Los encuentros prodigiosos han reaparecido en esta cobertura -mi primera- del Bafici. Ya había comentado un evento de esta índole en la critica de Todo el año es navidad, tal vez el que voy a explicar a continuación no tenga la magnitud de aquel, pero creo que es igual de pasmoso. Luego de terminar la tercera parte de La flor, las últimas cinco horas y media de un total de catorce, me dirigí a la función de Transit. Vi una película alemana tan lenta como firme, situada en una realidad tan fantasiosa como contemporánea, y desenvuelta en un escenario tan fantástico como naturalista. Mientras veía como Georg era obligado a emprender un viaje tan extraño como opresivo, confinado a un tren únicamente acompañado por dos cartas ajenas. Una carta proveniente del consulado mejicano de Marseille y otra firmada por una tal Marie, y destinada a un marido anónimo, que Georg no conoce y nunca conocerá. El clima ominoso de Transit se asienta en pocos elementos; el homónimo transit (una suerte de ciudadanía transitoria), que marca como macguffin el relato, el cambio de identidad que toma George -para convertirse en la persona ausente a la que están destinadas esa carta-, y, ante todo una voz en off circundante que abastece el relato. Transit podría bien ser parte de las historias de La flor. La aventura enrarecida de Georg se familiariza con las de Llinas; los pliegues constantes e historias dentro de historias también están presentes en Transit, de una manera muy similar a como las vemos dispuestas en la película argentina. Una mujer confunde a Georg con otro hombre; esta mujer busca a su marido, irremediablemente perdido. siempre que ella esta cerca de alcanzarlo -alguien le había dicho que estaba en el correo, otro le comentó que lo vio cruzar una calle-, él siempre parece esfumarce en el último momento. Esta historia parcial se une con una revelación futura que ensancha el relato, uniéndose a su vez con una nueva historia (marcada por la voz en off) que vuelve a expandir la película; cada pliegue parece tener un lugar intrínseco en la conclusión total del film, en su búsqueda y fatalidad. Resumiendo: Partiendo de dos cartas de equívocos remitentes, la película se agranda en función del apilamiento consecuente de historias. Siempre tomando como eje a Georg. Si bien Transit y las historias de La flor se asemejan, observamos impulsos diferentes en ellas; mientras la primera se centra en un Georg ínfimo o diminuto, la segunda inunda constantemente la pantalla con las mismas cuatro actrices (1). Por otro lado, Transit es, al fin y al cabo, una narración; La flor no es una narración, ya que el propio Llinas no sabe narrar (amén de sus explicaciones), lo único que hace es presentar una envoltura; si Transit contaba una historia con personajes oprimidos en situaciones enrarecidas -se puede rápidamente citar la obra de Kafka como correlato dominante-, la película de Llinas envuelve y envuelve usando monólogos abstractos, explicaciones contrastantes, conjugado una voz en off perpetua y un fanatismo por Orson Welles que ya quedó viejo. Primero vi a Transit como una continuación directa de La flor. Más allá de su cercanía en mi grilla de horarios, creí que existía una contigüidad entre ambas películas. Pero, concluyo: una refrita, repite y congela; mientras que la otra expande, condensa y cuenta historias.
A las puertas del fascismo Las consecuencias de la crisis financiera de la década pasada han demostrado la inoperancia, cuando no la complicidad, de los partidos políticos moderados y tradicionales con las políticas dependientes de la especulación financiera global más que con una política enfocada en la producción y el consumo responsable. El ascenso de iniciativas políticas supuestamente extremas y de la polarización política son algunas de las estrategias de marketing de los candidatos del nuevo capitalismo para distraer a los ciudadanos mientras el saqueo de los recursos, la derogación de los derechos sociales y la destrucción de los rezagos de las políticas de bienestar social son desarticuladas. Transit (2018), el nuevo trabajo del realizador alemán Christian Petzold, es un ejercicio dramático sobre el futuro de Europa bajo el fascismo. El film explora la posibilidad de que los partidos de derecha xenófobos y anticomunistas vuelvan al poder en Europa y apliquen sus políticas de odio y discriminación con la complicidad de una ciudadanía apática que los apoya con vergüenza y miedo. La película sigue a Georg (Franz Rogowski), un técnico de radio y televisión alemán fugado de un campo de concentración y refugiado ilegalmente en Francia que recibe de parte de un compañero la misión de entregarle un par de cartas a un escritor comunista en París. En el intento de entregar las cartas descubre que el escritor se ha suicidado y que ha dejado una novela inconclusa. Tras el arresto del amigo que le entregó las cartas, Georg escapa a Marsella en tren con un amigo que fallece en el viaje. Allí encuentra personajes desesperados por escapar mientras las fuerzas del fascismo cierran sus pinzas sobre el país. Las circunstancias apremiantes lo empujan a hacerse pasar por el escritor difunto para conseguir una visa de tránsito para escapar a México. En Marsella se apega al hijo pequeño de su amigo fenecido, Driss (Lilien Batman), y comienza una extraña relación con la esposa del escritor fallecido en París, Marie (Paula Beer), ocultándole a ella y a todos su verdadera identidad mientras continúa con los trámites para emigrar. Marie por su parte busca a su esposo para escapar mientras mantiene una relación con un médico y anhela reencontrarse con su marido para huir con él y comenzar una nueva vida lejos de la guerra. El director de Phoenix (2014) y Barbara (2012) adapta aquí con mucho respeto la novela de la escritora alemana Anna Seghers Transit Visa de 1944, ambientada en 1942 para trasladarla a una época previa al uso masivo de la computación, la video vigilancia y el abuso de los teléfonos celulares en una metáfora del presente, pero en su versión analógica, en una obra vertiginosa que elimina la avasallante estética nacionalsocialista para construir su narración a través del contexto ausente, de un fascismo más arraigado en las prácticas cotidianas de denuncia, el abuso de poder y la burocracia. El fascismo es aquí una amenaza perpetua siempre presente que pende sobre unos sujetos que de un día para el otro pasan de ser ciudadanos a inmigrantes ilegales que deben escapar para no ser arrestados y deportados a campos de trabajos forzados o directamente ejecutados. El film narra la historia de los personajes a través de extensos diálogos, una voz en off omnisciente, retazos de información y elementos elípticos en escenas en tensión permanente que demandan la atención completa del espectador. Así como los personajes están en todo momento en tránsito, ya sea de escapar o de ser arrestados, del heroísmo a la vergüenza, el espectador también es puesto en un estado de tránsito entre un estado pasivo y una demanda de reflexión activa. La construcción narrativa del film se basa en el manuscrito inconcluso del escritor que es relatado en voz en off como si el narrador omnisciente ya supiera hacia donde van los personajes porque son parte de una tragedia ya prefigurada por la imaginación literaria. La relación metanarrativa entre la novela, los personajes y el resultado final es un rompecabezas incompleto que da lugar a artilugios narrativos que buscan yuxtaponer, al igual que la novela de Seghers, el pasado, el presente y el futuro a través de la denuncia para converger dialécticamente con el fin de superar la tragedia que se avecina. Hans Fromm vuelve a ofrecer, al igual que en los anteriores trabajos en colaboración con Petzold, una fotografía desoladora y claustrofóbica que tiene su correlato en el diseño de producción de Kade Gruber y en la música de Stefan Will, en una combinación sombría y amarga sobre la cobarde condición humana, resaltado más la voluntad de huir que la de resistir y luchar. Las actuaciones de todo el elenco son muy buenas y hay un excelente manejo narrativo de cada escena por parte del director. Transit no es un film convencional, en su urgencia pierde muchas veces su centro y la coherencia, definitivamente no busca agradar sino más bien una reflexión metafórica muy profunda que supera su carácter cinematográfico, generando en el camino gran confusión y llevando al espectador a un extravío que se va develando de a poco para alertar sobre el alarmante crecimiento de un sentimiento fascista antidemocrático cargado de odio provocado por un nacionalismo mal entendido y manipulado que canaliza el descontento de una población desconcertada que vislumbra un futuro cada vez menos promisorio y no está dispuesta a hacer nada para cambiarlo, dejando las puertas abiertas para que el leviatán regrese a completar su tarea destructora.
Un manifiesto político En 1944 Anna Seghers publicó la novela “Transit”, sobre el furtivo éxodo de emigrantes que intentaban escapar de una Europa crecientemente nazi. El director alemán Christian Petzold adapta el libro a tiempos modernos con Transit (2018), o quizás adaptación no es la palabra correcta. Es una trasposición: la misma historia es desplazada intacta a la contemporaneidad sin sufrir por ello otro cambio que el cosmético. El acto de transponer la historia al tiempo presente, despojada de toda referencia directamente política, es en sí un poderoso manifiesto político. También es la forma barata de hacer la película. Un hombre llamado Georg (Franz Rogowski) es confiado con dos cartas dirigidas a Weidel, un escritor famoso implicado en la resistencia contra un estado fascista. Al descubrir que Weidel se ha suicidado y la resistencia ha fracasado, Georg se arma con el manuscrito del escritor y escapa rumbo a la ciudad portuaria de Marsella, donde refugiados de todo el mundo aguardan tramitar su libertad y zarpar hacia América. Al principio sin quererlo, Georg se hace pasar por el escritor muerto a cambio de un salvoconducto para él y la esposa de Weidel. El resto de la acción ocurrirá en el limbo de Marsella. Georg se enamora perdida y unilateralmente de Marie (Paula Beer), la viuda del hombre que está personificando - ¿cómo convencerla de que escape con él, de que lo espera en vano, sin revelar la muerte de su esposo o el hecho de que ha tomado su lugar? Mientras tanto Georg se relaciona con los demás refugiados: el perdedor que ni con todos los documentos del mundo puede tramitar un simple visado, la mujer que ha sido dejada atrás para que cuide inútilmente de dos perros, el niño inmigrante y su madre muda que forman una especie de familia sustituta en la que Georg hace de padre y esposo. Una historia sobre esperar puede ponerse monótona pero Christian Petzold mantiene el interés y la tensión introduciendo personajes llamativos con motivaciones claras y personalidades fuertes; crea y sostiene además una sensación de opresión que recurre amenazantemente y de formas inesperadas, algunas obvias (nada más aterrador que el ruido de sirenas y la incertidumbre de a qué responden y hacia dónde se dirigen) y otras más discretas que operan a raíz de subvertir expectativas inconscientes. Muchos personajes aparecen y reaparecen cuando menos lo esperamos y de manera insólita, pero siempre lógicamente, lo cual alimenta la atmósfera de inquietud y ansiedad. La descripción podría tomarse por la de un thriller pero en realidad Transit es un estudio del personaje de Georg, la figura del sobreviviente eternamente tensada entre la decisión correcta y la conveniente, y sobre cómo en situaciones extremas es difícil distinguir entre las dos. La tragedia es que Georg, multiplicado en varias personificaciones y simulaciones - algunas más allá de su control - cree que está eligiendo entre bienes irreconciliables cuando en realidad está eligiendo entre el menor de varios males. Pretende ser tantas cosas, voluntaria o involuntariamente, que la historia se convierte en un reto a su poder de decisión: quién es y con qué se compromete.
