¡Qué placer reencontrarse (casi redescubrir) a Spiner con este vistoso y atrapante western gauchesco! Una película que se anima a dialogar sin miedo con el género de los John Ford, los Sam Peckinpah y los Anthony Mann, pero también con el cine latinoamericano de Leonardo Favio y Glauber Rocha. Más allá de ciertos preciosismos visuales innecesarios (por momentos, el director de La sonámbula y sus técnicos parecen regodearse un poco en su indudable talento para el encuadre, la fotografía o la edición y terminan cayendo en cierto esteticismo), esta tragedia sobre la venganza y la culpa rodada en bellísimo parajes tucumanos (la inmensidad de los paisajes es un personaje más) expone en toda su dimensión y sus múltiples facetas la crueldad, el salvajismo, la opresión, el machismo, la religiosidad (y la superstición) de la Argentina del siglo XIX. Basada en un cuento del gran Antonio Di Benedetto, Aballay es una película épica, intensa, sangrienta, visceral y expresiva (casi expresionista) en el que más allá de los excesos apuntados se lucen tanto sus hacedores (el DF Claudio Beiza, el compaginador Alejandro Parysow, el músico Gustavo Pomeranec, la directora de arte Sandra Iurcovich) como sus intérpretes (Pablo Cedrón como el bandido-santo del título, Claudio Rissi como el malvado de turno, la bella Moro Anghileri como el objeto del deseo y, en menor medida, un no del todo convincente Nazareno Casero como el porteño que intenta vengar 10 años más tarde el asesinato de su padre). Un film que no debería pasar inadvertido en el marco del festival ni luego en su paso por el circuito comercial.
La filmografía de la Argentina tiene desde hace varias décadas una deuda con el cine de género. Entre sus cultores, o al menos entre quienes se han asomado a narrar desde una ubicación concreta con códigos y señales universales, a la vez que poniendo mucho de su propio perfil, se encuentra Fernando Spiner, que tuvo en La sonámbula su máxima incursión. Hasta ahora.Aballay es un western gaucho, o una película de gauchos con aire de western, como mejor enmarcaría su director. Abrevando en aguas como las del spaghetti western italiano o del clacisismo más acabado de John Huston, Spiner cuenta la historia de una venganza, la de un joven (Nazareno Casero) al que de pequeño le asesinaron a su padre. La vendetta llega a punta de pistola y facón, aunque la destreza no lo ayude, algo que paga caro en más de una oportunidad. ¿El principal receptor de la ira? El Muerto (Claudio Rissi), poronga de grupo que tiene atemorizados a sus seguidores y a quien se le cruce. Pero además del criminal mayor, el vengador dummie también busca al Aballay del título (enorme Pablo Cedrón), secuaz de aquel pero a su vez hombre (en apariencia) redimido ante el destino. Hablamos aquí de sangre al modo Kitano, de trabajadas y muy logradas secuencias de fuego cruzado, de drama campestre, de romance trágico. Pero también, y sobre todo, tenemos entre proyectores un film en el que su realizador supo aplicar vehemencia narrativa y contundencia visual, sin ahorrar en detalles propios del western, que a su vez se entremezclan con reminiscencias de la gauchesca argentina, género que ha sabido tener exponentes de gran nivel, aunque quizá, estos hombres de a caballo y grito pelado, del mismo creador de Adiós, querida luna, sean la gran versión hasta el momento del universo de las boleadoras y la violencia polvorienta de la pampa húmeda.
La violencia está en nosotros Fernando Spiner (1958, Buenos Aires) es uno de los directores más creativos que ha tenido nuestra televisión, como lo demuestra su trabajo para las miniseries Zona de riesgo V (1993) y Bajamar (1995), empleando recursos que colegas suyos ignoran por desinterés o pereza (fundidos, travellings, cambios de luz, edición en el mismo plano). Aunque las historias de misterio parecen las más adecuadas para poner en evidencia su capacidad, a la hora de hacer cine ha encarado otros géneros, con dispares resultados (la ciencia ficción en La sonámbula, el humor en Adiós, querida luna). Con Aballay – El hombre sin miedo propone una suerte de western con gauchos, partiendo de un cuento de Antonio Di Benedetto. Si en el relato original es el penitente Aballay (Pablo Cedrón) el protagonista, en el film se pone más atención en el punto de vista del “niño hecho hombre” (Nazareno Casero) que sale a buscarlo, para vengar la muerte de su padre. Tal vez lo mejor de Aballay no sea el profesionalismo con que ha sido planeada y realizada, con calidad en todos sus rubros, o el hallazgo de haber consumado un dinámico film de aventuras con íconos de la cultura argentina, sino sus entrelíneas sobre la violencia que entraña nuestra Historia, ya que, en medio de las chacareras, las boleadoras, la riña de gallos y la imagen de la Virgen, aflora la crueldad en las relaciones humanas en medio de la Pampa. La ambigüedad de Aballay (así como un plano parece buscar una analogía del personaje con el propio Jesucristo, su imagen de héroe o santo sufre un cambio hacia el final) y las enrarecidas versiones de La marcha de San Lorenzo apuntan a esa dirección: mirar con desconfianza o con algo de ironía cierto nacionalismo inocuo y superficial. Objeto de comparaciones con exponentes diversos del western y del cine gauchesco, no parece pertinente asociarla al Juan Moreira de Favio (pleno de digresiones poéticas y con una visión mitificadora del gaucho), sino, en todo caso, con la obra de Sam Peckinpah, Walter Hill o Sergio Leone: aquí hay aspereza, sangre, ferocidad. A pesar de la discutible incorporación de algunos actores (Goity, Fontova) y cierto preciosismo formal (innecesarios ralentis y aceleramiento de nubes en el cielo), Aballay luce impecable como film de género: los tramos de acción y enfrentamientos que se suceden en la última media hora tienen una logradísima intensidad. Una curiosa y perspicaz apelación a temas y personajes muy nuestros, en busca de un público deseoso de emociones fuertes.
Historia que en cierta manera trata de mimetizar un género puramente norteamericano, el western, está ultima película de Fernando Spiner es una correctamente fotografiada propuesta, con un guión que desarrolla un argumento muy similar al visto en muchas otras cintas del estilo y una calidad muy pobre por el lado actoral.
Aunque no lo parezca, hay varias y buenos exponentes de westerns argentinos. Desde La guerra gaucha hasta Juan Moreira, pasando por la paródica Los irrompibles, el cine nacional supo utilizar códigos del que fuera considerado el género estadounidense por excelencia. Pero la mejor exponente llega ahora con Aballay, el Hombre sin Miedo. Siglo XIX. Años después de presenciar el asesinato de su padre, Julián (Nazareno Casero, soberbio como siempre) sale a vengarse de los asesinos. No tardará en descubrir que Aballay (Pablo Cedrón), el líder de los forajidos, dejó la violencia tras aquel episodio y decidió no bajarse de su caballo. Su sentido de la culpa es tal que los lugareños lo consideran un santo. Pero el pasado se niega a quedar en el olvido, y pronto volverá a correr sangre. Basada en el cuento de Antonio DiBenedetto, Aballay posee la esencia y la fuerza de los clásicos de Far West, como los film de John Ford y hasta los spaguetti westerns, principalmente los de Sergio Leone. Allí están los planos generales (ya no de Monument Valley, pero sí de los hermosos cerros de Tucumán, donde se filmó la película); allí están los atracos a diligencias; allí están los personajes intentando sobrevivir en una tierra sin leyes, pero donde subsisten los códigos... hasta cierto punto. También hay elementos de tragedia, ya que Julián está al borde de convertirse en lo que más odia. Fernando Spiner vuelve a demostrar que es un conocedor de los géneros cinematográficos y que sabe reinterpretarlos de un modo argentino. Ya lo había hecho con la ciencia-ficción, en La sonámbula y Adiós, querida Luna. En cuanto al brillante elenco, además de Cedrón y Casero brillan Claudio Rissi como El Muerto, temible y amoral gaucho, otrora esbirro de Aballay. Moro Anghileri se luce como Negro, el interés romántico de Julián, la única que evita la deshumanización del muchacho. En roles secundarios pero interesantes aparecen Luis Ziembrowski (matón aliado de Aballay), Gabriel Goity (un sacerdote español) y Horacio Fontova (curandero cordobés). La película demuestra que las historias gauchescas no murieron con Martín Fierro y Don Segundo Sombra, y que el cine de género en Argentina está pasando por un momento más que interesante.
Un western bien criollo La nueva película del director Fernando Spiner es la transposición de un cuento de Antonio Di Benedetto. Con momentos de un gran dramatismo, logra trascender el mero ejercicio de género para transformarse en una película emotiva, filmada con rigurosa solvencia técnica. En Aballay, el hombre si miedo (2010), el realizador de La sonámbula (1998) y Adiós, querida luna (2003) retoma un género bien nacional que tuvo sus grandes exponentes y parecía olvidado: el gauchesco. Difícil ver el film sin rememorar imágenes de Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973) o La guerra gaucha (Lucas Demare, 1942), aunque también está presente un género esencialmente americano, el western, con sus disputas, el abuso de poder, y la permanente sombra de la venganza que se impone ante cualquier ética. El joven Julián Álvarez (un contenido Nazareno Casero) ha crecido con la imagen del gaucho Aballay (Pablo Cedrón) grabada en su cabeza. Asesino de su padre en una contienda por el oro, el personaje deviene mítico en la rocosa geografía tucumana cuando decide asumir una norma ajena. Luego de escuchar que los estilitas se alejaban de la tierra en la que pecaron subiéndose a una columna, Aballay asume la penitencia. Pero lo hace cambiando a la columna por su caballo. Ya adulto, a Álvarez la venganza lo impulsará a buscarlo, pero en el camino se topará con una bella “chinita” (Moro Anghileri) que está a punto de ser arrebatada por (Claudio Rissi), feroz caudillo que mete miedo con su conducta autoritaria y siniestra. De ese encuentro nacerá un romance apenas insinuado, nuevos obstáculos a superar y una extraña y conmovedora alianza. La película está atravesada por los núcleos dramáticos típicos del western, pero supera el maniqueísmo gracias a su logrado trabajo de imagen y actuaciones cargadas de emoción que sí, claro, capturan modismos y tonadas sin por ello perder autenticidad. Spiner y su director de fotografía, Claudio Beiza, llevan al escenario criollo las clásicas tomas panorámicas, en donde se destacan con belleza el color azul del cielo y la tierra rojiza, los caballos a puro galope que acompañan con nervio a la tragedia humana. Si en Adiós, querida luna las actuaciones derivaban en una impostación que por momentos abrumaba, aquí la desmesura tiene su lógica. El relato va hacia un in crescendo que consigue atrapar al espectador, identificado por compasión con Álvarez. Sólo resulta poco convincente la inclusión del personaje del cura (Gabriel Goyti), en una secuencia que agrega información pero no es muy relevante a nivel dramático. En sus mejores pasajes (que son la mayoría), Aballay, el hombre si miedo es una proeza visual acompañada por un buen elenco, un film que a tono con el reciente estreno de Fase 7 (Nicolás Goldbart, 2010) nos recuerda que el cine de género argentino goza de buena salud.
