El sentido del tiempo: Pastor, chivo, árbol, carbón… Angelo es un pastor de cabras, que vive en un pueblo de la Calabria. Todos los días lleva a pastar a sus animales y regresa al atardecer, una tos seca lo acompaña y le impide moverse. Por las noches toma una mezcla de hierbas, (con oración incluida) que le prepara una mujer, que hace el trabajo de limpieza en la iglesia. Hasta que un día pierde esa medicina por el camino e inevitablemente muere. Este primer personaje es el pretexto que utiliza su director para crear una estructura polifónica y circular que le permita hablar de los ciclos de la vida, de los ciclos de la naturaleza, donde en última instancia: “nada se pierde y todo se transforma”. Un pueblo casi medieval es el contexto donde se desarrolla la historia, donde están presentes sus rituales, sus trabajos, sus anónimos habitantes. Porque los tres personajes restantes serán un chivo blanco, que muere prematuramente, en el bosque, un árbol (pino), que participa de un ritual hasta, que es talado por sus habitantes y deviene en madera, y esta, en una gran pira, que a su vez deviene en carbón. Un documento vital construido poéticamente, cuya estructura da cuenta de un guión preciso, de mucho trabajo en todos los sentidos, de una excelente fotografía y montaje realizado solamente con el sonido natural de las voces, que en él aparecen. La existencia, en casi todas las concepciones religiosas, tal y como aparece en el campo del devenir, sólo adquiere sentido, si podemos vivir nuestra vida, de manera tal, que podamos repetirla. Y esto adquiere sentido en una concepción circular del tiempo, siempre y cuando no haya sólo repetición, sino progreso espiritual. Sólo así la historia adquiere sentido, así como cada suceso y cada momento. Lo cierto es que ni las personas (salvo unas pocas), ni los animales, ni los árboles deciden cómo ni cuando morir. Una narrativa poco convencional y rigurosa hace de estas cuatro únicas voces, un poema visual, para disfrutar y reflexionar.
Polvo, quizás De acuerdo a lo que plantea la escuela pitagórica, el número es la clave de todas las cosas. Por ejemplo cuatro son los lados del cuadrado y cuatro serían las estaciones del alma; esto es parte de la proporción universal. Las estaciones del alma, entonces, pasarían de un hombre a un animal, de un animal a un vegetal y de un vegetal a un mineral. En la época de la escuela pitagórica, allá por el 525 antes de Cristo, la rigurosidad esotérica era firmemente disciplinaria y aunque se aceptaban hombres y mujeres y distintas religiones y diferentes razas, los no iniciados no podían recibir conocimientos. En esa armonía, y en el sur de Italia (donde en esa época pretérita tuvo su sede una de las escuelas pitagóricas), en la Calabria de estos tiempos pongamos por caso, las cosas no tendrían por qué ser diferentes. Si un pastor de cabras se muere su alma bien podría migrar hacia una cabra recién nacida; y si la cabra infante se pierde del rebaño y se esconde bajo un árbol la noche previa a la primera gran nevada del invierno y muere, su alma pasará a la savia de ese árbol; y si el árbol es talado para una fiesta popular y luego transformado en leña, esa leña podría llevarse a un horno de leña que la transformara en carbón, o en humo; y ese humo saldrá por la chimenea de un casa cuando el carbón se consuma en un hogar, y así llegará a otro hombre, y así volverá a empezar. El misterio de la vida convierte cada jornada en un día de estudio, jornadas que irán dejando atrás la sensación de aprendices cuando hayamos madurado. Esto es así en la escuela pitagórica y en la vida diaria, y también en LE QUATTRO VOLTE, la película de Michelangelo Frammartino que sin palabras nos trasmite una concreta certidumbre. Un viejo pastor de cabras tiene tos, una tos seca que quiere curar con una medicina que alguien le ha preparado y le guarda en un cartucho hecho con una página de revista. Pero la noche anterior a esa mañana, la mañana de su muerte, el pastor descubre que se le acabó la medicina y corre a buscarla a la iglesia. Esa mañana, la mañana de su muerte, las cabras están en el corral y el perro Vuk, que cuida al rebaño del viejo, le ladra a cuanto peregrino pasa y hasta al Cristo que carga la cruz y que anduvo ensayando la Pasión un día antes en el mismo sitio, frente a la casa del viejo pastor de cabras. Y un monaguillo quedó retrasado de todos los demás, y le tiene miedo a los perros, y Vuk le toma el tiempo y no lo deja pasar a puro ladrido; y el chico intenta seguir su rumbo, pero Vuk lo enfrenta, y el chico empieza a tirarle cosas, ramas, piedras, y Vuk las atrapa pero le sigue haciendo frente, hasta que Vuk se equivoca de piedra y saca un medio ladrillo que frena la rueda trasera de una camioneta, y la camioneta recula por la lomita, choca la puerta del corral, las cabras se escapan al camino, Vuk se esconde tras los arbustos, al monaguillo lo encuentran los de la procesión y el viejo exhala su último suspiro en la habitación de su casa, estrecha escalera arriba. En LE QUATTRO VOLTE todo tiene un aire de comedia muda, de drama introspectivo, de divulgación científica o de poema visual. LE QUATTRO VOLTE, en esa secuencia magistral que transcribimos desde la memoria, secuencia rodada en un plano general con apenas algunos movimientos de cámara a derecha e izquierda y en la que el tiempo real se suspende en la vorágine de la percepción, desafía los dogmas de cualquier género y le devuelve al cine su esencia vital: ser una experiencia de empirismo audiovisual y no una construcción de bordes pulidos. Porque LE QUATTRO VOLTE se vuelve gozosa cuando el espectador descubre que detrás del magnífico fenómeno de feria que es el cine hay un hálito imperecedero, como el polvo que bailotea en la luz. Una imagen imborrable: el polvo bailotea en la luz, un haz de luz brillante que atraviesa un espacio que en principio no atinamos a descubrir. Luego sabremos que es una iglesia. Una mujer barre la nave central de la iglesia del pueblo. Más allá, el pastor de cabras espera que la mujer termine de trabajar, de juntar el polvo del suelo. Después, en una salita, el viejo pastor le dará una botella con la leche de la cabra que ha ordeñado un rato antes, al principio de la mañana. Y la mujer, que ha dejado la pala con el polvo sobre una mesa, hará un cartucho con una hoja de revista y rezará una oración al polvo que separa del resto del polvo. Y esa imagen que nombrábamos recién cobra otra dimensión cuando nos ponemos a pensar que, más allá de cualquier esoterismo, superchería, magia o naturaleza, quizás no seamos más que polvo, y que solo nosotros somos capaces de sanarnos, de conmovernos con el arte, o de comprender que la oscuridad es otra forma de luz.
