombríamente revanchista. Y la ambivalencia de su personaje es otro acierto del guion, en tanto Nicolás se esconde bajo la cama para observar a su padre pero también recurre a las trompadas para defender a su hermano o al atentado anónimo para expresar su descontento. El joven vive con su madre y hermanos y lleva una vida de pueblo del interior, emborrachándose con amigos y asistiendo a sus últimos días de clase, a la vez que su padre (Daniel Veronese, no tan eficaz como Nevetac), que mantiene a otra familia, lo empuja a sucederlo en el laboratorio y a hacerse cargo de sus negocios rurales. El abismo generacional entre ambos se evidencia pronto y se irá agudizando cuando el padre lo quiera iniciar en las escopetas o el sexo de prostíbulo, a lo que Nicolás se negará de manera silenciosa, recortándose del entorno como un santo o un héroe. Otra virtud del filme y de su naturalismo sólo a primera vista lacónico está en la enorme variación de escenarios, interiores y exteriores, que Murga parece conocer al dedillo: desde el campo abierto a la fiesta de galpón a la estación de servicio de madrugada, la directora construye un universo sólido y atractivo, de thriller infinitesimal (con Martin Scorsese y Gabriel Medina aportando al gesto de género), que tiene en un par de escenas potentes su clímax y superación: cuando Nicolás se arroja a una pileta con lluvia o cuando canta Rezo por vos en un karaoke junto a su desafinada hermana o cuando también junto a ella baila un tango de cumpleaños. Allí Murga logra algo plenamente cinematográfico, liberada ya de mandatos y convencionalismos paternales.
La mejor película argentina estrenada durante el primer trimestre 2014 “La tercera orilla” de Celina Murga, integró la Competición Oficial de la reciente Berlinale. Tuvimos oportunidad de verla allí y nuevamente este sábado, a sala llena, en el cine Gaumont. La experiencia valió la pena ya que una segunda visión conlleva el riesgo, al desaparecer el factor sorpresa, de que decaiga el entusiasmo inicial. Sin embargo, esto no ocurrió en absoluto con el cuarto largometraje de la realizadora de Entre Ríos, que ya nos había impactado con “Ana y los otros” y en menor medida con “Una semana solos”. Se advierte en esta nueva producción una madurez y solidez dramática que a menudo escasea en las películas de ficción de nuestro cine. Aquí existe propiamente una historia y se plantea un conflicto, sin subrayados innecesarios, que va ganando el interés del espectador de manera casi imperceptible hasta una explosión, necesaria, cercana al final. Ambientada en su provincia natal (Concepción del Uruguay), “La tercera orilla” está centrada en Nicolás - adolescente de casi 18 años – que debe afrontar la no presencia de la figura paterna asumiendo en parte ese rol frente a sus hermanos menores. No es que el padre esté siempre ausente físicamente, ya que aparece y desaparece cada tanto al mantener virtualmente dos familias sin preocuparse demasiado por el “qué dirán”. En otro notable debut, del conocido hombre de teatro Daniel Veronese, éste compone a un frío médico cuya posición acomodada, al poseer un campo donde trabajan varios peones, le permiten llevar una doble vida. Nicolás (Alián Devetac), está terminando el secundario (lugar ya retratado por Murga en su documental “La escuela normal”) donde también está su hermana Andrea (Irina Metzel) a punto de cumplir quince años y festejarlos en la fiesta que organiza su sufrida madre (Gaby Ferrero). Cuando le recuerda a su marido el evento éste le responde que no podrá estar ya que se va de vacaciones. Pero no termina allí el descaro paterno ya que le encarga a su hijo que se ocupe del campo, del pago de los peones y de otros menesteres hogareños. Una escena impactante transcurre en una especie de cabaret en que el padre, evidentemente un habitué del lugar, lleva a su hijo para que se vincule sexualmente con una prostituta. En un momento ésta, ante la incomodidad del joven, le dice textualmente “vos no la estás pasando bien”. Poco antes su progenitor le había preguntado si tenía algún problema con alguna chica. Y acto seguido afirmaba: “a vos te va a ir bien y te tengo fe, pero tenés que ponerte las pilas”. Que Nicolás tiene clara la situación lo demuestra la escena del karaoke con su hermana cuando ambos