La violencia puede golpear por cualquier lado. A las protagonistas de esta propuesta dirigida por Lucía Murat se les hace cuesta arriba mantenerse firme con decisiones que saben tendrán un efecto en los demás. La fuerza de cohesión, los mecanismos de sujeción, el trabajo como controlo, sólo algunos de los temas que trabaja esta potente propuesta.
“Plaza París”, además de ser un drama social, es una coproducción que reúne a Brasil, Portugal y Argentina. Su guionista y directora Lucía Murat, desde sus inicios en el cine en los años 80, siempre apostó a los temas sociopolíticos y que atañen a la mujer. La historia central es la de dos mujeres de estratos sociales antagónicos. Mientras se muestran los límites de hasta dónde puede llegar la empatía en la relación de una psicóloga con su paciente, se ve un Brasil violento pero voluptuoso, bello pero sangriento. El mismo que ya no es el mítico país aquel de “la alegría es solo brasileña”. Un país que tuvo recientemente elecciones, de riquezas pero también de extrema pobreza, donde a veces sobrevivir lo es todo. El guión toma como eje central la identificación de dos mujeres que provienen de universos muy distintos entre sí, por la educación que recibieron y, entre otros temas también, por el trato que percibieron de sus respectivas familias de origen. Gloria, una de las protagonistas principales, encarnada por la actriz Grace Passo, es quién lleva la voz cantante del film. Su fuerza habla de los silencios que tragan las peores cosas de su vida, silencio que en el diván por fin encuentra una vía de escape y que hace que su dueña crea encontrar por fin un lugar donde expiarlo, confesarlo y extinguirlo para poder seguir. Es un personaje fuerte a pesar de las vicisitudes que la delinean. Camila es una jóven psicóloga que va a Brasil para terminar su tesis para el doctorado en su especialidad y le toca atender a Gloria, ascensorista de la facultad donde ambas trabajan. Cabe aclarar que la Plaza París, lugar elegido por la guionista como título de su película, situada cerca del centro de la capital brasileña y planteada a modo de los jardines versallescos, fue parte de un plan urbanístico que pretendía convertir a Río en otra ciudad, una ciudad europea. Parece la metáfora de un sueño truncado. Veleidades de Latinoamérica, si se quiere. La directora con este film devela las diferencias de un país violentamente dividido entre negros y blancos, entre ricos y pobres, hombres y mujeres, ciudadanos bien y favelados y europeos y brasileños. Muestra la naturalización de ese miedo, la banalización de la vida humana, de mujeres y hombres que no son visibles, muertes de prensa, cuyo espanto solo dura un día, de historias que nadie quiere escuchar o que nadie pronuncia y con la fotografía delata los pensamientos bullentes no siempre dichos que terminan en muerte o en la huída, en el mejor de los casos. Y se vale del miedo transformado en paranoia de la psicóloga para hablar del miedo y paranoia del blanco hacia el negro y hacia la favela. Lo que late en Brasil. Los silencios la puja y una lucha que silenciada o no, que no cesa. Con un elenco que lleva a la máxima potencia a sus personajes, con la presencia del actor argentino Marco Antonio Caponi, la música, compuesta por André Abujamra y Marcio Nigro, acompaña de buena manera y con una fotografía a la altura de la historia, que en los planos exteriores apoya a las escenas. Desgarradoramente real.
Plaza París intenta funcionar en dos planos. Mientras se mueve dentro de los límites del drama social, puede servir para empezar a salir del estupor por la asunción de Jair Bolsonaro y asomarse a entender la compleja situación que viene atravesando el Brasil post Lula. En cuanto el tono vira hacia el suspenso, la película desbarranca y pierde consistencia. La veterana directora Lúcia Murat contrapone en un consultorio psicoanalítico a dos mujeres opuestas: la analista blanca, pequeñoburguesa, que responde a los cánones de belleza establecidos, frente a la paciente negra, proletaria, gorda. Una recurre a la otra para aliviar la carga de una historia familiar de abandono, alcoholismo, abuso sexual y violencia: quizá demasiado para las escasas herramientas con las que cuenta la joven terapeuta. Estos dos ejemplares antitéticos le permiten a Murat mostrar algunos de los universos que coexisten en la Río de Janeiro actual, con la brutalidad policial, la violencia de los narcotraficantes, la presencia cotidiana de los pastores evangelistas y la paranoia constante como actores principales de una ciudad prácticamente militarizada. Es decir, un caldo de cultivo ideal para el surgimiento de líderes mesiánicos que en sus discursos borren “progreso” del lema de la bandera brasileña y prometan, ante todo, orden y seguridad. Aunque por momentos el trazo es demasiado grueso, esa pintura social está lograda. Pero Plaza París hace agua en la construcción de los personajes. Sobre todo en el de la psicoanalista universitaria, con detalles de su historia personal como su relación de pareja (interpretada por Marco Antonio Caponi) o su obsesión con su madre muerta que no le aportan nada a la historia y, en cambio, la debilitan. Entonces, el vínculo entre las dos tampoco termina de ser dramáticamente sólido. Por eso, cuando la historia se convierte en un thriller se desdibuja, no consigue ser creíble y termina naufragando.
Gloria es ascensorista en la Universidad Pública de Río de Janeiro; creció en una favela con un padre abusador y un hermano que es jefe de una banda de narcotraficantes. Camila, por su parte, es una joven psicoanalista portuguesa que viaja a aquella ciudad para estudiar casos de violencia para finalizar su tesis doctoral. En este marco comienza a tratar a Gloria y, al mismo tiempo, se sabe una extranjera en medio de una ciudad desigual, ruidosa y hostil. Entre ellas comenzará un vínculo impredecible que atravesará las paredes del consultorio. La directora brasileña Lucía Murat construyó con indudable calidad una dura historia en la que los traumas, la obsesión por un juego de placer y culpa, la locura, la cordura, la construcción y la deconstrucción juegan roles preponderantes. Este entramado recorre con sutileza el miedo y la paranoia en una relación entre dos mujeres de diferentes clases sociales. Por momentos cálida y siempre intensa en la pintura de sus personajes -interpretados con solvencia por Grace Passó y Joana de Verona-, Plaza París se convierte en uno de esos films que obligan al espectador a seguir con emoción el recorrido de ese par de protagonistas que pintan el devenir de un micromundo violento y, al mismo tiempo, pleno de comprensión y de ternura.
