Dialogando con Margueritte Productor y director de El jardinero (Dialogue avec mon jardinier, 2007), Lois y Jean Becker, reiteran temáticas en Mis tardes con Margueritte (La tête en friche, 2010), película protagonizada por Gérard Depardieu donde la relación entre dos personajes de diferentes clases culturales desembocará en una entrañable amistad. Germain Chazes (Gerard Depardieu) es un robusto jardinero limitado intelectualmente por su infelíz infancia, que pasa sus días entre trabajos rústicos, el bar con sus amigos y la plaza donde le da de comer a las palomas. Una tarde como cualquier otra empieza a dialogar con Margueritte (Giséle Casadesus), una ancianita que disfruta hablar con él sobre literatura. Todos los días se encuentran a leer juntos fomentando una particular relación. Gerard Depardieu –de gran actuación- compone a un hombre cincuentón, culturalmente limitado pero bonachón, querido por todo su entorno. Bruto por momentos, lento en otros pero siempre con buenas intenciones, corre la suerte de ser estafado como vemos en el comienzo del filme. Para eso necesita de las armas que le dan la educación y para suplir esa falta aparece Margueritte. Tal como sucedía en El jardinero, el hombre rudimentario tiene mucho que enseñarle de la vida al intelectual y viceversa. Por ello el valor de la amistad es tan importante para los protagonistas. Entre largas charlas acerca de la vida –con carácter algunas veces filosófico, algunas veces existencial- los personajes adquieren un aprendizaje imposible de lograr sin el intercambio con el otro. Con un humor simple y llamo, Mis tardes con Margueritte tiene la forma de comedia costumbirsta pero esbozando toques de melodrama y fábula según el momento del relato. Pero si hay un tema que atraviesa todo el filme es la necesidad de la narración como conector de realidades, de sentidos. A partir de las historias que los personajes se cuentan mutuamente comprenden, entienden y disfrutan más sus realidades cotidianas. Sus vidas se complementan por la relación que establecen pero es el relato, las narraciones extraordinarias, las que los unen en su fantasía familiar. Germain les da nombres a las palomas, habla con su gato y cuida a sus plantas, mientras que Margueritte establece su universo alrededor de sus libros. Jean Becker vuelve a entregarnos una fábula tierna y simple con Mis días con Margueritte, una agradable propuesta (basada en el libro de Marie-Sabine Roger) que destaca la sencilla calidez de sus personajes para hablar, una vez más, de las relaciones humanas.
Besos en la frente. ¿Puede un hombre enamorarse de una mujer digamos, 50 años mayor?. ¿Aunque ese amor quizás sea platónico, u admiración, o se trate sólo de cariño?. Germain (Gérard Depardieu) es un cincuentón un tanto analfabeto, tiene sobrepeso, trabaja de changas, con novia que lo ama y quiere formar una familia a su lado, una madre soltera que lo crió digamos que no de la mejor manera y actualmente debe hacerse cargo de esta, frecuenta un bar donde se encuentra con amigos diariamente como para pasar el rato y dar el parte diario de lo que ocurre en su pueblo. Un día, en su afán de pasar una tarde tranquilo – como suele hacer – Germain conoce a Marqueritte (con doble “t”) en un banco de plaza dándole de comer a unas palomas que el señor ya tiene bien identificadas con nombres propios. ¡Qué mejor imagen, estar dándole de comer a unas palomas en una plaza como para demostrar la etapa de la vida en que está Margueritte!. Ella es una mujer instruída, con una alta devoción por la lectura, casi una pasión; reside en un hogar para ancianos costoso y para pesar está quedándose ciega. El encariñamiento surgido por la dupla es recíproco, el intercambia flores de su jardín, un bastón para el andar a cambio de un regalo más que interesante de la señora: un diccionario. Germain encuentra en ella esa alma materna que en su madre biológica no encontró, ni hablar del cariño y atención que la anciana le presta tarde tras tarde. Jean Becker, es un director de 78 años, con este film demuestra agilidad y ternura constante en un relato del que al menos logró desestereotipar a quien venía autointerpretandose a sí mismo en diversos filmes: Gérard Depardieu. Inclusive es meritorio que el actor, de quien instantáneamente percibimos que está fuera de peso -esto no es un efecto especial-, mismo se jacte de ello y lo vuelque como parte de su actuación. Gìsele Casadesus es una actriz con 97 años solamente, por demás lúcida y muy fresca en su rol. El film que funcionó muy bien en el ciclo de Les Avant-Premières, exhibido por la tarde, hora del té en un shopping particular, las Galerías Pacífico y con un promedio de edad de espectadores apenas menor al de la actriz protagónica, podría resumirse como una mezcla de otros dos filmes: Forrest Gump + Conduciendo a Miss Daisy. Nostálgico, sin golpes bajos y un derroche de ternura.
Gérard Depardieu entrega una simpática actuación como un tipo común, buenazo e ignorante que entabla una relación con una anciana que lo ayuda a descubrir la literatura en "La Tête en Friche", una tierna, emocionante y cotidiana comedia francesa sobre la amistad, que continúa la linea del anterior trabajo del director Jean Becker, "Dialogue avec mon jardinier". Una película de actores con una historia muy sencilla, en donde Depardieu y la veterana actriz Gisèle Casadesus interpretan sus roles de forma creíble y natural. A ellos se les suma un colorido elenco secundario que aporta buenos momentos de comedia.
La historia es pequeña, pero está cargada de una variedad de sentimientos diversos, que van a emocionar al espectador. El trabajo de Gérard Depardieu es excelente y logra que veamos realmente al personaje y no al actor. La duración de sólo 80 minutos es justo lo que se necesita para contar esta historia, ya que no...
Encuentros cercanos Gérard Depardieu interpreta a un hombre casi analfabeto que conoce a una encantadora ancianita. Tendrías que ver a esa abuelita: 40 kilos, arrugada como una amapola, con miles de estanterías en la cabeza. Lo entiende todo”, dice Germain (Gérard Depardieu) en diálogo con... su gato. Tipo simple, casi analfabeto, maltratado de pequeño por su propia madre, a la que cuida como pueda ahora en su ancianidad, Gérard encuentra en Margueritte (Giséle Casadesus, que tenía 95 años cuando filmó esta película, y ya tiene dos títulos más...) algo así como un soplo de vida en una existencia por demás gris. El realizador Jean Becker (el de Verano caliente , con Isabelle Adjani) pinta con más trazos a Germain que a Margueritte, a quien prácticamente vemos solamente sentada en el parque, leyéndole a Albert Camus o Romain Gary a su nuevo amigo, a quien conoció mientras alimentaba (y contaba) las 19 palomas a las que Germain había nombrado una por una. Germain está construido a partir de viñetas, de encuentros con terceros, amén de alguna que otra frase que él mismo dice en voz alta y donde se pierde el sentido de unidad del relato, delatándose demasiado la mano del director. No es Mis tardes con Margueritte una película, por ejemplo, que vaya a tener su remake hollywoodense. No porque no sea entretenida y con mucho almíbar, sino porque no es el tipo de cine -de actuación, de diálogo, de miradas- que les guste a los estadounidenses. Así, es básico que las actuaciones de los protagonistas, y del resto del elenco, sean de excepción para llevar el filme a buen puerto. Y vaya que lo son. Trate de recordar el lector la última muy buena actuación que vio de Depardieu, quien recientemente estuvo eligiendo productos -no filmes-, a excepción de algún título con Chabrol. Estando solo ante la cámara o acompañado por Casadesus, lo suyo es brillante, y es el mejor gancho para seguir las vicisitudes de un hombre solitario, junto a otra mujer solitaria, en un encuentro cercano en el que el término amar puede conjugarse de la mejor manera imaginable.
