El kaos, un gag de Superagente 86, un poco de Lennon, grandes actores y PUM: Un Crimen Argentino (2022). Con esto podríamos suponer que este policial tiene tendencias importadas en la, ya no tan nueva, moda de investigación de crímenes que abundan en las pantallas, pero no, afirmamos que es bien autóctono. Bajo el ala de Warner y la dirección de Lucas Combina, conocido por el alcance que le dio a su proyecto La chica que limpia (2017), serie policial cordobesa premiada y vendida a Warner para HBO en su versión latina y para Fox en la estadounidense, hoy estrenan esta nueva adaptación de un crimen real de los años 80, documentado y ficcionado por Reynaldo Sietecase con el mismo nombre que la película en 2002. En el marco de la dictadura cívico-militar autodenominada «Proceso de Reorganización Nacional» que gobernó Argentina durante las décadas del 70 y 80, desaparece un empresario rosarino. Esto genera suspicacias por contexto, sin embargo, la historia juega una competencia espeluznante a tono con el panorama social. Este thriller, protagonizado por Nicolás Francella (con bigote y tan parecido al padre que parece clon) y Matías Mayer, desandará la investigación, las idas y vueltas de las relaciones Estado/Justicia y en la hermosa Rosario de los años 80 nos presentará a #eldoctor, el asesino y abogado Juan Carlos Masciaro, interpretado por Darío Grandinetti en calzones y bata, imperdible. Si bien este es un caso reconocido mediáticamente por los sucesos y por el libro de Sietecase, lo cierto es que se disfruta más sin saber detalles para que la película los lleve por los vaivenes de la incertidumbre y los puntos de vista. Algo que este film logra de manera muy efectiva. Por otro lado, podemos decir que, real, no se necesitaban ingresar a la película con una escena de sexo, algo que parece muy repetido en el cine en general, pero que en el cine argentino ya es un cliché. En cuanto a la actuación, los dos protagonistas están excelentemente apoyados y sostenidos por los grosos de Grandinetti, Ajaka, Luque, Cortese y Bordón que la rompen. Si ya es conocida la queja de la sobreactuación y los guiones poco creíbles en el cine nacional, esta es la excepción. Alberto Ajaka sorprende de manera grata con un personaje ambiguo, un agente del policía encargado de chupar y torturar, que podría quedarse en esa y sin embargo genera matices. Por otro lado, el contrapunto entre militares y jueces protagonizado por Cesar Bordón y Luis Luque, que va del respeto y miedo al apriete y más miedo, figuran a la perfección los límites, en extremo delgados, de una sociedad asediada. La historia secundaria habla de un agente de la justicia, Francella, que decide irse del país con los cuestionamientos y resquemores que esto trae. En esta segunda historia aparece una relación amorosa encubierta, el mismo protagonista con la sobrina del Juez (Luque) a cargo del juzgado donde ambos trabajan, y la lucha de esta secretaria que, aun con contactos, intenta darse un lugar en este mundo de hombres. Protagonizada por Malena Sánchez, la Patricia Pacheco de El Potro, lo mejor del amor (2018) sortea con dignidad la primera escena de la película y se asienta en su personaje. Es digno de resaltar el compromiso que se siente en el papel de Matías Mayer, que en 2015 estuvo en Historia de un Clan, la miniserie basada en los hechos de la familia Puccio, y que en Un Crimen Argentino rivaliza abiertamente con el personaje de Ajaka y que en ese torbellino no se pierde ni se desdibuja. Es un punto no solo para la actuación sino también para los guionistas que lograron estabilizar el drama con humor, al nivel justo, sin llevar la película hacía Los superagentes: Tiburón, Delfín y Mojarrita. Como ya sabrán, soy muy crítica de las películas argentinas, creo siempre que podemos dar más y queda claro en Un Crimen Argentino que puede ser así. La puntuación se justifica porque no necesitamos, como sociedad ni como espectadores, poner una mujer en bolainas en la primera escena para que la película sea buena, incluso entendiendo que se puede tomar como un homenaje a los policiales argentinos de los años 80 protagonizados por ejemplo por Federico Luppi o Julio de Grazia.
Basada en la novela homónima de Reynaldo Sietecase, Un crimen argentino, de Lucas Combina, es un potente ejercicio de suspenso que se nutre de la línea más clásica del policial para hablar de un momento preciso de transición entre la dictadura y la democracia a partir de la investigación de dos jóvenes secretarios de un juzgado de instrucción con ideales diferentes sobre el mundo. Apoyándose en potentes y sólidas actuaciones, la película avanza a paso firme desnudando las miserias que hacia 1980 atravesaban a la sociedad argentina, en donde dos jóvenes con diferentes aspiraciones, pero una gran amistad entre sí, se verán involucrados en una compleja intriga cuando intenten resolver la desaparición de un peso pesado de la zona más oscura del mundo comercial. Al avanzar el relato, y con la aparición de un misterioso sujeto, estos dos secretarios, secundados por el ala más siniestra de la policía y la fuerza militar, deberán lidiar con el profundo anhelo de cambio, sus expectativas ante la profesión y el deseo irrefrenable de dejar todo atrás para probar suerte en otro lugar. Un crimen argentino, gracias a la pericia de Combina y una cuidada y contundente reconstrucción de época, se permite transitar la historia de este hecho policial que acaparó las primeras planas de la prensa rosarina hacia 1980, con pasos lentos y certeros, desarrollando las características de cada uno de los personajes, sin temer detenerse en eso. A la dupla protagónica, encarnada por Matías Mayer (brillante), Nicolás Francella y Malena Sánchez, se suman excelentes secundarios de Alberto Ajaka, Rita Cortese, Luis Luque, Cesar Bordón, y una, cuando no, excelente interpretación de Darío Grandinetti. Valiéndose del humor, la sensibilidad y la notoria capacidad para visitar con inteligencia el género, Un crimen argentino es una de las mejores producciones nacionales “industriales” de los últimos años, indicando un rumbo por el cual deberían continuar aquellas películas en las que las plataformas foráneas desean invertir en el país.
Uno de los espacios más recorridos por el cine argentino es el que refiere a los hechos ocurridos en la última dictadura militar. Desde Sinfonía para Ana hasta La historia oficial, abunda una amplia cantidad de producciones que proyectan los horrores de aquella época. Aún así, el terror inspirado por la dictadura es tal, que seguimos necesitando directores que recompongan un rompecabezas de desaparecidos, madres en luto y nombres propios diluidos en el olvido. En este caso, Lucas Combina traslada la novela ‘Un crimen argentino’ de Reynaldo Sietecase a la pantalla grande y, sin escatimar en detalles, nos cuenta un hecho que fue espantosamente real. Cuando un adinerado empresario desaparece en la ciudad de Rosario y en el marco de la última dictadura militar, los secretarios jurídicos Antonio Rivas (Nicolás Francella) y Carlos Torres (Matías Mayer) lideran la investigación para encontrarlo. Como si el caso fuese poco transparente de por si, surgen otros interesados en hacer aparecer al empresario. El problema no es solo la carrera que Rivas y Torres deben jugar para ser los primeros en dar con el paradero del desaparecido, sino también las oscuras intenciones de aquellos contra quienes compiten para llegar a la meta. Desde la capa más superficial de la cinta hasta la más profunda, cada elemento de ‘Un crimen argentino’ se luce en su meticulosidad. Para empezar, la configuración de un estilo de época plenamente acertado. La paleta de colores, la vestimenta, los autos, los hábitos del momento y ese andar precavido de los personajes por espacios abiertos que, en cualquier segundo, pueden convertirlos en desaparecidos. La inmersión en la historia elige comenzar desde lo espacial y estilístico. Luego, se transfiere ese mismo detallismo a los diálogos y las actuaciones. Los intercambios entre personajes se sienten genuinos y para nada forzados, incluso cuando se desliza una frase cómica por acá o por allá. Antonio Rivas y Carlos Torres viajan de la tranquilidad al miedo, pasan por lo reidero y hasta se detienen en ciertos momento de ira. Aún con tantas idas y vueltas anímicas, ningún diálogo se siente fuera de lugar, y de hecho, amplian la verosimilitud de la historia. Es decir, a pesar de la seriedad que requiere el contexto histórico y político en el que se inserta la trama, se nos recuerda una y otra vez que estamos observando a un grupo de personas que no tiene un manual de como manejar sus emociones en el medio de una dictadura. Aquello establece modos de comportamiento que no parecen sacados de una ficción, sino de cualquier escenario cotidiano. Entonces, podemos asegurar que los detalles abundan y caracterizan todos los aspectos de la película. Sin embargo, donde más efectivos resultan es en los tiempos del relato. ‘Un crimen argentino’ sabe que trata con la historia de un asesinato que generó más interrogantes que respuestas, y el ritmo narrativo no desea elidir ninguna de esas preguntas. Por eso, si lo que se quiere es ver una película con núcleos de acción potentes y resoluciones continuas, puede que sea mejor elegir otra opción (aunque sería una pena). Todos los personajes divagan, elucubran, intentan probar sus deducciones, fallan y vuelven a empezar, así una y otra vez. De esta forma, el director se propone retratar cada arista de una historia real y una época que, aún hoy en día, intenta escabullirse de la revelación de la verdad y sus minucias.