El rapto de Europa. La última obra del director de Fénix (2015) ha sido concebida siguiendo el mismo patrón compositivo de su predecesora: una alegoría sobre la identidad tanto individual como colectiva; una reflexión sobre el pasado de Alemania que se extiende y proyecta sobre un presente; un intento de explicación de lo inexplicable (el holocausto), con el sentimiento de culpa y de su posible expiación aleteando en busca de una redención imposible. Transit sigue operando en clave metafórica, pero el trasfondo histórico entendido como escenario, puesta en escena (esa posguerra en el Berlín devastado tras la derrota nazi), ha sido sustituido por un anacronismo distópico que se erige en el mayor acierto de la película. En cierto modo, Christian Petzold busca como fuente de inspiración cinematográfica dos géneros y dos orígenes: la crítica política de un fenómeno histórico que no se ha clausurado y que sigue latiendo en el corazón de la vieja Europa (la serpiente del fascismo) y un melodrama con los ribetes de un amor imposible. Hay dos referentes icónicos que fluyen por las imágenes de la película del director alemán. Por un lado Alphaville (1965), de Godard. Por otro, el clásico de Michael Curtiz Casablanca (1942). Del filme de Godard, el director de En tránsito adopta su distópica puesta en escena. Mientras que los deícticos temporales que se verbalizan en las conversaciones y diálogos de los personajes están anclados en la ocupación alemana de Francia durante (supuestamente) 1940, la escenografía referencial pertenece a un presente actual, inmediato (eso sí, sin ordenadores ni teléfonos móviles, sin la incursión de la geografía digital). Este contraste, este choque entre las palabras y sus referentes actúan como un elemento desrealizador, otorgando a la narración una clave alegórica, ucrónica y distópica, que al mismo tiempo que sorprende al espectador le inocula el virus moral y ético (desgraciadamente, la moralina), el mensaje que el director se esfuerza por explicitar: lo acaecido en ese aparente pasado remoto (los años cuarenta del siglo pasado) se está (re)produciendo (si es que alguna vez ha dejado de producirse) delante de nuestras narices. La persecución histórica sufrida por los judíos a raíz del triunfo del nazismo en Alemania se repite en nuestro presente más inmediato. Los hermanos perseguidos de los judíos son en la realidad contextual que se quiere metaforizar los magrebíes, la inmigración norteafricana. Valga señalar que la parte de la película que se centra en la persecución individual y en la forzada huida del protagonista judío, la parte introductoria, es de lo mejor del filme. El mecanismo de supervivencia al que recurre el protagonista se remonta a la épica griega. Su única posibilidad de salvación consiste en renunciar a su propia identidad y hacer usufructo de una nueva. Si Odiseo logra engañar al cíclope Polifemo mediante su rebautismo como Nadie, en uno de los primeros juegos de palabras, de lenguaje, de la historia de la humanidad (que se lo digan a Wittgenstein), nuestro protagonista deviene una especie de Edmond Dantès que se apropia de la personalidad de un nuevo Abate Faria: la figura de un escritor judío abandonado por su mujer y que debe alcanzar el puerto de Marsella para reencontrarse con ella y, gracias a la ayuda y hospitalidad del consulado mexicano, huir juntos de la ocupación alemana. Marsella se erige en una especie de nueva Casablanca: ciudades fronterizas, ahítas de moral, por las que hay que transitar en aras de la libertad y de la supervivencia. Todo un juego un tanto caótico de búsquedas y desencuentros se establece entre los tres personajes, a ninguno de los cuales juzga moralmente el director. Como remedo del Café de Rick, se establece una cafetería francesa, en la que el desamparo de los tres erráticos personajes parece encontrar un pequeño respiro, un oasis. Mientras, se suceden las visitas a los consulados mexicano y americano, sobre todo, para tratar de crear un clima, una atmósfera de opresión. Por ahí pululan una serie de personajes (un director de cine, una mujer encargada de la custodia de unos perros de unos amigos ya exilados que la han abandonado, como a sus canes) cuyo final será trágico. La contenida desesperación estalla sin caer en lo melodramático, de manera fría, casi gélida (una de las mayores virtudes del director cuando se atiene a ella: su contención, su dominio del soterrado magma emocional). Las entrevistas con el cónsul americano le sirven al director para exhibir toda una poética de la creación, canalizada a través de nuestro protagonista en una asunción total de la máscara identitaria que ha adoptado: empieza a ejercer de escritor frente al cónsul americano. Peaje: escritor filocomunista (aunque él lo rechaza) según el cónsul que, no obstante, juzga adecuada y correcta su poética de rechazo parasitario de la experiencia vital como sustrato de las ficciones y como mecanismo de denuncia social. En este punto del filme, el discurso verbal se ha apoderado del discurso icónico. La arribada de nuestro protagonista a Marsella coincide (después de su paso por el café mencionado) con la irrupción de una voz en off a todas luces innecesaria, superflua y entorpecedora de la marcha de la historia. Bien es cierto que dicha historia parecía atascada y que tal voz narrativa podía insuflarle brío. Un relato que se eleva entre la mediocridad del último cine europeo y que sabe detectar los nuevos nacimientos de la bestia parda en medio de una Europa germánica y de una nueva dialéctica aparentemente identitaria y que esconde los miedos de una población que apuesta por el Brexit, por la Liga Norte, por los herederos lepenistas, por Alternativa por Alemania y por tutti quantiestán surgiendo en la vieja y añosa piel del toro blanco que raptó a Europa.
El director alemán Christian Petzold, que viene de realizar films como “Bárbara” (2012) o “Ave Fénix” (2014), vuelve a la pantalla grande para tomar un desafío aún mayor. “Transit” comienza con el pedido de un amigo a otro de entregar unas cartas a un escritor alemán que está pronto a emigrar hacia México. Esto es porque los nazis están invadiendo Francia y no son muchos los lugares seguros de aquél país. El protagonista tomará esta misión pero será mucho más compleja de lo esperado. Se verá obligado a ir a Marsella y suplantar la identidad del autor que cometió un suicidio. A pesar de que existen un centenar de películas contextualizadas en el nazismo y la Segunda Guerra Mundial, “Transit” nos propone un extraño pero efectivo juego: traer la persecución de 1942 hacia la modernidad. Esto lo podemos observar ya que no aparecen ciertos elementos característicos de la época, como la Gestapo, sino que simplemente está la policía común y corriente. También lo podemos notar en las locaciones que no presentan una reconstrucción antigua sino que son como se ven actualmente y en la vestimenta que es bastante atemporal. A partir de la adaptación de la novela homónima de Anne Seghers, una escritora judeo-alemana, que publicó dicho libro durante su exilio en 1944, el director decidió abordar esta temática desde una mirada universal y atemporal, sobre todo teniendo en cuenta el momento político y social en el que se encuentra el mundo. Los judíos y/o alemanes que se encontraban en Francia para ese entonces pueden ser extrapolados a los refugiados que llegaron a los distintos puntos de Europa en estos últimos años. Y ambos grupos son tratados de la misma manera: no reciben mucha ayuda, las personas les son indiferentes, son considerados parias de la sociedad. Uno de los puntos fuertes de la película es en la construcción de sus personajes. Al principio el protagonista puede parecernos algo tosco y egoísta, pero con el correr del relato vamos interiorizandonos aún más en su triste realidad y en sus sentimientos (que traen aparejados una puja interior intensa). Los papeles secundarios también acompañan de buena manera, terminando de definir este complejo contexto, con las miserias que deben afrontar, las ganas de sobrevivir, pero los grandes obstáculos que tienen por delante. Por otro lado, a pocos minutos de comenzado el relato nos encontramos con una narración en voz en off omnisciente que nos cuenta los pensamientos y sentimientos de todos los personajes. Al principio puede costar acostumbrarse a ella, pero después ya forma parte del film de una manera armónica. En cuanto a los aspectos técnicos, la cinta se destaca por su fotografía y la utilización de los colores más oscuros y fríos, como la historia que se aborda. La banda sonora sutil también ayuda a construir este contexto. “Transit” es un film que se vale de un drama romántico, si se quiere, para hacer reflexionar acerca de estas cuestiones históricas del ayer y del hoy. Una cinta que atrapará por la forma en la que se cuenta la trama, la emotividad de sus personajes y un final abierto que dejará pensando a más de uno.
Siempre tendremos Marsella Christian Petzold continúa explorando las sombras de la identidad alemana. Su cine está poblado de personajes fantasmales que evolucionan en un período de tiempo indeterminado donde el pasado y el presente se entremezclan. Transit es una película inquietante en la que los alemanes huyen del fascismo, refugiados en una Marsella contemporánea. La audaz decisión de puesta en escena nos sumerge en una ciudad luminosa controlada por la policía francesa actual, mientras los bares, el puerto, las viejas calles y la ropa de los marineros evocan la ocupación alemana. Las primeras imágenes sugieren que el cineasta ha optado por una narración en primera persona guiada por los pensamientos del personaje principal. Pero enseguida aparece una voz independiente que sorprende, desestabiliza y plantea un misterio sobre la identidad del narrador omnisciente. Esta voz en off pone en marcha una sutil polifonía que hace dialogar al material original con la sinfonía urbana. Más adelante, en una escena tensa, la voz en off se superpone repentinamente con monólogos íntimos de otros personajes que esperan una visa. El protagonista se desdobla entre la inmediatez de la experiencia y su sublimación en una construcción románica. Petzold filma un melodrama clásico, con Casablanca como referente, cambiando el contexto por la inquietante normalidad de una Europa contemporánea. A la espera de un embarque salvador y con el enemigo acechando en las puertas de la ciudad, Georg y Richard se enamoran de una misma mujer que busca tenazmente a su marido. La línea narrativa se suspende por momentos para introducirnos en la intimidad de cada personaje. Las escenas que se abstraen de la trama central, como el partido de fútbol improvisado o la reparación de la radio, son particularmente conmovedoras. En la incertidumbre que constituye el exilio, sin pasado ni futuro, sin idioma ni país, los personajes ingrávidos deambulan por hoteles y restaurantes, invisibles a los ojos de los demás, o por los pasillos de los consulados frente a una administración deshumanizada. Entre el miedo, la soledad, la desesperación y el instinto de supervivencia, el amor aparece como la única esperanza. Una hermosa fragilidad trasciende el rigor formal, los fantasmas de Petzold nunca estuvieron tan vivos.