La amistad más inesperada Un ogro buenazo, ingenuo e iletrado al que la vida no le ha dado sino desdichas, si se descuenta a la bella conductora de ómnibus que -misterios del carisma- está enamorada de él. A pesar de su tamaño, o por causa de él, Germain siempre recibió las bofetadas. A su padre no lo conoció, de chico era objeto de burla de sus maestros y compañeros (como de grande lo es, a veces, de sus amigotes del boliche) y su madre, verdadera bruja, disfruta hasta hoy de humillarlo en cuanto se le presenta la oportunidad. Con todo, el hombre conserva el carácter afable, es generoso y solidario y manso como las palomas que le gusta observar en el parque. Así, transparente, se muestra cuando conoce a la anciana de 95 años, delicada, serena, viajada y culta, que, libro en mano, aparece un día en su vida y empieza a regalarle lecciones sobre la literatura y la vida. Lecciones que son retribuidas por el discípulo; también él, con sus limitaciones y sus carencias afectivas, tiene cosas que enseñarle a su nueva amiga. Es casi analfabeto y algo torpe, pero no le falta inteligencia. Germain es un personaje ideal para que Gérard Depardieu pruebe que su glotonería interpretativa (ha llegado a filmar diez films en un año, y ya se acerca a los doscientos títulos) no le ha restado ni pizca de talento. Margueritte lo es para que pueda disfrutarse del fresco encanto de Gisèle Casadesus y de su sólido oficio. Y toda la fábula, como le gusta al veterano Jean Becker, es también ideal para sensibilizar al espectador y prepararlo para que un final feliz le deje en el ánimo una sensación de bienestar. Aunque los mecanismos que administran los recursos de la comedia sentimental queden al descubierto. Cineasta a la antigua, Becker atiende a los diálogos y al desempeño de los actores (los principales y los que conforman el pintoresco cuadro provinciano) y en lo formal no se aparta de la tradición. Eso sí, en busca de emoción, carga las tintas del melodrama más de una vez (especialmente en la subtrama relacionada con la madre, una caricaturesca y divertida Claude Maurier, y en el desenlace de la historia de Margueritte), y no se preocupa por enriquecer con algunos matices a personajes tan monolíticos como los que le propone la novela de Marie-Sabine Roger. La literatura (Albert Camus, Romain Gary, Luis Sepúlveda) se incorpora bastante fluidamente en el relato, pero se vuelve redundante en el final que Depardieu recita en off.
Nunca es tarde para empezar a leer El veterano realizador francés, hijo del legendario Jacques Becker, entrega una película tan honesta como anacrónica, en la que el santo inocente de un idílico pueblito francés descubre el placer de la lectura a través de una anciana dama. Es tan transparente la ingenuidad cinematográfica de Mis tardes con Margueritte, tan rudimentaria su dramaturgia, tan evidentes son sus anacronismos que cuesta enojarse con una película que atrasa casi tres cuartos de siglo y no hace nada por ocultarlo, como si en la cabeza de Jean Becker el cine se hubiera detenido aún antes de que su padre, el gran Jacques Becker, diera clásicos de la talla de Casco de oro (1952) o Grisbi (1954). La anécdota argumental, tomada de un libro de Marie-Sabine Roger, es de lo más simple, tanto como su protagonista. En un pequeño pueblo rural francés –de esos que se solían ver en las películas de Marcel Pagnol y que quizá nunca existieron realmente–, el personaje del lugar, el santo inocente es Germain (Gérard Depardieu). Bueno como un pan, es a él a quien se refiere el título original del film, La tête en friche, una expresión que se podría traducir como “Cabeza yerma”. Y yerma no porque esté hueca, o vacía, sino porque nunca fue cultivada, porque siempre, desde su primera infancia, a Germain nadie le dio cariño ni instrucción, empezando por su madre, que lo consideraba “un error”, tal como informan unos flashbacks tan toscos, tan elementales que parecen salidos del más remoto túnel del tiempo. Pero como el hombre es bueno por naturaleza –parece decir la película de Becker–, Germain no se convirtió en un resentido, un violento o un asocial. Quizá pudo sortear ese destino gracias a la estereotipada barra de amigos que lo quieren así como es y lo incluyen en su ronda de copas en el bistró de la plaza (hablar de “contención” sería equivocado en una película pre-freudiana). O también porque tuvo suerte y no se sabe bien cómo –caprichos del guión, sin duda– ese hombre dejado, ya mayor y corto de entendederas, tiene a su lado a una mujer joven, inteligente y hermosa (Sophie Villemin) que a toda costa quiere un hijo de él. ¿Será porque a Germain lo encarna Depardieu? El asunto es que nunca es tarde para el conocimiento, machaca Becker, a partir del momento en que una tarde, en la plaza del pueblo, Germain encuentra sentada en su banco favorito a una elegante y frágil anciana (Gisèle Casadesus, de la legendaria Comédie-Française), que le transmitirá su pasión por la lectura y los libros. Casi centenaria, la vieille dame Margueritte comenzará a leerle cada tarde a Germain fragmentos de Camus, de Romain Gary, del chileno Luis Sepúlveda, con los cuales despertará en él una sensibilidad hasta entonces dormida, desconocida. Alguna sombra en la salud de la señora, los celos de la chica de Germain, la desconfianza que provoca en sus amigos el cambio de vocabulario del protagonista oscurecen apenas una paleta por lo demás siempre luminosa, como si el sol nunca dejara de brillar, ni siquiera de noche, en ese idílico pueblito francés. Pero a no preocuparse, que todo está previsto para que luego de 82 minutos (la brevedad se agradece) el público pueda salir de la sala con una sonrisa en los labios.
Sensible y previsible La vida está hecha de causalidades que justifican anécdotas para ser contadas. Una anécdota común podría ser: hombre de edad mediana, simplón y analfabeto (Gérard Depardieu) conoce a ancianita culta, simpática y un poco metida (notable actuación de la nonagenaria Gisèle Casadesus) que le abre la cabeza y transforma su vida. La superación, el aprendizaje emocional y el desarrollo intelectual son una meta dura, pero posible para el palurdo de Germain, que es consciente de sus limitaciones y sufrimientos pero no se rinde a ellos, y menos cuando advierte que su querida amiga eventualmente dependerá de él cuando ya no tenga fuerzas para alimentarse de lo que más le gusta: la lectura. De Jean Becker nos llegó oportunamente una pequeña joyita llamada "Conversaciones con mi jardinero", y de esta suerte podríamos deducir que, al menos en esta etapa de su filmografía, al director le gustan las historias intimistas, idealmente con personajes que se contrapesan de alguna forma. No hace falta aclarar que el espectador que va a ver este tipo de filmes sabe de antemano (o al menos intuye) cuál va a ser el final de la historia. Dentro de estas premisas, las películas funcionan o no. Esta es una de las que funcionan, pero aunque las actuaciones son destacables el guión no consigue movilizar emociones genuinas a través de la empatía, sino más bien a fuerza de golpes emotivos y obviedades.
