¿Y el amor por el cine donde está? Caso ficticio, la importante Cinemateca Uruguaya con sus miles de adeptos y por problemas inherentes a cuestiones técnicas y mantenimiento de equipos proyectores, deudas atrasadas de alquiler del espacio, se ve ante una prominente disminución de afiliados, cancelación de auspiciantes y un camino directo a la extinción. Los programadores, presentadores, interiorizados, casi parte del mobiliario por años, no ven solución y tantos años de vivencias cinéfilas frente a una pantalla hoy los ve despojados, como aquel pichón que vuela del nido, pero a tardía edad, originando un comienzo o despertar de una nueva vida, la externa y social. El actor principal (no profesional), conjuga una interpretación que involucra nostalgia y ruptura frente a los cambios abruptos. Inclusive baila por escaleras una coreografía cual un Fred Astaire limitado, vuelca sus aptitudes de oratoria al inmiscuirse en un aula y hacerse pasar por profesor. Filmada en blanco y negro, formato 1.33:1, qué mas puede pedírsele a una producción tan pequeña y que derrama tanto amor cinéfilo a la platea; una sala de proyección, una mención a El Ciudadano y la manera de ver cine, un programa radial, una presentación frente al público, el corte de entradas, un musical… Junto a Amateur, La Vida Util es otro de los ejemplos presentados en este festival que asumen una posición de reencontrarse con un amor perdido, quizás abandonarlo por un tiempo y reemplazarlo por otro, al menos por un pequeño lapso de tiempo.
La Cinemateca Uruguaya es una institución de rescate y memoria cinematográfica como hay pocas en el mundo. El sitio donde Homero Alsina Thavernet diera a conocer a Bergman al mundo, es comparable a la gran cinemateca de París. Ahí trabaja Jorge (Jorge Jelinekk, crítico de cine ganador del premio BAFICI al mejor actor), que es más que un proyeccionista. Las películas y la cinemateca son su vida. La cuestión es que los números no dan, las asistencias han caído y están en la quiebra. La cinemateca no produce dinero, así que la tienen que cerrar. Si bien, para Jorge es como si se le acabara la vida, tambien es la oportunidad de salir y recorrer el mundo. La segunda obra de Veiroj es una fábula de amor por el cine, los clásicos y los lugares donde los cinefilos nos refugiamos para regocijarnos con este hermoso arte, pero a la vez tambien es una metáfora acerca de “la muerte del cine” (aunque no sé cuan seria es esta información) y por otro que los cinéfilos somos ratas adictas al cine que nos falta ver el mundo real y enamorarnos. Con ternura y una soberbia puesta en escena blanco y negra, meticulosa, llena de claros oscuros, La Vida Util peca de ser demasiado corta, pero aún así es divertida, entretenida, nostálgica, original y da pie a la reflexión. Hay cameos y homenajes para los cinefilos y críticos como Jorge.
La historia gira en torno a Jorge un empleado de a Cinemateca Uruguaya, a la que le ha dedicado su vida y que está a punto de desaparecer. Filmada en Blanco y Negro, La Vida Util es un homenaje al cine, muy cuidado en todos sus aspectos, melancólica por momentos, divertida por otros, y con un protagónico sorprendente de Jorge Jellinek,y digo sorprendente por que este señor no es actor (o no lo era), era crítico y con más de 50 años esta película marca su debut, logrando un personaje tan simpático y por momentos tan cálido al que puede ser atribuible gran parte de los logros de esta película, que por cierto está muy cuidada en los aspectos técnicos, en su composición y armado. Posiblemente sea una de las joyitas de la Competencia Oficial, y una clara muestra de que el cine Uruguayo viene en franco ascenso.
La gente tiene una vida que nosotros desconocemos, que no es la vida que le vemos llevar sino esa que no tiene una traducción en palabras o en imágenes concretas. Es la famosa vida interior, la vida poética de cualquiera. La vida de Jorge, por caso, ese muchacho alto, desgarbado, de anteojos, el de la audición de Cinemateca que enseñaba a ver películas por radio Capital, el que probaba los asientos de todas las salas de Cinemateca a ver cuál andaba flojo, y el que trabajó en Cinemateca desde los veinte años y que ahora que tiene cuarenta y cinco, desde el cierre de Cinemateca, anda como bola sin manija viendo qué hace con su vida. A veces la gente piensa que se queda sin vida mientras sigue viviendo. No hay nada más triste para uno que ver una cuadrilla de obreros desmantelando una sala de cine, y después llorar en el ómnibus sin podérsela aguantar mientras un energúmeno con anteojos negros parece mirarlo sin verlo. Se quedó como un caballo vacío de patas, tan inútil y quieto como un viento mutilado hoy en día. Ese mismo Jorge. Pobre Jorge. A fuer de sinceros convengamos que el cine es algo tan inútil como el arte en general. Qué es el cine más que un montón de sombras a las que nuestra imaginación febril les encuentra anécdota y movimiento desde el patio de butacas, y que para colmo nos ceba los momentos de ocio con falsas inquietudes volviéndonos improductiva la vigilia. Además, lo único mensurable del cine como arte es su valor de mercado. No cuentan en absoluto lo pedagógico, lo mágico, lo ornamental, la visión del mundo o la sensibilidad de ninguna película. Por eso un museo, o por caso una cinemateca, si no tiene fines de lucro no es necesariamente imprescindible para la vida de nadie. En ese caso la vida de la gente se despacha con eficacia hacia otras cuestiones como respirar, comer, amar, dormir, despertarse, discurrir, reproducirse, alegrarse, entristecerse, morirse. Nada más ni nada menos. Soñar es parte del sueño, lo que implica que recordar lo soñado no alterará el rumbo de la vida porque nada en esos sueños remite a una realidad tangible, son apenas su deformación. Como recordar la vida con música de fondo, o si encontramos una escalera, bajarla bailando como algún bailarín que vimos en algún sitio, por ahí, y que solamente nosotros recordamos. Probablemente ese sea el principal escollo para llevar una vida pragmática y ordenada: el recuerdo. Tanto embellecemos la memoria que a veces una película se escapa de la pantalla para transformarse en la columna vertebral de nuestras sensaciones. Y así es como la vida de la gente comienza a parecerse tanto a nuestra propia vida, y dejamos de reconocernos porque no hace falta, porque somos todos iguales. Y lo que resulta aún peor para el pragmatismo derrotado es descubrir que la gente es igual a nosotros, a cualquiera de nosotros, a uno mismo, en cualquier sitio del planeta. En algún momento del galope todos los caballos tienen los cascos en el aire como pegasos con las alas desplegadas, y las películas tienen la endemoniada habilidad de forjar no ya nuestros sueños sino mis propios recuerdos, porque el cine nos permite yuxtaponer todas nuestras realidades. En cualquier sitio del planeta vibran los vidrios del ómnibus y se baten las puertas hasta quedarse quietas y sin reflejarnos y se nos empañan los lentes con el calor de los ojos y se nos antoja que podríamos discutir el criterio de verdad en el aula magna de la facultad de derecho. Y en cualquier rincón podríamos volver a sonreír con una sonrisa parecida a la felicidad si nos aceptan la invitación a ir al cine a ver una película en blanco y negro. ¿Ustedes se acuerdan si sueñan en colores? Eso no importa tanto como achicar la distancia entre la infancia y la vida útil, la lejanía entre la inmensidad del deseo y nuestro pequeño lugar en el mundo. En Andes y 18 de Julio, por ejemplo, mientras me como una hamburguesa rumbo a un sitio que se parece a mi casa aunque esté en Montevideo.