Aballay es un gaucho ya entrado en años que seguido de un convoy de los más rudos hombres de la llanura, se dedica a saquear diligencias, el robo a mano armada y al delito seguido de muerte en algunos casos. Los asesinos, al comienzo del filme y desencadenando la narración, atacan a un vehículo con el fin de robar el oro que supuestamente llevan. Luego de acabar con la compañía armada que vigilaba el carro, se disponen a asesinar a los viajeros, es así que al acabar con todos y revisar el interior, Aballay se encuentra con un niño, Julián, el hijo del hombre que acababa de matar y sostiene un duelo de miradas que resulta en la libertad del pequeño. Julián ya crecido, diez años después del accidente de la diligencia, busca uno a uno a los asesinos de su padre, con la única referencia de unos dibujos al estilo identikit, para darles muerte mientras hace una vida normal trabajando para un gaucho y su hija. El Muerto, uno de los ex secuaces de Aballay pretende a la joven de la cual Julián se enamora (Juana) y en un enfrentamiento deja casi ciego al muchacho que luego es curado por el propio Aballay (elevado a Santo por los pueblerinos), ya venido a menos y con una promesa que no le permite bajar de su caballo ni perpetuar más muertes ni robos. El pasado entonces puede más que el olvido y la bondad del ahora buen gaucho, y la venganza de Julián será el primer plano hasta concretar la muerte de los asesinos. Con una fotografía impecable y planos generales propios del mejor Spaghetti Western, Fernando Spiner nos deleita con una historia que, sin mayores vuelcos o giros engorrosos, transmite la sanguinaria realidad del siglo XIX de nuestro país, mientras a su vez, retrata personajes complejos y de fuertes convicciones, donde cada uno tiene una razón de existir, en donde el cambio, el destino y la justicia son de lo más impredecibles pero gustosas de ser vividas. Aballay, el Hombre sin Miedo, remite a la cinematografía gauchesca vernácula, en la cual, desde el primer éxito argentino, Nobleza Gaucha (Argentina 1915), pasando por la versión no circense de Juan Moreira (Argentina 1973) y Pampa Bárbara (Argentina 1945), recrea e invita a redescubrir el género (muy poco explotado en el país) y a su objeto de estudio, reivindicando la figura y vida social del icono campestre nacional. Con elementos del gore más liviano y escenarios de lo más espectaculares, la transposición cinematográfica del cuento homónimo del mendocino Antonio Di Benedetto (escrito durante su estado de preso en la última dictadura militar), narra con una simplificación más que destacable respecto a las posiciones de cámaras, y con transiciones, planos master y trabajos de sonido dignos de un far west norteamericano. Los elementos que hacen de Aballay, el Hombre sin Miedo, un filme argentino for export, son los que proponen un cambio drástico o una salida del cliche de género, como lo son los heroicos momentos de Juana y su escape (que recuerda a Mattie Ross de la original Temple de Acero (True Grit, EE.UU. 1969), o el detenimiento en el drama general del relato sin hacer hincapié en las escenas de batalla, que, aunque están genialmente logradas, no hacen a la totalidad de la historia como se podría esperar; y por otro lado, el alejamiento de la figura del gaucho de la planicie para situarlo en exteriores realmente imponentes como los rodados en Tucumán para la versión fílmica. Si bien el tratamiento del guión decae y muchas veces se deja de lado al verdadero protagonista de Aballay, el Hombre sin Miedo, las relaciones entre personajes y los diálogos denotan un verdadero esfuerzo de Spiner por imponer su punto de vista más allá de lo narrado en el cuento original. Desde su trabajo con actores, el director acudió a la técnica de lograr el filme respecto del logro de la malicia enemiga, acertando en la posición encargada a Claudio Rissi, quien demuestra ser un malvado de esos que ya poco se ven en el cine. El director de la obra, emerge hacia un estadío superior de su carrera fílmica con Aballay, el Hombre sin Miedo, dejando relegados a un segundo plano producciones fílmicas anteriores como La Sonámbula, Recuerdos del Futuro (Argentina 1998) o Adiós Querida Luna (Argentina 2003) y abocándose al género propiamente dicho, demostrando que las raíces de la historia no se pierden, que los clásicos no pasan de moda y que el relato del Gaucho Santo está destinado a traspasar fronteras como un western propiamente dicho, de gran calidad y de profundo trabajo.
Violencia a la Criolla Asistir a una sala de cine donde se proyecte un western gauchesco es todo un acontecimiento para estas épocas. Si hay un mérito de Fernando Spiner es rescatar un género olvidado por estas latitudes y arriesgarse a filmar otra cosa que no sean los clásicos relatos costumbristas, a los que tan frecuentemente nos tiene acostumbrado nuestro cine nacional. Basada en la novela original de Antonio Di Benedetto, Aballay, El Hombre sin Miedo es una historia de venganzas, culpas, redenciones, amores heroicos y, sobre todo, una historia de violencia, donde, por momentos, parece que estos gauchos son sacados de una película de Takeshi Kitano o Chan-Woo Park. No tienen el menor escrúpulo en hacer sufrir a sus víctimas las peores dolencias físicas. Un joven necesita vengar la muerte de su padre; un asesino necesita redimirse aislándose del mundo en la cima de una montaña. La falta de legalidad y territorialidad que imperaba en esa época (interior de la Argentina, a principios del siglo pasado) daba lugar a dejar impune los más aberrantes crímenes, en mano de mafiosos y perversos. El mayor mérito del film es la estética y la dirección de arte. La dirección de fotografía, a cargo de Claudio Beiza, es magistral, logra retratar, a través de imponentes planos panorámicos, los míticos y bellísimos paisajes de los Valles Calchaquíes en la Provincia de Tucumán, donde se deja ver en más de una ocasión la encantadora lunita tucumana. La música es otro de los golazos del film; de manera diegética, suenan varios ritmos folklóricos, hasta se escuchan singulares versiones de La Marcha de San Lorenzo. Pero lo notable es el talento de Gustavo Pomeranec, quien hace que acompañen el relato sinfonías en las que se mezclan varios tipos de estilos, aportando notable intensidad a la trama. De todos modos, a pesar de esta calidad visual, se utilizaron recursos cinematográficos más que usados en este tipo de género. Exceso de ralentí, muchos planos fijos que resaltan la naturaleza y el paso del tiempo y, en varias ocasiones, escenas donde la voz se adelanta a la acción. Si no fuera que se trata de un western criollo, con lo novedoso que eso es hoy en día, ya lo habían hecho hace tiempo Lucas Demare y Leonardo Favio, podría decirse que estamos frente a un film bastante cliché. Narrativamente, contiene todos los elementos que requiere un western: alguien necesita vengarse por manos propias, en el medio se enamora de quien ya tendría dueño y las cosas se complican a la hora de encontrar el objeto de venganza y ejecutar el plan deseado. La narración comienza con un alto nivel, luego entra en una meseta -donde, si bien pasan cosas, estas no terminan de atrapar y algunas son previsibles- y repunta bastante en los minutos finales. Sobresalen los trabajos interpretativos de Pablo Cedrón (Aballay) y, en especial, el de Claudio Rissi como un villanísimo “El Muerto”, que encarna a ese personaje absolutamente perverso y desagradable que se gana el odio de todos los espectadores. Nazareno Casero no está del todo convincente en su papel del joven vengador y Mariana Anghileri cumple, aunque no brilla, en su rol de esa chica tan deseada como inocente. Spiner utiliza como excusa este arriesgado género no solo para ofrecernos hermosas imágenes sino también para poner sobre el tapete el rasgo universal y atemporal que posee la violencia humana, y cómo se le da rienda suelta cuando no hay una cultura que intervenga y regule las relaciones y acciones entre los hombres.
Un western criollo con todas las de la ley Siguiendo la línea de Juan Moreira, de Leonardo Favio, o de Temple de acero, el director Fernando Spiner recupera un género que parecía olvidado: el western gauchesco. Aballay (Pablo Cedrón), un gaucho ladrón y asesino, arrastra las culpas del pasado y se lleva para siempre la mirada de un niño que presencia la muerte de su padre en sus manos. Con el paso de los años , Julián (Nazareno Casero) cobrarán venganza contra él y los forajidos. Con una trama que navega entre el salvajismo, los facones afilados y las cuentas pendientes, el director de La sonámbula y Adiós querida luna cabalga con todas las de la ley en una historia que atrapa desde el comienzo y que se desarrolla en los áridos pasajes de la pampa húmeda. Con su ajustado clima de "ajuste de cuentas", Julián hace foco en El Muerto (un espléndido Claudio Rissi), cómplice de Aballay que somete a todo aquel que se cruza en su camino. En Aballay: el hombre si miedo hay persecuciones, romances contrariados (ahí aparece Moro Anghileri) y abuso de poder, pero también es interesante cómo el asesino que da título al film está en un camino de redención. Entre tiroteos y duelos finales que rinden homenaje a los clásicos "spaghetti western", Spiner sigue su marcha con una muy buena composición visual y saca provecho del cuento escrito por Antonio Di Benedetto, manejando los climas y la violencia como pocos.
Western sin gracia Hay más de un motivo por el que el que el western, género cinematográfico norteamericano por excelencia (y para algunos, el género), nunca prosperó en Argentina. Para que el western sea lo que es, se necesita mucho más que la historia de un territorio despoblado y su conquista. Más aún, al hablar de western Fernando Spiner parece pensar más en el spaghetti western que en el western clásico que supo estar en los orígenes del cine. Es decir, un género transplantado de Estados Unidos a Italia y que más que remitir a una historia nacional remitía a un género cinematográfico preexistente. La gauchización de un spaghetti western, aunque pueda apelar a los espíritus nacionalistas, es una operación puramente decorativa. Dicho esto, hay que decir que Aballay, el hombre sin miedo no funciona como película en sí misma. ¿Por qué no funciona? Podríamos ofrecer diferentes respuestas. Lo primero que hay que decir es que resulta difícil soportar la sobreactuación constante que plaga a Aballay. Honrosa y resplandeciente excepción dentro del elenco, la presencia y la medida justa que demuestra Moro Anghileri no hacen más que poner en relieve la exaltación constante en la que parecen vivir todos los personajes de la película. No hablemos de los acentos telúricos fluctuantes, de Horacio Fontova hablando "lenguas", del absurdo de Gabriel Goity (uno casi puede sentir los escupitajos desde la butaca). Hasta Pablo Cedrón, de una innegable fotogenia y presencia centrada, cae en excesos por todos los costados. Pero Aballay no es una película excesiva, ni mucho menos. Todo está muy armado, todo cumple una función, todo es prolijo y lleva adonde Spiner nos intenta llevar. La única escena de la película que parece respirar realmente, que parece un momento de verdad, surge gracias a la virtud de Moro Anghileri, que al hablarle a su pretendiente del Santo Pobre y del colgante que lleva del cuello nos permite por un segundo sentir lo que siente ese personaje. Lo demás son pantomimas. Aballay parece ir un poco a la deriva, a pesar de lo lineal de su premisa. Primero vemos el crimen inicial, después los ojos "expresivos" de Cedrón, después el chico crecido, después una historia de amor, después una historia de abuso de poder, después una historia de santidad, después una venganza, después otra venganza. Los hilos son claros, pero parecen flojos, enredados más que entramados. El problema probablemente sea que en ningún momento llegamos a entender realmente cómo funciona esa comunidad de frontera, esa sociedad antes de la civilización. Sabemos que el protagonista llega a un rancho, que cerca hay un pueblo, que en ese pueblo hay un juez de paz que es malo. Pero poco más. A pesar de la escena con asado y baile tradicional, no vivimos esa vida, no sentimos que estemos ahí. El baile con nenitos y la gente que silba marchas militares no alcanzan a darle vida a un contexto que a Spiner no le interesa; son postales agregadas para "dar el tono". Pero si no nos interesa el pueblo de frontera, poco nos van a interesar las maldades del juez de paz. Y si nos interesa poco la maldad de ese pueblo, menos nos va a interesar la supuesta santidad del hombre de a caballo. Si nada de lo que vemos existe realmente con una vida independiente de las funciones narrativas de la película, los personajes se desvanecen y sus penas no nos involucran. Las actuaciones grotescas, además, no hacen más que acentuar esa impresión de máscara vacía. Filmar terrenos tierrosos, una venganza que consume y algún primerísimo primer plano tal vez sea un homenaje a Leone, pero no alcanza para constituir una película.
Una víctima en busca de venganza Resentido, ladrón y asesino, Aballay cabalga contra el viento con su banda de forajidos en busca de sus víctimas para sumar dinero y pertenencias a su botín. En una de sus andanzas, el grupo divisa una diligencia ocupada por un comerciante y por su pequeño hijo, y el ataque contra ellos es tan brutal como innecesario. El niño, escondido en un cofre del carruaje, observa el rostro del asesino. La mirada del pequeño perdurará en Aballay superando el tiempo. Ese gaucho dueño y señor de la inmensidad de los espacios abiertos sabe que en cualquier momento ese muchachito lo buscará y lo encontrará para cumplir su juramento de venganza. El film, un nuevo abordaje del western gaucho, con el desafío de salirse del estereotipo de la gauchesca y de redescubrir ese personaje con la liturgia de sus armas, su relación con la ley y su íntima vinculación con el caballo, en una epopeya épica y expresiva en la que la vida y la muerte juegan sus papeles trascendentes. Todo aquí habla de un salvajismo anudado a esa voluntad de Julián por hacerle pagar a Aballay su crimen hasta que ambos, cara a cara, comprobarán que la venganza ha llegado. Spiner supo manejar con indudable maestría este western que posee todos los elementos para configurar un relato en el que sus componentes principales -venganza y duelo- son abordados dentro de una temática de alcance global, con una excelente fotografía y una música que logra imponer su ritmo a la acción. El elenco supo, a su vez, dar verosimilitud a cada uno de estos complejos personajes y logró imbuir de la crueldad esperada, y alguna tenue luz de esperanza, a esta producción que, sin duda, engalana la cinematografía nacional.