entonan juntos “Rezo por vos” (de Luis Alberto Spinetta y Charly Garcia), que contrasta calidez con la frialdad del trato que recibe de su padre. O también cuando se defiende “a trompadas” de la agresión de otro chico en la escuela y va a parar al hospital de su padre. De hecho Nicolás ya está haciendo una especie de pasantía allí pues parece dispuesto a seguir los pasos de su padre y abuelo en la carrera médica. Allí se encuentra con Florencia, breve rol a cargo de Sofía Wilhelmi, cuyo padre Gustavo es representante del cine alemán y que junto a su esposa estuvo en la Berlinale y también en la recepción luego de la presentación del film. Además de Alián Devetac y Celina se encontraba presente su marido, el director y aquí productor Juan Villegas El uso de armas de fuego (revolver, escopeta) es otra fuerte presencia inclusive en una escena en que en el campo el médico lo insta a matar a un cerdo moribundo. La negativa del hijo define y contrasta los caracteres de ambos personajes masculinos. Como se afirma al inicio de esta nota, “La tercera orilla” es lo mejor que el cine argentino ha mostrado en estos tres primeros meses del año. El dato podría pasar como simple cuestión anecdótica pero en verdad esconde otra realidad más preocupante y que tiene que ver con la pobre performance de nuestro cine en los últimos tiempos. Con algo menos de treinta estrenos en tres meses es poco lo rescatable. Una sola de las catorce películas de ficción (“El misterio de la felicidad”) tuvo buena respuesta de público (600.000 espectadores) y ello seguramente por tener a Guillermo Francella en el reparto. Parecería que su presencia, la de Darin o en menor medida Peretti pueden asegurar éxito comercial. Las trece restantes sumaron apenas 40.000 espectadores en 80 salas lo que equivale a un promedio de apenas 500 personas por sala. No le fue mucho mejor a los ocho documentales, hasta ahora estrenados en 15 salas, con un total acumulado de 1.000 personas por sala. Seguramente la situación cambiará en los próximos meses del año pero sería deseable que a la luz de lo ya ocurrido haya un replanteo de la política de subsidios del INCAA. No se trata de reducirlos, bienvenidos sean, pero sí de ser algo más selectivos y estrictos en su otorgamiento. De lo contrario repetiremos la situación de 2014 con casi 150 estrenos de un cine que como se afirmara en nota anterior “casi nadie ve”.
El cruce del umbral La conflictiva relación entre un adolescente introvertido y su padre autoritario es el centro de una historia que transcurre en un medio conservador, con mandatos patriarcales y mujeres sumisas. La directora se caracteriza por observar las conductas humanas y en particular, la de adolescentes y niños que constituyen un reflejo del mundo adulto que los rodea, un universo reglado y pautado, sin lugar para lo que sea diferente. La película está narrada desde el punto de vista de Nicolás (el debutante Alián Devetiac), un joven de 17 años, el primogénito de un padre que mantiene dos familias: una legal y otra más o menos clandestina. Un modo de vida que sin embargo está naturalizado por sus miembros, aunque con distintas jerarquías. La relación más antigua es con la madre de Nicolás, quien tiene dos hermanos menores: una quinceañera y un niño. El padre (Daniel Veronese) siempre aparece “de visita” pero con decisiones y soluciones para todos. Así ha decidido que el hijo mayor sea el sucesor de sus negocios y su profesión. El joven protagonista es silencioso, habla con cuentagotas, pero en cada uno de sus gestos -sobre todo en su mirada- y en sus acciones o en lo que no quiere hacer, se transmiten sentimientos encontrados y crecientes entre el resentimiento, la humillación, el temor y la violencia contenida para con esa figura patriarcal que decide todo y para todos. Difícil sencillez Las películas de Murga son de una compleja sencillez, construyen un fluir que parece arrancado de la vida misma, donde las secuencias crecen impulsadas por un realismo naturalista que registra momentos cotidianos: el juego de los hermanos, la salida de cacería, el cumpleaños familiar de la hermana quinceañera. Sin embargo, están lejos del costumbrismo convencional y nos dejan en condición de observar que por debajo de la apariencia hay siempre algo más importante, algo