De amores y fantasmas Luego de las exitosas Phoenix y Barbara, Christian Petzold, guionista y director alemán, nos entrega su último film Transit, también escrito y dirigido por él. Protagonizado por Franz Rogowski, a quien pudimos admirar por su brillante actuación en “Victoria”, (film altamente recomendable) en el rol de Boxer, y Paula Beer, quien interpretó a la dulce Anna en el film de Francois Ozon Frantz, que también recomiendo. La película está basada en una novela de 1942 sobre la ocupación nazi en Francia pero contada como si sucediera hoy. Proyecto arriesgado, no para el genio y nada convencional de Petzold, quien obtuvo como resultado un excelente, prolijo y poético film, sumando otro éxito al listado y para los admiradores, sólo nos queda esperar su siguiente entrega. Georg (Franz Rogowski) se va a Francia tras la invasión nazi y adopta la identidad de un escritor muerto del que tiene los papeles. De tránsito en Marsella conoce a Marie (Paula Beer), una joven que busca al hombre a quien ama. Ambos personajes transmiten tristeza, melancolía y soledad a través de sus miradas y se descubren porque de manera inconsciente, buscan lo mismo. Petzold consigue con éxito plasmar la angustia, confusión y desesperación de los protagonistas, además del recurso de la música que acompaña el derrotero de Marie, una mujer enigmática y misteriosa. Metafóricamente hablando podría tratarse de un fantasma con su deambular permanente, particular vestuario y porque está estancada en un lugar o postura irreal. Si bien los días transcurren como parte de una misma rutina entre lugares recurrentes y repetitivos, de principio a fin, los sucesos determinantes transcurren en un café, con el primer plano del protagonista y el ruido de sirenas. Con la atinada e interesante decisión de la utilización equilibrada del recurso de la narración en off que, muy a su estilo, nos sorprende gratamente. Hay otros personajes secundarios bastante interesantes con historias peculiares que enriquecen la trama. La fotografía así como la elección de los encuadres colaboran para conseguir una sensación de atemporalidad. Aspecto que se encuentra estrechamente vinculado con la idea de un contexto de actualidad que se reafirma con el color en las imágenes. Considero que esta película es digna de ver varias veces, ya que seguramente descubriremos mensajes entrelineas y comprenderemos más aún ciertas alegorías de la realidad, sello del director alemán, que es muy sutil a la hora de narrar una historia, sin dejar nada librado al azar, subrayando cada silencio, y con la delicada invitación a que el espectador se haga partícipe en sus películas.
“Transit”, de Christian Petzold Por Gustavo Castagna - 24 octubre, 2018 Extraño y sugestivo film de Christian Petzold, uno de los representantes más importantes emergidos de la Escuela de Cine de Berlín junto a otros colegas como Thomas Arslan, Ulrich Köhler, Benjamin Heisenberg y Hans Christian Schmid. Extraño por el riesgo que toma el director de Triángulo (2008) y Ave Fénix (2014) al adaptar la novela de Anna Seghers, que transcurre en los años 40, y trasladarla a la actualidad: idénticos conflictos, parecidos climas, atmósferas similares pero un diseño de producción, escenografía, vestuario y decorados que pertenecen al hoy y no al de aquellos tiempos de la Gestapo y de la apoteosis del nazismo. Transit puede verse como un experimento en imágenes tan ajeno a los lugares comunes que autoriza momentos de admiración estética, pero también, de exposición de una historia que parece una ecuación matemática fría, desangelada, repleta de matices que tienen relación con las maniobras del guión y no tanto con la construcción de una puesta en escena. El catálogo argumental obliga a no despabilarse: tejes y manejes clásicos de un film de espías, un hombre que sustituye en identidad a otro, una carta, un viaje intermedio y otro definitivo de París a Marsella, inmigrantes, un pasado que retorna a través de la mujer de un escritor (entremezclado con la anécdota romántica), un detalle que falta para huir de una Francia ocupada por un poder dictatorial. En efecto, para que el lector comprenda la apuesta metafórica que propone el cineasta alemán: Marsella es un lugar símbólico de resistencia frente a un nazismo de coches modernos, celulares y sirenas policiales que acosan a los perseguidos que tratan de escapar. Planteada de esta manera, una película como Transit se presenta como más que seductora. Sin embargo, los hilos narrativos y las vueltas de tuerca, también esa autoconsciente frialdad expositiva que Petzold elige para el personaje central y los secundarios, además de de determinadas situaciones que exigían otro tono dramático, alejan a Transit de la hipótesis de una película enteramente lograda. Petzold lucubra una historia con tonalidades cercanas a las de de otras de los años 70, como las de El otro Sr. Klein de Joseph Losey y El pasajero de Michelangelo Antonioni, pero en este caso, no se lo ve cómodo frente a semejante operación estética. Y menos aun si se recuerda su mejor película hasta hoy: Bárbara (2012), una historia política afirmada en un thriller de espías, elaborada desde el dolor y los silencios, sin recurrir a experimentaciones narrativas que asumen el riesgo de transmitir al espectador, aunque más no sea, una mínima dosis de empatía y complicidad. TRANSIT Transit. Alemania, 2018. Dirección: Christian Petzold. Guión: Christian Petzold sobre la novela de Anna Seghers. Música: Stefan Will. Fotografía: Hans Fromm. Edición: Bettina Böhler. Diseño de producción: Kade Gruber. Intérpretes: Franz Rogowski, Paula Beer, Godehard Giese, Lilien Batman, Maryam Zaree, Barbara Auer, Matthias Brandt, Sebastian Hülk, Emilie de Preissac, Antoine Oppenheim, Louison Tresallet, Àlex Brendemühl. Duración: 104 minutos.
Una vez más Christian Petzold expone la peor cara del hombre. Aquella que cree que en la oportunidad y el engaño se puede solventar una vida diferente. Un juego que nos muestra la cara más siniestra de un personaje que termina burlado por el destino, y que en el “transito” del título original hay un pasaje de un estado a otro, también del espectador.
Toda una rareza es Transit. Al menos para el espectador que no vaya a verla atento o, mejor dicho, que no esté enterado de que las acciones transcurren durante la ocupación alemana en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, pero… en el tiempo presente. O sea que hay nazis, pero por las callecitas de París hay celulares, taxis y autos comunes al siglo XXI. Sea por decisión imaginativa o por una sabia decisión presupuestaria (que no lo es), la nueva película de Chistian Petzold es un melodrama a la vieja usanza. O, mejor, a los que el director de Barbara nos viene bien acostumbrando. Y más aún, también le sirve para mostrar cómo los refugiados de hoy en día en Europa no tendrían mucho que envidiarle a los parias perseguidos en los años ’40 en Francia. La lectura política está. Ahora, el espectador puede pasarla, no por alto porque sería casi imposible, pero sí zambullirse de lleno en la historia que reúne, como buena de espías, a una misión que no sale bien, un hombre que se hace pasar por otro para poder escapar, la mujer de éste, una fuga planeada entre París y Marsella y más. Hay una voz en off, que cuenta el relato desde el presente -que no es ese presente que nos muestran las imágenes, así que mejor llamémosle el futuro-, sin adelantar demasiado. El tránsito al que hace alusión el título tiene que ver con la situación de Georg, el protagonista, en términos, digamos, de visado. Pero a la vez -como toda gran película, y Transit lo es, tiene varias capas de estructura para analizar- a lo que siente este hombre atrapado entre varias situaciones, alguna de amor, otras de honor. Como todas las películas del realizador de Seguridad interior, Ave Fénix, Triángulo y Yella, Transit se sostiene también por las actuaciones de todo su elenco. Hay rostros conocidos (Franz Rogowski, Paula Beer) Matthias Brandt) en esta propuesta algo fuera de lo común.
El realizador alemán Christian Petzold es un verdadero artista del melodrama, un cultor y conocedor del género que se permite experimentar con él como no muchos lo han hecho. Transit, sin embargo, no es —como algunos han aseverado— un film totalmente experimental sino uno que juega con un enroque temporal que resignifica todo el tiempo lo visto. Es que Transit es una película basada en una novela de 1942 sobre la ocupación nazi en Francia, aunque está contada como si transcurriera hoy. Pero no se trata de una actualización completa. La novela sigue siendo la misma (hay fascistas ocupando Francia), pero no hay carros de la Gestapo ni cascos sino policías comunes y corrientes, taxis modernos y celulares. La metáfora no es muy compleja que digamos: Petzold intenta mostrar cómo el trato que en la actualidad se le da a los refugiados no es muy distinto de lo que sucedía entonces, con una sociedad civil que daba la espalda a los que eran perseguidos y necesitaban protección. Pero el director de Seguridad interior, Fantasmas, Phoenix/Ave Fénix, Triángulo y Yella está lejos de plantearse hacer un docudrama político convencional sino que usa los recursos y las figuras del melodrama para contar esa especie de purgatorio en vida que fue para muchos y sigue siéndolo hoy ser un perseguido político, un refugiado, un paria social. Transit arranca como una película de espías de los años ‘40 y al principio sorprende el choque entre los diálogos propios de una película sobre la Francia ocupada y las locaciones actuales, pero una vez que uno se acomoda al sistema —con la clásica voz en off en tercera persona propia de las adaptaciones ms afrancesadas del noir— la película se convierte en un melodrama casi clásico. La historia, obviamente, es larga y compleja de resumir. Involucra una misión que sale mal, un hombre con una carta de asilo que no es suya para irse a México, un escritor muerto, una fuga de Paris a Marsella, un encuentro ahí con una madre y su hijo inmigrantes y, luego, con la mujer del escritor, de la que este hombre se enamora. Y mientras esperan ese papel que les permita fugarse de la Francia ocupada (curioso es también que los personajes siendo ocupados sean y hablen en alemán), las cosas y personajes se siguen complicando, con un juego de confusión de identidades, realidad y fantasía típicas tanto del género como de la obra de Petzold. Este thriller de espías va dando paso de a poco a una película romántica que puede ligarse tanto a Casablanca como a la relectura nouvelle vague de ese tipo de cine clásico, a la Alphaville. Es un experimento conceptual en el sentido que por momentos podría parecer un film de ciencia ficción, en otros uno de época pero posmoderno tipo Bastardos sin gloria y, finalmente, un emotivo melodrama centrado en las idas y venidas de Gregg, un sobreviviente de un campo de concentración que tiene que ayudar a una pareja a escapar pero que, por las circunstancias y su propio involucramiento con los personajes, empieza a girar la rueda del destino hacia lugares inesperados. Es, sí, una película más compleja que las anteriores del propio realizador, pero esos giros dramáticos y formales se sostienen por el peso emocional que carga el protagonista, un hombre con varios puntos de contacto con el Bogart de aquel clásico film. Si bien su aspecto no tiene nada que ver con el del galán de Hollywood, este hombre atrapado en Marsella entre el amor y el deber durante una ocupación remite emocionalmente a ese clásico personaje. Pero Petzold no invita a la nostalgia sino que la utiliza para hacer un film conceptual y político sin dejar de buscar la emoción genuina del espectador. En el poderoso final uno ya se olvidó por completo de todas las tácticas de aplicado estudiante de la historia del cine que es el realizador alemán y se entrega al rostro del protagonista, un hombre en tránsito perpetuo pero que comprende, también, que no todo en el mundo pasa por él.