Animales estéticos Es un buen año. Hay muy buenas películas. Las dos secciones que tengo a mi cargo, Vitrina y Argentina Deluxe, están teniendo muy buena acogida. Tengo buena respuesta del público. El problema, como suele ocurrir en muchos festivales, es advertir en dónde están las grandes películas, casi siempre ocultas, ignorada por la prensa de Hamburgo, distraída como siempre en las estrellas de cine, el glamour, la estupidez insípida de las alfombras rojas. Todo pasa, al menos por aquí, por sacarle una foto al Sr. Akin y a la bella Franka Potente, quien hoy firmaba autógrafos sin interrupciones, con cierto gesto entre dulce y automático. Estoy convencido: unas de las grandes películas del año es La vida útil, la segunda película de Federico Veiroj, el director de Acné. Se trata de un salto cualitativo en su carrera. Después de su primera y correcta opera prima, llega esta película insólita que no se parece a nada. Es un film libre, cinéfilo, feliz, triste, bohemio, fino, inclasificable. No tiene ni un plano de más, y su relato fluye como pocos. Podrá ser tildado de film menor, pero se trata de una breve y secreta obra maestra, una película que destila un amor infinito por el cine, hasta el punto de confundir el cine con la vida. (Aquí sí se logra aquello que torpemente retrato Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo). Y no es un film concesivo y liviano, pues no deja de mostrar el carácter contingente y deleznable de la sala de cine. Todo empieza con una advertencia sobre el carácter ficcional del film, incluyendo el retrato de de uno de sus personajes centrales: Cinemateca. Es bellísimo observar cómo todos los personajes jamás utilizan un artículo para mencionarla. No es la cinemateca de Montevideo. Solamente dicen Cinemateca, como si tratara de una deidad antiquísima. Con esa advertencia y tras una lista enorme de agradecimientos, empieza a sonar una de las cuatro obras del compositor uruguayo Eduardo Fabini, fragmentos musicales de un esplendor ostensible que acompañarán en distintos momentos del relato. Una decisión perfecta, porque la música de Fabini también parece salida de un universo paralelo, en el que rige la hermosura y el encantamiento. Se leen todos los títulos y arranca la película. Los primeros 30 minutos están dedicados exclusivamente a Cinemateca. Se ve el edificio, la sala, las puertas de acceso, la boletería, el depósito, el baño, los videos, las oficinas, los empleados. En un principio, Jorge (interpretado por el crítico cinematográfico Jorge Jelinek, la gran revelación del año), una suerte de programador todo terreno, y el director de Cinemateca, Martínez (interpretado por el mismísimo Martínez, director de la institución), se reparten unas películas llegadas en DVD desde Islandia. Pero no todo es trabajo. Desde el inicio se intuye un quejido, un animal agoniza. El parte de guerra, o el diagnóstico es contundente: la institución debe muchos meses de alquiler, y el embargo y el cierre son destinos previsibles. Más que una institución se trata de un organismo viviente en peligro, y quienes son las células vivas de Cinemateca intentan aún mantener la respiración de ese animal colector de imágenes. Los pedidos de auxilio son frecuentes: una letanía reiterada suena en el programa de radio, la misma invocación que se oye antes de que empiecen las proyecciones. No es casual que en Cinemateca estén ofreciendo un ciclo del nuevo cine uruguayo y una retrospectiva dedicada a Manoel De Oliveira. Quizás el cine de la Banda Oriental experimenta un renacimiento lento, y a su vez, el hogar cinéfilo en donde muchos de esos cineastas se han formado esté en peligro. Que el otro elegido sea el cineasta más viejo en actividad insinúa algo más que una preferencia estética y un canon cinematográfico definido: una práctica del cine, una modalidad de cinefilia comunal está en vías de extinción. En efecto, la cinemateca del futuro no estará en ninguna parte y estará en todos lados al mismo tiempo. Su vida después de la muerte reside en Internet. Una reunión con una fundación que sostiene económicamente a Cinemateca decreta su muerte. Es el final, o es también el inicio de otra vida para el propio Jorge. Hay un instante sublime, pero no del todo expuesto. Lo que importa no se debe mostrar del todo. Confirmado el inminente deceso de Cinemateca, Jorge va al baño. Por un pequeño respiradero rectangular luminoso del baño se alcanza a colar el sonido de un avión. Es una escena aparentemente de transición, mera naturaleza muerta que nada suma al relato. Y sin embargo, precisamente allí, es que estamos frente a un génesis, o quizás también cara a cara ante un fenómeno casi espiritista: el alma de la Cinemateca se transfigura al cuerpo de Jorge. Dejará de ser quien habla de cine, quien programa e introduce películas para convertirse él mismo en una materia viviente de celuloide. Es un devenir imperceptible, que se anuncia luego con una canción completa de Leo Masliah, cuya letra anuncia tanto un agotamiento como una derrota digna, aunque Jorge también tomará una llave escondida de una caja de VHS (Vivir, de Kurosawa) que denota una decisión legítima. Así, subirá a un colectivo, paulatinamente enfocará su visión y empezará otra película, otra vida. El día de Jorge acabará en la universidad de Derecho. Dará un extraño monólogo sobre la mentira haciéndose pasar por un profesor suplente ante unos alumnos perplejos mientras espera a su enamorada. La invitará al cine. Antes ya se había cortado el pelo, arrojado una moneda en una fuente en el que nadaba un pez enorme y bailado en la escalera de la facultad como si su vida estuviera sincronizado con un musical de Minelli. En un pasaje inicial, Martínez explica la pertinencia de la forma cinematográfica a la hora de mirar cine. No se trata meramente de contar historias; la composición de un plano ya implica una disposición de los objetos y sujetos en el espacio, una duración y un sonido de éstos. Martínez toma como ejemplo La batalla en el hielo, de Alexander Nevsky, y luego sigue con Eisenstein. Intenta señalar la relación simétrica entre los movimientos de los planos y los movimientos musicales del film, y subraya, con autoridad y solemnidad (en contrapunto con el tono cómico de la escena), cómo la forma cinematográfica configura la percepción del espectador. Justamente aquí está el secreto de La vida útil. Es que su forma revela una relación entre el cine y la percepción. Veiroj filma, por ejemplo, el lavado del cabello del protagonista como si se tratara de un acto extraordinario. ¿Qué lo que debemos ver? Los primeros planos del cuero cabelludo de Jelinek adquieren inexplicablemente una figura estética. Su papada extendida sobre la pileta transmite simultáneamente ternura y ridiculez. Los detalles y el modo de registros de éstos son profusos. Con paciencia y respeto, la cámara descubre un mundo. En ese sentido, una larga caminata de Jorge por Montevideo se transfigura en una sala de cine al aire libre. El modo de caminar es cinematográfico. Suenan bandas sonoras reconocibles en su andar, como si Jorge fuera una antena cinéfila capaz de canalizar la historia del cine que flota y viaja por el espacio. Esa secuencia está concatenada a la del baño. Habría otros ejemplos. La vida útil es un film discretamente extraordinario. Es una elegía cinéfila sin amargura y resentimiento. No se puede saber aún cuan larga es la vida útil del cine. Que sea un film feliz no significa que dócilmente se celebre la privatización digital del cine. La vida útil nunca deja de ser política, ya que de su mirada sobre Cinemateca se predica la fragilidad de todo proyecto cultural, la total desprotección del cine, su desamparo. Y en ello hasta quizás sea más efectiva e ilustrativa que dos obras muy diferentes, como Goodbye Dragon Inn y Fantasma, que también anuncian el crepúsculo de una edad del cine.
