Una pelicula, que a pesar de mostrar talento en lo actoral y lo tecnico, es deprimente. A favor Esta película cuenta con un nivel interpretativo altísimo de parte de sus protagonistas. Hay una fotografía naturalista y un montaje sutil, que corta solo cuando debe hacerlo. En contra Lo arriba mencionado es lo único bueno que tiene esta pelicula; si voy a escribir una crítica poco laudatoria, como la que redactare a continuación, me pareció correcto ser justo y mencionar las virtudes (por pocas que sean) que posee el presente film al principio. Ahora, bien, ¿Qué tiene de malo? Pongámoslo del siguiente modo: Un kilo de helado Una grande de Muzzarella Dos choripanes El menú ejecutivo de un restaurante Ocho Patys Un menú de McDonalds o Burger King Una entrada al Parque de la Costa 5 paquetes de Mani Cargar la SUBE A lo que voy es que pagar por cualquiera de estas cosas es mejor compra que una entrada para esta pelicula. La historia (o debería decir el racconto, ya que no se esta narrando nada) es sobre un ex presidiario que se va a vivir con su madre quien tiene una enfermedad terminal y desea irse a Suiza para practicarse la eutanasia. Hay una subtrama romántica que involucra a una mujer, pero eso es todo; los personajes no cambian, no se desarrollan, no hacen otra acción mas que gritarse los unos a los otros de la forma más hiriente que te puedas imaginar. Es deprimente e insoportable como pocas, o peor, como ella sola. Es una verdad de perogrullo eso de “la realidad duele” pero no necesito entrar a una sala por 105 minutos para que me lo recuerden; para eso camino la calle o me quedo en mi casa. No se genera empatia alguna por los personajes, y si la consiguen, la pierden. Sin ir más lejos, la hija de un batallón de putas de la anciana protagonista se atreve a envenenar un perro. Después de eso, rogué para que la película terminara, ya que no sentía ni lastima por los personajes, y vos sabes eso cuando al ver al pobre pichicho sobre el suelo en un charco de su propio vomito esforzándose por respirar, te sale un levemente silencioso “Ma si, morite, vieja de mierda”. El director puede escudarse todo lo que quiera en eso de “mostrar la realidad” pero cuando a vos te deja de importar lo que le pueda pasar a los personajes es un ENORME punto en contra; un maltrato hacia el espectador que habla muy mal de la labor de dirección asi como la labor de guión. Lector, hágame caso, saltéese esta película. No se esta perdiendo nada. Si entra la va a pasar mal como nunca. No se la recomendaría ni a aquellos que gustan del cine comercial, asi como tampoco a los que gustan del cine de autor. No es un pecado el que no entretenga, pero si lo es el ofrecer esto como una “reflexión”. Quien la vea, puede que lo perciba así, pero el boca a boca consecuente va a jugar más en contra que a favor. Y con razón. Conclusión NO LA VEA. Sería un desperdicio de Pesos, y ya que estamos, de Euros si lo hiciera. Ofrezco mis disculpas por el lenguaje soez utilizado en esta reseña.
Reconstrucción de un Amor El año pasado, el veterano realizador austríaco Michael Haneke mostraba un perfil más sensible y humano, aun cuando hacía padecer a sus personajes por una degeneración física y moral, en la multipremiada Amour. Allí, un hombre debía confrontar el dilema de ver a su mujer desaparecer poco a poco delante de sus ojo. Lo que Stéphane Brizé muestra en su nuevo largometraje, no es solamente la relación entre dos seres que a su manera también se aman, sino la posibilidad que tiene uno de ellos de elegir cuando dejar de existir físicamente, y la reacción del otro frente a esta decisión...
Del amor al odio Al momento de contar una historia Stéphane Brizé sabe muy bien cuales son aquellos recovecos que debe buscar para encontrar a sus personajes. En la mayoría de los casos esos escondites son sus debilidades, sus aristas más oscuras, sus miedos, sus dolores. Al parecer sus personajes se conectan desde allí para finalmente recuperar aunque sea un poco las fortalezas olvidadas. En la relación de una madre con cáncer y su hijo desempleado el director apuesta nuevamente a una historia cargada de sutilezas a través de una narración impecable. Alain (Vincent Lindon) es un camionero de cuarenta y ocho años quien sale de la cárcel luego de permanecer allí 18 meses por intentar pasar mercadería ilegal fuera del país. Sin otro lugar donde ir, regresa a vivir con su madre, Yvette (Hélène Vincent), una mujer grande que padece cáncer terminal. La relación entre ellos no es fácil: ambos poseen orgullo y carácter fuerte e Yvette no puede terminar de aceptar lo que hizo su hijo. Sin embargo, todo se enrarece aún más cuando Alain se entera de la decisión de su madre de viajar a Suiza para elegir una muerte digna evitando un final de dolor y tristeza. Aunque el tema de la eutanasia aparece como un giro dramático central, el director recorre la temática de un modo esquivo, logra transmitir las emociones de sus personajes en relación a eso y cómo viven su cotidianeidad. Por lo cual, un tema de gran peso dramático se integra a la totalidad casi naturalmente, sin énfasis innecesarios. Es esta, sin embargo, una característica muy propia de Brizé, el drama consigue un in crescendo pero apenas hace falta que se subrayen situaciones, todo se produce de un modo casi natural. Sí le importa al director manejar algunos momentos de emoción con el subrayado de la música, siempre instrumental, que es más un leit motiv para acompañar a sus solitarios personajes que un recurso de manipulación. Como se dijo anteriormente, la película se construye a través de la mirada de sus personajes, y en general lo que transmiten es un mundo un poco solitario y angustiante. Se suma a esto el tema de la muerte, y por ello Algunas horas de primavera (Quelques heures de printemps, 2012) resulta un film bastante denso en cuanto a los sentimientos y emociones que conviven en ese hogar. Allí aparece quizás por eso un clima diferente y esperanzador en una pequeña historia de amor de Vincent con Clemence (Emmanuelle Seigner), aunque siempre su pasado le impida ser verdaderamente feliz. El cine francés siempre permite acercarnos a un modo de contar diferente, es eso lo que también se disfruta en este film: conectar con emociones de una forma más sutil, y apreciar una historia con personajes que transitan diferentes niveles emocionales a partir de una de las relaciones más complejas y diversas del mundo: la de una madre y su hijo.
Una de cal y una de arena. La buena nueva es que el duelo actoral entre Vincent Lindon (ex presidiario forzado a vivir con su madre) y Hélène Vincent (esa madre con quien tuvo una relación violenta, hoy enferma terminal) es brillante, sutil, construido a partir de los silencios y no de los exabruptos emotivos. La mala, la necesidad de que elementos “externos” se sumen a este esquema para hacerlo más “cinematográfico”. De todos modos, un drama humano sensible y, en general, preciso.
UN TIEMPO PARA PARTIR Alain (Vincent Lindon) es liberado de la cárcel, luego de 18 meses de encierro. Yvette, su madre, no lo espera. Ambos, con personalidades introvertidas, son incapaces de demostrar algún tipo de afecto. Ocultos tras el peso de sus presentes, actúan como si no se conocieran. Son fantasmas que vagan por la casa donde alguna vez reinó la felicidad familiar. En Algunas horas de primavera, Stephan Brize opone en la figura de estos dos personajes el deseo de vivir y no tener tiempo, con las ganas de morir a largo plazo: Alain, salido del horror carcelario se encuentra cansado y con la imposibilidad de poner en palabras lo ocurrido en aquella etapa de oscuridad pasada; pero Yvette, con el cáncer consumiéndola, le teme al fin. Encerrada en la resolución de un puzzle, que la mantiene ocupada, decide morir dignamente. El ininterrumpido llanto de un bebe alternado con el más profundo de los silencios, abren el escenario a la reflexión. La muerte acecha por todos lados, Yvette no puede escapar de su final inevitable, del silencio permanente. Con tanto para decir y sin poder hacerlo, su último suspiró estará dedicado a la añoranza. El ambiente opresor situado en interiores, en planos cortos y de extensa duración ponen en imágenes un drama tan intenso que violenta la pasividad del espectador. La inactividad y los silencios prolongados que parecen no tener fin despiertan la necesidad de sacudir a estos personajes que flotan en el sin sentido de la espera. Con un final anunciado, y en donde las palabras no sobran, Algunas horas de primavera son las que Alain recordará de manera imperceptible por el resto de su vida. Sin madre, sin amor y sin sueños la muerte en vida se encarna en su persona.