Cuerpos que a nadie importan En Plaza Paris (Praça Paris, 2017) la realizadora brasileña Lucía Murat abre un diálogo sobre el racismo y la violencia estructural a través del encuentro entre dos opuestos: una psicóloga blanca portuguesa y su paciente, una negra brasileña oriunda de una favela de Río de Janeiro. Gloria, una mujer negra, habitante de una favela, vive bajo la sombra de su hermano preso por narcotráfico y el recuerdo de un padre abusivo. Camila, es una joven psicóloga blanca, de origen portugués, que viajó a Brasil para realizar una investigación sobre violencia en la Universidad del Estado de Rio de Janeiro, donde Gloria, ahora su paciente, trabaja como ascensorista. Ambas guardan secretos. Gloria está deseando confesarse. Camila está atravesada por un silencio familiar. Sus vidas comienzan a interactuar de forma inesperada, violando la pragmática visión de la ciencia humanística occidental. Lo que desencadenan las confesiones de la paciente le servirá a Murat para trabajar una historia sobre sobre el racismo y la violencia estructural que subyace en Brasil a través de la experimentación del miedo en primera persona. Gloria lo normaliza, Camila lo convierte en paranoia. Las revelaciones de Gloria conforman una imaginaria realidad en la mente de Camila donde la percepción se transforma. Se produce así un cuestionamiento sobre la mirada que se construye del otro, al mismo tiempo que se nos advierte de que estamos hechos de fragmentos de ese otro. Plaza Paris muestra las contradicciones, las miserias y la violencia que habita en el seno de la sociedad actual a través de una historia potente, con una trama discontinua, fragmentada, concreta, como la propia realidad brasileña. La división ente blancos y negros, mujeres y hombres, pobres y burgueses, brasileños y extranjeros muestra una violencia que se retroalimenta de la deshumanización de los cuerpos, de vidas que no son visibles, de la banalización de la muerte, de historias que nadie quiere escuchar ni contar.
No termina de amalgamarse esta historia, pero aún así es interesante y además ofrece el primer protagónico en cine de Grace Passó, valiosa actriz y dramaturga brasilera. Ella compone aquí a una mujer negra sencilla, empleada de la Universidad de Rio de Janeiro, que aprovecha el servicio de psicología para descargar ciertos dolores de su alma. “Mi padre me dio mucho trabajo”, empieza a contar. Lástima que la analista es muy pichona, una joven europea que no sabe qué hacer cuando la otra empieza a contarle su vida, su aceptación de la justicia según los códigos narcos que imperan en la favela. Pronto la muchacha se vuelve paranoica. Ejemplo terrible: cruzando por la Plaza París, un morochito quiere ayudarla a levantar unos papeles, pero ella histeriza de tal modo que la policía se lo lleva. Lo que empieza como un drama social, con un costado de crímenes oscuros, deriva en un caso de locura, y una metáfora sobre la incapacidad de alguna gente de ayudar a otros. El final es atropellado y acaso injustificado, pero la obra deja bastante para pensar, en términos de psiquiatría, sociología, política, religión, racismo y hasta turismo.
Los de adentro y los de afuera La cineasta brasileña Lúcia Murat confronta modos de vivir y posiciones frente a la sociedad antagónicos: el de una mujer negra, hermana de un “capo” de una cárcel (que mató al padre que abusaba de ella), y la terapeuta blanca y portuguesa que la atiende. En Casi dos hermanos (2004), la realizadora carioca Lúcia Murat confrontaba dos posiciones frente a la sociedad y el país, representadas por un político blanco progresista y un malandro afroamericano, que manejaba desde la cárcel el narcotráfico de Rio de Janeiro. Trece años más tarde, Murat, que como Dilma Rousseff estuvo presa y fue torturada durante la dictadura militar (1964/1985), recrea de otro modo el mismo enfrentamiento, ahora en la piel de una mujer negra, hermana de un “capo” en prisión, y la terapeuta que la atiende, que además de blanca es portuguesa. No sólo el juego de opuestas, sino el propio escenario de la cárcel reaparece, como lugar en el que la sociedad se divide entre los de adentro y los de afuera. Y esos dos lados del muro no representan sólo un lugar ante la ley, sino dos lógicas, dos modos de vivir que son como el agua y el aceite. Aunque el progresismo elemental quiera verlo más fácil de lo que es. Gloria (Grace Passô) trabaja como ascensorista, vive en la favela y visita con regularidad a su hermano Jonas (Alex Brasil), que purga una larga condena por haber asesinado a su padre, en defensa de Gloria. Sin la madre en el hogar, el padre abusaba regularmente de ella cuando niña, algo que ésta soportaba por el mismo motivo por el que tantas niñas lo hacen: por no tener chance de rebelarse con algún éxito. Más pequeño que su hermana, Jonas era testigo mudo de este horror, hasta que un día estalló, tomó un cuchillo y armó un desastre. Gloria siente que le debe algo, y por ese motivo le lleva comida a la cárcel y se deja mandonear por él. Camila (la portuguesa Joana de Verona) la atiende gratis en el edificio de la universidad, pero cuando la paciente comienza a revelar algún secreto oculto, y cuando Camila se entera de que Jonas sabe de su existencia y ordena que no siga atendiendo a su hermana, las cosas empiezan a ponerse espesas. Sobre todo porque Jonas tiene el suficiente poder como para digitar, desde la cárcel, el ametrallamiento de una comisaría. Lo más interesante de Plaza París es el balance de poder entre ambas