Nunca es tarde... Jean Becker -hijo del también reconocido director Jacques Becker- propone un cine no demasiado audaz ni sutil, pero con sus dotes de narrador clásico, su sencillez y su profundo humanismo ha construido una más que digna carrera con títulos como Verano asesino, Elisa, La fortuna de vivir y El jardinero. En Mis tardes con Margueritte propone otro crowd-pleaser, de esos que no esconden sus intenciones de agradar y dejar al espectador con una sonrisa. Es una película que tiene más de una torpeza (los flashbacks que explican el pasado y justifican el presente del protagonista), ciertos subrayados y que por momento está muy cerca de caer en la demagogia, pero Becker es un realizador con la sensibilidad y el recato necesarios para no dejar que el film se le desborde. Además, vale la aclaración, cuenta con un gran aliado: el siempre convincente Gérard Depardieu, cada día más gordo y más sabio. Depardieu es Germain, un cincuentón obeso y semianalfabeto (no terminó la primaria) que vive en una casa rodante y se mantiene con lo que le dejan una huerta personal (cuya producción vende en la feria del pueblo) y otros trabajos precarios y ocasionales. El antihéroe está en el punto intermedio entre lo patético y lo querible, traumado por la presencia de una madre abusiva (que lo ha denigrado desde niño) y sostenido por su novia colectivera y por sus amigos del bar. Un día, Germain se encuentra en una plaza con Margueritte (Gisèle Casadesus), una anciana flaquita, culta y simpática que también se interesa por las palomas del lugar. A partir de sucesivos encuentros, ella le irá leyendo diversas joyas de la literatura generando en él una tardía pero incontenible pasión por los libros. El film tiene luego de ese planteo inicial varios giros dramáticos/emotivos que es preferible no develar, pero que aseguran al espectador unas cuantas sorpresas. Si bien adscribe a ciertos tonos y elementos que no se ubican dentro del cine que más me interesa, Mis tardes con Margueritte es un film noble, honesto y eficaz. Si a esos atributos le sumamos la presencia de Depardieu y un solvente elenco secundario, podemos concluir en que se trata de un estreno más que atendible.
La dulce anciana y la bestia bondadosa En la misma línea narrativa que El jardinero, el veterano y experimentado Jean Becker adapta la novela de Marie-Sabine Roger La tête en friche (cuya traducción aproximada sería La cabeza yerma) que en nuestro país llega bajo el titulo de Mis tardes con Margueritte. El mundo de la literatura, o más precisamente del amor por la lectura, ocupa el centro de esta deliciosa relación de amistad entre una anciana de 77 años (Gisèle Casadesus) y un analfabeto funcional (Gerard Depardieu), quienes se encuentran en una plaza acompañados de las palomas. Margueritte (referencia obligada de la escritora francesa Margueritte Duras) descubre de inmediato en Germain la curiosidad y sensibilidad necesaria para proponerle que sea un escucha de sus lecturas y así de a poco el hombre se va nutriendo –aunque eso signifique mucho esfuerzo y frustración- de un mundo apto para el vuelo de la imaginación. Sin embargo, el director no apela a ningún recurso onírico o puesta en escena volcada hacia la imaginación sino por el contrario su estricto naturalismo se respira en cada plano. La austeridad narrativa tanto en lo cinematográfico como en lo que hace al guión escrito por Jean Becker y Jean-Loup Dabadie, que hace gala de la importancia de los diálogos entre la pareja protagónica -donde ambos actores se lucen en sus respectivos roles y consiguen transmitir sin esfuerzo el rico vínculo que se genera a partir del descubrimiento del otro- predomina en esta obra. Ese otro que acompaña en el tránsito de la soledad y que ayuda a valorar las pequeñas cosas se desdobla en su espacio literario como aquel libro que nos hace sentir menos vulnerables y por otro en el terreno de lo social al volverse un semejante, pese a las diferencias de clase o de valores. Sencilla y emotiva, sin golpes bajos, Mis tardes con Margueritte es un reconfortante encuentro con el buen cine francés.
Una comedia entretenida y adorable sobre la posibilidad de que la vida cambie de un momento para el otro y para bien. Donde cuando uno piensa que todo está perdido, en realidad aún hay mucho por hacer. Gérad Depardieu es Germain, un cincuentón y casi analfabeto, que se junta con sus amigos en un bar y sufre el maltrato de su madre. Margueritte (Giséle Casadeuds) es una anciana agradable y dulce que ama leer. Y un día, de casualidad, se conocen en un banco de un plaza y surge ese encuentro, ese instante de mano del azar donde estas dos personitas sin darse cuenta están en el lugar preciso en el momento indicado. En ese mano a mano, ella le comienza a leer fragmentos del libro que tiene en su poder y él, descubre la magia de los libros. En un simple y abrir de ojos, Germain comienza a ser otro, y los demás se dan cuenta de ello. Y en ese camino de revelación sobre su persona y sus capacidades, Margueritte va quedándose ciega. Como si lo que uno pierde, el otro lo suplanta, será él quién ante el cariño que siente por esta tierna anciana que le dio tanto en tan poco tiempo, decide no solo realizar su máximo esfuerzo por leerle cuando ella ya no pueda; si no también demostrarle que él estará para ayudarla a vivir esa nueva vida de la mejor manera. El filme está dirigido por Jean Becker, responsable de filmes como “Elisa” o “El Jardinero” (de las más recientes de sus obras) con un elenco por demás interesante pero que queda reducido ante el encanto de Casadeuds y Depardieu, en una dupla que se luce y que transmite esa ternura necesaria para que la historia sea como es, deliciosa. Becker logra en poco tiempo (hora y media) contarnos una historia sencilla, con detalles precisos sobre la vida de Germain entender su pasado, mientras que con diálogos excelentes Margueritte nos cuenta sobre su vocación, su cultura y su respeto hacia los demás. Simple, emotiva y transparente. Esos filmes que con poco dicen mucho, para no perdérsela.
Nunca es tarde para aprender El encargado de llevar a la pantalla esta tierna historia es Jean Becker, quien viene de familia de directores y supo plasmar esta novela homónima de Marie-Sabine Roger. La película nos proyecta uno de esos encuentros improbables que pueden cambiar una vida, o como en este caso, mucho más que una. En un parque se encuentran Germain (un correctísimo Gérard Depardieu), de algo más de cincuenta años y casi analfabeto, y Margueritte (interpretado magistralmente por Giséle Casadesus), una frágil anciana apasionada por la lectura. Estos dos actores se unirán en un banco de plaza situado frente a las palomas. Desde ese instante, todas las diferencias que los dividen, los unirán. Margueritte empieza a leerle extractos de novelas, haciéndole descubrir tarde tras tarde la magia de la lectura y de los libros, mundo del que Germain se creía excluido. Esta trama simple está plagada de momentos emotivos y resulta sumamente conmovedora y divertida. Mientras Germain va descubriendo un nuevo mundo que le abre posibilidades y lo llena de satisfacción, también le brinda la facultad de limar asperezas con una madre que solo supo dejarle marcas de dolor e inseguridad. Mis Tarde con Margueritte es sin lugar a duda una joyita del cine que proviene de tierras francesas como lo fue Séraphine el año pasado. Con una gran intensidad dramática, el film muestra el descubrimiento del amor, la lectura y la ternura en cualquier momento de nuestras vidas.