Merecida ganadora del premio Europa Cinemas en Cannes 2010 y presentada en la Competencia Internacional del reciente BAFICI, se trata de una bellísima, rigurosa, sensible y poética mirada al universo (casi en extinción) de un antiguo y pequeño pueblo serrano de Calabria. En su segundo largometraje, el director de Il donno describe el ciclo de vida (la muerte de un viejo pastor, el nacimiento de una cabra, la dinámica de la comunidad, el trabajo con la leña) en un virtuoso relato que pendula entre la ficción y el documental, y que contiene algunos de los planos más hermosos vistos en los últimos tiempos. Un film lleno de sabiduría, humanidad y sensibilidad artística, que remite al mejor cine de Víctor Erice, Abbas Kiarostami, José Luis Guerín y Raymond Depardon. Imperdible.
Lo bello y lo triste Lacónico y lírico filme, en un pueblito italiano. Existen, al margen de leyes de mercado y colonizaciones de gustos cinematográficos, películas hechas desde la sensibilidad y las entrañas. Desde la delicadeza artística. Películas que demandan ser sentidas, disfrutadas, como una poesía. La materia de Le quattro volte , melancólica y luminosa representación de los ciclos de la vida -humana, animal, vegetal, mineral-, es el lirismo. Su escenario: un pueblito medieval italiano, fuera del tiempo y del espacio, cuyas atmósferas y ceremonias conmueven de un modo casi físico, sin necesidad de palabras. La estética de Le quattro..., en la que predominan los planos largos, lejanos y estáticos, y una dolorosa belleza natural, nos remiten, por ejemplo, a El cielo gira , de Mercedes Alvarez: es decir, a Víctor Erice. Sólo que la película de Michelangelo Frammartino funciona como una extraña ficción construida sobre la realidad. Empieza con un viejo un pastor en el crepúsculo de su vida. La secuencia de su muerte, en la que sus cabras van entrando a su casa y subiéndose a los precarios muebles, resulta tan documental como onírica, tan realista como surrealista. El cierre de la tumba, filmado desde adentro, y el posterior nacimiento de un cabrito marcan los saltos cíclicos que propulsan a esta pequeña joya. Hay planos secuencia de rituales religiosos y sociales, que bien podrían pertenecer al fino costumbrismo -de rescate de tradiciones- de El árbol de los zuecos , filmados con toques de humor físico, espontaneidad, distanciamiento, ausencia de diálogos y una sutil edición de sonido: a lo Jacques Tati. Algunos encuentran, además, alegorías metafísicas o esotéricas. Metáforas sobre la migración del alma. La interpretación -innecesaria para disfrutar la película- se abre a la subjetividad de cada uno. Lo indiscutible es que asistimos a un ínfimo milagro: el modo en que Frammartino parece manejar a la naturaleza, hasta en sus mínimos detalles, en favor de su cine. El filme discurre circularmente. Al final, nos queda el sabor agridulce, delicioso, de haber sido testigos de un mundo a punto de desaparecer. Y el alivio de sentir que esa clausura puede ser también un principio: el falso consuelo individual que nos otorgan los ciclos naturales y los verdaderos artistas.
En busca del ojo absoluto El film de Michelangelo Frammartino propone lograr una capacidad de mirada que permita hallar goces e intensidades profundos en el detalle aparentemente más ínfimo. ¿Una película sobre los ciclos de la vida, sobre el lugar del hombre en el mundo, sobre la relación entre él y la naturaleza? Peor aún: ¿una película sobre “el espíritu único que mueve a un pastor, una cabrita, un árbol y unas briznas de carbón”? Si una obra y las intenciones que la animan fueran lo mismo, Le quattro volte habría sido la película más teórica del mundo, la más solemne y aburrida, un bodrio liso y llano. O, peor, un divague misticoide y machacón, sumado eventualmente a todo lo anterior. Pero como una cosa son las declaraciones de intención y otra muy distinta lo que se hace a partir de ellas, Le quattro volte resulta una experiencia cinematográfica infrecuente. La película de Michelangelo Frammartino pone al espectador en condiciones de alcanzar lo que, trasladando un difundido concepto musical, podría denominarse ojo absoluto. El ojo absoluto sería una capacidad de mirada que permita hallar, en el detalle aparentemente más ínfimo, goces e intensidades se diría que no de este mundo. Pero vaya si lo son. ¿Qué vuelve inolvidables a este pastor, estas cabras, este perro, este árbol (el horno de carbón “pega” menos, honestamente)? Los vuelve inolvidables el modo en que Le quattro volte mueve a mirarlos. No hay diálogos en el opus dos del milanés (de familia calabresa) Frammartino. O sí los hay, pero a distancia. Es absolutamente lógico que así sea. Frammartino filma una zona agraria, primaria de Reggio Calabria, y en esos pueblitos no es común que la gente se la pase hablando. Pero además Frammartino suele filmar de lejos, por lo cual muchos diálogos se adivinan o atisban, más que estrictamente oírse. Finalmente, la razón más de fondo, más de intención: Frammartino quiere arrancar al hombre de su lugar central (ver entrevista), dándole más espacio en el plano, en el relato, a aquello que no habla. No con palabras, al menos. Gracias a estas cabras, a este inolvidable perro pastor, el espectador de Le quattro volte tal vez salga del cine convertido en iniciado en lenguaje animal. Se supone que también en el de plantas, árboles y minerales, pero eso es más difícil de verificar. ¿Qué muestra Le quattro volte, qué sucede en ella? Muestra uno de esos pueblos que tanto se ven en Italia y España, que allá por la Edad Media algún señor feudal construyó fortificados y en lo alto de una ladera, para ver de lejos al enemigo. En él hay un pastor anciano, cansado, dueño de una tos seca, que no para. La combate con una medicación poco ortodoxa: el polvo que la señora de la limpieza levanta todos los días del piso de la iglesia y que le sirve, oración de por medio, en un cuidadoso paquetito. Algo sucede y el protagonismo del pastor cede paso al del rebaño, imponiéndose, de allí en más en la estructura del relato, un efecto dominó. Dentro del rebaño, las crías; entre ellas una que se extravía en el bosque, pasando la noche junto a un árbol. Arbol que los pobladores del lugar talan para celebrar una fiesta anual que debe suponerse longeva. La fiesta termina, el árbol se corta, se troza, se convierte en carbón: cierre del ciclo, que como Frammartino señala, invierte el que la naturaleza recorrió, desde el origen del mundo hasta la aparición del hombre. Ese ciclo es también el de las estaciones, que pautan el relato. Y uno narrativo, en tanto la película finaliza allí donde comienza. Para que la mirada se concentre e intensifique se requieren planos fijos. Sólo cuando es estrictamente necesario, una corta panorámica hacia un lado y vuelta hacia la posición inicial. Es lo que sucede en el asombroso, memorable plano secuencia en el que –desdiciendo esos comentarios típicos, de que en esta clase de películas “no pasa nada”– pasa de todo. Personas disfrazadas de romanos bajan de una camioneta, por una callecita baja una procesión de vía crucis, el perro no los deja pasar por delante de su territorio, hay un choque, se rompe la valla del corral, el rebaño se escapa... Todo, visto desde un único emplazamiento de cámara. El mismo desde el cual, a lo largo de toda la película, Frammartino suele observar la entrada del pueblo. Total economía de medios y un amplio fresco ofreciéndose a la mirada, para que el espectador fuerce la vista y elija dónde poner atención. Un panorama como el que los pintores del quattrocento solían pintar de fondo, para recortar mejor en primer plano alguna figura de poder. Pero este otro Michelangelo invierte esa relación, trocando humanismo por animismo y majestad por una democracia que no es sólo ecológica. ¿Qué hay si no más de democrático, en términos visuales, que un espectador eligiendo dónde y cuánto mirar, como Le quattro volte mueve a hacer?
