Héroes del celuloide La fase inicial de la historia de Hollywood, en esencia centrada en las tres primeras décadas del Siglo XX, estuvo vinculada al mercado interno norteamericano y a los años del “vale todo” en materia del contenido de los films, período asimismo hermanado a la etapa muda, a la construcción del star system y a una suerte de experimentación progresiva -siempre dentro del marco comercial de los grandes estudios- con las posibilidades del nuevo medio, insólito avant-garde mainstream que se reproduciría en la coyuntura de la TV de los 40 y 50. Todo cambia con el crack de 1929 y la introducción del sonido a partir de The Jazz Singer (1927), film de Alan Crosland, así por un lado la Gran Depresión le dio un enorme espaldarazo a Hollywood porque de golpe se convirtió en la industria cultural escapista por excelencia, permitiendo al público efectivamente evadir sus muchos problemas diarios, y por el otro lado la posibilidad de escuchar las voces de los intérpretes finiquitó el proceso de espectacularización de los productos masivos de turno, las películas, las cuales a partir de aquel momento pasaron de ser una “atracción de feria” (los espectadores del ciclo mudo gritaban y reían a viva voz en las salas, como si fuesen testigos de un show circense) a una obra de arte hecha de una vez y para siempre que reclama rauda veneración (el silencio del público moderno lo sintetiza a la perfección, al igual que el concepto yanqui de amalgama entre arte y producto multitarget). No es de extrañar que en el período de transición entre las propuestas mudas y sus homólogas sonoras aparezca el Código Hays (1934-1968), un sistema de censura acordado por los grandes estudios para limitar el contenido exhibido al público en lo que atañe a sexo, violencia, alcohol, religión, crimen, insultos y desnudos, una jugada puritana/ conservadora que cierra la fase del mercado interno semi exclusivo y abre la exportación mundial aunque siempre con yanquilandia como primera plaza de venta, de allí que se quiera dar una imagen de perfección en los dos frentes, el local y el foráneo, con el objetivo de fondo de eliminar todas aquellas libertades formales e ideológicas de antaño. Mucho antes de la reestructuración del Código Hays en tanto arma de purga del macartismo y antes de la crisis de la industria cinematográfica de mediados del Siglo XX, relacionada a la aparición de la televisión como competencia fundamental, el surgimiento del primer cine independiente y el desmantelamiento a partir de 1948, por decisión de la Corte Suprema de Justicia, de la red monopólica de distribución/ exhibición de los grandes estudios, por entonces dueños de sus propias salas con la intención de controlar todo el recorrido de los films desde la producción hasta la llegada a los espectadores, fue precisamente a finales de los años 20 e inicios de los 30 que la industria cultural estadounidense por antonomasia, la del séptimo arte, resolvió que era más barato “crear” nuevas estrellas para este flamante formato sonoro, uno que fue aprovechado vía un enorme volumen de musicales, que gastar dinero “readaptando” a las estrellas mudas al nuevo contexto, más allá del hecho de si la voz de turno era considerada lo suficientemente robusta -hombres- o seductora -mujeres- para el mercado sonoro, de allí que en la mayoría de los casos de los “héroes del celuloide” ya evanescentes, en sabias palabras del querido Ray Davies de The Kinks, se utilizase para su despido la excusa de que su estilo y habilidad ya no se acomodaban al proto naturalismo requerido, más realista con respecto al histrionismo de los años mudos. Babylon (2022), de Damien Chazelle, trata infructuosamente de analizar esta fase de transición pero cae en el mismo terreno del pastiche posmoderno, trasnochado, artificial y sin pies ni cabeza -sobre Los Ángeles y su fauna, que es la misma de cualquier otra metrópoli del capitalismo- de Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, Under the Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, Once Upon a Time in Hollywood (2019), de Quentin Tarantino, y desde ya La La Land (2016), el otro bodrio de un Chazelle cuya única película realmente interesante fue Whiplash (2014), ya que tanto Guy and Madeline on a Park Bench (2009) como First Man (2018), sobre Neil Armstrong, también se quedaron en una medianía bastante insulsa. El protagonista es un mexicano con grandes anhelos y dispuesto a renunciar a su identidad en pos del “sueño americano” del enriquecimiento a toda costa, Manny Torres (el correcto Diego Calva), joven que en 1926 empieza trabajando como asistente en las fiestas/ orgías/ comilonas organizadas por ejecutivos u oligarcas de Hollywood, como Don Wallach (Jeff Garlin) y Bob Levine (Michael Peter Balzary alias Flea, de los Red Hot Chili Peppers), los jefazos de Kinoscope Studios que tienen que encargarse del cadáver de una actriz, Jane Thornton (Phoebe Tonkin), que muere de sobredosis de cocaína después de una sesión de urolagnia que implicó orinar sobre un actor obeso, Orville Pickwick (Troy Metcalf), lance que duplica el caso de Virginia Rappe, asesinada en 1921 por Roscoe Arbuckle. Torres se enamora de una aspirante a actriz de clase baja, Nellie LaRoy (esa hiperbólica Margot Robbie), y es apadrinado en Kinoscope por Jack Conrad (Brad Pitt haciendo de sí mismo), un galán del cine mudo inspirado en John Gilbert, lo que genera un crecimiento desigual porque LaRoy se transforma en una estrella reconocida luego de reemplazar a Thornton en un rodaje mientras el azteca continúa en diversos roles de asistente y sin poder declararle su amor idealizado, sin embargo con el advenimiento del cine sonoro la chica es considerada descartable y el que asciende es Manny, a quien se le asigna tareas de productor y director a caballo de un intento fallido de reflotar la carrera de Nellie, quien opta por una actitud bien autodestructiva denunciando la hipocresía de la alta burguesía hollywoodense y apostando y debiéndole dinero al mafioso James McKay (Tobey Maguire). Conrad, un mujeriego que también es ninguneado en Kinoscope, queda atrapado en la depresión mientras desfilan por la pantalla otros personajes secundarios, en sintonía con Sidney Palmer (Jovan Adepo), un trompetista negro, Fay Zhu (Li Jun Li), una cantante de cabaret y escritora de intertítulos de films mudos, Robert Roy (Eric Roberts), progenitor lastimoso de Nellie, y Elinor St. John (Jean Smart), periodista de chimentos símil las nefastas Louella Parsons y Hedda Hopper. Chazelle no se anda con sutilezas e inunda el relato de mierda, meadas, drogas, bacanales, juergas eternas, cadáveres, un elefante, soberbia, decadencia moral, narcisismo a mares, vómitos, sadomasoquismo, un cocodrilo y hasta un comedor de ratas cual espectáculo de la Edad Media, no obstante la dinámica del shock resulta muy bobalicona porque el film en sí, que toma su título y muchas de sus anécdotas de Hollywood Babylon (1959), clásico del periodismo bombástico y semi ficcional de Kenneth Anger, no pasa de un retrato grotesco, vacuo y demasiado previsible del costado menos glamoroso de Los Ángeles, para colmo despersonalizándolo todo y pretendiendo que nos importe este popurrí estereotipado de fenómenos. Muy lejos cualitativamente de la similar y tontuela Singin’ in the Rain (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, de lecturas valiosas cercanas al Nuevo Hollywood como The Day of the Locust (1975), de John Schlesinger, The Last Tycoon (1976), de Elia Kazan, Valentino (1977), de Ken Russell, y S.O.B. (1981), opus de Blake Edwards, y del pelotón de epopeyas de los 50 sobre la temática de la corrupción y el maquiavelismo en la industria cultural y de la información, pensemos en All About Eve (1950) de Joseph L. Mankiewicz, Sunset Boulevard (1950), de Billy Wilder, In a Lonely Place (1950), de Nicholas Ray, The Big Knife (1955), de Robert Aldrich, A Face in the Crowd (1957), de Kazan, Imitation of Life (1959), de Douglas Sirk, y Sweet Smell of Success (1957), de Alexander Mackendrick, Babylon no es graciosa, desconoce el trash astuto, abusa de la caricatura burda e histérica y roba por demás al Russell contracultural y al Robert Altman de MASH (1970), Nashville (1975), The Player (1992) y Short Cuts (1993). Chazelle incluye marcas autorales, como la sobredimensión de la música, el humor negro y la esquizofrenia narrativa, sin embargo la única escena que funciona en serio es aquella socarrona del primer set sonoro de 1928 y los anacronismos banales muy pronto cansan, como la diversidad étnica, los bailes sensuales, las puteadas, las mujeres con poder y hasta las lesbianas que nunca conocieron el clóset…
A partir de cuatro personajes, Damien Chazelle traza una soberbia mirada y reflexión sobre Hollywood y la industria del cine, homenajeando al séptimo arte con pasión y amor. Brillante y potente, ideal para todos los que quieran adentrarse en cómo se construían mitos desde la pantalla grande.
