No debe haber nada más difícil de retratar que la vida en una villa miseria. El problema es múltiple: se presta a la manipulación, a la demagogia, al regodeo en la miseria, al recorte interesado, a la sordidez a reglamento. En suma: al vil espectáculo para tranquilizar la conciencia de quien puede pagar treinta pesos la entrada al cine. Pablo Trapero, alguien que en cada película intenta ir al núcleo de la situación de base, lo ha comprendido y, por eso, “Elefante Blanco” no cae en ninguna de esas trampas. En lugar de seguir a un único protagonista como en “Mundo Grúa” o “Leonera”, opta por el relato coral. Aquí vemos la historia de un misionero que se ha salvado de una masacre en el Amazonas (el belga Jérémie Rénier, perfecto), de su mentor espiritual que lo lleva a trabajar a Ciudad Oculta, en Buenos Aires (Ricardo Darín), de una asistente social que trata de llevar adelante un proyecto habitacional para comenzar a erradicar la miseria (Martina Gusmán). Hay otros relatos que se cruzan y entretejen con la relación de estos tres personajes (el pibe víctima del paco que no logra salir; la guerra entre narcos dentro del lugar, la demagogia de la jerarquía eclesiástica y los políticos) que hacen de todo un gran laberinto moral que se refleja en ese laberinto físico cuyo eje vertical es ese enorme edificio abandonado. Trapero comprende que el universo de las villas es inasible y, con honestidad, se limita a contarlo lo mejor que puede. Y logra un film ambicioso, complejo, casi épico. Es decir, un acto de valor.
Una gran película de la francesa Claire Denis (a quien, de no mediar festivales, nos perderíamos) muestra la vida de un hombre a punto de jubilarse, de su hija, de una pequeña comunidad en las afueras de París. Aquí se trata de la construcción sin subrayados de lazos familiares, de una pequeña sociedad que vive entre tensiones y solidaridades, y que se retrata como algo esencial y esencialmente bello. Denis tiene un enorme ojo para los detalles conmovedores o irónicos, y un notable oído para el diálogo.
En realidad, para ver descontrol y batallas monstruosas, es mejor Los Vengadores, que además tiene corazón y humor. Esta película adapta un juego (no se ría: adapta ni más ni menos la batalla naval que usted jugaba con papel y lápiz pero en la versión plástico de la firma Hasbro) al formato “soldado irresponsable que se vuelve heroico mientras robots monstruosos hacen puré la Tierra”. Bueno, es eso, ni más ni menos: cine de ingeniería mecánica, juguete fugaz y un poco de aturdimiento a la mode.
El polaco Jerzy Skolimowsky siempre fue un caso aparte en las cinematografías de Europa del Este: cuanto más ideologizado era el cine de su país (aquel de Andrej Wajda o Krysztof Zanussi), mayor era el uso de la fábula narrativa clásica, de la aventura, en su cine. Así, ha logrado una obra –con films como “El grito” o “Proa al infierno”– mucho más universal y cuya vibración permanece a través del tiempo. “Essential Killing” es uno de esos films que parte de una circunstancia muy precisa para volverse universal. Vincent Gallo interpreta a un combatiente afgano hecho prisionero por la coalición liderada por los EE.UU. (que integró también Polonia) que, trasladado a Europa, logra escapar –o lo intenta– en medio de un paisaje hostil, de un bosque invernal. El film carece casi de diálogos, y muestra las aventuras –no se les puede llamar de otra manera– de un hombre sometido a una situación límite que, poco a poco y solo por necesidad de supervivencia, se envilece. El clima es tenso, con un notable uso de los exteriores y el suspenso de cualquier buena obra narrativa. Skolimowsky logra algo notable: utiliza el contexto político solo como punto de partida, y finalmente hace que ese personaje, del que todo nos separa, nos despierte una enorme empatía. Hay momentos molestos, un notable uso de la violencia –que aparece solo en los momentos necesarios– y una transfiguración del actor en un ser salvaje, mitad víctima y mitad victimario. De esto trata, finalmente, la humana aventura.
Excelente film independiente y chileno, realizado por el también escritor y crítico Alberto Fuguet, narra -muestra- la historia de un hombre que viaja a Nashville, EE.UU., meca del folk, tras un amor. Obviamente ser un extranjero aunque se ame la música de aquella tierra (y se la cante) o se hable en inglés resulta complejo. Pero este no es un film de denuncia sobre la inmigración ni un drama psicológico, sino el itinerario de un personaje encantador (jugado con gran talento por Pablo Cerda) a quien terminamos queriendo como a un amigo. Imperdible aunque vaya en pocas salas.