protagonistas. Dos condiciones le dan poder a una sobre la otra: la disparidad que existe entre terapeuta y paciente y la piel, que es del mismo color que los que mandan. Pero Gloria, debilitada por las razones inversas y sobre todo por una culpa profunda, no se resigna a la misma relación entre poderoso y desempoderada por la que sufrió durante años. Pide, reclama, miente, engaña, mientras que la estabilidad psíquica de Camila es la que empieza a ponerse en cuestión, con sueños, fantasías, alguna alucinación incluso. Un psiquismo cada vez más perturbado, que la lleva a la paranoia. ¿Paranoia justificada, o producto de sus fabulaciones? Lo que importa es su estado mental, no si aquello que lo originó es real o no. Con el notable director de fotografía argentino Guillermo Nieto (El bonaerense, Elefante blanco, La luz incidente) en la cámara, Murat plantea, en la primera parte, una puesta de encuadres cerrados y teleobjetivos. Es una decisión discutible, en tanto el drama que se libra entre ambas protagonistas no está aislado, sensación visual que este tipo de encuadres y de lente (que deja el segundo plano fuera de foco) tiende a generar, sino que es una continuidad del afuera (la cárcel, la vida de ambas protagonistas). Por suerte, en la segunda mitad los planos se agrandan y se airean, resultando más funcionales. Se los cuestione o no, la composición visual de Murat & Nieto es precisa, bella y certera: Plaza París no es una película en la que el aspecto visual pase inadvertido. El otro fuerte son los actores. Sobre todo las protagonistas. Los ojos de Grace Passô expresan con la misma intensidad (la misma ambigüedad, en más de una ocasión) el miedo, la tristeza, la desprotección y la furia. Joana de Verona es una actriz paradójica, ya que parece tener cierta incomodidad frente a la cámara, como si prefiriera irse de escena. Eso le sienta extraordinariamente al personaje, a quien le sucede lo mismo. ¿Por qué una terapeuta portuguesa y un novio argentino de ésta, Marco Antonio Caponi, intentando pasar infructuosamente por brasileño? Por la vieja tontería de las coproducciones, que parten del absurdo concepto de que si en una película brasileña no hay una actriz portuguesa y un actor argentino, el público de esos países no irá a verla. ¿Conoce usted mucha gente que vaya a ver una película sólo porque en ella trabaja Marco Antonio Caponi?
Una muy interesante película de la reconocida directora Lucía Murat. En ella trata la relación particular entre una psicóloga portuguesa, que debe terminar su maestría con una investigación, que atiende en el marco de la universidad, a una ascensorista, que vive en una favela y que ha padecido terribles abusos. Y aquí no solo se da el fenómeno de la transferencia en la teoría psicoanalítica, donde se vuelve al origen de terribles situaciones, sino a lo conocido como una contratransferencia, es decir los sentimientos que se instalan en el terapeuta por influjo del paciente. Los miedos, deseos, traumas que ocupan el centro de la escena y que le permiten a la directora deconstruir un tema tan actual como difícil, el de la violencia en nuestro tiempo. Según las palabras de la realizadora su trabajo es sobre el miedo y la paranoia, sobre todo el miedo al otro si es fácilmente identificable como una persona de bajos recursos, algo detectable en la sociedad de Brasil. Pero fácilmente generalizado en la sociedad contemporánea. Y ese miedo generado por las redes, por lo que le ocurre a los otros, los narcos, los pobres, el mundo de las favelas y que solo de vez en cuando llega hasta la clase media mas lejana, provoca un temor que engendra todavía más injusticia y más violencia. Y transforma a una profesional sensible y solidaria en un ser aterrado e irracional. Lo que se refleja en la película esta basado en casos reales, pero es el punto de partida de una seria reflexión, filmada con crudeza, brío, profundidad y densidad sobre un tema al que nadie se permite la indiferencia. Con grandes actores, ideas claras, y una ambientación por momentos tan realista que parece recién sacada de un noticiero diario.
Plaza Paris es la historia de dos mujeres, de dos realidades diferentes, de dos clases sociales e historias de vida completamente opuestas. Ambas viven en Río de Janeiro. Una de ellas es Gloria (Grace Passô) que trabaja como ascensorista, vive en la favela y su hermano Jonas está en la cárcel. Gloria decide contarle sus conflictos a una terapeuta, Camila, nacida en Portugal, cuya vida, por supuesto, es complemente diferente. Las que en un principio pueden ser sesiones de terapia sin mayores consecuencias, se convertirán luego en una compleja red en la que ambas mujeres quedarán involucradas. Si las películas son o no un fiel reflejo del lugar donde han sido filmadas no siempre es fácil saberlo, pero Plaza Paris ofrece un crudo retrato de tensiones sociales y violencia en una Río de Janeiro que se siente real. Las historias de abuso, criminalidad y sordidez se mezclan con una vida más tranquila y acomodada, donde parecen, salvo momentos de roce, dos mundos distintos. La directora busca encontrar en un posible choque de ambas situaciones, las preguntas sin respuestas que el entramado social produce. A todo lo descripto debe sumársele la presencia de la religión, tema no menor en la sociedad brasilera. No es una película perfecta, pero en estos días en los que los ojos del mundo parecen mirar a Brasil, Plaza Paris se vuelve aún más interesante para tratar de entender cómo funciona un país tan cercano al nuestro.