Ultimas imágenes de la (vieja) cinefilia La vida útil es un homenaje a una cinefilia en peligro de extinción, aquella nacida y criada en las cinematecas y los cineclubes, entre butacas estrechas y copias en 35mm provenientes de países lejanos. Pero, al contrario de lo que se podría suponer, este segundo film de Federico Veiroj no es una elegía frente a la (supuesta) muerte del cine, sino más bien una apuesta fuerte -también cinéfila, como no podía ser de otra manera- a favor de la potencia de la imagen y el sonido. Jorge (el crítico uruguayo Jorge Jellinek) trabaja en la Cinemateca Uruguaya, y quien haya frecuentado alguna vez esos mundos reconocerá el personaje como espejo, apenas deformante, de los sujetos que pueblan las sombras de los archivos y las cabinas de proyección. No sabemos mucho sobre su vida: apenas que tiene 45 años, que hace 25 que trabaja en la Cinemateca, que vive con sus padres, y que no sabe cómo acercarse a una mujer que frecuenta “sus” salas. Lo suficiente como para entender que para él no existe casi nada más allá de esos pasillos; de hecho, la primera parte de la película construye -más allá de la ternura que pueda despertar ese universo en los espectadores- un clima opresivo y claustrofóbico. El monótono equilibrio representado por pequeños rituales (probar una por una las butacas, grabar mensajes publicitarios que son más bien pedidos de auxilio) se rompe a partir de un punto de giro que se anuncia desde el comienzo: la Cinemateca, como dice algún personaje, “no es rentable”, y la falta de presupuesto, apoyo y espectadores deja a Jorge sin trabajo. Este hecho desestabilizador para el personaje también parte al medio la estructura y el tono de la película. El quiebre, subrayado por una potente secuencia musical hilvanada por Los caballos perdidos, de Leo Maslíah, obliga al personaje a un cambio radical que lo va acercando, de a poquito, a la vida. Y, junto con Jorge, la película encuentra en este segundo tramo su libertad y va dejando entrever, casi sin que lo notemos, la inmensa distancia que la separa del registro realista. La fotografía en contrastado blanco y negro es el primer elemento distanciador en evidenciarse, pero también en esa dirección funciona el uso de la música. Lo que en un comienzo aparenta ser un simple acompañamiento incidental va construyendo relaciones de contrapunto y complemento con las imágenes, disparando nuevos sentidos, abriendo el camino hacia la subjetividad del personaje. La obra del compositor uruguayo Eduardo Fabini resulta una elección justa, pero además -porque Jorge podrá salir del cine, pero el cine nunca podrá salir de su vida- el film está plagada de una infinidad de citas y referencias que son, más que simples guiños al espectador, la banda de sonido de una vida en la que Jorge asumirá, de a poco, su papel de protagonista. La vida útil es puro cine dentro del cine, pero literalmente: es un film que se ocupa de esa otra clase de amor cinéfilo que late bien lejos del brillo de las estrellas y de los festivales, en los recovecos de las cabinas y las salas. Un homenaje a un mundo en el que las discusiones no pasan sólo por lo que ocurre en pantalla sino por los proyectores, y en el que una platea con cinco espectadores puede valer tanto o más que una llena. Pero, como decíamos en un comienzo, en este homenaje no hay nada de elegía. La vida útil es, por el contrario, una apuesta a favor de la libertad. Y en cuanto a nuestro querido Jorge, el derrumbe de ese mundo mágico que bien podría ser una cárcel le obligará a salir del encierro para descubrir que, sí, ¡hay vida más allá del cine! O, más bien, que una película también puede ser ni más ni menos que la mejor excusa para conquistar a una chica.
El tiempo y la exclusión Federico Veiroj,realizador de Acné (2008), entrega con La vida útil (2010) un relato melancólico y de moderada ternura sobre el fin de una era, centrándose en el programador y proyectorista de la Cinemateca de Montevideo. Jorge (el crítico cinematográfico Jorge Jellinek) transita sus días sin sobresaltos, proyectando y presentando los films en la Cinemateca. También se encarga de otros asuntos, como por ejemplo grabar la solicitud de cooperación económica para sus socios y conducir el programa radial de la institución. De su relación con los demás empleados y su presencia absoluta en aquel lugar, no es difícil imaginar que ha pasado gran parte de su vida haciendo lo mismo, con plena convicción. Pero las deudas de Cinemateca (a secas, sin el artículo que la anteceda) son muchas. Y el cierre es inminente. Hay algo en la atmósfera del film, realizado en un bellísimo blanco y negro, que podríamos conjeturar como eminentemente “uruguayo”. Tal como en las notables Whisky (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2004) y Gigante (Adrián Biniez, 2009), La vida útil está teñida de un humor localista, de ritmo pausado, sutil, que prescinde de todo subrayado y se permite ser irónico sin menospreciar a su personaje principal. Veiroj potencia la figura de Jellinek capturando con especial detenimiento sus caminatas y esperas, miradas y gestos, capaces de testimoniar el vacío que significará la pérdida de Cinemateca en su vida. En una secuencia crucial lo vemos reprimir su angustia en el colectivo, dejando entrever no sólo la desazón laboral sino su fragilidad emocional. Hasta la primera mitad del relato, el realizador explora la particular simbiosis entre el oficio y los desplazamientos de Jorge y el espacio propiamente dicho, en una operación estética que recuerda a Fantasma (Lisandro Alonso, 2006), película rodada en el Teatro General San Martín. El film se proyecta en un formato cuadrangular y con una banda sonora que remite al cine clásico, como si estableciera una prolongación del universo diegético del film hacia lo específicamente formal. Y allí radica su encanto, en “envolver” al espectador del mundo en el que vive Jorge, un mundo en descomposición, amenazado por los nuevos paradigmas de consumo audiovisual. En la segunda mitad, hay un cambio en el personaje que lleva a la película hacia otro rumbo, sin darle la espalda a lo que hemos visto antes. Ese “giro romántico” enfatiza el espíritu lúdico del film, su interpelación al espectador desde la nostalgia y el humor, haciendo palpable el recuerdo del cine clásico, en donde el romance ocupa un lugar especial. Una interesante manera de redondear esta película pequeña en factura técnica pero plena en ideas.