“Bronca porque matan con descaro, pero nunca nada queda claro”, dice parte de la letra de La Marcha de la Bronca, de Pedro y Pablo. Bajo este manto de dudas e impunidad se suceden los hechos de Un Crimen Argentino, film que se estrena en cines el próximo 25 de agosto. 9 de diciembre de 1980, plena dictadura y un día después del asesinato de John Lennon, dos secretarios de juzgado de la ciudad de Rosario (Nicolás Francella y Matías Mayer) son enviados a investigar y resolver la desaparición de un empresario de la zona. Su mayor obstáculo será la policía que quiere hacer su trabajo bajo sus propios métodos represivos. Basada en hechos reales -y en el libro homónimo del periodista Reynaldo Sietecase-, el film tiene todos los elementos de un thriller bien armado y llevado de principio a fin. Al igual que El Secreto de sus Ojos, el marco de la última dictadura cívico militar le da una especie de clima que se podría llamar “noir argentino”: las infames palabras de Videla en una conferencia de prensa en 1979 al comienzo de la película, la presencia casi constante de autos Falcon color verde y personas con el poder de hacer lo que quisieran. Todo esto en paralelo con un hecho que se asemeja a esos procedimientos, pero al mismo tiempo, no tiene nada que ver. Un tira y afloje entre el poder de la justicia y el poder militar. La cinta de casi dos horas cuenta con un elenco de renombre, cuyo mayor peso recae en la dupla de Nicolás Francella y Matías Mayer, una pareja dispareja dramática con muy buenos matices y que saben complementarse uno al otro. Se resalta también la actuación de un excelente Darío Grandinetti, con un personaje que trajo muchos recuerdos de aquel interpretado por Mark Rylance en Puente de Espías (y que le valió un premio Oscar); trabaja muy bien esos mínimos detalles que logran generar una ambigüedad en el espectador. Por último, y no menos importante, completan el elenco las grandes labores de Malena Sánchez, Rita Cortese, Alberto Ajaka, Luis Luque y César Bordón. Ninguno se desperdicia y da gusto que así suceda. Más allá de algún que otro diálogo, que al parecer obligatoriamente tenía que decirse y causaba un poco de ruido al no sentirse natural, Un crimen argentino sirve y atrapa como película. Un gran ejemplo de la calidad actual de nuestro cine nacional.
Basada en el libro de Reynaldo Sietecase Un thriller político bien narrado por donde se lo mire: de eso se trata Un crimen argentino, la película basada en la novela de Reynaldo Sietecase con guion de Sebastián Pivotto, Jorge Bechara y Matías Bertilotti. La historia refiere a un secuestro ocurrido en la ciudad de Rosario en 1980, una especie de mito urbano recreado en esta producción protagonizada por Matías Mayer junto a Nicolás Francella, dirigida por Lucas Combina. Basada en la novela del periodista rosarino y del mismo nombre, publicada en 2002, Un crimen argentino conserva elementos del ritmo vertiginoso que son comunes a este tipo de relatos y construye un universo que reparte sus fichas en una buena mano. El contexto se apoya en un momento político complejo, en plena dictadura, con grupos de tareas actuando en paralelo con poder de policía y dadores de justicia, “trabajando” alternadamente con los funcionarios de la justicia. Los intereses de los poderes, ocultos a la vista de los simples mortales, son moneda corriente en ese entonces como hoy, y de alguna manera van acomodando los tiempos en un equilibrio similar al que el relato acude para estabilizar los tiempos y las formas, y, a la vez, no caer en su desarrollo. Rodada en Rosario, el clima local parece ser absorbido en la imagen de cada fotograma que constituye en la película, y funciona en el todo que atraviesa el film. El elenco se completa con Malena Sánchez, Rita Cortese, Luis Luque, Alberto Ajaka, César Bordón y Darío Grandinetti. Un crimen argentino es una excelente opción para este fin de semana, en base a las novedades cinematográficas.
Un caso real impresionante que trepó a las primeras planas de la prensa rosarina y no es tan conocido en el país. La desaparición del hijo de un poderoso empresario en 1980 cuando se advertía que la dictadura militar ya daba signos de un fin, pero que mantenía intacto su poder de terror e impunidad. El caso se relaciona directamente con una definición oscura y terrible que dio Videla hablando de los desaparecidos, un testimonio que abre el film y que desde ese momento atrapa al espectador para no soltarlo más. El director Lucas Combina engarza a la perfección todos los elementos del género a una apuesta industrial y popular de seguro éxito. Basado en el libro de Reynaldo Sietecase con guión de Sebastián Pivotto, Jorge Bechara y Matías Bertilotti, el nudo es el caso en si, pero perfectamente insertado en una época con su clima de miedo e impotencia, donde dos jóvenes secretarios de un juzgado buscan un poco de justicia en un país que no la tiene. Deben lidiar con los métodos de un policía violento, los militares temibles, la mafia omnipresente y la valentía de un juez que los respalda. Además de un sospecho que mezcla seducción con oscuridades, recreado con puntillosidad y su talento habitual por Darío Grandinetti. Pero todo el elenco es de lujo: Luis Luque, Rita Córtese, Alberto Ajaka, y el trio joven integrado por Nicolás Franchella, Matías Mayer y Malena Sánchez. Tensión, una trama bien sostenida, temas actuales de nuestro país y un método escalofriante. Un film para no perderlo.
"Un crimen argentino": intriga débil. Basada en la novela homónima del periodista Reynaldo Sietecase, Un crimen argentino comienza con aquel discurso infame en el que el general Videla intentó explicar que 30 mil personas podían desaparecer como “muertos en vida”, ser “una ilusión”. La cita viene a cuento, no solo porque la opera prima de Lucas Combina transcurre en tiempos de la dictadura, sino porque gira alrededor de una desaparición, sucedida realmente en la ciudad de Rosario hacia fines de 1980. Aunque no se trate de una desaparición política sino de un caso de secuestro civil, el film quiere ver en ella un reflejo a escala de lo que sucedía en la época. No solo por aquel discurso sino porque en la trama aparece un militar de alto rango, aparentemente muy interesado en una solución sospechosamente rápida y expeditiva. A la vista del caso, sin embargo, la tesis de este film distribuido por Warner y HBO suena forzada. Al despacho del juez de instrucción Jorge Neldo Suárez (Luis Luque) llega la denuncia por el secuestro de un empresario, Gabriel Samid, y el juez deriva la investigación a sus secretarios Antonio González Rivas (un correcto Nicolás Francella) y Carlos Torres (el debutante Matías Mayer, lo mejor de la película). Los secuestradores piden un millón de dólares, mientras Rivas y Torres van siguiendo la línea de puntos. Se entrevistan con los familiares de Samid, se apersonan en el club nocturno donde se vio por última vez al empresario y finalmente tienden la clásica trampa. Acceden a pagar y combinan la entrega del dinero en un lugar público, donde el policía Cerbera (Alberto Ajaka, convenientemente duro) concurrirá con sus hombres -una pandilla de torturadores- para atrapar a quien vaya a retirar la millonada. Sencillito, aunque la cosa sale previsiblemente mal (si no fuera así la película terminaría antes de la media hora). A todo esto, González Rivas y Torres sospechan de Cerbera, “puesto” en la investigación por un teniente coronel Ríos (César Bordón, excelente como siempre), y el juez Suárez sospecha a su vez de éste. Hasta que los hilos llevan hasta un abogado-estafador (Darío Grandinetti, más desahogado que haciendo de Perón en Santa Evita), que acompañaba a Samid la noche que desapareció. Y que podría ser su secuestrador. O no. La intriga de Un crimen argentino es débil. Hay un solo sospechoso, de no ser por Ríos y Cerbera, pero en el caso de éstos la resolución decepciona las expectativas generadas. El villano es igualmente débil (un presunto “demonio”, ciertamente muy menor), y los hilos narrativos otro tanto. No hay quiebres ni sorpresas. Los personajes están definidos por una única característica, y ésta no es precisamente profunda. Torres es lechervida, González Rivas se va del país en días más, no se sabe muy bien por qué, y su relación con una colega del juzgado (una impecable Malena Sánchez) no suma ni quita nada. El juez es de ésos que posan de guapos ante sus subordinados, pero se ve a la legua que es un buenazo de aquéllos. Y eso va siendo todo. Solo cabe agregar que el caso finalmente resulta ser lo que parecía a primera vista, sin relación directa con la dictadura. Por más que aparezca un hombre de uniforme y unos policías de picana en mano. Pero la picana la usa cualquier policía, no hacía falta ser miembro de un grupo de tareas para conectarla.
El cine argentino de aspiraciones masivas, se sabe, tiene una predilección por las comedias y los policiales. A este último grupo pertenece Un crimen argentino, adaptación de la novela homónima del periodista y escritor santafesino Reynaldo Sietecase que recrea lo ocurrido con un misterioso asesinato en la ciudad de Rosario en 1980, cuando la última dictadura militar intentaba aferrarse con sus últimas fuerzas al poder. La dictadura funciona, en términos narrativos, como mucho más que un contexto que permite una notable recreación de época. La película de Lucas Combina logra describir la sensación de opresión, de miedo omnipresente, que permeaba a la sociedad de esos años. Desde ya que investigar el asesinato de un acaudalado empresario, llamado Gabriel Samid, implicaba meterse en las altas esferas de un poder cuyos intereses podían verse afectados, algo que rápidamente descubrirán los dos jóvenes secretarios de un juzgado de instrucción a cargo de la investigación. Antonio (Nicolás Francella, con un bigote y look retro que lo hace muy parecido a su padre Guillermo) y Carlos (Matías Mayer) quieren hacer las cosas bien, pero no es fácil, como demuestran los aprietes que recibe el juez (Luis Luque) y las actitudes del comisario (Alberto Ajaka) y un militar del alto rango (César Bordón). Así y todo, logran dar con un sospechoso de apellido Márquez (Darío Grandinetti). Todas las pistas conducen a él, pero falta el cuerpo. Y sin cuerpo no hay delito. Con un relato bien construido, la película evita caer en la sordidez del noir para, en cambio, valerse del humor y la inteligencia para aproximarse al policial dándole una impronta local. Lo que no implica que no haya tensión ni momentos de desconcierto cuando la causa parece empantanarse. El resultado es un exponente de género que no podría transcurrir en un lugar distinto al que lo hace.
