Una historia de amor entre el fuego y el mar Retrato de una Mujer en Llamas (Portrait de la Jeune Fille en Feu, 2019) es un largometraje extraordinario con resonancias del erotismo, las luchas de poder y el placer pictórico del cine de Peter Greenaway. Su talentosa guionista y directora Céline Sciamma en el pasado Festival de Cannes ganó el premio al Mejor Guión, además de la Queer Palm, y estuvo nominada a la Palme d’Or. Retrato de una Mujer en Llamas también estuvo nominada como Mejor Película Extranjera en los últimos Golden Globes y ha recibido numerosos premios en todo el mundo. Retrato de una Mujer en Llamas es un relato muy valioso no sólo desde su contenido sino también a nivel formal, ambientado hacia fines del Siglo XVIII. A una joven pintora se le encarga realizar un retrato de otra muchacha de la aristocracia pronta a casarse. La ejecución del retrato es vital para la familia aristocrática en cuestión, sobre todo para la matriarca, la Condesa, interpretada por la reconocida Valeria Golino. En esa misma casona cerca de la playa se esconde un misterio familiar vinculado al suicidio de otra integrante del clan y el misterio de un retrato sin terminar a partir de la figura del doble femenino, tan utilizado en el cine clásico. A partir de allí la película vincula varias temáticas interesantes: el rol de las mujeres artistas en aquella época, el lesbianismo, el aborto, los cánones sociales y su hipocresía. Hay al menos dos aspectos de las mujeres pintoras de aquella época que bien expresa Retrato de una Mujer en Llamas y se corresponden con la realidad histórica. Por un lado, la secuencia inicial en un atelier, donde varias jóvenes artistas están frente a un modelo vivo, otra mujer; esto es muy acertado ya que en ese entonces las artistas debían preferentemente contar con modelos vivos de mujeres y niños, sobre todo si se trataba de desnudos. Asimismo, en aquel entonces el rol del artista en general estaba relegado principalmente a hombres, era poco frecuente que a las mujeres se les permitiese desarrollarse a nivel artístico. Generalmente las que podían ejercer dicha profesión eran hijas de un padre artista, tal como sucede en este film, en el cual el progenitor de la pintora protagonista, Marianne (Noémie Merlant), ha hecho otros retratos para la misma familia. Por otro lado, la película también reflexiona sobre el arte en sí mismo, preguntándose si un retrato debe sólo expresar la apariencia física o debe transmitir también la personalidad de quien es retratado. Mediante la utilización metafórica del fuego y el agitado mar, Retrato de una Mujer en Llamas corporiza en la naturaleza la pasión creciente entre la pintora y su modelo, Héloïse (Adèle Haenel). A su vez la oposición entre las personalidades de ambas, en consonancia con una permanente tensión sexual, es expresada no sólo por sus diferentes características físicas sino también mediante el color de sus vestuarios, que se corresponde a su vez con el fuego y el mar. Mientras que Marianne es morocha y viste de rojo (pasión, amor, peligro), Héloïse -al igual que su madre- posee el cabello rubio y viste de azul (serenidad, fidelidad, amistad, realeza). Ambos colores no sólo están vinculados a la posición social de cada una de ellas sino también a sus personalidades, y lo curioso es que por momentos ambas visten de modo intermitente aquel vestido verde del retrato que parecerá ser la conexión sentimental entre ellas. Asimismo, una segunda metáfora será utilizada para representar el vínculo entre Marianne y Héloïse, el mito griego de Eurídice y Orfeo, el cual es citado mediante una lectura conjunta y a través de una pintura en un salón de arte. En dicha leyenda la muerte trágica de una joven -igual que aquí- está presente y mientras que Orfeo apeló a la música para recuperar a su amada, Marianne establecerá su vínculo con Héloïse a través de la pintura, lo que además incluye el hecho de que hablamos de un amor imposible en ambos casos. Por esa misma razón, como las relaciones entre mujeres -y encima de distinta clase social- no estaban permitidas en el Siglo XVIII, la figura del matrimonio que le espera a Héloïse es retratada como fantasmagórica a través de la iluminación a oscuras que la rodea, junto a su tétrico vestido blanco nupcial. Es fundamental comprender que la narración y el punto de vista del relato coinciden con la perspectiva de la artista Marianne. La película se encuentra estructuralmente dividida en tres partes que abarcan un prólogo, un gran flashback (que es casi la totalidad del film) y un epílogo. Retrato de una Mujer en Llamas nos presenta entonces un relato realizado por mujeres, desde su autora hasta sus protagonistas (casi no aparecen personajes masculinos a lo largo del metraje), en el que la amistad y el compañerismo entre mujeres constituyen los valores fundamentales. Cada escena a nivel visual es de una belleza digna de contemplación y de cualquier pintura de la época en cuestión, algo que incluso se extiende a la banda sonora en esa secuencia más que notable que le da el título a la obra, en la cual un coro polifónico de mujeres que llena el encuadre resulta de una calidez inigualable.
La inspiración y la pasión Portrait de la jeune fille en feu es la historia de amor que se desarrolla en el siglo XVIII entre una pintora (Marianne) y una joven aristocrática (Heloise) a la que debe hacer un retrato de matrimonio solicitado por su madre (Valeria Golino). En el retrato está toda la evolución del film, ya que al principio es un trabajo profesional que va evolucionando a medida que el vínculo de las dos se torna íntimo y pasional. A diferencia de El Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, Portrait de la jeune fille en feu de Céline Sciamma nos cuenta la historia del retrato de una joven que más que inmortalizar la juventud quiere atrapar la emoción y poner en evidencia el sentido del arte. Lo que sí remite al cuento de Wilde es la idea de que el arte inmortaliza un momento, que el arte puede permitirnos revivir una pasión y un recuerdo en épocas donde todavía no existía la fotografía. El arte cuenta con otro tiempo, que lejos del biológico, le permite trascender. Céline Sciamma propone varios debates sobre la motivación del artista y su verdadera inspiración, sobre la mujer y lo femenino, sobre el lugar de la mujer como lo bello para el artista masculino. Nada que sea objeto de estudio y retrato del arte puede permanecer quieto, callado, sin humanidad. Noémie Merlant en el personaje de Marianne, la pintora, y Adèle Haenel como Heloise, la joven aristócrata, destacan en un elenco reducido donde queda algo desdibujada la intérprete más famosa, Valeria Golino, quien no termina de ganarse un aprobado. Portrait de la jeune fille en feu es una película empática. Sorprende la capacidad de los actores y de la directora para contagiarnos esa pasión por el amor y por el arte. Somos Hamlet cuando siente que algo está podrido en Dinamarca, somos Dante cuando sigue a Virgilio a través del infierno en la Divina Comedia, y no dejamos de ser Marianne y Heloise para sentir que vivir apasionadamente es la única forma de vivir. Portrait de la jeune fille en feu es una gran sorpresa en un festival que tuvo pocas, y tiene bien muy bien ganado su premio al mejor guión del festival.