Marsella, ¿cuándo? El libro original sitúa la acción en la década del 40 y vienen los fascistas, hay que huir. Pero Christian Petzold no está interesado en recrear una época sino en hacer cine, en confiar en el movimiento, en las emociones, en apoyarse una vez más en las grandes pasiones que se originan de forma sigilosa y explotan luego con alcances tremendos. El amor como anhelo imposible, el doble y los fantasmas; Casablanca y Hitchcock, y también Truffaut y el melodrama clásico norteamericano, ese que algunos europeos ayudaron a hacer grande. Transit es una película osada que nos recuerda que hay que confiar en los relatos, que nos hace dudar del tiempo en que ocurren estos hechos atrapantes con un manejo magistral y estratégico de la cadencia narrativa, y que nos posiciona como espectadores inestables. No importa el referente real sino la verdad del cuento: estos personajes exiliados, sus móviles, su enamoramiento, cómo se miran, cuánto nos importan sus caminos. La Segunda Guerra Mundial opera como fondo fantasmático, sin su peso en las peripecias históricas sino en el tono, en el sentido agónico de cada decisión. Es una película para tener una vez más la certeza de que el alemán es uno de los autores contemporáneos insoslayables, que perfecciona las enseñanzas del cine clásico norteamericano para contar estas (otras) crisis europeas, tan lejanas y tan cercanas.
Transit: Lo que nunca pasó y vuelve a ocurrir. Un drama alemán que coloca el éxodo europeo durante la Segunda Guerra en las calles actuales de Francia, modernizando problemáticas eternas de refugiados de ayer y siempre. Hace ya varias producciones que el director Christian Petzold esta considerado entre la élite más destacada del cine local en Alemania. Aunque sea una presencia constante en el Festival de Berlín, la atención masiva internacional todavía no ha golpeado definitivamente su puerta. Afortunadamente hoy en día esa no es razón para que su trabajo pase desapercibido, y Transit se encarga de dejar en claro para cualquier desprevenido que el de Petzold es un nombre al que vale la pene prestarle atención. Franz Rogowski interpreta al protagonista, un alemán en tierras francesas que intenta sobrevivir silenciosamente hasta poder escapar el golpe de las autoridades alemanas que ya están ocupando Francia. Se mueve por tierras ajenas evitando un arresto que parece inevitable, pero una de las tantas tragedias adyacentes a su vida le ofrece una oportunidad única que lo obliga a hacer tiempo en Marsella, al acecho de sus compatriotas. Rogowski tiene una presencia destacable, y sumada a una controlada actuación no solo se encarga de darle vida a la historia sino también brindarle un centro emocional que resulta vital para esta tragedia. Como un fantasma, va cambiando techo y cama cada vez que tiene la oportunidad, como ajeno a su entorno no solo por decisión propia sino por necesidad. La soledad es una de las temáticas más fuertes del film, y el hecho de que todas sus compañías parecen estar condenadas es tan solo uno de los aspectos en que la película se muestra como un agujero sin fondo, no solo por el autoritarismo sino por las dificultades psicológicas y emocionales de vivir la vida de otro en una tierra ajena. Un trabajo muy destacable desde la visión de Petzold, es que desde su dirección y su guion llevan de la mano a la audiencia en un viaje encantador y melancólico que encuentra en los refugiados de hoy en día una referencia tan obvia como lamentable. Las calles de una contemporánea Marsella se muestran pobladas de personajes de época y una cualidad excepcionalmente literaria, con sus pequeñas historias sirviendo no solo como complemento sino como parte vital del relato principal. Es un film que trabaja en capas, con el ayer y el hoy regurgitados para mostrar hechos tan imposibles como fáciles de procesar, de la misma forma en que utiliza las tragedias paralelas de todos sus condenados personajes para mover a la audiencia a un lugar de simpatía que va a dejar con seguridad un sabor difícil de olvidar. Una producción de la Segunda Guerra que desprecia parte del artificio artístico inherente de ese tipo de películas para entregar una experiencia tan particular como recomendable.
Huida constante “Transit” (2018) es una película dramática dirigida y escrita por Christian Petzold (Bárbara, Phoenix). Coproducida entre Alemania y Francia, la cinta está basada libremente en la novela homónima de Anna Seghers publicada en 1944. El reparto incluye a Franz Rogowski, Lilien Batman, Maryam Zaree, Godehard Giese, Paula Beer (Frantz), Bárbara Auer, Sebastian Hülk, entre otros. Fue nominada en la categoría “Mejor Película” en el Festival Internacional de Chicago, el Festival de Cine de Sidney y el de Nuremberg, ganando solo en este último. Ambientada en una Francia actual ocupada por los nazis, Georg (Franz Rogowski) es un alemán que deberá escaparse cueste lo que cueste. Debido a un malentendido, Georg toma la identidad de un escritor muerto, lo cual le sirve para poder utilizar la visa que le garantizará refugio en México. En su viaje, antes de irse a América, conocerá a Melissa (Maryam Zaree), una mujer sordomuda que maneja el lenguaje de señas y se encariñará con su hijo asmático Driss (Lilien Batman). Además, se enamorará de Marie (Paula Beer), una mujer que vive esperando por su marido. Como se puede notar, lo curioso de este largometraje pasa por la decisión del director de trasladar al día de hoy una historia que concordaría con la época de la Segunda Guerra Mundial. Petzold no necesita dar explicaciones, más bien se basa en las imágenes, para retratar el enorme sufrimiento de los refugiados, problemática que hace pensar en cómo están las cosas en Europa ahora mismo, donde aún no se halla una solución. Así seremos testigos de una Marsella colmada de fascistas que con sus vehículos y hostigadoras sirenas deambulan por las calles deteniendo y aplicando la violencia a quien les plazca. En este sentido, se nos hace fácil imaginar que el escenario expuesto podría ser real. Los permisos de residencia en el Consulado y las continuas redadas ayudan a crear una atmósfera opresiva donde los únicos sentimientos que prevalecen son la vergüenza y el miedo. No obstante, la trama avanza a un paso tan lento y confuso que inevitablemente el interés se va perdiendo. Cada vez cuesta más conectar con lo que va pasando, además de que la voz en off en tercera persona no sirve para enganchar al espectador. Hubiese funcionado mucho mejor sin ella ya que todo lo que se cuenta tranquilamente lo podemos ver con nuestros propios ojos. El acierto del título de la cinta es absoluto debido a que no solo se refiere a que los refugiados no tienen un lugar fijo donde vivir (el protagonista pasa por edificios, restaurantes, transporte, puertos, etc) sino que también los personajes secundarios no están desarrollados, pasando por la vida de Georg rápidamente. En especial Marie, encarnada por Paula Beer, que más que como atracción romántica el director la usa como fantasma (Georg casi siempre la ve de lejos y luego desaparece). Con un final muy abierto en el que se hace imposible descifrar qué pasó verdaderamente, “Transit” gustará a los que ya conocen el estilo y trabajos previos de Christian Petzold.
Un filme del director alemán Christina Petzold, que adaptó una novela de Anna Seghers que ubica su acción en l942. Pero en el film la ambientación es en la época actual. Se habla de Ocupación, de que los invasores ya tienen Paris y avanzan sobre Lyon y de la zona franca del puerto de Marsella donde los fugitivos tratan de conseguir una visa y huir de ese infierno. Pero todo lo que se ve es el mundo actual, en ropas, calles, autos. Un efecto de “extrañamiento” donde el director expresa, que después de tantos años, los desclasados, los inmigrantes son perseguidos, que la historia no cambia. Pero además, en la trama un hombre desesperado en Paris decide tomar los documentos y hacerse pasar por un escritor que se ha suicidado., toma su identidad, sus escritos y cartas y llega a Marsella para huir al exterior. Allí tramita una visa para México, pero se cruza con una misteriosa mujer que resulta ser la que abandonó al escritor, pero que ahora necesita huir con él. Comienza allí una dolorosa historia romántica para esos seres “en transito”, en una vida en suspenso, que a punto de partir pueden hacerlo o no, o aferrarse a fantasías tan crueles como la realidad que no quieren ver. Complejo film, filmado con exquisita luz, ropas clásicas y grandes actores, que nos deja su melancolía y la claridad de sus ideas poderosas.