Los realizadores que ganaron un Oscar dirigen lo que quieren y cómo quieren. Damien Chazelle, creador de Whiplash (2014) y La La Land (2016), vuelve a la pantalla grande con una de sus apuestas más ambiciosas hasta la fecha. Babylon es un film escrito y dirigido por él que llega a las salas de cine el próximo jueves 19 de enero. California, años ’20. El cine mudo dominaba la industria con cortos y películas que se estrenaban todas las semanas. Pero había gente que pensaba que hacía falta algo más, y llegó el cine sonoro, que dejó a su paso varias carreras y trabajos -una locura bastante parecida al mudo, pero con más tecnología-. La cinta, que transcurre en ese momento preciso de transición entre ambos, sigue la historia de varios personajes como Manny Torres (Diego Calva), el che pibe que va creciendo en el negocio desde la nada misma; Nellie LaRoy (Margot Robbie), una actriz que causa sensación de la noche a la mañana; y a Jack Conrad (Brad Pitt), el más querido de los actores con la reputación de un galán. Chazelle lo hizo de nuevo: agarró lo mejor de sus dos mejores películas y los concentró en una sola historia. Al mejor estilo Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001), desde el comienzo arma secuencias fuera de lo común para mostrar la demasía y los caprichos de un Hollywood que filmaba 5 cosas al mismo tiempo, con peligro a que se quedaran sin luz natural, sin cámaras y sin extras a quienes pagar porque estaban en huelga por bajos salarios -sin contar que también ponían en riesgo su vida-. El ritmo en Babylon es uno de sus grandes aciertos y el realizador sabe cómo hacerlo; esto se nota en el gran manejo de los silencios, una herramienta tan necesaria como el diálogo. Y la música de Justin Hurwitz que calza tan bien en la historia, incluyendo unos varios guiños a La La Land que pueden tocar la nostalgia de sus fans. Presten atención que son inconfundibles. Y si de actuaciones se habla, es necesario resaltar a Margot Robbie, quien sigue desafiándose papel a papel y demuestra por qué es una de las mejores actrices en la actualidad; la vulnerabilidad, el libertinaje y la audacia de su personaje la hacen atrapante de ver en pantalla. Por otra parte, ya sabemos que Brad Pitt tiene lo necesario para hacer de galán con problemas de mujeres y bebida -por momentos fue difícil separar a la persona real de su interpretación-; y no decepciona. Después está un Diego Calva que, como Manny, sirve como eje y perspectiva de todo lo que sucede, y como espectadores, es imposible no identificarnos con él y su forma de ser. Y no puedo no mencionar a la maravillosa Jean Smart como Elinor St. John, una erudita periodista de cine y sus estrellas; ella es la portadora de varias verdades y su rol, aunque no clave, sí denota una presencia inigualable dentro de la cinta. Tanto la Babilonia -de donde deriva el título de la cinta- bíblica como la verdadera, fueron símbolos de lo bueno y lo malo en las civilizaciones humanas. Trazando un paralelismo, podríamos decir que Hollywood es una Babilonia en sí. Pero, más allá de esto, con lo positivo y lo negativo, los excesos y la magia, Babylon es también un homenaje a quienes formaron parte de la industria cinematográfica que actualmente sigue inspirando a cada vez más personas todos los días. Son un poco más de tres horas de puro deleite audiovisual liderado por un sublime Damien Chazelle.
Antes de redactar este texto comparé en Twitter la duración de Avatar: El camino del agua (192 minutos) con la de Babylon (189). Si bien James Cameron se tomó tres minutos más que Damien Chazelle, lo cierto es que aquella secuela tiene muchos más créditos finales por lo que el tiempo neto debe ser muy similar. Chazelle se presentó en 2009 con Guy and Madeline on a Park Bench, que duraba modestos 82 minutos; en 2014 se consagró con Whiplash: Música y obsesión, que llegó a 106; en 2016 lanzó la multipremiada La La Land, una historia de amor, que duraba 128; dos años después fue el turno de El primer hombre en la Luna, cuyo corte quedó en 141; y ahora presentó Babylon, que llega hasta los apuntados 189. Y su creciente tendencia a la grandilocuencia en todos los terrenos también puede apreciarse en los presupuestos: Guy and Madeline on a Park Bench se hizo con 60.000 dólares y hace menos de una década filmó Whiplash... con 3,3 millones; Babylon costó 110 millones; es decir, 1.833 veces más que su ópera prima. Nacido en 1985 en Providence, Rhode Island, Chazelle ganó el premio Oscar a Mejor Director a los 32 años y se convirtió en el realizador de moda, en el “niño” maravilla de Hollywood. Para Babylon, además de ese generoso presupuesto que Paramount jamás recuperará (en Estados Unidos, donde se estrenó hace casi un mes, recaudó apenas 15 millones de dólares), contó con estrellas como Brad Pitt y Margot Robbie, pero también con otras figuras como Jean Smart, Lukas Haas, Tobey Maguire, Max Minghella, Jeff Garlin, Eric Roberts, Samara Weaving, Spike Jonze y Olivia Wilde (en este caso poco más que un cameo). Está claro que Chazelle quiere jugar en las grandes ligas de los autores que trabajan en Hollywood, como Christopher Nolan, Quentin Tarantino, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Paul Thomas Anderson o el mencionado Cameron, pero con este megaproyecto parece haber dado su primer paso en falso. Si Babylon es una película excesivamente larga y excesivamente cara también es una historia sobre los excesos de una industria que Chazelle parece amar y aborrecer en partes iguales. Ambientadas a finales de la década de 1920, época de la difícil transición del cine mudo al sonoro (habrá una coda que transcurre en 1952), las tres horas del relato pretenden exponer (casi) todas las miserias y contradicciones, el cinismo y la hipocresía de una industria y una época a puro glamour y descontrol: bacanales, orgías, vicios, perversiones, adicciones y abusos. Chazelle trabaja la primera mitad a puro delirio, humor negro y desparpajo (la larga secuencia inicial incluye a un elefante en una fiesta salvaje por donde se la mire), mientras que en la segunda (mucho menos lograda) cede a la tentación de regodearse en las miserias y en el sino trágico que parece perseguir a varios de sus personajes con una tendencia a juzgar y a bajar línea moralizadora. Todo aquello que en La La Land funcionaba en el terreno del romance entre el Sebastian de Ryan Gosling y la Mia de Emma Stone aquí luce bastante más forzado, menos fluido y convincente en la historia de amor entre el Manny Torres del mexicano Diego Calva y la Nellie LaRoy de Margot Robbie. Ambos se conocen en la faraónica fiesta inaugural y luego desarrollarán caminos paralelos (él como asistente y luego productor; ella como actriz) en el mundillo de los grandes estudios de Hollywood. Más allá de esa historia de amor, Babylon tiene una estructura coral en la que el tercer protagonista es el galán Jack Conrad (Brad Pitt), la máxima estrella de la era silente, pero