La crónica periodística y la novela negra compartieron desde los albores del siglo XX el compromiso en el retrato del crimen como emergente de una oscuridad presente en los cimientos de la sociedad. A diferencia del policial del enigma, en el que la voluntad del detective consiste en llevar orden al caos del mundo y comprender los mecanismos ocultos del mal, en la novela negra el crimen nace de las calles y el detective es apenas un cronista de su cruel itinerario. En esa tradición se enmarca la novela de Reynaldo Sietecase, publicada en 2002, basada en un hecho real y tan heredera de la serie negra universal como de la realidad argentina que asumió la trágica forma del policial en los años más cruentos de la última dictadura. Ambientada en la ciudad de Rosario, Un crimen argentino sigue la investigación de la desaparición de Gabriel Samid, el hijo de una prominente familia de la ciudad y asiduo de la noche y de las malas compañías. En esa pesquisa se conjugan tanto el interés de los militares por conseguir una rápida resolución como la voluntad del juez Suárez (Luis Luque) de encontrar a Samid con vida. Quienes ofician de detectives del caso son dos jóvenes secretarios del juzgado, cuya responsabilidad profesional se tensa con sus situaciones personales: la decisión de abandonar el país por un mejor futuro para Rivas (Nicolás Francella), y la vocación de permanecer en el sistema judicial para Torres (Matías Mayer). El camino de ambos es por demás espinoso, condicionado por los secretos que rodean a la familia Samid –acá es donde la película es menos profunda-, por la imperiosa necesidad de los militares de encontrar un culpable, y sobre todo por la oscuridad de aquel tiempo, en el que las desapariciones y la impunidad estaban a la orden del día. La idea de la historia es que es difícil hacer justicia en un sistema corrupto, idea nacida del nervio ético de la literatura que le dio origen. En esa línea, la película es efectiva pero cautelosa, su puesta en escena nunca expande las oscuridades morales hasta los estamentos a los que el cine negro llegó a erosionar. En el comienzo, la trama se construye de manera algo mecánica, cumpliendo con las reglas del género pero con un aire artificial, no del todo asimilado a una narrativa propia. En ese juego de sortear aprietes y mantener convicciones, Luque es quien mejor se mueve al delinear a la figura de Suárez en un precario equilibrio, sin convertirlo nunca en un falso héroe. Ahora bien, a medida que avanza el relato, las piezas parecen acomodarse con soltura y la fluidez consigue superar cualquier pequeño desajuste: ello se debe sobre todo a la presencia de Márquez (un impecable Darío Grandinetti), un abogado y expresidiario que se convierte en una pieza clave del misterio, cuya inquietante serenidad consigue un pulso ominoso que no había aparecido antes en la película. Lucas Combina maneja con solvencia y profesionalismo los recursos del género en una ópera prima que consigue un retrato aceitado y efectivo de uno de los momentos más negros de la historia argentina.
Como una suerte de «buddy movie» argenta con algunos toques de comedia y una dinámica formar de narrar una crónica policial, Un crimen argentino es una propuesta que marca un auspicioso rumbo de las producciones argentinas de plataformas
Un crimen argentino es un policial inspirado en un crimen real, retratado en un libro escrito por el periodista Reynaldo Sietecase. La historia transcurre en diciembre de 1980, en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina. Un adinerado hombre de negocios, Gabriel Samid, desaparece y dos secretarios del juzgado -Antonio Rivas (Nicolás Francella) y Carlos Torres (Matías Mayer)- reciben la orden del juez Suárez (Luis Luque) de investigar el caso. En paralelo la policía avanza con sus pesquisas y el comisario (Alberto Ajaka) tiene una postura menos interesada en la verdad y más en cerrar el tema cuanto antes. ¿Es una desaparición sin explicación o es un secuestro? ¿Samid está vivo o está muerto? Esas dudas son mal guiadas por un guión que empieza con tropezones y termina con caída. La voz en off del dictador Jorge Rafael Videla y su infame discurso sobre los desaparecidos son el inicio de la trama que promete una fuerte conexión con los crímenes cometidos durante la dictadura. Pronto sabremos que no es así. El discurso de Videla sirve más como contexto que otra cosa. Como el asesinato de John Lennon, la película lo usa para ubicarnos en la época. Claro que el tema del gobierno militar es una presencia constante en la trama, pero al tratarse de una desaparición, todo grita que hay que pensar en un tema político. El policía violento, el militar que presiona al juez, todo dice que hay que pensar en eso. Como es una trama policial y de suspenso, no hay que adelantar hacia dónde va la resolución, aunque por otra parte la película abandona el suspenso luego de los primeros treinta minutos. Las promesas del comienzo y las historias que se despliegan consiguen interés hasta queda claro que el guión es muy limitado y que la resolución será muy insatisfactoria. El comisario represor es una caricatura del cine argentino de la década del ochenta, porque los actores nacionales no saben hacer esos papeles sin enloquecer. Los dos protagonistas hacen lo que pueden pero los diálogos y las situaciones son páginas de guión sin espontaneidad alguna. Y el siniestro Márquez, principal sospechoso, es un personaje sin fuerza alguna. Darío Grandinetti lo interpreta con el viejo tono inexpresivo con el cual ha hecho una carrera, pero al menos no hace de un personaje famoso, por lo que simplemente está apagado. El problema, una vez más, es el guión. Ambientada durante la dictadura, no es una película sobre la dictadura, aunque no se priva de una escena de tortura explícita, como el cine argentino tenía la necesidad de mostrar cuarenta años atrás. En esta trama, no tenía justificación. Para peor, lo hace en un montaje alterno con otra situación clave de la trama, lo que la vuelve aún peor. Fuera de control, la película parece estar más cerca de justificar dicho crimen atroz que de condenarlo, una clásica ambigüedad ideológica de los guiones sin rumbo. No, no lo hace, pero incluir ese momento es un error más de una trama que se apaga hasta quedar en nada.
Si alguien dijera que este filme tiene muchos puntos de contacto con “El Secreto de Sus Ojos” (2009) de Juan José Campanella, no estaría equivocado. Ambos filmes tienen como protagonistas a los empleados de un juzgado, los dos secretarios, una ayudante y un juez. La relación amorosa entre dos de estos personajes y el tiempo que se circunscribe a la dictadura militar en Argentina, con todo lo que ello implica. Sin embargo ahí se terminan las coincidencias. El director cordobés Lucas Combina construye un thriller manteniéndose mas allá del suspenso, para ello utiliza como foco el contexto histórico, más que
Este jueves llega a las salas de todo el país «Un crimen argentino». Thriller policial ambientado en Rosario en plena dictadura militar (década del 80’). Quien se encuentra detrás de la nueva producción nacional protagonizada por Nicolás Francella, Matías Mayer, Malena Sánchez y Darío Grandinetti es Pampa Films. Productora de amplia trayectoria que cuenta con trabajos como «Un cuento chino» (2011), «Nieve negra» (2017), «La señal» (2007) y la reciente serie «Monzón» (2019) en su extensa filmografía. «Un crimen argentino» es una cinta basada en la novela homónima de Reynaldo Sietecase quien, a su vez, se inspiró en un hecho real ocurrido en los años 80’. La sinopsis nos adelanta: un hombre de negocios en la ciudad de Rosario, desaparece sin dejar rastros, en el marco de la dictadura militar argentina. El caso es asignado a dos secretarios de un juzgado (Francella y Mayer) de instrucción pocas semanas antes de que uno de ellos emigre a España. En una carrera contra el tiempo ambos juristas intentarán resolver el caso enfrentando las interferencias de una policía subordinada al poder represor. El encargado de dirigir la película fue Lucas Combina, un cineasta oriundo de Córdoba que a pesar de venir inmerso en la industria audiovisual desde 2006 (en variados puestos laborales), ocupó la silla del director solo en cortometrajes y documentales. En vistas del correcto trabajo que realizó en esta película, podemos afirmar que enfrentarse a un largometraje no le pesó ni un poco y realizó el debut cinematográfico que cualquier realizador desearía. Creó una película bien ejecutada que entretiene de principio a fin y deja varios debates en que pensar. A continuación, analizaremos los puntos destacables del film. El principal factor por el que la obra resalta es su guion. Se enhebra una historia que nos va develando la información poco a poco y deja pistas desperdigadas para que el espectador pueda hipotetizar sobre el clímax del relato. A su vez, cuenta con diálogos inteligentes, principalmente cargados en el personaje interpretado por Darío Grandinetti. Otra característica notable de las líneas es que no pierden el toque argentino, resaltando la jerga local y los juicios de valor típicos de la sociedad de antaño. No debemos olvidar que se desarrolla en la ciudad de Rosario en plena dictadura. Otro punto interesante que destaca sobre la escritura es que se plantea un eje troncal de la historia, en torno a la investigación policial, y a la vez se desarrolla un conflicto interno entre las fuerzas. Por un lado, tenemos a nuestros protagonistas (los de la fiscalía) y por otro, al personal que forma parte de las fuerzas armadas en el poder. Ambos grupos tienen el mismo objetivo: resolver el caso. Pero cuentan con métodos muy diferentes. Ahí es donde se produce el choque de intereses. De alguna manera, logra dejar impregnada la idea de que a pesar de la corrupción, violencia y falta de institucionalidad que abundaba en aquella época tan turbia del país, existían personas que aún intentaban hacer las cosas bien. En una entrevista con el medio radial Deja Vu Rosario, el mismo Reinaldo Sietecase declara que fue uno de los puntos fundamentales que quería abordar en su novela. Con respecto a la ambientación y escenografía, apartado fundamental en películas de época, todo se encuentra muy cuidado y resulta verosímil en todo momento. La fotografía general es muy correcta y el soundtrack ayuda en todo lo necesario. Sin destacar por sobre otros aspectos, todo funciona maravillosamente armonioso. Lo que sí se lleva el halago de la mayoría de los espectadores es el nivel actoral. El principal elogiado es Darío Grandinetti. No solo realiza una labor sublime, sino que compone un personaje totalmente hipnótico. Toda la elegancia, intelectualidad, frialdad, misterio y conquista que desprende, lo convierte en una personalidad sumamente jugosa que atrapa al espectador y lo mantiene enganchado todo el tiempo que quiere. Sin dudas, colecciona los diálogos que más recordaremos con el paso del tiempo. En conclusión, «Un crimen argentino» es un film redondito que se mantiene dinámico gracias a su atrapante historia, la inteligencia de su guion y unas actuaciones que realzan todo el esfuerzo del equipo técnico. Constituye una buena oportunidad para acudir a las salas a disfrutar de un buen thriller policial nacional.