Lucía Murat, prestigiosa realizadora brasileña, estrena en nuestro país, "Plaza París", coproducción con Portugal y Argentina que puede verse desde el pasado jueves, en el Gaumont y próximamente en salas INCAA de todo el país. "Plaza París", lo nuevo de esta comprometida cineasta, presenta una historia que muestra descarnadamente, las diferencias de clase que entran en tensión en la hermana tierra. Lugar donde, el blanco tiene un peso distinto y la gente de color se enfrenta a difíciles condiciones de vida desde lo económico y lo social. Donde ser mujer no es tarea sencilla. En estas grandes ciudades, la violencia está a la orden del día y afecta decisivamente la vida de toda la gente. En definitiva, el conflicto presentado podría ser leído como una instantánea pura, elemento que caracteriza las relaciones de poder que sostienen la invisible trama social y la volatilidad de las falsas asimetrías, que creemos ostentar y que pueden desaparecer en instantes,en contextos donde el delito tiene un poder invasor en grado máximo. "Plaza París" hace foco en esos aspectos, expandiendo la cuestión de la seguridad, lo cultural y apelando a un lenguaje casi teatral, profundo y honesto. Y aporta a la agenda mucho para el debate sobre los conflictos de género y cómo atravesar procesos de visibilización dolorosos. La trama nos instala en Río de Janeiro, Gloria (Grace Passô, estupenda, un parecido enorme a... Viola Davis?) es una mujer de clase baja que trabaja como ascensorista en una Universidad, vive en la favela y necesita tratamiento psicológico. Tiene a un hermano menor encarcelado y muchos temas que la atraviesan, complejos. El central, los abusos que su padre ejercía sobre ella y que la han marcado de por vida. Gracias a los servicios sociales que presta la casa de altos estudios, Camila (Joana de Verona), una psicóloga portuguesa visitante que está haciendo estudios de posgrado aquí, será quien se encargará de trabajar con ella, en periódicas sesiones que irán revelando un estado de situación emocional, desgarrador. Camila, quien vive una vida confortable (está en pareja, no tiene problemas económicos, es extranjera y claramente pertenece a la minoría favorecida), quiere genuinamente ayudar a Gloria. Pero las compañías de su paciente (los vecinos del barrio, los camaradas de armas de su hermano delincuente, etc) van sumando tensión al escenario, sumado al avance del descubrimiento del secreto familiar que Gloria irá revelando y que podría comprometer la seguridad de la psicóloga. Murat eligió a dos tremendas actrices y las instaló en una situación donde el afecto (contratransferencial) fluye de manera vívida y visible. Camila verá su mundo y su seguridad en peligro, al acceder a conocer más acerca de Gloria y en cada diálogo, se verá como esta "mordaza social" afecta lo vincular y traba bastante el recorrido que hacen juntas. "Plaza París" es una muy buena película. Está hecha con modestos recursos, pero su historia es tan potente que maneja su austeridad a favor: las protagonistas tallan grandes actuaciones y ofrecen contrapuntos sin desperdicios, en intercambios llenos de carga emotiva y social. Una agradable sorpresa en cartelera para el incio del año. Si quieren conocer más sobre el país que recibe Bolsonaro, esta es una gran oportunidad.
Un film de gran actualidad sobre la violencia, la discriminación, la desigualdad, las clases sociales, rodado por la cineasta brasileña Lúcia Murat que sabe lo que está contando porque ella participó en los movimientos estudiantiles y guerrilleros contra la dictadura militar en Brasil en los años 1960-1970. Fue encarcelada y torturada por agentes militares; esa experiencia ejerció una fuerte influencia en su trabajo. Nos encontramos frente a un thriller duro y oscuro, que muestra psicoanálisis frente a las inquietudes y los trastornos de una paciente, sobre la violencia, gran parte de esto se desarrolla en una sala, allí están por un lado, Camila (Joana de Verona) una joven psicóloga que estudió sobre la violencia en el país y Gloria (Grace Pass, estupenda interpretación) que sufre la indiferencia de la sociedad y de un duro pasado. Esta ascensorista se encuentra encerrada en su pasado y su presente, casi similar como su ámbito laborar, ese lugar asfixiante, la violencia, la soledad, la tristeza, los prejuicios, la invaden y sufre cuando visita a su hermano Jonas (Alex Brasil) en la cárcel, y también está la relación con Samuel (Dígale Ribeiro), un vecino y enamorado.
Nadie salva. Gloria y Camila son las protagonistas de esta fuerte historia, en la cual sus dispares y contrastantes vidas en apariencia las distancian, aunque ambas guardan secretos, esos que alguien debe contar. La encargada aquí es Lucía Murat, quien nos cuenta qué ocurre cuando se revela la verdad. Gloria (Grace Passô) es una sobreviviente que, marcada por un padre abusador, un hermano traficante y una madre abandónica, recurre a Camila (Joana de Verona), una psicoanalista portuguesa, quien se encuentra en Brasil realizando una investigación de posgrado sobre la violencia en ese país en la Universidad Estatal de Río de Janeiro (UERJ), donde Gloria trabaja como ascensorista. Se establece un vínculo entre estas dos mujeres que supera los límites éticos y espaciales de la clínica, como así también la subjetividad de una ciudad paranoica como Río de Janeiro, que toma su forma más aterradora a través de Gloria y Camila. La Plaza París fue parte de un plan urbanístico que pretendía convertir a Río en otra ciudad, una ciudad a la europea, pero la arquitectura está llena de silencios, los mismos que subyacen detrás de una violencia latente y contenida. Gloria normaliza el miedo –ese miedo que mantiene dividido a Brasil-, que la directora logra plasmar en Camila, quien sólo desea huir, provocándolo también en el espectador. De manera muy astuta y con destacadas actuaciones, en las que se distinguen profundas miradas, se transmite paranoia, miedo, impotencia, aceptación de una cruda e injusta realidad y humanización de nuestro lado brutal e irracional, en el que ambos personajes confluyen. Sólo la fe incuestionable en un Dios que promete la “salvación eterna”, mantiene unida a una comunidad sometida en la cruda y peligrosa realidad de la favela. Murat nos relata a través de un interesante guión cómo la violencia se nutre de la deshumanización de cuerpos descartables, de vidas que no son posibles, de la banalización de sus muertes en los medios, de historias que a nadie le importan o que nadie quiere escuchar ya que pertenecen a una incómoda y perturbadora parte de la realidad. Aunque a través de la imagen del mar, la directora nos sugiere una elíptica visión de la continuidad, en la esperanza de la vida que resurge y continúa.