Nuevamente uno de los más destacados realizadores alemanes, Christian Petzold ("Ave Fénix", "Barbara"), se interna por los caminos de un pasado actual. Basada en una novela de Anna Seghers que transcurre durante la ocupación alemana en Francia, el realizador ubica la acción en la Marsella contemporánea en un espacio expectante y desesperado que resume toda la angustia de la espera. Georg, un joven técnico en radio y televisión, salido de un campo de concentración y refugiado en París ilegalmente, ayudado por amigos, intenta la huída hacia un espacio de libertad. Un compañero le pide que acerque a un famoso escritor disidente, Weidel, unas cartas de su esposa. Las cartas no serán entregadas porque el suicidio del hombre precipitará a Georg a un viaje a Marsella donde es confundido con el escritor consiguiendo azarosamente los papeles necesarios para la huída. La presencia de un niño, hijo de una magrebí y un amigo fallecido, y la extraña esposa del escritor, que espera un salvoconducto para huir, cambian el destino del refugiado. ESPERA ANGUSTIANTE Melodrama romántico a la manera de los "40-"50, "Transit" remite a la inolvidable "Casablanca", el clásico de Michael Curtiz que ambientado en la ciudad marroquí durante el gobierno de Vichy sobrevivió a varias generaciones con los inolvidables Ingrid Bergman y Humphrey Bogart. Espías, refugiados y desclasados se confunden en una amalgama informe de miedo e inseguridad, en una Europa decadente, donde el barbarismo es posible y América latina como destino es el Paraíso prometido. Narrada fuera de cámara por alguien que conoce todo de los personajes y sus acciones (relator omnisciente), "Transit" no necesita las señales del tiempo para mostrar la vigencia del totalitarismo y la negación de los derechos humanos. Ya no hay signos de la Gestapo o cruces esvásticas, la persecución y el encarcelamiento arbitrario pueden estar a la vuelta de la esquina. El filme de este gran director alemán habla del permanente peligro de la injusticia, del tembladeral de la condición humana condenada al miedo o al heroísmo, pero también sujeto al avatar del amor o el sacrificio. Un cuadro abigarrado de seres que dejan toda dignidad para mendigar un pasaporte o un pasaje, o no reaccionan ante la ilegalidad de un arresto cualquiera, ilustra una situación límite. La película de Petzold exhibe cuidados formales como el de la inquietante música de Stefan Will y la fotografía de Hans Fromm, que acentúa la sensación de "sin salida" en los interiores y de soledad en los exteriores. Metáfora de una realidad actual, con actores intensos como Franz Rogowski (Georg), la enigmática Marie (Paula Beer) o la mujer judía de final dramático (Barbara Auer), "Transit" duele porque nos conecta a una realidad sospechosamente conocida.
Salir de casa en pantuflas El espectador que se tope con una sinopsis de Transit preguntándose si irá o no a ver la nueva película de Cristian Petzold (Phoenix, Yella, Barbara), seguramente corra el riesgo de asustarse ante esa palabra maldita: “dispositivo”. Porque, en efecto, en Transit hay uno, y muy visible. Éste consiste en que la historia relatada por Anna Seghers en su libro homónimo de 1944 sobre los deportados de paso en Marsella, huyendo del nazismo, en tránsito permanente de país en país, Petzold decidió filmarla en decorados reales, actuales, y sin el menor interés por cualquier tipo de recreación histórica. Pero no queda ninguna duda: los personajes principales lucen ropas posiblemente de época o incluso atemporales, y en sus diálogos queda absolutamente claro que viven en la Marsella de los años 40. Y lo hacen con tal desenvoltura que es un poco como ver a alguien que salió a la calle en pantuflas por error, pero que sigue haciendo su vida como si no pasara nada. Eso es lo primero que debería calmar a ese lector impaciente leyendo la sinopsis: ver a Georg (Franz Rogowski) huyendo de París hasta Marsella suplantando casi sin querer la identidad de un escritor muerto, huyendo de la policía francesa “actual”, tomando coches y taxis actuales, no implica nada de un gesto artificial. Puesto que hay en todo esto algo de teatral (volveremos a ello), podemos decir que estamos en las antípodas de Dogville: si en la película de Lars Von Trier, la desaparición del decorado no hacía sino volverlo presente en permanencia, aquí, la no manipulación del mismo tiende a hacerlo desvanecerse, volverlo realmente extraño y terrible en su fría indiferencia. Gracias a esa naturalidad, se añade algo de tensión constante en cada secuencia, en cada plano, siempre en equilibrio y sin red de seguridad entre la performance, la ficción literaria, el juego teatral y la ilusión cinematográfica. Sentimos el pulso de un cineasta que está constantemente rodando en situación de peligro (y es que ir por la calle en pantuflas tiene su riesgo). Y cuando a esa tensión se va sumando de forma paulatina la del guion, novelesca, romántica, trágica, Petzold obtiene algo así como un maridaje narrativamente perfecto e, incluso, nuevo. Siguiente reflexión para nuestro querido lector, quizá ya algo más dispuesto a salir de casa para ir a ver la película: al desembarazarse de las necesidades plásticas y estéticas de la coherencia histórica (decorados, vestuario, atrezzo) y de la dictadura de lo “verosímil”, Petzold logra algo paradójico, y es que la ocupación y las vidas de estos personajes en fuga permanente nos parecen todavía más terribles puesto que no se representan bajo la sombra terrible del universo estético nazi, convertido hoy casi en un fetiche cinematográfico. Hay algo en cierto modo Tourneriano: al hacer desaparecer al monstruo y sus disfraces, este se introduce casi en las fisuras de los planos. Sobre todo porque hay en realidad un segundo “dispositivo”. Y es que, de forma inopinada, una voz en off empieza a acompañar de tanto en cuanto la historia desde el punto de vista de un personaje al que apenas vemos en la película (el tabernero del Mont Ventoux, bar donde los personajes pasan las horas muertas), logrando que la historia nos parezca contada en un tiempo indeterminado, impregnada a base de contarla en los muros y las calles de la ciudad de Marsella, casi como si estuviéramos viendo una historia de fantasmas del pasado (y que el personaje femenino no esté interpretado por la sempiterna musa del director, Nina Hoss, sino por una Paula Beer que parece estar disfrazada de ella, ser su espectro tan joven como mortuorio, vuelve esta sensación todavía más fuerte). Si este juego tiene algo de teatral, decíamos, es que también lo tiene de brechtiano, por cómo nos interpela de forma directa cada vez que vemos ese mar Mediterráneo contemporáneo, testigo mudo, tanto dentro como fuera del film, de la tragedia de decenas de miles de personas “inexistentes”. En un momento de la película, la policía deporta en un hotel a una sin papeles, ante la mirada pasmada de todos aquellos que no se atreven a ayudar, pero no dejan de contemplar. Y cuándo la voz en off explica que la razón de esa inmovilidad no es otra que la vergüenza, es imposible que no la sintamos nosotros también, de forma íntima.
Ofrece Christian Petzold una nueva historia de sustitución de identidades en la convulsionada Europa de los 40. Antes hizo "Phoenix", libremente inspirado en la novela policial de Hubert Monteilhet "Regreso de las cenizas", donde un hombre le pide a una desconocida que se haga pasar por su esposa para cobrar una herencia, sin advertir con quién está negociando. Ahora adapta la novela que Anna Seghers escribió en México tras salir de Marsella como refugiada, "Tránsito" (así se publicó en español), donde un hombre, para conseguir la visa de salida, se hace pasar por otro que ha muerto. En la espera, coincide con la mujer del muerto. Quizá Seghers se basó en algún caso real de los tantos que habrá visto en Marsella durante la guerra, cuando ella misma luchaba junto a desesperados de todos los credos frente a la burocracia y la vigilancia, para poder irse con sus hijas y el marido, que estaba preso. La compensación vendría después, con la familia reunida y el éxito de sus novelas, como "La séptima cruz", que Fred Zinnemann llevó al cine con Spencer Tracy. Pero esa es otra historia. Lo de Petzold es más cerebral. Su versión de "Transit", que aquí vemos, mantiene los caracteres, conflictos, trasfondo, algunas subtramas, el drama principal y la parte de amor (sin ponerle mucho espíritu romántico), pero, en vez de darnos una ambientación de época, los personajes de aquel entonces ahora caminan por la ciudad actual, vigilados por la policía francesa de estos tiempos. Un modo brechtiano de sugerir que, en el fondo, nada cambió para los perdedores de la tierra. Y un modo de abaratar costos de producción, por supuesto. Como además envuelve una historia con otra y suma varios recursos narrativos algo artificiosos y complejos, quizás algún espectador se fastidie un poco (¡era tan sencilla la versión de René Allio con Rudiger Vogler como un médico enamorado!). Por suerte la emoción final vale la pena. Bien envolvente, la música de Stefan Will.
El realismo perforado La época en que transcurre Transit ¿es la de ayer o la de mañana? La misma pregunta podría hacerse ante la reaparición del racismo, la xenofobia y el odio racial en el centro mismo de la Europa actual. Las calles son las de Marsella y se habla de Ocupación, pero los policías que requisan lo hacen en francés y ciudadanos ilegales de origen alemán intentan escapar de allí. Con ellos coexisten refugiados magrebíes, y hay menciones a “campos”, “fascistas”, “deportaciones” y una inminente “limpieza de primavera”, que no es precisamente de casas o de ropa. La época podría ser la contemporánea. Pero una contemporaneidad sin celulares, computadoras o dispositivos digitales. Basándose en una lejana novela de la escritora que firmaba como Anna Seghers, en Transit el realizador alemán Christian Petzold (Barbara, Ave Fénix) implanta, en un tiempo al que podría llamarse “presente indefinido”, la sombra de un régimen de ocupación que en un país europeo persigue, deporta y encierra a refugiados extranjeros. La pregunta es, en tal caso, qué Europa es ésta. ¿La de ayer o la de mañana? La misma pregunta que uno podría hacerse contemplando la vertiginosa reaparición del racismo, la xenofobia y el odio racial en el centro mismo de la Europa actual. Georg, ciudadano alemán sin papeles (Franz Rogowski), parece resignado a la inminente llegada de la Ocupación a Marsella. Tanto como podría estarlo el “extranjero” de Albert Camus a su destino magrebí. Como en esa novela, ante la ausencia de toda voluntad las circunstancias decidirán por el protagonista. Hay que entregar un par de cartas a un escritor exilado, el escritor ya no está y en el consulado alemán confunden a uno y otro, de modo de ofrecer a Georg una visa que no esperaba, y que le permitiría pedir asilo en México. Mientras aguarda la finalización del trámite, se relaciona con un chico del norte de África y su madre, que vive en el temor y la sospecha. Luego lo hace con una mujer tan bella como misteriosa, que también lo toma por quien no es y que terminará de tejer el destino en el que Georg navega, a ciegas, como ese barco que en el último plano se aleja con lentitud y desgracia. Escritora judía y comunista, Seghers, cuyo nombre verdadero era Netty Radványi, publicó Transit en el exilio, en 1944, inspirada en datos de su pasado inmediato. Petzold comenzó a trabajar en una adaptación junto a su colega, el teórico y realizador cinematográfico Harun Farocki, con quien coescribió varias de sus películas. Tras la muerte de éste, el realizador de Seguridad interior y Yella completó el guion en soledad. El concepto es audaz, en tanto traspone el realismo histórico de la novela a una distopía sin rasgos de ciencia ficción. No se trata de una alegoría, como podrían serlo 1984, Fahrenheit 451 o Brazil. Transit no presenta una sociedad alternativa, que funciona como doble de ésta en la que vivimos y que como tal nos permitiría repensarla, sino una fusional, en la que coexisten rasgos de distintos momentos históricos pero trastocados, corridos, cambiados de lugar. De modo que la operación de trasposición que se espera del espectador no resulta tan sencilla y transparente como en las alegorías. A su vez, Georg comienza a ser narrado desde temprano por un narrador que sólo será identificado al final, y cuya propia condición e identidad –sumados a unos escritos de ficción que Georg lee en determinado momento– ponen en duda el propio estatuto de “realidad” del relato. La figura del doble se multiplica a lo largo de la película, quizás como reflejo de esa incerteza. Hay dos juegos de cartas que deberán ser entregados al escritor que Georg debe contactar, dos desconocidas con las que el protagonista se cruza, dos personajes confunden a Georg con quien no es. ¿Pero quién es Georg en verdad? Tal vez todo ese juego de duplicaciones conduzca a esa pregunta central. Dos formas de representación diversas se superponen a su vez: la del realismo (un realismo perforado, de por sí, por los datos contradictorios de tiempo y espacio) y la del melodrama, género que de distintas maneras Petzold viene parafraseando desde los comienzos de su carrera. Así como la previa Ave Fénix (2014) se lanzaba resueltamente en aguas del melodrama más gótico y teatral, aquí el realizador inserta una suerte de cuña melodramática en la figura y el estilo actoral de la actriz Paula Beer en el personaje de Marie, la joven y bella mujer que busca con desesperación a su amado perdido, vestida con un piloto negro que parece salido de un “melo” de los 40. Hay también, como en toda pesadilla, un toque de grotesco, en la escena del consulado mexicano, con un director de orquesta que parece salido de una obra del expresionista George Grosz y una “dama de los perros”, elegantísima pero sin un peso. Todo esto tiene lugar en un mundo de gente que intenta escapar –si consigue un salvoconducto a tiempo– de un Poder de ocupación que requisa, persigue y deporta. ¿Será muy distinta a esto la vida de un inmigrante árabe o africano, hoy en día en Polonia, Austria o Hungría, tal vez mañana en Francia, Italia y Alemania?