Contemplación de la vida En un pueblo montañoso de Italia, el tiempo tal como lo conocemos parece haberse congelado. Lejos de la alta tecnología a la que nos acostumbra la vida moderna, los días transcurren con la cadencia de hace siglos en medio de ritos cotidianos que se mantienen más o menos inmutables. Así, un anciano cuida sus cabras y palia sus enfermedades con polvo de iglesia, los aldeanos recrean el Via Crucis en un primaveral viernes santo, los animales nacen y crecen mientras los árboles completan su ciclo vital, y el hombre se dedica a aprovechar todo aquello que la naturaleza ofrece no sólo a sus necesidades, sino a sus ritos y celebraciones. En este filme que abunda en planos inmóviles, panorámicas fotográficas preciosas y sonido ambiente, Michelangelo Frammartino recurre a un registro de tipo documental para que sus personajes (sean éstos humanos, animales, el propio paisaje de la aldea y sus alrededores) discurran en la historia prescindiendo de palabras. Los diálogos, si existen, son inaudibles; el sonido ambiente captura más que nada el murmullo de la naturaleza, los pasos de los aldeanos en la gravilla, el petardeo de algún vehículo vetusto que recorre cansinamente la montaña. Todo apunta a un único hilo conductor: el transcurso de las estaciones y el ciclo vital del mundo a través de sus criaturas. En definitiva, estamos frente a un producto fundamentalmente visual, destinado a un disfrute sin apuros ni pretensiones. Pese a una gran recepción a nivel crítica, el público general puede sentirse abrumado por la sobreabundancia de planos largos y fijos, el minucioso seguimiento que las cámaras hacen de los animales y la carencia de un argumento tradicional sostenido mediante interacciones, que este género no favorece. Pese a su relativamente corta duración, tiene esa cualidad no siempre positiva de hacerse más larga; quizá por eso, sólo es recomendable (muy recomendable) a ese público particularmente predispuesto que sabe bien lo que encontrará al ingresar a la sala.
El tiempo y lo que deja a su paso Exhibida en la Competencia Internacional del último BAFICI (en donde injustamente no obtuvo premios), la película de Michelangelo Frammartino se concentra en los detalles, en apariencia nimios, pero reveladores de la experiencia humana y el paso del tiempo. Hace mucho tiempo que una película estrenada en la cartelera local no generaba en el espectador tanta empatía por el acto de contemplar. Una sensación ligada al propio hecho cinematográfico, a la cualidad de mirar hacia un punto y asistir al devenir de acciones en tiempos y contextos definidos. Le quattro volte eleva esa empatía hacia zonas fecundas para el cine contemporáneo, estableciendo una discreta complicidad entre la puesta en escena y el público-voyeur. Mezclando el documental con la ficción, Frammartino describe los rituales cotidianos de un pequeño pueblo calabrés, con especial detenimiento en la vida de un pastor. Sin ningún tipo de subrayado o pintoresquismo, el realizador invierte la ecuación entre registro y acontecimiento propia del cine clásico, permitiendo que la cámara “espere” la consumación de los actos. De esta manera, accedemos a las vivencias del pastor, pero también al trabajo con la leña, las celebraciones religiosas y la vida de las cabras. Cuando el personaje central muere (en un giro que recuerda –salvando distancias- a Psicosis de Alfred Hitchcock), los animales cobran un mayor protagonismo, pero el filme no pierde su coherencia estética. Ganadora en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2010, Le quattro volte posee verdad y belleza en cada fotograma, por partes iguales. Resultan cruciales las escenas con las cabras, verdadero personaje colectivo. También es destacable la labor de un perro que –créase o no- es el motor dramático de una de las secuencias más bellas y cómicas que ha dado el cine en los últimos tiempos. El relato encanta al espectador con su poder de contemplación, gracias a encuadres pictóricos alejados de cualquier preciosismo academicista. Otro aspecto destacable es el no-uso de la palabra como herramienta comunicativa. Y no es que en la película nadie hable, pero los diálogos, a la distancia, enfatizan el valor de lo comunitario como espacio de transacciones personales y simbólicas. Detrás de esos actos de habla giran los rituales, el trabajo, la vida misma. Pocas veces el cine llega a tamaña síntesis. Le quattro volte lo logra. Sin lugar a dudas, estamos frente a una obra maestra.
Todo se transforma Del carbón venimos y hacia el carbón vamos, la frase parecería sintetizar el ciclo de la vida del hombre y se arraiga intertextualmente con la idea de esta inusual propuesta Le quattro volte, de Michelangelo Frammartino, en la que se marcan los ciclos tanto de la vida como de las estaciones del tiempo a partir de una conjunción de elementos donde el hombre parecería estar de más ante la naturaleza. La cámara de Frammartino se instala en un pueblito de Calabria, cuya comunidad rural se autoabastece de la naturaleza, del criado de cabras y que vive prácticamente en un estado semimedieval. Los rituales, las actividades y quehaceres domésticos son sencillamente registrados sin subrayados innecesarios. De esas escenas surge una verdad incontrastable y hasta aparece un espacio para el humor sabiamente dosificado por el director. Pero más allá de la anécdota, lo que realmente conmueve de esta obra maestra es la sensibilidad para extraer de la cotidianidad algo extraordinario, que visto de forma poética -desde lo conceptual y lo visual- define un lenguaje cinematográfico propio, cargado de alegorías, para dar cuenta de la existencia en su mayor expresión. A partir de la idea de simultaneidad y con una mirada circular sobre el tiempo -marcado por la muerte de un hombre y el nacimiento de una cabra- la coexistencia de las historias, léase la de un pastor anciano que muere una mañana; la de un pino que tras ser talado se vuelve madera y deviene carbón, deja en evidencia la intención del director que no necesita ni una sola palabra para transmitir poesía y belleza sin artificios.