que ve cómo su estrella empieza a apagarse con el advenimiento del sonoro. En ese sentido, hay personajes que conservan los nombres reales (como el productor Irving Thalberg que interpreta Max Minghella), pero muchos otros aparecen con apellidos ficticios, aunque con similitudes con personajes de la época. Conrad, por ejemplo, remite a Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks y John Gilbert; Nellie LaRoy está inspirada en Clara Bow; el trompetista Sidney Palmer (Jovan Adepo) es un calco de Louis Armstrong; la Elinor St. John de Jean Smart es una imitación de la célebre y temida reportera Louella Parsons, dueña de la pluma más influyente a la hora de apuntalar una carrera y de la más despiadada a la hora de destruir otra; la Lady Fay Zhu de Li Jun Li se basó en la artista lesbiana Anna May Wong; la Ruth Adler de Olivia Hamilton tiene muchos elementos en común con Dorothy Arzner, una de las primeras directoras de la historia del cine; mientras que el Otto de Spike Jonze parece una combinación entre Ernst Lubitsch, Erich von Stroheim y Josef von Sternberg (es muy buena toda la secuencia de la filmación de su película). Aunque Chazelle figura como único guionista, Babylon parece haberse “inspirado” en mucho de los mitos que Kenneth Anger reconstruyó (¿exageró?, ¿inventó?) en su libro Hollywood Babilonia. Y, en ese sentido, hay que indicar que lo de Chazelle muchas veces es más virtuoso en términos de puesta en escena (prodigiosos planos secuencia para filmar una fiesta o un rodaje con miles de extras) que a la hora de trabajar ciertos conflictos o ciertos diálogos que son cualquier cosa menos sutiles. Babylon me resultó una película tan fascinante por momentos como frustrante en otros, tan deslumbrante como irritante. Así de irregular es su resultado, de contradictorias son las sensaciones que produce. Si tuviera que definirla diría que es una película con tantas ínfulas como recursos, pero en definitiva fallida porque una vez que alcanza sus picos tiende a desinflarse y a caer en la deriva. De todas maneras, aunque como espectador uno pueda distanciarse o hasta enojarse con ciertas decisiones artísticas de Chazelle, siempre seré un defensor de aquellos cineastas que se salen de las fórmulas, que arriesgan, que son capaces de como en este caso filmar siempre al borde del abismo sin miedo a tropezar e incluso de caerse.
“El Dios de Hollywood quería elefantes blancos y los tuvo”, escribe Kenneth Anger en el comienzo de su ya clásico Hollywood Babilonia. La más ambiciosa, desmesurada y excesiva (en todo el sentido de la palabra) película de Damien Chazelle lleva en su título una de las dos palabras del título del filoso libro de Anger. Claramente se inspira en él, aunque siempre de manera oblicua. Por eso, lo primero que vemos en las exageradas tres horas del film también es un elefante. No es como las enormes estatuas hechas de yeso a pedido de David W. Griffith (esa deidad hollywoodense pintada por Anger) para la escenografía de su monumental y fallida Intolerancia, sino uno verdadero, remontado cuesta arriba por un precario vehículo hacia una mansión de Bel Air, la única construcción a la vista en medio de la desértica y polvorienta Los Ángeles de 1926. La más temprana muestra del gusto por la exageración de Chazelle es la monumental evacuación que el paquidermo hace sobre la humanidad de un pobre mexicano que trataba de llevarlo a su destino. No será la única muestra escatológica de Babylon. Sobre el final, uno de los personajes centrales hará lo mismo en medio de una elegante reunión, mucho más formal (y llena de hipocresía) que la extensa, imponente y desenfrenada bacanal que sirve de prólogo para el relato. Lo que se muestra allí de un modo mucho más explícito de lo normal en el cine de Hollywood es una suerte de resumen visual de lo que Anger identifica como “los dorados años veinte”. Una década de prolífica (y muy redituable) actividad fílmica hecha por individuos “a los que solo les importaba, fuera de la pantalla, regocijarse con placeres sin fin”, según cuenta. Pero junto al placer aparece el miedo. “Ese temor siempre presente de que la base de sus dorados sueños se derrumbasen en cualquier momento”, detalla Anger desde una perspectiva que Chazelle hará suya para describir una vertiginosa parábola que tiene como punto de quiebre la aparición del cine sonoro en 1927. De la sensación de fiesta interminable en el principio de la década pasamos a un cambio de paradigma completo que dejará a muchos en el camino. La magia creadora de la fábrica de sueños parece inagotable, pero el cambio de reglas que impone la nueva etapa no encuentra a todos con igual capacidad de adaptación. Nadie puede negarle a Chazelle una devoción casi obsesiva por querer saber hasta dónde llega el poder de la voluntad de quienes aspiran a ocupar un lugar en la industria del entretenimiento y qué les impide llegar a cumplir ese anhelo. Ya lo hizo en Whiplash y en La La Land (otro tributo a Los Ángeles y al cine musical) con mucha más precisión y menos desbordes. Entre el deseo de profundizar esa búsqueda y armar con lujo de detalles una suerte de cronología descriptiva de las primeras décadas de la vida en Hollywood, el director se encontró con una acumulación de datos, referencias y estados de ánimo que por largos momentos parece escapar de su control. Los temas que le interesan más a Chazelle ya fueron tratados con más fortuna y mejores resultados por el cine de Hollywood. El traumático tránsito del cine mudo al sonoro es la cuestión central de Cantando bajo la lluvia, mencionada más de una vez en Babylon. Y las peripecias en la vida de los profesionales de la industria encuentra aquí bastante menos vuelo que en Había una vez… en Hollywood, que comparte a dos de sus protagonistas (Brad Pitt y Margot Robbie) con esta película. Chazelle, inclusive, hasta se anima a emular a Quentin Tarantino mostrando a Robbie dentro de un cine para mostrar cómo reacciona frente a su propia imagen en la pantalla. Pero en Babylon todo ocurre mucho antes, con un multifacético (en términos raciales) grupo de personajes dispuestos a mantener un lugar que el tiempo, el destino y las propias carencias humanas transformarán en efímero. Por momentos, la vocación por el exceso convierte a Babylon en una película visualmente irresistible. Chazelle hizo muy bien en evitar el uso de efectos digitales para darle mucha más genuina naturalidad a la acción. En el primer tramo, la vida diaria del Hollywood de la época muda se pone en movimiento con una potencia y una verosimilitud extraordinaria, sobre todo en la descripción de los rodajes a cielo abierto. Y en otros tramos el desborde es tan grande que solo es posible encuadrarlo a través de resoluciones pueriles, cuando no precipitadas. El compromiso del elenco es extraordinario, sobre todo por el lado de Robbie, una verdadera fuerza de la naturaleza, y de Pitt, a quien Chazelle le entrega su mirada más indulgente.