De la gauchesca al spaghetti western Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, Aballay es un film épico cuyos dos héroes y antagonistas cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. “... Mientras tanto, el gaucho argentino era marginado cuando no perseguido y servía de peón o instrumento de los caudillos de turno. El protagonista de nuestra historia es la dolorosa síntesis de esa época.” El texto es un fragmento de aquel con el que Leonardo Favio prologaba su Juan Moreira (1973), una de sus más grandes películas y tal vez el último antecedente serio del western realizado en la Argentina. La cita a aquel texto no es ociosa para hablar del estreno de Aballay, el hombre sin miedo, nuevo trabajo de Fernando Spiner, no sólo porque ambos films comparten el género, sino porque los dos también utilizan una misma idea de Historia para contar sus historias. Aballay retoma a Moreira, del mismo modo en que Spiner se toma de la mano de Favio para andar sobre seguro. Pero las discrepancias entre una y otra también son notorias. Para empezar puede mencionarse que mientras el personaje de la película de Spiner está basado en una obra de ficción –el soberbio cuento homónimo del mendocino Antonio Di Benedetto–, Moreira fue un personaje real, aunque luego lo haya revivido Eduardo Gutiérrez en una de las más exitosas novelas argentinas de finales del siglo XIX. Esa diferencia de origen es fundamental para marcar los recorridos diversos de una película y otra. Así como Favio trabaja sobre un verosímil íntimamente ligado al relato social del que proviene, del mismo modo Spiner aparece influenciado por el origen literario de su personaje. No debe entonces pasarse por alto el interesante trabajo de adaptación realizado por el director-guionista y su equipo de colaboradores, que supieron encontrar una línea cinematográfica en el cuento de Di Benedetto, que está pensado mucho más desde un conflicto íntimo (el sentimiento de culpa de un gaucho que ha asesinado a un hombre frente a la mirada de su pequeño hijo) que exterior. Spiner toma sobre todo la anécdota final del cuento del mendocino y a partir de allí genera todo un relato previo, que desde el cine suma a la historia lo que la literatura no necesitaba contar. Aballay es el jefe de una banda de gauchos cuatreros que gobierna a su gavilla desde el terror. Pero aunque sus hombres le temen, no falta quien le haga frente: es evidente que el Muerto es, entre ellos, quien más se le atreve en la disputa por el poder. Cuando la banda asalta en medio de las montañas desiertas a una carreta custodiada por oficiales del ejército, Aballay demuestra todo su salvajismo abriéndole el cuello al último e indefenso pasajero. Pero mientras sus hombres enseguida se dan a la fuga con el cargamento de oro que venía en la carreta, Aballay se queda y descubre oculto en un cofre al hijo del hombre que acaba de matar. En esa mirada inocente reconocerá el horror del que ha sido capaz. Al contrario de Moreira –un hombre bueno al que la injusticia empuja a la brutalidad–, Aballay acepta la injusticia en sus propios actos y buscará redención. A Spiner le alcanza ese intenso cruce de miradas entre la atrocidad y la inocencia para obtener los polos del relato, que a partir de ahí se repelerán hasta un enfrentamiento inevitable. Mientras el protagonista decide montarse a su caballo para no bajarse nunca más, emulando a los antiguos estilitas que montaban columnas para alejarse del suelo en que habían pecado, aquel niño crece devorado por el ansia de vengar a su padre. Borges solía destacar al western como la llama que mantenía vivo al género épico en el siglo XX. Y Aballay es un film épico, sin lugar a dudas, cuyos dos héroes cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal, y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. Querrá también ese destino (manejado por el hábil trío de guionistas), que en el medio ocurra el amor; que el Muerto, devenido en maligno juez de Paz de un pueblito perdido, se convierta en un impensado enemigo común. Y por supuesto, que todo cierre con un eficaz tiroteo y un duelo final que, con toda intención, huelen más al tuco del spaghetti servido por Leone, que a los clásicos manjares de Ford, Hawks y el resto de los muchachos al norte del río Bravo. Ojalá Aballay resulte el primer paso de un camino que puede ser, como ya lo ha sido, muy rico para el cine argentino en tanto industria, pero también como medio para repensar la Historia. Es un deseo.
Sin afán pedagógico Western gauchesco, con más acción e introspección que corrección política. En el cruce entre la literatura introspectiva de Antonio Di Benedetto -autor del cuento en el que se basa esta película- y el western más sangriento y expresionista, Aballay, el hombre sin miedo se destaca por su potencia visual, abundante en aciertos formales, y por sus buenas actuaciones, imprescindibles para generar una atmósfera de época nada solemne, natural y descarnada, con pinceladas, incluso, de humor sutil. No es poco. Fernando Spiner tenía mucho para perder al abordar el subgénero gauchesco, transitado por algunos de los realizadores más ilustres del cine nacional. Aballay... no sólo resiste las comparaciones: se destaca, además, por su personalidad. Discurre al ritmo de la épica de aventuras -con escenas de alto impacto, a lo Sam Peckinpah-, con un trasfondo místico/popular (a lo Leonardo Favio), y una saludable incorrección política. Hablamos de una trama, impulsada por la venganza, que hace eje en la confrontación entre un joven de la gran urbe (Buenos Aires) y el mundo salvaje de los gauchos (en este caso, de los Valles Calchaquíes). La película, que jamás condesciende a la docencia ni las apologías de nuestros antecesores, se atreve a mostrar un universo brutal, machista, sin leyes. Un universo sin redención, apenas con culpas. En este punto, hay que destacar la rara combinación entre la fábula y el naturalismo: eclecticismo que se refleja en la estética del filme. La película empieza con Aballay (Pablo Cedrón) como un gaucho forajido, vandálico, impiadoso, que al atacar a una diligencia y matar a un hombre queda perturbado por la mirada del pequeño hijo del asesinado. Luego, tras un salto de una década, cuando Julián (Nazareno Casero), el chico convertido en hombre joven vuelve por venganza, Aballay se ha convertido en mito, santo, leyenda. ¿Qué ocurrió en esos diez años? Atormentado por la culpa, tras haber escuchado hablar de los estilitas, quienes se instalaban en el extremo de columnas para expiar sus pecados, Aballay ha decidido vivir sobre su caballo, sin desmontar, convirtiéndose en una suerte de centauro. Este “héroe” gauchesco, como otros, es un solitario, incluso un ermitaño, un anacoreta, que no cree en el Estado, ni en ninguna otra forma de organización ni de poder. Por eso, uno de sus ex secuaces, El Muerto (extraordinaria actuación de Claudio Rissi), aparece como su contrapunto, convertido en un caudillo autoritario y feroz. La película, dinámica y a la vez cadenciosa, incorpora una subtrama romántica: Julián se enamora de Juana (Moro Anghileri), mujer de El Muerto, quien la toma a ella como a un objeto de humillación, de posesión, de ejercicio del despotismo. Estos dos personajes, sometedor y sometida, los únicos que no tienen dilemas morales, se agregaron en la adaptación. Están muy bien interpretados y, aunque podrían representar la parte maniquea de la historia, funcionan muy bien como elementos dramáticos. El punto de vista es el de Julián; débil en ese entorno, aunque luego sanguinario. Los virtuosos encuadres -desde los planos cerrados de la violencia hasta las panorámicas de un paisaje sublime-, la fotografía, el trabajo de sonido y la música conforman una obra con más impacto que moraleja, infrecuente en el actual cine argentino.
El camino de la redención se abre por extraños senderos Las imágenes parecen salidas de una película del gran Sergio Leone; los jinetes cabalgan lentamente, el polvo se levanta bajo los cascos de los caballos, los rostros desencajados presagian la violencia que pronto va a ganar toda la pantalla, la música enmarca emotivamente la escena. Sin embargo, las vestimentas advierten al espectador que no está viendo vaqueros en el salvaje oeste norteamericano sino gauchos argentinos; y hay otra particularidad: el marco geográfico no es la llanura pampeana sino un árido paisaje al fondo del cual, invariablemente, se advierte el perfil de las montañas. Por lo demás, esta película dirigida por Fernando Spiner se ajusta acabadamente a los cánones del western; y el realizador sale airoso de la prueba, que con un tratamiento menos comprometido con el género hubiera podido convertirse sin demasiado esfuerzo en una enorme ridiculez. El relato capta casi desde el primer fotograma la atención del espectador. La escena de apertura, que sirve tanto de presentación del protagonista como para establecer uno de los ejes del drama, está resuelta con enorme solvencia. Afortunadamente, el cine argentino ya ha superado ese umbral de calidad y profesionalismo que le permite enfrentar satisfactoriamente estas secuencias de acción y con ambientación de época. Por lo tanto, el espectador puede liberarse de la angustia de esperar con temor algún tropiezo técnico y dejarse llevar por el ritmo del relato. Aballay, al frente de una banda de forajidos, ultima al padre de un niño en presencia de éste. Los dos personajes cruzan una mirada que los signa profundamente; el gaucho vivirá de ahora en más el calvario del arrepentimiento y de la búsqueda de la redención y el muchacho esperará con impaciencia el momento en el que, ya adulto, pueda consumar la venganza. La presencia de los demás personajes traza líneas dramáticas que subrayan la potencia de la tragedia de los protagonistas. El Muerto (Claudio Rissi, en un buen trabajo si se prescinde de la inexplicable tonada), otro bandido, quiere hacer suya a la sugestiva Juana (Moro Anghileri, muy correcta), quien a su vez se siente atraída por Julián (Nazareno Casero), ya convertido en el joven que llega buscando a Aballay (un convincente Pablo Cedrón) para ultimarlo. La película alterna escenas de acción y de violencia con otras de ritmo más pausado y reflexivo. La mezcla permite al director dosificar el relato y mantener la atención del espectador hasta llegar al esperado desenlace. Y, desde el punto de vista dramático, resulta sumamente interesante el encuentro entre los protagonistas, hasta que se produce la inevitable revelación final. Los aspectos visuales del filme son descollantes; los movimientos de cámara, sobre todo en las escenas de acción, se ven impecables. También son puntos altos la calidad de la fotografía y de la iluminación, puestas con sensibilidad e inteligencia al servicio de los magníficos escenarios naturales de Amaicha de Valle.
Penar en lo alto En su cuento "Aballay", Di Benedetto trata sobre la culpa. Cómo un hombre perseguido por la mirada de un niño al que dejó sin padre busca algún tipo de consuelo al imponerse a sí mismo una penitencia por los crímenes cometidos, al modo de los monjes estilitas que se subían a una columna por el resto de sus vidas, dedicados a la oración y a purgar sus culpas. En el valle tucumano no había columnas, así que Aballay se subió a su caballo para no bajarse más. El director Fernando Spiner decidió que su filme trate sobre la venganza. Tal vez porque es más cinematográfica y taquillera que la culpa, sentimiento que requiere un tratamiento más filosófico y menos pirotécnico. Entonces Spiner quita del centro de la escena a Aballay y pone al chico, ya crecido, que busca vengar a su padre, muerto a manos de bandidos sanguinarios en el desierto tucumano. Y ahí va el porteño Julián, casi en sus veinte, a la caza de esos hombres cuyos rostros lleva dibujados a carbonilla desde hace años. En el camino se encuentra con Juana, muchacha codiciada por El Muerto, antiguo secuaz de Aballay, hoy amo y señor de un pueblo al que tiene sometido por la fuerza y la violencia. El Muerto es uno de los buscados por Julián, junto con Aballay. Spiner consigue hacer una de cowboys pero a la argentina, con personajes propios, autóctonos. Explora un mundo olvidado hace décadas por los realizadores, el de un país violento y sin ley. La formidable fotografía da a los valles tucumanos el protagonismo necesario, los convierte en un personaje más, en el fondo único de una aventura potente, narrada con solvencia. En lo actoral, Claudio Rissi se lleva todos los elogios. Su composición de El Muerto, cruel, impiadoso, sanguinario, es tan perfecta y llena de matices, que está a la altura de los mayores villanos del cine mundial. Pablo Cedrón, por su parte, hace de la economía de recursos un festival para el espectador atento. Su composición de Aballay es sobria, un elogio de lo mínimo para obtener lo más. Grata sorpresa es la creíble composición que hace Moro Anghileri de su Juana. Gestos, tonos y acentos precisos, además de una belleza natural impactante hacen de su particpación algo encomiable. Desafortunadamente, Nazareno Casero no está a la altura de las circunstancias. Su Julián carece del nervio y la actitud que la historia impone. Abúlico, y para colmo con el continuista en contra en un par de escenas, hacen que su actuación no sea tan creíble pero sin llegar a molestar en el todo. El "Puma" Goity y el "Negro" Fontova tienen breves pero decisivas participaciones, en tanto la incorporación de lugareños como extras dan mayor veracidad al relato que Spiner conduce sin altibajos. Una de género, una película argentina que tiene algo para contar, con estilo, profesionalismo y calidad, como debe ser. Si son pocas pero son así, mejor.