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El largo beso del adiós Al director Stéphane Brizé ya lo conocemos cuando en el 2009 estrenó la película Une Affaire D'Amour (Mademoiselle Chambon) una historia entre una maestra de grado y un albañil. Paradójicamente, la pareja actoral compuesta por Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain, que manifiestan una relación amorosa muy similar a In the mood for love contemporáneo y francés, eran en la vida real ex esposos. Pero en su siguiente película, Aquellas Horas de Primavera (Quelques Heures de Printemps), el director elige nuevamente a Lindon para interpretar a Alain, un expresidiario que regresa a su casa materna luego de permanecer dieciocho meses en la cárcel por contrabando de marihuana. El regreso al viejo hogar y la necesidad de un empleo digno provoca en Alain bronca e impotencia que se suman a las manías de su madre Yvette. En un enfrentamiento verbal y casi violento entre ambos, una de las escenas más intensas del film, se revela la desesperación y la soledad de los personajes. Cuando se descubre la gravedad de la enfermedad de Yvette, que antes había sido tratada en un segundo plano, la película toma un rumbo distinto centrándose en la madre y su determinación por un suicidio asistido en Suiza. A partir de este momento el aire se pone denso, la mirada silenciosa y la falta de afecto, se vuelve angustia y desolación entre madre e hijo. Ambos en estado ausente y como dos perfectos desconocidos, entienden que son como dos imanes de polos similares que se repelan, que por más que lo intenten son iguales en su esencia y que cada uno tiene su propia determinación. Aquellas Horas de Primavera puede rozar alguna similitud con el film Amour de Michael Haneke, aunque no tan opresiva y controversial. Brizé seleccionó a Emmanuelle Seigner para que aporte, en una breve participación, los momentos más cálidos y amorosos junto a Vincent Lindon.
Madre hay una sola Es difícil (se me hace difícil) recomendar una película tan dura y con un tema tan complejo (violencia familiar + enfermedad terminal) como esta del francés Stéphane Brizé. Pero en una cartelera comercial dominada por productos pasatistas, efímeros y predigeridos como la argentina un film profundo y delicado -aun con sus aspectos discutibles- como el de Brizé resulta no sólo una rareza sino también motivo de una especial atención. El director de la exitosa Une affaire d'amour narra la historia de Alain (ese querible y tierno duro que es Vincent Lindon), un hombre que acaba de ser liberado tras 18 meses en prisión. Sin plata y con un inevitable futuro de empleos precarios (como separar la basura en un centro de reciclaje lleno de inmigrantes) se instala en lo de su madre, Yvette (Hélène Vincent), una mujer metódica, obsesiva, controladora, despótica, en muchos momentos decididamente insoportable. La relación entre ellos es casi siempre tirante y en determinados pasajes, explosiva. Alain se enamora de Clémence (Emmanuelle Seigner y su belleza madura), pero no le cuenta su situación. Al poco tiempo descubre que su madre tiene un tumor cerebral sin posibilidades de remisión. Su más que precario equilibrio se desmorona por completo: ¿Iniciar una relación en ese contexto? ¿Cómo acompañar a una mamá que lo maltrata y que no se deja ayudar? Este y muchos otros interrogantes son los que plantea esta inquietante, provocadora -pero nunca manipuladora, ni sentimental, ni sensacionalista- propuesta de Brizé. Filmada con precisión quirúrgica, con sensibilidad (sin excesos) y el aporte de exquisitos actores, Algunas horas de primavera remite por momentos a la multipremiada Amour, de Michael Haneke. Siento que el final no es del todo convincente, que la forma en que se aborda el tema de la muerte digna (eutanasia) no está a la altura de la complejidad y de los matices del resto de la película. De todas formas, estamos ante un film inteligente: valiente y valioso. Vale la pena, por lo tanto, darle una oportunidad.
El digno camino hacia el final El relato de una conflictiva relación madre-hijo y una sutil mirada sobre la eutanasia. Luego de pasar 18 meses en prisión por transportar 50 kilogramos de marihuana en un camión, a Alain Evrard (Vincent Lindon) no le queda otra que volver a vivir con Yvette, su madre, quien sólo lo visitó dos veces tras las rejas. La tensa y conflictiva relación que siempre tuvieron estalla una y otra vez en Algunas horas de primavera, la durísima -pero real- historia de Stéphane Brizé, autor de Mademoiselle Chambonn (2009). Alain pagó por su error y la reinserción a la sociedad no le es fácil. Con el fracaso a cuestas, su gesto adusto lo matiza entre sorbos de cerveza y pitadas de cigarrillos. En este filme todo es veloz, las relaciones son depredativas: hagan una pausa en la escena del bowling donde con un par de miradas es suficiente para que Evrard conquiste a Clémence (Emmanuelle Seigner) y se la lleve a la cama. La rutina es una excusa temporal en esta obra, lo importante se centra en el trato madre-hijo donde cada uno atiende a Calie, una perra que parece ser el único nexo entre ambos. Alain prende la radio; Yvette, la TV. Se interrumpen en esta guerra tácita con episodios de violencia verbal, pero no física. Evrard se cansa de que su madre lo critique y moleste a cada rato. En el fondo, él es un cabezadura que odia dar explicaciones. Brizé es artesanal y sutil con los personajes que construye, aunque la dirección actoral de ellos, por momentos, cae en espirales de repetición. Y eso es usado con fortaleza. Observen la brillante interpretación de Hélene Vincent (Yvette), quien con sus movimientos pausados -pero firmes, casi robóticos- parece ausente, en piloto automático hacia otra vida. La meticulosa dueña de una casa -que simula una maqueta- repite su rutina de armar rompecabezas de 2.000 piezas (obvio, lo termina), es obsesiva con la limpieza y el orden (Alain lo padece), corta manzanas a cada rato y clasifica fotos viejas con puntillosidad. Yvette lo planifica todo, sabe que está sola y no deja absolutamente nada librado al azar. Sí, hasta su final, donde decide contratar los servicios de una asociación suiza de suicidio asistido. Algunas horas de primavera se anima a poner sobre el tapete un tema polémico: la muerte digna, la eutanasia. Pero el realizador francés no toma postura alguna al respecto, muestra el hecho imparcialmente donde la carga emocional de los personajes oprime y angustia. Hay que estar fuerte anímicamente para ver este filme. La empatía con Yvette es inevitable, para bien o para mal. ¿Cómo sobrellevar la noticia de una enfermedad evolutiva (un tumor en el cerebro) que no tiene cura y te atormentará inesperadamente? ¿Hay que justificar a una mujer que envenena a su perro? ¿Alain es humano y natural al mantener una fría contemplación ante el trágico devenir de su madre? Este filme clava su aguja existencialista con preguntas (“¿usted siente que ha tenido una vida hermosa?”) donde pasado, presente y futuro luchan en el cuerpo de la mujer. Los últimos minutos del viaje a Suiza, junto a su hijo, son devastadores. Ella cuenta todo lo que hace y a ella le cuentan todo lo que sucederá, con derecho a decir “no”. El digno camino hacia el final.
Cuando Alain sale de la cárcel donde ha pasado los últimos dieciocho meses por causa de un asunto de contrabando de drogas en el que, como camionero, se vio involucrado, no tiene otro remedio que volver a la casa de su madre. Tanto para él, que a los 48 años tiene por delante un sombrío futuro de desempleo y soledad, como para la viuda Yvette, que por el regreso de ese hijo hosco y desaliñado experimenta un quiebre en su organizada rutina, se trata de una cohabitación forzosa que no hará sino que se renueven los viejos conflictos entre dos temperamentos parecidos. Quizá por eso nunca se han entendido: la dificultad de manifestar lo que sienten es la misma, como es la misma la obstinación con que parecen aferrarse a ese encierro emocional. También lo son los modos ásperos, las palabras tan duras como escasas y muchas veces agresivas, la nula voluntad (o la imposibilidad) de ensayar un acercamiento. No se sabe de dónde viene tanto desapego, aunque en algún momento pueda presumirse que la memoria del padre muerto no es ajena a ese estado de cosas. Entre gente que se habla tan poco, todo se infiere de los gestos, de los movimientos, de las miradas, de las actitudes. Es el delicado terreno en el que Stéphane Brizé ( Une affaire d'amour ) se conduce con tanta autoridad como sutileza. Y es allí -en el examen de esta compleja relación madre-hijo- donde residen los mayores hallazgos de un film austero, duro, parco, riguroso, que evita siempre cualquier sentimentalismo o golpe bajo. Aun cuando la historia abre otra expectativa en la vida del hombre con la aparición luminosa de una mujer bonita, inteligente, ante la que él titubea porque aun no ha podido resolver sus propios conflictos personales. Y asimismo cuando se sabe que la enfermedad de la madre ha recrudecido, y que ella misma, mujer de carácter férreo más allá de su aparente fragilidad, ya ha decidido que no esperará el desenlace y ha concluido todas las gestiones para asegurarse un suicidio asistido en una clínica de Suiza. La complejidad de la relación parece ahora pasar a un segundo plano, detrás del tratamiento detallista, casi documental (y casi didáctico) que Brizé aplica al describir el protocolo que se sigue en la clínica suiza y al que Yvette se someterá esta misma primavera. Si no hay aquí un brusco quiebre en el relato es porque la tensión sigue estando en la posibilidad de que alguno de los dos, o ambos, ante la inminencia del final -del que jamás hablan- intenten decir las palabras que hasta entonces han reprimido (o que sepan traducirlas en un mínimo gesto) y que la discordia se disuelva antes de que sea demasiado tarde. Muy sutilmente se desliza bajo la aparente frialdad cierto indicio de antigua y acallada ternura. Riquísima en matices, la puesta del director francés -que tiene en la luz de Antoine Héberlé y la música de Nick Cave valiosos aliados- sólo es posible porque cuenta con la infinita expresividad de Vincent Lindon y de Hélène Vincent, dos actores capaces de hacer perceptible con mínimos recursos cada oscilación de su turbulenta intimidad.