Verano Ver es poner el acento, ver trae consecuencias. La directora francesa relata una historia sobre un amor obstruido. Ser visto por otro, saber captar las reacciones. “Portrait de la jeune fille en feu” (2019), es un largometraje francés dirigido y escrito por Céline Sciamma; ganó el premio a mejor guión en el festival de Cannes. Año 1760. Marianne (Noémie Merlant) es una pintora francesa. En una clase de dibujo una alumna (Armande Boulanger) le hace una pregunta. La respuesta de la protagonista nos introduce a su historia secreta en las Bretañas francesas; una condesa (Valeria Golino) le encargó que pinte a su hija Hélöise (Adèle Haenel). Ella recién salió del convento, tiene que casarse con un noble de Milán y no debe enterarse que su nueva “acompañante” va a hacerle un retrato de bodas. Marianne, recibida por la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami), se instala en su lugar de trabajo y piensa en las mejores maneras de dibujar a Hélöise. El problema es que poco a poco se enamora de su modelo. Tiene poco tiempo. La banda de sonido es muy buena, dada la calidad del sonido captado, las fuentes sonoras elegidas y el empleo justo de música diegética. En este sentido, las locaciones son pocas, son naturales y se trabajan en profundidad. El argumento es sencillo y el guión le da un giro interesante, porque menciona la leyenda de “Orfeo y Eurídice”; esa mención explica parte de lo que se ve en la banda de imagen. Lo malo del guión es que trabaja un conflicto secundario que merece abordarse de otra manera y en otro film. Las actrices son muy buenas, condensan tensión e intención en cada mirada; no hacen ninguna acción de más. La estética es impecable, la fotografía y la iluminación denotan esmero en cada encuadre elegido; las texturas llegan al tacto: olas, fuego, madera, lienzo, piel, ropa, pintura. Entre los recursos tenemos planos detalle, primeros planos, grandes planos generales y juegos entre campo y contra campo. La dirección de arte y de vestuario proponen una reconstrucción de época y llega a buen puerto. "La película destaca por una imagen trabajada y una historia eficiente, atrapa de principio a fin." Calificación: 9/10 Título original: Portrait de la jeune fille en feu aka Año: 2019 Duración: 120 min. País: Francia Dirección: Céline Sciamma Guion: Céline Sciamma Música: Para One, Arthur Simonini Fotografía: Claire Mathon Productora: arte France Cinéma / Hold Up Films / Lilies Films Género: Drama. Romance | Siglo XVIII. Pintura. Drama de época. Homosexualidad. Drama romántico Publicado por Metafilmika en 20:29 Enviar por correo electrónico Escribe un blog Compartir con Twitter Compartir con Facebook Compartir en Pinterest Etiquetas: Céline Sciamma, Cine Francés Les Avant-Premières, Estrenos, FESTIVALES, Impacto Cine, LAURA PACHECO MORA, METAFILMIKA, Portrait de la jeune fille en feu, Ramiro Pizá, RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS
La cinefilia tiene una máxima: todas las películas nacen igual. Pero no todas las películas crecen y viven de la misma manera: algunas, como Retrato de una mujer en llamas, llegan hasta nosotros con una estela de gestos y palabras, como si alrededor de ellas se hubiera establecido una forma de hablar y de ver. Se habla mucho de la última película de Celine Sciamma, aunque a veces parece que no se habla tanto la película como de sus modos de ser apropiada. Se notó en la entrega de los premios César, cuando Polanski se llevó la estatuilla a mejor director y, tras conocerse el anuncio, la actriz Adèle Haenel y la directora abandonaron la sala. Polanski no estaba en el lugar: previo a la entrega, se organizó una manifestación en la puerta del teatro para repudiar las nominaciones al director, condenado por violación en Estados Unidos. No sabemos si Sciamma y Adèle Haenel vieron la película de Polanski y si les gustó o no porque el escándalo fue extracinematográfico: la consigna esgrimida por el feminismo explica que Polanski no merece ser premiado por sus crímenes, sin importar la calidad de su película. El argumento muestra un doble filo: muchos de los elogios de Retrato… se basan pura y exclusivamente en que cuenta una relación lesbiana, en que prácticamente no hay hombres, en que se trate el aborto, en que se vean los signos de la opresión masculina. Muchas de las críticas a favor de Retrato… podrían defender la película sin haberla visto. Se habla mucho de Retrato… pero se la piensa poco y, cuando finalmente se habla de cine, se lo hace a los tumbos. La mayoría de las críticas se entusiasmaron con las sustracciones: no hay hombres, no hay música extradiegética ni escenas de sexo, y la los conflictos están mostrados de una manera desapasionada que escapa a los modos del melodrama (que está apenas sugerido, en sordina). Ese despojamiento ayuda a establecer un clima de intimidad y cercanía entre las protagonistas, pero también entre ellas y el espectador; la película es confiada a sus dos actrices, que deben economizar la gestualidad: cada pequeño movimiento reverbera en los planos y se carga de sentido. El problema es que a la película parece que no le alcanza esa historia de época, sino que además trata de darse a sí misma una identidad disponiendo guiños al presente. En esos momentos, Retrato… rompe con la discreción tan festejada. Héloïse, recién salida de un convento, habla de su estadía allí y dice “la igualdad es un sentimiento placentero”: la línea desgarra el mundo de la ficción y espera que el espectador la interprete de acuerdo con consignas de este tiempo. Pasa algo parecido cuando las tres chicas van a ver a una curandera a un lugar lleno de mujeres marginales: el trío, de otra clase social, llega y se relaciona sin problemas con esas mujeres, como si la comunión femenina fuera algo espontáneo que trasciende cualquier diferencia. Es una idea, no está ni bien ni mal, pero esa elección quiebra una vez más el aire realista con el que Sciamma reconstruye la vida material de la época; al final de la escena, las mujeres del lugar se unen armónicamente y cantan al unísono como en un musical. El peor momento seguramente sea el del aborto. Las protagonistas acompañan a la criada a la casa de la curandera. La escena muestra a Sophie acostándose en una cama con dos bebés; uno juguetea con la chica durante el procedimiento. Marianne y Héloïse están también en la cabaña: una voltea la mirada y la otra le dice que no, que mire, y la obliga a hacerlo. Después, la cámara se pone encima de Sophie y muestra sus dolores en primer plano mientras el bebé le toca la cara. La escena es de un grosería infrecuente, y que Héloïse obligue a Marianne a mirar termina de certificar un visible aire de panfleto. En la escena que sigue, la criada está recuperándose en la cama y a Héloïse se le ocurre una idea: que Marianne las pinte mientras ellas dos recrean todo. A Héloïse no le importa que la chica esté convaleciente después de haber abortado, la urgencia de la denuncia se impone y la pintura debe hacerse en ese momento. Es notable que a la gran mayoría de las críticas, que elogian la elegancia y la discreción de la película, la renuncia a los códigos del melodrama, pierda de vista escenas imposibles como esas que dilapidan cualquier clima intimista y sugerente que la directora hubiera podido conseguir. Si uno se acostumbró al aire de encierro y de complicidad que la película propone, esos momentos producen rechazo: expulsan al espectador, rompen la ficción para hablar del presente con gestos de una gran extemporaneidad. Sciamma quema las naves: transforma a sus personajes en insumos de un mensaje. Pero si aceptamos que las películas nacen iguales, tenemos que reconocer que pueden vivir solas, más allá de las intenciones de sus creadores y de las interpretaciones oficiales. Y Retrato… tiene momentos en los que fluye una gran vitalidad: se trata, justamente, de las escenas que escapan al plan de la denuncia, cuando se le permite a sus personajes ser ellas mismas. Como cuando Marianne se escabulle de noche a comer pan con queso y vino, o cuando las tres duermen juntas en la misma cama casi sin darse cuenta. Son momentos de una gran placidez donde las protagonistas adquieren un espesor inesperado: son mujeres que pueden disfrutar, pasarlo bien sin necesidad de volverse soportes de una denuncia altisonante, sin dirigirse al espectador y llamarlo a la toma de conciencia; están ahí, con fiaca o resaca, sin hacer nada, pueden darse el lujo de la inacción sin evocar causas porque, efectivamente, durante algunas pocas escenas luminosas, son libres.
En Francia, a fines del siglo XVIII, una pintora llega con el encargo de realizar un retrato de bodas de una joven próxima a casarse para cumplir con el designio de su madre. El vínculo que establecen la muchacha (quien acaba de abandonar un convento) y la retratista acrecentará las dudas que la primera posee sobre su futuro matrimonio, al tiempo que despertará sentimientos entre ambas. Estéticamente e históricamente, situándonos en dichas coordenadas, su mirada se inspira en el romanticismo pictórico, esa corriente que sucede a la pintura neoclásica imperante de finales del XVIII, y que se manifestó en diversas expresiones, propiciados por la revolución francesa. Esta poderosa premisa argumental, encierra en su sencillez una profunda indagación de caracteres. Es un elogio al cortejo, a la mirada y al misterio que encierra todo acto creativo, en donde pintor y retratado se ven como protagonistas de un amor cronológico contado con las herramientas que proporciona el cine. El dialogo creativo se puesto en escena por la potente voz autoral de Céline Sciamma: quién observa y quién es observado nos devuelve la imagen espejada de una mujer mirándose en la otra, un acto que exige reciprocidad. También, como una metáfora para entender los designios de una obra y el acto creativo en sí. ¿De dónde proviene la inspiración? ¿Cómo se manifiesta? Para ciertos artistas, una imagen aparece acompañada de un color, una sensación, un despertar. Para otros, a veces es se trata, tan solo, de un diálogo: ellos se pronuncian y la imagen, mágicamente, responde. Esta correspondencia entre las partes nos habla, a las claras, de un diálogo amoroso como forma de abordaje a la obra. A quien se ha de embestir creativamente, debiendo saber que el arte está primorosamente atravesado por el factor lúdico. El artista se coloca máscaras y no persigue reglas, por el contrario, explora el lenguaje y sus perspectivas. ¿Qué sucede cuando los sentimientos entran en juego excediendo el lienzo, como aquí? El acto amoroso, claramente, cobra otra magnitud. La directora de “Tomboy” y “Girlhood” nos convida con el enésimo paralelismo que traman cine y pintura. Los trazos sobre el lienzo que van conformando un retrato se convierten en instrumento para un relato austero que abreva en los simbolismos existentes entre arte y relaciones afectivas. El amor como acto para saber aquello de lo que se es capaz. El elogio del amor en su rango poético y también una reivindicación a las mujeres pintoras de la época, relegadas o ignoradas en su tiempo, como tantas veces el cine ha abordado. El artista encierra misterios insondables en su condición y en su camino persiste, buscando aquello que no aún encontró y denodadamente persigue. También de eso se tratan vínculos humanos. Comprendiendo el arte es una forma de manifestarse, innata a todo ser humano, entendiéndolo como un dispositivo, a través del cual, el ser creativo encuentra un instrumento para expresar su mirada del mundo, aquí el impulso creativo se traduce en ese llamado inconsciente que cada artista recibe, algo semejante a una fuerza desconocida –fuera de todo parámetro y capacidad de control sobre ella- a la que se ha de obedecer, consecuentemente. “Retrato de una Mujer en Llamas” nos deja en claro que la pérdida de libertad y capacidad de fascinación sobre aquello que lo rodea restringe, indefectiblemente, al ser creativo. Y en este acto creativo, podríamos trazar un enésimo paralelismo: el proceso creativo arroja al artista hacia un estado particular, convirtiéndolo en un definitivo integrante de otra dimensión espacio-temporal. El acto de pintar es irracional, inconsciente e ingobernable, y ese horizonte creativo se convierte en pulsión de vida. De esa necesidad imperiosa de manifestarse, a través de una mirada estética de concebir el mundo y sus cosas, la existencia del artista cobra sentido. Infinita cantidad de artistas, pensadores y también consumidores de arte, se han preguntado, desde tiempos inmemoriales, de donde proviene la inspiración. Aquel tesoro tan preciado y, en ocasiones, extraviado. Hipnótica y sutil, “Retrato de una mujer en llamas” expone un dolor físico como metáfora del acto creativo. El artista se alimenta de quimeras, busca transmutar su piedra filosofal, navega aguas profundas de universos paralelos, pretende dar vida a aquello que no existe, surcar los sentidos de un lenguaje, desafiar utopías. A través de su sensibilidad manifestada, el artista confluye en la obra de arte sus más íntimas inquietudes. Aunando aptitudes, teorías y prácticas sobre el lenguaje, consuma su acto final: la expresión artística como ejercicio absoluto de libertad. Ese que también desafía mandatos de época, con consecuencias emocionales devastadoras. La realizadora francesa subversiona mandatos de la época y conquista a la crítica obteniendo el Gran Premio de Cannes.