Basada en la novela homónima del periodista Reynaldo Sietecase, “Un Crimen Argentino” llega a las salas de cine bajo la dirección de Lucas Combina, realizador de “La Chica que limpia”, serie ganadora del Premio Martín Fierro Federal de Oro y de Mejor Ficción Federal. Combina obtiene un buen debut en la pantalla grande con este atrapante thriller de investigación criminal basado en un hecho real ocurrido en la ciudad de Rosario en 1980. "Mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está." Es con el fragmento del conocido e infame discurso de 1979 del dictador Videla lo que da comienzo al filme. Es que se debe a que la ópera prima de Combina reconstruye el caso de la misteriosa desaparición de un acaudalado empresario bajo unas muy sospechosas circunstancias. La investigación es liderada por dos jóvenes secretarios de un juzgado de instrucción, González Rivas y Torres (un correcto Nicolás Francella y un destacado Matías Mayer), que cuentan con la tutoría del juez Suaréz (un excelente Luis Luque) y con la ayuda de su colega (la espléndida Malena Sánchez). Con el factor del tiempo jugando en su contra, ambos juristas intentarán resolver el caso enfrentando las interferencias del equipo de policias de Cerbera (Alberto Ajaka), que están subordinados al teniente coronel Ríos (el impecable César Bordón) y al poder represor. “¿Sin cuerpo no hay delito?” es el hilo conductor del film, que con una lograda ambientación de la época, consigue representar el clima hostil que se respiraba en aquel entonces durante la última etapa de la dictadura militar. Con un gran elenco, que se termina de completar con Darío Grandinetti interpretando al principal sospechoso Márquez y con la participación especial de Rita Cortese, la película de Combina resulta interesante y entretenida, y cuenta con algunos tintes de humor y de referencias rosarinas. Y si bien quedan algunos cabos sueltos, no impide destacar que “Un Crimen Argentino” consigue tener una singularidad propia y que logra aportar algo nuevo dentro del género.
La cuestión fundamental para disfrutar más o menos esta película es si conocés o no el hecho real. En mi caso particular no lo conocía, así que quedé sumergido en la intriga teñida por una familiaridad que solo puede dar un film argentino. Pese a eso, se me hizo media obvia y el desenlace esperado. Ahora bien, siento que no puedo objetárselo porque es un retrato de la realidad y no la invención de un guionista. Aún así, te mantiene en vilo y te genera mucha bronca. Su otro gran atractivo es la impecable recreación ochentosa en Rosario. Es un laburo verdaderamente impecable. Por otro lado, Nicolás Francella se sigue consolidando como uno de los actores líderes de su generación. Aquí muy bien acompañado por Matías Mayer y Malena Sánchez. Por su parte, Darío Grandinetti aporta su toque de precisión actoral de excelencia, tal como lo hace siempre en todos sus roles. Un crimen argentino es un gran thriller nacional, un género que afortunadamente viene creciendo y que aquí se le anima a una parte de nuestra historia.
Policial con Matías Mayer, Nicolás Francella y Dario Grandinetti El director Lucas Combina y el productor Juan Pablo Buscarini llevan a la pantalla con producción de HBO Max, el libro de Sietecase. La película basada en el libro homónimo del periodista Reynaldo Sietecase, narra la desaparición en el año 1980 de Gabriel Samid, un empresario por el cual piden un costoso rescate. Los fiscales Antonio (Francella) y Carlos (Meyer), a cargo del juez Suárez (Luis Luque), investigan la causa obstaculizada por las fuerzas de seguridad. Una true story anclada en la etapa oscura de la historia argentina, con una reconstrucción de época precisa y bajo el punto de vista de los jóvenes fiscales. La realización presenta una colorida reconstrucción de época con música de rock emblemática, vestuarios legendarios y una actitud rebelde de parte de los protagonistas que irá mermando con el correr de los minutos y las implicancias del caso. Nada es lo que parece en ese contexto social que oculta una violencia atroz debajo de la fachada. Así aparece el abogado Márquez que interpreta Grandinetti (de gran labor) testigo de la causa y con un ambiguo comportamiento. La presión judicial y militar entorpecen la investigación y generan una atmósfera claustrofóbica propia de un film noir. Un crimen argentino (2022) representa torturas en primeros planos y de manera estereotipada al represor (Alberto Ajaka lidera a los policías engominado, con campera de cuero y prominente bigote). Un manto de violencia ya presente desde el clima de opresión y angustia latente de la película, que no necesitaba subrayados. Tampoco trata en profundidad las reflexiones sobre qué es un desaparecido que Sietecase exponía en su libro, ni la definición del crimen, asociado al comportamiento de una sociedad y sus integrantes. Ideas que están presentes en la película escrita por Jorge Bechara, Matías Bertilotti y Sebastián Pivotto, pero tratadas con cierta ligereza y sin socavar en ellas. Porque el film convierte a la investigación del libro en un relato policial, con todos los rasgos del género a los cuales se apega en su forma y estilo. En ese punto es un producto correcto y efectivo que cumple con su objetivo de narrar el crimen y enmarcarlo en el oscuro contexto histórico de la última dictadura militar.
De la larga lista de casos oscuros de la criminología argentina, uno de los más resonantes se produjo en 1980, durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional, es decir, la dictadura. Fue en Rosario y conmovió a la ciudad, ya que se trató del secuestro del hijo menor de una acaudalada familia de la ciudad. El hecho fue tomado por el periodista Reynaldo Sietecase y transformado en una novela que llegó a ser un éxito de ventas y ahora llega al cine. El director que tomó a su cargo la narración de este hecho policial novelado es Lucas Combina, que supo hacer una serie que sorprendió bastante a los que la vieron en televisión, “La chica que limpia«, un thriller que funcionó y que dejó una fuerte impresión. Dos fiscales del juzgado del doctor Suárez (Luis Luque), son convocados por su jefe para que se ocupen de la desaparición de un personaje de la alta sociedad rosarina, Gabriel Samid, el hijo menor algo tarambana y malcriado de la familia. La personalidad del desaparecido es presentada al espectador en un montaje, acompañado por la voz en off del juez, que les cuenta a Carlos (Matías Mayer) y a Antonio (Nicolás Francella), advirtiéndoles que las autoridades están preocupadas y exigen que la investigación se agote en el menor tiempo posible. Son los años de la dictadura de Videla y el país está militarizado a grado extremo, los dos fiscales conocen el paño y saben que investigar ese secuestro los va a meter en el ojo de la tormenta de las internas de los servicios de inteligencia, de la «pesada» y a la vez de los intereses familiares. Una vez iniciada la investigación empiezan las intrigas, la familia hace la denuncia a pesar de que sospechan de la propia víctima y su vida disoluta. Por otro lado está Cervera, un miembro de las fuerzas armadas dispuesto a ejercer la violencia como sea. La única pista que tienen los investigadores es Márquez (Darío Grandinetti) un abogado que en los ambientes de la noche se lo conoce como «El Doc» y que fue la última persona con quien estuvo Gabriel Samid en un cabaret bastante concurrido de la ciudad. El relato avanza como suelen hacerlo las novelas negras, con idas y vueltas, en ambientes más o menos sórdidos y la inquietante presencia de coches llenos de tipos con anteojos oscuros (esos que los Twist confunden con cieguitos en la canción de «La dicha en movimiento). Por fin la familia recibe un llamado que pide un millón de dólares de rescate y las sospechas de un autosecuestro se vuelve una hipótesis más firme pero también aparece «El Doc», que acepta haber conocido al secuestrado. Márquez tiene un pasado cvon algo de cárcel y también un poco de militancia. Cuando estuvo preso por estafa se hizo amigo de los presidiarios a los que daba consejos profesionales. El relato entonces deja las peripecias y se centra en este sospechoso personaje, al que Cervera tiene entre ceja y ceja por una historia que viene de unos años atrás y un episodio que vincula a los montoneros con un atentado en el que murió el hermano del ahora hombre de la pesada. También se aceleran los tiempos y aparecen más presiones de los generales que gobiernan al país y a la provincia, además de la vida privada de los fiscales, uno de los cuales, Antonio, planea irse del país en poco tiempo, pero mientras tanto tiene un amorío con la compañera de juzgado, una abogada aguerrida que es sobrina del juez pero demuestra estar ahí por méritos propios. Todo lo que contemos a partir de acá arruinaría la resolución del misterio, así que alcanza con decir que a medida que la investigación se concentra en el personaje, la película pierde algo de tensión y gana en lugares algo estereotipados que vimos a la largo de tiempo en que el cine nacional supo generar una especie de género que podríamos llamar «explotation de la dictadura», aquellas películas en las que brillaron actores como Rodolfo Ranni y Federico Luppi y que tuvieron su momento de éxito. En este caso, el asunto involucra una escena de tortura bastante explícita que, seamos justos, no es gratuita. Lo mejor de la película está en la ambientación y en algunas actuaciones como la de Grandinetti, que en quien afirma el relato porque realmente es un sospechoso que puede ser fascinante y repulsivo a la vez. La buena noticia es que las historias oscuras de nuestro pasado empiezan a ser revisadas por los creadores de las nuevas generaciones, que pueden acercarse a temas como la violencia política, el foquismo, las atrocidades de la dictadura y ese espacio gris en el que la lucha política se confundía con los intereses económicos y una sociedad que se acomodó en ese clima sórdido apelando a no mirar o a mirar y hacer como si no pasaba nada. UN CRIMEN ARGENTINO Un crimen argentino. Argentina, 2022. Dirección: Lucas Combina. Elenco: Nicolás Francella, Matías Mayer, Malena Sánchez, Luis Luque, Alberto Ajaka, Rita Cortese, César Bordón y Darío Grandinetti. Guion: Sebastián Pivotto, Jorge Bechara y Matías Bertilotti, basado en la novela de Reynaldo Sietecase. Fotografía: Víctor González. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 113 minutos.
Crónica policial ambientada en los años de plomo. Un crimen argentino es la ópera prima de Lucas Combina, que adapta la novela de Reynaldo Sietecase, y relata un hecho criminal verídico, ocurrido en la ciudad de Rosario en 1980. Y cuenta con un elenco encabezado por Nicolás Francella, junto a Matías Mayer, Luis Luque, Malena Sánchez, Rita Cortese y Darío Grandinetti, entre otros. La historia se centra en la investigación que llevan a cabo Antonio Rivas (Francella) y Carlos Torres (Mayer), dos secretarios de un juzgado sobre el secuestro de un empresario en la ciudad de Rosario. Lo que se convierte en una carrera contra el tiempo para dar con su paradero mientras son secundados por miembros del gobierno militar. En primer lugar es necesario destacar el diseño de producción, a cargo de Catalina Oliva, y de vestuario, de Connie Balduzzi, quienes logran reconstruir fielmente la época sin apelar a clichés, motivo por el cual cada locación o elemento que aparece en pantalla es funcional a la historia y no cumple la única función de apelar a la nostalgia del espectador. Así como también la fotografía de Víctor González, acierta en el uso de tonos cálidos por dos motivos: el primero es resaltar las altas temperaturas de la ciudad de Rosario en diciembre, época del año donde transcurre la historia, y el segundo es para generar la sensación de malestar de cada personaje en una situación en la que todo puede explotar fácilmente, a pesar de la calma del principal sospechoso. Pero el principal problema radica en que, en su afán de documentar fielmente la investigación de los hechos, se deja en segundo plano la construcción de los personajes. Mostrando lo justo y necesario de la vida privada y motivaciones de los mismos, lo que dificulta la empatía del espectador con el dúo protagónico, diluyendo además el interesante planteo moral en una compleja trama de procedimientos. En conclusión, Un crimen argentino, al igual que Zodiaco (Zodiac, David Fincher, 2007) se centra más en la fidelidad de la reconstrucción de los hechos reales en los que se basa que en el diseño de sus personajes. Pero funciona a su vez como carta de presentación de Lucas Combina, quien maneja con eficacia las reglas del género policial, lo que augura un futuro promisorio para su carrera.