Quizás recuerden aquella serie donde un debutante Johnny Depp era un policía encubierto en una escuela secundaria. A la imbecilidad de esa premisa (el propio Depp siempre se arrepintió de aquello) se la compensa en esta versión cinematográfica transformando la represiva serie de la era Reagan en su parodia. El resultado es bueno, con excelente trabajo del siempre eficaz Jonah Hill, pero con algunos gags “a reglamento” que denotan cierta falta de imaginación a la hora de resolver la premisa. De todos modos, un film nada despreciable.
Si alguien se pregunta cómo sería un film de suspenso o de terror sobre algo bien arraigado en el alma argentino, la respuesta podría ser El Campo. Que carece de escenas fantasiosas, que quede claro: el terror es parte de lo que los personajes experimentan. Aquí es una pareja (Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia, muy justos y sin desbordes injustificados ambos) que cumple aquella fantasía de dejar la ciudad por el campo. Pero los problemas del traslado generan tensiones, y las tensiones enrarecen, poco a poco y hasta llegar a la violencia, la relación entre ambos y con su pequeña hija, que pasa de ser una felicidad a una molestia. La mayor virtud de Hernán Belón en este debut en el largo de ficción consiste en evitar la sorpresa: justamente, en dosificar las acciones y los gestos de modo tal de generar un clima enrarecido y temible de modo creciente hasta envolver al espectador en una situación anómala y casi irreal. Una película de una sequedad notable.
El cine iraní es mucho más complejo y rico de lo que los malos críticos suelen propalar. Este film es, en cierto sentido, un melodrama: la historia de una pareja que ha decidido encontrar una mejor vida fuera de Irán hasta que el marido se arrepiente –su padre tiene Alzheimer y no quiere dejarlo–, piden el divorcio y el Estado decide no concederlo. En el melodrama clásico, el rol de antagonista, de creador de todos los males eran las convenciones sociales. Aquí es el Estado iraní, que no termina de congeniar las libertades civiles con la infalibilidad de una jerarquía religiosa. La película narra, con absoluta precisión y limpieza, el calvario tanto político como familiar de estos personajes atrapados en una telaraña burocrática, sin perder de vista nunca las características de cada una de sus criaturas. No se trata de herramientas para el film de denuncia: si algo hace de “Una separación” un film interesante es que trasciende con mucho el lugar y la época que retratan. Lo que les pasa a estas dos personas es algo que puede suceder en cualquier parte, sin necesidad de que sea un estado opresivo el que lo desencadene. Lo que hace que el film se comunique con nosotros es que su relato nos toca de cerca, que cada uno de nosotros ha vivido una situación similar y que la lupa del cine nos permite verlo con una dimensión nueva. Una separación no deja de ser un buen cuento, y en esa característica se encuentra su mayor virtud.
Radu Mihaileanu es uno de esos realizadores dedicados al “crowd-pleaser” (films que agradan a todo el mundo) internacional. Es también un narrador competente, aunque lo que parece personal en sus films es apenas la pátina de exotismo que les imprime. Aquí, las mujeres de un pueblo deciden no tener más relaciones sexuales con sus parejas hasta que éstos ayuden a acarrear agua. Comedia de costumbres, lección de vida y paisaje son los componentes. No es mucho, pero alcanza para no aburrir.
Después de la muy mala Biútiful, de la que fue guionista (aquí el realizador de ese film es productor) uno podía desconfiar de este primer largo de Armando Bó, nieto del nunca suficientemente reivindicado salvaje de nuestro cine. Hay aquí también un hombre agobiado en busca de una redención que lo justifique, pero de lo que se trata también es del placer del cine y de la música. Un hombre (extraordinario cantante este John Mc Ierney) es el último y mejor imitador de Elvis Presley, con una vida pobre en casi todo otro sentido. A punto de llegar a la edad en la que murió el gran icono del rock, decide hacer algo espectacular. El film tiene rémoras de imagen publicitaria, algunos desajustes actorales y algún lugar común, pero la fuerza de su protagonista (en ocasiones parece una versión musical del Rulo de Mundo Grúa) y la originalidad del planteo, además de las muy buenas secuencias melódicas hacen de la película un raro ejemplo de cine argentino comercial que confía en la inteligencia del espectador y le provee placer.