Otro ladrillo en la pared El director de Une affaire d’amour vuelve a cultivar el realismo intimista, ahora con la historia de un ex convicto que, en una Francia en crisis, intenta rehacer su vida, para lo cual antes tiene que saldar algunas cuentas pendientes con su madre. Con cuatro largometrajes en su haber, lo de Stéphane Brizé (Rennes, 1966) es, notoriamente, cine de cámara, vertiente que el arrollador avance de los “tanques” cinematográficos amenaza con extinguir de acá a poco tiempo. La película previa de este cineasta bretón, que en Buenos Aires se conoció como Une affaire d’amour, narraba una love story dolida, al borde mismo del melodrama, entre un albañil casado y la maestra de su hijo. Marcada por un realismo al que el realizador evidentemente es afecto, Une affaire d’amour (Mademoiselle Chambon, en el original) destilaba la clase de verdad –humana, social, cinematográfica– que el cine parece cada vez menos en condiciones de captar. Algunas horas de primavera renueva la apuesta por lo que podría llamarse “realismo intimista” o “realismo de cámara”, focalizando sobre el clásico conflicto del condenado que intenta rehacer su vida tras salir de prisión. Uno de los contados actores franceses con el physique du rol adecuado, después de haber derribado paredes a mazazos en el film anterior, Vincent Lindon (conocido sobre todo por Vendredi soir, de Claire Denis) es ahora un camionero al que un desliz fronterizo llevó a la cárcel. Un año y medio después, a Alain Evrard le devuelven hasta el encendedor que tenía encima cuando lo metieron en prisión. Pero lo que tiene que recuperar es más que eso. En lo suyo nadie quiere contratarlo, las opciones de empleo no abundan en una Francia en crisis y mientras tanto no le queda más remedio que vivir en lo de su madre. Que no se la hace fácil. Hay un espeso mar de fondo entre ambos, producto de una relación que no parece haber sido nunca amable. Atada a sus manías, a la señora Evrard no le hace ninguna gracia tener que compartir su casa con un extraño. Y trata a su hijo como tal. Alain, a su vez, no le perdona que en un año y medio haya ido a visitarlo sólo un par de miserables veces. Cuando mamá se ponga demasiado rezongona, este hombrón puro músculo, encapsulado en un silencio como de olla a presión, estallará. Por más que la señora tenga un melanoma y el pronóstico médico no sea particularmente esperanzador. Algunas horas de primavera confirma la preferencia de Brizé por personajes amurallados, tal como Une affaire d’amour y la previa –aquí inédita– Je ne suis pas là pour être aimé dejaban ver. No sólo los personajes masculinos: aquí, madre e hijo se parecen mucho. A Alain se lo ve tan poco afecto a las palabras como el albañil y el escribano de las películas previas. No habla ni siquiera cuando se afloja. Lo que lo afloja vuelve a ser, como en el film anterior, una mujer a la que conoce casualmente. Lo de Emanuelle Seigner roza el asombro: próxima a los 50, morocha aquí, Mme. Polanski parece clavada en los 30. Sin haber tenido que pasar, por cierto, por ningún quirófano. No al menos desde que debutó en cine, hace unos treinta años. De tono tan parco y reconcentrado como los propios personajes, Algunas horas... no es la clase de cuento de hadas en los que el amor convierte al ogro en príncipe. Por muy a gusto que se sienta con la chica a la que conoció en un bowling, por muy ideal que ella parezca (es linda, sexy y macanuda), a Alain no se le hace fácil derribar la muralla que construyó pacientemente. Brizé sabe dirigir actores, y sabe elegirlos. Veterana de mil batallas del cine y el teatro franceses, recordada por su papel de madre impecablemente católica de La vida es un río tranquilo, Hélène Vincent luce inmejorable para el papel de Mme. Evrard. Pequeña, seca, enjuta, tratando con frialdad hasta a la belleza de su boxer blanca y negra, es perfectamente concebible que la señora Evrard tome una decisión como la que bastante tiempo atrás tomó. Tan concebible como que la haya tenido todo este tiempo guardada bajo siete llaves. A lo definitivo, a lo que no tiene remedio, Algunas horas de primavera contrapone, tal como el título indica, lo pasajero y circunstancial, lo que no necesariamente tiene que ser para siempre.
Imágenes de una vida no tan feliz Sin golpes bajos ni lugares comunes, el film de Brizé está lleno de matices y se involucra en un drama familiar. Una historia que muestra que el cine no sólo es para sonreír. El rostro apesadumbrado de Alain (Vincent Lindon) no necesita de explicaciones ni subrayados. El casi cincuentón sale de la cárcel luego de cumplir una condena por tráfico de droga y vuelve al rebaño edípico, al hogar donde lo espera su madre (Heléne Vincent), también una mujer de pocas palabras. La reinserción social y personal no será fácil, acaso un trabajo ocasional o tal vez la presencia de una bella mujer (Emmanuelle Seigner) neutralicen la tristeza y desolación de Alain. Un par de vecinos agradables y alguna sonrisa furtiva contrastan con los muchos silencios de la relación madre-hijo, conflictiva, a punto de estallar. Pero, por si fuera poco frente a semejante contexto familiar, se sumará un drama, una agonía inmediata y una resolución a tomar entre la madre hiperprotectora y el hijo frustrado y meditabundo. Con pocos elementos dramáticos –una relación tensionante que se aproxima a la catarsis– y un paisaje bucólico que pretende disimular la gravedad de la historia, el cineasta francés Stéphane Brizé construye una película repleta de matices y de pequeños intersticios familiares que jamás apuntan al golpe bajo y a los lugares comunes de este clase de relatos. Los últimos veinte minutos de Algunas horas en primavera (irónico título) son de una tristeza atroz en referencia a la cercanía de la muerte y a las decisiones límites que madre e hijo deben tomar para aliviar el sufrimiento. En ese sentido, el film conforma un combo perfecto con la terminal Amour de Michael Haneke, comprobando que el buen cine no sólo es aquel que cuenta historias felices con gente que sonríe cada cinco minutos. El cine, en efecto, también merece un melancólico e incómodo relato como el de Algunos días en primavera.
Una apática despedida Hay una gran diferencia entre abordar un tema como la eutanasia y la muerte digna sin caer en golpes bajos, y abordarlo dejando al espectador indiferente. Stéphane Brizé probablemente se haya propuesto lo primero, pero el resultado de su filme se acerca más a la segunda opción. Alain (Vincent Lindon) sale de la cárcel luego de 18 meses de reclusión. Él era camionero y pasó alguna mercadería ilegal por la frontera. En libertad pero sin trabajo, no le queda otra que volver a vivir con su madre (Hélène Vincent), viuda, metódica, acostumbrada a su vida solitaria (bastante padeció 45 años junto a su marido), y enferma de cáncer. Los días se suceden abúlicamente: no es fácil para Alain conseguir trabajo, y menos vivir con su madre. En un comienzo el filme parece apuntar a la tensa relación madre-hijo, pero luego, casi como si no supiera qué más contar de ese tema, se centra en la enfermedad de ella. La falla en la empatía con el espectador radica en la elección de las personalidades de los personajes y en el ritmo tedioso de la película, ya que no sucede mucho hasta bien pasada la primera hora. El personaje de Alain mira todo con la impavidez de un perro frente a las vías del tren, lo lamentable es que lo que ve pasar es su vida. Impertérrito ante la más conflictiva de las situaciones, incapaz de conectarse con otros, lo carcomen la culpa y la vergüenza, pero no alcanzan para movilizarlo, ni que movilice a quien lo observa desde el otro lado de la pantalla. Su madre es fría, contenida. Decide su vida como quien organiza un esquema, o las compras del supermercado. Su hijo parece no amarla, pero tampoco eso genera lástima o compasión en el espectador. Las actuaciones están muy correctas, pero al respetar las características de los personajes que interpretan no hacen más que fortalecer el clima del filme. El resultado general es una película que si bien intenta acercarse a una temática compleja, lo hace desde un lugar tan lejano, en forma tan densa, y con personajes tan poco empáticos, que no logra llegar al espectador. El mensaje, si realmente lo hay, queda a mitad de camino.