Una poética meditación sobre los ciclos de la vida, en esta inolvidable película de Michelangelo Frammartino Un film sin actores, sin música, sin diálogos; un film que prescinde de cualquier convención de género, que trabaja sobre un terreno semidocumental pero se permite las libertades de la ficción; que se desentiende de la concepción antropocéntrica de cualquier cuento hasta casi suprimir la presencia humana, y sobre todo, una obra que pide al espectador un esfuerzo de atención, una participación a la que nos hemos desacostumbrado, ejercitados como estamos en un cine que nos lleva de la mano y nos entrega todo procesado como a criaturas incapaces de valerse por sí mismas. No se trata de tener que descifrar complejas construcciones intelectuales, sino todo lo contrario: lo que hace falta es una mirada pura, una sensibilidad abierta -el detalle, todos los detalles son aquí significativos-, una percepción pronta para captar y saborear en toda su hondura lo que las maravillosas imágenes de Michelangelo Frammartino transmiten y sugieren acerca del incesante espectáculo de la vida, del hombre y su vínculo con la naturaleza. En los términos más simples y puros, sin asomo de presuntuosidad. Y con un sentido plástico y una coherencia narrativa capaz de tejer los hilos de una ficción sin otros recursos que el admirable empleo de una banda sonora en la que las palabras apenas se perciben como rumores ininteligibles y predominan los ruidos de la naturaleza. Primer acierto: el realizador milanés buscó para esta meditación poética el mundo arcaico de un remoto pueblito de la Calabria. El título (y la idea) provienen de un concepto atribuido a Pitágoras según el cual hay cuatro vidas en cada ser: mineral, vegetal, animal y humana. La estructura es muy simple y adhiere a la idea de lo cíclico: empieza con un gran horno en el que se obtiene carbón de leña, sigue con el trajinar cotidiano de un viejo pastor que confía en que los poderes del polvo que recoge en una iglesia servirán para curarle la tos que lo atormenta. La muerte de éste coincide con el nacimiento de una de sus cabras, que pasará a integrar el rebaño de otro pastor, hasta que un día pierda contacto con sus congéneres y tras mucho deambular termine encontrando refugio bajo un árbol enorme, el mismo que algún tiempo después será derribado para celebrar un rito de origen pagano y más tarde convertido en leña. Conviene aclarar que el esfuerzo de atención que la película pide ("el film existe sólo gracias a la decodificación del público", dice el director) tiene su muy generosa compensación: esta historia con sucesivos y heterogéneos protagonistas (un anciano, un perro, una cabra, un árbol) proporciona emoción, humor, considerables dosis de ironía y un inusual vuelo poético. Además de un plano secuencia inolvidable no por su alarde de virtuosismo sino por la riqueza de su síntesis, fruto sin duda de una escrupulosa elaboración.
El viejo pastor camina con dificultad, sus músculos secos lo sostienen por costumbre, su rostro está marcado por arrugas petrificadas y su barba se eriza como un arbusto de espinas. El anciano tose mientras sujeta entre sus manos un extraño brebaje como promesa de eternidad. Privado de la sustancia mágica, una noche entrega su último suspiro con la misma tranquilidad con la que deja sobre el banco una herramienta inútil. Al día siguiente, un cabrito se precipita sobre la tierra desde las entrañas de su madre como caído del cielo. Más tarde, el pequeño animal muere extraviado al pie de un abeto. Para celebrar el final del invierno, los habitantes del pueblo derriban el abeto, que se convierte en árbol festivo y luego será transformado en carbón de madera, según un método ancestral. Le quattro volte reúne lo fugaz y lo eterno. El alma se transmite, como un soplo de vida, entre los reinos animal, vegetal y mineral. Michelangelo Frammartino reflexiona con una serenidad límpida sobre el orden de las cosas, partiendo de un localismo afianzado en los trabajos y los días de un pueblo de Calabria encaramado en la cumbre de una montaña, hasta alcanzar lo universal. La película habla del animismo y la reencarnación sin ninguna distancia irónica. El ciclo de la naturaleza prosigue su viaje pedaleando entre las vidas y las muertes, dejando de lado las diferencias entre la carne, la savia y la piedra. Los planos secuencia contemplativos se repiten formando un conjunto de extrema coherencia. El director teje su obra con paciencia y cuidado, sin dejar nada librado al azar. Una piedra que se fija bajo la rueda de un auto, un balde metálico colocado sobre una mesa, unos pedazos de carbón almacenados en una caldera; cada imagen tiene un motivo secreto y profundo que revela todo su alcance en el trascurso del tiempo. El complejo trabajo sonoro establece puentes íntimos entre los elementos, construyendo literalmente un sistema de ecos: los golpes de pala contra el abono responden a los golpes de martillo sobre un ataúd, anunciando los pasos invisibles entre muerte y el renacimiento. Bajo su apariencia áspera, morosa y austera, con sus planos fijos sin música ni diálogos, brota una obra juguetona y divertida, el feliz encuentro entre Tati y los Straub. Nos podemos conmover con el frágil cabrito librado a su existencia, imperfecto y en perpetua adaptación, pero también nos divierte su presencia turbulenta entre la manada o su desconcierto en el refugio cuando los mayores salen a alimentarse. En un largo plano secuencia hilarante y memorable, la cámara sigue la procesión de una fiesta tradicional con personas disfrazadas de legionarios y se detiene ante un niño que se queda retenido por un perro más ruidoso que malévolo. El perro se revela como un gran comediante retirando la cuña de una camioneta estacionada en pendiente, que termina dando contra el establo y dejando libres a las cabras que aprovechan la ocasión para invadir el pueblo. Este formidable plano burlesco colmado de situaciones cómicas e inesperadas se complementa con la pertinente repetición de amplias panorámicas que intentan capturar la multitud de relatos que continúan fuera de campo. Una realidad trivial se transforma de repente en una situación compleja e inextricable al punto que la cámara parece tener dificultades para contener el conjunto en un único plano. El regreso a los viejos mitos de la naturaleza todopoderosa y la confianza en la energía simple de las fábulas tradicionales recuerdan a la obra maestra de Apichatpong Weerasethakul estrenada hace unas semanas. Los dos directores filman lejos de la civilización pero sus obras se arraigan en la modernidad y en una estética de vanguardia. Le quattro volte es una cautivante exploración de las costumbres y los tiempos que conjuga elegía y simpleza, arte erudito y naif, con un humor visual y sonoro de gran sofisticación. La película posee un aire místico indefinible simbolizado en el humo de carbón de madera que cubre y embalsama los bosques calabreses en las imágenes sublimes del final. Frammartino descubre la poesía secreta para llevarnos a un tiempo inmemorial, hacia nuestras raíces más profundas con una mirada contemporánea.