Veiroj demuestra con este segundo opus no solo su capacidad para penetrar las sensaciones y la subjetividad de sus personajes, sino también ductilidad para abordar registros etarios y de clase absolutamente diversos. Federico Veiroj, cuya ópera prima Acné contaba un año especial en la vida de un adolescente judío de la alta burguesía montevideana, demuestra con este segundo opus no solo su capacidad para penetrar las sensaciones y la subjetividad de sus personajes, sino también ductilidad para abordar registros etarios y de clase absolutamente diversos. Jorge (¿interpretado? Por el crítico y cinéfilo Jorge Jelinek) trabaja con dedicación completa en Cinemateca Uruguaya, un lugar central de la cultura cinematográfica de Montevideo. La crisis económica va llevando a la institución a un callejón sin salida. Esta muerte lenta es la agonía la de los sueños de Jorge y el resto de los miembros de Cinemateca. Esto es apenas la anécdota sobre la que se articula la película, trama en la cual no tiene sentido profundizar demasiado. Película que cuenta a cinéfilos, a adultos de edad mediana, a ciudadanos de urbes latinoamericanas que vivieron viejos esplendores sesentistas – y sus reflejos y continuidades –, La vida útil construye con particular tino los deseos de un hombre atrapado en el cine, ya como proyecto socio cultural, ya como espectáculo. Ese lugar en el que está atrapado es tanto interno – reflejado por su relación el mundo exterior – como externo – marcado por el tiempo histórico que pasa - más allá del lugar que parece congelado cronológicamente. Con sencillez Veiroj destruye el falso tabú que asegura que a los cinéfilos solo le interesa el cine aburrido, el cine que no conecta con la gente común. En La vida útil – título altamente significativo – el hombre apasionado por el cine europeo de culto y por los análisis complejos, es además un tipo que se mueve al ritmo de los apuntes musicales del cine más popular, resolviendo su propia historia al ritmo de la lógica de los clásicos melodramas. De este modo, con una película simple que homenajea a los apasionados, Veiroj pone el ojo sobre el deseo del cinéfilo: ver cine, pensar cine, sentir cine, vivir cine. Lo que en un comienzo es pasión por el cine alejado del público masivo (la escena en la que el director Martínez y Jorge se reparten la películas para ver está marcada por los nombres extraños de los realizadores), muta hacia un final de película romántica, al ritmo de un marco musical propio del cine de género. En este sentido la sensible y púdica escena de baile en la escalera, es un ejemplo del hombre en el que conviven Eisenstein y Fred Astaire. El realizador pone también el ojo sobre el paso del tiempo, el modo en que cada persona queda anclada en aquel momento histórico que lo marcó, y como esa marca lo sigue casi inevitablemente. Los registros del habla, los temas, las ropas, todo parece congelado en el medio de una ciudad sin tiempo explícito. La arquitectura de los setenta, una suerte de modernidad que se hizo decadente al rato de nacer, es también una clave para mirar, de un modo poco piadoso, a estos personajes. Película homenaje, melancólica, rica en mensajes a quienes recorrieron esos pasillos y muchos otros similares (las funciones de cinemateca argentina en el teatro SHA son una referencia para los porteños adultos), La vida útil es una película que habla no solo a los cinéfilos viejos. Llama a todos los públicos a la aventura del amor. En todos los sentidos. Aun cuando prefiera evitar las sobre explicaciones y los dramas de ocasión. Después, no digan que no les avisé.
Esa otra caverna de Platón La historia de un empleado de una cinemateca que se enfrenta al mal momento de la institución es el anti Cinema Paradiso que el cine estuvo esperando, porque no llora la muerte de una época, sino que salta sobre ella con un pasito de tap dance. ¿Habrá terminado acaso el tiempo en que la difusión cinematográfica se encaraba como un acto de entrega al otro, al cine? ¿Habrá cumplido esa forma de transmisión su vida útil? Si es así, ¿qué hacer? Son preguntas que el uruguayo Federico Veiroj se hace en La vida útil. Por suerte, nunca lo hace de modo explícito, o teórico o programático, sino en forma de comedia melanco que muta a fábula yorugua. Surgida de Cine en Construcción –programa de apoyo a la finalización de films latinoamericanos, que llevan adelante los festivales de San Sebastián y Toulouse–, presentada, desde fines del año pasado, en gran cantidad de eventos internacionales (desde Toronto al Bafici, donde ganó premios, pasando por el propio San Sebastián) y estrenada a comienzos de este año en Estados Unidos, la segunda película de Veiroj –la primera, Acné, también se exhibe hoy en la misma sala– se estrena en la Argentina donde debía: en la Lugones, equivalente exitoso de la acorralada cinemateca en la que La vida útil tiene lugar. Nacido en Montevideo hace 35 años, Veiroj trabajó un tiempo en Cinemateca Uruguaya, bastión del voluntarismo bien entendido al que en la primera parte de La vida útil rinde homenaje. Esto es: en la primera media hora. Apenas 67 minutos –modelo de economía narrativa– le bastan a Veiroj para abrir, desarrollar, hacer crecer y rematar la historia. Son 67 minutos, blanco y negro, cuadro en formato 1 x 1:33: ser hablada es lo único que diferencia a La vida útil de una película muda. De hecho, la ingenuidad y nobleza del protagonista evocan desde Keaton hasta los melodramas de Griffith o Murnau. Serio, grandote, con raya al costado y las mangas del saco medio cortas, a Jorge lo encarna el crítico de cine Jorge Jellinek, en la primera de las muchas correspondencias entre la ficción y la realidad. La segunda es que la Cinemateca de La vida útil se corresponde, sin un solo retoque de decoración, con la sede central de Cinemateca Uruguaya. La tercera, que a Martínez, director y hombre orquesta de esta cinemateca (organiza ciclos, proyecta, hace las cuentas, lee los subtítulos de las películas mudas), lo encarna Manuel Martínez Carril, que en la vida real desempeña exactamente las mismas funciones. Hombre orquesta es también Jorge, que se reparte con Martínez las películas de un ciclo de cine islandés (“Rasmussen para vos, Kormakur para mí”), revisa números que no cierran, asiste a las reuniones de comisión directiva, presenta las proyecciones, graba mensajes (¡en un grabador tipo Geloso!), almuerza mientras proyecta y hasta repara butacas medio desvencijadas. Un cartel inicial aclara que la cinemateca de La vida útil no es Cinemateca Uruguaya, seguramente para no dar la idea de que ésta está al borde de la quiebra, pero la verdad es que ambas se parecen muchísimo. No sólo por cuestiones de formato o economía narrativa la película de Veiroj evoca al cine mudo, sino también por su rigor expositivo, su atención al detalle, su pureza visual. En la primera escena, Jorge y Martínez se miran, serios y callados, después de que una secretaria les alcanza un papelito. Ya se verá qué dice ese papelito, y qué consecuencias trae. Mientras hace pis en el baño, Jorge levanta la cabeza y mira la claraboya, detrás de la cual se adivina, por sombras que se mueven, la calle. Todo evoca la ventana del proyector, la pantalla, las sombras del cine. O la caverna de Platón, a la que el cine se parece tanto. Llena de una caballerosidad como de otra época, gente parca y solitaria, fraseos una octava más abajo, sensación de caída inminente y humor compensatorio, la primera parte de La vida útil es tan uruguaya como podrían serlo Whisky, Zitarrosa, el Enzo o Víctor Hugo. “Cuánta distancia, ahora”, canta Leo Masliah en la banda de sonido. Ante el exceso de tristeza, la segunda parte propone como conjuro el escape del cuento de hadas, con el cine señalando el camino. Habrá que comportarse como un héroe, como un cowboy, como un bailarín de musical, encarnando lo que hasta entonces era oficio, estudio, vicio solitario. Haciéndose fuerte en la modestia de su 1 x 1:33, La vida útil es, en suma, el anti Cinema Paradiso que durante el último cuarto de siglo el cine estuvo esperando: una película que en lugar de llorar la muerte de una época salte sobre ella, con un pasito de tap dance.