Damien Chazelle se convirtió a los 32 años en el ganador más joven del Oscar a Mejor Director gracias a «Whiplash». Disfrutó el beneficio del mote de Pibe de Oro de Hollywood con el éxito y buena recepción de «La La Land», aunque también parece haber sentido el peso de las expectativas luego con «First Man». Para muchos, Chazelle se mantenía como un director interesante pero cuya obra parecía ir bajando un poco el nivel con cada película. Afortunadamente su proyecto más ambicioso hasta la fecha llega para devolverlo a lo más alto de sus capacidades e incluso mostrando cómo lucha por trascenderlas, al mismo tiempo que sirve para revalidar y reforzar todas las temáticas que unen su filmografía. Incluso en algún punto hacer encajar todavía más a esa anomalía tan poco musical (comparada con el resto de su carrera) que fue el drama afectivo-espacial «First Man». Dependiendo de su gusto y perspectiva, pueden verse en «Babylon» uno, tres o incluso cinco protagonistas diferentes que comparten la batuta narrativa en pos de transmitir los puntos más ostentosos y decadentes del pasaje de la era muda a sonora de Hollywood. En cualquier otras manos la película se toparía con numerosos obstáculos: es otro ejemplo más del «cine sobre cine» que no solo dura tres horas sino que tiene ambiciones más allá de lo razonable. El tema es que en las manos de este pibe, no solo sale airosa de todas esas dificultades sino que se envalentona a ir por más y entregar una memorable experiencia como muy pocas han logrado hacerse en el marco de Hollywood. Y es que no hacemos referencia solo a su subjetiva calidad, sino a la personalidad temático-estilística que Chazelle condimenta ahora con un toque a la europea. «Babylon» es una peli que entiende que cuando se piensa en el buen «cine sobre cine» salta mucho más a la mente «Cinema Paradiso» que cualquier equivalente estadounidense, pero no por eso pierde de vista el valor no impoluto de una Hollywoodenciada tal como «Singing in the Rain» o un ejemplo un poco más modernizado de temáticas similares como Chazelle procuró hacer con «La La Land». Lo entrelazado del montaje, guión, dirección y musicalización es una garantía en el trabajo del director, al igual que el regreso a la mezcla de generaciones protagónicas que comenzó con el dúo en «Whiplash». Aunque el perfil tan «mirada de un cineasta entrado en años rememorando viejas épocas» de la cinta podría jugarle en contra en la percepción de la audiencia sabiendo que su guionista y director hace tan poco dejó el sonajero, la realidad es que calendarios aparte «Babylon» entrega una experiencia que mezcla a la perfección el valor de enemigos naturales como lo artístico y lo Hollywoodense. Lo logra trascendiendo perspectivas limitadas en la comodidad de estar a favor o en contra, para revalorizarlo todo sin miedo a sus destellos ni perversiones. La mayoría de las películas sobre Hollywood han elegido a lo largo de la historia dos caminos: o la típica historia de inocentes que sueñan con las estrellas y se encuentran castigados por sus ambiciones, o la magia que la máquina de sueños puede entregar a sus contados elegidos. «Babylon» es, como sugiere desde su nombre, una mezcla del cielo y el infierno que logra trascender no solo el cinismo inherente en un ejercicio tantas veces replicado en abstractas intenciones sino que lo hace con un tratamiento puntual especialmente Chazellesco. Sus personajes distan de la inocencia, acercándose mucho más a jóvenes que parten desde el saberse necesitados de algo que conocen muy bien es dañino para ellos mismos, pero cuya intoxicante promesa de ser «algo más» les resulta tan irresistible como predestinada a fuerza de una deshumanización en cuotas. La lucha de sus protagonistas por llegar al lugar que tanto añoraban resulta siempre tal, que no hay nada más doloroso que la caída que les espera a cualquiera de los lados de ese pico de expectativas para el que moldearon su vida. Este mismo guión, elenco y proyecto podría quizás haber sido producido de forma prácticamente íntegra por otro creativo que no sea Damien Chazelle, y en ese caso podríamos obtener una aceptable odisea que se gane la recomendación de «¡vayan a verla que este es un cine que ya no se hace!». Por suerte este no es el caso, pareciéndonos mucho más necesario recomendarles que corran a ver un cine como el que realmente casi nunca se hizo: uno con una genuina mezcla de sensibilidades con la simple brújula subjetiva de un pibe al que su amado Hollywood le llenó las manos de oro pero que encontró en el cine de la otra vereda la inspiración para darle forma a esa tentadora maldición amarilla que osa ahora reclamar finalmente como propia, y que ha llevado a la locura a tantos otros antes que él. Brindamos por esas locuras, por los cines y por saber ver en los cielos esas tentaciones que hacen que valga la pena el castigo divino.
Luego del suceso de La La Land los grandes estudios se rindieron a los pies del director Damien Chazelle, quien tuvo carta libre para hacer lo que deseaba en su siguiente proyecto. Paramount le firmó un contrato para desarrollar varias producciones y destinó cerca de 80 millones de dólares a la realización de Babylon. Creyeron que era un éxito asegurado con la incorporación de Margot Robbie y Brad Pitt pero las cosas no se dieron como esperaban. Este proyecto vanidoso de Chazelle trascendió entre los grandes fiascos comerciales del 2022, el público no acompañó en los cines y muchos críticos que le chuparon las medias al realizador en esta oportunidad le soltaron la mano. Se trata de esa clase de películas complicadas que dividen mucho las opiniones y cuestan recomendar abiertamente, ya que no todo el mundo se enganchará con la propuesta. A través de una historia épica el director tiene la intención de explorar la etapa de transición entre el cine mudo y el sonoro en el Hollywood de fines de los años ´20. El relato está dividido en dos actos específicos. Durante la primera mitad Chazelle le hace justicia al concepto de los denominados “años locos” y retrata con crudeza todo el libertinaje y descontrol que primó en la industria del cine durante ese período. La trama comienza fuerte con una escena de escatología extrema y luego se vuelve más intensa. En este segmento, que es tal vez el más atractivo, el cineasta intentó trabajar el humor de un modo similar a lo que hizo Martin Scorsese con el Lobo de Wall Street pero no termina de funcionar debido a la naturaleza del guión. En la película con Leonardo DeCaprio había un conflicto sólido basado en hechos reales que presentaba un ensamble de personajes extravagantes muy atractivos. Algo que no ocurre con ninguna de las subtramas que desarrolla Babylon. Vemos personajes que aparecen y salen del argumento pero ninguno de ellos tiene un conflicto que al menos resulte cautivante. Un tema que se vuelve un problema en la segunda mitad cuando el tono del film adquiere un mayor dramatismo y el humor prácticamente desaparece del relato. A Babylon le faltó un productor honesto que le explicara a Chazelle que su guión no es lo suficientemente épico y sólido para elaborar un espectáculo de más de tres horas de duración. Para el momento en que los arcos argumentales de los personajes principales deberían llegar a una conclusión todavía falta una hora de metraje y la película se siente interminable. Robbie y Pitt levantan muchísimo el espectáculo con sus interpretaciones pero no pueden impedir que la experiencia tras 120 minutos se vuelva agotadora. Lo más destacable de esta propuesta se encuentra en los aspectos técnicos donde el cineasta ofrece un producto de calidad a la altura de sus obras previas. Sobresale especialmente la música de Justin Horwitz y toda la puesta en escena de la reconstrucción del período histórico que es impecable. No es casualidad que en la actual temporada de premios de Hollywood el film coseche nominaciones en estos rubros y reciba menos atención en la categoría de Mejor película y dirección. En resumen, un film pretencioso cuya impecable factura técnica no compensa un relato olvidable que resulta extenuante.