Bello film con ecos de poetas del cine como Jacques Tati Este es un semidocumental, vale decir, varias partes están escenificadas, o directamente ficcionadas. El viejo pastor al que vemos ya tirado en la cama, rodeado de sus cabras, en verdad no muere. El cabrito perdido, que gime por su mamá mientras llega la noche y para colmo está por nevar, tampoco muere, ni lo abandonan. Al camarógrafo que filma desde el interior del nicho y desde el interior del horno de carbón, cuando cierran la tapa, tampoco lo dejan adentro, por supuesto. Y la escena donde un perro sabotea una procesión, amenaza al monaguillo, causa un desastre y se manda mudar (todo en un solo plano secuencia de seis minutos), estaba toda preparada y tenía una trampa, según confesión del propio autor. En suma, no es un estricto documental. Se lo puede llamar documental de creación, eso sí, y hasta cierto punto. Pero qué hermosa creación. Últimos días de un anciano pastor de cabras, primeros días de un cabrito, el viaje de un enorme pino, desde que los hombres del pueblo lo talan y transportan para usarlo en una fiesta regional, hasta su posterior conversión en carbón vegetal, para entibiar los hogares. Eso es, básicamente, lo que vemos, sin palabras ni explicaciones. Una sencilla, poética, algo panteísta, incluso humorística representación de las cuatro partes de la existencia, como las calificaban, según parece, algunos pitagóricos. De ahí el título, «Le quattro volte», pero quizá no sea necesario entrar en detalles. Esta obra se siente, después, en todo caso y si uno quiere, se piensa. Filmada en comunidades de Reggio Calabria como Serra San Bruno, donde se mantiene la tradición de esos hornos impresionantes llamados «scarazzi», que tardan diez días en hacerse y veinte en cumplir la combustión completa, la película nos lleva a otro mundo, y acaso también despierta en algunos espectadores una cierta vibración ancestral, por el lugar donde transcurre, las costumbres que vemos, la parsimonia de sus gentes y la tranquilidad de sus extensos bosques. Y despierta en todos, la tranquila nostalgia de otra clase de vida. En algunos, también despierta la nostalgia por otra clase de cine. El de Jacques Tati, en la graciosa escena del perro. Y el de dos poetas lombardos: Ermanno Olmi, de «El árbol de los zuecos», y en especial Franco Piavoli, un tipo que sólo filma en los alrededores de su pueblo, y que en «Il planeta azurro» nos cuenta, al mismo tiempo y sin palabras, la historia de un día, de un año, del mundo, y de las especies. Otro poeta. Por ese camino va el que ahora conocemos, Michelangelo Frammartino, que también es lombardo. Vale la pena conocerlo.
Cuatro momentos únicos en escasos 88 minutos. Presentada en el último BAFICI, “Le Quattro Volte” es un filme de antaño contado como si fuera hoy, una mezcla interesante de tradiciones, pasados y presentes que se enlazan para mostrar simplemente un poco más sobre los círculos de la vida. De antemano, hay que aclarar que no es un filme para calificar de entretenido, más bien es un filme contemplativo, solitario y simple. En un pueblito italiano, surgen entre las cenizas de las tradiciones, costumbres y creencias, 4 momentos que llevan al director Michelangelo Frammartino a filmarlos. Quizás de las cuatro historias, unidas como separadas por escasos fotogramas, es la del viejito pastor de cabras la más emotiva y sobresaliente. Él vive en un pueblito medieval en Calabria y a pesar de su elevada edad, confía que su enfermedad podrá curarse si se toma con agua el polvo que se junta en el piso de la iglesia. Con mínimos diálogos, la película saca sonrisas en muchas partes donde lo mundano, cotidiano y burdo de la vida de ese pueblo se representa. Los perros jugando en la calle y haciendo travesuras con las cabras, los chicos jugando en el lugar o las mujeres fieles en una procesión que se dispersa antes los acontecimientos llevados a cabo por los animales. Ideal para ir un domingo tranquila/o con el objetivo de dejarse llevar por una historia, donde no priman los diálogos, si no que serán las imágenes tras imágenes de paisajes hermosos y de 4 historias de vidas (la del anciano pastor, una cabra, un árbol y finalmente, una pila de carbón) que laten detrás de cada fotograma, que trasmiten sentimientos, alegrías y nostalgia por algo que ya fue y no será y de algo que nunca pensó ser y ahora es los conductores de esta narración. La visión de este joven director que no tiene miedo en hacer de objetos y animales personajes principales, y donde lo principal es su mirada austera y simple de construir cine con solo tomar elementos de un entorno y hacerlos propios, es una muestra más que representativa que cine es todo lo que nos rodea, y que detrás de cada elemento del espacio hay vida, mucha vida para contar, retratar y llevar a la pantalla.
Una propuesta distinta, poética y reflexiva El filósofo y matemático griego Pitágoras De Samos (Pitágoras para los amigos), creía, y tenía elaborada, la teoría de trasmigración de las almas. Sin entrar en los complejos vericuetos de la filosofía griega, y para explicarlo con manzanas, el fundamento de esta creencia se basaba en que una vez muerto el cuerpo humano lo que quedaba era el alma, la verdadera energía de la vida, que no sólo se reencarnaba en algún ser vivo del cosmos sino que tenía el poder de decidir en cual. Luego Empédocles amplió este concepto de reencarnación a cualquier ser vivo, incluso vegetal. Las líneas generales de estos conceptos, sumados a la posibilidad de plasmar en imágenes el ciclo de la vida, es lo que, a mi entender, inspiró a Michelangelo Frammartino para escribir y dirigir “Le quattro volte”. Una posibilidad de contar los estados de la vida con un hilo conductor. El comienzo de la película revela el primer eslabón de la cadena. Hay gente trabajando en una parva para hacer carbón vegetal. Esto despide humo y hollín, que merced al viento, viaja hacia el centro del pueblito donde hay una iglesia. En la puerta de la iglesia hay una señora que barre este hollín y lo guarda cuidadosamente ensobrándolo en hojas de revista. En este pueblito de Italia, El Pastor (Guiseppe Fuda) arría sus cabras. Las lleva y las trae con una parsimonia que asusta. Una rutina que parece haberse llevado a cabo de la misma manera durante siglos y que sigue manteniéndose intacta. El Pastor está enfermo. Se ve venir el final de su vida, pero sin renunciar a su destino. Así irá hasta la iglesia de donde se llevará uno de esos sobres con tierra y hollín, para mezclarlo con agua e ingerirlo antes de irse a dormir. Del polvo venimos y al polvo volvemos, no sin antes pasar por otros estados. A la muerte del viejo le sucede el nacimiento de otra cabra, que a su vez tendrá su participación en este ciclo. El realizador Michelangelo Frammartino juega con sus planos y con el tiempo. Hace literal el descanso en cada toma trazando un paralelo con el lugar en donde planteas la acción de la historia. En este pueblo parece no haber existido jamás un reloj, una computadora, teléfono, la televisión, un celular o siquiera una radio. De hecho, la película no tiene un solo diálogo en los 88 minutos que dura. Todos los días son iguales y necesarios para contar esto que vemos, porque sería imposible encontrar este ciclo si uno no se toma el tiempo para observarlo. El espectador acostumbrado al montaje frenético del cine de Hollywood, deberá tener en cuenta esto para que no le resulte “lenta”, y darse a la vez la posibilidad de observar la obra con más detenimiento. Como si estuviera mirando un cuadro. Ayuda mucho la fotografía de Andrea Locatelli, y la compaginación de Benni Atria y Maurizio Grillo, dos hombres que parecieran haber visto todo sobre el concepto Tarkovskiano del montaje, sus ideas de atrapar un momento en el tiempo con la cámara, y dejarlo respirar para que siga vivo. Cuando todo vuelve a empezar, nos hemos dado cuenta que transitamos un camino al ritmo mismo del arte y de la vida. “Le quattro volte” puede ser una pintura del impresionismo; un film realista o una combinación de ambos. Para el caso la visualidad no pasa por esperar cortes de plano, sino por descubrir el diseño de arte que creó la naturaleza. Yo le diría al potencial espectador que se prepare para una propuesta distinta, reflexiva, poética y, sobre todo, muy pensada. No importa si es en un paraje de algún lugar del mundo o en la ciudad. Cuando el tiempo se detiene el desafío no es dejarse llevar; sino tomar uno la decisión de qué hacer cuando una obra de este tipo se presenta ante nuestros ojos.