Sombras nada más Federico Veiroj se atreve a dejar una mirada distinta sobre la cinefilia, despojándose de toda cuota de sentimentalismo y agregando una dosis de ironía en esta pequeña historia sobre el crepúsculo de la Cinemateca de Montevideo en base a su escasa rentabilidad en épocas capitalistas como las que nos atraviesan. Cine y economía nunca se llevaron de la mano y esa es la línea delgada que atraviesa este pequeño derrotero de Jorge (Jorge Jellinek), un empleado de 45 años, algo introvertido que vive del y para el cine tanto dentro de la sala de proyección como fuera de ella, por ejemplo en su programa de radio donde enseñajunto a su colega Martinez (Manuel Martinez Carril) a los escuchas a ver cine. La vida interior de un cinéfilo para el común de la gente puede resultar algo monótona y sin sentido pero es precisamente sobre este punto que el director de Acné bucea imprimiendo en una trama sencilla una atmósfera que paulatinamente va escapando de la realidad al tomar como referencia el punto de vista del protagonista, quien frente al inminente cierre de su mundo de butacas y proyectores, su paraiso privado y más preciado, sale en busca de otro que le permita seguir soñando la aventura de vivir, y ganarse a Paola (Paola Venditto), una profesora univertaria que muestra cierto interés por el cine pero no por el protagonista. El homenaje al séptimo arte y a la experiencia de mirar historias insólitas en una sala siempre aparece en las secuencias que Veiroj resuelve con una economía de recursos acorde a la propuesta con el único objetivo de recuperar el alma y la esencia del celuloide.
Dulce y melancólico Filme sobre un cinéfilo a punto de perder su trabajo. Sí: en La vida útil (gran título para una gran película) predominan los personajes antiheroicos -tiernos y melancólicos- y el tono agridulce uruguayo. El humor sutil y, a la vez, la elegía: al cine en sala en 35 milímetros. También, la nostalgia montevideana, que se filtra por cada uno de los planos en blanco y negro, o en gris, sobre todo. Y sin embargo, a contramano de las suposiciones, al final del segundo largo de Federico Veiroj ( Acné ) uno siente un sedimento de alivio, de optimismo o, mejor, de felicidad. El que deja el buen cine. Ayer, hoy, siempre. La primera parte nos muestra, con precisión y economía narrativa, a Jorge, empleado de una Cinemateca Uruguaya en incesante decadencia (se aclara que ficcional). Jorge, interpretado por el crítico uruguayo Jorge Jellinek, ideal para este papel, podría ser un burócrata. Pero no. Es un cinéfilo pertinaz que vive por y para la institución: para su pasión. El, que vive con sus padres, y lleva 25 años en ese trabajo, no está atrapado en una maquinaria kafkiana sino en un útero protector, en un placer rutinario que está llegando a su fin. Jorge es un tipo solemne, absolutamente tenaz y querible, involuntariamente gracioso. En una atmósfera cada vez más anacrónica, lo vemos debatiendo sobre viejos proyectores, haciendo un programa de radio, arreglando butacas e intentado seducir, con ineficacia, a una espectadora. En contraposición con su disfrutable aunque solitaria vida, el fantasma del cierre de la Cinemateca sobrevuela sobre él. Cuando el instante temido y tal vez negado llega, Veiroj provoca un quiebre notable. En principio, a través del sonido y la música: de la propicia canción Los caballos perdidos , de Leo Masliah. Después, a través de una variación de las conductas de su personaje y del estilo de la película, cuyo naturalismo deja paso a un delicado eclecticismo. Forma, tono y personaje -que debe salir a la calle y parece perdido, como un recién nacido, entre los ruidos y movimientos urbanos- se modifican en armonía y libertad, con absoluta justificación y lógica cinematográficas. En cambio de optar por la lacrimógena nostálgia de otros filmes sobre mundos en mutación, Veiroj elige un camino de rara y módica luminosidad. Luminosidad que no es demagógica ni lineal. Y que se apoya en un homenaje al viejo cine, sobre todo en el aspecto formal: la fotografía, la música y otros rubros están utilizados a la perfección. Y tienen sentido: Jorge intenta que al final de su vida útil en la Cinemateca, su vida siga siendo útil en general. Pero su percepción, su subjetividad, su prisma para observar el mundo están teñidos por el cine que vio. Si en la primera parte lo veíamos desde afuera, en la segunda adoptamos su catártico, dichoso punto de vista.