Con el encanto del viejo cine francés Setenta y dos años tiene el colibretista de esta película, Jean-Loup Dabadie, 77 su director, Jean Becker, 96 la protagonista, madame Gisele Casadesus, de la Comédie-Française, y apenas 63 Gerard Depardieu, un pibe al lado de los otros, pero con más tonelaje que los tres juntos. Impresiona ver a la anciana señora Casadesus, toda delgadita y delicada, al lado de semejante mole. Ese contraste es aprovechado para remarcar la diferencia visible entre sus personajes: un gordo torpe y exaltado, y una doctora ya jubilada, que disfruta de la lectura y la amable conversación. Pese a tanta diferencia, se hacen amigos. ¿Qué tienen en común? Varias cosas, sólo que él es como un diamante en bruto, una cabeza sin cultivar, como sugiere el título original, un tipo sensible, habilidoso, pero que desde niño aceptó creerse medio burro sólo por culpa de una madre malhumorada, un maestro necio que lo tomó de punto en la primaria, y un vecino que se cree superior. Ahora, ya grande, ha encontrado por pura casualidad una verdadera maestra, que sabe apreciar sus intereses y, como naturalmente, sin imposiciones, lo orienta para cultivarse un poco. Nada a la americana, el gordo no va a salir genio ni literato, simplemente va a decir con mayor precisión lo que le pasa, lo que percibe, y a disfrutar al fin de cosas que le parecían ajenas, como los libros. Esa es la anécdota, que culminará en un cinematográfico gesto de agradecimiento, y en un descubrimiento tardío: su madre tampoco había sabido expresarse. En la vida, cada uno hace lo que puede. Sin recargar la historia con violines, sin hacerla tampoco demasiado complicada con los demás personajes que acompañan la trama (una gordita amigovia, otra gordita dueña del bar pero no del hombre que ama, los amigos simples de compartir copas y bromas, la madre ya vieja con los cables definitivamente pelados), y todo bajo el sol de un pueblito tranquilo, donde todos se conocen y el hombre conoce a cada una de las palomas de la plaza, digamos, no es lo mejor de Becker, pero es sencillamente agradable, de esas que se acompañan con simpatía y dejan buen sabor de boca. Tendencia Puede decirse que, en el actual cine de Becker, «Mis tardes con Margueritte» (así, con doble t) sigue la tendencia de su anterior «Conversaciones con mi jardinero», que el hombre sigue inspirándose en buenas lecturas (para el caso, la novela de Marie-Sabine Roger), y que en el público el resultado sigue teniendo el mismo efecto placentero. Ahora, claro, si alguien dice por ahí que los personajes están caracterizados a grandes rasgos en función de una idea moralizante, y resultan inverosímiles desde una perspectiva realista, es que pretende ver otra película. Desde el vamos, madame Casadesus y Depardieu recitan sus diálogos a la vieja manera francesa, ésa es la intención, y es también parte de su encanto.
Es el relato cinematográfico de un encuentro que cambia la vida de los protagonistas. El de Germain, un cincuentón casi analfabeto, y Margueritte, una frágil anciana apasionada por la lectura. La mujer comienza a leerle extractos de novelas, haciéndole descubrir la magia de los libros y un mundo intelectual que parecía estarle vedado. Un impagable Gerard Depardieu se luce en esta historia liviana, de corte costumbrista pero conmovedora.
Había una vez un pueblito rural habitado por gente buena, noble y auténtica que se ocupaba de las cosas verdaderas de la vida y conservaba los buenos sentimientos propios de otra época. Entre aquella buena gente estaba Germain, un grandote inocente, bonachón y un poco retardado, que vivía afligido por una madre malévola y por las burlas de su apreciado grupo de amigos. Hasta que un día, sentado en el banco de la plaza municipal, encuentra a Margueritte, una encantadora y culta abuelita que no tarda en reconocer su buen corazón e intenta inculcarle el gusto por la literatura. Los días transcurren apacibles en este islote perfecto y nostálgico poblado por gente modesta pero generosa. Los que vienen de afuera, como el sobrino de la adorable anciana, son egoístas y justifican todo por el dinero. No caben dudas de que el enemigo es la gran ciudad, la plutocracia parisina, los libros, la cultura, el reino de la elite. Afortunadamente, nuestro héroe demostrará que la verdadera gente piensa con el corazón antes que con las palabras. Todos los acontecimientos y novedades que trasformaron al mundo (y al cine) desde los años cincuenta no forman parte de este universo. La película se auto abastece de manera simplista del fantasma colectivo de un lugar y un tiempo que nunca existieron. Mediocre en su observación, mediocre en su forma, Mis tardes con Margueritte se sustenta en los principios básicos del telefilm, donde el personaje que está en el centro de la intriga es el que está en el centro de la pantalla. Sabemos que el pobre Germain siempre fue rechazado por su madre, sin embargo el director machaca la idea una y otra vez con torpes flashbacks en los que también subraya la estupidez del sistema educativo con un profesor que no hace otra cosa que lanzar juegos de palabras cínicos e insultantes hacia el infeliz alumno. La presencia física de Depardieu y la elegancia y el sentido del ritmo de la veterana actriz no bastan para dar algo de sustancia a un relato que intenta, por sobre todas las cosas, no molestar a nadie. El racismo sereno que exuda la película se acentúa con la aparición esporádica de algunos magrebíes. Uno de ellos es el marido de la dueña del bar que, por supuesto, engaña a su mujer con una joven enfermera venida de la gran ciudad, aunque gracias a la sabiduría de Germain volverá al camino correcto. Otros, que hablan un francés tosco, quedan fascinados por las pizcas de conocimiento que Germain reproduce de los libros leídos por su vieja amiga. La última es una bonita mujer que va al mercado a comprar las verduras que cultiva Germain (con buena tierra y buen corazón, según sus propias palabras), y ante la cual el blanco grandote da muestras de respeto ecuménico proclamando que posee un bonito cabello rizado. Jean Becker es un narrador de tarjeta postal que elige los caminos más previsibles para que el final genere una sonrisa en el espectador, aunque es más factible que provoque náuseas. Mis tardes con Margueritte es un himno a la mediocridad aceptada y al nacionalismo mezquino, un insulto permanente a la sensibilidad artística, intelectual y moral de su audiencia.
El filme reivindica el deseo como potencia vital en los adultos mayores. Esta nueva película de Jean Becker es definitivamente una obra más que tradicional. Simple, aborda lugares comunes y compone situaciones re manidas, con personajes lineales e increíblemente monolíticos. Sin embargo posee un encanto que le permite establecer cierta empatía en el espectador con sus personajes. (Debo aclarar que toda narración que reivindique el deseo como potencia vital en los adultos mayores comunes y corrientes, lejos de heroísmos falsos y el fetichismo de la vejez cinematográfica, es para mí digna de elogio) Germain (Depardieu), es un grandote semi analfabeto de buen corazón, que conoce en un banco plaza a Margueritte (Casadesus), una mujer de noventa y tantos años, con quien establece una relación personal afectiva estrecha, a partir de dialogar y compartir lo que cada uno de ellos puede aportar al otro: serenidad y sabiduría por un lado, sinceridad y simpleza por el otro. Toda la historia se centra en esta relación, aun cuando gran parte del metraje corresponde a la vida de Germain con sus amigos, su novia y su madre. La película es todo lo previsible que tal situación puede merecer. Los personajes que acompañan a Germain no podrían ser más modélicos. Su madre lo parió luego de un embarazo no deseado, y siguió rechazándolo por el resto de su vida. Los amigos del bar se burlan con cariño de este tosco amigo, y su novia es “tan buena como el Quaker”. No hay sorpresas ni intención alguna de originalidad en este filme. Ni siquiera tiene pretensión de incluir diálogos ingeniosos o frases sentenciosas. Del mismo modo, evita toda tendencia al melodrama. El director logra mantener el tono amable sin exagerar ningún matiz que acerque la trama a los siempre indeseables extremos. Esto, más la fluidez de la narración, son los principales logros del director. El resto (que no es poco) es aportado por los protagonistas. Casadesus, actriz de 97 años, brinda una simpatía y una delicadeza con la que, más allá de su especial presencia física, maneja con talento el tiempo en la relación de complicidad actoral con el enorme Depardieu. Este actor de tantas batallas no compone acá un personaje. Su Germain es poco interesante dramáticamente. Lo que aporta sobre todo es un soberbio manejo del espacio, el que ocupa física y simbólicamente, y un tempo perfecto en su relación con el resto de los personajes. He aquí el secreto de la película. Además de ser capaz de dominar la pantalla, su composición distanciada, despojada de toda inútil emotividad, naturaliza lo que podría ser recargado dramáticamente. Absolutamente querible, el filme tiene sus peores momentos en los flashbacks explicativos. El innecesario recuento de situaciones obvias, incorporan un registro melodramático ausente en el resto de la narración. Un día con Margueritte podría ser una película fuertemente criticable. Sin embargo, sostenida por sus actuaciones y personajes, por el clima naturalista y contenido, logra ser agradable a pesar de su profunda convencionalidad. Lo mismo podría pretender esta sencilla nota.