Damien Chazelle ya nos había demostrado su amor por el cine, y por Hollywood en particular, en La La Land, la película que ganó seis Oscar, incluyendo uno para él como mejor director. En Babylon hay mucho menos romanticismo y melodrama, y hay orgías, excesos de todo tipo, vómitos, escatología, muertes sangrientas y suicidios. Ah, la protagonizan Brad Pitt y Margot Robbie. Es otra época, también, la que retrata Babylon, que es el paso del cine silente al sonoro. Los personajes son varios, pero el director de Whiplash decide centrarse en uno (Manny Torres, interpretado por Diego Calva), un mexicano joven que quiere encontrar su lugar en Hollywood. Y que entra por la puerta grande a la mansión de un magnate de la Meca del cine, donde habrá una fiesta orgiástica llevando él mismo un... elefante. Allí aparecerán los otros dos coprotagonistas. Jack Conrad (un Brad Pitt morocho, que vuelve a demostrar que la comedia le sienta muy bien cuando el guion le da pie a sus momentos más humorísticos), un actor que empieza a percibir su declive en la Metro Goldwyn Mayer. Y la otra es Nellie LaRoy, una aspirante a estrella adicta al juego. Y al alcohol. Y a las drogas. Es fácil entender cómo Manny se enamora en secreto de Nellie, así como hasta parece normal que Nellie le diga en la cara a Jack, como un elogio, que es “más cogible en persona”, delante de la pareja de Jack. Todo es demasiado Babylon es así: todo es demasiado, no diremos que sobra, pero sí que por momentos todo es exagerado, todo está pensado en gigante, como el ego de Chazelle, que seguramente habrá tenido un golpazo ante el fracaso de su nueva película en Norteamérica (recaudó 15 millones de dólares y costó 78 millones). Pero ya sabemos que una película no es mejor ni peor de acuerdo a la cantidad de gente que lleve o lo que recaude. Babylon dura 188 minutos -pueden levantarse e ir al baño cuando arrancan los créditos, porque no hay ninguna escena postcrédito, pero se perderán la música...-, que no se notan hasta que llega la última media hora. Allí, los finales son varios, y no todos son igual de atrapantes o atractivos. Chazelle vuelve a mostrar a la minoría desclasada o ninguneada, como en Whiplash y La La Land, con gente que vive y siente la música. Jovan Adepo es Sidney Palmer, un trompetista de jazz afroamericano, al que el éxito de Al Jolson con su rostro pintado de negro en El cantante de jazz, la primera película sonora, le puede jugar una mala jugada. Lo mismo sucede con Manny, quien niega su nacionalidad, por el antimexicanismo en los Estados Unidos, y prefiere mentir que es español. Hay muchísimos rostros conocidos, en papeles secundarios, como Toby Maguire y Max Minghella (El cuento de la criada), quien interpreta a Irving Thalberg, un ejecutivo real de Hollywood. Pero son los tres protagonistas los que llevan el peso de la historia, que tiene sorpresas. Cada uno, también, tiene su escena de lucimiento. La música es fundamental en la obra de Chazelle,quien se apoya, de nuevo y mucho, y lo bien que hace, en la banda sonora de Justin Hurwitz, que ganó el premio de la Academia por La La Land y lo acompañó en Whiplash y El primer hombre en la luna.
El final del filme intenta ser pensado como un gran homenaje al cine, sin embargo esos últimos 9 minutos no pueden borrar lo que el director ha presentado en los excesivos 180 minutos antecesores. Es en realidad un texto que apunta al ascenso y caída de figuras del cine en la época de transición entre el cine mudo y el auge del sonoro. El inicio permite al director, también guionista, presentar a sus personajes principales y algunos secundarios importantes, todos ellos parecen estar inspirados en personajes reales de esa época. Así encontramos a Manny Torres (Diego Calva) un mejicano que se presenta como español para no caer en la mirada discriminatoria de ese ambiente, conoce a Nellie La Roy (Margott Robbie) una joven “estrella”, (se nace no se hace en boca de ella misma), dispuesta a todo para lograr el éxito. Todo esto transcurre en una fiesta donde los limites desaparecen, referencia inevitable a la ciudad de Babilonia, donde las fiestas orgiásticas, promiscuas eran cotidianas, según algunos textos
Eufórica, sexy, nostálgica, intensa, exagerada: Babylon es un teatro del exceso y la crueldad que retrata el paso del cine mudo al sonoro con el ritmo urgente de un jazz narcotizado, la estética de un vodevil enloquecido y la moralidad de una orgía decadente. Hollywood como un afterhour permanente, donde hacer películas no se diferencia demasiado a irse de fiesta: todo es acelerado, nervioso, dramático, como si conseguir la toma perfecta en la hora mágica del atardecer fuera el equivalente artístico a tomar una línea de cocaína.