Poderoso western gauchesco Varias alegrías nos regala esta pavorosa historia de tiros, degüellos, cabalgatas, raros paisajes, un penitente, una venganza, y una chinita. Primero, es una obra de género popular con varias puntas de reflexión, muy bien hecha, dinámica, y bien actuada según las exigencias del género. Luego, le encuentra la vuelta a cierta narrativa argentina y universal, reuniendo tradición y atractivos del western, guiños y gozosas exageraciones del spaghetti, y narrativa criolla capaz de discernir algo humano y profundo más allá de la barbarie gaucha y el resentimiento compadrito de hace un siglo largo. Otra cosa: al fin, luego de los rodajes fallidos de «Zama» y «El juicio de Dios», y algún otro trabajo, nuestro cine hace una buena versión de un texto de Antonio Di Benedetto. Claro que se toma sus libertades. Una reprochable, es que el personaje monta todo el tiempo un solo caballo, sin dejarlo descansar, pobre animal que no tiene la culpa. En el cuento, el hombre considera esto y va cambiando de montura. Más destacable es que acá Aballay no comete su crimen una noche de alcohol, sino en pleno día, bajo la embriaguez de la soberbia. Encima ya cometió otros. Pero éste es el que le duele, como al asesino Santos Pérez solo le duele la tremenda desgracia que le causó al niño, según imagina Sarmiento en su «Facundo». Bien puede anotarse ese capítulo entre las influencias a veces inconscientes absorbidas por el director Fernando Spiner, como los ralentados de Tonino Valerii, con doble i, el salvajismo de los westerns más sangrientos a uno y otro lado del océano, los rostros marcados de los personajes de Lucas Demare, Hugo Fregonese y Sergio Leone, el tempo de este último, el odio inagotable del hombre civilizado capaz de volverse una bestia en los films de Anthony Mann. Esto último pesa para que el protagonista del relato ya no sea Aballay, sino el niño que por su culpa creció huérfano y ahora quiere matarlo aunque le digan que el asesino se ha vuelto un santo. Pero ahí está, casualmente, la originalidad del relato. Es muy difícil encontrar una historia donde el asesino se haya arrepentido hasta tal punto que vuelva injusto su castigo. Y así precisamente lo imaginó Di Benedetto. Pero entonces, ¿quién es el malo de la película? Ah, ese personaje también aparece, le dicen El Muerto, y es tan malo que el propio diablo le escaparía. El bueno, que no es tan bueno, debe enfrentarlo y salvar a la chica, tras lo cual viene otra pelea, una herida terrible, y un final propio de ese tipo de películas que, después de mostrarnos cosas espantosas, terminan con una música «pum para arriba». En este caso, una conocida y querida marcha de 1902, para que todo el público salga bien alegre festejando. Todo, mérito de Spiner, que de joven disfrutó los spaghetti recién salidos de la moviola mientras estudiaba en Italia. Y también, lógicamente, mérito de su equipo y de su elenco, Pablo Cedrón y Claudio Rissi a la cabeza. Ojalá hiciéramos más películas como ésta.
Gaucho mal llevado Fernando Spiner entrega un western con todas las de la ley, en un cruce del género con nuestra tradición gauchesca. Aballay es un bandolero que se enfrenta a los ojos del hijo de una de sus víctimas y decide cumplir penitencia arriba de su caballo, imitando a los antiguos penitentes, que se subían y vivían atados a una columna por el resto de su vida con la idea del martirio como una forma de acercarse a Dios. Mientras que la conversión de gaucho matrero a santo estilista se va produciendo, también hace lo propio la venganza, que inexorablemente lo va a alcanzar. Aunque en el cine nacional de los últimos años las adaptaciones literarias son más bien escasas, el caso del escritor mendocino Antonio Di Benedetto es atípico, en tanto sus relatos fueron abordados en el último lustro en dos oportunidades. En Los suicidas (2005), Juan Villegas lleva adelante una historia con diálogos secos, precisos y despojados de cualquier énfasis para contar el desamparo particular de los protagonistas –un periodista que arrastra el suicidio de su padre, una fotógrafa que está por tomar la fatal decisión–. En cambio, en Aballay. El hombre sin miedo, con los mismos materiales de toda la obra de Di Benedetto, es decir, situaciones y frases cortantes, una tragedia en progreso, Fernando Spiner se lanza a la aventura de un voluptuoso western que hace pie en la salvaje y cruenta historia nacional del siglo XIX, en un cruce del género con la tradición gauchesca que da como resultado una película inigualable. El director de Adiós querida Luna y La sonámbula se anima a casi todo, desde la ambición de dialogar de igual a igual con la épica fordiana del western clásico –incluyendo el descubrimiento de su propio y majestuoso set natural en los valles calchaquíes de la provincia de Tucumán, al estilo del Monument Valley, donde John Ford filmó sus principales obras–, la lectura feroz de la barbarie según la mirada de la Buenos Aires ilustrada y el relato gauchesco. Todo en una puesta que enfatiza la realidad de una tierra olvidada, sin ley ni justicia, donde la imaginería religiosa es el único consuelo de ese territorio que, justamente, parece olvidado por Dios. Y es imprescindible señalar que además de inscribir a Aballay… en la mejor tradición del far west, todos estos elementos también lo vinculan con la obra de Glauber Rocha. La desmesura de Spiner es admirable y más allá de algunos excesos interpretativos, que se compensan con la intensidad que Pablo Cedrón le imprime a Aballay –sin olvidar a Claudio Rissi como El Muerto–, la película es una potente, entretenida y densa mirada sobre el género. Un western criollo con todas las de la ley. <
Un western criollo y federal. Basada en un cuento de Antonio Di Benedetto esta ópera folklórica de Fernando Spiner es otra apuesta más de su director a lo diferente. Esta vez su desafío fue hacer una película de gauchos, con la idea de la venganza del cuento original, que es el corazón del film. Con ocho versiones, y ambientada en los valles calchaquíes, cuya referencia de época es la marcha de San Lorenzo, (cantada por los buenos y silbada por los malos, y remixada para los créditos finales) este western criollo narra las aventuras de un gaucho mal llevado, resentido, y asesino, que luego deviene en santo. Western místico, que profundiza en el amor, la venganza y la redención, Aballay esta inspirado en el Tesoro de la sierra madre de John Huston, La pandilla salvaje de Sam Pekimpash y en nuestra autóctona Pampa Bárbara de Fregonese, entre otras. Otra de las felices apuestas de nuestro cine, heredero de la tradición de Lucas Demare, de Favio, de Sóficci. ¡Bienvenido a la cinematografía argentina! Sobre FERNANDO SPINER Nació en Buenos Aires, en 1958. Es licenciado en la Escuela Nacional de Cinematografía, y estudió en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma. Dirigió cortometrajes como “Testigos en cadena” (1983) o “Gracias Che Cortázar” (1986). Dirigió series de la TV argentina, como “Cosecharás tu siembra” (1991) y “Poliladron” (1994), así como la miniserie “Bajamar, la costa del silencio” (1998) por las que fue nominado al Premio Konex como Mejor Director de Televisión de la década, antes de debutar en el largometraje con “La sonámbula” (1998), a la que siguieron “Historias de la Argentina en vivo” (2001), y el largometraje de ficción “Adiós querida luna” (2003). Vinieron a continuación el telefilm “Reflexiones de una vaca” (2003), también para la TV, “Cuentos clásicos de terror” (2004) y “El vigilador” (2004), el documental “Angelelli, la palabra viva” (2006, codirigido con Víctor Laplace) y, finalmente, “Aballay, el hombre sin miedo” (2010).
Los ojos de la memoria A Julián la vida lo puso en un lugar que jamás hubiera elegido. Era un niño cuando presenció el asesinato de su padre, a sangre fría, en un camino perdido entre los Valles Calchaquíes. En una época sin fechas, Aballay y su banda de gauchos matreros siembran muerte y dolor, saqueos y todo tipo de abusos. 10 años después, Julián vuelve decidido a vengar esa muerte. Le queda el dolor y una carpeta con sus propios dibujos, retratos de los asesinos y el facón de funda plateada. Fernando Spiner filmó Aballay, el hombre sin miedo , sobre el cuento homónimo de Antonio Di Benedetto. En el escenario imponente de la geografía tucumana, el director planta una historia de gauchos metidos en el relato de un western criollo, por momentos, cerca de la mirada impiadosa de Clint Eastwood. Su perspectiva pone en juego temas universales, como la violencia, la venganza y la culpa, junto a las devociones populares, los modos de hablar en sintonía (aunque no siempre) con la naturaleza, la riña de gallos, el ranchito y la mujer, así como la promesa de redención y la escasa esperanza en el amor. “Estoy envenenado”, dice Julián. Ha salvado el pellejo de la crueldad del juez de paz de La Malaria, el segundo de Aballay en sus tropelías del pasado, pero debe cumplir el mandato de vengar a su padre. Nazareno Casero cumple el rol con intensidad, sobre todo en las escenas con Moro Anghileri, la chica ultrajada por el Muerto, apodo del personaje que desarrolla con fuerza protagónica Claudio Rissi. Su malo es de antología, mano a mano con Pablo Cedrón. Éste logra con gestos el dramatismo en la conversión de asesino a gaucho trágico. Así como en un segundo se puede segar una vida, él cambia la propia cuando los ojos de aquel niño no dejan de perseguirlo. Mucho después del incidente, Aballay está retirado, alejado de todo, en la misma tierra sin ley. Los elementos trágicos quedan expuestos brutalmente en escenas sangrientas muy bien logradas. Hay que pasar esos tragos amargos. Pero Spiner también reserva momentos teatrales, de planos cortos, que aflojan la tensión casi permanente de la película. En esta historia de una redención, con pocos diálogos y largos silencios, cobra sentido la grandiosidad del paisaje fotografiado por Claudio Beiza. La dirección de arte de Sandra Iurcovich y la música de Gustavo Pomeranec ponen énfasis en el relato sobre esos personajes que no pueden escapar del drama que los alcanza.
El western nunca muere Con Aballay, el Hombre sin Miedo de Fernando Spiner, se puede confirmar que el cine argentino de género se encuentra latente con este western gauchesco, el cual se encontraba casi en extinción en los últimos tiempos, pero que años atrás tuvo su legado con recordados films como Juan Moreira de Leonardo Favio o La Guerra Gaucha de Lucas Demare. El film de Spiner, basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, narra la historia de Julián (Nazareno Casero), quién buscará venganza tras presenciar años atrás como asesinaron a su padre cuando él era un niño, por lo que irá en busca de aquellos bandidos y especialmente tras el hombre que lo degolló: Aballay (Pablo Cedrón). La película cumple una función redentora respecto al estilo de vida y como un hecho puntual puede torturar a una persona a lo largo de su existencia. Aballay, un asesino despiadado y sin escrúpulos, que ferozmente mata al padre de Julián, quedará perpetuado al observar la congelada cara del niño luego de que aquel presencie la muerte de su progenitor. Esto lo llevará a recluirse de la sociedad, a no bajar de su caballo y dejar de cometer delitos; aunque el hecho lo seguirá atormentando y sabe que aquel chico cuando crezca lo encontrará en busca de venganza. Aballay, el Hombre sin Miedo reivindica el western argentino, poco frecuente en el cine nacional quizás por las costosas escenas completamente en exteriores por las que se deben optar. En este caso cumplirá un gran papel la fotografía de Claudio Beiza, que hace de los Valles Calchaquíes en Tucumán, donde esta rodada la película, un escenario impecable y sumamente vistoso a través de imponentes planos generales y un crudo clima que se crea a través de cada tono con los que es decorada la imagen. La obra de Spiner cumple con los clásicos tópicos del género: aquel pueblo amenazado por los bandidos, el majestuoso territorio semidesértico, la dualidad entre el bien y el mal, la incursión del forastero en el lugar en cuestión o la narración épica de la cultura de una región, que destacan que el realizador no es ajeno a los grandes clásicos de John Ford y Howard Hawks, como pueden ser La Legión Invencible y Río Bravo respectivamente; y que con la implementación de personajes despiadados, que son destacados a partir de primerísimos primeros planos, y las acciones violentas que provocan también se puede plantear un acercamiento con los spaghetti western de Sergio Leone y películas como la inolvidable Érase una Vez en el Oeste o con films de Sam Peckinpah como La Pandilla Salvaje o Quiero la Cabeza de Alfredo García. A pesar de ciertos baches en el medio del film de Spiner, la narración es correcta, los personajes están bien logrados (y muy bien interpretados por todo su elenco), en tanto que a nivel visual la película es impecable; solo le juegan en contra algunos segmentos del montaje que proponen alguno que otro corte brusco que no mantienen mucha justificación en la continuidad. En términos generales, Aballay, el Hombre sin Miedo es el mejor trabajo en la carrera de Spiner, quién en este caso expone una obra relevante dentro de un género complicado y poco habitual en el cine argentino como es el western, que por suerte es revitalizado de gran manera por este film.