Nada diferencia demasiado a Le Quattro Volte de un documental hecho y derecho. El film del milanés Michelangelo Frammartino recorre los hábitos, personajes y el marco natural y animal que rodea a un pueblo del sur de Italia, con un espíritu absolutamente testimonial y contemplativo. No existen diálogos ni ninguna situación argumental definida a lo largo de toda la película, pero, a la vez, tampoco existen voces en off como para encuadrar al film en el género enunciado al principio. Ambientada en un poblado de Calabria detenido en el tiempo, el film debe su título, Le Quattro volte, a “las cuatro vueltas” que tiene estacionalmente un año, reflejando a través del frío del invierno, el renacer de la primavera, etc., las vivencias y ceremonias costumbristas que llevan a cabo sus habitantes. Cortejos fúnebres, levantamiento de curiosos monolitos efímeros (como un árbol gigante que se derriba y un iglú de madera, matas y barro que se quema) y hasta el conmovedor alumbramiento de un cabrito, son parte de sucesos, actos, eventos y cultos que caracterizan la vida de esa comunidad. Con una intensa poesía visual –algunas imágenes son arrobadoras-, la película recorre esos momentos y a veces se detiene brevemente –aunque nada sea breve ni expeditivo en el film, al contrario- en algún ser que lo transita, como un anciano que protege su rebaño. Atrayente pieza fuera de géneros o tendencias.
Sinfonía cuasi documental sólo apta para cinéfilos puros En general, muchas veces cuando la crítica especializada tradicional alaba mucho a un film europeo, tengo mis reservas del caso antes de ir a la sala. Digamos que entiendo, que la preparación que tienen nuestros periodistas especializados en cine es realmente alta, y que ellos recomiendan, desde su más pura nobleza e integridad, productos que a la mayoría de la gente, no le interesan mucho. Es el llamado cine arte. Propuestas donde los lineamientos habituales se desdibujan y aparecen los cineastas entregando trabajos que no pueden ser aceptados sino hay una preparación previa que el espectador tiene que tener apriori. Y esto es... Un punto álgido de discusión muchas veces. A veces acuerdo con lo interesante que muchas de estas producciones pueden ser y lo que aportan, y otras no. Es así como pueden haber visto que películas que tienen una altísima calificación en los diarios o en sitios dedicados al tema pero no llegan a los 1500 espectadores en su primera (y a veces, única) semana de exhibición. No voy a dar ejemplos, pero saben de qué hablo. Por ende, cuando muchas voces decían "Le quattro volte" es imperdible, dudé enormemente en ir al cine. Afortunadamente, lo hice. Y me gustó. Pero, antes que nada hay que ir avisados qué clase de espectáculo va a encontrar uno en esta perla italiana. Esta vez, los premios recibidos están ampliamente justificados (ganadora en Cannes del año pasado, entre otros galardones). A Michelangelo Frammartino siempre le interesó la vida rural y el estudio de las transformaciones de los elementos. Es por eso, que para esta película, (luego de Il Nono, que jamás conoceremos por estas tierras) eligió poner su cámara y regalarnos una tesis sobre cómo se interrelacionan distintos factores entre sí en la naturaleza. Parte de la base de cuatro elementos primarios: un hombre, un animal, un árbol y un derivado del mismo (el carbón) y cómo generan un circuito en donde todos son engranajes que poseen vida y entidad significativa. Ellos aparecen enmarcados en un pueblito perdido en las montañas, cerca de la zona de la Calabria. Allí nos instalaremos para ser testigos de ciertas características de la vida en esa región. Si bien "Le quattro volte" no describe un episodio lineal, si muestra las interconexiones entre cada materia, de manera que para quien nunca presta atención a cómo el hombre se relaciona con los animales y la naturaleza en ambientes agrestes, es un espectáculo fascinante. A los veinte minutos de película, me dije que estaba viendo un documental del Discovery Channel, ya que la película no tenía diálogos (ni los iba a tener), ni personajes al estilo tradicional. Su director bordea el documentalismo en su forma más extrema y se regodea en la contemplación pura de escenas que son muy simples (el nacimiento de una cabra, la tala de un árbol, alguna tradición festiva) donde la cámara se queda el tiempo necesario (a veces un poco mayor del necesario, debo advertir) para darnos una clara idea de cómo es su proceso natural. "Le quattro volte", algo así como las cuatro estaciones, o los cuatro elementos (animal, vegetal, mineral y gaseoso) tienen su correlato a través de sus extensiones o descendencias... Frammartino quiere transmitirnos su mirada curiosa y pura sobre lo que él percibe importante del mundo que vive ese espacio geográfico determinado y busca que nosotros, su público encontremos las marcas de agua y conexiones invisibles con nuestra visión sobre eso que él presenta. Nos regala una fotografía estupenda, un audio maravilloso y una sensación de estar en esa montaña, única e irrepetible. Es un deleite de cine, pero sólo para aquellos que estén lo suficientemente preparados para dejarse llevar por una historia contada lejos de la manera clásica, donde sólo un audiorio abierto y perceptivo podrá aceptarla sin problemas. Hay aquí climas que provocan atmósferas de gran intensidad emocional partiendo de hechos muy simples. No se puede explicar mucho, hay que verla, si uno se siente preparado para ello y ávido de experiencias nuevas. Cine de autor, bello y diferente. Si se animan, es una gran propuesta, seguramente por poco tiempo en cartelera. Novatos en el medio, abstenerse!
Poesía pura mostrando los ciclos de la vida en un film semidocumental y profundamente existencial. Lo que sabemos o lo que creemos afecta al modo en que vemos las cosas, dice John Berger en “Modos de ver”. Y en Le quattro Volte, los modos de ver y los modos de mostrar son fundantes para hacer de una historia mínima un poema visual. Michelangelo Frammartino se propone contar casi como un documentalista que recurre a la ficcionalización, la vida de un hombre. Es un pastor, pero como todas las vidas tienen su límite, cuando el pastor no esté, la poesía seguirá inundando la pantalla. Sin la manipulación sentimental de la música, salvo cuando no existen las palabras (que retomando a Perrone puede ser canallesca), sin excesos de ninguna índole el film nos invade a través de imágenes puras. No pretende de nosotros más que la mirada y lo que ellas como metáforas de lo que podría ser nuestra propia vida, sugieren. El pastor es la excusa ideal para narrar los ciclos que todas las vidas, se presume, tienen. La dirección de fotografía es de excelencia y coadyuva a guiar la mirada por esos ciclos en los que las existencias se cumplen, todas ellas, de modo inexorable. Borges decía: si para todo hay término y tasa y última vez y nunca más y olvido… aquí el Pastor, la cabra o el árbol talado tienen su ciclo y su última vez pero con el plus de lo cíclico, con la enorme esperanza que surge de un guión redondo en el que lo circular, demuestra que devenimos otra cosa, pero devenimos al fin, lo que no es poco. Poético, sensible y sin cursilerías, Frammartino entrega un film que narra una historia sencilla en una Calabria primigenia pero que espesa sus signos ante nuestra mirada, porque desanda eso que creemos saber y nuestros modos de ver.