que aunque parezca pequeño como una chispa, puede generar un gran incendio. “La tercera orilla” es un film de acentuada sutileza, cuidado por el detalle y la construcción de climas pero también es distante, con pocos diálogos, entre silencios incómodos y miradas furtivas. El cine de Murga habla en voz tenue pero firme, impulsa a la observación, a leer entrelíneas. Un modo de narrar que distancia la emoción inmediata y parece frío, como un fuego helado. Mientras las palabras que dicen los personajes son tan importantes como las que callan, la música incidental cobra importancia cuando pasa a un primer plano, como en la escena del karaoke, la única situación donde el joven parece sentirse como pez en el agua, en vez de en un mundo ajeno y hostil. Allí la letra de “Rezo por Vos” resuena como un eco de su interioridad: “y me abracé al dolor/ y lo dejé todo por esta soledad”, aunque también lleva a entrever un pasaje de la furia a la esperanza: “Y curé mis heridas/ y me encendí de amor” . El mito continúa Aunque la película de alguna manera siempre ronda la tragedia, al mismo tiempo, consigue evitar el melodrama y lo maniqueo. No deja de seguir el discurso tradicional contra el machismo, la hipocresía y el peso del mandato paterno, exponiendo el mito básico de alejarse para crecer y transgredir para descubrirse. La trama se va desenvolviendo de a poco, en la placidez de la vida pueblerina, hasta que adquiere un tono virulento, seguramente polémico, en el ritual de iniciación, de corte con el mandato y cruce del umbral. Murga llega a ese clímax, construyendo la historia paso a paso, narrando con estilizado control de la puesta en escena y reafirmando su pericia en la dirección de actores como el adolescente Alián Devetac, quien carga con el peso de la película. Su mirada intensa y provocadora, pero a la vez llena de timidez interactúa en un buen contrapunto con la experiencia de Daniel Veronese, el dramaturgo y director teatral, aquí en un inmejorable debut actoral. Por todo esto y mucho más, “La tercera orilla” aún en su minimalismo y su deliberado distanciamiento se afirma como una película de múltiples connotaciones, ideal para un debate sobre las relaciones paterno-filiales que implican el abordaje del autoritarismo, la sumisión, la rebeldía y los delicados límites que separan un sentimiento de otro.
Dejame ser. La terca orilla (Argentina-Alemania-Holanda/2014). Dirección: Celina Murga. Con Alián Devetac, Daniel Veronese, Gaby Ferrero e Irina Wetzel. Guión: Celina Murga y Gabriel Medina. Fotografía: Diego Poleri. Edición: Eliane Katz. Dirección de arte: Sebastián Roses. Sonido: Federico Billordo y Andreas Ruft. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 92 minutos. Apta para mayores de 13 años. Puntaje: 7 En su nuevo largometraje de ficción, nuevamente presentado por Martin Scorsese, Murga nos trae un relato que nos habla de la sensibilidad de un adolescente y la relación complicada que mantiene con su padre, todo esto ambientado en la provincia de Entre Ríos. La historia trata sobre Nicolás (Alián Devetac), un chico de 16 años que vive con su madre y sus hermanos. Tiene un padre presente hasta un cierto punto: al tener dos familias, vive con la obligación de mantener a ambas por igual. Nicolás, quien es retratado como una persona que “no se deja pisotear”, siente las presiones de su papá, quien al ser médico, quiere que se dedique a lo mismo que él, y además, pueda mantener a su familia mientras está ausente (que lo está bastante). Teniendo esto en cuenta, la trama se podría decir que se desarrolla en dos líneas, una que nos habla de la presión que el padre ejerce sobre su hijo, que nos la muestran, en parte, por medio de los trabajos que Nicolás debe hacer y mantener, y otra línea que nos retratan la evolución de la personalidad de nuestro pequeño (pero complejo) personaje a través de su rutina y su relación con la gente a su alrededor. Si bien el final podría parecer un tanto precipitado o de rápida resolución, la película nos presenta una maduración en la dirección, capaz de transitar distintas formas de narración (vemos algo más clásico en la estructura de esta película), y que, indudablemente, nos hace colocar a Murga dentro de lo más interesante que el cine argentino ofrece en estos últimos años.