Dirigida por Lúcia Murat y escrita junto a Raphael Montes, Plaza París es un drama con aires de thriller que retrata la relación entre una joven brasilera de una favela y su psicóloga portuguesa. Gloria es de Río de Janeiro y carga con un pasado complicado -y un presente tampoco sencillo-, con un padre abusivo ya fallecido y un hermano que se encuentra en la cárcel por narcotráfico, a quien visita asiduamente. Es una mujer acostumbrada a un estilo de vida difícil y que se siente bastante sola. Camila es una joven portuguesa universitaria que trabaja como psicoanalista. Tiene un lindo departamento y una pareja estable. Cuando empieza a atender a Gloria, como parte de una investigación sobre la violencia, se va generando una relación particular entre ellas, a medida que Camila va conociendo su historia. Pero mientras una encuentra un poco de aire al poder hablar de sus problemas, en estos encuentros a solas entre ellas dos, la otra comienza a asustarse al escuchar sus historias y del lugar donde proviene y teme relacionarse con ese mundo que no conoce, que se le presenta tan turbio. Así es que a lo largo del tiempo en que van trabajando juntas y se van conociendo, la relación comienza de a poco a tensarse. Si bien Camila desde un principio sabe que no tiene que involucrarse sentimentalmente, que es una de las primeras reglas del psicoanálisis, en un momento los límites comienzan a difuminarse. Y de a poco empieza a sentir miedo y va dejando que la paranoia se apodere de ella. Esto las aleja y Gloria se encuentra sintiendo el dolor y la frustración de otra pérdida. La plaza a la que alude el título funciona como marco y metáfora porque fue construida en Río esperando que se acercara a una de las ciudades europeas con sus jardines al estilo Versalles. Y sin embargo sólo logra acentuar las diferencias de un país dividido. Plaza París es un drama de fuerte contenido social y un tono que se va tornando cada vez más cercano al thriller, a medida que la tensión aumenta entre ellas. Dos mujeres que se miran y se encuentran tan distinta la una a la otra; distintas incluso a la hora de enfrentar el miedo que cada una siente. Un film construido con cuidado y a su tiempo, en el que los silencios son más fuertes que las cosas que se dicen.
Los contrastes sociales se acentúan notoriamente en ciertas sociedades, como la brasilera. Arriba, en los morros, están las favelas, con sus grandes y graves problemas de pobreza, violencia, delincuencia, narcotráfico, y continúan los ítems. Abajo, la ciudad adinerada, con su ritmo alocado y otras preocupaciones, convive forzosamente Lucía Murat describe una particular historia, de dos mujeres totalmente diferentes, desde sus orígenes, cultura, poder adquisitivo, hasta vínculos familiares y características físicas. Ocupan universos extremadamente distantes entre sí, pero las une un consultorio psicológico. Gloria (Grace Passô) nació y vive en una favela, trabaja de ascensorista, es negra, gorda, soltera, con un pasado familiar tormentoso y su hermano Jonas (Alex Brasil) está preso, y aún desde allí conserva el poder en su barrio. Pese a todas las dificultades, Gloria mantiene trabajosamente la dignidad. Sus días pasan entre el trabajo, su casa, las visitas a la cárcel, la iglesia, y todas las semanas una sesión con la psicóloga Camila (Joana de Verona), quién oficia como su contracara pues ella es universitaria, de una buena posición social, blanca, bonita, delgada, con novio. La película gira en torno a lo que cuenta Gloria, sus vivencias diarias y cómo toda esa información la va procesando la psicóloga. La directora logró que Brasil, Argentina y Portugal coproduzcan la realización y el despliegue presupuestario es notorio. Tiene elevadas pretensiones de formular un alegato sobre las posibilidades de acceder a una buena o una mala vida, según el ambiente familiar, social y cultural en la que nace y se cría a una persona. Es por eso que la angustia de Camila aumenta ante cada historia que le cuenta Gloria. La profesional se siente cada vez más sobrepasada por la situación. Está agobiada y atormentada por escuchar lo que sucede en un mundo que desconoce. Pese a que Lucía Murat les da una gran profundidad y dramatismo a las escenas, narradas con un gran ritmo, donde el dolor y el sufrimiento de ambas mujeres es cada vez más evidente, pierde sustancia en algunos momentos en las que brinda ciertas informaciones, consideradas importantes para Camila, pero que luego no las cierra. O también en las que hay varias acciones ligadas mucho más a un thriller que a un drama, y eso le quita el foco sobre la poderosa historia central. Entonces, al tiempo de la reflexión final, uno no sabe bien lo que vi, porque la fuerza del dramatismo se va debilitando inexorablemente durante la transición de un género a otro. Inexplicablemente, la directora tomó esa decisión y el resultado no termina siendo coherente con la primera parte del film.
DOBLE VIDA En Plaza París hay dos mujeres, dos historias, dos mundos sociales contrapuestos, pero también una película con dos partes. La primera se concentra en la relación de Gloria (excelente Grace Passo), una empleada que trabaja como ascensorista en una dependencia del Estado, y Camila, su terapeuta (la no demasiado convincente Joana de Verona). El consultorio es un espacio que traza un pacto de confidencia entre ambas y también el lugar donde se neutralizan las diferencias de clase. Siempre es más cómodo escuchar un relato, por más terrible que sea, a enfrentarse a la realidad propiamente dicha. Lucia Murat elige los planos cerrados en este primer segmento en el que se destaca la intimidad como sello y privilegia la fotogenia de las miradas de Gloria, cuyos ojos dicen mucho y uno sospecha que esconden tantas otras. A ese consultorio se le suma otra geografía de encierro, la cárcel donde se encuentra Jonas, el hermano de Gloria, quien cumple una condena por matar al padre abusador en defensa de su hermana. Ambas instituciones comienzan a demostrar sus falencias y la directora las pone en evidencia con breves pinceladas donde el maltrato, la discriminación, la indiferencia y el fanatismo se presentan como signos fuertes de una sociedad camino al cadalso. El resultado inmediato es el miedo y la violencia. Cuando la película se abre a la realidad más allá de las cuatro paredes, Joana es incapaz de enfrentar el mundo de Gloria y es presa de una paranoia que la invita a alejarse del caso. Esta cuestión habilitará la trama de intriga, la más floja. Sin embargo, el inconveniente narrativo alimenta la máxima virtud de Murat, a saber, el hecho de meternos en una inquietud, en una plataforma de incertidumbre cuya atmósfera pesada se corresponde con la situación política actual de Brasil. Le bastan algunos planos para transmitirlo, y lo hace realmente bien. Y ese cuadro de inestabilidad se focaliza en este segundo tramo desde el punto de vista de la portuguesa blanca, una profesional que no podrá asimilar ese otro mundo que la desborda y al cual verá como amenaza. De este modo, se resquebraja su noviazgo con el argentino interpretado inverosímilmente por Marco Antonio Caponi, y su mundo personal y profesional comienzan a desmoronarse a medida que se agiganta la sensación de miedo que le provoca la imagen de Gloria y el poder del hermano preso. Las películas son hijas de un contexto y, tal vez, en un futuro no muy lejano, esta historia de Murat pueda leerse como un síntoma político actual sin que ello desmerezca su poder cinematográfico, sobre todo en el armado de ciertos planos descriptivamente potentes para dar cuenta de una realidad “crónicamente inviable”, como sostuvo alguna vez un excéntrico compatriota llamado Sergio Bianchi.