Damien Chazelle es un director de alto impacto en la industria. Dos de sus trabajos, («La la land» y «Whiplash») han desafiado las convenciones, en tanto a las historias románticas y de superación y presentado un formato dramático, feroz, intenso y profundamente artístico. Digamos, es un cineasta completo, atribulado y con una sensibilidad especial. Eso es innegable. Después, podremos discutir si nos gusta o no su cine, pero Chazelle es una figura que divide aguas, claramente. Y un poco de eso sucede en su última y ambiciosa producción, «Babylon». Creo que esta cinta es una muestra de lo que su creatividad puede lograr, con buenos intérpretes y un escenario temporal único y particular. La historia se sitúa en el tramo final del cine mudo y el inicio del sonoro (entre los 20′ y el arranque de los 30′), una época traumática y vital, donde Hollywood y su gente, marcaban el ritmo de los excesos y el desparpajo. La meca del cine moderno es el centro de gravedad de «Babylon», un espacio donde todo (y cuando decimos todo, es todo), puede pasar. Allí arranca la trama, con una secuencia inicial poderosa, incómoda, divertida, cruel, que establece claramente cual será el tono del film: si no estás dispuesto a vivirlo, siempre hay un pasillo hacia la salida bien iluminado para detener la incomodidad que produce lo que se ve en escena. Todo comienza en una fiesta llena de excesos, donde la estrella principal será un elefante lanzado a una atiborrada pista de baile. Allí conoceremos al trío protagónico, conformado por un actor de élite del cine de esos tiempos, Jack Conrad (Brad Pitt), a un mexicano que colabora en traslados y apoyo para eventos, Manny Torres (Diego Calva) y a una chica que busca ser estrella de la industria a toda costa, Nellie LeRoy (Margot Robbie). Los tres representan distintos sectores en ese juego y sus visiones serán interesantes puntos de vista para los sucesos que se desarrollarán a lo largo de la extensa trama. Jack y Manny se hacen amigos, Nellie comienza a despegar y ser reconocida y los tiempos avanzan, sin esperar ni dar tregua a nadie. Cada uno tiene una circunstancia particular que lo atraviesa, y en virtud de sus posibilidades y limitaciones, tratan de sostenerse en el difícil mundo de hacer películas. Pero el tiempo de los grandes cambios se avecina y eso será el huracán que desafiará a cada protagonista. Ya los tres establecidos, «surfear» semejante transformación no será fácil y sobrevivir y mantener el prestigio y el trabajo será una tarea titánica. Sí, «Babylon» es exceso. Total. Posee humor negro, notas sutiles y sensibles pero también belleza visual y sonora. Hollywood era y es (suponemos) una gran fiesta y Chazelle no tiene filtro para mostrarlo. La escena del rodaje en el desierto con todos los extras hambrientos y pobres, es perturbadora. Aunque presentada en un marco hilarante y crudo, es la muestra cabal de cómo la maquinaria del cine funcionaba en esos tiempos (y probablemente lo siga haciendo…) y del cinismo y frenesí que se vivía en esos tiempos. Sosteniendo al trío central, hay un grupo de secundarios muy destacados (Jean Smart, -quien tiene uno de los instantes más destacados del film en el cierre con Pitt-, Jovan Adepo, Li Jun Li y Tobey Maguire, entre tantos) que hace lo suyo con prolijidad y soltura. Sin embargo, el problema principal que lleva a «Babylon» a no ser un film superlativo, es la caracterización de los personajes. Si bien sabemos de ellos, hay un universo vacío de emociones en cada uno (excepto, hay que decirlo, en Robbie, quien trabaja toda su interioridad a pleno) que sorprende, más teniendo en cuenta la duración total de la cinta. Por momentos, la película se siente como un espectáculo total, pero mecánico, donde todos los engranajes funcionan bien, pero la sensibilidad está ausente. Y eso, no es habitual en el cine de Chazelle. Arriesgo que para ganar espectacularidad, sacrificó desarrollo de personajes. Y eso, el espectador veterano, lo siente en el cuerpo. Si debemos decirles, que «Babylon» posee grandes momentos y con todos sus desajustes, luce impactante y luminosa, es ruido y arte a la vez, estruendosa y particular. La reconstrucción de los sets de rodaje de los dorados años 20, las dificultades técnicas durante la incorporación del sonido, las diferencias sociales y la brutal necesidad de la industria por facturar, a como de lugar, son cuestiones que el cineasta quiere dejar claras y su esfuerzo, llega a buen término. En el debe, quizás también esta necesidad de contar demasiado y paradójicamente, no hacer foco en la interioridad de cada perfil, hacen que su duración sea difícil, incluso para quienes disfrutan la propuesta. El guión, a cargo de Chazelle, podría haber considerado algo de esto. Más allá de lo observable, es importante destacar que no saldrás de la sala indiferente. Difícil de conceptualizar, podemos decir que es una experiencia digna de ser vivida en salas. Intensa y desafiante, a la altura de este director aunque lejos de ser perfecta.
"Babylon", un homenaje demasiado artificial La película denuncia desde el principio sus intenciones de protagonizar la entrega del Oscar: un retrato de los locos años '20 en Hollywood que sobreactúa su virtuosismo técnico. Como esa frase que afirma que si algo tiene cuatro patas, mueve la cola y dice ¡guau!, entonces es un perro, está claro que Babylon, lo nuevo de Damien Chazelle, fue pensado, escrito y filmado con la mira puesta en la entrega de los Oscar. Su elenco, multiestelar hasta en los cameos. El ostentoso despliegue de producción. La sobreactuación del virtuosismo técnico, en especial en el diseño de puestas y movimientos de cámara. Y sobre todo, una historia pensada como homenaje al cine, en especial al Hollywood clásico (recurso que ya demostró ser efectivo a la hora de cosechar nominaciones, como lo prueba el multinominado musical La La Land, trabajo anterior del propio Chazelle), todo apunta a los Oscars. Sin embargo, Babylon está teniendo dificultades para cumplir este objetivo: recibió “apenas” cinco nominaciones a los Globos de Oro (y solo ganó el de Banda de Sonido Original, una categoría relativamente menor) y nada más que tres en los BAFTA británicos, ninguna de ellas en un rubro estelar. A juzgar por lo pretencioso que se ve en pantalla, dicho rendimiento sin dudas debe estar siendo considerado como un notorio fracaso por sus productores. Habrá que ver que pasa el próximo martes, cuando se anuncien las nominaciones de los premios de la Academia. La película está ambientada en Hollywood al final de la alocada década de 1920, años que, aunque nadie lo sabía entonces, también marcarían la clausura del período mudo en el cine. Construida a partir del modelo coral, la narración sigue a un grupo de personajes durante aquella época, acompañando la progresión de sus historias. La aspirante a estrella que se convertirá en una; el galán exitoso; un joven inmigrante que sueña con ingresar a la fábrica de sueños; la cronista de espectáculos que observa y cuenta. Todos forman parte de un universo en el que filmar todavía era un arte precario en su faz productiva, pero que a pesar de ello ya era capaz de crear obras sublimes. La acción empieza a puro desborde, ofreciendo una experiencia inmersiva en una de las grandes juergas que por aquellos años se daban en las mansiones de la meca del cine. Como si se tratara de una versión flappera de El lobo de Wall Street, acá también hay sexo desenfrenado, drogas en abundancia, enanos fiesteros y Margot Robbie, pero con Brad Pitt en lugar de Leo Di Caprio. Sin embargo, Chazelle lo registra todo a partir de complicados planos secuencia y cuadros en los que mandan la simetría y el orden. El resultado: el descontrol luce prolijamente controlado, revelando demasiado pronto el artificio y las intenciones del director. Marcada por esa obsesión de mantener el orden, la primera mitad funciona como una comedia donde los protagonistas disfrutan del éxito, de su ascenso en aquel Olimpo. En cambio la segunda es puro drama, la puesta en escena de una caída anunciada. En ese sentido, Babylon no puede evitar ser moralista y de hecho lo es ya desde las connotaciones bíblicas de su título. Así, todo aquello que al comienzo es visto con ojos lúdicos y hedonistas transmuta en castigo sobre el final. Es oportuno que el quiebre lo marque la llegada del cine sonoro, que por un lado significó la decadencia de ese star system “pervertido” y por otro el surgimiento de un mundo nuevo de signo opuesto, regido por el puritanismo del Código Hays. Ese contexto revela la influencia de Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen, que gira en torno al mismo drama de las estrellas silentes que debieron adaptarse a las exigencias del cine sonoro. Chazelle no esconde la relación y exhibe numerosas referencias al musical protagonizado por Gene Kelly, como la velada (pero obvia) inspiración en personajes reales. Pero la última de ellas, sobre el final, da pie a una breve escena de montaje que sí es un auténtico homenaje al cine y lo único en verdad extraordinario de Babylon. Poder ver esa escena en una sala tal vez consiga hacer que valga la pena pagar una entrada.