Es la historia de un hombre y una mujer que se encuentran una tarde cualquiera en el banco de una plaza. Uno cuenta las diecinueve palomas que caminan a su alrededor y el otro las va señalando por su nombre. El tiene alrededor de 50 años y ella 95. La ingenuidad de él, sumada a un cierto analfabetismo, hace de este encuentro algo inusual y poético. Ella ha sido una científica que vive en un asilo para ancianos, y es mantenida por un sobrino desde Bélgica. Su vida hasta ese momento han sido sus libros, de los cuales vive rodeada. El amor por la literatura de Margueritte y el desconocimiento absoluto de Germain hacen, que a partir de esta aparente dicotomía, se construya un vínculo afectivo basado en él descubrimiento de la misma. El primer puente entre ambos será la lectura de "La Peste" de Albert Camus, un pasaje donde las ratas van invadiendo un edificio. Allí Germain imagina la escena y va surgiendo en él una sensibilidad escondida. El relato va y viene del presente al pasado, mediante flashbacks, que muestran una niñez de abandono emocional, tanto por su madre, como por la escuela. Jean Becker (Conversaciones con mi jardinero, La fortuna de vivir) da cuenta en su filmografía, de una voluntad de elegir historias sencillas, en este caso pueblerinas, casi detenidas en el tiempo, alejadas del ritmo de un mundo globalizado, donde sus criaturas son dueñas de sentarse a charlar en una plaza, de compartir con los amigos en la taberna, de vivir en parte del cultivo de una pequeña quinta en su casa…. De ese mismo modo, “pueblo chico, infierno grande” un niño puede detenerse en una edad como persona ávida de conocimiento. Al cual no tuvo acceso, y creer que no sirve para nada, porque no tuvo la suerte de tener los maestros adecuados, o porque nació en una familia disfuncional. Quizás por esa misma razón, un niño, que no es amado tiene aún todo para descubrir y aprender. Mis tardes con Margueritte es un film de esos, de los que una se retira inevitablemente con una sonrisa, porque eso es lo que pretende arrancar, una cálida y suave emoción, donde se habla del amor, aunque también se muestre como contrapartida a la violencia. Y donde predomina la esperanza, de que nunca es tarde para aprender, ni para construir una relación basada en el amor y el respeto mutuo. Y que la solidaridad también es posible. Con una madre un poco estereotipada, y con una novia idílica y bella, como todas las partenaires, a las cuales nos tiene acostumbrados en casi todos sus trabajos Depardieu. (Quien tiene alrededor de 150 films en su haber) La tête en friche es una historia al borde de una fábula, con un hermoso final. Un film recomendable en todos los sentidos, además de una cuidada adaptación de la novela homónima de Marie- Sabine Roger.
Mientras hay vida hay esperanza Bien podría empezar esta nota aludiendo a un clásico cliché: “Este filme es un canto a la vida”…. Tantas veces fue vilipendiada esta frase que producirá temor emplazarla, pero en términos de justicia habría que decir que no en muchas oportunidades es precisa, sintética y le va como añillo al dedo. Una historia sencilla, amable, sin demasiadas búsquedas ni estéticas ni narrativas, sólo la utilización de algunas escenas de recuerdos del personaje principal, como para darle forma, contenido y hasta justificación al continuo desarrollo del relato primordial. En realidad esa sencillez de lo contado tiene aristas laterales que adecuarían otra posibilidad de lectura del texto cinematográfico. A primera vista parece ser una historia de amor, más pensada desde Erich Fromm que desde el Marques de Sade, más acorde a una definición de amor platónico, en su más severa acepción, que al amor de pareja. Muy lejos del filme argentino “Besos en la frente” (1996) de Carlos Galletini sobre texto de Jacobo Langsner. La otra posibilidad es la de verla como una radiografía de una inmensidad de soledades unidas por inercia de la carencia, más que por búsqueda, hasta que el encanto del placer de la vida toca a la puerta, con las frágiles manos de las que es dueña una viejita de 95 años todo saber y llena de vida. Germain (Gerard Depardieu) es un cincuentón, corpulento, bonachón, casi analfabeto, pero inteligente, acostumbra a pasar sus días entre su trabajo, dar de comer a unas palomas en la plaza, su huerta, la reunión cotidiana con sus amigos en el bar del barrio, los encuentros con su joven novia Annette y ser el sostén de su también anciana madre, en las antípodas de Margueritte (Giselle Casadesus). Una tarde se cruza en su habitual paseo por la plaza una nonagenaria, frágil, culta, que del mismo modo que lo hace Germain, se distrae con las palomas. La relación entre ambos se instala y fluye. Ambos con necesidades diferentes, pero compatibles: ella le leerá literatura universal, él le traerá los productos de su huerta; ella le regalará un diccionario, él le obsequiará margaritas de su jardín. El titulo original del filme “La Tete en Friche”, que podría traducirse como “Cabeza Yerma”, entendido este termino como incultivado: el terreno estaba servido, sólo faltaba el agricultor. Toda la narración se sustenta en la relación de estos dos personajes mucho más que queribles, no sólo desde su construcción sino, y por sobre todas las cosas, por la creación que ambos actores logran en sus composiciones, como así también, en razón la química que se establece entre ellos. Para ello era necesario un guión muy bien escrito en donde los diálogos sean justos, precisos, y se conviertan en una de las vedette del proyecto cinematográfico, (prestarle mucha atención a la respuesta de Margueritte a la pregunta de Germain, en relación a que pasa con un adulto cuando se crío como hijo no deseado). Para lógralo llevar a cabo era asimismo imperioso contar con un realizador que tenga la mano firme en su recorte, para no caer ni en golpes bajos, ni en melodramas, ni en edulcoramientos. De la misma manera, el texto va bordeando temas como la amistad, el honor, el amor fraternal, la muerte, el deseo, entendido desde el postulado spinoziano, en el cual se plantea que los objetos son finitos y el deseo circula entre ellos.