"El tema de la violencia siempre me ha interesado porque era parte de mi vida, ya que en el paso de la juventud a la edad adulta viví los horrores de la dictadura brasileña. Plaza Paris, sin embargo, va más allá de eso. Es una película que trabaja sobre el miedo y la paranoia dentro de una relación entre dos personas con diferentes clases sociales y diferentes experiencias. Me parece que el miedo al otro está muy presente en la sociedad brasileña actual. Más actual que nunca, este miedo está en todos partes”, dice la cineasta brasileña Lucía Murat (Casi hermanos, Memorias cruzadas) acerca de su nueva película, ganadora de los premios a mejor director y mejor actriz (Grace Passô) en el Festival Internacional de Río de Janeiro. La realizadora también ha dicho que Plaza Paris es un thriller basado en de hechos reales, y es verdad que se la puede pensar como un thriller, aunque no creo que ése sea el fuerte de la película. Es más atinado pensarla como un drama intimista con una fuerte proyección social y política, con algunos rasgos del thriller. Desde esta óptica, Plaza Paris es una obra perturbadora, de un impacto visceral, aún con sus desaciertos. Gloria (Grace Passô) es ascensorista en la Universidad Pública de Río de Janeiro y nació, se crió, y vive en la favela. Desde los 10 hasta los 15 años fue abusada sexualmente por su padre en forma sistemática. Su hermano, Jonas (Alex Brasil), es jefe de una banda de narcotraficantes y está preso, desde hace ya mucho tiempo, por haber matado a su padre. Es que un día no aguantó más ver el sufrimiento de su hermana y acuchilló a ese padre tan abusivo como temido. Desde entonces, Gloria lo visita en la cárcel, le lleva comida, lo acompaña como puede. Y Jonas, aún estando preso, sigue teniendo contacto con el exterior y, aparte, su poder no ha disminuido con el tiempo. A su vez, Camila (Joana de Verona) es una joven psicoanalista portuguesa que llegó a Río para terminar su tesis doctoral sobre casos de violencia y ahora atiende gratis a Gloria en la Universidad. Al principio, todo va bien, psicoanalista y paciente construyen un vínculo terapéutico donde prima la confianza. Pero, con el correr de las sesiones, Gloria cuenta cosas que incomodan, y hasta asustan, a Camila. Es que sus relatos de violencia y criminalidad, sumados a la potencial amenaza que representa su hermano narcotraficante, hacen que la psicoanalista empiece a tener miedo de su paciente, de su entorno. Mejor dicho, empieza a sentir paranoia y mucha. Aparte, también es verdad que el peligro real está presente a la vuelta de la esquina. Plaza París llama la atención, en primer lugar, por el calibre de las interpretaciones de sus protagonistas. Grace Passô construye una Gloria con quien se puede empatizar, una mujer abusada y marcada por una vida sin oportunidades. Pero, también se presenta como una mujer de armas tomar, alguien que podría hacer cosas impensables en aras de buscar justicia o venganza. Porque la Gloria de Passô es una personaje complejo, sorprendente, vivo. Por su parte, la Camila de Joana de Verona es el contraste perfecto de Gloria. Blanca, educada, sin prejuicios (¿o acaso están escondidos?), es un personaje que cree conocer el terreno que transita pero, en verdad, no lo conoce. O quizás sí, pero solo en teoría. Y en Plaza Paris la teoría no sirve de mucho. Así, el vínculo entre estas dos mujeres tiene espesor, solidez, verosimilitud – a pesar de algunos momentos donde cierta tendencia a un drama exacerbado hace un poco de ruido. Se las siente cercanas y esa cercanía, en este contexto social y político, no puede sino resultar delicada y amenazante. Si la pelicula fuese solamente un drama, no tendría mayores fisuras. Pero lo que no funciona del todo bien es su parte de thriller: las revelaciones no sorprenden mucho, algunos acontecimientos están un poco tirados de los pelos y la figura del hermano es un tanto unidimensional – otro personaje desdibujado es el novio de Camila, un actante sin acciones. Tampoco funcionan del todo bien los segmentos oníricos y las fantasías evocadas por las mujeres. Es que se sienten forzadas estilísticamente. Pueden ser atractivas visualmente, pero son disruptivas estéticamente. Pero sí es interesante lo que se dice a partir de esas fantasías, lo que las mujeres expresan en el discurso durante sus sesiones. En este caso, las palabras valen más que mil imágenes. En esencia, Plaza París es valiosa y memorable por lo bien que expone cómo la continua circulación de la violencia y el miedo al Otro son el centro de una sociedad sumida en una crisis terminal. En este sentido, la película estremece – más aún a la luz del reciente triunfo de la ultraderecha de Bolsonaro, que promete seguridad a través de mano dura y represión – y es tan implacable en su mirada como certera en sus apreciaciones. Porque aún con las mejores intenciones, hay contextos en los que se puede hacer poco y nada para cambiar el status quo. Puede existir una ilusión de un cambio pero, al fin y al cabo, la realidad descarnada es la única verdad posible. Plaza París (Praça Paris, Brasil, 2018) Puntaje: 7 Dirigida por Lucía Murat. Escrita por Lucía Murat, Raphael Montes. Con Joana de Verona, Grace Passô, Marco Antonio Caponi, Babu Santana, Digao Ribeiro. Fotografía: Guillermo “Bill” Nieto. Montaje: Mair Tavares. Duración: 110 minutos.