Retrato de una mujer en llamas es de esas historias de amor que te llegan y que se quedan con vos. Vi la película (más de una vez) hace un año y aún revivo en mi mente un par de escenas. El clímax es tan poderoso y está tan bien narrado que las lagrimas se mezclan con la piel de gallina que te causa. Absolutamente todo en esta película está bien. La puesta y narración por parte de la directora y guionista Céline Sciamma es magnífica. Te mete de lleno en ese mundo simple pero complicado. Por momentos idílico y por momentos de pesadilla. Pero, sin dudas, lo que más se aplaude de esta producción es la dupla protagónica. El trabajo que hacen Noémie Merlant y Adèle Haenel es impresionante. No solo por como esgrimen sus diálogos sino por sus miradas y sus silencios. Te hacen sentir lo que ellas sienten y proyectar sobre tus propias vivencias, Merecidísimos todos sus premios y nominaciones y celebro que llegue al cine, aunque sea mucho tiempo más tarde (es un film de 2019). Retrato de una mujer en llamas es una de las mejores historias de amor cinematográficas de los últimos años.
El amor prohibido de Céline Sciamma Protagonizada por Noémie Merlant y Adèle Haenel, la película, que ganó el premio al Mejor Guion en Cannes 2019, narra la historia de un romance prohibido entre una aristócrata y una pintora encargada de pintar su retrato. Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019) nos pone en una disyuntiva: es cierto que la película tiene mucho de esa impronta qualité que tanto nos distancia; pero las dos protagonistas tienen una filogenia, magnetismo y compromiso que nos impiden sacar los ojos de ella. La historia es simple: en una isla aislada en Bretaña, a finales del siglo XVII, una artista debe pintar el retrato de boda de una joven. Historia romántica que une a dos chicas allá por 1770, las escenas frente al mar o el fuego, las mansiones, peinados y vestidos nos interesan menos incluso que la meliflua deriva en la cual la pintora que va a hacer secretamente el retrato de la joven de la casa para mandar a quien será su futuro marido termina liada con ella. Lo que nos atrae surge menos del guion que de la presencia y potencia de las dos bellas protagonistas, Marianne (Noémie Merlant) y Héloïse (Adele Haenel).
Después de dedicarse a contar cómo operan los amores platónicos y los deseos frustrados en personajes de la adolescencia y la infancia -en Tomboy y Girlhood-, Celine Sciamma, a la manera de corolario del que luce como un plan estético e ideológico, llegó al territorio del amor consumado con esta singular historia protagonizada por dos mujeres adultas a finales del siglo XVIII. Retrato de una mujer en llamas privilegia y pone en valor los mecanismos de la mirada: “Después de todo, amar a otra persona es mirarla”, declaró oportunamente esta directora francesa cuando el film se estrenó en el Festival de Cannes hace dos años. La que observa en este caso es sobre todo Marianne (Noémie Merlant), contratada por la madre de Héloïse (Adèle Haenel) para que pinte a su hija pensando en el prometido milanés de su hermana fallecida, ahora candidato para ella, pero ella se niega obstinadamente a posar. Para provocar en su modelo rebelde una serie de cambios de expresión que la ayuden a concretar y potenciar su obra, Marianne tiene una estrategia (una serie de paseos en los que sutilmente conduce a su sensible interlocutora por diferentes estados de ánimo) y una herramienta fundamental (la memoria). El resultado de ese ejercicio es una película intensa y sugestiva que transforma a la mujer-objeto tan repetida en la historia del cine en sujeto erótico por derecho propio, una operación digna de una ficción cabalmente feminista.
En su nuevo film, la directora de Petite Maman nos lleva hasta la Bretaña francesa a finales del siglo XVIII. Allí, una joven pintora, Marianne (Noémie Merlant), llega a unos aposentos señoriales donde debe cumplir con el encargo de pintar un “retrato matrimonial” de Héloïse (Adèle Haenel), que afronta con disgusto la perspectiva de cumplir con el acuerdo matrimonial que le ha concertado su madre (Valeria Golino). Tomando el ejercicio de creación pictórica como elemento estructural de la puesta en escena, la cámara de Sciamma adopta la perspectiva de Marianne, la pintora, para ir revelando gradualmente la figura de Héloïse, la reticente modelo. Un proceso de descubrimiento gestual y físico que irá acompañado por el progresivo acercamiento, primero empático y luego sentimental, entre las dos jóvenes. Así configura Sciamma un relato prendado de una incendiaria tensión amorosa, con las protagonistas intercambiando las funciones de observadora y observada desde sus roles de artista y modelo. Y, mientras, tanto en el corazón como en el trasfondo del relato, se perfila una incisiva reflexión sobre la opresión de la voluntad femenina. En primer plano, Sciamma aspira a desterrar el affair lésbico del territorio de lo ilícito. En el fondo, toma cuerpo una peripecia abortista protagonizada por una joven criada, una espinosa subtrama resuelta sin apenas un atisbo de sordidez. Si Retrato de una mujer en llamas conquista una cierta grandeza fílmica es sobre todo por el buen ojo de Sciamma a la hora de sacar el máximo partido de sus dos protagonistas: una magnética Noémie Merlant en la piel de una joven risueña de carácter independiente y sensibilidad artística, y una Adèle Haenel que mide al milímetro el tránsito desde una arisca introspección hasta un entregado abandono romántico. La química entre directora y actrices trae a la mente los tándems triunfales que conformaron Abdellatif Kechiche junto a Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle, y Todd Haynes con Cate Blanchett y Rooney Mara en Carol. Tocada por un desaforado amor por el arte, Retrato de una mujer en llamas tiende unos fructíferos puentes entre la odisea amorosa de sus protagonistas y el mito de Orfeo y Eurídice, que es utilizado para cubrir el relato con un manto de fatalismo y un halo fantástico. Podríamos estar hablando de una novela Jean Austen, o de un film heredero del ímpetu amoroso de I Know Where I’m Going, de Michael Powell y Emeric Pressburger, película con la que Retrato de una mujer en llamas comparte la fascinación por la energía salvaje y catártica del agitado paisaje oceánico. Aunque el referente que mejor explica el poder de conmoción del film de Céline Sciamma es, probablemente, La edad de la inocencia, de Martin Scorsese. Películas que, en su elegancia formal y en su sublime contención emocional, llevan el drama romántico a sus más altas cotas de arrebatamiento lírico.