El libro Un crimen argentino, de Reynaldo Sietecase –cuyo valor principal estaba en el hecho de rescatar el singular caso de un asesinato seguido de desaparición curiosamente no perpetrado por militares represores en 1980, es decir, en plena dictadura– comienza explicando qué hizo el homicida con el cadáver de su víctima. Claramente, además de convertir sucesos reales en una novela, el interés del periodista rosarino era bucear en la personalidad del criminal, a tono con lo turbio de la época. “Cuerpos que se borran para siempre” es la tercera oración disparada al comenzar el relato: como otros miles en los mismos años, con métodos igualmente o más crueles. La película, procurando el suspenso, prefiere convertir el dato (los motivos por los que no aparece el cuerpo del secuestrado) en una revelación casi final. No es el único cambio: entre otras cosas, hay personajes interesantes descartados (como la equívoca tía) y utiliza como cierre una expresión inocua, algo canchera, en vez del “Nadie desaparece así nomás” que un personaje dice a otro en el original, ironía inquietante aún si se piensa en casos ocurridos años después de la dictadura, como el de Julio López. El film, de hecho, no es perturbador, y centra su interés en la búsqueda de pruebas para condenar al sospechado. En ese sentido, desecha tópicos propios del género policial, ya que la iluminación no crea una atmósfera enrarecida, el único personaje femenino importante aparece desprovisto de misterio, y los diálogos tienden a las puteadas antes que a intercambios capciosos. La recreación del Rosario de 1980 tiene sus aciertos, pero el director parece haberse limitado a cumplir con el profesionalismo que se espera de una producción de este tipo, desentendiéndose de imprimirle un estilo propio y sin conseguir la solidez de, por ejemplo, La parte del león (1978, Adolfo Aristarain), por mencionar un policial argentino realizado en su momento por un director debutante. Aquí hay algunas decisiones formales con criterio dudoso (como la manera de mostrar a los interlocutores en secuencias de conversaciones), así como es errática la dirección de actores: Rita Cortese es la única que logra darle un poco de vitalidad y gracia a su episódico personaje; Nicolás Francella y Matías Mayer (que ya habían trabajado juntos en Maracaibo, de Miguel Ángel Rocca) no aportan mucho más que su simpatía; a diferencia de Luis Luque –más contenido que de costumbre–, Alberto Ajaka se desmadra bastante en su estereotipado policía inescrupuloso (lejos de notables trabajos suyos como el de El silencio, de Arturo Castro Godoy); en tanto Darío Grandinetti solo ocasionalmente logra dibujar con malicia y atractivo a su abogado, cuyas experiencias de vida incluyen una activa vida nocturna y un paso por la cárcel. Una fugaz persecución automovilística y el escape del personaje interpretado por Juan Nemirovsky son momentos eficaces, en comparación con otros que retrotraen a cierto argentino sensacionalista de mediados de los ’80, como ese comienzo en el que la voz en off del dictador Videla se funde injustificadamente con una escena de sexo, o una secuencia de tortura que incomoda no solo por la crueldad que obviamente conlleva, sino porque a la víctima de la historia (y a las víctimas del terrorismo de Estado) casi no se los ve sufrir en el transcurso del film. El torturado posteriormente pretende denunciar esos apremios ilegales, recibiendo como respuesta que no es víctima sino victimario, algo sin dudas arriesgado. Bien distinto es el caso del tercer largometraje de Jordan Peele después de Get out (2017) y Us (2019), que parte de determinadas fórmulas del género cinematográfico que aborda (lo que en inglés suele denominarse horror movies) para desplegar una serie de ideas divertidas en términos narrativos. Esto lleva inevitablemente a que el tema central se disperse, o que cueste delimitarlo (yendo de la discriminación racial y social hasta diversos momentos de la historia del cine, la variedad de formatos y registros audiovisuales, la sordidez que puede esconder la gestación de una simpática sitcom, o la conexión con fenómenos extraterrestres), pero sin ceder a la confusión y manteniendo la tensión durante poco más de dos horas. No faltan las casa como trampa y refugio, las luces que imprevistamente se apagan, el temible silencio como síntoma de presagios, ni los lazos de solidaridad que van surgiendo entre los personajes: los hijos de un legendario entrenador de caballos (Daniel Kaluuya y Keke Palmer) con el arisco empleado de una tienda (Brandon Perea) cuya novia –no casualmente– lo abandonó al ingresar al mundo del espectáculo, un actor coreano con un pasado traumático (Steven Yeun, visto en Okja y Burning), y un director de fotografía capaz de llevar su curiosidad por lo exótico hasta las últimas consecuencias (el canadiense Michael Wincott). El conjunto es abigarrado pero vivaz, con una puesta en escena sin pasos en falso. El colorido parque de atracciones es atravesado por situaciones de angustia y soledad. Cierta presencia animal o fenómeno paranormal, que empieza a asomar en determinado momento, es de una extraña belleza plástica. Los crímenes que provoca un simio supuestamente amaestrado en un estudio de TV –probablemente la secuencia más escalofriante de ¡Nop!, que se anticipa al principio– permanecen, lúcidamente, fuera de campo. Y asoman sutilezas, sobre espionaje y cámaras de seguridad, o las aspiraciones de salvarse económicamente captando imágenes inéditas, así como detalles que denotan alarma a la vez que completan el friso argumental (como el rostro de la mujer sobreviviente de la desastrosa experiencia televisiva antes mencionada). Tal vez el título algo insípido y la división en capítulos sean flancos débiles de este film ambicioso, aunque ligero a la vez. Por Fernando G. Varea
OTROS SECRETOS EN TIEMPOS VIOLENTOS Basada en una novela de Reynaldo Sietecase, la historia está ambientada en diciembre de 1980 en la ciudad de Rosario, donde la desaparición de un empresario motoriza una pesquisa judicial y policial, con el obvio contexto de la dictadura de fondo aunque en lo concreto no se trate de un caso en el que los militares estén involucrados directamente. Un crimen argentino relaciona algunos tonos y géneros que suelen ser complejos para el cine nacional, pero la dirección de Lucas Combina logra que lo resultados sean al menos satisfactorios. Hay una puesta en escena rigurosa y un elenco sólido integrado por Nicolás Francella, Luis Luque, Malena Sánchez y Darío Grandinetti, aunque quien termina sobresaliendo sea el menos conocido Matías Mayer. Si bien hay una fuerte tradición del cine argentino con el policial, es cierto que ese vínculo se daba más fuerte con los tópicos del noir, que en cierta forma se relacionan con la tragedia tanguera porteña. De ahí -tal vez- la asimilación del género y la correcta traslación a un registro más nacional. Por el contrario, Un crimen argentino se apega más a la fórmula del relato procedimental (ese que vemos sobreexplotado en series como La Ley y el Orden), en el que seguimos a dos ayudantes del juez mientras tratan de dilucidar qué pasó aquella noche en que el empresario desapareció. En esa pareja (Francella y Mayer) se dan elementos de la buddy movie, sin que la película vire decididamente a la comedia pero sí con lo que mantiene un tono más ligero entre tanto clima ominoso. En cierta medida, por tono y apuesta, por contar una época violenta del país a partir de un episodio lateral que no tiene en apariencia relación directa, se adivina un poco el molde de El secreto de sus ojos de Juan José Campanella, sobre todo en sus intenciones de hacer hablar a los personajes un poco como se habla en la calle y de recrear cierta picardía nacional. Tal vez a Un crimen argentino le falte un misterio mejor urdido, ya que prontamente todas las sospechas derivan en un único personaje. Pero Combina maneja bien la tensión y hacia el final suspende el misterio en una espera que tiene a los protagonistas como vigilantes de un testigo clave. Hay sí una escena fundamental que se resuelve con un montaje paralelo un poco confuso en relación a sus simbolismos, como es también confusa su mirada final sobre el crimen y su relación con los crímenes de la dictadura. La película abre con aquel infame testimonio del dictador Videla sobre los desaparecidos y, sabemos, de alguna manera se buscará relacionar una cosa con la otra. Ese forzamiento de algunas instancias se contradice con el rigor que previamente había mostrado la película para recrear los entresijos de la Justicia, lo cual se remata con una última escena demasiado canchera, ahí sí más cercana a cierta viveza argentina (sobre)explotada por el cine de Campanella.