El lejano oeste se muda a los Valles Calchaquies en una historia de venganza. Aballay (Pablo Cedrón) era un delincuente. Robaba, mataba, ya saben, un upgrade de los malones que asediaban en el campo. Hasta que un día asesina al hombre equivocado, y no porque ese hombre sea mejor o peor que otro, sino porque lo asesina a la vista de un chico. En esa mirada, Aballay se da cuenta que su vida va por un camino errado. Luego de eso, nada más se supo de él. Años más tarde, Julián (Nazareno Casero) viene de Buenos Aires para trabajar de cualquier cosa, pero no es dinero ni techo lo que necesita, sino encontrar a esos cuatreros que degollaron a su padre mientras él se escondía en el fondo de un baúl. Los recuerda tanto que hasta tiene retratos a carbonilla de sus caras, que lo acechan desde que no levantaba más de un metro desde el piso. Ahora irá uno a uno, buscando a aquellos que fueron cómplices de su crímen, pero habrá uno, El Muerto (Claudio Rissi), que le traerá más problemas de lo que pensaba. No solo porque con el tiempo logró tener casi un poder político, sino que también se enamorará de la mujer que El Muerto desea, Juana (Moro Anghileri), lo cual lo convertirá en temerario, arriesgando su vida por sobre la de ella en más de una ocasión. Pero, ¿Qué pasó con Aballay?, se habla de un santo que no se baja de su caballo, que cura a los enfermos y que aparece y desaparece sin dejar pistas. Y tal vez sean la misma persona, porque el gaucho prometió, como los Estilitas, que no volvería a tocar el suelo en el que tanto pecó. El santo será santo para algunos, pero para otros, como Julián, sigue siendo Aballay, el hombre que mató. La película es jugada. El director, Fernando Spiner, parece ser un fanático del género y todo lo que vió fue plasmado en esta cinta. La Guerra Gaucha se hace presente en esta película y, en paisajes que parecen salidos del sueño más placentero de Sergio Leone, la acción se lleva a cabo con poco humor, no demasiada acción, pero mucha, muchísima intensidad. Pero no todo el color de rosa, porque desgraciadamente el guión y la edición no ayudan demasiado a la historia, que contada como un cuento seduce desde la primera línea. Cortes abruptos e incoherencias en los diálogos (gente sabe lo que nunca le fue revelado, por ejemplo) hacen que se pierda la magia de este cuento de venganza y que, por momentos, la película se torne en algo denso y largo. Lo que si le juega a favor, y mucho, son las actuaciones, sobre todo la de Claudio Rissi, que se convirtió en uno de los villanos más terribles que dió el cine (en general, no solo en el ámbito local) en los últimos años. El mayor error que cometieron los realizadores fue vender la película de la forma equivocada. En el trailer podemos ver lo que parece una película íntegramente de acción, cuando en realidad, el romance y las tomas largas, reflexivas, con un amplio vistazo al paisaje, son lo que dominan el metraje. Por eso, muchos pueden tener la sensación de que fueron a ver algo que no es lo que les prometieron. Con altibajos, Aballay se convierte en una película que se debe ver. No tanto por el resultado final, sino por ser la piedra inaugural de algo que, esperemos, se desarrolle con más efectividad.
Empanada western Últimamente siento que estoy en un capítulo de La dimensión desconocida. Ya me estaba acostumbrando a cosas tan extrañas como que lluevan cenizas o que River esté al borde de jugar en el Nacional B cuando me vengo a enterar, leyendo las críticas de los diarios y chequeando el sitio todaslascriticas.com.ar, que el consenso sobre la nueva película de Fernando Spiner dice que se trata de “un más que digno exponente del western hecho en Argentina”. Obviamente que estamos hablando de criterios subjetivos, pero me cuesta creer tan favorable recepción. Y aclaro que soy el primero en enarbolar la bandera de “más cine de género y menos películas festivaleras en nuestro país”, pero una cosa es homenajear o referenciar con respeto y profesionalismo (como en Fase 7) y otra es hacer cualquier pastiche a ver qué sale (Sudor frío). Pero volvamos al asunto en cuestión. El comienzo de Aballay es más que prometedor. Un grupo de gauchos cuatreros, liderados por el personaje del título (Pablo Cedrón, hundido entre tanta cabellera facial) asalta un carruaje custodiado por soldados del ejército en busca de oro. La escena de persecuciones a caballo y tiroteos remite claramente a La diligencia de John Ford, y Spiner la filma con la intensidad y tensión correspondientes. Pero luego de una sangrienta ejecución, y de que Aballay se da cuenta de que el hijo del asesinado fue testigo de la matanza, pasamos a un corte a negro y al famoso cartel de “10 años después”. Y acá todo se vuelve barranca abajo, principalmente porque el protagónico pasa a ser de Julián, aquel niño ahora convertido en un joven que sólo tiene la venganza de su padre como objetivo, pero que en la inexpresiva interpretación de Nazareno Casero (con falso bigote incluido) nos impide que logremos algún tipo de identificación con él. Tampoco ayuda que Spiner jamás pueda impregnar su cuento de un tono uniforme, buscando quizás los aires épicos del cine de Sergio Leone pero careciendo de la firmeza y la pasión características en los films del realizador italiano. Transcurrida la segunda mitad de Aballay todo empieza a tener un aire enrarecido, casi surreal, con planos en cámara lenta, un montaje plagado de transiciones sin sentido y actuaciones totalmente fuera de registro (entre ellos Horacio Fontova y un exacerbado Gabriel Goity escupiendo frases bíblicas en gallego, no miento). Sobre el final uno no sabe si el director realmente se quería tomar en serio lo que estaba contando o se dio por vencido y apostó por hacer de todo un absurdo gigantesco. A juzgar por el silencio absoluto que había en la sala donde se proyectó la película, me juego por lo primero. ¿Estamos hablando de un desastre absoluto? No, pero casi. Es admirable la apuesta de adoptar los códigos del western a la idiosincrasia gauchesca y se notan las buenas intenciones de sus realizadores, pero a esta altura el cine argentino ha avanzado demasiado como para que nos conformemos solamente con es
Convivir con la violencia El filme de Spiner está basado en el cuento de uno de los mejores escritores de nuestra literatura, Antonio Di Benedetto. Aballay fue escrito en la cárcel, donde injustamente se condujo a Di Benedetto el 24 de marzo de 1976 y de donde salió hacia el exilio, diecinueve meses después, torturado y destruido. Extraña historia ésta del gaucho malo que mató a un hombre y obsesionado por la mirada del pequeño hijo del muerto, que lo vio cometer el crimen, busca aplacar la culpa aislándose del mundo en la grupa de su caballo. Aunque la mirada en el filme es la del chico, que luego adulto, busca venganza, el filme de Spiner respeta al autor, recreando el género western en una original obra, donde se tocan John Ford, Peckinpah, Demare, Fregonese y los cangaceiros de Glauber Rocha. A través del relato, el espectador es testigo de una historia que alude a la épica nacional entrelazando aventureros y héroes, caudillos y villanos, gauchos buenos y malos, que se pierden entre mitos populares, capaces de entroncar lo peor y lo mejor del argentino. CULPA Y REDENCION Filme donde la culpa genera la acción, la violencia el camino, "Aballay" es un itinerario hacia el absurdo de la muerte y la redención. Con la maravilla geográfica tucumana como fondo, la cámara disfruta de la naturaleza y los planos generales en escenas donde se juegan pasiones en primer plano o persecusiones despiadadas. Si el degüello original opera de reminiscencia de un período histórico sacudido por tonadas como "La Refalosa", la conversión del villano en Santo por la penitencia equina, observada por el pueblo es forma ingenua de la religiosidad popular. "Aballay" es un western telúrico, donde la tierra carece de leyes y en la que los hombres luchan por su casa y su cosecha. Si la perfección formal deslumbra, hay que felicitar al director de casting (Laura Berch), que encontró exactos rostros y exactos actores. El del notable Pablo Cedrón, elegido desde el comienzo por el director, la revelación del estupendo Claudio Rissi, como el gaucho malo, la sensible Moro Anghileri y el joven Nazareno Casero. Nueva aproximación al tema de la identidad nacional, Fernando Spiner ("La Sonámbula") ofrece una mirada nueva de un género olvidado, apoyado por la cuidada fotografía de Claudio Beiza, la dirección de arte de Sandra Iurcovich y la música de Gustavo Pomeranec. Spiner cuenta que Aballay se rodó en Amaicha del Valle y que el cacique y los indios de la zona celebraron la fiesta de la Pachamama con bendicionesa a la película, mientras que el mismo Spiner trajo objetos que su admirado Hugo Fregonese ("Pampa Bárbara"), usara en vida. Si estas prácticas ofician de rito mágico, algo de eso fluye en esta inspirada película argentina.
Cuando el western es gauchesca Aballay, el hombre sin miedo obtuvo varios premios en el Mar del Plata Film Fest 2010. Premio Cinecolor a la Mejor Película elegida por el público de la Competencia, el Premio Moviecity a la Mejor película Argentina en Competencia que consiste en la compra por parte de Moviecity de los derechos de transmisión por un lapso de 18 meses, para su paquete de canales para América Latina (excepto Brasil) en una suma de dinero en pesos equivalente a U$S 25.000 y el Premio especial del jurado: 2da Mención Especial. Adaptada de un cuento de Antonio Di Benedetto el film de Fernando Spiner narra la vida de un gaucho ladrón y asesino que comete un asesinato que lo marca para siempre. Quién lo ha visto asesinar a su padre le ha mostrado con la mirada que lo siniestro es casi siempre lo que el otro nos devuelve. Aballay se ve en los ojos del hijo de quien asesinó. Ese horror, lo conecta con el saber de los estilitas, que para acercarse a Dios trepan altas columnas y permanecen en las alturas para siempre. No volver a pisar la tierra es el modo penitente que los pecadores encuentran para purgar sus culpas. De este modo, Aballay, en una pampa bárbara carente de columnas, de una inmensidad bien reflejada en la dirección de arte, ante la imposibilidad de trepar decide no bajar más de su caballo. Lo interesante de la película de Fernando Spiner es el modo en que en estas latitudes se muestra la barbarie y la posible reconciliación con un mundo tortuoso que no guarda mucha oportunidad para esa clase de hombre “sin miedo”. El término western, originariamente un adjetivo derivado de west, oeste, en inglés, luego devino sustantivo y es aquí donde deberíamos detenernos porque Aballay va hacia una conquista que no es la de las películas de Hollywood, con sus héroes y antihéroes y sus revólveres a punto del disparo siempre. Aballay, se planta más en la tradición gauchesca rioplatense para mostrar a un sujeto más parecido a Moreira que a John Wayne y es allí donde justamente reside el valor más interesante de la película. Hay una conquista pero es de otro orden. Y justo es decirlo, esa conquista conlleva que Spiner armé una constelación visual y sonora de gran factura que apoya el gran trabajo de Pablo Cedrón en el protagónico, y permite buenas actuaciones de Gabriel Goity, Luis Ziembrowski, Nazareno Casero, Lautaro Delgado, Moro Anghileri, Horacio Fontova, entre otros. Aballay es una gran opción para saber cómo se hace una épica del antihéroe, cómo éste puede alcanzar cierta epifanía y dar vuelta la taba para volverse legendario. Pero cuidado, la pampa sigue siendo bárbara y la sangre siempre está dispuesta a brotar.
Vi dos películas argentinas que no me gustaron nada: Juntos para siempre y Aballay, el hombre sin miedo. La primera, dirigida por Pablo Solarz, es tremendamente misógina y hasta misántropa, los que no son problemas en sí mismos, pero aquí esa misoginia y esa misantropía están encajadas en una película estática, en la que los actores parecen esperar a que el otro termine de decir sus líneas para hablar, lo que genera un estatismo por momentos exasperante. Hay algo como de engranajes oxidados, de falta de ritmo, acentuado por la necesidad de que los diálogos transporten “ideas” plúmbeas, presentadas de forma gruesa, con demasiado énfasis puesto en hacernos saber que el mundo es un horror, y que también son un horror las familias y las parejas: gentes miserables y vidas miserables, en una película no especialmente lujosa en ideas ni en fluidez. Aballay de Fernando Spiner (su mejor película sigue siendo La sonámbula) intenta ser un western, e intenta la épica, y hasta conoce las referencias y la teoría del western (por ejemplo, héroe masculino siempre incompleto, que tiene que probar algo; mujer que no tiene que probar nada), pero falla en cuestiones básicas como la creación de un universo consistente. La película parece transcurrir en un vacío de sentido (no hay historia detrás de este western, no hay mito), hasta de alma; hay actuaciones extravagantes, casi circenses (las muertes de algunos personajes parecen hasta paródicas, payasescas, la sarasa del personaje de Fontova corta cualquier clima, la pronunciación española de Goity es una esforzada imitación fallida, y Nazareno Casero es cuanto menos extemporáneo). Y hay algo de estiramiento en el relato, como si la adaptación del cuento no diera para tantos minutos. Hay otros defectos, pero creo que todo se resume en que Aballay estudió el western pero lo aprendió meramente de memoria, sin entenderlo, sin conocerlo.
El jinete pálido Allá por 1996 Walter Hill hizo una película con Bruce Willis que aquí se tituló Entre dos fuegos. El film, versión libre de Yojimbo (clásico de Akira Kurosawa), básicamente era un western protagonizado por gángsteres de la década del ’30. Algo similar ocurre con Aballay, el hombre sin miedo. El director Fernando Spiner recrea el cine de género que hizo grandes a Sergio Leone o Sam Peckinpah, pero con los códigos, el contexto y el idioma del gaucho argentino. Basado en el cuento homónimo de Antonio Di Benedetto, Aballay (buen trabajo de Pablo Cedrón) es el líder de un grupo de ladrones que luego de detener y robar una carreta, ultimará a su víctima con un cuchillo. Allí, donde la muerte se funda con la risa malévola, siniestra; el bandido dará con el pequeño hijo de aquel hombre. La inocencia manifiesta en los ojos del niño servirá como factor determinante para que Aballay decida redimir sus culpas bajo el dogma de los elitistas, quienes subidos a columnas buscaron acercarse a Dios y alejarse de la Tierra en la que pecaron. Resuelto a pagar sus actos, el ahora arrepentido gaucho vivirá el resto de sus días montado en su caballo. Diez años servirán de elipsis para que aquel joven ahora convertido en hombre (Nazareno Casero) vuelva en busca de venganza. En el medio, una historia de amor, la explotación machista de los forajidos en un pequeño poblado y una leyenda. Porque la decisión del penitente asesino pasará a ser parte de la fe que mantenga con esperanzas a los más débiles. Cual figura de centauro, “El Pobre”, se ha convertido en un mito. Filmada en los bellos parajes de Tucumán, la película logra una innegable intensidad, fundamentada principalmente en los sobresalientes rubros técnicos. Fiel al género que representa, el último trabajo del director de Adiós querida luna cuenta con todos los tópicos que hacen creíble a la historia, pero con los códigos de un cine nacional que no es habitual ver en el circuito comercial. Pese a algunas actuaciones desparejas, Aballay, el hombre sin miedo se presenta como un título que (muy) probablemente no obtenga apoyo masivo. Pero gracias a su solvencia formal, a su correcto ritmo y a una indudable profesionalidad, representa una intensa bocanada de aire fresco en una cartelera que ofrece cada vez menos variedad, simbolizando paralelamente una auténtica declaración de amor por el cine. ¿Acaso hace falta más?