Héloïse (Adèle Haenel) vive de acuerdo a las convenciones del mundo represivo y patriarcal de la sociedad del siglo XVIII y como tal, por los apuros económicos que atraviesa su familia se ve obligada por su madre (Valeria Golino), primero a abandonar el convento donde estaba recluida y luego a cumplir con un matrimonio arreglado con el que iba a ser el esposo de su hermana que se suicidó. Por su parte Marianne (Noémie Merlant) también es un producto de ese presente que le toca vivir, pero como es la hija de un pintor famoso, pudo educarse, tiene acceso a la literatura y cierta autonomía que no era común para otras mujeres. Así, Marianne que también es pintora, va a cumplir el encargo de retratar a Héloïse en su apartada casona de la costa bretona, para que la obra sea entregada al noble milanés que será su marido como una prueba de su belleza. La Condesa, madre de Héloïse, establece las condiciones del contrato: su hija ya rechazó a otros artistas (la conclusión inmediata es que la negativa de la chica a ser retratada es un último y módico gesto de rebeldía para postergar el matrimonio), así que Marianne tendrá que oficiar de dama de compañía y memorizar el rostro y la figura de Héloïse, para después pintarla en secreto. De lo que se trata entonces en principio es de la mirada de Marianne sobre Héloïse, de recordarla, de captar sus rasgos, sus gestos, su esencia. Pero la artista pronto se ve admirando la rebeldía de la chica, su carácter firme y claro, su belleza. La realizadora Céline Sciamma comienza con esa mirada unidireccional pero enseguida establece el ida y vuelta de las protagonistas, con Héloïse también subyugada por Marianne, que representa al mundo al cual no tiene acceso y al que ingresará apenas como la esposa de un noble. Esta fascinación mutua avanza a medida que los bosquejos se van acumulando y la artista y su musa van desplegando un abanico de emociones, desconfianza, vergüenza, culpa y represión, en tensión con la pasión que va en contra de las convenciones de la época pero que se manifiestan de manera sutil, una especie de eco opresivo que determina la imposibilidad del amor. Pero a la vez, la mirada mutua es la que anula, por los menos en ese universo reducido, la desaprobación de las miradas ajenas y por ende, la que saben será la condena por sus actos. Lo cierto es que los bocetos no pueden llegar a ser el retrato en tanto Marianne entiende (junto con el espectador) que el cuadro jamás podrá ser la presentación en sociedad de Héloïse porque su pulsión como artista la lleva a desnudarla -real y metafóricamente – y mostrarla como lo que es, una mujer llena de deseos, inquietudes y anhelos de libertad. La historia de un amor sin esperanzas y la sutileza dramática son los puntos principales de la puesta delicada y sensible de Sciamma, que si bien en algunos momentos roza un exagerado nivel de preciosismo, no afectan de manera decisiva al relato, lleno de comprensión por sus personajes y con nexos obvios y sin estridencias con la lucha de las mujeres por sus derechos en el presente. RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS Portrait de la jeune fille en feu, Francia, 2019. Dirección y guion: Céline Sciamma. Intérpretes: Adèle Haenel, Noémie Merlant, Luàna Bajrami, Valeria Golino, Cécile Morel. Fotografía: Claire Mathon. Música: Para One, Arthur Simonini. Montaje: Julien Lacheray. Diseño de producción: Thomas Grézaud. Diseño de vestuario: Dorothée Guiraud. Duración: 120 minutos.
‘Passion Interdit’, y el sutil arte de amar. “Miren los detalles, la posición de las piernas, el torso… las manos”, señala Marianne (Noémie Merlant) a sus alumnas de clase de pintura. Ella misma se ofrece como modelo vivo. De repente ve un cuadro oscuro, en el que se observa la figura de una mujer con su vestido en llamas. Este recuerdo abrirá paso a un flahsback, en el que veremos a la artista en una barca en medio del mar agitado mientras llega a una isla. Así comienza esta historia, dirigida por Céline Sciamma, que nos lleva hasta la Bretaña francesa a finales del siglo XVIII, en el que nuestra pintora tiene como encargo el “retrato matrimonial” de Héloïse (Adèle Haenel), una joven recién salida del convento, que reniega de este casamiento arreglado por su madre con un marido que no conoce. En primera instancia Marianne deberá estudiar a la futura novia, dado que en ese retrato también debe captar su alma. Lo que comienza como un trabajo de observación, cuando las chicas entran en contacto, gradualmente, se ira transformando en deseo, pasión, amor. Los sentimientos reprimidos no tardarán en volverse acto. Una mirada, besos robados… no es la época más oportuna para un romance entre mujeres, y ellas lo saben. La directora de Tomboy (2011) con una exquisitez visual digna de un fresco romántico, narra sobre estos temas tabúes de la época, desde una perspectiva sumamente femenina. Se incluye el del aborto tratado con suma naturalidad y libre se prejuicios.; con una elegancia narrativa pocas veces vistas. O el hecho de que Marianne, inmersa en un contexto machista, deba firmar sus pinturas con el nombre de su padre. Estamos sin dudas ante una de las realizadoras más prometedoras de cine europeo.
«Retrato de una Mujer en Llamas» es un drama romántico que no solo representa un salto de calidad enorme en la filmografía de su directora, Céline Sciamma («Tomboy»), sino que además nos otorga una bocanada de aire fresco en este género tan vapuleado con productos vacuos y sensibleros. No por nada, la cinta tuvo un tremendo acogimiento por parte de la crítica en el circuito festivalero, alzándose con varios galardones como Mejor Guion en el Festival de Cannes y otras tantas nominaciones entre las cuales figura la nominación a Mejor Película Extranjera en los Golden Globes. El largometraje nos sitúa a finales del siglo XVIII en Francia, donde Marianne (Noémie Merlant), una pintora, recibe un encargo que consiste en realizar el retrato de bodas de Héloïse (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento y que no está muy convencida de aceptar el matrimonio que arregló su madre. Marianne tiene que retratarla sin su conocimiento, ya que la última vez destruyó la pintura realizada por otro artista plástico. La madre la invita a pasar tiempo con su hija y realizar el retrato en secreto, por lo que Marianne se dedica a investigarla a diario. Así es como ambas jóvenes iniciarán un camino de autodescubrimiento y afecto, en este sentido film que no tiene pelos en la lengua a la hora de retratar algunas cuestiones que por entonces eran comunes y otras que, más allá de cierta evolución a nivel social, siguen vigentes. La película va construyéndose muy lentamente en base a varias intrigas iniciales (un suicidio de un familiar, un retrato vandalizado, etc.) que con el correr del metraje se irán disipando. Ese balance entre el romanticismo y el misterio hacen que el relato sea sumamente atrapante. El guion está elaborado mediante varias sutilezas sobre las que se erige este drama romántico de época que trata temas como el aborto, la homosexualidad y la represión producto de un entorno hostil que limita a las personas a revelarse tal cual son. Es ahí donde hace hincapié el relato mediante las maravillosas interpretaciones de este dúo actoral compuesto por Merlant y Haenel. La obra fue escrita por la misma directora (la cual también es ex pareja de Adele Haenel), y se nota el cuidado y la sensibilidad con la que trata los diversos temas que presenta el film. Está muy bien representado el uso metafórico del fuego y el mar que se dividen básicamente toda la película entre interiores y exteriores (incluso cuando no se ven, mediante el sonido o algún tipo de recurso visual se hacen presentes en las distintas escenas). Otro aspecto destacable de la película lo compone la lograda fotografía de Claire Mathon («Atlantics») que embellece por medio de su estética, una historia ya de por sí poderosa. El trabajo compositivo de la obra es maravilloso y en ciertos momentos hasta recuerda al de «Persona» de Ingmar Bergman por su sentido y exquisito simbolismo visual. Demás está hablar del vestuario y el arte de época que es perfecto y medido, sin caer en la fastuosidad hollywoodense para centrarse más en sus personajes. «Retrato de una Mujer en Llamas» es un relato potente que nos trae una mirada feminista sobre algunos tópicos aun vigentes y tratados en la actualidad. Una historia de amor sincera y realista que es tan tierna como devastadora y que se nutre de su poderío visual que nos brinda prácticamente una pintura en cada uno de sus fotogramas. Un film que vale la pena descubrir y debatir tras su visionado.
Un romance pictórico. Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu) es, en pocas palabras, el film más hipnotizante que he visto en los últimos años. En esta ocasión, la directora Céline Sciamma presenta un drama de época sólido y emocionante (siglo XVIII), donde se narra una muy íntima y contenida historia de amor sobre el arrepentimiento y el olvido, con un guion plagado de detalles que construyen un relato rodeado de sentimientos. La fotografía (Claire Mathon) inunda cada plano con belleza y estilo. Además cuenta con dos actrices, Adéle Haenel y Noémie Merlant, que se encargan de darle vida minuto tras minuto a este hermoso y único romance. La película comienza a paso firme, pero con cautela; permitiéndonos como espectadores entender la aparente sencillez del argumento principal pero sin dejar de entrever su gran potencial como película. Marianne es una pintora que recibe un encargo peculiar: debe realizar un retrato de bodas a HéloÏse, una joven que acaba de salir del Convento y que tiene mucha inseguridad respecto a su futuro matrimonio. Lo peculiar es que debe realizar el retrato sin su consentimiento, ya que no se deja posar para ningún pintor; por lo tanto, Marianne tendrá que hacerse pasar por su dama de compañía y a la vez deberá limitarse a observar a Héloïse para luego llevar a cabo el retrato cuando ella no esté presente. En la mitad de la película y ya definidos los personajes, nos encontramos con una dupla de carácter femenino en estado de gracia con una química entre ambas casi imposible. Las dos han conseguido que quedemos completamente atrapados en su romance elegante y a la vez sutil; atrapados en su narrativa apabullante y creativa al construir paso por paso una historia completamente sensorial, donde estallan las emociones al ritmo de una música tensa y realista. Es el momento donde se llega a un punto de conexión entre las protagonistas muy pocas veces visto en el cine, donde la pasión desborda y no queda espacio más que para la sinceridad, y así también… para el dolor. Retrato de una mujer en llamas no sólo cuenta con una dirección sólida, una fotografía pictórica, o con las protagonistas Adéle Haenel y Noémie Merlant (que por cierto son un regalo del cielo), sino que también cuenta con una potente visibilización a problemáticas actuales como la sexualidad, el aborto, o la situación de la mujer frente a la opresión del patriarcado. En Retrato de una mujer en llamas, Céline Sciamma no sólo representa el despertar sexual de una generación carente de experiencia y oportunidades, sino también los prejuicios y las desventajas socioculturales a los que debe enfrentarse la mujer a diario. Es por ello -y mucho más- que no se puede comprender el ninguneo que le han hecho en las premiaciones pasadas (Oscars 2020), sin lugar a dudas es muy superior a películas que han sido mejor reconocidas. Realmente, estamos frente a una obra audiovisual gigante, en la cual Céline Sciamma ha logrado construir una historia poética por donde se la mire, que atrapa y planta cara a los grandes romances de la historia del cine.