Esperando un milagro Presentada en el último BAFICI, Le quattro volte es una fascinante rareza situada en un pueblito de Calabria (perdido en el espacio pero, sobre todo, en el tiempo). Con una historia mínima como punto de partida, la película comienza a sostener su interés justo en el momento en que parece que ya no hay nada más para contar, a fuerza de una poesía no exenta de melancólico humor. La anécdota de la que se vale la trama es engañosamente simple. Un viejo pastor moribundo se aferra a lo que le queda de vida y cifra sus últimas esperanzas de recobrar su endeble salud en un polvo que obtiene en la iglesia cercana (ya veremos cómo, en una de las tantas pinceladas irónicas que propone el director). El pobre hombre aún cree que el milagro es posible, pero la película no, y su final (¿su final?) es el esperable. Su muerte coincide con el nacimiento de una de las cabras de su rebaño. La vida sigue y el animal toma la posta narrativa, hasta que se pierde en el bosque en pleno, junto a un árbol. La ¿acción? pasa entonces al ciclo de vida del árbol hasta que es talado para formar parte de una fiesta tradicional en el pueblo (que es descripta con magistral ajenidad), pero la vida sigue, a pesar de todo, y la última vuelta del relato lleva a la madera del árbol a transformarse en carbón, y después… Las cuatro veces a las que hace referencia el título remiten a los cuatro tipos de vida retratados (humana, animal, vegetal y mineral) y la cámara no parece pertenecer a ninguno de esos mundos, o quizás sea parte de todos a la vez. Michelangelo Frammartino (1968, Milán, Italia) es un director nacido en Turín y criado en un pueblo de Calabria muy parecido al de la película, que cita entre sus influencias al cine de Lisandro Alonso. Su estilo prioriza los planos generales fijos, en un registro que oscila permanentemente entre el documental y la ficción, terminando por borrar toda frontera. La coherencia narrativa y la mirada distante reubican al hombre en su entorno. Y se permite un solo momento de virtuosismo con un plano secuencia memorable y pertinente, que representa un quiebre en el relato hacia la mitad del metraje, relato que se sostiene sin actores ni diálogos ni música ni solemnidad, y que se desentiende de todo para entenderlo todo. El milagro finalmente se produce, pero es puramente cinematográfico.
Más loca que una cabra ¿Documental de observación, comedia, ensayo filosófico? Michelangelo Frammantino nos pone las cosas difíciles a la hora de intentar encontrarle una definición a Le quattro volte. Lo cierto es que es tan extraña, fascinante y pícara como casi ninguna película que vaya a estrenarse en mucho tiempo. A no dejarse engañar por las apariencias ni por las sinopsis reduccionistas: Le quattrovolteno es un documental de observación. La película comienza con un personaje más o menos convencional: un anciano pastor de cabras que habita un pequeño pueblito italiano, al que la cámara acompaña en sus actividades diarias. Pero pronto comenzaremos a sospechar que detrás de toda esa cotidianeidad hay algo más: el pastor comienza a enfermar, y a tomar un extraño remedio hecho de agua y polvo que alguien barre de una iglesia, y todo comienza a correrse de a poquito del registro documental. Las sospechas serán confirmadas cuando el pastor muera –y con esto no adelantamos nada que no se intuya desde el principio- y deje paso a las historias de otros tres protagonistas. A saber, y en orden de aparición: una cabrita, un árbol, y una pila de carbón. El film de Michelangelo Frammartino parece, en un primer vistazo, mucho más sencillo de lo que es en realidad; su simpleza se sostiene en una gran habilidad para la observación, combinada con un sólido trabajo de guión y montaje. A mitad de camino entre la ficción y el documental, Le quattro volte es una prueba de la fuerza del relato cinematográfico, capaz de construir una historia con los elementos más insólitos, y de hacer de cualquier cosa un personaje. Frammartino trata a todos sus sujetos con el mismo cuidado: los recorta, se acerca, se aleja cuando es necesario, les da su lugar, su tiempo. Y así, casi sin darnos cuenta, nos encontramos preocupándonos tanto por un anciano enfermo como por una cabrita perdida en el bosque, por las desventuras de un pino, o incluso por el porvenir de una montaña de carbón. Le quattro voltenos habla, sí, de los ciclos de la vida; ciclos que incluyen, por supuesto, a la muerte. Pero lejos de cualquier atisbo de solemnidad, opta por la simpleza y hasta por el humor (es antológico el plano secuencia de un perro muy cabeza dura que ocasiona una serie de problemas en una calle, y tampoco se queda atrás la escena de las cabras que invaden la casa de su pastor). La vida transcurre impasible, para todos por igual, y en ese devenir no hay jerarquías ni trascendencia, más que la de aquella ley que dice que la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Es nuestra mirada la que carga al mundo de significado. Y de historias. Y de eso, entre otras cosas, nos habla esta película.
Un film que respira con naturalidad ¿Cuánto hace que una película --al menos desde lo que la cartelera comercial supone - no se detenía, por ejemplo, a respirar? A inhalar y exhalar, con el viento como caricia de árboles. Más balidos que resuenan y lamentan (y esto es, de veras, estrictamente así). Y una tos continua, de pastor de muchos años, quizá tantos como los que el pueblito calabrés tenga. El mismo realizador, Michelangelo Frammartino, ha pasado su niñez en un ámbito como el que registra, y esto es algo que se nota porque la cámara, como si de una habilidad simple se tratara, es capaz de desaparecer. El realizador sabe dónde filmar, cómo esperar, qué mostrar. Básicamente, el film se estructura desde planos fijos, imperceptiblemente inmóviles, con una profundidad de campo que llega hasta la nitidez de las nubes. En todo esto es donde puede elegir perderse, así como encontrarse, la mirada del espectador. Hay también una historia, una línea que atraviesa lo que se cuenta para volverse círculo y atender al mismo título: cuatro veces, cuatro estaciones, el ciclo como manera vital natural. Es así que la película avanza en su devenir y vuelve sobre sí, allí cuando el hacha y el fuego transforman al árbol, cuando la vida vuelve a la tierra, sea tanto en el horno de carbón como en el ataúd que guarda al pastor o, quizás, desde la olla que encierra a los caracoles. Se decía que el film respira, y esto es así, no hay manera de poder decirlo diferente. Como si la pantalla del cine ensanchara sus límites, dispersara sus cuatro lados, y provocara un redimensionamiento del lugar. El film respira, en algunos momentos también se detiene. Y vuelve a tomar aire desde otro personaje, desde otra instancia, todas ligadas entre sí: pastor, cabras, perro, árboles, ritos, carbón. Un polvito mágico podría ser la clave de tanto misterio hermoso, barrido y guardado desde la luz que destilan los vidrios de iglesia, ingerido por el pastor para la cura de su tos. Tierrita que sobrevuela y desciende y se mezcla con agua en los intestinos: hasta la mínima partícula se liga y comunica con lo demás, así como el lamento del cabrito o el ladrido del perro sabrán provocar tanto como cualquiera de las demás acciones. Se ha señalado respecto del film que el uso de la palabra cede ante lo que para decir tiene la naturaleza, el mundo animal, el caminar de la hormiga. Algo que, extraordinariamente, ocurre. Luego de la proyección prevalece la sensación de que han sido tres, o cuatro, las palabras dichas a lo largo de toda la película, tanta es su armonía. Tanta es su sensibilidad, tanta su presteza, que es capaz de lograr que, desde la comodidad de la butaca, el espectador conozca el sonido de la propia respiración.