Un crimen argentino (2022) es una transposición de la novela homónima del periodista y escritor Reynaldo Sietecase, publicada en el año 2002. A su vez, el texto literario estaba basado en un crimen real ocurrido en la ciudad de Rosario en los años `80, donde un hombre adinerado aparentemente es secuestrado de forma extorsiva con pretexto económico.Bajo la dirección de Lucas Combina (La chica que limpia, 2018), el relato sigue la investigación del caso por parte de dos jóvenes secretarios de un juzgado de instrucción, Antonio (Nicolás Francella) y Carlos (Matías Mayer) que intentan cumplir las ordenes de su jefe, el juez Suárez (interpretado por el siempre sobresaliente Luis Luque). En consecuencia, mediante un tono detectivesco, la narración se centra en la búsqueda de pruebas de los investigadores que tienen bajo la mira a un sospechoso, Mariano Márquez (Darío Grandinetti), un abogado que ya posee antecedentes penales, pero el problema se encuentra en que “sin cuerpo no hay delito”. Asimismo, otra dificultad que los secretarios deberán sortear son las interferencias y presiones constantes de la policía al servicio del poder opresor de turno, encarnados en los personajes de Servera (Alberto Ajaka) y su superior el teniente Ríos (César Bordón). En dicho sentido, además de una excelente ambientación estética de época, la película también logra reconstruir el clima de ese periodo y el terror de estado sembrado por la dictadura militar. Tan sólo un ejemplo de ello es el icónico Falcon verde que circula tormentosamente por las calles de la ciudad. El largometraje si bien pertenece al género policial, posee algunos elementos del thriller y unos pocos rasgos de buddy movie que logran distender la tensión ocasionada por la densidad de la trama. Dentro del esquema de personajes, también se encuentran dos mujeres que intentan abrirse camino en ese universo dominado mayormente por hombres. Por un lado, María (Malena Sánchez), sobrina del juez, cuyo personaje representa el componente sentimental a la trama por su vínculo con Antonio, pero también propicia tensión, porque el relato se encarga de generar la sensación de peligro para la pareja dado el contexto histórico. Por otro lado, una experimentada médica forense (Rita Cortese), cuyo personaje se encuentra también del lado de los “buenos”, funciona brevemente como el comic relief del relato. Por último, hay dos aspectos que se observan negativamente sobre el filme, el primero tiene que ver con la secuencia inicial que inaugura la narración, a partir de un audio de Videla sobre el despreciable término “desaparecidos” que sitúa la acción en 1976 en pleno golpe militar. Desafortunadamente, a continuación de dicho audio de archivo se pasa a una escena de sexo entre Antonio y María ubicada en 1980. Por ende, se considera que el montaje allí es totalmente desatinado, abrupto y de “mal gusto”, similar a lo que sucedía en algunas secuencias de El clan (2015, Pablo Trapero). En segundo lugar, y de menor tenor, parece algo inverosímil que un secretario de un juzgado porte un arma de fuego y por momentos actúe como un oficial, pero bueno esto es un detalle que suponemos bien intencionadamente quiere resaltar el tono detectivesco de la trama y acercarlo como el relato mismo enuncia al “cine de espías”, como otras “licencias artísticas” que se atribuye la obra. Sin embargo, se considera notable como con algunos rasgos y frases el filme logra representar el costumbrismo argentino, incluyendo sus pesares con citas como por ejemplo: “(…) en Argentina el que trabaja no tiene tiempo para hacer plata” y“El mundo está lleno de malas personas y la mayoría está suelta”. En conclusión, Un crimen argentino es una obra lograda, intrigante y entretenida para toda clase de público, incluso el más reticente a contemplar el cine nacional.
Sin cuerpo no hay delito Un Crimen Argentino (2022), la adaptación de la novela policial homónima del reconocido periodista santafesino Reynaldo Sietecase, está basada en un caso real acontecido en Rosario a fines de 1980. El debut cinematográfico de Lucas Combina busca encontrar su voz en la yuxtaposición del policial negro y la trama política con una impronta argentina relativa a la corrupción y a los aciagos años de la dictadura cívico militar. La desaparición de un empresario sirio libanés inicia una pesquisa judicial por parte del juez Suárez (Luis Luque) y sus dos secretarios, Antonio Rivas (Nicolás Francella) y Carlos Torres (Matías Mayer), que investigan la posibilidad de un secuestro extorsivo con la ayuda de la secretaria y sobrina del juez, María (Malena Sánchez), y de una experta forense, interpretada por Rita Cortese. Finalmente, las averiguaciones de los secretarios dan con un compinche del empresario, un abogado con un extenso prontuario de estafas que acaba de salir de la cárcel, interpretado por Darío Grandinetti, que se convierte en el principal sospechoso. El abogado alega que la desaparición es un autosecuestro producto de una disputa familiar y que el empresario en realidad está de camino a Siria, pero el comisario (Alberto Ajaka), un psicópata apañado por un militar (César Bordón) que comparte la creencia de su subalterno de que todo se soluciona torturando gente siguiendo las premisas inquisidoras del feudalismo, quiere sacarle la verdad a cualquier costo. La dirección de Combina es muy ágil y logra construir una propuesta estéticamente sólida en base a un guión muy pobre por parte de Jorge Bechara, Matías Bertilotti y Sebastián Pivotto. Ya desde el comienzo hay escenas que no funcionan y esta situación se repite durante todo el film. Si la dirección de la película va hacia una trama política similar a la de El Secreto de sus Ojos (2009), de Juan José Campanella, o Muerte en Buenos Aires (2014), de Natalia Meta, el guión lleva a la propuesta hacia un crimen tapado por lo político, que funciona como un dispositivo que oculta la verdad. Las desapariciones son así una cobertura para un misterio con motivaciones puramente económicas que a fin de cuentas corren a la política. Si el guión es lo peor del film, la puesta en escena es excelente al igual que la dirección en una reconstrucción de época que retrotrae a principios de la década del ochenta, a la pérdida de aquiescencia de una dictadura cívico militar que se acercaba a la maximización de sus contradicciones y a su previsible eclosión final. Si bien hay una concisa defensa de los procedimientos y el respeto de la ley y los derechos civiles reflejados en la acción de los protagonistas, Rivas y Torres, en contraste con las barbaridades de la policía en connivencia con los militares, el film parece a la deriva en cuanto a la cuestión política, empantanándose en un caso policial cuya resolución posterior es más interesante que la propia película. Todo lo que sucede antes y después de lo que desarrolla el film y que solo de menciona como prólogo o a modo de epílogo, como el trabajo comunitario y la desaparición del abogado años después de salir de la cárcel, por ejemplo, reviste un interés mucho mayor que todos los acontecimientos de la película. Algunas actuaciones, como la del comisario, son demasiado exageradas y exaltadas, extrañándose las maravillosas composiciones de Héctor Alterio de comisarios ominosos que generaban pavor y retrotraían a lo peor de la historia argentina reciente. Varias escenas están de más, especialmente la tortura del abogado por parte del comisario, la escena de sexo del comienzo y otras tantas que no aportan nada al desarrollo de la película. A su vez, tampoco hay una buena resolución de varias secuencias de tensión, que son inconducentes para el desarrollo de la trama y dan giros que no van hacia ninguna parte. El título de Sietecase funciona como un contraste a un crimen perfecto, aludiendo a la eterna imperfección argentina, a un intento de copia de la división de poderes, de la construcción de un poder judicial independiente, de crear un engranaje con piezas que no cuadran con la idiosincrasia argentina. En este sentido, falta un desarrollo de las intenciones de Rivas de irse del país y su decisión final para reconstruir las causas y consecuencias del debate de gran actualidad entre quedarse o irse, caras de una trampa alrededor de la búsqueda de una ventaja que nunca conseguiremos y parte de una falta de entendimiento del funcionamiento de las instituciones argentinas, tanto privadas como públicas. Un Crimen Argentino es una obra que decepciona por las infinitas posibilidades desperdiciadas por un guión que se ciñe demasiado al policial y a la historia original en lugar de adentrarse en la ideología de una sociedad que siempre cae en la misma trampa de escuchar los cantos de las sirenas en lugar de tomar las riendas de su futuro. Es, en este sentido, que la intención de construir lo político a partir de lo que lo excluye no funciona y genera en la trama lo contrario de lo que se pretende, un mensaje confuso con buenas intenciones pero que en el afán de dar una vuelta de tuerca a lo obvio termina en una bruma.
Thriller de investigación criminal y político, basado en un hecho real ocurrido en los años 80: la intrigante desaparición de un hombre de negocios en la ciudad de Rosario, en el marco de la dictadura militar argentina. El caso es asignado a dos secretarios de un juzgado de instrucción pocas semanas antes de que uno de ellos emigre a España. En una carrera contra el tiempo ambos juristas intentarán resolver el caso enfrentando las interferencias de una policía subordinada al poder represor.
Basado en una novela non fiction de Reynaldo Sietecase, llega a nuestras salas uno de los estrenos de cine nacional más importantes del año. Una película que define su peso por el valor de identidad que porta, situándonos en coordenadas históricas muy delicadas. Trata el caso de desaparición y asesinato de Gabriel Samid, empresario rosarino, un impactante hecho real ocurrido en diciembre de 1980, horas antes de la muerte de John Lennon, un crimen que conmovía al mundo entero. Lucas Combina, convocado por el productor ejecutivo Juan Pablo Buscarini, es el joven realizador que tiene la responsabilidad de recrear una época en donde el contexto social del país atravesaba la pesquisa y sus consecuencias. ¿Sin cuerpo no hay delito? El poster mismo de la película nos interpela incluso antes de comenzado el metraje. Las palabras del deleznable Teniente Jorge Rafael Videla sirven como introducción al film: un desaparecido es una entidad, a quien no puede atribuírsele la condición de vivo o de muerto. Distintos puntos de vista construyen -e interpretan- un relato anclado en las bases del género policial. Un abordaje que no es conclusivo y cuyo enfoque mantiene la intriga a ojos de un espectador que jugará a resolver el misterio que se desenvuelve a modo de una lucha contrarreloj. Las fiestas navideñas se acercan, las hojas del almanaque caen rotundas y la feria judicial indica que la burocracia debe cumplir en tiempo y forma. Ambientada en una urbe que conserva el patrimonio arquitectónico de la época, “Un Crimen Argentino” toma el recurso literario del red herring (aquella maniobra de distracción, una falsa pista instalada que desvía la atención del tema central) como disparador alrededor del cual se construye un thriller de investigación soberbio. Ya sabemos que clase de auto doblará en la esquina y las condenables prácticas que evidenciarán el abuso perpetrado por un cuerpo policial subordinado al poder dictatorial. Las sospechas se ciernen sobre aquel círculo corrupto; héroes y villanos se deslizan a través de los hilos narrativos. A fin de cuentas, el rostro del mal sabe cómo disfrazar su naturaleza. Los verdaderos monstruos se camuflan, amparándose en el maniobrar impune de una dirigencia viciada. Es un tiempo apropiado para desconfiar de cualquier semejante, la paranoia vive en las calles y la justicia queda expuesta, sometida, en su proceder. La cámara persigue ángulos cerrados escudriñando rostros, el calor veraniego asfixia, la dupla de nóveles hombres de ley examina posibles coartadas y las sombras avanzan amenazantes en la oscuridad. En la radio suena Miguel Cantilo y Rosario atardece dividida por la pasión en multitudes que despierta un color: Central y Newell’s son pasión de multitudes. Y también una bienvenida distracción para tiempos donde es mejor callar, hacer oídos sordos y mantenerse aparte. Un elenco notable (Nicolás Francella, Matías Mayer, Luis Luque, Malena Sánchez, Darío Grandinetti, Rita Cortese, César Bordon y Alberto Ajaka) hace confluir a una generación de intérpretes consagrados con referentes de la nueva escuela. El resultado, merced al acierto de Combina, es una proverbial sinfonía actoral, en la cual destaca, por encima de todos, el inmenso Ajaka, componiendo un despreciable malvado que quedará en la rica historia del cine nacional. Un abordaje realista enmarca la corrupción imperante: las fuerzas militares y policiales poseen sus propios métodos para llegar al mismo destino que la justicia. En los márgenes y a escondidas, individuos de dudosa moral se apropian de aquello avalado por el relato oficial con tal de propagar sus arteras y turbias maniobras. La frase que afirma que ‘no hay crimen perfecto, sino argentino’, pronunciada por el personaje que interpreta Francella, dice mucho acerca de la endeble integridad de nuestras instituciones. El destino que corriera el excarcelado Márquez, hará lo propio. En la exacta dosis de dramatismo, afín a conseguir la necesaria veracidad que un relato de tamaña envergadura requiere, Combina lleva a cabo un meritorio trabajo. La suya es una mirada microscópica sobre un profundo resquebrajamiento social, político y moral: lo sórdido y lo sinuoso ganan territorio, rumbo a una revelación final que, bajo sometimiento y tortura, incomodará a miradas sensibles. Sin embargo, el hecho de que lo traspuesto a la gran pantalla haya sido real y que el destino del culpable se haya convertido en una auténtica incógnita, es el aspecto que más horroriza de un caso que forma parte de la mitología criminal del suelo nacional.