Lindon protagoniza un drama de Stéphane Brizé que al principio parece que va a ser sobre su re adaptación, tras salir de la cárcel, al mundo real. Pero no, lo principal radica en otro lado, en su casa, en la casa de su madre, en la convivencia entre estas dos personas que se quieren pero que no pueden pasar tanto tiempo juntos, no pueden demostrarse afecto,son fríos. Pero mientras él sólo logra ver a su madre como una especie de estorbo, no nota que a ella le sucede algo más, algo que calla, que se guarda para ella. Y es algo que él descubre de casualidad: una enfermedad terminal. Ninguno de los dos sabe cómo afrontar un futuro irremediable. Ella sólo sabe cómo no quiere hacerlo. No quiere ser un vegetal. Y es por eso que se informa y termina decidiendo que va a morir con dignidad, en otro país, en Suiza, porque en este no es legal. Ni su hijo ni su doctora están de acuerdos con semejante decisión pero nadie va a impedirlo, sino que deciden acompañarla en su decisión, al fin y al cabo es la única que tiene derecho a hacerlo. Y es en estos momentos en que Alain (Lindon) comienza a acercarse a su madre, sin palabras, probablemente de un modo en que nunca antes lo había hecho. En el medio conoce a una mujer, interpretada por la siempre bella Emmanuelle Seigner, pero así como él no sabe cómo lidiar con su madre, tampoco sabe cómo llevar adelante una relación, y termina tratándola de una manera que ella no se merece. El film es un drama duro, y trata este tema de la eutanasia de manera delicada, elegante, sin ponerse ni a favor ni en contra, pero sí mostrando lo difícil que es. Difícil para el hijo que no quiere ver a su madre morir, pero también difícil para la persona que decide hacerlo, que después de estar tanto tiempo firme, estalla en llanto y miedo. Dolorosa es la experiencia pero indudablemente recomendable. Un film que no puede dejar indiferente a su audiencia y que no debería pasar desapercibido por la profundidad de su tratamiento.
(Anexo de crítica) “Algunas Horas de Primavera” (Francia 2012) de Stéphane Brizé es una película reflexiva sobre algunas problemáticas actuales como las relaciones parentales, la soledad y la muerte. Filmada de manera natural, con planos estáticos, muy pocos diálogos y algunas escenas minimalistas que sólo reflejan rutinas y mínimos gestos en las duras caras de Alain (Vincent Lindon) e Yvette (Hélène Vincent), su madre, los protagonistas excluyentes de la propuesta. Alain tiene casi 50 años y luego de salir de la cárcel por una falta menor (contrabando) vuelve a vivir a con su madre, una anciana estricta y llena de TOC’s y mucho odio contenido. La tensión entre ambos no se hace esperar y es así como un olor (el del tabaco que fuma a escondidas en su cuarto Alain) puede ser el detonante de una catástrofe. Entre ellos no dialogan, porque ninguno de los dos sabe cómo relacionarse con el otro, ni con nadie, pero sí le muestran afecto a su perro, que con el transcurso de los días será el botín de guerra. Alain es solitario, pero tiene un amigo (Ludovic Berthillot desempleado como él y hace un tiempo “amo de casa”), con el que juega en algunas oportunidades al bowling. En uno de los partidos conoce a Clémence (Emmanuelle Seigner) y pasan la noche juntos. Y nada más que eso, porque no sólo no puede hablar con su madre, en realidad Alain no puede hablar con nadie. Un día discute fuertemente con Yvette y se va de la casa. Se refugia en lo de un vecino que curiosamente mantiene una cuasi relación amorosa con su madre. El extremo de la incomunicación se potencia cuando la madre decide envenenar al perro. Alain un día buscando alguna pastilla para dormir en un cajón de la madre encuentra una solicitud de suicidio asistido y ahí la película, que gracias a la maestría de Brizé, venía son un ritmo acompasado y lento vira a una segunda película en la que la dura verdad de Yvette (enferma con un cáncer irreversible) nos duele a todos. Alain no entiende qué pasa con su madre, o mejor dicho, no lo quiere saber, y mucho menos preguntar (algunas respuestas pueden ser muy incómodas). Todo sigue su camino natural. Hasta que se acerca ese momento duro de la revelación y de acompañar hasta el último momento a Yvette. “Algunas Horas de Primavera” es una película dura, cruda, real, impactante, que construye en sus silencios y agonías una increíble reflexión sobre el amor, ese sentimiento que ni al más solitario y parco de los seres humanos debe faltarle.
El fin de la vida de una madre frente a su hijo Si está deprimido/a, quizás no deba ir a ver esta película ahora. Pero si tiene problemas con su madre (cuanto más graves, mejor), vaya corriendo al cine para verla. Imagino que la entrada de cine sale todavía menos que una hora con el psicólogo (imagino, porque yo siempre prefiero ir al cine). Escribo esto porque tengo algunos problemas con mi madre (me fui a vivir a más de 13.000 kilómetros de ella y antes averigüé en Google Map que no existía ningún itinerario que relaciona la ciudad donde ella vive con la mía) y me hizo muy bien ver esta película. Y si es su caso, quizás a usted también le va a hacer bien (y si no es su caso, vaya a verla igual, porque con las madres nunca se sabe). Ahora bien, ¿por qué? Porque Algunas horas de primavera relata cómo Alain (Vincent Lindon, maravilloso), al salir de la cárcel y a los 48 años, se ve obligado a volver a vivir en la casa de su madre (Hélène Vincent, increíble), a volver a vivir como un adolescente frente a una madre seca y maniática, los dos incapaces de hablarse si no es a los gritos, y porque ahí empieza uno a preguntarse si todas las madres son así. Porque hijo y madre nunca logran decir lo que sienten uno para con el otro y porque se nota poco a poco que la apariencia es sólo eso, una apariencia. Porque la madre, muy enferma, con pocos meses de vida, elige su muerte y porque el hijo lo acepta y la acompaña y porque le parece bien. Porque esta historia, tal como el director (Stéphane Brizé) la cuenta, conmueve sin golpes bajos, sin caer en el pathos, sin escenas innecesarias, algo que no es muy frecuente. Porque hay personajes secundarios (incluyo un perro que duerme de una manera muy divertida) que tratan de traer la luz que el hijo y la madre prefieren tapar, y porque así la historia encuentra la respiración necesaria. Porque, al final, se descubre que los pequeños problemas de la vida son justamente lo que son, pequeños problemas, pero que mientras tanto, el tiempo corre, inexorable, irreversible y que sería mejor no perderlo demasiado. Porque, al final, uno descubre que la madre es la madre, y que uno es su hijo/a, a pesar de lo que puede pasar, a pesar de todo.
La muerte, compleja elección El filme guarda cierta herencia con la recordada "Amour", de Michael Haneke, que protagonizaron Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant. Stéphane Brizé consigue un drama conmovedor a través de las exquisitas actuaciones de Vincent Lindon y Hélne Vincent, dos actores que saben conectarse a partir de la sutileza y expresar una constante sensación de pérdida, que despierta un inusitado interés en el espectador. El silencioso drama de una mujer que sabe le queda poco tiempo de vida, a quien acompaña su hijo, que acaba de salir de la cárcel, es el tema que aborda el francés Stéphane Brizé en este drama, que es contado a través de un ritmo pausado y de una intensa melancolía. "Algunas horas de primavera" guarda cierta herencia con la recordada "Amour", de Michael Haneke, que protagonizaron Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant. En este caso no se trata de una pareja de ancianos, sino de un vínculo madre-hijo, que se ha ido desgastando a través del tiempo y a partir de que el hijo es condenado, se presume que por contrabando de drogas. Cuando Alain (Vincent Lindon) sale en libertad y regresa al hogar, descubre que Yvette (Hélne Vincent), su madre, toma cada vez más pastillas y luego sabrá que ella contrató en Suiza un servicio de muerte asistida. DRAMA INTIMO La eutanasia, prohibida en Francia, permite a una persona que sufre de una enfermedad incurable y sabe que va a morir, ser preparada para ese momento final. Sobre estos elementos Stéphane Brizé construye un "friso" dramático íntimo y profundamente doloroso. Cuando Alain regresa al hogar con la intención de rehacer su vida y encontrar un trabajo, se da cuenta que le resulta imposible y entra en un estado de cierto desasosiego, en el que no tiene muy claro qué le ocurre. En un salón de bowling encuentra a una mujer, tiene una relación sexual con ella y poco después intentan seguir juntos, pero los silencios y lo que cada uno intenta preservar, hacen imposible el diálogo y la pareja decide separarse. DECIR ADIOS No obstante la preocupación para Alain parece ser otra. Sabe que si su madre muere pierde el último referente sanguíneo que tenía. A la vez se da cuenta que heredará esa casa, ubicada en una pequeña ciudad de Francia, aunque no se sabe dónde. Los silencios, algunas miradas y una muy triste escena de violencia entre el hijo y la madre, definen una situación que va camino a desbarrancarse, no obstante al final Alan decide acompañar a su madre a Suiza. Stéphane Brizé consigue un drama conmovedor a través de las exquisitas actuaciones de Vincent Lindon y Hélne Vincent, dos actores que saben conectarse a partir de la sutileza y expresar una constante sensación de pérdida, que despierta un inusitado interés en el espectador.