Hay un Brasil del período Lula (2003/2011) donde la configuración de clases sociales que el cine abordó como eje de análisis se vio plasmada en el icónico filme Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). Este filme que hizo de inflexión sobre la mirada sociológica desde lo cinematográfico en el gran país de Sudamérica, pisaba los albores de otra etapa socioeconómica y cultural, antes de Lula, después de Lula y todo el movimiento narrativo que el cine cristalizó en esa etapa. Gran parte del cine de esa época se ubicó en una mirada homogeneizante. Eso quedaba expuesto en un tipo de narraciones que focalizaban el mundo de la marginalidad, la ilegalidad y las tragedias exclusivamente en las favelas, en los márgenes sociales extremos, en ese estrato social como el “gen del mal”, generando un reflejo recortado de un Brasil más integral que se terminaría de intuir fuera de campo. Fuera del cuadro, velada, lejana y casi intocable se mantenía la clase social más compleja, contradictoria y fundante de todo status quo: la clase media, aquella siniestra burguesía y sus matices más oscuros. Durante el período “Lula” y con cierta resistencia finalmente apareció un cine que abría la mirada y ponía en cuestión ambas clases sociales escudriñanado en la historia compleja que unía a estos tejidos sociales en un mismo cuadro sociológico. Entre aquellos filmes estaban y están los de Lucía Murat. Lucia Murat, es una realizadora que lleva su marca autoral claramente expuesta en los temas de corte sociopolíticos que ha trabajado a lo largo de su carrera y que también pertenecen al universo de su historia personal y del íntimo compromiso con la lucha social y política. Pero en su cine no hoy banderas partidarias o características planfletarias, por el contrario, aún cuando algunos la señalen (a partir de este filme) como una “narradora de trazo grueso”. Esta es una mirada con la disiento completamente ya que Plaza París propone unir en la misma trama muchas perspectivas patológicas y destructivas de ambos grupos sociales casi con el mismo peso dramático, al punto tal que las dos mujeres que encarnan los roles protagónicos quedan tan demonizadas como rescatadas a la vez, ambas como sujetos que eligen un camino a la vez que meros sujetos funcionales del sistema, presas de una maquina maquiavélica. Gloria es una mujer que habita las favelas, una mujer dura y silente, cargada de una historia de violencia. Es la figura de quien ha sido victima y puede convertirse en victimaria ya que así funciona la dialéctica del esquema cuando no encuentra su solución. En busca de algo que descubriremos en el proceso del filme, Gloria conoce a Camila una joven de clase media, psicóloga recién recibida que atiende en la Universidad. Allí se inicia la relación paciente – profesional, vínculo que terminará saliéndose del encuadre del tratamiento canónico y generando un vínculo relacionado a de lucha de clases y de abuso de poder entre ambas mujeres. La historia de Gloria, abusada por su padre y con un hermano preso, por razones que iremos descubriendo en la trama, la exhiben ante nuestra mirada como una víctima del abuso intrafamiliar, a partir de ese recuerdo perturbador que busca a gritos una salida y no encuentra eco en su presente ni manera de resignificar tanta tragedia. Pero a Gloria no se la ve débil, ni es banal la mirada sobre su angustia o mejor dicho “su ira”, hay en ella una sustancia hecha de pura sangre, resentimiento y deseos de liberación que no sabemos a donde puede conducirla. Camila en cambio, es volátil, su juvenil estado de vida la hace más frágil que a su paciente. Aún cuando aparecen datos de su historia personal bastante complejos, particularmente en relación a su madre muerta, Camila es permeable a lo que la rodea, vulnerable, y si afirmo lo que el filme me parece proponer claramente, Camila no tiene sustancia, es un síntoma de la clase social a la que pertenece, como la imagen de una joven bella y burguesa que solo sabe algo de la vida entre los libros de la universidad, pero que no tiene ni la encarnadura y ni la fuerza que la abrumadora sociedad a la que pertenece le exigen. El poder de Camila se escurre entre sus dedos porque no tiene herramientas para sostener ese vínculo y sus derivaciones. El único poder que le queda al fin de cuentas es refugiarse en la paranoia que caracteriza a su clase social de pertenencia. Este es un retrato cruel de dos mujeres haciendo de agentes de la representación de todo un nudo social mayor, de un Brasil que hoy trae a cuestas toda la carga social que pertenece a la etapa post Lula, donde la marea de violencia intraclases e interclases, es despiadada. Murat sabe de mujeres, las conoce, ninguna de sus decisiones son azarosas o fútiles, aún los golpes más duros del relato apuntan a ver los actos de sus personajes en juego, dejando ante los ojos del espectador una reflexión nada ingenua y particularmente dolorosa pero profunda, de la compleja participación de la mujer en el tejido social latinoamericano de hoy. Por Victoria Leven @LevenVictoria
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Mezcla de thriller psicológico, denuncia social y drama, la directora brasileña Lúcia Murat vuelve en “Plaza París” sobre el tema de la violencia, un tema que desarrolló en trabajos anteriores. A diferencia de “Casi hermanos”, premiada en el Festival de Mar del Plata de 2005, o “Memorias cruzadas” en las que se refirió a la violencia política, en este caso ofrece un contraste en dos mundos opuestos a través de la historia de Gloria y Camila. Gloria trabaja como ascensorista en la Universidad, es de raza negra, pobre, vive en una favela de Río de Janeiro, tiene una adolescencia de abuso y un hermano narcotraficante en la cárcel. Camila viene de un mundo de privilegios y además es su psicóloga. La relación entre paciente y profesional comienza a complicarse cuando Gloria desafía a su terapeuta a tomar simbólicamente su lugar para entender su drama en profundidad. En la segunda mitad del filme, el miedo y la paranoia invaden a Camila y a la película y el suspenso bien dosificado hasta ese momento se desborda sin que por eso la historia pierda interés hasta el final.