Otro perezoso romance otoñal Mis tardes con Margueritte es una película-fórmula y no está mal que sea así. Pero también es una ecuación en imágenes perfecta y previsible, perezosa y didáctica, metida de cabeza en las rígidas reglas que caracterizan a un film cálido y sin riesgo alguno. La historia-fórmula es simple: dos mundos opuestos, el encarnado por un ser tosco, primitivo e inculto (Gerard Depardieu en piloto automático) en contraste con otro, el de una anciana culta, bondadosa y con aire de profesora de escuela exigente (Gisele Casadesus, actriz de la Comédie-Française de la década de 1930, quien lleva muy bien sus más de 90 años). El encuentro se produce en un parque, donde ella está leyendo La peste de Albert Camus, en tanto él no sabe leer. Y como la amistad, o tal vez algo más, es posible en esta clase de películas, el bonachón personaje que interpreta Depardieu empieza a escuchar a la veterana a través de los libros. Sí, claro, es otra película planteada como “una lección de vida” que apunta a la emoción del espectador a través de esa imposible amistad entre dos visiones opuestas del mundo. Hay un punto a favor que sostiene el relato: Mis tardes con Margueritte (que no son tantas) no apela a frases altisonantes ni a aforismos de ocasión, esos que pegan en el estómago por sus ingredientes indigeribles. Pero el resto, o casi todo, es pura rutina: una buena química actoral, un cuerpo enorme que se pasea incómodo (Depardieu en estilo cavernícola) y otro cuerpo enjuto que actúa como oráculo del saber (Casadesus con su voz tenue dando consejos desde la experiencia). Jean Becker, un cineasta con buenas y malas películas, allá lejos y hace tiempo, dirigió Verano caliente (1983) con una seductora y erótica Isabelle Adjani. Daría la impresión de que también el director entró en su propia etapa otoñal sin salida alguna.
Con el estilo intimista, humano y fraternal que ha caracterizado la obra más reciente del realizador Jean Becker, Mis Tardes con Margueritte es un película pequeña y entrañable, espléndidamente interpretada. La fortuna de vivir y Conversaciones con mi jardinero son dos films anteriores de este director vinculados estilísticamente con esta pieza, que se ocupa de la cálida y singular relación entre un maduro sembrador y comerciante de legumbres, casi analfabeto, y Margueritte, una erudita anciana, apasionada por la lectura, ex investigadora y militante de la Organización Mundial de la Salud. Por casualidad este hombre se sienta al lado de ella en un parque y lentamente empiezan a compartir el amor por las palomas, y los diálogos sencillos que tocan circunstancias de la vida, de las pasiones y el arte. Y alrededor de ellos, familiares y afectos que serán partícipes significativos en las reacciones y las vicisitudes por las que atraviesan. Una madre desequilibrada, y un grupo de amigos posesivos en el caso de él y un sobrino desapegado en el caso de ella, entre otros. El inmenso, en todo sentido, Gérard Depardieu y la formidable Gisèle Casadesus sostienen una tierna y esperanzada trama, que no deja de ser una historia de amor.
La lectura como vehículo de mejor vida El film de Jean Becker narra el encuentro entre un hombre de 62 años, con una historia de rechazo y una anciana de 95, elegante pero humilde, que lo conecta con textos relacionados con su propia historia. Y al final, un nuevo comienzo. Y fue entonces que a la salida del cine, tras ese encuentro no previsto, nació la propuesta de escribir los dos críticos, para la edición de hoy, sobre el mismo film. Veinticinco años nos separan y esa misma distancia, que en cierta medida alcanza a los protagonistas del film, no ha sido un obstáculo para compartir emociones afines. Como en un cuento de Jorge Luis Borges, en el que a veces acontece ese instante en el que uno comienza a experimentar una singular revelación sobre si mismo, sobre su identidad, en este film que hoy nos reúne desde otro lugar, desde un íntimo rincón de la espera, sus protagonistas asoman asombrados, desde el compartir un banco de una plaza, de un pequeño pueblo, que según se nos informa, está ubicado en la isla de Ré, frente a La Rochelle. Ya con sus marcados años, pero aún con su rostro que permite asomar actitudes inocentes, el personaje que compone Gerard Depardieu, de aspecto osezno y de andar bamboleante, tratando de sostener su pesada figura, lleva sobre sus espaldas una historia de rechazos y de ausencias. Su nombre es Germain y esa tarde, tras algunos enojos y broncas que golpean a la puerta de su patrón, se encontrará con una anciana dama, sonriente, que vive su ritual de lectura, diariamente, sentada en un banco de la plaza, cerca de esas palomas que se ubican frente a ella. Su nombre es Margueritte, con doble t, porque así tal vez lo transmitió su padre al anágrafe, en el momento de su nacimiento. Ella tiene 95 años y ese primer encuentro le permitirá a Germain, como jamás había imaginado, hoy con 62 años, escuchar páginas de una historia que transcurre en Orán, en Argelia. Por primera vez, Germain escuchará el nombre de Albert Camus y se su libro La peste y el nombre de Argelia vuelve a recorrer su historia, en tanto excombatiente, y su deseo de que su nombre figure en esa placa conmemorativa del parque de su pueblo. Mientras estaba viendo, junto a amigos, Mis tardes con Margueritte --film del cual no se exhibía un solo afiche ni en el interior ni en las puertas de entrada del cine--, comencé a experimentar vivencias similares a las que sentí cuando hace veinticinco años vi por primera vez aquel film, hoy de cabecera, Nunca te vi, siempre te amé, sublime legado de David Jones que nos relata ese acercamiento epistolar que se va abriendo y expandiendo a lo largo de más de veinticinco años entre una joven escritora neoyorquina y un responsable de una antigua librería de Londres. Este amor por los libros, esta pasión serena y meditada, pero no menos entusiasta por la lectura, es la que comienza a vivir nuestro personaje, quien pasa a hacer suyas ciertas palabras de los textos que les revive en su serena voz esa anciana, elegante, distinguida, y al mismo tiempo humilde, que habita en una casa de reposo en las afueras del lugar. Esos libros, esos nombres, comienzan a tejer otras tramas que Germain hace suyas desde momentos de su propia biografía. En Mis tardes con Margueritte su director, Jean Becker, valoriza, subraya, el momento del diálogo íntimo, confesional, tal como ya lo había presentado en su film anterior, Conversaciones con mi jardinero. Y ese espacio para la palabra es el que comparte también Germain con sus amigos del bar, ámbito que en este film será mostrado en más de una oportunidad, lugar de camaradería, de aprendizajes, de miradas de próximos amantes. Dama del teatro francés, de la Commedie Francaise, Gisèle Casadesus ya ha participado en otros films del mismo director. Su pequeña figura, su delgadez, llevan a pensar en personajes de antiguos cuentos; tal vez, en algunos de ellos, de hada madrina. Germain, se sentirá tocado por ella, y de pronto, algo nuevo comenzará a despertar entre las palabras de su diccionario, que saldrá al encuentro del léxico de su propia vida, mediante situaciones de enojo y de humor, de idas y de vueltas. Desde su film, Jean Becker nos lleva a evocar imágenes de antiguos escritores, de viejos lectores, que comparten su pasión junto a sus animales domésticos. Así, Germain bucea entre las palabras de un gran diccionario, regalo de la anciana, Margueritte (con doble t), mientras su gato sigue con la mirada las reacciones de este temperamental lector. En cada nuevo día, la figura de la anciana adquiere una nueva proporción y su voz, sus relatos y sus apreciaciones le permitirán a él descubrir lo que le ha sido negado. En su ancianidad, la luz de los ojos de Margueritte comenzará a opacarse. Germain ahora será el artesano de ese capítulo que comenzará a escribir desde su tristeza, pero desde una visión esperanzadora. Tras algunas escenas de celos con su prometida, la chica del autobús, y de una reflexiva y cálida conversación, la historia abre hacia otros amaneceres, alejándose vertiginosamente de un trágico ocaso. También para Germain habrá otra oportunidad. La vida le deparará, ahora, otra revelación. Y entre los personajes seguirán circulando páginas de tantas otras historias, narradas en voz alta, recuperando aquel epifánico momento de la transmisión oral, que está en los orígenes mismos de la literatura.