El western bien de acá La venganza no tiene lógica: sólo importa ver muerto al que provocó un daño. Y a Julián le mataron al padre, casi en sus narices. Diez años después, irá por la vida de Aballay, el villano que le truncó su historia. Spiner puso en foco el tema de la violencia, y obliga a reflexionar porque insiste en que la violencia la padece tanto el que la ejerce como el que la recibe. Con "Aballay" se sumergió en una película de género, que combina el western con la estética gauchesca, con una calidad notable. Hay puntos en común con "Juan Moreira", de Leonardo Favio, y también con algún western encabezado por Alan Ladd o John Wayne. Sobresale algún pincelazo gore en escenas muy sangrientas, pero no desentona con el concepto teneral. Brillante la actuación de Rissi.
Apenas algo más que una de tiros Fernando Spiner es un director que tiene por virtud proponer miradas personales sobre la estructura de películas de género. Desde su primer cortometraje, el muy reconocido Testigos en cadena, esa forma de hacer cine – al menos en sus ficciones – es consistentemente sostenida. Aballay no es una excepción a esta marca del realizador. Basada en el cuento homónimo de Humberto Constantini, la película es un western gauchesco, una película que instala ese tipo de relato en un espacio – casi mítico – de la árida pampa argentina. El protagonista es Aballay (Cedrón), determinante de los momentos claves del relato cuanto no en cuanto a su presencia en la historia. Jefe de una pandilla de ladrones violentos, el hombre es temido incluso por sus propios compañeros. Luego de asesinar a los hombres de un grupo que trasladaba oro, quedó marcado por la tragedia, al descubrir los ojos de un niño que lo miraba desde su escondite en la carreta en la que viajaba con su padre, ahora muerto. Desde entonces, Aballay desaparece en el desierto, deambulando penitente por aquella mirada infantil que jamás podrá olvidar. Julián (Casero), aquel niño asustado, regresa a esos parajes diez años después, buscando venganza. No será ya a Aballay a quien encuentre sino a sus secuaces, Torres (Ziembrowski) y el Muerto (Rissi). En el camino hacia ellos, conocerá a Juana (Anghileri), de quien se enamorará y a quien el Muerto, convertido ahora en autoridad del paraje, toma como esposa de modo forzoso. En esos diez años, Aballay, conmocionado por aquella culpa, había perdido el poder en su banda, se convirtió en una sombra, un mito, y recorre el desierto como una leyenda – “el pobre” -, deambulando firme sobre su montura durante años como un modo de sacrificio auto inflingido. La historia se desarrolla sobre el amor y la venganza, que organizan este universo más bien simple que propone Spiner como sustento del desarrollo dramático. Tras un comienzo auspicioso, donde no sólo la construcción de la acción, sino los datos claves para situar acciones, relaciones y personajes son relatados con austera precisión, la película recorre el camino de lo simple y lo obvio. Desde el premonitorio cartel “Diez años después”, se pierde aquella primera capacidad de síntesis y de ajuste dramático a partir de indicios y no del exceso explicativo. Pero por sobre todo, los personajes que se incorporan, así como algunos hechos trascendentes, se hace profundamente inverosímiles. El asesinato de Torres, la aparición casi ridícula del cura interpretado por Goity, las pobres actuaciones de Casero y Fontova (que además recorre largos e intrascendentes parlamentos) son parte de las debilidades de esta película. Aballay tiene un guión pobre, que desperdicia construir(se) alrededor del mito de El hombre sin miedo y su destino trágico – claves que anclan además en la tradición del western – y elije contar la historia de la venganza, creyendo que la inmensidad y cierta explicación final harán aquello que ni el guión ni la realización cuentan atractivamente. El western no es sólo el escenario, las armas y la época. Supone un relato mítico y una épica. Hay algo que diferencia al gaucho de aquellos “cowboys”. Estos ganaron, son los exitosos en la batalla por conquistar las tierras y hacerlas explotables, mientras que el gaucho fue derrotado y convertido en trabajador explotado por aquellos porteños adinerados como Julián. Esta tragedia del destino gaucho – presente en Juan Moreira – pierde el sentido cuando domina una épica de triunfo de los poderosos (en definitiva Julián era el hijo del dueño del oro y como porteño educado fue hasta aquella pampa a matar a los asesinos de su padre). El mito del hombre que se sobrepone a las contrariedades y construye su futuro del western estadounidense, y que sostiene el origen del credo liberal, es opuesto al mito casi religioso, del hombre que se sacrifica por aquello que entiende sagrado. He aquí entonces uno de los problemas básicos de Aballay: Spiner traspone cuestiones formales de un lugar y un tiempo, sin adaptar los elementos de base. De ese modo la película termina mostrando pura acción pero carece de aquella tensión interna propia de la historia de este gaucho cimarrón que busca el sacrificio de acuerdo a su lugar en el mundo. Formalmente, más allá del potente atractivo visual, la película es algo esquemática en la construcción de los personajes y las actuaciones son por demás irregulares y esto afecta seriamente al resultado final. Lamentablemente, Spiner, que con La sonámbula había abierto la puerta a una esperanza firme sobre su cine, con Aballay vuelve a presentar una película que, como Adiós querida luna, se monta en una idea visual atractiva y un conjunto de reglas constructivas concretas, pero falla en el guión, los diálogos y las actuaciones.
Regreso del cine gaucho, con mayúsculas Cuando entré al cine a ver "Aballay", todavía no había leído las críticas de mis colegas. Sabía, por lo que recibía en twitter (y lo que recordaba haber leído cuando fue presentada en el Festival de Cine de Mar del Plata), que iba a ser uno de los estrenos nacionales más esperados del año, así que me predispuse a internarme en el universo telúrico que proponen Fernando Spiner y su gente con mucha curiosidad por ver que sucedía con un film de este tipo... Extraño para nuestra cartelera. Cuando volví de verla, fui directo a mi biblioteca para repasar mis notas en un libro de Ana Laura Lusnich, "El drama social folklórico", compendio que aborda las representaciones en el cine del mundo gauchesco entre 1933 y 1956. La idea era recordar aquellos grandes clásicos rurales y ver si "Aballay" estaba a la altura. Más tarde busqué "La guerra gaucha" en VHS y otras más, como "Pampa bárbara" y "Frontera Sur" y al volver a verlas, me di cuenta que si bien el trabajo de Spiner habla de otra época histórica que aquellos films legendarios, lo cierto es que la manera en que plantea el conflicto principal y lo plasma, es personal, poderosa y atrayente... Y si bien es imposible trazar un paralelismo por la época en que fueron filmadas, el tópico ayudó a vislumbrar la verdadera estatura de la cinta en cuestión Un rato después, terminé de convencerme que si bien tiene algún exceso en cuanto al retrato paisajístico que hace del territorio que muestra (es largo y por más que sea bello, se vuelve innecesario), "Aballay" es una joyita del nuevo cine argentino. Salud. Muchos colegas hablan de un "western gaucho", haciendo referencia a las relaciones que encuentran entre esta película y los grandes representantes del género (se me viene a la cabeza John Ford inmediatamente). Las tiene. Seguramente no son un guiño, sino forman parte de la ideología cinematográfica de su director, quien siento que homenajea desde nuestro Favio hasta el mítico Howard Hawks. Spiner rinde culto a sus influencias y las sintetiza en una equilibrada y cuidada producción, trayéndonos una realización de fuste, casi diría única en su género donde se funden el espíritu popular gauchesco argentino y el encuadre de un western clásico al estilo norteamericano. Aballay (Pablo Cedrón) es un cuatrero duro y de ley. Un día, luego de un sangriento asalto a una "diligencia" (perdón, un carruaje!), encuentra a un niño escondido debajo del asiento del coche. El y sus delincuentes han matado a su padre y al resto de quienes protegían el convoy, por lo que sería hasta lógico que hicieran lo propio con el pequeño. Pero al ver los ojos asustados y profundos del niño, el jefe de la banda comenzará a replantearse su vida. Esa mirada lo hará cambiar de vida, dejará los asaltos y los asesinatos y se aislará en la parte alta de los cerros, buscando penitencia por sus pecados. El creerá que aislado del mundo, podrá hacer otro tipo de vida. Durante un largo tiempo su pista y su nombre se perderán. Pasará a ser "El pobre". Claro, su deseo se verá complicado en unos años, el hijo de aquel acaudalado hombre que mató, Julián (Nazareno Casero) volverá a los pagos a impartir la justicia que nunca tuvo: quiere asesinar a odos los miembros del grupo que asaltó aquel carruaje. "El muerto" (Claudio Rissi), segundo de Aballay y encumbrado líder del grupo de violentos vándalos ante su ida, será el objetivo principal de la revancha (recordemos que sigue asolando a las poblaciones de la zona), aunque la tarea se anticipa complicada. Julián es porteño, no conoce mucho del lugar y su sed de venganza le juega en contra. Encima se enamorará de la bella Juana (Mariana Anghileri), quien es pretendida por el ahora número uno de la banda. Titánica tarea. La historia transcurre en maravillosos paisajes de Tucumán y está filmada con un gran sentido estético. La trama está presentada con las palabras justas, ninguna sobra (ninguna falta) y el film despliega un importante recorrido por la religiosidad pagana de nuestros gauchos. Hay una jugada intencionalidad de ahondar en la cultura popular y mirarla con respeto que se agradece. La reconstrucción de época es prolija y las actuaciones son las que dan el salto de cualidad, destacandose el villano que juega Rissi, irónico , letal y sanguinario. Cedrón le pone el pecho a su forajido arrepentido y corporiza a un sujeto atravesado por fantasmas, atormentado y sereno a la vez cuyo misticismo se agradece como espectador: es un ser que busca redención y perdón y tendrá un duro peregrinar para terminar de saldar sus deudas. Me gustaría hablarles más de "Aballay", pero creo que es imprescindible que la veas, si te gusta el cine bien hecho. Y más, en este caso, que presenta un relato de nuestra tierra, hablado en lenguaje local y con todo el calor de lo conocido. Excelente film, hasta hoy, lo del mejor del año para nuestra filmografía.
Gaucho emblemático y contradictorio El western gauchesco tiene en Aballay una de sus interacciones más claras. Hasta tal punto que, por momentos, hay que recordar que el film está protagonizado por gauchos y no por cowboys, en virtud de un montaje que, desde el inicio, evoca los encuadres abiertos, el paisaje árido, la diligencia, el galope terroso, y los matreros ocultos y a la espera del botín. El tiroteo consecuente es otro de estos lugares comunes y, eso sí, bienvenidos. Lo que comienza de manera vertiginosa cede paso elíptico al después de tantos años, con el niño de la víctima ya crecido y en busca de venganza. Su mirada fue el último recuerdo para Aballay (Pablo Cedrón), gaucho ahora perdido entre una penitencia asumida --nunca más bajar del caballo - y un mito que crece y lo santifica. En el medio, y de a poco, persecución y cuchillos, más una mujer de mirada triste y furiosa. Aún cuando son muchos y buenos los momentos en clave western - con una pandilla de forajidos de rasgos tan salvajes como los que supiera delinear Sam Peckinpah, con planos detalle y transpirados, a la manera de un Sergio Leone- , hay momentos donde el equilibrio con la gauchesca parece perderse, allí donde las resoluciones no terminan de satisfacer: la falta de raccord entre algunos planos en la mímica gestual, el cura gritón, el nudo falso de las cuerdas que sostienen a Aballay, el hablar porteño de poca convicción , el reconocimiento fácil de ciertos rostros (Gabriel Goity, Horacio Fontova). Más aún, el intercambio de miradas entre Aballay y el niño no parece encontrar el rencor inmediato, la gradación rítmica justa, que permita claridad al espectador y justifique la película completa; de hecho, el mismo intercambio será reiterado en otras oportunidades. Por otra parte, es la caracterización de Cedrón la que sobresale: parco, rostro ceñudo, aire moreiriano. De él se dice mucho, y es ese murmurar el que le permite la mejor composición. Por otro lado, la contraparte de Nazareno Casero en el papel de Julián resulta algo endeble. Ahora bien, Aballay pareciera reunir rasgos de tantas aristas como fuera posible: el pueblo indígena, el cura y sus penitencias, las pulperías, los gauchos, la santería pagana, la ciudad, el campo. Aballay como síntesis de todo ello, con su muerte a cuestas, necesaria para el logro del equilibrio general, para el surgir del mito. En este sentido, entonces, el gaucho Aballay como expresión política de sus tiempos, que no son otros más que éstos, los de hoy día, así como lo fuera el Juan Moreira (1973) de Favio para la primavera camporista.