"Retrato de una mujer en llamas": historia de un amor-pasión La realizadora de "Tomboy", uno de los nombres eminentes del cine queer contemporáneo, escribió en pleno siglo XXI una novela romántica para el cine, algo que su compatriota François Truffaut seguramente hubiera querido hacer. Estreno en salas únicamente. Cuando Marianne ve por primera vez el retrato de Héloïse que pintó un antecesor, encuentra el rostro borroneado, en un brochazo de furia que da por curioso resultado un Francis Bacon avant la lettre. Estamos a fines del siglo XIX, pleno albor del romanticismo. El retrato deberá servir como trofeo del matrimonio arreglado con un conde milanés, y la joven condesa no quiere contraerlo. Por lo tanto se niega a ser eternizada. Su madre hace una segunda prueba con Marianne, a quien le encomienda la tarea de una espía. Con la excusa de cuidar a Héloïse (su hermana viene de arrojarse por un despeñadero, y la señora no quiere que la hija que le queda tome una decisión semejante), Marianne estará en condiciones de componer su retrato a distancia. Para ello deberá observarla detalle a detalle, y pintarla luego en secreto. De suicidios por amor, secretos y fuegos está hecha la literatura romántica, y Retrato de una mujer en llamas no es otra cosa que una historia de amor-pasión, en tiempos en que ciertos amores estaban socialmente condenados. La guionista y realizadora Céline Sciamma (Pontoise, 1978) ha escrito, en pleno siglo XXI, una novela romántica para el cine. Algo que su compatriota François Truffaut seguramente habrá querido hacer, y sin embargo debió conformarse con recurrir, para Las dos inglesas (1971) y La historia de Adela H (1975), a originales de Henri-Pierre Roché y Víctor Hugo, respectivamente. Con antecedentes notables, como Naissance des pieuvres (2007), Tomboy (2011) y Bande des filles (2014), Sciamma es uno de los nombres eminentes del cine queer contemporáneo, habiendo tratado en sus films previos deseos reprimidos, transexualidades tempranas y sororidades conflictivas. Ahora va en busca de una nueva pasión inconfesada, como la que niña Marie sentía en su ópera prima por la voluble Anne. La relación entre Marianne y Héloise también será una de deseante y deseada, con vestidos de época en lugar de mallas de baño. Como para indicar tal vez las semejanzas, a Anne y a Héloïse las encarna la misma actriz, la rubia Adèle Haenel, magnética e impasible. El nombre de Haenel resuena de ecos románticos, y el de su personaje también. Imposible no relacionar a Héloïse con la protagonista de Julia, o la nueva Eloísa, novela sobre un amor indebido que Jean J. Rousseau escribía en forma contemporánea a la ficción de Retrato… En el nuevo film de Sciamma y a la manera de La edad de la inocencia, las llamas queman por dentro. Y pugnan por salir. Que Marianne (Noémie Merlant) es tan apasionada como obstinada queda demostrado en la escena inicial, cuando un bote la traslada a la isla donde residen la condesa (una reaparecida Valeria Golino), su hija y Sophie, una mujer de servicio (Luàna Bajrami). La caja en la que la pintora lleva sus telas cae al mar, y sin pensarlo dos veces Marianne se arroja al agua para recuperarlas. En presencia de su rubio objeto de deseo, Marianne deberá posponer ese arrojo: Retrato… es, como lo era Pieuvres, un estudio sobre la posposición amorosa. Cuanto más se dilata el roce, cuanto más gruesos son los vestidos, más arden los cuerpos cubiertos. Sciamma pinta con miradas, gestos, detalles. A Marianne le encargaron observar a su musa, y ella no desaprovecha la ocasión. Claro que sus ojos se fijan artísticamente, pero también se deslizan sobre cabellos, cuellos desnudos, manos suavemente posadas. “Eso explica tus miradas”, cae en la cuenta Héloïse, cuando el primero de los velos se descorre. Queda otro, y llevará más tiempo. De hecho, en la que tal vez sea la escena más erótica, ambas llevan velos. Además de un melodrama sexual, Retrato… construye también una teoría del arte. “Hay reglas, convenciones”, retrocede Marianne, intentando justificar el academicismo de su arte, que su modelo reprocha. “Le falta vida”. También en la vida hay reglas y convenciones, y como arte y vida son una sola y misma cosa, en ambos terrenos esas reglas deberán ser subvertidas, si se quiere pintar las llamas.
Verano "Ver es poner el acento, ver trae consecuencias. La directora francesa relata una historia sobre un amor obstruido. Ser visto por otro, saber captar las reacciones." “Portrait de la jeune fille en feu” (2019), es un largometraje francés dirigido y escrito por Céline Sciamma; ganó el premio a mejor guión en el festival de Cannes. Año 1760. Marianne (Noémie Merlant) es una pintora francesa. En una clase de dibujo una alumna (Armande Boulanger) le hace una pregunta. La respuesta de la protagonista nos introduce a su historia secreta en las Bretañas francesas; una condesa (Valeria Golino) le encargó que pinte a su hija Hélöise (Adèle Haenel). Ella recién salió del convento, tiene que casarse con un noble de Milán y no debe enterarse que su nueva “acompañante” va a hacerle un retrato de bodas. Marianne, recibida por la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami), se instala en su lugar de trabajo y piensa en las mejores maneras de dibujar a Hélöise. El problema es que poco a poco se enamora de su modelo. Tiene poco tiempo. La banda de sonido es muy buena, dada la calidad del sonido captado, las fuentes sonoras elegidas y el empleo justo de música diegética. En este sentido, las locaciones son pocas, son naturales y se trabajan en profundidad. El argumento es sencillo y el guión le da un giro interesante, porque menciona la leyenda de “Orfeo y Eurídice”; esa mención explica parte de lo que se ve en la banda de imagen. Lo malo del guión es que trabaja un conflicto secundario que merece abordarse de otra manera y en otro film. Las actrices son muy buenas, condensan tensión e intención en cada mirada; no hacen ninguna acción de más. La estética es impecable, la fotografía y la iluminación denotan esmero en cada encuadre elegido; las texturas llegan al tacto: olas, fuego, madera, lienzo, piel, ropa, pintura. Entre los recursos tenemos planos detalle, primeros planos, grandes planos generales y juegos entre campo y contra campo. La dirección de arte y de vestuario proponen una reconstrucción de época y llega a buen puerto.
LUCHA DE ÉPOCAS Hay algo que hermana a Retrato de una mujer en llamas con El último duelo, por más que los tonos que manejen sean bastante distintos entre sí: son películas que abordan hechos ocurridos hace cientos de años, pero en los que se termina imponiendo una mirada muy anclada en la contemporaneidad. Una mirada que, además, viene con una tesis previa a la que busca confirmar a toda costa, incluso yendo en contra de lo que necesitan los personajes. En el caso del film de Céline Sciamma (que acumuló una gran cantidad de galardones y varias nominaciones a los Premios César), el relato está situado en la Francia de 1770, cuando todavía no había arribado la ola revolucionaria pero ya empezaban ciertos signos de ebullición. Sigue a una pintora llamada Marianne (Noémie Merlant), a quien una condesa le encarga realizar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento. El trabajo que tiene Marianne es difícil: Héloïse tiene serias dudas respecto a casarse y no quiso mostrarle su rostro al primer pintor que tuvo a cargo su retrato. De ahí que Marianne deba pretender ser una simple dama de compañía, para así poder retratarla sin su conocimiento. Pero todo se complicará aún más cuando ambas empiecen a desarrollar una atracción mutua, hasta iniciar un romance totalmente prohibido. En Retrato de una mujer en llamas hay una tensión constante en la puesta en escena, manifestada en el choque entre lo expresado por la corporalidad -principalmente desde las miradas y los gestos- y ciertos diálogos puntuales que caen en unas cuantas remarcaciones. Si la primera vía expone los silencios, miedos y prejuicios, pero también los deseos latentes de esa Francia pre-revolucionaria, la segunda encarna claramente esa tesis que surge desde una actualidad que suele caer en la tentación de juzgar desde un pedestal y que le habla a un público con el cual puede conectarse rápidamente. Esos dilemas formales y narrativos aparecen incluso en una misma secuencia: por ejemplo, durante la primera vez que Marianne debe acompañar a Héloïse, quien de repente empieza a correr hasta llegar al borde un precipicio. Después de detenerse justo a tiempo, Héloïse dice “nunca había intentado eso”. Marianne le pregunta “¿morir?” y Héloïse contesta “no, correr”. Si esa corrida repentina y algo angustiante de Héloïse dejaba claro su nivel de incertidumbre y angustia, la directora y guionista da un giro más -innecesario, por cierto- para que no haya lugar a otro tipo de interpretaciones, resignando bastante sutileza en el camino. Esas contradicciones incluso resultan contraproducentes para algunas decisiones inteligentes de Sciamma, como la de contar casi toda la historia sin la presencia de hombres o desplegar apenas un puñado de personajes para delinear el conflicto, que quedan sometidas a un entramado donde pesa más el gesto ideológico que los desafíos que afrontan las protagonistas. La cumbre de esas idas y vueltas en el contrato que el film establece con el espectador se puede ver en una secuencia que gira alrededor de un aborto, donde la realizadora cae en una serie de manipulaciones que rozan lo canallesco. Allí, los personajes se convierten en meros títeres de un discurso seudo feminista que incluso parece pasar por alto las implicancias éticas y morales de la corporalidad. Por suerte, en sus minutos finales, Retrato de una mujer en llamas recupera la memoria y encauza su relato entre romántico y trágico, centrándose con mayor fuerza en Marianne y Héloïse, dos personajes plagados de matices en sus desafíos, temores y voluntades. Es allí donde Sciamma vuelve a mostrar altas dosis de inteligencia, pero también de sensibilidad, para arribar a un cierre ciertamente potente, que hace olvidar buena parte de las miserias previas. Sin embargo, en el balance general, no logra resolver ese choque de épocas que afectan no solo la estructura narrativa, sino incluso las decisiones morales del film.