Páginas de vida Toca, en un primer punto y desde el diálogo propuesto por Emilio Bellon, reconocer la edad. Treinta y siete años y contando. Con la lectura a cuestas como lugar de reconocimiento, como posibilidad de racconto de vida. Porque entre lo mucho que dice, sin declamar, sin explicar, Mis tardes con Margueritte, es que los libros son tan importantes porque, amén de ser escritos por personas, lo mejor de todo es que pueden ser leídos por muchas más. La relación primera obliga al recuerdo, a la compra de la madre del primer libro de su hijo, con el título en letras rojas y grandes, tapas amarillas, editado por Sigmar, con ilustraciones coloridas. Corazón fue ese libro. Y sigue allí, en su estante y como testigo del tiempo que pasa y de las otras páginas que fueron posibles recorrer después. Pero el libro infantil dejó rápidamente lugar al lector juvenil, ávido de tantas aventuras, desde otras tapas amarillas, con la sonrisa del Robin Hood de Pablo Pereyra y con la estampa del Tigre de la Malasia de Emilio Salgari. En este caso, como consecuencia afortunada de legado paterno, seguramente contento por el contagio hacia historias que podía revivir en la mirada nueva. Otro Emilio, tan aventurero como Salgari, tan soñador como Bradbury, pero con la sagacidad de detective recibido (y esto es cierto), vendría después a inundar los estantes de quien firma esta nota con más y más libros. Con tantas y todavía más películas. En el trazado de un recorrido que es de amistad y de papel y de celuloide. Cine y libros y cafés, en una aventura de continuará sostenido. Aún cuando pueda parecer caprichoso --seguramente lo sea- señalar lo que precede, nada de ello disiente respecto del film en cuestión. Es que Mis tardes con Margueritte provoca las ganas de verla de nuevo no bien termina. Porque no termina. Se trata de decir que no se la pierda a quien se estima. De contarla a los amigos. De invitarlos a compartirla. De recordar la historia de las páginas en la biblioteca, con sus dedicatorias, con el misterio del libro en su estante. Esos momentos donde el cine se parece, en serio, a la vida más cotidiana por extraordinaria. La entereza del pirata que secuestra a su dama porque es lo que debe hacerse, en una historia de amor que no es lo que usualmente se entiende como tal, una historia que es de aventuras porque ocurre en lo más inmediato, en la modificación de lo acostumbrado, en sus ecos resultantes e imprevistos. Decir también que Gérard Depardieu es uno de los actores más grandes del mundo, por corpulencia y por ternura. Por la candidez con la que se aferra a la palabra aprendida y por el amor con el que la comparte. Allí cuando descubre el uso de la metáfora como manera vital, como nexo con el mundo, como vínculo afectivo, sensual, humano. Todo eso, tanto más, gracias a Mis tardes con Margueritte. El cine, las palabras compartidas, miradas que son compañía.
Sencilla y universal No hay historia más universal que la de dos personas que cruzan sus caminos de forma inesperada pero que termina siendo definitiva. De esto se trata "Mis tardes ...", además de ser un relato sencillo y delicioso. Germain deambula por el parque cada día y cuenta las palomas. En uno de sus paseos conocerá a Margueritte, también asidua observadora de las aves. La película centra la atención en contar con naturalidad el descubrimiento mutuo del hombre tosco y bruto y la adorable anciana sin detenerse en detalles de sus personalidades y vidas, lo cual le da agilidad al relato pero, al mismo tiempo, envuelve a las escenas de un tono caricaturesco. Al final el dolor refleja una puerta entreabierta a la felicidad, que en el fondo es lo que propone el veterano director con esta simple historia.
Conmovedora y simple, muestra cómo los relatos unen distintos universos y los retroalimentan. Gerad Depardieu, (en el rol de Germain Chazes), es dúctil y todo terreno y eso no es una novedad y que puede hacer contraste con cualquier actriz, como en este caso Gisèle Casadesus, que compone a una anciana fantástica, liviana y sabia, tampoco. Lo que si resulta novedoso es como un film que se dispara desde una vida ruda, como la de Germain, llena de sinsabores y fracasos puede ser recompuesta a través de un encuentro. Él ronda los cincuenta y pico, ella unos cuantos más. Él tiene una sabiduría de la vida, su torpeza es compensada por esos saberes que la calle, la amargura y el fracaso otorgan y ella la de los relatos que la literatura que casi siempre supera a la vida, le comparte. Así, esos encuentros entre un hombre signado por el afecto de sus amigos pero por un fondo que nunca llega a tocar y una anciana capaz de prodigar historias, tejen un vínculo maravilloso. La historia es sencilla, mínima casi, pero las grandes actuaciones de sus protagonistas sumadas a una perfecta elección de los relatos que se van tejiendo y unen a estos seres tan diversos, da como resultado un film delicioso, tierno y muy bien logrado. Con un buen diseño de arte, un guión que hila convenientemente las historias nada azarosas que se narran y un gran montaje, Mis tardes con Margueritte resulta algo más que un entretenimiento aportando humor y reflexiones que rozan la filosofía y lo existencial. Grandes actuaciones que demuestran que no hay historias pequeñas, sino muchas veces artistas mezquinos, este por suerte no es el caso.
Humano, demasiado humano Depardieu y toda su corpulenta humanidad pueden ser un buen motivo para disfrutar esta película de Jean Becker. Ver desplegada tanta vida en la pantalla tiene su encanto. ¿Cómo no querer a Germain, un cincuentón casi analfabeto, impulsivo, torpe, gracioso y bonachón? El personaje que compone el veterano actor francés es una delicia. Lo vemos activo en un mundo bastante cruel, con su madre al borde de la locura, en la cantina con los amigos desplegando una serie de rituales machistas, trabajando de lo que puede y con una joven novia que lo sigue con su ómnibus por todas partes. En esos pocos instantes, donde busca la paz en un banco de plaza y cuenta palomas, conoce casualmente a Margueritte (Gisele Casadeus), una entrañable anciana con quien mantendrá encuentros seguidos para escuchar las historias que lee. El punto de partida es tentador pero difícil de sostener si no se confía plenamente en la calidez de los personajes, y lo que Becker elige es complementar la potencia expresiva de ambos con momentos cotidianos de Germain (que funcionan bien) y con algunos flashbacks bastante feos (que funcionan muy mal) donde asistimos a recursos psicoanalíticos muy básicos para explicar obviedades. Esta necesidad de redundar en información por sobre lo que las imágenes muestran, tendrá dos momentos incómodos: uno, mientras la anciana lee un pasaje de La peste de Camus referido a las ratas que se mezclan entre los humanos para ir a morir. La voz de Margueritte es persuasiva y el rostro de su interlocutor lo dice todo, sin embargo, el director decide ilustrar las palabras con un arsenal de roedores, como si no confiara en el poder de ese semblante. Toda la humanidad de los personajes se ve relegada, al subestimar al espectador. El otro, verá su corolario en la voz de Depardieu mientras corren los títulos finales, explicando poéticamente escenas que ya vimos. Sin duda, los flasbacks y las voces en off son dos recursos cinematográficos tradicionalmente peligrosos, y esta película lo confirma. Por el contrario, los momentos destacables son aquellos donde, cámara en mano, el director sigue la rutina de Germain , con sus filosas frases y su preciosa ingenuidad, sus miradas tristes y sus pequeñas transgresiones, como escribir su nombre en un monumento público. Desparejo también es el modo en que se insertan los diálogos. En ocasiones, fluyen naturalmente por la gracia interpretativa de los actores; en otros tramos, caen en la grandilocuencia del didactismo, de la literatura ocupando el lugar del cine, con cierto aire a películas como El cartero, esto es, el personaje común y corriente que aprende del letrado. Además, se notan los típicos latiguillos de guión que hacen a la construcción de los personajes y a su evolución (cuando las cosas van bien, Germain emboca el dardo en el centro del tablero frente a la sorpresa de sus amigos) como a forzar los encuentros (a ella justo se le cae el libro que dará el puntapié a las conversaciones). No exenta de emociones y ráfagas sutiles de humor, Mis tardes con Marguerite se debate entre estos dos polos, a saber, la humanidad de sus criaturas y la caída en los lugares comunes. El final es un ejemplo más de cómo se puede caer en concesiones, donde el cine se aleja de la vida y se acerca a un mundo moral de ilusiones. Cada cual sabrá con qué quedarse.