Desolación y supervivencia Un pueblo en las montañas de Calabria es el escenario elegido por el director Michelangelo Frammartino para concretar su filme, en el que sumerge al espectador en una serie de imágenes que aluden a los ciclos de la vida, las estaciones del año y la muerte. "Le quattro volte" es una película sin diálogos, sólo cuentan las imágenes, pero lo cierto es que no hace falta nada más. No es un documental, sino más bien un filme antropológico, que a través de lo que muestra exige que el espectador se predisponga a un nivel de observación distinto, a cómo lo hace habitualmente cuando va al cine. TESTIGOS Original, sorprendente e hipnótica, el público se convierte en un testigo privilegiado de algunos momentos que tienen lugar en ese pueblo de la Italia profunda. Entre lo primero que se muestra, se ve a un grupo de hombres, que pareciera construyen una choza. Poco después el espectador se da cuenta que no es una vivienda, sino un círculo armado con troncos, cenizas y barro, del que se desprenden grandes nubes de humo, que se extienden a la zona de montañas, se presume que es un ritual para que llueva. Poco después la cámara descubre a un anciano, un pastor que cuida su rebaño de cabras, junto a un perro y no para de toser. Más tarde la lente sigue los pasos de ese hombre que vive rodeado del balido continuo de las cabras. Podría decirse que ese es el sonido más prominente que se escucha en ese pueblo, al que a veces llega un vehículo con dos hombres disfrazados de romanos y dispuestos a participar de una procesión. EL NACIMIENTO Mientras eso sucede una cabra deposita su cría en el suelo y Frammartino sigue los pasos de ese pequeño animal, al que lo espera su ocaso cuando se pierde del resto de la manada. "Le quattro volte" refiere a los cambios de las estaciones, a los ciclos del nacimiento y la muerte y a algunos rituales que parecen detenidos en el tiempo y llevan a cabo los pocos habitantes de ese pueblo. Amplias panorámicas por el lugar, entre la nieve y el verde intenso de la primavera, dan cuenta de un estado de desolación continuo, el que se ve reflejado en el paisaje, en los animales, en la gente. Todo en esta película acontece como si fuera la primera y la última vez. En el medio, el cineasta, parece invitar al espectador a que reflexione sobre la naturaleza y sus ciclos de los que formamos parte, prácticamente sin darnos cuenta.
Una extraña película filosófica sin silogismos ni discursos, a veces sobreestimada y en algunas ocasiones odiada. En sus inicios, cuando la filosofía todavía no era rigurosa ni pretendía ser una ciencia estricta, ni menos aún la policía del resto de los conocimientos, la anécdota y el relato constituían una didáctica. Jenófanes, refiriéndose a Pitágoras, cuenta que en una ocasión el famoso filósofo de los números, al ver cómo castigaban a un perro, dijo: “cesad de castigarlo, porque es el alma de un amigo mío, que he reconocido al llorar”. Este cuento filosófico sintetiza la segunda película de Michelangelo Frammartino, Le quattro volte, que tuvo su estreno hace un año y medio en el festival de Cannes y resultó ser una de las gratas novedades en aquella edición. Una película sin diálogos, en donde los minerales, los animales, las plantas y los hombres cumplen roles protagónicos, es de por sí una curiosidad y una excentricidad que se explica mejor cuando el propio director explicita su afán de visualizar con su cámara la pretérita filosofía de Pitágoras, que hace 2500 años pasó por Calabria, escenario en el que transcurre la película. ¿Una película con pretensiones filosóficas que renuncia a las palabras no es acaso una contradicción? Está dividida en cuatro movimientos. Frammartino arranca siguiendo los últimos días de un viejo pastor: cabras, rutinas, paseos y algunas visitas a la iglesia en busca de un polvo sanador constituyen su cotidianidad. El viejo tose a menudo, y algún día sus cabras serán testigo de su paso al otro mundo, del cual no tenemos noticias excepto especulaciones y fantasías diversas. Dado que para los pitagóricos el alma es un principio de movimiento, y transmigra de un animal a otro, un plano en el interior de la tumba del pastor se funde en negro y tras unos segundos nace una cabra (escena que ha sido tachada injustamente de canalla; si se debe buscar la secuencia execrable de la película es aquella en la que al mismo viejo se lo mostrará defecando en dos planos). ¿Es el anciano devenido en chivo? Posiblemente, pues la metempsicosis no parecía en aquel entonces las divagaciones de un psicótico. Luego veremos los primeros días en la vida de una cabra, hasta que un buen día se perderá en el bosque y descansará al lado de un árbol. Una panorámica sobre el árbol y la cabra en otoño será reemplazada por otro hermoso plano del solitario árbol cubierto de nieve. La estoica conífera será serruchada, y otro fundido en negro anticipa la transformación de ese pino en poste (para servir como elemento de un juego popular) y posteriormente devenir en carbón. El alma viaja y la materia se transforma, una cierta armonía subyace entre los elementos de la naturaleza. El pasado profesional de Frammartino, que viene de la arquitectura, se percibe en los encuadres. La cámara funciona como si se tratara de un agrimensor: mide las distancias, demuestra la relación de lo pequeño con lo inmenso, y explicita la relación, en este caso armoniosa, entre paisaje y edificación. Las panorámicas son majestuosas y revelan un ecosistema y el paso del tiempo histórico en piedra convertida en viviendas. Además, el trabajo sonoro es formidable, y la palabra hablada resulta un lujo innecesario. Las imágenes hablan, los sonidos muestran. Vitalista y luminosa, no desprovista de humor y casi siempre inquieta en sus modos de contemplar el mundo y los seres vivos, Le quattro volte alcanza su perfección en un plano secuencia de 9 minutos en donde un perro travieso, algunos romanos y fieles “cristianos” de una procesión religiosa, un camión, un corral y sus cabras participan de una escena admirable que remite a un gag típico del cine de Jacques Tati. Es una coreografía vitalista en la que se percibe un dominio absoluto respecto de las coordenadas básicas del cine: el espacio y el tiempo. En esta comedia y ensayo pitagórico las especies viven en una democracia cósmica y armoniosa, lejos de la civilización dominante donde tanto los hombres como los animales y las plantas son tan sólo mercancías.