Lo nuevo del director alemán Christian Petzold ("Barbara", "Phoenix") es una adaptación de la novela de Anna Seghers. Georg (Franz Rogowski) es abordado por un amigo para que entregue una carta a un escritor pero cuando va a hacerlo descubre que él está muerto. Todo esto sucede en una Francia que empieza a ser ocupada por los nazis y los judíos buscan poder escaparse de eso. Al leer lo que el escritor deja, entre otras cosas los papeles listos para poder irse a México, se hace pasar por él. En el medio, en esa espera en tránsito, se suceden diferentes historias de las que a veces es testigo y a veces protagonista, aunque sea secundario. Así, una intrigante mujer (Paula Beer, a quien se la vio hace no mucho en "Frantz" de Ozon) que deambula por las calles de Marsella y el consulado buscando a alguien, y un niño con una madre sorda que conecta inmediatamente con él son algunas de las cosas con las que él puede elegir quedarse, o abandonar. ¿Quién olvida primero, el abandonado o el que abandona?, se preguntan sus protagonistas aunque la respuesta siempre parece ser clara. En esta historia situada en un fuerte contexto político, Petzold opta por una narración de personajes. Así, más cerca del final sobre todo se tiñe de un tono más romántico. Así como el protagonista muchas veces es oyente de otras historias, el film cuenta con una narración en off de otro testigo, un personaje invisible que no se revela en un principio y que observa y, sobre todo, escucha (y a veces quizás subraya aquello que ya estamos viendo). Y sigue así la historia de este Georg en tránsito, en espera, en esa nada en medio de esa especie de limbo, como esperando entrar al Infierno, sin darse cuenta de que, quizás como el personaje del escritor al que personifica el protagonista, ya está ahí. Esas varias historias entre cafés, hoteles y las calles de Marsella que se van desplegando como hilos a lo largo del relato, algunas más chiquitas que otras, tienen su desarrollo y por lo tanto final (que no quiere decir que se solucionen). No quedan dibujadas sólo para añadir un poco más de color al relato. Petzold entrega un film que más allá de su fuerte contenido histórico y político se caracteriza por un tono más personal y melancólico, por momentos rozando el drama romántico. Un melodrama con constantes vueltas que sorprenden sin necesidad de sentirse forzadas, y rodadas con clasicismo. Un disfrutable viaje sentimental, duro pero necesario.
El director Christian Petzold nos trae Transit, un film con una muy interesante visión sobre uno de los temas olvidados en la mayor parte de aquellos que hablan de la segunda guerra mundial. Georg es un alemán que quedó varado en París luego de la ocupación nazi. Perseguido por los aliados, busca desesperado un camino de salida y lo encuentra a través de un escritor muerto que había recibido el ofrecimiento de escapar a México. Así Georg se embarca en un viaje por tierra hasta llegar al puerto de salida en el cuál conoce a la esposa del escritor, quien no sabe que su esposo murió, y de la cual él se enamora perdidamente. Es muy interesante observar cómo el conflicto inmenso de la guerra puede ser, con gracia, reducido a una historia de amor entre dos personas que, desesperadas, buscan construir un vínculo que los conecte con algo parecido a un hogar. Georg y Marie, cada uno en una búsqueda diferente a la del otro, se encuentran en medio del caos, de la pobreza y la desesperación y logran establecer una conexión que va más allá de las palabras, una química que se percibe en la pantalla sin que el guion se vuelva sobreexplicativo. En ese sentido, es majestuoso el trabajo actoral de Franz Rogowski que compone un personaje sufrido absolutamente verosímil trabajado desde la sutileza del personaje y no desde la gesticulación o la palabra excesiva. Al director Christian Petzold lo conocimos en nuestro país en el 2013 con su película Bárbara (nominada al Oscar como mejor película extranjera) y luego con Ave Fénix en el 2014, ambas de época. Con Transit (film que completa junto con los anteriores la trilogía que el autor denomina “El amor en los tiempos de los sistemas opresivos”) retoma el concepto de la recreación de época, pero le agrega un giro que provoca que el espectador se enfrente con un material que lo lleva a repensar todo el tiempo lo que está mirando. El trabajo visual es inabarcable en una primera visión, Petzold logra un complejo entramado de imágenes y sentidos que logra reflejar el ayer y el hoy de un continente desahuciado por el hambre y la desesperación, sin caer nunca en el golpe bajo. Todos los aspectos del film están sumamente pensados. La fotografía, el arte y sobre todo los diálogos, dan cuenta de una producción sumamente cuidada, enfocada a lograr que el espectador se comprometa emocionalmente con cada decisión acertada que se toma, transformándolo en un espectador activo que no se sienta en la butaca a ver solamente una historia de amor, sino en uno con la necesidad imperiosa de implicarse en lo que está pasando.
Parte de la trama se encuentra relatada en off, un poco para mostrar que es pasado, que le sucede a los distintos personajes y que la misma se desarrolla en dos tiempos. Se encuentra bien contada y narrada, con una buena construcción de los personajes que logran transmitirle al espectador su melancolía, su tristeza, la asfixia y la soledad. Se encuentra llena de misterio, tensión y acción, dentro de los aspectos técnicos goza de una interesante paleta de colores, una buena ambientación de época, bajo una destacada fotografía y armonizada a través de la banda sonora. Tiene cierto hilo conductor con otros films como por ejemplo “Vértigo” de Hitchcock, como así también alguna influencia de Truffaut.
La historia de Transit trata sobre Georg (Franz Rogowski), un hombre que decide irse de Alemania a Francia tras la invasión nazi. Una vez allí, la mejor opción para poder seguir con sus plan de escape, es adoptar la identidad de un escritor muerto con quien se cruzó previamente en su país, y de quien tiene los papeles que le permitirán permanecer, al menos por un tiempo, en Marsella. No obstante, una vez allí, las cosas no resultarán tan fáciles, como era de esperarse. Por un lado, entablará amistad con un niño inmigrante que conocerá en la calle, y le tocará contarle a su madre muda que su esposo ha muerto. Pese a la buena relación que Georg tiene con el pequeño, al enterarse este que sus planes son irse pronto, optará por ignorarlo. Por otra parte, conocerá a Marie (Paula Beer), la mujer del hombre muerto por el que se está haciendo pasar, pero a Georg le resultará complejo poder contarle a la joven los sucesos acontecidos, ya que ella espera ansiosamente a su reencuentro, y parece renegar de cualquier otra realidad. Lo más curioso de Transit, es la determinación de Christian Petzold de trasladar la historia a la actualidad, como si la ocupación nazi y la Segunda Guerra Mundial aconteciera en nuestros días, quizás con la intención de denunciar el trato hacia los inmigrantes en Europa, la discriminación, y demás situaciones que se viven en el viejo continente, destacando que muchas cosas no han cambiado como parece. No podemos negar que estamos ante una nueva gran película del categórico director alemán, no en vano considerado uno de los grandes cineastas de los últimos tiempos, que en esta ocasión se sale un poco de sus esquemas habituales, realizando una historia que por momentos remite al cine más clásico de guerra, pero que juega con el drama, cierto romanticismo, y combina con elementos de índole político. De una estética inmaculada, todo lo referido a puesta en escena, fotografía y montaje está en su lugar, así como las actuaciones de Rogowski, Beer, y cía. Quizás lo único a cuestionar sea el uso de la voz en off para relatar determinados hechos, que si bien por momentos cumple su función, en la mayor parte se torna cansadora y un poco densa, y da a pensar si realmente no había una mejor forma de contar esos hechos.