Dura historia con grandes actores De Stephane Brizé, natural de Rennes, acá se estrenó "Une affaire d' amour", historia sentimental de un hombre casado enamorado de una mujer que solo espera su decisión (título original, "Mademoiselle Chambon"), y se vio en Pantalla Pinamar "Je ne sui pás pour etre aimé", no estoy hecho para ser amado, retrato de un tipo que ocupa sus horas libres en visitar al padre gruñón y visitar una peña de tango, donde intenta eludir a una mujer que espera verlo contento alguna vez. Dos relatos bien hechos, de un particular realismo en la pintura de caparazones y soledades. Ahora nos llega otra película suya de asunto similar e igual nivel, también con excelentes intérpretes como aquéllas, pero más dura y perturbadora. Esta vez el hombre es un casi cincuentón de mal carácter que vuelve de la cárcel, tiene apenas un trabajo mal pago y poco prestigioso, y un solo techo prestado: el hogar materno, que de hogar tiene poco y nada. La vieja es agria, buscapleitos, reprochadora full time. Ni siquiera comparten gustos en común. Para colmo, él ama a su perro, la vieja lo odia y es capaz de envenenarlo. Puede que haya para el hombre una posibilidad de respiro junto a una mujer que más o menos lo banca y también lo espera, y que tiene su vida más o menos hecha. Pero antes de cambiar de aire, él descubre que la madre está enferma y no le ha dicho nada. Todavía más grave, ha tomado una decisión que la pinta de cuerpo entero, que impresiona al hijo, y le hace ver otras cosas. Para ambos, no se trata de la pena por un cariño que se pierde, sino de la mortificación por un amor que no se dio. Que sin embargo todavía puede manifestarse. ¿Pero cómo, si madre e hijo son tan reticentes a las expresiones de afecto, y la película misma se mantiene ajena a cualquier sentimentalismo? El desarrollo puede resultarnos más o menos ajeno. Hemos visto tantas películas de gente común que se lleva mal. La última media hora, en cambio, nos tiene con el corazón apretado y la mente impresionada por lo que está pasando. Hasta que manteniéndonos a la debida distancia, respetuoso de sus personajes, Brizé nos deja ver lo que corresponde que veamos. Ahí podemos desahogarnos. Los otros, en fin, acá no vamos a contarlo. Tocante historia, pulso firme, excelentes actuaciones: Vincent Lindon (el mismo de "Une affaire d' amour"), la veterana Helene Vincent, Emmanuelle Seigner, todavía linda. Duele, sin golpes bajos. A alguno puede dolerle mucho. Pero vale la pena.
La dramática relación madre-hijo en momentos decisivos de la vida De a poco el cine francés va reafirmando su posición como tercera en cantidad de películas estrenadas localmente, detrás de Argentina y los Estados Unidos. Seguramente la semana próxima conoceremos “Renoir” y ahora ya está en cartel “Algunas horas de primavera”, traducción literal de “Quelques heures de Printemps”, su título original y que puede llevar a imaginar un clima bucólico y alegre. Nada más lejano pese a que los antecedentes de su director Stéphane Brizé, la agradable “Une affaire d’amour” (“Mademoiselle Chambon), podían erróneamente inducir a imaginar que se está frente a una comedia romántica. Vincent Lindon, que adquirió primero notoriedad al ser varios años pareja de Carolina de Mónaco en la década del ’90, es uno de los dos intérpretes centrales habiendo ya sido dirigido por Brizé en el otro ya nombrado film estrenado localmente. Lindon es un notable actor lamentablemente poco conocido en Argentina dado que varias de sus recientes películas (“La moustache”, “L’avion”, “Je crois que je l’aime”, “Welcome “) no han tenido distribución comercial en nuestro país. Su personaje, Alain Evrard, acaba de cumplir una condena de dieciocho meses por haber intentado con su camión el tráfico de 50 kilos de de droga. Regresa, sin trabajo, a la casa de su madre Yvette con quien nunca tuvo una buena relación. Una simpática perra era hasta ahora el único compañero de su progenitora y pronto sabremos que ella padece una enfermedad probablemente terminal en el cerebro. La actuación de la desconocida actriz Hélène Vincent es descollante y su elección probablemente responda a su extensa carrera en teatro. De hecho, muchas de las escenas con la sola presencia de madre e hijo podrían perfectamente imaginarse en una puesta teatral. Pero el director logra airear la propuesta con la historia paralela de Alain y Clémence (Emmanuelle Seigner), a quien él conoce en un bowling y con quien establece una relación. Al ocultarle parte de su pasado no logra que el vínculo crezca y ella termina por dejarlo. A resaltar la belleza de la esposa de Polanski, a quien se vio recientemente en Cannes en su cuarta colaboración (“La Vénus à la fourrure”) con el director de “El pianista”. Ya en su tramo final se plantea el tema de la eutanasia, no permitida en Francia aunque sí en la vecina Suiza. En toda esa última parte el espectador se sentirá conmocionado por la gravedad de las circunstancias, planteadas podría decirse “sin anestesia” y con tremendo rigor. La banda sonora de Nick Cave, ya usada en alguna película anterior, y el uso inteligente de planos secuencias en más de una oportunidad son otros aciertos de una propuesta que por momentos recuerda por su dureza a “Amour” del laureado Michael Haneke.
El director Sthepane Brize, el mismo de “Un affaire de amor”, vuelve a convocar a Vincent Lindon para una película que plantea la difícil relación entre un hijo adulto y su madre (deben convivir porque él salió de la cárcel), la enfermedad y la decisión del suicidio asistido permitido en Suiza. Pero además, si entre esos seres es posible un gesto de mínimo entendimiento antes de la muerte. Película profunda, distanciada del golpe bajo, bien actuada, que deja interrogantes fundamentales para el espectador.
Este film del director Stéphane Brizé parte de una historia muy sencilla, podría decirse casi insignificante, para hacer foco en la compleja relación entre una madre y un hijo incapaces de abrirse ni manifestarse su cariño. La historia gira en torno a un hombre que sale de la cárcel tras una condena de 18 meses por haber intentado pasar 50 kg de droga en su camión, y sin trabajo, vivienda, ni dinero, se ve obligado a irse a vivir con su madre. Mientras intenta reconstruir su vida descubrirá que su madre está en fase terminal de un cáncer y desearía acabar con su vida dignamente en Suiza. La película se construye a través de la mirada de estos personajes solitarios, que vamos conociendo a través de sus gestos, miradas y fríos diálogos, y alcanza su principal acierto en la sensibilidad y verosimilitud que logra darle a un tema tan crudo y delicado como la eutanasia, integrándolo al relato casi naturalmente, sin énfasis innecesarios. Brizé decide no concentrarse en la polémica legal y moral sobre el uso de la eutanasia, sino que concentra la tensión del relato en la relación madre-hijo y lo difícil que es tanto para el que se quiere ir como para los que se quedan. La valentía que supone en ambos casos enfrentar los hechos y, por lo menos, aceptarlos aunque no se compartan. Algunas horas de primavera habla sobre la violencia de la incomunicación, sobre la dignidad, tanto para morir como la de no ser una vergüenza propia y ante la mirada ajena por no tener trabajo y vivir en casa de su madre a los 50. Siguiendo esa línea del cine francés intimista, austero, verosímil, sensible y cruel a la vez, con una fotografía naturalista y escasa utilización de la música, Brizé logra, por momentos, transmitir al espectador las emociones interiores de los dos protagonistas, pero en otros, los silencios prolongados o escenas excesivamente largas que no cuentan nada, declinan la atención del espectador. Algunas Horas de Primavera se construye gracias a las buenas interpretaciones, que a pesar de no lograr generar empatía alguna por los personajes, y si la consiguen la pierden rápidamente (basta el ejemplo de la protagonista con el perro), son capaces de hacernos creer las escenas más crudas hasta las más tiernas en esta relación madre-hijo.