Una joyita “cinéfila” para todo público Con esta pequeña obra, pequeña incluso en su duración, de apenas 67 minutos, debuta una nueva distribuidora de cine arte. Deriva de otra con amplio catálogo en cine del Extremo Oriente. La película que nos trae también es oriental. De la Banda Oriental. Risueña, de una melancolía y un humorismo típicos de aquel lado del río, y un personaje que debe ser, tal vez, pariente lejano de alguno de esos oficinistas del primer Benedetti. El tipo es un gordo bueno, grandote, de anteojos gruesos y sonrisa amable. Sólo que tiene poco para sonreírse. Dedica la vida entera a su trabajo en una cinemateca desprotegida y alicaída, paulatinamente abandonada por los socios y los filántropos, vive con sus padres, y no sabe cómo invitar a una chica que le gusta. Disfruta, eso sí, las tareas que tiene asignadas, incluso un espacio radial, que quizá sus oyentes disfruten algo menos. Siente el orgullo de formar parte de una entidad histórica, pero ha llegado tarde, la historia de la misma ya se termina. Un día se impone la cruel verdad: se le acabó el empleo. Deberá salir al mundo exterior. Lo bueno es que, después de la amargura, del llanto solitario en un colectivo indiferente, el hombre se rehace, y, sin decirnos nada, decide ser «el héroe de su propia película». De esa forma, en rápida evolución, en un lugar nuevo para él, enfrenta a un nuevo público, lo envuelve con inesperada habilidad (y con un tramposo elogio de la mentira escrito por Mark Twain, especial para abogados), y, maravilla de las maravillas, con mucha seguridad en sí mismo logra una cita de la chica. Y eso no es todo, aún falta lo mejor. Da risa y ternura el personaje, causa respeto y nostalgia esa gente abocada a funciones que otrora tuvieron mayor peso, y resulta simpático el homenaje que les brinda el autor de la obra. Coherentemente, dicho homenaje se hace con fotografía en blanco y negro y pantalla cuadrada como las de antes (algo rarísimo de ver en estos tiempos), con un particular trabajo de la banda sonora, el auténtico director de la verdadera y prestigiosa Cinemateca Uruguaya, don Manuel Martínez Carril, como jefe de nuestro héroe, y una antológica escena de baile por las escaleras de un edificio público. Pero antológica, no por maravillosa, sino por el regocijo que nos transmite el protagonista, Jorge Jellinek. Que no es actor, pero ya se ha ganado un premio como tal, ni es bailarín, pero sube, baja y da sus pasos con inesperada gracia. En verdad, es un crítico de cine. Algunos espectadores envueltos en los sofismas de la cinefilia disfrutarán especialmente todas las posibilidades de interpretación que la obra de Federico Veiroj permite. Acá tiene para entretenerse a gusto. Los que simplemente aman el cine, disfrutarán también, sin tanto trabajo. Lo mismo, quienes reconozcan en los padecimientos del pobre gordo los suyos propios, y en el desenlace, su propia ilusión, esa ilusión que siempre buscamos en el cine, cualquiera sea nuestro oficio. Autor,
Una película memorable Luego de Acné (2008), el uruguayo Federico Veiroj regresa con un segundo opus que homenajea a la vieja cinefilia, aquella que se educó al calor de las Cinematecas. Se estrena hoy en la Sala Lugones. La vida útil retrata por lo menos dos cosas. Por un lado, un trabajo arqueológico sobre ese reducto cinéfilo en peligro de extinción llamado Cinemateca, y por otro la búsqueda de una experimentación de los procedimientos cinematográficos anclada en una declarada devoción por la vitalidad de un cine clásico que parece no retornar. Narrado en riguroso blanco y negro, el film escenifica los días en que Jorge (el crítico de cine uruguayo Jorge Jellinek) un empleado de la Cinemateca de Montevideo deberá afrontar la debacle de dicha institución. Nuestro héroe, un hombre de 45 años que ha trabajado allí desde los 20, deberá asumir la situación crítica de la institución y pasará por una especie de proceso de duelo. La película sufre claramente un quiebre promediando el metraje, logrando una mayor libertad creativa a medida que avanzan los minutos, cuando logra salir de la pesadumbre de la Cinemateca para dar una bocanada de aire fresco encauzando y eligiendo a la calle como decorado ejemplar. Como bien lo declara su director de fotografía, Arauco Hernández, en el número de HC que se encuentra en las calles “en la primera mitad de la película tratamos de atrapar el espíritu de la locación: la cinemateca uruguaya. Buscamos intervenirla lo menos posible, que el lugar hablara por sí mismo. En la segunda mitad, ya libres de la cinemateca, nos dedicamos a homenajear al cine clásico. Sobre todo al final, donde decidimos que todo se fuera al diablo, que la película se tornara una locura total”. Y esa “locura total” es lo que hace de La vida útil un film extremadamente atractivo. Federico Veiroj podría haber hecho una película que se regodeara en la nostalgia por la pérdida de panteón cinéfilo. Sin embargo en su segunda mitad redobla la apuesta y el relato adquiere una algarabía y una fuerza inéditas, evitando todo sentimentalismo y apoyándose, sobre todo, en la utilización de la banda sonido como un elemento narrativo fundamental. Hay una primera mitad, entonces, en la que la película parece descansar en el dato sociológico mostrando el tramiterio cotidiano, el pedido de auxilio de los trabajadores de la Sala para que esta no desaparezca, etc. Pero si en esa primera parte Jorge tiene que soportar el cierre de la institución como un hecho pesadamente luctuoso; en el segundo tramo del film el personaje revivirá una fiesta particular “reescribiendo”, reconfigurando su pasión por el séptimo arte en carne propia (protagonizando pequeñas viñetas en las que parece sentirse inmerso en el universo del musical, del film de gangsters, etc.) como una especie de reconciliación cinéfila. ¿La vida útil, comedia de rematrimonio?
Recoleta, Zapala, Montevideo Y también quiero recomendarles un estreno de la sala Lugones, la película uruguaya La vida útil, de Federico Veiroj: Montevideo. Blanco y negro. Actuada por un crítico de cine (Jorge Jelinek, una revelación, y ganador del premio al mejor actor en el pasado Bafici). Una historia de vida de alguien que trabaja en la Cinemateca Uruguaya, basada en ambientes reales y en conversaciones realistas, la película se plantea, o le plantea al entrañable protagonista, un escenario de fin, de crisis: qué hacer cuando se pierde el cómodo mundo –bastante encerrado– al que se pertenecía. Hay que salir, y ese salir implica la aventura, lo desconocido, que puede ser todo un desafío para aquellos que suelen optar constantemente por las experiencias vicarias del cine. La vida útil posee un espíritu clásico y un cerebro moderno, aunque jamás ostentoso, fútil o autocomplaciente: en 67 minutos se cuentan rutinas y emociones con gracia y concisión, y con esa belleza de gris melancolía que pocas ciudades ofrecen en mayores dosis que Montevideo.