No es exagerado decir que Celina Murga es una de las grandes cineastas argentinas. Filma lo que quiere, cuando quiere, con el doble rigor de comunicar lo que desea y darle los suficientes indicios al espectador. Aquí narra la tensión en una familia donde el padre, que sostiene una doble vida casi impune, quiere que su hijo siga sus pasos. Murga mira a sus personajes, captura los gestos más significativos como si no los hubiera creado, los sigue y plantea, como una habilísima tejedora, la red de violencia que se genera entre ellos. El paisaje fronterizo, entre lo agreste y lo urbano, permite reflejar la dualidad y el desgarro de sus criaturas. Pocos cineastas -y no solo en la Argentina- logran capturar con tanta precisión lo que sucede en el interior de un joven en la última frontera antes de comenzar a madurar, y La tercera orilla lo documenta con la frialdad de un bisturì,. Ya, una de las mejores películas de este año.
“LA TERCERA ORILLA”: 100% Argentina Compartir el mate es una acción que se va transmitiendo de generación en generación y que mantiene viva a la cultura argentina. Casi por obligación, nos enseñan a disfrutarlo y compartirlo con los demás y a sentirnos orgullosos del fruto de nuestras tierras, cosa que pasa muy poco con nuestro cine. Por desgracia, esta misma sociedad en la que vivimos también se alimenta de muchos conflictos externos y otros que se encuentran de las puertas para adentro, como los problemas en la familia, en donde otros mandatos son impuestos por parte de los más grandes. Dirigida por Celina Murga y producida por Martín Scorsese, “La tercera orilla” es la película que fue ovacionada y estuvo compitiendo en la sección Oficial del 64° Festival de Berlín junto a las propuestas de Wes Anderson, Richard Linklater y Alain Resnais, entre otros gigantes. Esta historia nos sumerge en la adolescente vida de Nicolás (Alián Devetac), un muchacho de 17 años que vive en una pequeña ciudad argentina junto a su madre (Gabriela Ferrero) y sus dos hermanos (Irina Wetzel y Dylan Agostini van del Boch). La del medio es la compañera más apegada al mayor a la que se le acerca su fiesta de quince años, mientras que el menor de ellos es el encargado de aportar las cuotas de inocencia y alegría pérdida que ya no poseen sus mayores. Por otra parte, el padre de ellos (interpretado por un sólido Daniel Veronese) es un soberbio médico respetado en su zona que cree que puede silenciar voces y evitar problemas con unos cuantos billetes. Las fallas en la comunicación que él mantiene con su hijo mayor, que vive de respuestas concisas, son las que sostendrán y guiarán el andar de todas las acciones y las emociones generadas a lo largo de todo el relato. Cabe mencionar que la película contó con una gran cantidad de jóvenes actores no profesionales, quienes lograron demostrar lo contrario con sus actuaciones, especialmente la de Devetac. Alián compone un excelente papel en el que interpreta a un joven desmotivado al que aparentemente sólo lo animan las letras de Charly García y “el Flaco” Spinetta. Tan sólo sus ojos ofrecen una “mirada intensa, provocadora, pero a la vez llena de temor”, como la define la directora en diálogo con La Nación. Otro aspecto a destacar son las locaciones seleccionadas ya que reflejan lealmente algunos de los espacios más reconocidos por el ciudadano argentino como lo son el colegio, el restaurant, el campo, el club y el cabaret, el lugar donde nada se ve, oye ni escucha. Estos lugares son retratados muchas veces por una cámara que se posa un rato largo y es espectadora de lujo de lo que sucede, como de una escena en un karaoke, la cual no existe manera de no disfrutarla. También es destacable el gran ojo del mismísimo Scorsese, productor de esta película, que vio en Celina a una gran profesional y una gran autora, apadrinándose así de su nueva obra. Ambos se conocieron gracias a la Iniciativa Artística Rolex para Mentores y Discípulos, que proponía la aproximación entre grandes maestros y artistas jóvenes. Lo que sí no debería fallar para la próxima realización es que la misma arranque con el cartel de “Celina Murga presenta” en vez de con el que lleva el nombre del director norteamericano, quien parece avalar esta cinta a muerte. En síntesis, si en una época existió la clásica familia italiana creada por Federico Fellini, no hay que tener vergüenza en sacar a la luz la que habita en la Argentina del siglo XXI, que queda atrapada fielmente en esta historia que devela las verdades más ocultas de los entramados familiares. Basta de prejuicios con el cine argentino y empecemos a verlo y difundirlo porque seguramente podamos aprender mucho de él y tener un respiro.