El problema de los “films de época” suele ser que la época se impone al film. Es decir, que el diseño se impone de modo decorativo a la historia, en vez de integrarla. No es este el caso: que todo transcurra a finales del siglo XVIII implica un entorno preciso que amplifica el drama de las protagonistas. Esta es una historia de amor entre dos mujeres: una joven recién salida de un convento y a punto de casarse, y la pintora encargada de hacer un retrato de su boda. La relación entre ambas es, y aquí está el mayor acierto de la película, totalmente realista, y la pasión cobra tal fuerza que rompe el contexto histórico: la desnudez (física, de los sentimientos) nos hacen olvidar en qué tiempo estamos y, de tal modo, todo se vuelve universal. Por supuesto, estamos en el terreno del melodrama (donde la pasión, lo irracional se enfrenta a las normas sociales) y eso emerge, pero lo hace en medio de un juego vibrante de lo dicho y de lo no dicho.
Este relato no es un coming of age de jóvenes que van convirtiéndose en mujeres y encontrando la identidad de su líbido. En este filme ya son mujeres que se van adueñando de su propio deseo, que pujan y se abruman en su vertiginosa fuerza sensual, aunque al final el objeto del deseo se convierta en un fantasma, pues al alcanzarlo se diluye y solo persiste del deseo la mirada sobre ese fantasma. El relato nos presenta un filme de época, discurre este mismo en el siglo XVIII, donde una joven Heloise deberá ser retratada para enviarle a su prometido su retrato al óleo, en una suerte de confirmación de pacto matrimonial, que confirme dicho evento a producirse a la brevedad. Varios artistas parecen haber intentado lograr plasmar la imagen de la bella joven infructuosamente. Hasta que en el universo de Heloise aparece Marianne, una joven retratista de gran talento dispuesta a lograr el cometido. Pero el ejercicio de la creación pictórica es en parte una gran excusa para narrar esta historia de amor que germina entre Marianne y Heloise, esta fuerza del deseo que construye a partir de las miradas. Mirar y ser mirado. Ser sujeto y ser objeto, aunque no deba ser ninguna de ellas solamente objeto nunca, porque como diría Lacan el objeto del deseo no existe. Pero el sujeto del deseo si, y es quien pone en acción el acto de ver, de mirar, de contemplar, a la vez que de ser visto, mirado y observado. La infinita doble mirada. Como un circuito continuo de ojos que crean un lazo entre ambas mujeres hasta colapsar en el estallido del deseo puesto en los cuerpos. No hay musa pasiva aquí, las mujeres representan el deseo como acción y quien inspira a quien es un camino de ida y vuelta constante. Mirar y ser mirado. El deseo y su objeto, su doble circulación. Todos nos queremos narrar a nosotros pero siempre somos a la vez narrados por otros, en este caso a través de la mirada, justamente clave del lenguaje pictórico y cinematográfico. Los planos muestran en forma progresiva y lento in crescendo, lo latente de ese fervor del deseo que está en estado de evolutiva ebullición como la tormenta de verano –pieza musical– que estallará de un momento a otro, aun cuando el agua no cambie el curso de los acontecimientos predestinados para ambas, aun así la tormenta vendrá. El amor romántico siempre ha sido en la narrativa un amor sin esperanzas, un amor cercenado, castrado por la moral o las reglas de la sociedad que lo enmarca. No es menor, el plano en el que vemos a una de estas mujeres mirando desde las rocas que dan a la orilla del mar cual un cuadro de Friedrich, el romántico alemán, pintor que ha unido tres conceptos en uno amor – naturaleza y tragedia. La vivencia cronológica del amor, el paso a paso camina por las dos voces, las dos miradas de forma permanente creando complicidad, intimidad, tal vez eso que en un filme masculino llamaríamos fraternidad. No quiero utilizar sororidad, que evoca otras significaciones, sino que prefiero hablar de un filme que propone al amor como acto de auto definición de identidad. Las actuaciones evaden los clichés de la interpretación de época y sus amaneramientos, aunque el filme se pelee con la incesante necesidad de reafirmar valores acerca de y sobre el feminismo en la actualidad de forma sobre marcada e innecesaria rozando lo obvio y lo subrayado, cuando esencialmente estamos en las manos de un filme que es pura exquisitez y no necesita trazos gruesos ni exposiciones explícitas. The storm, el tercer movimiento del Concierto de verano, de las Cuatro estaciones en violín de Antonio Vivaldi, el movimiento rápido –presto– es el leit motiv de varios momentos de este relato, y en especial de dos escenas claves. Una en la que Marianne lo toca en el piano para Heloise, y otra al final en la escena monumental del teatro que cierra esta obra fílmica. No es azaroso que también se cite al Mito de Orfeo semi dios de la música, quien rompiendo la regla de los dioses se da vuelta a mirar a su esposa que regresa del mundo subterráneo y la pierde en los brazos de Hades, el dios de los submundos. Al final la música y antes la pintura. Llegamos en un lento paso a paso al plano final. Un lento travelling in y la cámara decide quedarse allí detenida en Heloise, observándola de perfil mirar fuera de cuadro, mirar el pasado, mientras las notas vuelan vertiginosas, como el pincel que la ha retratado, los sonidos dibujan un rostro que evoca. Todo lo que allí no se ve está sucediendo: el deseo, la pasión, el amor y la pérdida. En unos instantes un plano fijo vive sostenido por Vivaldi y lo emocionante es todo lo que excede a ese plano. Eso no es pronunciable, no debería haber una palabra que defina ese fuera de campo que es todo lo que hay y todo lo que ya no.
Francia, 1770. Marianne, una pintora, recibe un encargo de una condesa que consiste en realizar el retrato de bodas de su hija Héloïse, una joven que acaba de dejar el convento y que tiene serias dudas respecto a su próximo matrimonio. Marianne tiene que retratarla sin su conocimiento, por lo que se dedica a investigarla a diario y armar el retrato a partir de lo que observa. Poco a poco ambas mujeres se acercan y comienzan un romance a escondidas. Céline Sciamma arma un film con la astucia exacta para respetar tanto la tradición del cine francés acartonado y listo para ser premiado como la ideas actuales de lo que debe ser un film valorado ideológicamente. Toda la belleza visual que la película consigue se empantana una y otra vez por estas ideas de la realizadora. El resultado es efectivo para su plan, al film no le han faltado premios y ha sido muy valorado por la crítica. Pero con un poco de atención se le notan todos los clichés del cine qualité y la bajada de línea, que es asombrosamente torpe y anticlimática. Hay varios elementos destacables, instantes que funcionan, pero hay una pesadez que se termina imponiendo. El mejor ejemplo, sin spoilers, es la escena final, que tiene dos planos con los que la película cierra. Uno es inteligente, sugestivo, lleno de inteligencia, melancolía y romanticismo. El otro, por el contrario, es la necesidad de adoptar una postura, sacar conclusiones, obligar a que todos quedemos con una sola idea posible. Es el resumen perfecto de una película que pierde todo su potencial cinematográfico, tal vez sea una síntesis perfecta del cine actual.