HOMBRE DE NINGÚN LUGAR El fundido en negro final de Transit da paso a una gran canción. Se trata de Road to Nowhere, de Talking Heads. La inclusión es un regalo para todos aquellos que amamos a David Byrne, pero funciona también como una especie de epígrafe tardío, un flechazo irónico al corazón de una Europa atravesada por el miedo, el racismo y la exclusión. Y para contar esta historia, Christian Petzold adapta una novela de 1942 sobre la ocupación alemana en Francia pero ambientada en la actualidad, porque las fobias hacia los otros se desparraman por el viejo continente con los mismos problemas. “Correr hacia ningún lugar” en el contexto de la canción implica avanzar en medio de la alienación que suponen las elecciones de una vida consumista, atrapada en los moldes institucionales capitalistas. En Transit, los personajes corren para sobrevivir en un presente donde escuadrones policiales hacen redradas, castigan, persiguen y expulsan. La ocupación de la que habla la película repite la historia de los nazis dentro de un contexto futurista que nunca aparece señalado más que con la violencia permanente. Ya la primera escena prepara el camino: un hombre le entrega a otro una carta, todo se maneja entre susurros y el resto es como jugar a la escondida por la vida: estar sin ser visto, ser visto sin existir, mientras “el hambre es indecible”. Luego, un quiebre argumental, una situación donde el pragmatismo, esa experiencia inevitable en tiempos de supervivencia, da lugar a una identidad prestada y a una historia romántica con ribetes fantasmales. Parece mucho, pero la puesta en escena desangelada del director hace que los movimientos constantes parezcan estáticos y que, en todo caso, la paleta de colores chillones (una marca en Petzold) invite a concentrar la mirada en los planos para explorar su propia noción de belleza en medio del horror. El tránsito es múltiple. Está abierto al desarraigo, a las corridas para huir, pero también al intercambio de identidades, de cuerpos y de roles. Y si vamos más lejos, además, el desplazamiento es genérico ya que las acciones se desarrollan con la cáscara de un filme de espías cruzando hacia el melodrama. Y si bien es difícil lograr empatía con los personajes, especialmente con el protagonista cuyo rostro parece decirlo todo con la mirada, se trata de participar de la experiencia de no pertenecer, de ser el hombre de ningún lugar que apenas puede tomar una vida prestada, jugar a ser padre y amante sabiendo que todo ello tiene una fecha de vencimiento. Tal es la desesperación del hombre contemporáneo para Petzold, un realizador que trabaja hace años con estos cruces existenciales y que impregna de política a sus películas sin desdeñar nunca al cine.
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“¿Qué sería de los Clash sin Buenos Aires, donde nacías vos? ¿Qué tal sería Pizarnik como madre de quien nacías vos?” canta Walas de Massacre. De un modo similar, yo me hago otra pregunta hipotética: ¿cómo sería un holocausto donde vivís vos?. No hablo de una nueva ola de fascismo que avanza con líderes como Jair Bolsonaro en Brasil, sino a la vieja usanza. Sí, puede resultar confuso e imposible de imaginarlo pero Christian Petzold lo logra en su nuevo trabajo. Transit adapta una novela de 1942 escrita por Anna Seghers acerca de la ocupación nazi en Francia, pero la descontextualiza llevándola a paisajes donde autos modernos, graffitis en todas partes y personajes actuales remiten de manera indiscutida al tiempo presente.
Transit, un pasaje al vacío Un drama romántico intenso y desolador entre refugiados de la Segunda Guerra es trasladado con maestría hasta la actualidad. Con el protagonico de Franz Rogoswki, la película del alemán Chistian Petzold convoca a no olvidar. (Por Patricia Chaina (Especial para Motor Económico)) Tanto el amor como el olvido horadan los umbrales de la memoria. La carcomen. La ponen en riesgo. Y en la profundidad del drama que traza el avance del fascismo durante la Segunda Guerra se filtra el amor. Su bendición y su estigma. Asoma desolado y convive con la tragedia de los refugiados, hermosos y malditos, que esperan embarcarse a América en el cosmopolita puerto de Marsella, un lugar donde fueron acogidos muchos de los escapados del conflicto. Lugar de paso. Ellos en tránsito. Y los papeles de la visa, un tema difícicíl de lograr. Eso vivió la escritora Anna Seghers en 1941, cuando huye de la ocupación nazi. Para llegar a Ciudad de México debe hacer escala entre otros, en el puerto de Nueva York. Y el trámite del visado es el primer eslabón en una travesía de supervivencia. Así lo cuenta al año siguiente, al publicar su novela sobre un joven que escapa de un campo de concentración y en Marsella toma la identidad de un escritor que ya tiene los papeles para el viaje, pero ha muerto. Quiere el azar y la guerra que este joven se enamore de una mujer, que busca a un hombre, a un escritor con el que viajarían a México, si ella no lo hubiera abandonado. Está devastada. Quiere recuperarlo. La historia que cuenta Chistian Petzold (director ya probado en títulos como Ave Fénix), acontece sin embargo en la Marsella actual. Juega con las dos dimensiones y en el cruce entre pasado y presente propone un canto a no olvidar. Con el amor con estandarte, con el corazón partido. Todo un símbolo. En la desolación de la pérdida nace la angustia por la memoria y el olvido. “¿Quien olvida primero?”, le dice el personaje de la bella Paula Beer, la mujer, al joven alemán que interpreta el cada vez más sólido Franz Rogowki. “¿El que abandona o el que es abandonado?”, agrega la dama. La inquietud atraviesa el tiempo. Y va desde la intensidad de la pasión al drama bélico. Sublima pasado en el presente para reflexionar sobre la memoria. Hacer transcurrir el relato en el presente, es una apuesta valiente y original. Nos sitúa conceptualmente frente a la tragedia de los refugiados en la actualidad. Enfoca ese drama en forma atemporal y con maestría a la hora de filmar, lo trae a escena. Convoca a la memoria. Se impone. Aún cuando el desenlace final, con ribetes de folletín, no alcance la profundidad dramática que trae el relato y su construcción estética; la historia apuesta al amor y a la ausencia. Resulta desgarradora. Pero es ahí, en ese dolor, y en las actuaciones y en la luminosidad visual que posee, donde se sostiene. Transit afiche.jpg FICHA: Titulo: Ttransit / Año: 2018 / País: Alemania / Dirección: Christian Petzold / Guion: Christian Petzold (Novela: Anna Seghers) / Música: Stefan Will / Elenco: Franz Rogowski, Paula Beer, Godehard Giese, Lilien Batman / Duración: 104’ / Apta para mayores de 13 años con reservas.
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Recuerdos del futuro A simple vista, extrañamiento mediante, nos enfrentamos a un texto que bien podría encuadrarse en un melodrama romántico con tintes de thrillers enmarcado en un juego de espías. Pero no, eso que aparece como distintivo es lo que le da otro peso específico al contenido, el entrecruzamiento temporal del argumento, una situación del pasado, no tan reciente, en un contexto espacio-temporal actual. Dicho de otra manera, los personajes viven situaciones conocidas, de hechos históricos recientes, en tanto la humanidad, pero las acciones transcurren en el presente. O en un posible futuro. La ciudad es Marsella, es este punto, la dirección de arte juega con el mismo desdoblamiento, los autos, la vestimenta actual de algunos personajes en contraste con lo que visten los protagonistas, objetos actuales entremezclados con otros de décadas pasadas. Todo termina constituyendo una metáfora que si bien no es sutil le da una impronta del orden de lo escalofriante, casi apocalíptico espiralado, sin salida para los humanos artífices de su propio destino. Definiéndose, de esta forma, como un gigantesco espiral de la historia. Todo ya sucedió, está sucediendo y puede volver a suceder. Tal podría ser una de las lecturas sobre el texto que nos presenta Christian Petzold, el mismo director de “Bárbara” (2012) y “Phoenix” (2014). Un hombre se escapa de la Paris ocupada hacia Marsella tras la invasión nazi, sin premeditación termina adoptando la identidad de un escritor muerto, quien tenía la posibilidad de conseguir la visa deseada para irse al paraíso prometido, llámese Estados Unidos de America o Méjico, valga la ironía. Atrapado en Marsella, en posesión de los papeles necesarios, establece relación con una joven que lo subyuga, ella espera a su marido, quien resulta ser el escritor que se ha suicidado. La historia se centra en estos dos personajes, pero que en realidad son tres o más, transita por temas como el amor, la lealtad, la inmigración ilegal, la intolerancia, la represión, los fantasmas del pasado. En tanto la dicotomía entre lo narrado y la puesta en escena desafía al espectador a constituir relaciones entre el pasado reciente y la actualidad, puede ser Europa, pero también en otras partes del mundo, donde lo limítrofe se presenta como causa de desesperanza y muerte Adaptación de la novela homónima escrita por Anne Seghers, publicada en 1944, una historia que transcurre en la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. En tanto ficción, el filme nos presenta determinados elementos que van constituyendo la historia, simultáneamente pueden reconocerse homenajes a filmes míticos, desde el relato en si a “Casablanca” (1942), mientras que el clima opresivo constante, el miedo que se respira en los personajes, la persecución de los mismos hace recordar a “Fahrenheit 451” , (1966), entre otros. Un texto fílmico al que puede costar entrar en su universo tal como se plantea, pero una vez aceptado el reto, atrapa con herramientas leales, que llevan a la reflexión y no se sale inmune. (*) Realización de Haral Reinl, en 1970.
Un hombre huye de los nazis y finge ser otro; atrapado en Marsella, encuentra a una joven que busca a su esposo desaparecido, casualmente el hombre que el refugiado finge ser. Esto es melodrama, claro y directo, pero también una manera de narrar algo más, de transformar la Historia en ficción para comprenderla mejor. Hay algo de Casablanca en el film y Petzold vuelve a mostrar que es de los cineastas más efectivos de la actualidad.