Una mirada desmesurada, delirante, deslumbrante y directa sobre la transición de Hollywood del cine mudo al cine sonoro y el destino de las estrellas que llegaron rápidamente al ocaso. Damián Chazelle que tantos elogios y premios tuvo con sus anteriores películas se embarca en un proyecto ambicioso, largo, caótico que produce atracción y rechazo al mismo tiempo. Pero también es una crónica de cómo la depravación moral de leyendas de la época y todos sus excesos fueron rechazados por una ola de moralismo que incrementó la censura y la hipocresía. La primera media hora es una apertura extravagante donde se recrea una fiesta de sexo, drogas, abusos, con cientos de extras no digitales, basada en una realidad nunca olvidada. Derroche de situaciones, recuerdos vagos de figuras de la vida real, impunidad total con cuerpos usados y tirados. No hay sutilezas ni compasión para sus criaturas. Sobresalen el personaje de Margot Robbie, su rápido ascenso al estrellato y la mirada que Diego Calva le otorga a su rol, todo lo vemos a través de sus ojos. El elenco reúne a Brad Pitt que le saca provecho a su galán que no puede superar el pase al cine sonoro y recibe una lección de lo efímero de la fama de parte de una periodista encarnada por Jean Smart. Margot Robbie se exige al máximo y su entrega es total con una heroína a la que Chazelle no supo darle profundidad ni corazón. Porque el film parece una sucesión de viñetas, incluida una visita al inframundo totalmente gratuita y puesta para que trabaje Tobey Maguire. Pero el film imperfecto es también arrollador en su tres horas y 9 minutos. Es la posición de un creador apasionado que se juega por sus ideas, que irremediablemente nos seduce con lo desaforado de su ambición.
Cantando bajo la lluvia (Singin´ in the Rain, 1952) es un musical producido por Arthur Freed para MGM, dirigido por Stanley Donen y Gene Kelly, con guión de Betty Comden y Adolph Green y protagonizada por Gene Kelly, Donald O´Connor y Debbie Reynolds. Es considerada la obra maestra máxima del género y uno de los mejores títulos de la historia del cine mundial. Su fama es merecida y varias de sus canciones, incluyendo la del título, ya habían sido utilizadas previamente en otras películas. Se podría decir que Cantando bajo la lluvia es a la vez homenaje y recapitulación de la historia del musical hasta ese entonces, a la vez que marca las bases de los musicales por venir. Tiene, además, una mirada sobre el cine, tomando el período bisagra en el cual se terminó el cine silente para dar lugar al nacimiento del sonoro. Es uno de los clásicos más perfectos y a la vez más queridos que hayan existido. Babylon (2022) escrita y dirigida por Damien Chazelle, recrea el mismo período histórico pero como un drama ambicioso que sigue la carrera de seis figuras dentro de ese mismo período. Desde el comienzo, hasta el final, la película de Chazelle conversa, homenajea y discute con Cantando bajo la lluvia. Una apuesta fuerte, ya que nos recuerda todo el tiempo la diferencia entre una obra maestra inmortal y una película completamente extraviada. Los seis personajes de Babylon se presentan en la fiesta al comienzo del film. Una orgía desaforada que incluye un elefante, el asesinato de una menor y una cantidad de drogas, sexo y alcohol completamente desaforada. La fiesta empieza después de ver el ano de un elefante defecando, para empezar a enumerar todos los planos inútiles que la película de Chazelle posee. No son pocos, claro, lo que tal vez explique la duración de tres horas y nueve minutos de una película que no es aburrida, pero sí que va en demasiadas direcciones. Los personajes son: Manny Torres (Diego Calva) un joven mexicano que sueña con ser parte del cine. Nelly LaRoy (Margot Robbie) una aspirante a estrella que gracias a Manny logra colarse en la fiesta, Jack Conrad (Brad Pitt) la estrella más grande del cine en ese momento, Sidney Palmer (Jovan Adepo) un músico de jazz que trabaja en la orquesta de la fiesta aunque su exigencia musical es muy superior, Elinor St. John (Jean Smart) una periodista de chismes hollywoodenses que sigue de cerca a todos y Lady Fay Zhu (Li Jun Li) una cantante de cabaret lesbiana que trabaja para los estudios. La historia los cruzará a partir de ese momento, aunque los verdaderos tres protagonistas son Manny, Nelly y Jack. Elinor tiene el poder de reflexionar sobre todo ese mundo y los personajes de Sidney y Lady Fay no tienen otra razón de ser más que cumplir con el cupo racial y sexual y hacer algunas bajadas de línea. La película va perdiendo energía y sumando minutos debido a esas cosas. Para los que aman de verdad el cine y han estudiado la historia de Hollywood, la película tiene cientos de detalles y citas de lo más variadas. Desde películas concretas y nombres reales, hasta detalles históricos y referencias más sutiles y complejas. Desde Fatty Arbuckle a Anna May Wong, pasando por cada pequeña cosa que aparece en cada momento. También parece estar marcada la narración por un estilo de El gran Gatsby y así todo. Hay dos películas diferentes en Babylon, quienes no sepan nada de Hollywood verán algo completamente diferente. Ni hablar de aquellos que no conozcan Cantando bajo la lluvia, una idea tan escalofriante que es preferible no profundizar en ella. Pero esa es la verdad, la única diversión que ofrece Babylon es su manoseo alocado y contradictorio de aquellos años alocados de la década del veinte. Un período en el cual el Hollywood del descontrol alcanzó su punto más alto, para luego ceder y mutar con el nacimiento de las películas sonoras y la llegada de la censura. Damien Chazelle tiene mucha ambición, eso queda claro. También tiene búsquedas visuales y características que le son propias. Su idea de la puesta en escena y un montaje que juega al ritmo de la música produce varias escenas impactantes, aunque en gran parte inútiles. Son las escenas más sobrias las que mejor funcionan, paradójicamente, o al menos no dan la sensación de estar sobrando. Chazelle también tiene un gran cariño por hacer planos de trompetas, aunque esto no signifique nada. Pasa de todo en Babylon y hay muchas situaciones de variado tono, empezando por la comedia y luego volviéndose cada vez más oscura. Esto es bastante obvio desde el comienzo, pero lo que no es fácil de establecer es que desea decir el director sobre todo lo que muestra. Desde Cantando bajo la lluvia hasta Nickelodeon (1976) el mundo del viejo Hollywood ha sido retratado muchas veces, aunque Babylon se ubica más dentro de la línea crítica y descarnada al estilo Como plaga de langostas (The Day of the Locust, 1975) de John Schlesinger. Esto no es un elogio ni un comentario despectivo, aunque siempre el cine que es despiadado con el cine produce un efecto ambiguo. Babylon coquetea con la imbecilidad supina de Birdman (2015) y esto sí es una crítica despectiva. Tiene otros momentos más luminosos, incluso emocionantes, pero demasiadas veces parece no saber a dónde ir. El final, el cierre de la historia, es tan bochornoso que ojalá me hubiera levantado de la sala cinco minutos antes del final. Chazelle no parece entender del todo que es lo que tanto ama del cine y se nota. La película no es un homenaje al cine sino un retrato de la locura de un grupo de personas por formar parte de él. Tal vez donde Chazelle vuelve a mostrar su corazón es en el personaje de Sidney, este trompetista no tiene razón de ser en la película, salvo denunciar su racismo. Pero al final entendemos porque el director lo puso. Se supone que representa la dignidad artística dentro del caos de Hollywood. Mientras que otros descienden al infierno, Sidney sale airoso porque es fiel a su arte y decide no venderse. A esta altura está claro que Damien Chazelle tiene más ganas de trabajar en un pequeño club de jazz que de dirigir películas. Tal vez sea hora, luego de ver Babylon, de que cumpla su sueño de una vez.