Un empresario muerto, un contexto -la dictadura- opresivo y un botín. Con estos elementos, la opera prima de Lucas Combina construye un policial. O, más bien -como sucede en la Argentina- un film criminal, donde la investigación y la búsqueda de justicia siempre está obstaculizada por el poder. Es cierto que hay estereotipos, algunos flagrantes (Luis Luque está muy bien, pero encasillado en una sola clase de roles: no es él el lugar común sino la elección) y otros un poco más subrepticios. Pero en el fondo, toda cuestión política -que es sostén del clima del relato- se subsume en otra cosa: se trata, finalmente, de dinero. Las sordideces de la película son breves y lo que cuenta es la carrera contra el tiempo de los dos investigadores por resolver el caso, así como el duelo con el principal sospechoso y la ausencia de cuerpo del delito. En ese punto, el contexto sirve para amplificar el peligro, incluso si por momentos el ritmo falla.
La huella brutal de la violencia en tiempos oscuros “Un crimen argentino” llegó a los cines de todo el país, pero en Rosario decididamente no es un estreno más. La película protagonizada por Nicolás Francella, Matías Mayer y Darío Grandinetti, y dirigida por el cordobés Lucas Combina, se filmó enteramente en Rosario, está basada en la novela de un rosarino muy conocido (Reynaldo Sietecase) y está inspirada en un famoso caso policial que sacudió a la ciudad en 1980. “¿Es “Un crimen argentino” la mejor película sobre Rosario hecha en Rosario?”, me preguntaba un periodista especializado en policiales que estaba muy entusiasmado con el film. No sé, tal vez. Lo cierto y lo concreto (y lo que la convierte en un acontecimiento) es que es una película coproducida por dos pesos pesados de la industria internacional (Warner y HBO) y que tiene un fuerte anclaje local. Por eso para el público rosarino no es (no debería ser) un estreno del montón, y su mirada seguramente estará condicionada por recordar o por conocer más de cerca que otras audiencias los hechos reales que dispararon la trama. La película se centra en uno de los homicidios más brutales cometidos en la Argentina: en Rosario, en diciembre de 1980, el abogado Juan Carlos Masciaro secuestró y mató al empresario Jorge Sauan, miembro de una familia rica dedicada al negocio textil. El cuerpo de Sauan, sin embargo, nunca apareció, o al menos no apareció de la forma en que se esperaba. En esta ópera prima de Lucas Combina (que escribió y dirigió la premiada serie “La chica que limpia”), los protagonistas son los dos jóvenes secretarios de juzgado que van a investigar el caso. Uno es Rivas (Nicolás Francella con look setentas y con bigote, cada vez más parecido a su padre) y el otro es Torres (Matías Mayer, una revelación en la pantalla grande). Esta dupla de abogados, que funciona como la típica pareja despareja, no la va a tener fácil: están presionados por la familia del empresario desaparecido (que aquí se llama Gabriel Samid) y principalmente por los militares (1980, plena dictadura) que quieren una resolución rápida del caso. El juez Suárez (un impecable Luis Luque) les pide ser “prolijos” en la investigación, pero la interferencia militar va a ser feroz. En su primera mitad “Un crimen argentino” avanza con cierta dificultad: por momentos se empantana en los pasillos de Tribunales, en las internas con los militares o buscando una química entre los protagonistas que no termina de aflorar. Recién cuando aparece en primer plano el principal sospechoso (el abogado Mariano Márquez, un estafador que acaba de salir de la cárcel), el relato encuentra su pulso narrativo y la tensión que requiere un thriller. Márquez es inteligente y frío, es un manipulador de pies a cabeza, pero habla con un aplomo que lo hace parecer creíble, y Grandinetti logra imprimirle al personaje esa ambigüedad oscura. Si bien el director se encargó de remarcar en distintas entrevistas que la dictadura sólo funciona como “un contexto” de la trama policial, en la pantalla aquellos a los de plomo también funcionan como protagonistas. Están los personajes de rigor (el temible comisario torturador que encarna Alberto Ajaka y el militar del alto rango que personifica César Bordón), pero por sobre todo está ese clima de opresión y de amenaza latente que la película transmite con mucha precisión. Un párrafo aparte merece la recreación de época, que aprovecha al máximo y con inteligencia los recursos disponibles y las locaciones “retro” rosarinas. El público se va a encontrar con lugares muy reconocibles de la ciudad en la pantalla grande, y también con actores locales que hacen pequeñas apariciones en la película, una experiencia singular que, en una producción de esta magnitud, es bastante difícil que vuelva a repetirse.
Un crimen argentino, o el teorema “JRV” Un tiempo después que dos jóvenes argentinos dieron el batacazo en publicidad, produjeron en el 2004 una suerte de parodia policial, la serie televisiva Mosca & Smith, con un pie en el famoso clip de los Beastie Boys, (“Sabotage”, Spike Jonze 1994) entre otras cosas. La “onda retro 70” había llegado a CABA. El formato de policial enlatado padeció avatares político sociales. Desde un detective solitario: Baretta, Kojak o Columbo (éste último como adaptación norteamericana de la novelas del Belga George Simenon, cuyo protagonista era un raisonneur, un solitario comisario Francés de nombre Maigrot, divorciado y enfrentado al poder (bah, un bonapartista); hasta la pareja de detectives en conflicto, como las calles de San Francisco, o Miami Vice, o “Chips”, modelo que, cuentan, fue explícitamente pedido por la asociación de padres de familia de EEUU, conmocionados por la “realismo sórdido” por el cual caminaban las producciones de corte social. Luego le siguieron muchos más, muertos sin muertos, o el caso curioso del cine coreano, donde las armas siempre son burdas réplicas. Hace poco, esta pareja despareja fue oxigenada en un serial, llamado Cocaine Cowboys, “supuesto” docu soap, que revive en alma y forma la pareja de detectives siempre vestidos de civil, ambos preparados en universidades, uno blanco sajón, otro de aspecto algo latino, uno con familia, otro de mujer en mujer, el resto de las diferencias si na las conocen las pueden imaginar. Un crimen argentino recupera, casi como calcadas, estas figuras. Caminando la delgada línea entre lo “legal e ilegal”, lo correcto y lo necesario, apremiados por la falsa de por sí dificultad de imponer la ley en un mundo corrupto por donde se lo mire. Y he aquí la primer trampa, la misma en que incurre Pecados Capitales (Se7en, David Fincher, EEUU, 1995), al poner al espectador en un falso dilema, guiándolo por un sendero puramente emocional y que termina avalando un crimen de estado (todo policía es un representante de). Nuestro film, en principio, del mismo modo que el libro homónimo de Reynaldo Sietecase, manipula al espectador para que vea sólo lo que el director quiere que vea, cosa que no estaría mal si la historia no estuviese narrada como si ésta fuese objetiva, pero eso es, en este caso, un detalle nimio. Los años 70 en Argentina, son uno de esos períodos donde la luz y la oscuridad miden fuerzas y aunque finalmente, de ese confrontamiento resultaron aproximadamente 10 años del reinado de la más absoluta oscuridad (1976–1983), el llamado Juicio a las Juntas (1985) abrió un largo camino de luchas sociales intentando esclarecer todas las aberraciones cometidas por los dictadores y su aparato de estado; una suerte de caricatura brutal de lo aprendido en la Escuela de las Américas más lo aportado por elementos del ejército francés especializado en “contrainsurgencia” experimentados en sus guerras coloniales en el sudeste asiático y Norte de África (ver notas de Pablo Feinmann “el bueno”). Desde el juicio a las juntas militares, cuyo informe para el que no lo conoce, se llamó “Nunca Más” y determinó un número de desaparecidos cuyo saldo ronda la apocalíptica cifra de treinta mil. Si se salió por vías democráticas de ese horror y si se cree que hoy existe un estado de post conciencia de la dictadura Argentina, la misma dejó sus virus y bacterias por doquier, amén de que las personas y grupos económicos que lo habían convocado sistemáticamente en años anteriores, quedaron impunes y siguen operando, como lo han hecho toda la vida; sin embargo, algo había cambiado: como un cáncer, la última dictadura corrompió toda estructura, desde obviamente, las fuerzas de seguridad, hasta las académicas. Toda la sociedad fue afectada y si bien las marchas de paz y justicia parecen masivas, no contemplan un resto de la población que le es indiferente, no asiste o simplemente es un admirador, hasta ahora, silencioso de lo que los militares representaban. Ideología y prácticas que parecían en retirada definitiva, y si es facil ser comunista en el comunismo, o fascista en el fascismo, no resulta tan fácil serlo cuando el discurso dominante es el de la democracia burguesa. Si en los 50` parecía un conflicto con inminente triunfo mundial del comunismo, al tiempo que, paradójicamente ya entraba en una crisis terminal el modelos soviético que se auto percibía la rama del socialismo real. La caída del muro de Berlín es el significante que le dio forma, incluso excesiva, abriendo paso al dominio absoluto del capitalismo, cosa que, tomó desprevenidos a propios y ajenos. Subterráneamente, de la misma manera que sucedió con el genocidio Armenio, la Shoá, incluso todavía hay historiadores que relativizan la brutalidad de la Colonización de América; hubo y hay lo que se da en llamar: negacionismos. Los hay en grado y medida o sea, gente que, anteponiendo ciertas y supuestas experiencias “personales”, apañados por oscuros opúsculos, piensan que la cifra dada por los organismos que intentan traer luz al problema es excesiva, o que los conflictos no cuentan las historias de ámbos lados, pero que finalmente todos atacan lo que fácticamente, es que hubo víctimas de estado. La particularidad del presente, lo novedoso si se quiere, es que el negacionismo paranoide termina siendo absorbido en una suerte de discurso objetivo, llevado adelante