Cuentas pendientes con mamá El realizador francés Stéphane Brizé ya nos plantea desde el título una imprecisión temporal que obedece exclusivamente a lo efímero o fugaz que define esta relación entre madre e hijo y que forma parte del centro neurálgico de este seco pero contundente film de cámara, de tono intimista y despojado de todo sensacionalismo o sentimentalismo. Si hay algo que prevalece en Algunas horas de primavera es sin duda la enorme distancia afectiva entre los protagonistas: Alain (Vincent Lindon) e Yvette (Hélène Vincent), hijo parco por naturaleza, cerca de los 50, que tras una estadía forzosa en prisión, luego de haber sido condenado por participar en contrabando de drogas al transportarlas en su camión, debe sin desearlo regresar al hogar maternal y así comenzar la lenta reinserción social en un país en plena crisis, mientras que su anciana progenitora encara el último tramo de su enfermedad terminal, aspecto que la lleva a decidir acabar con el sufrimiento en una clínica suiza donde se practica el suicidio asistido para casos como el suyo. Poco importa la cárcel, la viudez, como las causas que llevaron a la distancia entre ambos porque si hay algo abolido en este relato es precisamente el pasado o los recuerdos felices y a la vez lo único consumado y tangible, además del férreo y mutuo destrato, es sencillamente el inevitable paso del tiempo. Tiempo perdido para la reconciliación; tiempo perdido para dar vuelta la página y comenzar una vida diferente, donde las críticas maternales no empañen cualquier intento de cambio y en definitiva tiempo perdido para recuperar la salud y la palabra justa antes de la despedida. Ligado a esa tensión irresuelta que desde el primer minuto hasta el último se contiene en una olla a presión tanto para el caso de Alain que no repara en reprochar a una madre enferma la falta y la convierte en culpable de su propio destino, así como de esa frágil anciana que se ve invadida de repente por un hijo al que no espera, el relato fluye y se reviste de distintos matices dramáticos que van apareciendo sutilmente gracias a las brillantes actuaciones de Vincent Lindon y la experimentada Hélène Vincent porque la cámara los sorprende en el acto del despecho o del reproche, sin contaminar con primeros planos o cortes abruptos el momento de amor odio en la intimidad, que pendula de manera constante. Adscripto siempre a la vertiente de los conflictos internos de sus personajes y de las corazas afectivas que de cierta manera los protege, el director encuentra en la trama el espacio adecuado para poner en escena los diferentes estadios del duelo cuando se tiene tan cerca la presencia de la muerte y lo hace sin estridencia ni especulaciones para que al espectador le cueste el doble la identificación primaria y desde esa incómoda pasividad surja el camino tortuoso hacia la reflexión. Así como en la primavera estacionaria se renueva por así decirlo el aire y las hojas crecen, también existen aquellas que perecen a pesar de los colores del día o el reflejo de la luna por las noches para acompañar a esos amores que perduran. Ese es el cine que últimamente no llega a nuestra pantalla, como aquellas primaveras de antes colmadas de hojas y matices que le ganaban la carrera al paso del tiempo.
Un adiós que duele demasiado De Stéphane Brizé ya habíamos visto “Un affaire d’amour”. Cine lento, introspectivo, pequeñas obras de cámara con personajes silenciosos que se animan a poco. Alain es un camionero de 48 años. Estuvo 18 meses en la cárcel y vuelve a la casa de su madre. Es huraño, difícil, seco. Y su madre no ayuda: es manipuladora, distante, fría. La relación se sostiene en monosílabos y reproches. Alrededor de ellos circula un par de personajes: un vecino amigo y una mujer que se cruza en el camino de Alain, vínculos que acentúan mucho más la soledad, la falta de horizontes y el vacío. Pero hay más pesares: Alain anda sin trabajo y la madre tiene un cáncer terminal que es lo único que avanza en ese hogar quieto y sin vida. Ella, encima, está tramitando una muerte asistida. Filme doloroso, triste, con seres que se olvidaron de sentir (¿o nunca sintieron?), aislados, lejanos y con la muerte pisando los talones. Tema difícil, tratamiento respetuoso, una historia algo forzada que recién al final logra emocionar. Tiene dos grandes actuaciones, pero los seres que los rodean y los apuntes que va recogiendo son insustanciales y muy básicos. Y suena algo estereotipado este realismo intimista, austero, minimalista, demasiado engolosinado con su clima trágico, su parquedad y su sequedad sentimental.
Las últimas palabras Después de pasar 18 meses en la cárcel por un asunto de contrabando de drogas, Alain queda en libertad con un futuro sombrío por delante: con sus antecedentes y a los 48 años, sólo puede conseguir trabajos precarios en una Francia golpeada por el desempleo. Con este panorama no le queda otra opción que instalarse en la casa de su madre, Yvette, una mujer rígida y controladora que no puede soportar que su hijo haya estado preso, aunque sea por un breve tiempo. La relación entre ellos es tirante, la convivencia forzosa alimenta viejos conflictos, y nada cambia ni siquiera cuando Alain se entera de que su madre tiene un tumor cerebral. “Algunas horas de primavera” es una película dura y delicada al mismo tiempo, que jamás apunta al golpe bajo, y que en su economía de recursos está llena de matices. El director Stéphane Brizé (“Une affaire d’amour”) retrata de una forma natural y rigurosa a estos personajes que en el fondo están solos y desesperados, y que son incapaces de transmitir sus sentimientos. Los diálogos son muy escasos, pero la tensión que va creciendo entre madre e hijo es suficiente para sostener esos planos estáticos de miradas y silencios. Brizé incluso se anima a abordar un tema tan espinoso como la eutanasia, y lo hace de una manera casi documental, inusualmente detallista, que enfrenta al espectador con sus propios miedos y fantasmas. Las actuaciones de Vincent Lindon y Hélène Vincent son brillantes. Sería imposible pensar esta película sin ellos. Y después está la belleza madura de Emanuelle Seigner, la esposa de Roman Polanski, que aparece sólo en un par de escenas pero que ilumina la pantalla.
Historia de seres incomprendidos El director muestra la relación de una madre con su hijo recién salido de prisión a través de los actos rituales, las repeticiones a la hora de la limpieza y la preparación de las comidas. Una especie de violencia contenida que puede advertirse en cada escena. Desde un tiempo pausado, desde una cámara que mira de cerca el rostro del personaje y se detiene allí, frente al nuestro; en este intento de un primer contacto como el que abre el film, desde el mismo silencio, que llevó a ese aislamiento, que se traduce en ese gesto privado de toda huella de alegría, desde esta primera secuencia en el que Alain, tras haber cumplido dieciocho meses de prisión, regresa al lugar que lo vio nacer, a la casa materna, la escritura del film se va delineando desde los rasgos austeros, desde el subrayado intimismo, desde lo que no se puede llegar a decir. En "Algunas horas en primavera", título que lleva en sí el nombre de una de las más esperanzadoras estaciones del año, el realizador Stéphane Brizé, quien cuenta en la actualidad con cincuenta y cuatro años, retoma numerosos elementos de su film anterior "Un affaire d`amour" Mademoiselle Chambon, cuya historia nos lleva al mismo actor, Vincent Lindon, interpretando entonces a un albañil quien va a vivir algunos momentos intensos, pero fugaces, junto a la maestra de su hijo. En aquel melodrama la tensión se planteaba desde esa fuerza contenida que a veces no puede alcanzar a manifestarse. De aquel albañil a este camionero que ya no es, ahora desocupado, rechazado como el film muestra, sólo aceptado como material descartable, como ese primer trabajo a destajo que le sale al cruce, la construcción de este tipo de personajes por parte de Vincent Lindon nos lleva a pensar en el realismo social e intimista del cine inglés de Stephen Frears y Ken Loach, en los años 80 y 90, ahora en una zona alejada de los grandes centros urbanos. Desde el primer momento en que Alain llega, golpea a las puertas de la casa de su madre, se hace presente el conflicto. A partir de este momento la atmósfera se va densificando, se vuelve cada más opresiva, los silencios se potencian y las distancias, en esos ambientes tan pequeños, se extreman, se tensan. Entre reproches y comparaciones con la figura, con la conducta de quien ya no está, el cariño sólo se mueve de un ambiente a otro en otra presencia doméstica, la del amado perro de Mme. Ivette, Callie. A través de los actos rituales, las repeticiones a la hora de la limpieza y la preparación de las comidas, la señora Ivette, con su cabello recogido y su severo porte, siempre de pie, escenificará junto a su hijo un contrapunto de desafíos. Pero esa misma violencia, que se traduce en el film de diferente maneras, poco a poco irá mostrando otra facetas, desocultando otra realidad que planteará diferentes giros en el relato. Engañoso es el afiche que los distribuidores de nuestro país han diseñado para la promoción de este film, al que considero una auténtica obra maestra, un film cercano a "un film de cámara", por el trabajo de composición que se centra en la fuerza dramática de sus personajes, en las relaciones entre los mismos. Frente a las puertas de la sala, el afiche nos presenta al personaje de Vincent Lindon mirando, ciertamente cautivado, a una bella mujer, rol que compone Emmanuelle Seigner, quien con un gesto entre ingenuo y con cierta seducción, ayuda a construir una escena particularmente idílica, en un escenario bucólico, en el cual están presentes, tratándose de esta estación del año, las tan esperadas flores. Sin embargo no es esta la escena del afiche original: en el mismo, y sobre el fondo de un borroso bosque, el personaje de Vincent Lindon, Alain, mira de manera irascible y esquiva a su madre, quien a su vez dirige su mirada hacia un lugar perdido del fuera de campo. En este afiche, no está presente Clemence, esta mujer a quien él conoce esa noche en el bowling, con quien compartirá algunas horas de pasión amorosa, pero sólo eso nada más. A ella no podrá acercarle nada de su vida, no podrá abrirse ni siquiera a su mirada. Pero desde esta historia de imposibilidades, (en otro film, en la relación entre madre e hija podemos pensar en "Sonata Otoñal" del siempre admirado Ingmar Bergman), a partir de lo que el hijo toma conocimiento, se nos permitirá ir descubriendo ese momento por el que atraviesa la Sra. Ivette. Y frente a ello, con su orgullo siempre en pie y esa fiereza que la vuelve todo desafío y por momentos imbatible, el haber decidido que la dignidad es algo que no se puede perder. Film de una solvencia dramática inusual, "Algunas horas de primavera" asombra por el sostenido pudor con el que afronta este momento, que coloca a un personaje ante el puede considerarse como una de las decisiones más cruciales de su vida. Film que se emparenta, que tiende lazos, que abre las manos para estrecharlas con "Las invasiones bárbaras" de Denys Arcand, "Mi vida es vida" de John Badham, "El sabor de las cerezas" de Abbas Kiarostami, "Mar adentro" de Alejandro Amenábar, "Amour" de Michael Haneke, entre otras... El film de Stéphane Brizé nos acerca, nos hace escuchar y seguir de cerca, sin alterar ese tono de necesaria confidencialidad, esos pasos que madre e hijo, mediando una cierta distancia deben seguir transitando. En esta historia de seres incomprendidos, de vacíos y recelos, de tantas limitaciones, de crueldades, y de llantos en silencios, de afectos ahogados, siempre sobre la mesa, y como ese gesto que a veces lo puede decir todo, la mermelada de manzanas, hecha por Mme. Ivette espera. E igualmente la presencia del querido vecino, Monsieur Lalouette, en más de una oportunidad figura mediadora entre madre e hijo, y confidente amigo, es otra de las voces, de las miradas, que podremos seguir recordando por mucho tiempo de este doloroso, sincero, movilizador film.