Salir del cine Aunque algunos sostienen, o suponen, que este film en torno al cierre de un cineclub es un homenaje al cine, se trata, en realidad, de algo más ambiguo y oscuro. El primer tramo recorre situaciones que los cinéfilos conocemos muy bien: proyecciones con más buenas intenciones que público, didácticos programas de radio sobre la especialidad, un realizador lamentándose por la mala proyección de su película, un proyectorista dejando su vida en esa vocación. Pero Federico Veiroj (1976, Montevideo, Uruguay) no reviste esos hechos de dulzura o de nostalgia: todo luce lóbrego, triste y anacrónico, desde los solemnes textos grabados y reproducidos antes de cada función, hasta la manera con la que se alecciona desde la radio y las charlas en torno a la decadencia de la institución. Incluso los cineastas a los que se hace referencia en esas primeras escenas son Sergei Eisenstein (1898/1948) y Manoel de Oliveira (1908): nadie duda de la persistente modernidad de la obra del maestro ruso o de la jovialidad del centenario realizador portugués, pero parece haber allí (así como en los DVD que acopian en el cineclub y cuyas portadas pueden apreciarse en algunos momentos) una idea algo cerrada o poco actualizada del cine que vale. No hay calidez en ese refugio, ni siquiera en las conversaciones entre quienes lo llevan dificultosamente adelante, que discuten con más resignación y abulia que sincera preocupación. En esa primera parte de la película va recortándose la figura de Jorge, uno de los empleados. Veiroj emplea, apenas, alguna llamada telefónica y la conversación casual con una mujer antes y después de una proyección para dar a entender cómo es la vida de este personaje. El cierre de la cinemateca será para Jorge, indudablemente, motivo de tristeza, pero también significará una suerte de liberación. Estando solo en el baño, escuchar por la claraboya el ruido de un avión parece recordarle que hay vida allá afuera, y así se larga a la calle, desorientado pero decidido. En ese paso hacia adelante hay sólo una escena triste –en la que se ve al grandote lagrimeando mientras viaja en colectivo– pero, junto a su pena y su sensación de extravío, aflora la necesidad de intentar otras cosas, quizás de poner en práctica lo que hasta entonces vivió sólo a través de las películas. De la oscuridad sale a la luz, de la seguridad incómoda de ese encierro a la zozobra de la libertad. Con algo de Monsieur Hulot o de los personajes de Martín Rejtman, Jorge nunca a llega a ser demasiado patético ni ridículo, deambulando zigzagueante en busca de algo nuevo, permitiéndose disfrutar la sensualidad de un masaje en una peluquería o dándose permiso para unos pasos de baile en una escalinata. La vida útil evita el recurso de intercalar escenas de películas pero recurre a música y sonidos de viejas proyecciones para sugerir que conforman la banda sonora de la vida de Jorge. De una parquedad y mansedumbre típicamente uruguayas (a lo que contribuye la fotografía en blanco y negro), infiltrada por líneas de un humor muy sutil, dirigida con puntillosidad, es una película modesta en apariencia pero fértil en sus entrelíneas. Si no alcanza mayor fuerza es porque ocasionalmente el relato parece estancarse (la alocución de Martínez Del Carril en la radio), porque interpretando al protagonista el crítico Jorge Jellinek acierta en lo físico y lo gestual pero resulta inexpresivo al hablar (como lo demuestra la inconvicción con la que comparte sus reflexiones sobre la mentira frente a estáticos alumnos universitarios) y por cierto amateurismo que aflora a veces, por ejemplo en la inclusión de una canción completa de Leo Masliah para agregar sentido a una secuencia de la película. Curiosamente, aunque cuenta una historia exteriormente pequeña y simple que transcurre casi con desgano, La vida útil estimula la discusión y despierta reflexiones en quien esté dispuesto a descubrir la agudeza de sus planteos. Su título, por ejemplo: puede referirse a la perecedera existencia de estimables instituciones como la cinemateca en cuestión, pero también a la conveniencia de vivir sin dejarse aprisionar por la sombría seducción de una sala de cine.
Nada es para siempre Un film que narra, en blanco y negro, la historia puntual de la Cinemateca Uruguaya como institución no estatizada, y el espacio, que ocupan las mismas sumado al estado, del llamado Cinearte en la actualidad. El film tiene como protagonista a Jorge Jelinek, excelente crítico y agradable persona, que intenta componer al director de la misma. La pertenencia al medio y su pasión por el cine hace que se mueva cómodamente en algunas escenas del film, como la que se produce en la radio, con otro crítico, una reflexión muy emotiva respecto a como aborda su oficio y qué es lo que privilegia, además de un llamado solidario a la comunidad. No obstante colocar sobre el tapete las problemáticas institucionales y cinematográficas, la escena citada y un giro radical, que hace Jorge dando unos saltitos muy graciosos, en las escalinatas de la Universidad Nacional de Montevideo, no ameritan haberle otorgado el premio al mejor actor de la competencia oficial internacional en el último BAFICI. Una muestra de un amiguismo, muy afectuoso para los amigos, pero muy irrespetuoso para el resto de los actores y muy buenos, que los hubo. Un film tierno, inocente, que por momentos genera una impotencia, muy bien resuelta, para los que aman el cine y aquellos espacios particularmente queridos en que muchos se formaron.
Un mundo melancólico Jorge vive con sus padres y trabaja en una cinemateca de Montevideo desde hace 25 años. Desempeña tareas técnicas, de programación, y conduce un ciclo radial sobre cine. La cinemateca está en una situación cada vez más crítica y Jorge, que nunca trabajó fuera del cine, se queda sin empleo, por lo que tiene que cambiar su forma de vivir. Una narración gris, melancólica y sencilla. Un pequeño cuento de cine a través del cine, sobre un ámbito, el de los cine clubes, que vertiginosamente ha ido perdiendo terreno en los últimos años. También, es un homenaje a ese mundo, sus hacedores y sus espectadores. Sorprendente protagónico de Jorge Jellinek, un crítico de cine uruguayo, y la inclusión de la canción "Los caballos perdidos" de Leo Masliah junto a la secuencia de los fotogramas de los jinetes. Una producción pequeña y en blanco y negro. Un filme para cinéfilos.