Inspiración en lo burdo La Tête en Friche o Mis Tardes con Margueritte, es la última producción francesa en estrenarse en nuestra ciudad de Córdoba con un "delay" bastante descarado, pero bueno, suele suceder con estas producciones a las que se les presta, de manera injusta, poca atención. El film está dirigido por Jean Becker, actor, guionista y director, conocido por su labor en L'Été Meurtrier (Verano Asesino), que llegó a competir por la Palma de Oro en Cannes en 1984 y el premio César de la Academia Francesa del Cine ese mismo año. La historia está protagonizada por el ya conocidísimo Gérard Depardieu en el rol de Germain Chazes y por la actriz Giséle Casadesus como Margueritte, que nos es conocida por nuestros pagos, pero que en Francia rodó más de 70 películas para el cine y la televisión. La historia se centra en el encuentro de 2 personas muy distintas, por un lado está Garmain, un tipo casi analfabeto y gordo que ha sido menospreciado por todo el mundo desde que tiene uso de razón, incluso por su propia madre. Por otro lado, se encuentra Margueritte, una viejita tierna como pocas, que tiene un archivo de libros en su mente y que parece ver en Garmain lo que otros no pueden. La película no tiene ese estilo oscuro al que nos tiene acostumbrado el cine francés, por el contrario, es un cinta totalmente inspiradora, llena de buenos mensajes y esperanzas escondidas detrás de conversaciones que la verdad no tienen desperdicio. No suelo ser fanático de films con tramas tan positivas como la que nos ofrece La Tête en Friche, pero en este caso creo que funciona de manera excepcional. La simpatía y la emoción por los personajes y las situaciones que se van sucediendo van de menor a mayor, lo que hace que uno termine en el punto justo de una sensación emocional que inspira esperanza y deja el corazón contento. Una buena noticia tiene un pasar mucho más efímero que una mala noticia, regla que también se aplica, a veces, en el cine con este tipo de obras que lamentablemente pasarán al olvido sin mucha gloria, y más aún con la escasa promoción que tiene el cine francés en nuestro país. Yo la recomiendo al espectador que está con ganas de inspirarse un poco y recibir una vibra positiva.
Educando a Germain Con "Dejad de quererme" ("Deux jours á touer") -quizás su filme con una estructura más interesante-, "La fortuna de vivir" y sobre todo con "Conversaciones con mi jardinero", Jean Becker nos tiene acostumbrados a lo más arquetípico del cine francés: buenos diálogos, situaciones de encuentro y desencuentro de los protagonistas, historias familiares que han marcado a los personajes y un ritmo casi teatralizado en la manera en que quiere contarnos la historia. Diálogos muy trabajados -y en cierto punto hasta excesivos-, poco riesgo estético y un encuadre sumamente tradicional hacen de Becker un director que siempre entrega un producto correcto pero que no despierta demasiado asombro o interés en aquellos quetraten de buscar algo más allá del esquema más habitual. En este caso, en "Mis tardes con Margueritte", Becker narra un encuentro particular, improblable, de dos mundos complatamente diferentes. Dépardieu es Germain, un cincuentón que no ha podido terminar sus estudios primarios, que vive casi precariamente con su pareja -una jóven colectivera- en su casa rodante, instalada próxima al terreno de la casa de su madre y se sustenta con el producido de su huerta personal. Un hombre con alma de niño, que se resiste a madurar y plantarse en la vida y que a lo largo del proceso que cuenta la historia dejará al descubierto, las profundas marcas que su niñez dejó y que impactaron en su historia personal. Una de las tardes en las que va a la plaza a darle de comer a las (sus) palomas, se cruza con Margueritte (Gisèle Casadesus), una anciana que vive en un geriátrico de la zona y tiene justamente a esa plaza como única salida, yendo a visitar a sus amigas las palomas, a los cuales Germain hasta les ha puesto un nombre. Margueritte es su opuesto: flaquita -casi diminuta mientras que Germain es más que robusto-, investigadora, con una interesante vida dedicada a la ciencia y rebozante de cultura, hará que poco a poco através de la lectura, él se vaya interesando por diversos autores clásicos universales. A pesar de su falta de instrucción, Germain comienza a sentir una particular atracción por la literatura en general y por esos encuentros con Margueritte en particular, en donde hilvanan algunos datos de sus historias personales, entremezclados con bellísimos textos literarios. Muchos de estos momentos de la historia personal, Becker elige trabajarlos como recuerdos-flashbacks y son el vehículo para tocar otros temas de la vida de este niño-hombre: el dificil vínculo con su madre, algo abandónica y abusiva, momentos de su escuela primaria en donde había sido fuertemente discriminado y su dificultad de "sentar cabeza", evidenciada sobre todo en el vínculo con su novia actual, quien, por otra parte lo encuentra faltos de proyectos dentro de la pareja. No hay absolutamente nada nuevo bajo el sol: algunos buenos diálogos, buenas actuaciones -buen trabajo de Claire Maurier como la madre, un Dépardieu con algunos tics de sobreactuación en sus espaldas y una adorable Casadesus que destila oficio teatral más que cinematográfico- y un argumento sencillo que no deja en ningún momento de interesar, pero tampoco lograr generar ninguna situación novedosa ni con una puesta diferente. Becker se abusa particularmente de un ramillete de lugares comunes en los flashbacks a los que recurre para mostrarnos una madre francamente estereotipada y muestra una dimensión sólo de bondad y candidez de la anciana digna de la dulce abuelita inofensiva que se contrapone, ex profeso, con la torpeza y la falta de cultura de un Germain en donde Dépardieu vuelve a demostrar que no hay papel que se le resista, aún con su grandilocuente gestualidad. Para la hora del té y para llevar al cine a pasear a la abuela.
A pesar de no tener explícitos puntos de contacto, la visión de este filme me recordó el estreno de la producción inglesa “Una dama digna” (“Mrs. Palfrey al The Claremont”, 2005), una película cálida y emotiva, que vale la pena ser vista. Esta conexión entre ambas propuestas no es más que una inexplicable asociación libre. En el caso de “Mis tardes con Margueritte” un cada vez más enorme Gérard Depardieu perece repetirse a sí mismo: todo el relato vuelve sobre los pasos de un simpático personaje –aunque inculto, humilde y bonachón- que es testigo, en estos breves encuentros con una letrada anciana, de un costado más positivo de la vida.