Tal vez el mayor hallazgo de una propuesta como la que Céline Sciamma trae en Retrato de una mujer en llamas, es la de potenciar la narración gracias al talento de sus dos protagonistas, Adéle Haenel y Noémie Merlant, en un relato que deposita en ellas su principal virtud. Filmada con un preciosismo único y una cuidada reconstrucción de época, Retrato de una mujer en llamas, habla de un imprevisto e inevitable romance entre una pintora (Merlant) que debe capturar en un cuadro la esencia y belleza de una joven (Haenel) que deberá contraer en breve matrimonio por acuerdo. Entre ellas surge una historia de amor que trasciende época y la pantalla, y que en un punto, también lo hace con el guion que la propia Sciamma imaginó, y que como ya lo viene realizando en sus producciones precedentes, tienen al feminismo como base para los universos que luego atravesarán las protagonistas. Hay una cuidada puesta en escena, que se vale de la fotografía de Claire Mathon, para activar los claroscuros de la historia, en donde no importa el día o la noche para plasmar la pasión de estas mujeres que deben ocultarse de los demás para avanzar en ese imprevisto amor. El retrato en llamas bien podría aludir al fuego con el que Sciamma recorre los cuerpos de las protagonistas, pero también como una metáfora del propio devenir dramático del relato, el que, por momentos, rompe con la contemporaneidad de la línea temporal que presenta, avizorando ciertas ideas actuales sobre el movimiento al que adscriben sus protagonistas. Así y todo, esa ruptura que tal vez no sea advertida por todos los espectadores, no atenta contra la bella puesta, la pictoricidad del material cinematográfico, y las logradas interpretaciones, las que revitalizan una historia cuyo eje es el amor, más allá del envase que tengan sus protagonistas. POR QUE SI: “Por el talento sus dos protagonistas, Adéle Haenel y Noémie Merlant”
Retrato de una mujer en llamas es una película francesa ganadora del premio al Mejor Guion en el último Festival de Cannes y nominada al Globo de Oro como Mejor Película extranjera. Escrita y dirigida por Céline Sciamma, está protagonizada por Noémie Merlant y Adèle Haenel, acompañadas de Luàna Bajrami y Valeria Golino. La historia transcurre en la Bretaña francesa de 1760, lugar donde asiste la pintora Marianne para pintar el retrato de Héloïse, la hija de una condesa que está por casarse en un matrimonio arreglado. Pero debe hacerlo a escondidas, haciéndose pasar por dama de compañía mientras la observa, lo que termina haciendo que se enamore de su modelo. Y es así como entre ellas entablan una relación que se opone a las normas sociales establecidas en un ambiente protegido, sabiendo que no puede durar mucho tiempo. Lo primero que vale la pena destacar de “Retrato de una mujer en llamas” es la austeridad de su puesta en escena. Porque si bien se trata de un melodrama de época, se lo reduce a la mínima expresión narrativamente posible. Y es así como durante la mayor parte de la película tenemos a estos cuatro personajes que habitan solos en esta casona aristocrática en la que sobra el espacio, en un caso similar al de “Los soñadores” (The dreamers, Bernardo Bertolucci 2003), aislados voluntariamente del mundo exterior. Otro aspecto que vale la pena destacar son las actuaciones de su dúo protagónico, ya que la química en la pantalla entre Noémie Merlant y Adèle Haenel genera una tensión sexual que es llevada al extremo. Tensión que se genera mediante gestos, miradas y diálogos en los que se adivinan otras intenciones que intentan disimular haciéndolas pasar por curiosidad profesional. Y los hombres, en cambio, tienen una muy escasa participación manteniéndose fuera de campo, y es por eso que su aparición sobre el final genera una interrupción sorpresiva. Por último, un párrafo aparte merece la fotografía, a cargo de Claire Mathon, por la que ganó numerosos premios, y se destaca por componer imágenes similares a las de pintores clásicos de diferentes etapas. Es así como puede apreciarse desde la quietud propia de las modelos renacentistas en algunos primeros planos hasta el movimiento del impresionismo en algunos planos generales del paisaje costero, que recuerdan a “La hija de Ryan” (Ryan’s daughter, David Lean 1970). En conclusión, “Retrato de una mujer en llamas” es un melodrama de época contado en forma minimalista. Pero que dentro de su formato clásico plantea la ética de algunas convenciones sociales que son transgredidas en un ambiente protegido. Y de esta forma se invita al espectador a reflexionar sobre el tema y sacar sus propias conclusiones
El amor verdadero no se puede dibujar Pocos títulos son más precisos que “Retrato de una mujer en llamas”, porque detrás de la impronta artística la frase también refleja el fuego sentimental de la mujer, para el caso, las mujeres. No se habla aquí de una señorita de estos tiempos, sino de dos mujeres de la Bretaña francesa en 1770, que se cruzan por un hecho meramente circunstancial. Una es Marianne (Noémie Merlant), una pintora que es contratada por una dama de la alta sociedad para realizar el retrato matrimonial de su hija Héloise (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento y se resiste a aceptar el mandato de casarse. Más aún cuando apenas conoce a su futuro esposo y todavía no sabe qué es eso que llaman amor. Marianne es la típica artista empoderada, que pinta porque le apasiona, no se ata a ningún hombre simplemente porque no le gustan y sostiene que “la igualdad es un sentimiento agradable”. Héloise no se quiere casar pero tampoco quiere que la retraten. Así que Marianne se hará pasar como su dama de compañía y de paso irá dibujándola a escondidas. En ese vínculo surgirá una amistad primero y una tensión sexual después. Pero si quien va a ver esta película se queda en la historia de amor entre dos mujeres se pierde algo más. Y es el universo de sensaciones nuevas que descubre Héloise a partir del momento en que conoce a Marianne. No sólo el sentimiento amoroso llegará a su vida, sino también reflexionará sobre la libertad, la soledad o la necesidad de reír. “¿Cómo suena una orquesta? preguntará la joven a punto de casarse. “Eso no lo puedo explicar con palabras”, dirá la retratista. Y la frase será el señuelo de una escena maravillosa del final, que evoca el disfrute que genera escuchar música. Otro flechazo a los sentidos, bien craneado por Céline Sciamma. La directora, ganadora en Cannes por este guión, hizo una película plagada de sutilezas desde lo emocional y con un amplio respeto por el tratamiento de la imagen. Hay escenas que parecen pinturas al óleo. Y ese guiño lo utiliza como quien da estiletazos en momentos clave. Una película que demuestra que las pasiones reales no tienen tiempo, y que el amor real no se puede dibujar.
Demorada por la pandemia, llega finalmente a los cines de la Argentina la consagratoria película de Céline Sciamma centrada en la relación entre una pintora y la mujer a la que tiene que retratar. Este notable film de 2019 tiene como protagonistas a Adèle Haenel y Noémie Merlant. Uno de esos estrenos que quedó demorado –muy demorado– por la pandemia, llega a los cines de la Argentina RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS, la consagratoria película de la realizadora francesa Céline Sciamma, que fue una de las revelaciones del Festival de Cannes 2019 –donde ganó el premio a mejor guión– y luego tuvo una amplia circulación en festivales internacionales, ganando 57 premios, incluyendo mejor película extranjera en los BAFTA, mejor película europea en los Goya e incontables premios de la crítica, en especial en los Estados Unidos, donde el film tuvo una muy importante repercusión, acaso aún mayor en términos de reconocimiento que en Francia. La cuarta película de la directora de TOMBOY (que ya estrenó una nueva en 2021 llamada PETITE MAMAN, ver crítica aquí) cuenta una historia de deseo y amor entre dos mujeres a fines del siglo XVIII. Marianna (Noémie Merlant) es una pintora que llega a una isla remota con la misión de retratar a Héloïse (Adèle Haenel), una mujer que ha sido obligada a ser parte de un matrimonio arreglado con un hombre de Milán, al que no conoce. Pero Héloïse se rehusa a posar para ese cuadro (básicamente, a ser parte de ese «circo») y Marianna debe arreglárselas para pintarla haciéndose pasar por mucama y solo observándola al paso. De a poco empieza a desarrollarse una relación entre ambas mujeres –Héloïse se deja pintar, para empezar– que termina por explotar cuando se quedan solas en el lugar junto a una sirvienta (Luana Bàjrami) que tiene sus propias dificultades. Es un drama de cámara de una sutileza única, que maneja un exquisito balance entre la discreción, el misterio y un romanticismo más potente a través del que, de a poco, los sentimientos y las emociones finalmente van apareciendo y floreciendo. Es, claramente, una fuerte crítica contra el patriarcado, contra la sumisión femenina a lo largo de la historia, contra el tabú del aborto y un reflejo claro de las diferencias entre una mirada femenina y una masculina, especialmente a la hora de hacer este tipo de retratos. De todos modos casi nunca se la siente como una película que sea la puesta en escena de una idea precedente. Al contrario, la poesía sutil y potente del film fluye con extraordinaria naturalidad. Y las dos actrices elevan el drama romántico aún más. Un film que tiene todo para transformarse en un clásico del cine contemporáneo.