por grupos económicamente hegemónicos, que en público dicen que la represión puede haber sido horrible pero algo necesario, y que en privado aplauden la mano fuerte. En una suerte de revisionismo trasnochado entienden a los represores como verdaderos patriotas y que los apremios ilegales, en fin, son males necesarios, como bien explica Hannah Arendt en su transcripción del juicio de Eichmann. No hay mucho que agregar que el lector no sepa, o que las imágenes agreguen, unos y otros saben de los horrores cometidos por el Estado en manos de los militares, todo en nombre de Dios, de la Patria, por la obediencia debida, o el famoso imperativo categórico, pero que en última instancia era la defensa de un supuesto orden natural de la propiedad privada. (Cosa irónica, ya que fueron los que en sus razias, secuestros y torturas, se apropiaron sistemáticamente de los bienes de sus víctimas). II Desde siempre es objeto de discusión qué puede ser representado y qué no, hasta donde puede penetrar la mirada y hasta donde no. Esto, valga la aclaración (y me disculpen los ya iniciados), éste no, no se refiere a tal o cual cosa como cosa fáctica, sino que su objetivación en una imagen siempre resulta burda, obscena, cómica en el mejor de los casos (ver Ararat de Atom Egoyan). La reducción es tan violenta que no puede ser sino pornográfica. Los famosos códigos de producción redactados por Hirst para el cine Norteamericano, partiendo de todo lo negativo que son y fueron, llevaron (como una ventaja inesperada) a que los directores debieran superar esos códigos de maneras creativas. Una de estas prohibiciones era el de no mostrar en un mismo plano un arma, sea este cual fuera y el daño provocado por ésta; subvertir este ítem es una de las claves de La masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper,1974 , EEUU) que elevó al film a ser calificado en EEUU con R o directamente prohibida en UK; o de un modo más institucionalizado a Arthur Penn en Bonnie and Clyde, unir en un mismo plano sumamente breve el arma, el tiro y su consecuencia, intento que finalmente no satisfizo a nadie: aunque como explica Penn, lo hizo a modo de desromantizar un asesinato. Si en Maratón de la muerte (Marathon man, John Schlesinger, EEUU, 1976) se muestra unas de las escenas de tortura más brutales del cine, también mantiene una distancia que tiene como objetivo mostrar una suerte de maldad infinita, de la manera que Magris describe a Mengele y Verhoeven reproduce en The black book , con lo cual toda esa violencia se mantiene en el marco de lo metafórico. Nuestro film, Un crimen argentino, comienza con uno de los momentos más repulsivos de la historia argentina, el discurso de Videla cuando define qué es un desaparecido. Un amigo nombró esto con una ironía fabulosa como “el teorema JRV”. Lo que también se hubiese esperado, y acá está una de las cosas más abominables del film: si en el libro está sugerido, y al final con un deus ex machina y sostiene que el supuesto asesino cuyo cuerpo está desaparecido, en realidad vive en Siria. El film le da entidad y valida el “teorema”. Veamos esto, porque el resto es banal: un film que copia todos los clichés de parodias de policías, incluso el de poner un blanco educado en universidad católica y un morocho que cursó en universidad pública (Starsky & Hutch, o Chips); alteridad que el film compone como conflicto entre peronistas y radicales pero con el agregado de los militares como “terceros excluidos”; “asunto” que el libro ya soslaya pero como “opinión para la playa”, obvio que Punta del Este. Lo más grave del film es no sólo que propone a los militares como los únicos que pueden ser eficientes frente a una democracia que mucho declama pero que en definitiva es cobarde (prestar atención al tiroteo), sino que finalmente objetiva y justifica la tortura, muestra la la parrilla, como si fuese un Tobe Hooper o un Arthur Penn, la picana, la parrilla pero sin metáfora alguna, en un obsceno regodeo que creo yo, no sólo muestra un grado de insensibilidad inaudita (Hostel de Eli Roth), sino que en el contexto que se presenta tiene una operación de sentido. Lo que que hace después de haber sido convertido en fantasma obsceno, el autoritarismo del estalinismo, de la revolución cultural China o la demencial masacre del Pol Pot, al convertirse el capitalismo ultra desarrollado en discurso globalizado, triunfante se dá el lujo de reescribir la brutalidad de la tortura como necesaria o que no es tan terrible. O sea una, la otra o ambas, son un cachetazo impúdico a los que la sufrieron; incluso el libro pone en duda uno de los grandes logros de la jurisprudencia actual, que es darle valor legal al testimonio (prestar atención a las páginas de la tortura) En definitiva, ahora que parece como única salida mundial el endeudamiento, el recorte, que promete dejar en la calle a miles de trabajadores como sucedió ya en la España del partido conservador, se permiten “ la grandeza” de blanquear sus prácticas totalitarias y abusivas. Final No entiendo por qué las películas de cierto “tono” erótico, deben llevar un cartel de advertencia, y un film donde se tortura o se licúan cadáveres, no; pareciera que la brutalidad que puede ejercer el Estado es didáctico y aunque los organismos de derechos humanos pongan límites, a la manera del gobierno de Idi Amin, en la oscuridad de las catacumbas de palacio es legal y apta para todo público y aunque lo que oculta en definitiva es una forma de violencia sexual particular, igual que el culto al cuerpo del nazifascismo, También hay que señalar que tanto en el film como en el libro, la mujer es un decorado necesario, si Kitano la muestra develando la sociedad japonesa, en nuestra historia, incluso en las imágenes de sexo heterosexual, imagina cómo debe comportarse la esposa de un militar o de aquellas esposas, novias o amantes, que un día se enteran que su marido es un pedófilo. El o los autores, podrían decir que es una cuestión de época y yo les contestaría que la escena de sexo en el film son expresamente contemporáneas y no por guiño, sino por pereza. El film cierra con dos sorpresas, igual que el libro, aunque mejor guionado con la misma operación aunque más brutal, siempre teniendo en cuenta que cualquier arte tiene la capacidad de universalizar lo particular, y por si a alguien le pasó inadvertido: sugiere, por interpósita persona, que los abogados de derechos humanos esconden turbulentos pasados posiblemente criminales y lo más aberrante es que echa un manto de sospecha sobre los desaparecidos, los cuales están vacacionando en algún lugar del mundo, cambiar el nombre de la víctima real de Jorge Salomón Sauan, a Samid no es poca cosa. Las señales están en el aire, queda en cada uno saber qué hace frente a eso.
Una opción válida de ver en HBO Max, pero que no llega a la grandeza por indecisiones en la trama sobre que tipo de film quiere ser. En el link, la crítica escrita más formal; más abajo la crítica radial, más informal, completa en los reproductores de audio solo, o de YouTube con video. Un Crimen Argentino es una película qué funciona, pero a medias; lamentablemente no logra llegar a este punto crítico para ser una realmente muy buena película, eso se debe a problemas en el guion donde el film no se decide para dónde quieren ir. Como menciona el título, es una historia de un crimen, como menciona el póster sin cuerpo hay crimen, y durante el desarrollo se hace esa pregunta, porque la persona en cuestión ha desaparecido, y al cual los protagonistas deben buscar. No sabemos si está muerto o no, pero por otro lado quieren jugar con el suspenso de que un sospechoso determinado interpretado por Darío Grandinetti podría ser el perpetrador de este crimen, ya sea un secuestro, o un homicidio, y no se puede hacer 3 películas distintas resumidas en una sola, se debe elegir una de estas tramas, y hacer una película coherente con una de esas opciones; al no hacerlo, la película divaga narrativamente entre si es una película de un asesinato sin cuerpo, si es sobre una búsqueda de un desaparecido; o si la persona que es sospechosa, pero no para todos los personajes, es una víctima o es el victimario. Esta indecisión del guion hace que no se potencian ninguna de esas opciones, y no se desarrolle correctamente, haciendo qué nos remitimos a otras películas del género del suspenso y del policial dónde si se han resuelto las tramas satisfactoriamente según los casos, como podría ser por ejemplo Los Sospechosos De Siempre (personaje que se hace pasar por un perejil que no sabe nada), en uno de los casos; The Vanishing en otro de los casos (desaparición de un personaje), o por ejemplo la más reciente Yo Estuve Aquí (asesinato sin cuerpo) en otro de esos casos; y un crimen argentino sale perdiendo en cada una de las comparaciones posibles. El argumento consiste es que, en épocas de plena dictadura militar, unos oficiales de la justicia son llamados para investigar la desaparición de una persona importante, en tiempos que las desapariciones eran un procedimiento común para las fuerzas de seguridad nacionales que luchaban contra el terrorismo de izquierda; pero fuentes del ejército sostienen no tenerlo capturado, y ordenan que debe ser buscado. La búsqueda a su vez estará interferida por un enviado del ejército, qué malogra algunos planes de estos oficiales de justicia, y de entrada vemos que encuentran el personaje de Grandinetti, qué interpreta a un abogado que alega haber estado en cosas turbias, pero no en haber matado ni secuestrado el personaje que buscan; y dice estar esperándolo de hecho. La película es normas generales funciona, pero deja gusto a poco, está bien interpretada, está correcta en normas generales, pero le falta masa crítica, suspenso y drama, además al no decidirse por el enfoque, la diluye. Esa falencia en el guion, hace que la trama no terminé de explotar del todo, y el efecto de sorpresa, o suspenso no logré estallar del todo tampoco. Es un filme válido de ver, pero es preferible ir con las expectativas bajas al cine, o mejor aún, mirarlo en HBO Max. Cristian Olcina
Reseña emitida al aire en la radio.