"La tercera orilla trabaja fuertemente con la categoría de limbo, de ese espacio indefinido (o de espera) entre cosas, entre estados. Nicolás es ese limbo, sus hermanos también lo son. Porque ellos son los hijos de Jorge, pero nunca le dicen papá. Porque son su familia pero a la vez no son su familia. Porque van al mismo colegio privado al que va su medio hermano (colegio que seguro el padre les paga) pero viven en una casa con comodidades, estilos y espacios muy diferentes de aquella en la que viven Jorge, su mujer y su hijo. De hecho, Nicolás visita esa casa cuando ellos no están. Ese no es su espacio, pero necesita invadirlo de algún modo para sentirse parte de él, para afirmar que no quiere ser parte de él. Para elegir ser todavía ese medio que está donde no está su padre". (Fragmento de la crítica publicada en HC 145)
Encontrarse varado en un silencio terrible La ascendente trayectoria de Celina Murga le confirma cada vez más como cineasta de relieve. Con La tercera orilla, el espectador asiste a un mundo en ebullición silenciosa, el de un adolescente tironeado entre padres, responsabilidades, y un lugar social que espera, que paulatinamente se le asigna. La posición de Nicolás (Alián Devetac) es la del umbral, la de la orilla entre dos mundos, entre lo que le pasa y lo que decida. Atrapado por un padre de familia doble (Daniel Veronese), con hermanos repartidos, y él como si fuese el intermediario eficaz, el guardián del equilibrio, una función que no eligió pero que sin embargo se espera que cumpla. Al respecto, la tarea del novel Devetac es un hallazgo, con una mirada que tiene lo que el cine quiere: profundidad, abismo, torbellino. También porque está atrapado en una edad indeterminada, que le confunde entre los juegos con sus hermanos, los ritos del colegio, el cigarrillo que ya es costumbre. Nicolás mira mucho y habla poco. ¿Qué es lo que le hace zambullirse en la pileta mientras llueve? ¿O esconderse de la mirada paterna? El contrapunto estoico aparece en Daniel Veronese: la situación es como es, a nadie se le ocurre cuestionar cómo se vive o preguntarse por qué. Así también se le respeta dentro del laboratorio donde trabaja, médico como es, en este pueblo de dimensión pequeña, con el campo como ese otro lugar que controlar, someter, donde ir a cazar, guardar tradiciones de familia, criar ganado, y aprender cómo debe tratarse a la peonada, esa otra gente. Allí es donde gradualmente será introducido Nicolás. Parco, siempre responsable, parece percibir todo lo que le rodea pero con un atisbo de duda imperceptible. El whisky, la rubia elegida, no lo seducen; mientras el padre le mira, dentro del contorno que significa este rito masculino, machista. Algunos momentos dejan entrever quiebres que crecen. Uno de ellos es la golpiza imprevista, que sacude al espectador y hace pensar, cómo no, en cierta huella scorsesiana (Martin Scorsese es productor ejecutivo del film); el otro es el karaoke de Rezo por vos, la canción de Spinetta y García: de a poquito, Nicolás suelta su estribillo rabioso, salta y grita. Que su hermana esté culminando los preparativos de su fiesta de quince años, no es detalle menor, sino aspecto argumental que bascula de forma justa con el ánimo de Nicolás: mientras a uno se le asigna cierto rol sucesor, a la otra también: un rito pre-nupcial, que tampoco requiere de la presencia paterna, porque a nadie se le ocurre dudar del estado de las cosas. De lo que se trata es de prepararse, en última instancia, para lo mismo de siempre: ser relevo social, estatuario, jerárquico. También hipócrita. Acá, finalmente, el quiebre último del protagonista.
Publicada en la edición digital #260 de la revista.