En su nuevo filme, el realizador alemán de “Ave Fénix” lleva su pasión por el melodrama a un grado de experimentación mayor al adaptar una novela que transcurre en la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial a un tiempo indefinido que podría ser el actual. Una historia de fantasmas, amores, fugas y desencuentros en un filme que supera su intrincado juego conceptual para volverse, sobre el final, tan poderoso como emotivo. El realizador alemán Christian Petzold es un verdadero artista del melodrama, un cultor y conocedor del género tal que se permite experimentar con él como no muchos lo han hecho. TRANSIT, sin embargo, no es —como algunos han aseverado— un filme totalmente experimental sino uno que juega con un enroque temporal que resignifica todo el tiempo lo visto. Es que TRANSIT es una película basada en una novela de 1942 sobre la ocupación nazi en Francia pero está contada como si transcurriera hoy. Pero no se trata de una actualización completa. La novela sigue siendo la misma (hay fascistas ocupando Francia), pero no hay carros de la Gestapo ni cascos sino policías comunes y corrientes, taxis modernos y celulares. La metáfora no es muy compleja que digamos: Petzold intenta mostrar cómo el trato que en la actualidad se le da a los refugiados no es muy distinto de lo que sucedía entonces, con una sociedad civil que daba la espalda a los que eran perseguidos y necesitaban protección. Pero el director de PHOENIX/AVE FENIX está lejos de plantearse hacer un docudrama político convencional sino que usa los recursos y las figuras del melodrama para contar esa especie de purgatorio en vida que fue para muchos y sigue siéndolo hoy ser un perseguido político, un refugiado, un paria social. TRANSIT arranca como una película de espías de los años ‘40 y al principio sorprende el choque entre los diálogos propios de una película sobre la Francia ocupada y las locaciones actuales, pero una vez que uno se acomoda al sistema —con la clásica voz enoff en tercera persona propia de las adaptaciones ms afrancesadas del noir— la película se convierte en un melodrama casi clásico. La historia, obviamente, es larga y compleja de resumir. Involucra una misión que sale mal, un hombre con una carta de asilo que no es suya para irse a México, un escritor muerto, una fuga de Paris a Marsella, un encuentro ahí con una madre y su hijo inmigrantes y, luego, con la mujer del escritor, de la que este hombre se enamora. Y mientras esperan ese papel que les permita fugarse de la Francia ocupada (curioso es también que los personajes siendo ocupados sean y hablen en alemán), las cosas y personajes se siguen complicando, con un juego de confusión de identidades, realidad y fantasía típicas tanto del género como de la obra de Petzold. Este thriller de espías va dando paso de a poco a una película romántica que puede ligarse tanto a CASABLANCA como a la relectura nouvelle vague de ese tipo de cine clásico, a la ALPHAVILLE. Es un experimento conceptual en el sentido que por momentos podría parecer un filme de ciencia ficción, en otros uno de época pero posmoderno tipo BASTARDOS SIN GLORIA y, en otros, un emotivo melodrama centrado en las idas y venidas de Gregg, un sobreviviente de un campo de concentración que tiene que ayudar a una pareja a escapar pero que, por las circunstancias y su propio involucramiento con los personajes, empieza a girar la rueda del destino a lugares inesperados. Es, sí, una película más compleja que las anteriores del propio realizador, pero esos giros dramáticos y formales se sostienen por el peso emocional que carga el protagonista, un hombre con varios puntos de contacto con el Bogart de aquel clásico filme. Si bien su aspecto no tiene nada que ver con el del galán de Hollywood, este hombre atrapado en Marsella entre el amor y el deber durante una ocupación remite emocionalmente a ese clásico personaje. Pero Petzold no invita a la nostalgia sino que la utiliza para hacer un filme conceptual y político sin dejar de buscar la emoción genuina del espectador. En el poderoso final uno ya se olvidó por completo de todas las tácticas de aplicado estudiante de la historia del cine que es el realizador alemán y se entrega al rostro del protagonista, un hombre en tránsito perpetuo pero uno que comprende, también, que no todo en el mundo pasa por él.
Cristian Petzold es el realizador del cine germano contemporáneo por excelencia, siendo singularmente diestro en el melodrama y todas sus posibles derivaciones discursivas. Hemos conocido ya sus abordajes en filmes como Seguridad interior (2000), Triángulo (2008), Bárbara (2012) y Ave Fénix (2014) donde vemos cómo pone en juego una mirada intimista sobre los vínculos e inquietante sobre los mundos psicológicos de sus personajes. Su pulso en la narrativa se impone con la capacidad de un estudioso cinéfilo y como apasionado cineasta conjuga tramas y situaciones que nos envuelven con sus complejas narrativas emocionales haciendo del uso del contexto un espejo invertido sobre los mundos interiores de los seres que lo habitan. Intertextualmente conectado con Wenders y Fassbinder, en sus filmes hay huellas de ambos realizadores alemanes con los que dialoga profundamente, aquellos que fueron motores del icónico Nuevo Cine Alemán que resurgía de las cenizas de la post guerra. Pero su marca lleva huellas de otros maestros como Hitchcock, Sirk y otros genios del cine clásico americano. Cristian Petzold es preciso y profundo a la hora de diseñar estructuras narrativas. Capaz de narrar como un brillante ajedrecista presentándonos formas – cronológicas o no – que siempre se nos hacen audaces y llenas de incertidumbre. No son simplemente estructuras no canónicas o de superficial corte experimental, sino que son ante todo ensayos cuidadosamente construidos donde la línea de pensamiento sobre el tema a tratar se une a la trama de manera inseparable. Ese leit motiv del autor se deja entrever a través de las vivencias de sus caracteres al mismo tiempo que despliega su solvencia y hodnura en la construcción del andamiaje estructural. Las apuestas de Petzold se hacen cada vez más atractivas, ya que a la hora de abordar un nuevo diagrama no apela a las redundancias ni las obviedades. Es con esa genuina pluma que nace Transit, su último filme. El mismo director lo contextualiza como el cierre de una trilogía iniciada con Bárbara y continuada por Ave Fénix, cuyo tema nuclear es el de “los amores que nacen dentro de sistemas opresivos”. El relato cinematográfico está basado en la novela homónima de la alemana Anna Seghers (1944) siendo el guion obra del propio director. En la tarea de transposición Petzold se toma algunas libertades autorales, ya que replica el mundo germano durante el nazismo aquel de los años 40 que la novela propone, pero instala el contexto de esos mismos conflictos en la Marsella contemporánea, una clave de resignificación total de la historia. Cuenta el cineasta que el primer abordaje a la adaptación fue una idea que compartió con magistral documentalista alemán Harun Farocki, colega y amigo, que consideró inviable el proyecto, al menos en los términos de una adaptación clásica y especialmente partiendo de ese texto germen de alta calidad literaria lo que suponía el riesgo de caer en una obra de menor profundidad narrativa. Aún así, Petzold inició un boceto del proyecto y en el proceso de escritura el material terminó perdiéndose en una computadora averiada. Años más tarde se reencontró con una nueva idea germinal sobre Transit ya sabía que el planteo sería diferente y ese descubrimiento fue la llave para abrir un nuevo camino hacia el filme. Presentificar ese pasado opresivo, traer el relato ubicado en los últimos años de la segunda guerra al contexto actual, y yuxtaponer a eso las caracterizaciones de los personajes como si ellos vivieran en aquella histórica década atroz. Este disloque de temporalidades hace al filme universal, atemporal, espejando el pasado de la segunda guerra con la opresión de la Europa actual. Un reflejo sobre los refugiados del presente en aquellos “otros” refugiados del pasado, reiterándose en ambos planos la condición de ser ante todo sujetos “en tránsito”. El argumento no es simplista, obvio, directo, ni lineal. Juega entrando y saliendo de distintos acontecimientos que nos intrigan y nos arrojamos a ellos buscando develar su significación final. Es nítido el punto de vista ya que el filme nos propone seguir a nuestro protagonista, Georg, un judío alemán refugiado que vive en la Francia de los años 40. Un amigo lo compromete a entregarle unas cartas a otro refugiado, un escritor a quien encuentra ya sin vida, lo cual cambia todo el sentido del plan. Georg vislumbra en esa situación un salvoconducto para repensar su identidad, el que es un don nadie tal vez pueda, en el cuerpo de ese ausente escritor, encontrar una salida para su supervivencia y sus anhelos. Allí encuentra como vestigios del escritor fallecido una novela de su autoría y la carta sin entregar de su mujer, Marie. La trama se focaliza en el camino que toma Georg al decidir ser ese “otro” apropiándose de la identidad del ausente y poniéndole el cuerpo a ese hombre del que ya casi nadie puede recordar con detalle su rostro pero que algunos aún esperan. Se construye como un doble, otro yo, un fantasma de otro fantasma. El azar, o cierto compromiso, lo llevan a conocer a una mujer y un niño que viven solos en las afueras de la ciudad. Más allá de encariñarse con ellos, son otros refugiados que nada tienen que ver con su búsqueda. Otra es la meta que le ha tocado en suerte. Una mujer de labios rojos y largo piloto que aparece una y otra vez es quien lo lleva como un fantasma a su objetivo. Ella, Marie, con un nombre tan universal como su existencia, tal vez una metáfora o una alegoría sobre el amor. Ella es quien lo confunde con otro hombre huyendo cada vez para volver a aparecer. Es esa la mujer que él espera sin saberlo. La esposa sin hombre, una y todas las mujeres a la vez. La vemos existir como la proyección de una fantasía masculina capaz de hacer real lo inalcanzable, y ahí habita ella, la fantasmática Marie. La trama los encuentra casi como si el destino lo quisiera, y en ese encuentro se definen el uno al otro, en torno a este vínculo amoroso y a la falsa identidad que Georg detenta. Se aman, o al menos eso desean. Las fantasías imposibles que proyectan el uno en el otro van llevándolos al punto crítico de otro nuevo desencuentro. Una historia de amor en el limbo inconmensurable que es el del estado de vivir “en tránsito”, en una suerte de “no lugar” de estado de no pertenencia. La segunda guerra, que habita en el drama de los personajes, funciona como un fondo fantasmático están allí padeciendo esas angustias y la vez allí no están. El melodrama que envuelve a esta pareja se imbrica con otras complejidades. El estado de dualidad de Georg, que es y no quien es, la duplicidad que lo lleva a presentarse también como otro sujeto de alguna manera “fantasma” buscando su propia identidad en este universo inestable. La película tiene una clave esencial para abrir su puerta misteriosa, para correr ese velo que la hace diferente a cualquier filme sobre el nazismo, o cualquier relato actual sobre el tema de los refugiados. Esa clave es la de una atemporalidad única, construída por dos tiempos nítidos y superpuestos. Uno es el tiempo de los hechos de la narración y sus datos precisos, esos que describen textualmente la segunda guerra mundial, instalados en todos los diálogos, en los hechos que se trazan en el argumento y en muchos detalles del arte del filme. Por otra parte está el nítido presente, la actualidad, que es donde se enclavan todo el resto de los elementos del relato: los espacios, los vehículos, los personajes, los otros refugiados que remiten al aquí y ahora siendo los extranjeros que hoy habitan Europa y que ahora son el tema de conflicto cultural. Es una película que, uniendo dos momentos históricos alejados, amplía la reflexión sobre la pregunta existencial sobre la identidad y la reflexión sociológica sobre la pertenencia. La hondura de los conceptos que el relato atraviesa son de fuerte raíz filosófica con bases conceptuales en temas como el individuo, el otro, la pertenencia y la muerte. La superposición de planos históricos es la marca de agua de la película, pero además está llena de citas internas a otros filmes de ficción sobre la guerra o la post guerra en Alemania, como por ejemplo “El casamiento de María Braun” (1979) de R.M. Fassbinder donde una mujer, Marie, espera incondicionalmente el regreso de su hombre de la batalla. Al iniciarse el filme vemos que reza en la pantalla: “Dedicada a Harun Farocki”. Es suficientemente clara su posición al elegir abrir el relato con este homenaje al ya fallecido gran maestro, referente de Petzold. Como grandes humanistas que ambos son, sin duda los enlaza una capacidad de atravesar las más complejas preguntas sobre el hombre y su frágil condición de ser frente a la controversial situación del estar, aquí y ahora. Eternas preguntas de la filosofía germana que solo pueden resurgir a la pantalla desde las manos de este gran artista y pensador del lenguaje. Por Victoria Leven @LevenVictoria