Las últimas horas Algunas horas de primavera de Stéphane Brizé comienza con un hombre que sale de la cárcel, una voz en off y el sonido de las cerraduras y las puertas metálicas que se abren y se cierran que enmarcan los créditos. Interesante analogía entre la vida y la prisión y la libertad como una palabra que resuena durante toda la película. Esta es una historia de soledades profundas, de palabras atragantadas en la garganta, de límites, de decisiones y de muerte. Alain, un cuarentón tosco y ensimismado, que estuvo preso durante varios meses sale de prisión y por falta de dinero se va a vivir con su madre, Yvette. Ella, una mujer con una enfermedad terminal que avanza a pasos rápidos y una extraña devoción por la limpieza y el orden, que vive con su perra y pasa la mayor cantidad del tiempo planchando toallas, cocinando, mirando la televisión y haciendo rompecabezas. Era de esperarse que ambas personalidades chocaran hasta explotar. Y lo interesante es que uno puede sentir empatía por ambos personajes, es muy difícil tomar partido y eso habla de una construcción interesante de la personalidad de los protagonistas. Por otro lado, Alain conoce a una mujer, el único aire fresco y primaveral que tiene esta historia, pero que queda suspendida a lo largo de la película. El relato tiene un tiempo lento, pero necesario porque acompaña el ritmo de la vida de Alain e Yvette y nos hace sentir la rutina, el vacío y la incomodidad en su máxima expresión. Brizé utiliza muy bien el fuera de campo y hay momentos en que la cámara se ubica en el perfil de un personaje y la voz que escuchamos es la del otro. Las escenas tienen muy buenos encuadres que simbolizan el encierro y la distancia entre ambos, aunque estén sentados uno al lado del otro en la misma mesa. La sutileza, los silencios y las miradas prevalecen, junto con aquello que queda latente en el relato y que nosotros tenemos que construir. En algunos momentos decisivos el límite entre la sensibilidad y el golpe bajo se confunde. Reconozco que la muerte siempre es un tema difícil de abordar, pero también efectivo si queremos crispar ese nervio que hay en cada uno. En esta historia en particular hay una cierta distancia ante el dolor y un final bien logrado, pero también hay momentos en el que esa “pincelada” bien construida durante toda la película se convierte en un enchastre. Es ese pequeño límite que con una nota musical menos, un silencio de fondo o un plano general hacen la diferencia. Por momentos se hace demasiado denso de soportar, y si bien es un mérito del director hacernos sentir en carne propia lo que estamos viendo, por otro lado también puede volverse excesivo. Yo rescato la difícil relación entre la madre y el hijo, que podría haberse planteado sin esta situación de muerte de por medio. Además, destaco cómo está representada la tensión entre Alain e Yvette a través de los detalles cotidianos y la idea de la insistencia de las emociones más allá del tiempo, porque el pasado pareciera que nunca se termina de enterrar. Y vuelvo al tema de la libertad porque esta película también nos habla de poder elegir (o no) cómo vivir y cómo morir. Un personaje le pregunta a Yvette “¿Tuvo una vida hermosa” y ella responde: “No lo sé, pero es mi vida…”
Madre e hijo Esta producción, si bien termina no siendo el tema central, se instala en las antípodas de “Madre e hijo” (1997). Ambas tratar de ser una radiografía de la relación madre/hijo, en una, la rusa, el amor esta expresado en cada plano y en cada gesto, en la francesa una madre tiránica, casi despótica, y un hijo, ya adulto, no puede luchar contra ella. En ambas la muerte acecha a la madre, y en ambas el hijo esta a su lado, las diferencias estaría en las razones. Pero a partir de la apertura sabemos que la realización de Stéphane Brizé se centra en Alain, ya que ese primer plano, toda una concepción de construcción de la imagen, toma justificación recién con el último cuadro, que no sólo se demuestra sino que simultáneamente transforma al primero en una imagen concepto. Se me hizo presente inmediatamente la muy buena realización “Cama adentro” (2004) de Jorge Gaggero, la historia interpretada por Norma Aleandro, donde una mujer, Beba Pujol, de clase alta en caída libre teniendo que, ya siendo abuela, tenga que salir a vender productos a la calle para conseguir su propio sustento. En una escena clave termina aceptando el canje de productos por un almuerzo en un restaurante tenedor libre, con un plano ya justificado y explicado per se y, por lo visto anteriormente, que muestra a Beba sentada de perfil, mirando hacia la izquierda, casi sobre el limite del cuadro, con todo libre detrás de ella, clara alusión a que “hay pasado, no se vislumbra futuro” De igual modo el director Brizé, termina por instalar esa imagen primera como concepto, para lo que hizo uso de la relación tortuosa de dos personajes madre e hijo, no importa las circunstancias. Alain, de profesión camionero, 48 años, esta de viaje es un retorno, luego de salir de la cárcel después de cumplir una condena acusado de haber transportado droga, para volver a vivir con su madre, la que nunca le perdonó la trasgresión legal y que convertirá esa estadía en otro tipo de cárcel, una ya conocida. Esta convivencia forzada traerá al presente una violenta y enfermiza relación pasada, nunca hablada, secretos y mentiras de una familia disfuncional. Alain comienza a trabajar, a disgusto, en una empresa de reciclajes de residuos, conoce a Clemence (Emanuelle Seigner), tratando de ocultar su pasado reciente que lo avergüenza, lo mismo que el reconocer que vive con su progenitora. Su madre es una manipuladora, casi al limite de lo perverso, pero siempre anteponiendo su egoísmo a ultranza, situación a la que el hijo ya no esta dispuesto a soportar, mientras ella lo quiere retener a su lado para su propio beneficio. Pero al poco tiempo de estar instalado se enterará que su madre padece una enferma terminal y planifica ponerse en manos de una empresa de Suiza que practica el suicidio asistido, algo aceptado en ese país, un paso importante para que las legislaciones mundiales acepten la eutanasia como elección personal. El director, el mismo de “Un affaire de amor” (2009), se instala como un autor, no sólo a partir de temáticas parecidas, en una el no poder hacerse cargo de los sentimientos propios, en la otra no poder expresarlos. En esta, esa dificultad en poder mostrar los sentimientos, puesto como símbolo de debilidad, de falta de autoestima, y la relación madre e hijo se tensa hasta que explotan ambos. El diseño de construcción de la narración se apoya en una fotografía naturalista, una música trabajada más como sustento del relato que de manera empática a la historia, y principalmente en los movimientos de cámara, en la elección de los planos, en la cercanía de la tomas, lo que lo constituye en un filme intimista, haciendo foco desde el relato en la relación madre-hijo, pero desde la intención de decir en el clásico dicho que mientras hay vida hay esperanza, sobre todo de cambio. Lo mejor de la producción son las actuaciones, soberbios los tres, pero algo del orden de la construcción a través de las imágenes se pone en juego desde el principio de manera muy sutil, no por eso menos importante. Hace poco pudimos ver “Amour” (2012), el tema sobresaliente en ambos es similar, la eutanasia en el de Haneke, y lo que se conoce como suicidio asistido en éste, en uno como acto de amor, en el otro…..defína usted el por qué. El filme de Stéphane Brizé, es una de esas que no sólo se aconseja, se podría exigir no dejar pasar.