Después de todo lo hablado a nivel mediático sobre el estreno de “Aballay, el hombre sin miedo” prefiero andar con pies de plomo para no caer en el facilismo de utilizar referencias que deriven en confusiones. No estoy de acuerdo con el término Western (*) Criollo o Gauchesco. Me gusta hablar de Cine Gauchesco a secas, vale decir sobre una temática que refiera historias protagonizadas por seres humanos del mundo rural, considerando la buena cantidad de producciones nacionales que la han abordado a lo largo de nuestra historia cinematográfica. Sin embargo, está claro que al realizador Fernando Spiner le gusta mucho el Western de acuerdo a la estética que eligió para su película. Respecto del cuento de Antonio Di Benedetto, que toma como referente el proyecto, el guión de “Aballay, el hombre sin miedo” sólo está inspirado en dicha narración, por cuanto excepto por la corta escena con el sacerdote, la decisión del protagonista y el desenlace, poco queda del relato y de su estructura original. Por cierto, esto no reviste ninguna característica negativa; pero es bueno saberlo si usted espera encontrarse con una adaptación textual.. “Aballay, ...” comienza, en algún momento y lugar indefinido de la Argentina en el siglo XIX, con una escena donde un grupo de bandoleros asalta a disparo limpio una diligencia cuyos integrantes van cantando la “Marcha “San Lorenzo”, como quien va cantando el hit radiofónico del momento. Una vez consumado el robo, el líder del grupo, Aballay, degüella a un hombre ante la mirada horrorizada de su hijo, de unos 12 ó 13 años, escondido en el vehículo, quién es descubierto por el asesino estableciéndose entre ambos un juego de miradas intensas, profundas, de expectación, fría, silenciosas, que anticipan brillantemente lo que sucederá diez años más tarde. Julián, ya crecido ha dejado la ciudad para ir en busca de la venganza. Lo elementos visuales del principio suponen una aventura parodiando ciertas convenciones, razón por la cual el rigor histórico se puede pasar por alto (gauchos con revólveres y armas largas, o la mencionada canción). Hasta la banda de sonido recuerda composiciones de Ennio Morricone y Luis Bacalov. Pero luego, de pronto, la realización toma un giro muy serio apuntando al objetivo de Spiner: mostrar que la violencia y la venganza la sufre tanto el que la recibe como el que la provoca. Es entonces cuando la atención sobre la dirección de arte cobra otro tipo de análisis. Pero no quiero olvidarme de lo principal. “Aballay, ...” es una producción bien realizada y muy entretenida, que se apoya en elementos técnicos muy bien logrados, particularmente la fotografía en los planos generales, y la compaginación que nunca decae en la marcación del ritmo ni abusa de la duración de los planos. Un párrafo aparte para las brillantes actuaciones de Pablo Cedrón, componiendo un Aballay duro, sólido, que logra trasmitir credibilidad respecto a los cambio de conducta que se operan en él, de Moro Anghleri, cuya Juana llega al espectador por su ternura y sinceridad, Gabriel Goity, animando al cura cuya prédica franca opera como disparador en Avallay, y especialmente Claudio Rissi quien logra la composición de un villano (El muerto) de colección. Otro acierto que aporta, son las sub-tramas propuestas por el guión. Apuntalan muy bien al relato principal y no deja cabos sueltos como a veces ocurre con grandes producciones. Una realización nacional que sobresale de la media a la que estamos acostumbrados, y un buen disparador para que nuestros cineastas se anime a abordar el cine gauchesco sin temores. Si es por la historia argentina, hay material de sobra para trabajar. ¡Ojalá! (*) wéstern. Voz tomada del inglés western, ‘género cinematográfico ambientado en la época de la conquista y colonización del Lejano Oeste’ y ‘película perteneciente a este género’. Se pronuncia [guéstern] y su plural es wésterns . Para el segundo sentido se recomienda usar con preferencia la locución española película del Oeste: «Las viejas películas del Oeste siguen vivas» (Diccionario de la Real Academia Española).
Es un esfuerzo valioso, pero con una trama lineal (la de la venganza) y otra supuestamente profunda (la subtrama mítico-religiosa), que se entorpecen sin permitirle al relato fluir; por otra algunas actuaciones están fuera de registro. Un western criollo. O una de vaqueros con gauchos en vez de pistoleros. Como usted quiera, desde lo formal Aballay, el hombre si miedo se vale de un relato corto de Antonio Di Benedetto para intentar reconstruir el género por excelencia del cine norteamericano (tanto que su estructura se repite en la actualidad, travestido de otros géneros: ver la reciente Rango, como ejemplo más extremo) insertándolo en el territorio nacional, repensándolo en una relación posible con la literatura gauchesca. Fernando Spiner, que ha dado muestras de trabajar los géneros desde una perspectiva personal -La sonámbula, Adiós querida Luna- aportándole un nuevo lenguaje, consigue aquí por momentos aunar estéticas y conceptos, aunque sin darle verdadera vida a un relato que avanza torpemente sin saber desarrollar sus tiempos muertos, ni construyendo personajes que se vinculen fluidamente con el paisaje. Tal vez lo mejor de Aballay… esté en el comienzo, un prólogo donde vemos como Aballay y su banda de forajidos mata a un hombre, para luego sorprenderse con la presencia del pequeño hijo de su víctima. Ese cruce de miradas cambiará el sentido de la vida para el asesino, quien decidirá apartarse de su senda criminal y vivir hasta el final de sus días como aquellos estilitas sobre los que escuchó, quienes decidieron treparse a columnas y no volver a pisar el suelo. Por eso, Aballay se quedará sobre su caballo y no querrá tocar nuevamente la tierra sobre la que pecó. Así, también, Aballay se convertirá en un mito al que los lugareños le rezarán en busca de milagros. En ese cruce (de miradas y de estéticas), se da lo más atractivo del relato: el cruce del western, la literatura gauchesca y el relato sobre el mito, fundamentalmente en un género que se construye sobre la base constante de lo iconográfico, como un acercamiento que es a la vez reflexivo. Habrá una elipsis y el relato se ubicará diez años después, cuando aquel niño convertido en hombre regrese al pueblo para vengar la muerte de su padre. Hay que decir que todos los tópicos están puestos: el pueblo, el mandamás déspota (Claudio Rissi, lo mejor), el tiroteo final, la chica de buen corazón en puja entre el bueno y el malo (Mariana Anghileri), el paisaje, los planos amplios que recorren geografías como un cuerpo. Sin embargo, en el film falta algo: por un lado, no hay más que una puesta en escena que conoce el decorado, pero que no sabe cómo contar eso que tiene que contar. Como decíamos, Aballay… se define no en sus secuencias de acción -bien montadas- ni en su sangre más deudora de Sergio Leone que de John Ford, sino en sus tiempos muertos, donde los personajes deben definirse por la palabra, ya sea en presencia o ausencia. Por un lado el film no tiene mucho para decir, no es más que una serie de personajes disfrazados para la ocasión, con una trama lineal (la de la venganza) y otra supuestamente profunda (la subtrama mítico-religiosa), que se entorpecen mutuamente sin darle fluidez al relato; pero por otra parte se vale de actuaciones demasiado fuera de registro o que parecen estar en otra película (Nazareno Casero, especialmente) y que impiden, a partir de torpes dicciones que buscan identificarse con regionalismos (Horacio Fontova, Gabriel Goity), que uno se crea el cuento que le cuentan. Hay otra indefinición, vinculada con la ideología del género y desarrollada por Daniel Cholakian en su crítica para Fancinema, que permite notar esa contradicción entre el western y sus vaqueros que conquistaron un territorio, con la literatura gauchesca que habla del que fue dominado. El western en nuestros paisajes es posible por condiciones geográficas, pero imposible si no se lo relee adecuadamente con nuestra historia. Más allá del consciente anacronismo que significa la introducción de la Marcha de San Lorenzo en la historia (la canción se conoció tiempo después de la época que cuenta el film), no hay nada más que haga entender que la analogía entre el western y lo gauchesco pueda ser satírica. En todo caso Aballay… termina siendo de esas películas que son saludadas por el proceso antes que por sus resultados.
El matadero. Si La sonámbula fue empecinadamente valorada por debajo de sus variados méritos, Aballay, el hombre sin miedo hace el camino contrario y recibe una aclamación casi unánime. Igual que en aquel caso, el objetivo del director Fernando Spiner parece ser, al menos en primera instancia, nada menos que el género, ese esquivo Santo Grial recurrente del cine argentino en cuya melancólica busca se afanan cada tanto realizadores y críticos, siempre con una temblorosa expectativa que se ve repetidamente defraudada. El director toma elementos del western pero los cruza con una fuerza desaforada que se cuece en cierta tradición sincrética latinoamericanista del cine moderno. ¿Alguien dijo por allí Glauber Rocha? Puede ser: de pronto, en la película de Spiner, el protocolo del cine clásico empieza a sacudirse, los planos tiemblan en un estertor, las tomas subjetivas afiebradas que invaden las escenas en la última media hora de Aballay parecen establecer la vocación secreta de todo el proyecto: tomar el género para incomodarlo, para hacerlo estallar mediante la violencia ejercida sobre su gramática y su ética. El cura extasiado de Gabriel Goity –un personaje engañosamente lateral– es demasiado extemporáneo hasta para el western spaghetti. La figura de Aballay (el personaje que responde a ese nombre), que empieza como despiadado cuatrero y salteador de caminos y termina misteriosamente convertido en santo de los pobres, remite a la misma imagen de transformación agustiniana del asesino de cangaceiros de Glauber. La religiosidad descentrada de la película suma a su danza de rítmicas escenas de humillación y venganza cíclicas, el esbozo irónico, cargado de una apenas perceptible ferocidad, que señala una línea de la historia argentina que une a bárbaros y civilizados entonando, por su lado pero con idéntica unción, la misma canción patria en la que el campo de batalla es el vehículo para un extravío de orden místico. Por momentos, la película es tan rara que los porteños que viajan sin saberlo hacia el matadero por el paisaje tucumano cantan la misma estrofa dos veces seguidas. Al poco tiempo, los arrebatos telúricos confrontan con la indecisa iconografía de western del comienzo y alcanzan ribetes alucinatorios que le confieren a la película un carácter de anomalía, de criatura mutante: en su provocativa incongruencia, Aballay luce al final como una especie rara de desilusión en dos frentes. Como película de género pero también como exponente de un cine moderno al que parece aspirar genuinamente desde el principio –la elección de un escritor como Di Benedetto, autor del cuento en el que se basa la película, es una señal bastante clara en ese sentido– pero al que termina perteneciendo de modo insuficiente, casi por defecto.
Esa emoción única que produce el cine en estado puro logra despertar Aballay, el hombre sin miedo, en principio el mejor opus de Fernando Spiner, cineasta que venía prometiendo esa gran película que finalmente llegó. El realizador de La Sonámbula y Adiós querida luna abandona el cine futurista presentando una formidable conjunción de western clásico con épica gauchesca, amalgamada con toques narrativos propios del cine contemporáneo. Ese género emblemático, irresistible aún en su versión italiana, se ve mixturado aquí con ese pistolero de a caballo pampeano del cine nacional, que acaso llegara a su máxima expresión a través del Juan Moreira de Favio. Spiner abreva equilibrada, intensa y jubilosamente en estas vertientes, arribando a una pieza estupenda, dotada de gran solidez dramática y expresividad visual. La historia hace énfasis en la venganza, sentimiento clásico en el género, pero ofrece giros propios del talento del autor del relato original, Antonio Di Benedetto; combinando crudas escenas de acción con momentos intimistas, sugerentes, místicos y alegóricos, fundamentalmente rebosantes de argentinidad. Elementos enriquecidos por la magnífica pintura musical de Gustavo Pomeranec, la fotografía de Claudio Beiza, y sustancialmente un elenco inmejorable, con la sorprendente máscara de Pablo Cedrón y un descollante Claudio Rissi a la cabeza.