Retrato de una mujer en llamas (2019), es uno de los tantos filmes que quedaron postergados por la pandemia. Su estreno, anunciado para Marzo del 2020, finalmente se hizo posible para las pantallas de cine hace solo un par de días. Y bienvenida la espera porque la cuarta película de la directora francesa Céline Sciamma es para disfrutarla, con toda su belleza pictórica a cuestas, en una sala cinematográfica, a oscuras y en silencio. Y ya que hablamos de belleza pictórica, Retrato de una mujer en llamas es el fiel reflejo de un detrás de la escena; el de una obra de arte — el retrato en sí mismo— y el de una pasión irrefrenable — el de la pintora y su modelo — . Ambos detrás de la escena transcurren en la intimidad de un caserón ubicado a orillas de los acantilados de Francia en el siglo XIX. Un escenario en donde la majestuosidad de las olas rompiendo sobre las piedras es tan violento como el deseo de ir a su encuentro; a su encuentro fatal. De hecho, la hermana de Heloise — la mujer en llamas del título — , se suicidó tirándose al vacío. Es por eso que ella tiene que dejar el convento en donde se había refugiado — para tener acceso a los libros y a la música, según le cuenta a Marianne — y tomar el lugar de su hermana para casarse con un duque milanés. Algo que la aterra y a la que se niega enfrentándose en silencio al mandato de su madre. Su única arma de disuasión es no dejarse retratar — el único requisito que solicita el duque para conocer a su nueva esposa — y es por eso que, luego del fracaso del anterior pintor, se contrata a Marianne como una supuesta “dama de compañía”. Su misión es hacer un retrato sin que ella se dé cuenta. Observarla de día, pintarla de noche. Claro que este ardid pronto es descubierto pero no por Heloise sino por la misma Marianne que le confiesa el motivo de su visita. A partir de entonces, la relación entre ambas, lejos de distanciarse, se vuelve más íntima e intensa. Las miradas dejan paso a las caricias, las caricias a los besos, los besos al enamoramiento total y a la terrible presunción de que están vivenciando algo prohibitivo para las convenciones de la época, tan fugaz en los hechos pero tan indeleble en la memoria. El triángulo de personajes se completa con Sophie, la encargada de atender a Marianne, a la que vemos, en una secuencia no exenta de cierto dramatismo, someterse a un aborto por parte de la curandera del pueblo. La presencia de Marianne y Heloise como testigos mudos de una escena cargada de simbolismos, es sencillamente admirable. A través del discurrir de la historia no solo nos dejamos extasiar con los lienzos y los bocetos, que tienen por detrás sus consabidas reglas y teorías que Marianne enumera como un mantra, sino también por la música — el Concierto para Violín Nro. 2 de Vivaldi, más conocido como Verano — , y la literatura a través de la lectura del Mito de Orfeo y Eurídice. En ambas disciplinas artísticas hay una resignificación que pone en evidencia la subjetividad del arte ante una mirada teñida de emociones. “¿Por qué Orfeo se da vuelta si tenía prohibido hacerlo?”, pregunta la joven Sophie ensimismada en la lectura. “Para observar a Eurídice por última vez y llevarla por siempre en el recuerdo”, dice una Marianne independiente y liberal a una Sophie más conservadora y sujeta a convenciones y preceptos. “Orfeo prefiere la mirada del poeta a la del amante”, cierra su alocución la pintora ante la mirada inquisitiva de Heloise. Y es en esa resignificación en donde se encuentra el nudo de toda la trama. De hecho, Marianne, cuando termina su trabajo de artista, se da vuelta, antes de abandonar la casa que la cobijó por espacio de unas semanas, para ver a su amor imposible: Heloise, ataviada de blanco, como un fantasma que pervivirá en su memoria por siempre. Por otro lado, la música de Vivaldi aparece por segunda vez al final de la película. Una música tan alegre y efusiva que arranca lágrimas de tristeza, también de añoranza, a una Heloise solitaria que la escucha desde el palco de un teatro de Milán en un final desgarrador. Con interpretaciones medidas pero cautivantes de Adele Haenel (Heloise), Noémie Merlant (Marianne) y Luana Bajrami (Sophie), con la música incidental tan minimalista que deja paso al sonido de la naturaleza, con una fotografía que ensalza tanto la belleza de los paisajes como la de los rostros de dos enamoradas, con un libro absolutamente original de Sciamma que ganó el Premio a Mejor Guión en el Festival de Cannes por esta película y una estética acorde a la época referenciada, la directora logró en su cuarto filme despegarse de su Trilogía de la Infancia y Adolescencia — Water Lilies (2007), Tomboy (2011), Girlhood (2014) — y encarar nuevos proyectos más ambiciosos como el aún no estrenado Petite Maman del 2021. Retrato de una mujer en llamas es un seductor entramado de gestos, de miradas, de mohines y del sutil encanto de los movimientos de las manos, de los pinceles en la tela, de las llamas en la hoguera o de las olas en la playa. Es el vivo retrato de las sensaciones que no necesitan de diálogos sino de la contemplación lisa y llana. Cada fotograma parece salido de una galería de arte, un compendio al que tanto Sciamma como la directora de fotografía Claire Mathon, parecen haber puesto toda la fuerza estética que hizo falta para elevar esta película a niveles excelsos y convertirla en una verdadera joya cinematográfica.
Sciamma propone una segunda intersección entre el cine y la pintura. ¿Cómo observa una pintora? ¿Cómo mira una cineasta? Los primeros planos coinciden con la capacidad observacional de quien pinta y también de la mujer que posa. Saber mirar es extender la atención sobre una acción sin énfasis o algo inadvertido de alguien o algo. Una axila en primerísimo plano sin depilar desconcierta primero y luego obtiene una potencia erótica inesperada solamente porque se ha filmado una superficie corporal de una manera inusual que no suele mirarse sino como un área destinada a ser objeto de publicidades de desodorante. La fuerza de la película reside en esos detalles dispersos, y no tanto en las escenas simbólicamente concebidas para vindicar el deseo femenino y la libertad explícita sobre el destino de su cuerpo. (La hermosa canción que cantan muchas mujeres al lado del fuego en una noche es un episodio placenteramente decorativo; la orquestación siniestra durante un aborto no parece pertenecer a esta película).
Solamente un romance elaborado con tanta precisión puede entregarnos semejante desenlace. El juego de miradas entre Noémie Merlant y Adèle Haenel es todo lo que está bien en el cine. Una pinturita para saber contemplar y disfrutar.
“El que los problemas vengan de lejos no significa que hayan dejado de tener vigencia, especialmente cuando se trata de una historia tan poco contada: la de las mujeres artistas y la de las mujeres en general. Pero la dificultad para encontrar información y documentación no ha sido impedimento para verificar la existencia de una verdadera ebullición artística femenina en la segunda mitad del siglo XVIII”, señala Céline Sciamma (Girlhood, Tomboy) acerca de su nueva película, Retrato de una mujer en llamas, que ganó el premio al Mejor Guión en Cannes, y ahora es estrenada en cines de Buenos Aires. La historia transcurre en la Bretaña francesa, en 1770, una época que vio nacer a artistas de disciplinas diversas, entre ellas la pintura. Basta nombrar a figuras tales como Elisabeth Vigée Le Brun, Artemisia Gentileschi y Angelica Kauffmann. Retrato de una dama no narra la historia de una pintora en particular, sino más bien es una suerte de amalgama de lo que tantas otras mujeres experimentaron. Tampoco sería exacto decir que es una película sobre la pintura y las pintoras per se, sino, en cambio, es una sentida historia de amor en forma de melodrama retraído, de esos en los que los sentimientos se reprimen hasta que se liberan de una vez por todas y de una manera explosiva. Marianne (Noémie Merlant) es una pintora contratada para hacer el retrato matrimonial de Héloïse (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento y quien ni siquiera conoce a su futuro marido, un milanés elegido por su madre (Valeria Golino). De temperamento díscolo y con voluntad de rebeldía, Héloïse no acepta su destino como mujer casada y se niega a posar. Entonces, a Marianne le queda una sola alternativa: trabajar en secreto. Se hace pasar por dama de compañía, para así acompañarla y observarla de día; y luego pintarla de noche. Al principio, todo es distancia y desconfianza entre las dos mujeres, como si se tratara de dos contrincantes. Pero, a medida que transcurren los momentos compartidos y se acerca la fecha de la boda, las dos mujeres van a descubrir mucho más de lo que imaginaban cuando se vieron por primera vez. Así se traza un camino en el que el goce del descubrimiento y la felicidad compartida van a ser compartidas. Pero también el desgarro y la tristeza infinita. Estéticamente deslumbrante, de una elegancia y refinamiento insuperables, la película Sciamma evita todo formalismo vacío: el diseño visual es tal porque da cuenta de la narrativa y viceversa. Como en toda gran película, es imposible imaginar forma y contenido por separados. Texturas, tonos, matices, encuadre y composición no podrían estar mejor ejecutados. Y en este sentido hay otro logro insoslayable: la película respira, tanto como sus personajes con sus dramas, no es un objeto estático y ornamental para admirar desde lejos. De ahí su cercanía que tanto conmueve. Películas sobre mujeres amantes que descubren el amor juntas, una de de ellas sin ninguna experiencia sentimental previa, Retrato de una mujer en llamas examina los significados, sentimientos y heridas de todo romance – aún más en el caso de los amores prohibidos. Con un ritmo delicado y líneas de diálogo que bien podrían ser pretenciosas de ser más explícitas, menos poéticas e interpretadas por actrices de menor estatura – porque las actuaciones son tan vibrantes que hacen que uno no pueda sacar los ojos de la pantalla -, este melodrama con aristas góticas sorprende escena tras escena con un crescendo dramático tan medido como elocuente. Es difícil, muy difícil, olvidar el último plano de Retrato de una mujer en llamas. Minutos enteros de un rostro que muestra en todo su dolor lo que está por venir es lo opuesto de lo que ya existió. Eso que ya no va a repetirse nunca más.
La aproximación de la directora y guionista francesa Céline Sciamma a ambos personajes es paulatina, cadenciosa e íntima, con un esmerado cuidado por los detalles, los gestos, las conversaciones simples pero recargadas de segundas intenciones. Actuaciones sobresalientes, una ambientación de época despojada y libre de barroquismos, una fotografía grandiosa –al punto de que en repetidas ocasiones las composiciones parecen cuadros– y un apacible y adictivo uso del ritmo cinematográfico llevan a que la narración, sencilla y mínima, avance sin subrayados ni obviedades.