Una lección acerca del control Stéphane Brizé (1966) no es un director muy conocido, aunque es obvio que pertenece a la escuela francesa. “Algunas horas de primavera” es su quinto largometraje y muestra un rigor formal que evidencia una sólida formación profesional e ideas claras. En un tono intimista, narra los últimos días de una anciana, Yvette, en algún lugar de Francia, supuestamente cercano a la frontera con Suiza. Yvette vive sola con una perra en su apartamento, típico de clase media. Es obsesiva con el orden y la limpieza, y con el aseo personal. Por sus movimientos, se ve que cada día cumple una rutina invariable y tiene un control absoluto sobre todo su pequeño hábitat. Pero su vida se verá alterada con la llegada de Alain, su hijo de 48 años, cuya presencia la incomoda. Resulta que Alain viene de purgar una condena de 18 meses en la cárcel por un asunto de contrabando de drogas. Era camionero y ahora está desempleado. Es un hombre solo, introvertido y no demuestra mucho afecto por su madre. Tampoco hay manifestaciones de afecto de parte de ella. Se ve que la convivencia es forzosa y no deseada por ninguno de los dos. Apenas se hablan y cada movimiento de uno molesta al otro, sin proponérselo. Hasta que Alain descubre el secreto que guarda su madre: tiene una enfermedad terminal y ha decidido acabar su vida en Suiza, en una clínica donde ofrecen practicar la eutanasia a pacientes desahuciados. A pesar de la dureza del caso, ninguno de los dos se permite emociones y pronto empiezan los reproches, la violencia y el pase de facturas entre madre e hijo, y alguna que otra mención al padre, ya muerto, como figura también conflictiva para ambos. Alain consigue trabajo de basurero pero no lo conforma y renuncia. Seduce a una muchacha, Clémence, pero sus inseguridades lo hacen desistir de esa relación. Encuentra refugio en un anciano amigo de su madre, que en algún momento los tiene que contener a ambos. El cuadro de situación es complejo y cargado de tristeza, aunque no llega a los golpes bajos ni al drama lacrimógeno. Ni aún en momentos tan graves, madre e hijo consiguen aflojarse para confiar uno en el otro, aunque el vínculo es muy fuerte y tampoco se rompe. Sin decirse todo lo que tal vez hubieran querido decirse, finalmente se despiden y la anciana, acostumbrada a planificar su vida hasta el último minuto, cumple su voluntad a rajatabla, y su hijo la acompaña en su decisión sin protestar. “Algunas horas de primavera” es un relato realista, minimalista, que se detiene en un momento de la vida de los personajes en el que uno llega al final y el otro tiene que remontar un mal paso y tratar de volver a insertarse en el mundo social. Con sólo un puñado de información, el espectador entiende que hay amargura, conflictos no resueltos, una abrumadora soledad y un vacío afectivo que hace difícil imaginar cómo podrían hacer para salir de su mutismo y parálisis. ¿Qué hará Alain cuando vuelva a la casa de su madre y ella ya no esté? ¿Podrá rehacer su vida y salir adelante? No se sabe, dependerá de él aprovechar las chances que la vida todavía le ofrece. Por su parte, Yvette concluyó las cosas como las programó, dejándole un ejemplo de orden, decisión, autoridad y control. Y también, en el abrazo del adiós, consiguen liberar un poco los sentimientos, a pesar de todo, en un final digno, como ella quería.
El tiempo y los despertadores Esta película de Stéphane Brizé está a punto de correr una suerte a la vez extraña e injusta. Con poquísima difusión –incluso desde la crítica– ya se hunde, con todos sus méritos y aún en cartelera, bajo la rápida y brutal emergencia de los nuevos estrenos semanales. Lo cierto es que nada en ella lo justifica: Algunas horas de primavera compensa con precisión e intensidad lo desvaído de su título, y además siembra en este la primera señal de su mayor logro, que se ubica en la enorme conciencia con la que registra el tiempo. La historia parte desde la salida de Alain (Vincent Lindon) de la cárcel y el regreso a la casa de su madre Ivette (Hélène Vincent), con la que siempre ha tenido una mala relación. El film de Brizé es, entonces, la casa en tensión, las paredes y puertas como muros, el abandono del hogar como mayor herida. Pero, a la vez, Ivette está pensando en contratar un programa de suicidio asistido que le permita morirse cuando quiera y no cuando su cáncer lo decida. Entonces es cuando Algunas horas de primavera toma esa relación con el tiempo y la destina, antes que a la disposición de suficientes golpes bajos, hacia el registro de las horas de negación, hacia la increíble resistencia a reconciliarse incluso ante la posibilidad de saber la hora de la muerte del ser querido. Así, gran parte de la película transcurre en planos largos de almuerzos, charlas triviales, discusiones o silencios. En ese sentido, la laxitud del tiempo que atraviesa los planos en el film de Brizé tal vez sea más angustiante que esas horas de amor y de silencio cómplice que preceden a la muerte en Madre e hijo de Sokurov. Por eso mismo es que los personajes de Algunas horas de primavera aceptan cronometrar la llegada de la muerte: sólo la posibilidad real de un fin seguro y próximo es capaz de acercarlos. Sin embargo y a pesar de la carga de sus protagonistas, la de Brizé no es una película que aproveche tanto el drama y lo relacionado a la muerte como sí la cotidianeidad y, dentro de ésta, el humor. Las apariciones del humor son mayormente obra de Callie, la perra bóxer que convive con Alain e Ivette, y que podría decirse que no sólo comparte vivienda sino también protagonismo. Pero, además, la omnipresencia de Callie en los planos y los diálogos se complementa con su importancia en el vínculo entre Ivette y Alain. No existe mejor prueba de eso que la escena en la que, al ver que pasan los días y su hijo no vuelve, Ivette envenena a propósito a la perra, que luego de descomponerse logra traer a Alain de vuelta a casa. Al fin y al cabo, Callie no sólo representa el vínculo y el humor sino también una especie de alarma. No sólo porque duerme patas para arriba, tal como un insecto muerto, o porque casi se muere con el veneno para ratas que le da Ivette, sino porque además es el recordatorio de la plausibilidad de lo trágico en un momento en que Alain no parecía ser consciente de ello. Así es Algunas horas de primavera: una película acerca del conflicto con el tiempo y la inconsciencia de su paso que ofrece, acaso como esperanza, la magia de lo cotidiano y la posibilidad de que alguien, aunque sea un perro, nos despierte antes de que sea tarde.
Publicada en la edición digital Nº 6 de la revista.
La muerte sin sentimentalismo Filmar la muerte (esa experiencia tan conocida como insondable, negocio de las religiones que la invisten de premios, castigos y destino) no sólo como acontecimiento inesperado o inevitable, sino como un paradero deseado. No hay muchas películas sobre la eutanasia. El género no convoca multitudes, pero a los cineastas les interesa: Amour, Alto en el camino, Madre e hijo y ahora Algunas horas de primavera, de Stéphane Brizé. La última película de Brizé no es solamente sobre el buen morir. Es también, como la anterior (Une affaire d'amour), un breve retrato de la clase trabajadora en la sociedad francesa actual. El versátil y magnético Vincent Lindon vuelve a ser el protagonista de un filme de Brizé. Aquí compone a un camionero que acaba de salir de la cárcel tras 18 meses de encierro. No es un delincuente en sentido estricto, a pesar de que su condena involucra esa palabra sobrecargada de inmoralidad para los oídos del status quo: droga. La reinserción laboral no es sencilla y trabajar separando basura no es precisamente una vuelta digna a la vida "normal". Tampoco ayuda el regreso al hogar materno. Para Alain, vivir con su madre, viuda y jubilada, es más humillante que terapéutico. Pero los temas amorosos y laborales son secundarios. La madre de Alain tiene un tumor irreversible y ha decidido darse muerte mediante los servicios de una institución suiza porque está prohibido en el país de la igualdad, la libertad y la fraternidad.La austeridad de Brizé es admirable. El malestar de Alain, el rencor entre madre e hijo, la determinación de la moribunda, una posible reconciliación filial se registran sin un ápice de sentimentalismo. La frialdad precisa de cada escena, la luz elegida para determinar un temple de ánimo general, la economía de gestos y la total ausencia de moralidad destituyen cualquier exceso frente a lo inevitable. La apropiación del cariño de una mascota y la obsesión por terminar un rompecabezas, por ejemplo, son detalles dramáticos que revelan una poética circunspecta pero eficiente donde menos es más.Filmar la muerte como si se tratara de la preparación de la merienda o con el coraje necesario para igualarla al cepillado de dientes. La discreta redención llegará como si fuera un poco de lluvia. La amargura está desterrada, la felicidad también.