El sueño de un holocausto cercano De manera sostenida, con notas de suspenso, el film indaga en la relación entre dos mujeres de clases sociales diferentes, que se entrelazan de manera inesperada, y van avanzando hacia un desenlace que podría ser diferente. Toda película es hija de su tiempo pero hay veces que estos nacimientos se producen de manera urgente. Porque no hay modo de escapar a lo que Plaza París implica en momentos sociales como los que tocan, en donde la convivencia zozobra y la cultura con ella. No sólo Brasil conoce por estos días -y para los que vendrán- un caída política que no avizora nada bueno. En este sentido, el film de la brasileña Lúcia Murat (ganadora en 2005 en el Festival de Mar del Plata con la película Casi Hermanos) señala un caldo de cultivo ponzoñoso que arrastra como rastrillo lo que toca. Entre Camila (Joana de Verona) y Glória (Grace Passô) se entretejen varias posibilidades: dos clases sociales y ámbitos laborales diferentes, mundos en coalición y descubrimiento mutuo, psicoanalista y paciente. Las dos ignoran lo que debe ser vivir en donde lo hace quien está enfrente. Como imágenes que se requieren desde una antítesis y síntesis -una blanca y portuguesa, la otra negra y brasilera-, el film de Murat situará a sus mujeres desde miradas enfrentadas, a veces en la soledad con algún espejo como refuerzo semántico, otras desde la relocalización mutua. Pero el cometido pareciera imposible. Esto es algo que Plaza París asume de modo doloroso: aun cuando exista la intención de ponerse en la piel del otro, esto no puede suceder más que desde la imaginación que proveen la fantasía sexual o el sueño. También en intentarlo cuando el otro no mira, cuando no está. Tal como sucede cuando Camila indaga en el teléfono de Glória, con el deseo disfrazado de curiosidad o de deber terapéutico. Entre las dos, en suma, se inscribe un trato de confianza y de prudencia, que evita traspasar ciertos límites que, sin embargo, se tensan cada vez más. Lúcia Murat ganó en 2005 en el Festival de Mar del Plata con su film Casi Hermanos. Camila ejerce su práctica con una fascinación primeriza, que todavía convive con los libros de estudio y la redacción de un trabajo de maestría. Su tarea la lleva de los libros a la redacción escrita y a ese recinto que le aguarda en la universidad, en donde Glória -una de las ascensoristas- le cuenta de su vida y problemas, a la manera de un rompecabezas cada vez más irreal. Es una paradoja, porque lo que Glória relata no es otra cosa más que la realidad misma, la que a ella le toca: un hermano en la cárcel y una historia familiar que tiene un dolor secreto. A la manera de un confesor, Camila forzará suavemente las palabras de Glória, sin embargo, cuando más cerca esté de arribar a lo que anida en ellas, hará lo posible por volver a su confort anterior, en busca de un olvido que se le revela imposible. Esta irrealidad supuesta, que Camila no puede procesar -porque es indecible, porque transgrede su bienestar, su seguridad material y afectiva-, trocará en pesadillas. Puntualmente en una que se tiñe de la crueldad que esconde un video. Video que da cuenta de una práctica que todo espectador/a conoce, desde un morbo al que se alimenta diariamente: vejaciones a cámara repartidas en los teléfonos de cada ciudadano, cuya visualización encuentra adeptos de número creciente. No hay clase social por fuera de esta enajenación. Lo que pasa con Camila es que se deja afectar, no puede creer lo que ve. Y ello la cierra. La manera de procesarlo será la de un sueño con cierta reminiscencia de holocausto, para lo cual, la cabeza rapada y las calles similares a las de un gueto, indican de manera cruzada en cuanto a miedos y experiencias históricas. De este modo, Plaza París encuentra una alusión directa sobre la tristeza y la retórica bestial que corroe por estos días a Brasil. Puede decirse que el miedo ante el otro aparece como el lugar más hondo, del cual se vuelve difícil salir. La prisión, de acuerdo con el film, no está más que dentro de la propia Camila. Cuando Glória la sorprenda en su intimidad, al ingresar a su departamento -así como lo hace Camila con el teléfono de ella-, el temor por el derrumbe del mundo propio ya es carne en Camila. Lo cierto está en que éste ya se derrumbó. Cerrar puertas, aislarse del dolor ajeno, mirar con temor al otro, vuelven todavía más infectos los comportamientos sociales. Temores que tienen en los vigilantes, en la policía, el control deseado: golpes y armas enhebran un muro que el prisionero elige para sí. Desde ya, otros presos estarán en condiciones horribles, dentro de cárceles dedicadas a esconder lo que no se quiere ver. Desde una narrativa que ofrece un ritmo sostenido, Plaza París no duda en extrañarse progresivamente. En un primer momento, desde inserts que rompen con la lógica causal -como la escena sexual entre Camila y su novio en la ducha, ¿ocurrió?, ¿desde la mirada de quién?-, luego a través de un agolpamiento de sucesos que siembran dudas en los comportamientos: la mirada de sospecha comienza a tener un asidero mayor, reforzada por las alucinaciones del sueño o de los tranquilizantes. Hay, justamente, un momento preciso, que rompe el raccord de la acción: cuando Glória y Camila dialoguen simétricamente y sentadas a una mesa, el plano/contraplano no se condice con lo posterior. Podría ser una elipsis. Las manos de ambas están entrelazadas, y el film no mostró cuándo sucedió esto. Ese falso "desliz" (hay un gran ejemplo en La isla siniestra, de Scorsese, cuando de manera casi imperceptible el paciente/recluso hace de cuenta que bebe de un vaso, ante DiCaprio y los espectadores) altera la lógica narrativa y ofrece otras posibilidades, conducentes a tomar lo que sigue como una situación extrema, que escapa a lo hasta allí referido para tomar un cauce desaforado. De hecho, no habrá claridad para el destino de los personajes. Sólo suposiciones que deberán contemplarse a partir de lo visto (y no visto). Es así cómo el film de Murat abre un abanico de posibles e imposibles, en donde la conclusión podría ser lo que se ofrece pero también otra. Esa alternativa descansa en el espectador, gracias a las fisuras que el film permite para que ingresen por allí reflexiones tendientes a pensar lo que pasa de otras maneras. Maneras necesarias y urgentes.