Así en la tierra como en el cine “La gente cree que sabe de cine alguien capaz de recitar de memoria la trayectoria de un actor o un productor. Es probable que sea importante saber la trayectoria de los grandes autores cinematográficos, pero no como un ejercicio de memoria: el cine no es una colección de datos. Es más difícil comprender cómo se produce el enriquecimiento del espectador, explicar las resonancias que el cine crea en un espectador alerta, sensible”, dice Martínez en una escena de La vida útil. Martínez es el director de Cinemateca, la institución donde trabaja Jorge, el protagonista de la película. La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj, pasó por varios festivales, cosechó premios y desde el jueves se exhibe en la sala Leopoldo Lugones. La película cuenta la historia de Jorge, un hombre que trabaja desde hace 25 años en Cinemateca (así, sin el artículo), vive con sus padres y está enamorado de Paola, una profesora a la que no sabe cómo acercarse. Jorge es un “ratón de cinemateca” que programa, proyecta, gestiona, presenta películas, revisa las butacas y conduce el programa radial de la institución. Cuando Cinemateca cierra sus puertas por problemas económicos (“no es rentable”, dicen los de la fundación que la deja de sostener, como si alguna institución cultural lo fuera), también su vida entra en crisis. Hasta ahí, pareciera que todo va a girar en torno al fin de una forma de ver y vivir el cine. Pero no. La vida útil es una película partida en dos: como Jorge, llega hasta un punto y después se reinventa. La primera parte tiene un tono casi documental, reforzado por la elección del protagonista, el crítico de cine uruguayo Jorge Jellinek, que si bien no trabaja en la Cinemateca Uruguaya, la conoce lo suficiente como para moverse como si hubiera pasado toda su vida allí. El director cuenta que empezó a trabajar en el guión del filme hace tiempo, y después lo guardó en un cajón. Pero durante la difusión de su primera película (Acné, 2008), conoció a Jorge y tuvo un “flechazo”: “Uní el viejo proyecto con la cara de Jorge, con su manera de ser, y me puse a adaptar ese guión”. Jellinek aceptó el desafío y en su paso por el Bafici se llevó el premio al mejor actor. La canción de Leo Maslíah Los caballos perdidos marca el pasaje de la primera a la segunda parte del filme. Jorge ha vivido encerrado entre sueños y sombras, y ahora sale a la calle, al encuentro de las luces, las texturas y los ruidos del mundo. Pero la película no muestra el triste choque con la realidad del que perdió el trabajo que amaba. “No tenía ganas de contar eso, sino cómo el personaje profundiza en lo que conocía, cómo saca esas herramientas que había conocido a través de las películas para conseguir lo que quiere”, dice Veiroj. Y lo que Jorge quiere es estar con Paola. Lo que sigue es una historia de amor y fantasía en blanco y negro, motorizada por un personaje casi cómico, que sabe jugar y divertirse como un chico. Y aquí es fundamental la banda sonora, que entrevera los sonidos de la ciudad con otros grabados en la memoria de los espectadores hasta lograr ese viejo anhelo de unir el cine y la vida. No importa si no reconocemos que las bocinas y los gritos de una escena provienen de El eclipse, de Michelangelo Antonioni, o que los sonidos que acompañan una caminata rápida por las calles de Montevideo fueron tomados de La diligencia, de John Ford. Como dice Martínez, interpretado por el director histórico de la Cinemateca Uruguaya, Manuel Martínez Carril, lo que importa no es el dato. Aún sin conocer el origen de esas citas, el espectador intuye que esos sonidos forman parte de una memoria compartida. También la música del compositor uruguayo Eduardo Fabini nos sumerge en la experiencia de Jorge. Sus composiciones de la década del 20, grabadas por la orquesta del Sodre en los años 50, parecen salidas de películas clásicas. Veiroj cuenta que, una vez que terminó de editar la primera parte del filme –pasaron seis meses entre el rodaje de ambas-, supo que iba a necesitar música para la segunda y empezó a usar la de Fabini como referencia, pero al final resultó perfecta. “En esa época, las películas mudas se proyectaban con música, y la música que existía era ésa. Pero a nuestro oído le suena como música de películas, la escuchamos así y nos puede remitir a emociones que hemos sentido con otras películas”, observa. Casi desde sus inicios, el cine se ha mirado y representado a sí mismo de distintas formas, entre ellas a través de la referencia a otros filmes. En esa caja de sorpresas que es La vida útil, también hay lugar para fragmentos de Codicia, de Erich Von Stroheim, pasos de baile al estilo Gene Kelly y hasta un discurso de Mark Twain sobre el arte de la mentira. Pero aunque rica en citas, La vida útil atenta contra la idea de la cinefilia como colección de fichas; y celebra en cambio la potencia del cine para moldear nuestra percepción y abrirnos a experiencias nuevas. Jorge es uno de esos espectadores sensibles a los que aludía Martínez, para el que el cine no es un objeto cultural momificado, sino una forma de vivir su vida.
Nos encontramos con una peli modesta e intimista. Una historia sencilla, personajes simples (quizá poco explorados), y una mirada hacia el cine, algo nostálgica y referencial, que es, al menos para mi, lo fuerte del filme. La peli sigue la vida de un hombre que trabaja para una filmoteca y cine de barrio, que esta en serios problemas económicos y debe cerrarse, por lo que el hombre queda sin trabajo. La línea argumental es bastante básica y se sigue de la misma manera a lo largo del metraje, pero es rica en encuadres “cortados”, primeros planos, planos con poco movimiento y ritmo lento (ahondando en esto intimista que tiene la peli), y en otros simbólicamente bellos (como los caballitos en la pared). Además, la nostalgia que transmite ese viejo cine, hoy que todos estamos acostumbrados a las multisalas, no puede más que generar fascinación en los amantes del séptimo arte. A su vez, tenemos esto del cine empleado en la vida real, como un ida y vuelta (el cine retrata o dice algo de la vida, decía no sé quién; y esto es usado por el protagonista). Se extraña eso si, algo más de profundidad, que podrían haber hecho el ritmo lento algo más llevadero. No es una gran película, pero si es una peli que merece un visionado, aunque más no sea para contemplar ese viejo cine, esos estantes repletos de películas que todos querrían tener en su casa :D y ese sistema de cine barrial que esta quedando cada vez más obsoleto. Filmado en blanco y negro, como no podía ser de otra manera. Con, como ya dije, algunos planos geniales. Otros toscos, a propósito. Y unos personajes, tan raros, tan ensimismados, que por momentos se dificulta sentirse parte del filme y de lo que les pasa. Para los más entendidos, la peli contiene referencias a películas (yo solo capte algunas y otras se notan que deben significar algo, por como viene la trama: el personaje toma del cine para su vida real); y además se habla bastante de qué es cine, qué importancia tiene una peli, cuando una peli es buena o no, y otras cuestiones técnicas, que serán de agrado filosófico (y técnico) para todo aquél que ha pensado en estos parámetros objetivos/subjetivos con los que se considera una película. Todo esto esta inmerso en el guión de manera apropiada: a través de problemáticas con los proyectores, los personajes nos dan un mini repaso, o racconto de los tipos de proyectores (que el que de eso no entiende nada como yo, al menos le servirá para entender que la cosa tan simple que puede parecer proyectar una peli, no es tan así como soplar y hacer botella). Así que desde aquí, se recomienda que la vean, no tanto por el resultado final y completo, sino más bien por sus partes, que contienen muchas cosas agradables para los amantes del cine. Aprueba, y le encontrarán cosas lindas, de eso, seguro. Ya me dirán. Qué estuvo pasando con la peli a nivel premios: Fue preseleccionada por Uruguay para el Oscar a Mejor peli de habla no inglesa (2010). Obtuvo el premio a Mejor actor (Jorge Jellinek) en el Bafici 2011. Y el premio a Mejor Director en Valdivia 2010.