Juramento de Venganza Alguna vez el gran Borges sugirió que el Western era el más genuino género fílmico, y tenía obvia razón, se vé que él había visto varios, acaso no hay cierta concomitancia con sus personajes de avería como Rosendo Juárez, a quién en otra época y otro lugar le ocurre lo mismo que al cowboy de Clint Eastwood en "Los Imperdonables"..?. Igual pasa con el prepotente y bárbaro gaucho Aballay, que luego de un asalto y deguello de su parte, le sucede un clik como para abandonar su existencia de reo, vago y mal habido. Y el salvaje, alejado de esos males, termina por tomar una identidad de ribetes legendarios. Pero claro en el medio hay alguien que no ha olvidado sus crímenes, y que crece masticando su obsesiva venganza, la de dar muerte a cada uno de aquellos ladinos gauchos que mataron a su padre frente a él siendo un niño, de una forma tan artera. El odio se agiganta con el tiempo y asi ya hecho un hombre vuelve el personaje de Nazareno Casero a buscar su reivindicación a punta de cuchillo...pero las cosas se irán complicando más con la inserción en su vida de una mujer por la cual se siente atraído. Fernando Spiner, luego de sus recordados trabajos como la muy notable miniserie de 4 capítulos: "Bajamar, la costa del silencio" (1995) y los largos para el cine: "La Sonámbula" (1998) y "Adiós Querida Luna" (2005), vuelve a mostrar su manejo en el poco transitado cine de género nacional -al que muy pocos se le animan-, con este "Locro-western" de maravillosa factura técnica, con paisajes increiblemente bellos de Tucumán, interpretaciones elogiosas de Pablo Cedrón -notable máscara como Aballay y hasta con una deslumbrante manera de cabalgar- (qué actor carajo!!!), una actriz sugerente y de rara belleza: Moro Anghileri, y sobre todo un villanísimo como el de Claudio Vissi -de hoy en más queda para la historia del cine criollo como el más marcado malo de la pantalla autóctona-, Ziembroski que siempre es un hallazgo, y un Medido y austerito Casero como el eje de la venganza. Acá hay cine respirando por 4 costados, hay una mezcla acorde que va del gauchito Gil al Moreira de Favio, imágenes que retrotraen al Fregonese y Demare de "Pampa Bárbara", y hasta una similitud con el cangaceiro de Glauber Rocha (aquél simbólico "Antonio das Mortes"). Si hasta el grito de "Aballayyyyyyy!!! que pega Vissi añora nostalgias de aquél otro "Chirinooooooo!!" del Moreira del 73. Spiner suma pericia y talentosidad, escenifica como si hubiese bebido del euro-western de Sergio Leone, de Sollima y Corbucci, sin olvidar a los gigantes de Sam Peckinpah, Anthony Mann, Delmer Daves o Henry Hathaway y sobre todo: John Ford, con ese inicio de diligencia a cielo abierto, donde aparece el propio Spiner disparando por una de las ventanillas del transporte. "Aballay" ya es un objeto de culto para los desaforados cinéfilos y la posteridad, no caben dudas. Nosotros agradecidos.
AY, ABALLAY ¿El Martín Fierro es entretenido? ¿Juan Moreira? ¿Don Segundo Sombra? La gauchesca es un género denso y abrumadoramente extemporáneo. Crayón para la identidad nacional. El gaucho, de haber existido, se afirmó por su completo desinterés para representarse en el arte. Hoy es pura arqueología y nadie discute su extinción. Los gauchos aparecen en fechas patrias pero son de mentirita. A lo gauchesco, además de su representación imaginaria, se le suma su desorientación en el tiempo. Estas dos problemáticas definen a Aballay como cachivache fílmico: excesivamente fabulatoria con la imagen del gaucho y terriblemente anacrónica en su estilo cinematográfico setentoso. Mal que Fernando Spiner no usara esto para crear una parodia desquiciada. La tragedia de Aballay es que con sus piojos tucumanos busca respeto y quiere desfilar como western bueno, autóctono, imponente, cuando es una película colegial para analizar en sexto año. Decir que el western hace de Aballay un caso de aculturamiento sería una sentencia moral tontísima, pero acá el choque entre contenido megargentino y formato ultramericano es un disparate. Los personajes hablan como paisanos pero piensan como lo exige un manual de guión hollywoodense. La estructura responde estrictamente al subgénero de venganza pero cada tanto se entreveran curiosidades antropológicas como la mezcla de paganismo/cristianismo o la enemistad capital/interior. ¿Qué onda? ¿Es una película con patrón extranjero, una película con ansiedad histórica o las dos cosas combinadas por un jubilado loco? Más allá de su ideología confusa, Aballay se filmó a los ponchazos. La noche americana se ve más iluminada que un exterior de día, las actuaciones están todas desbalanceadas, la violencia pretende ser cruda pero es amarillismo de mala fe y la adaptación del cuento aburrido de Di Benedetto corresponde a pocas escenas, lo que genera un embrión de película dentro de la película. Tampoco entiendo qué quiso hacer el editor metiendo escenas con ralentis, fundidos y flashbacks desubicados. Con más cinismo y menos miedo, estas vergüenzas se hubiesen usado a favor, logrando que Aballay se defina por lo que realmente es: una burla al imaginario gauchesco.
Está basada en el cuento del mendocino Antonio Di Benedetto, lleva el nombre de Aballay, con la dirección de Fernando Spiner (53), (La sonámbula, 1998 y Adiós, querida luna, 2003); cuenta con las actuaciones de Pablo Cedrón, Nazareno Casero, Lautaro Delgado, Moro Anghileri, Horacio Fontova, Gabriel Goity, Luis Ziembrowski y Claudio Rissi, entre otros. Muchos cuando comiencen a ver este film, recordaran rápidamente "La Guerra Gaucha" (1942) de Lucas Demare, “Pampa bárbara” (1945), de Lucas Demare y Hugo Fregonese, “Juan Moreira” (1973), de Leonardo Favio, entre otras. Narra cómo se va desarrollando la vida de un niño Julián Larralde (Gaspar Suárez/ Nazareno Casero de adulto) quien lleva grabado en su mente la cara del asesino de su padre (Lautaro Delgado), y de todos los que robaron la diligencia con oro donde ellos viajaban. Este gaucho Aballay (Pablo Cedrón), ladrón, malhumorado y asesino, vive con la mirada penetrante de aquel niño asustado y a la vez lleno de odio; pero él después de haberlo matado, le queda grabado aquellos ojos horrorizados de esa pequeña víctima, a partir de ahí se da cuenta de su brutalidad y salvajismo, y lo hace aterrarse de sí mismo. Entre tanto desconcierto es que oye hablar de los estilitas, gente que para acercarse a Dios se suben a una columna y no pisan más el suelo, como penitencia; pero en la pampa argentina del 1900 no existen, Aballay decide no volver a bajar de su caballo. Pasan diez años, Julián busca venganza, quiere encontrar aquellos hombres para asesinarlos, pero entre tanto rencor llega a un rancho y conoce a Juana (Moro Anghileri), esta es la encargada de darle un poco de paz, pero lamentablemente a esta chinita su padre la vendió a "El muerto" (Claudio Rissi), un salvaje, sanguinario y cruel caudillo que mete miedo y ahora Julián debe enfrentarse no solo para salvar el amor, sino por la muerte de su padre. Mientras tanto han pasado los años y Aballay sigue firme a su promesa, no volvió a pisar el suelo, no robó, ni asesinó y la gente lo reconoce como el pobre hombre a caballo y asi muchos lo reconocen como un santo. La película está bien construida, es un western bien criollo, con todos sus matices, en lo geográfico, social, donde están las regiones no conquistadas, la ley ausente, el duelo, la venganza, la riña de gallos, buena fotografía, también le da un lugar al romance, su relato consigue atrapar al espectador, con un gran elenco, aunque es una lástima no está muy aprovechado el personaje del cura (Gabriel Goity).
Una tragedia gauchesca El western ha sido misteriosamente un género poco abordado por el cine argentino: sólo algunos grandes maestros se han animado a filmar este tipo de películas (Leonardo Favio con su Juan Moreira, o Lucas Demare con La Guerra Gaucha), que en su vertiente gauchesca se presenta como un tópico natural para un país con la historia, la literatura y la geografía de la Argentina. Acaso el desafío fuera muy grande, pues el western ha sido un género que se dedicó a repensar, o hasta reescribir, la historia, y la vida política argentina del siglo pasado no dejó mucho espacio a los aventureros que pretendían problematizar el pasado (basta reparar en que gran parte de la lucha política actual pasa por la revisión de un relato hasta hace poco intocable de la historia). Pero las coerciones del poder no bastan para explicar semejante ausencia, que encontrará también razones históricas (el propio género cayó en el olvido en la cinematografía mundial desde principios de los ´80), económicas (el western siempre ha sido un género costoso) o artísticas (no se trata de un género fácil). Lo cierto, en todo caso, es que el western gauchesco ha vuelto revitalizado a las carteleras cordobesas con Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner, un filme épico de grandes aspiraciones, que si bien no cumple todas en la misma medida, constituye un buen ensayo para pensar este género apasionante y tristemente olvidado. Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, Aballay tiene todas las características de un western clásico: hay una tragedia filial en su inicio, que decantará en una épica de venganza con un gran dilema moral, que se convertirá en el centro de la película. Está el pueblo sojuzgado por un grupo de violentos gauchos cuatreros, que imponen su ley a sangre y fuego, aunque habrá un forajido que vivirá un recorrido redentor, opuesto al del protagonista, que a su vez es el forastero que vendrá a desafiar el orden establecido. No faltarán por supuesto los grandes planos de los espacios abiertos (de los majestuosos cerros de Tucumán, donde se filmó la película), la lucha del hombre por sobrevivir a la intemperie, en una naturaleza hostil, la creación de una mitología autóctona, que en este caso adquirirá características místicas, mezcladas con la cultura e iconografía cristianas. Formalmente impecable, la película comenzará con un asalto a una diligencia, filmado de manera soberbia: son Aballay (un destacado Pablo Cedrón) y sus cuatreros, quienes no sólo se llevarán el botín, sino también la vida de los pasajeros, incluido el padre del niño Julián, que será asesinado a sangre fría por el líder de la banda. Aballay, sin embargo, se verá conmovido por la mirada aterrorizada del niño, a quien perdonará la vida. Diez años después, Julián (Nazareno Casero, una elección poco afortunada) emprenderá su propia cruzada vengativa, que lo llevará a un poblado perdido en Tucumán, llamado La Malaria, donde encontrará al pueblo sojuzgado por la banda de Aballay, aunque liderada ahora por El Muerto (Claudio Rissi, excelente), un sanguinario dictador que no se detiene ante nada para conseguir sus caprichos. No sólo eso, Julián se enamorará además de Juana (Mora Anghileri), futura mujer de El Muerto, devota creyente de un jinete mítico que anda en los montes, posiblemente un santo, que también tiene cuentas que saldar con el dictador, y que pondrá a Julián frente a un dilema moral de difícil solución. Esencialmente una tragedia, Aballay es un filme que por momentos parece desarmarse a medida que avanza el metraje: ciertos cortes abruptos de montaje, ciertas decisiones narrativas (desarrollar en demasía la trama mística) y formales (el abuso del primer plano o de planos cerrados en la resolución de algunos enfrentamientos, el abuso de la música incidental) van a contramano de la creación del suspenso, como así también del verosímil, luego de un comienzo potente, por demás prometedor. Quizás el pecado sea pretender abarcar mucho (narrar una épica vengativa, otra romántica, otra redentora) en un solo filme, a pesar de lo cual Aballay constituye una apuesta lograda: su conflicto central resiste todos estos baches, y consigue mantener la tensión hasta el final. El filme logra además apropiarse legítimamente de una tradición cinematográfica sólida y popular, instalada en el imaginario social y cultural de los argentinos, y seguramente su excelente ambientación de época, acaso su punto más logrado, tenga mucho que ver en sus méritos. Por Martín Iparraguirre
Cowcho Aballay es una producción argentina que cuenta una historia de venganza, un western con gauchos tucumanos y cordobeses que sorprende gratamente y nos hace creer que podemos plantear proyectos cinematográficos grandes, inteligentes y entretenidos. Admito que no hubiera sido mi 1ra opción para intentar competir por un lugar en la categoría "Mejor Película Extranjera" en los Óscars 2012, pero sí está dentro de los mejor que se estrenó durante 2011 en materia de cine nacional. Tiene sus fans y sus detractores, siendo los 1ros aquellos impresionados por la calidad fílmica, la producción y la historia (soy uno de ellos), mientras que los 2dos opinan que las actuaciones no son buenas, hay una exageración forzada en la confección de los personajes que vendrían a ser como una copia barata de un cowboy norteamericano y la trama les resultó finalmente aburrida. Concuerdo con el tema de la exageración, sobre todo en los acentos de las diferentes provincias de nuestro país, encontrándonos así con un Horacio Fontova que como gaucho cordobés es menos creíble que Ricky Fort como monje tibetano. La verdad es que no he conocido ni un habitante de la ciudad de Buenos Aires que pueda imitar correctamente el acento cordobés. Hay actores cordobeses muy buenos que podrían haber evitado este inconveniente. Lo mismo sucedió con el Puma Goity, cuyo personaje no tiene mucha razón de ser y su acento español no es de lo mejor. Fuera se esta crítica, creo que la historia es atrapante, atractiva, sobre todo la historia de amor entre Julián (Nazareno Casero) y Juana (Mariana Anghileri). Los villanos compuestos por Pablo Cedrón (Aballay) y Claudio Rissi (El Muerto) son muy buenos y realmente producen bronca e indignación, sensaciones que debería despertar todo villano bien elaborado en la gran pantalla. Se nota que se puso mucho trabajo en la filmación, atendiendo de manera efectiva los detalles de fotografía y las secuencias de violencia. Quizás faltó un poco más de foco en el coaching interpretativo, aspecto que se deja ver pero no disminuye tanto la calidad final del film. Un western a lo gaucho que vale la pena ver para conectarse con las raíces culturales de nuestro territorio y pasarla bien en el proceso.