Tras la pandemia, pareciera que estuviésemos frente a una ola de terapia cinematográfica, pues un gran puñado de realizadores en estos últimos meses nos han regalado sus mayores miedos, inciertos, verdades, confesiones, y en algunos, hasta casi referencias autobiográficas. Steven Spielberg con Los Fabelman, James Gray con Armageddon Time, Alejandro Iñarritú con Bardo, Jordan Peel con Nope. La crítica de Babylon ha despertado en la cinefilia, los expertos teóricos, y hasta ¿twitter? (que ya pareciera ser un rotten tomatoes de ocasión) todo tipo de discusión. El consenso se picó. Pues bien, ahora es el turno de Chazelle con su Babylon. una odisea grandilocuente que divide las aguas en la platea del visionado. El film es una adictiva inmersión a uno de los grandes cambios que sufrió Hollywood: el paso del cine silente al sonoro. Sabemos que este joven director ha trazado su filmografía con un hilo obsesivo que orienta a sus personajes hacia la búsqueda del sueño aparentemente inquebrantable. Y, así, alcanzar la gloria máxima. Chazelle con Babylon finalmente consigue sincerarse y plasma todo lo que sabe que tiene a su alcance y que puede hacer para entregar su triunfo colosal. Babylon es un viaje apabullante, magnético, frustrante y emocionante. Tal como lo fue la meca del cine en aquellos rugientes 20s. El universo ‘de las películas’ no se terminaba en un set sino que era un estilo de vida que se vio amenazado por la llegada del sonido. Una nueva forma de capturar aún más la realidad. Luego Chazelle se encarga de mostrar que en verdad el hito brindó aún más magia porque todo era parte de construir algo más grande que la propia industria y el star system. Era un pedazo más para erigir el cine, esa sala oscura que no juzga a nadie. Esta película captura todo ese frenesí a través de varios personajes: Nellie Leroy (Margot Robbie), la estrella que quiere morir siendo leyenda, Jack Conrad (Brad Pitt), el galán silente que descubre que el estrellato se oxida, Manny (Diego Calva), un mexicano que llega a esas tierras con sed de pertenecer a un set como sea, Elinor St. John (Jean Smart), una periodista sensacionalista que también era una pieza notable en los estudios (podría ser un crítica actual de Babylon más). Todas esas interpretaciones están al servicio de un mundo desenfrenado y de una industria que estaba tratando de descifrar el camino. Babylon es una odisea que hipnotiza tanto a los amantes del cine como a los que son indiferentes, porque en ese viaje plagado de planos memorables y sueños inquebrantables, está el triunfo y la decadencia al desnudo, interconectadas como verdades que competen a cualquiera. Qué mejor que terminar este comentario sin ningún tipo de spoiler, y subrayar el espíritu de la película. La crítica de Babylon más adecueda es decirles que realmente vayan al cine, eso sí, la única recomendación es que es escatólogica porque bueno, ‘a quien quiere celeste que le cueste’.
ESCÁNDALO Y BELLEZA AMERICANA En los primeros diez minutos de Babylon tenemos el primer plano del ano de un elefante abriéndose y cagando sobre un par de personajes y a una chica meando sobre el cuerpo y el rostro de un hombre obeso que no es otro que una -poco- disimulada caracterización de Roscoe Arbuckle, aquel comediante del cine mudo cuya carrera comenzó a desbarrancarse luego de verse involucrado en la violación y muerte de una joven aspirante a modelo y actriz. Así arranca la nueva película de Damien Chazelle, y uno se pregunta (con todo derecho) cuán tolerable serán las tres horas que restan. El director de Whiplash y La La Land, que siempre dejó entrever una especie de furia controlada en su mirada, se despacha aquí sin límite alguno con una serie de atrocidades y explicitudes varias que tienen como fin dar asidero a la serie de rumores y versiones que corrieron sobre el Hollywood de la década de 1920. Y lo hace entre enojado y con el aire de un señor escandalizado. Babylon se inscribe en esta movida actual del Hollywood culposo de querer saldar deudas con el Hollywood del pasado, como Mank o como Rubia. Como en Moulin Rouge! de Baz Luhrmann, Chazelle nos tira de entrada a una fiesta desaforada, que es la revelación de un mundo para el espectador pero, también, para alguno de los personajes. Y si uno tiende a creer que Luhrmann es un director exuberante y desprejuiciado, lo cierto es que Babylon lo deja a la altura de un director pudoroso, solo desmelenado en lo formal. Esa fiesta servirá también para reunir en un mismo espacio a todos los personajes que serán centro en este relato coral: el actor que es la máxima estrella del momento (Brad Pitt), una aspirante a actriz que entra a la fiesta por la ventana (Margot Robbie), un trompetista negro un poco repelido por ese mundo racista (Jovan Adepo), una mujer asiática con dotes de artista de cabaret y un lesbianismo no tolerado socialmente (Li Jun Li) y un joven mexicano que es un mandadero con intenciones de escalar en la industria del cine, y fundamentalmente el intento de centro emocional del relato, de punto de vista que represente al espectador (Diego Calva). El problema casi mortal de Babylon es que entre tanto miserabilismo, nos resulta casi imposible empatizar con alguno de los personajes. Que Chazelle filma como los dioses, es indudable. Su cine tiene una energía poco habitual en un cine que tiende cada vez más al ascetismo y lo quirúrgico; sus movimientos de cámara que van al compás de la música tienen una vibración que emula en ocasiones la cadencia de ese jazz que tanto le gusta, incluso en su aliento libertario que huele a zapada. Ese es el espíritu que por momentos se posa sobre el tránsito de una película que va del horror a lo bello, del espanto a la fascinación, de lo más bajo a lo glorioso, de Alejandro González Iñáritu a Paul Thomas Anderson. Así lo entendemos cuando luego de ese comienzo en falso, Chazelle nos lleva en una gran secuencia por un día de rodaje en aquel Hollywood alocado (es imposible odiar esta película luego de esa secuencia). Y lo hace con una serie de momentos cómicos que están entre lo más disparatado e inusitado del cine reciente, humor lunático al que el estilo desarrapado de la película le siente perfecto. Locura americana que termina con la cúspide la ñoñería, de una mariposa posándose en el hombro de Brad Pitt. Esa secuencia concluye diciéndonos (y nos dice Chazelle) que detrás de toda ese desparpajo y descontrol, de todo ese horror, finalmente la magia del cine sucede y la belleza se captura de forma impensada. Que ese camino incongruente y arduo, en cierta forma, un poco persigue el azar, que no hay control que pueda con la lógica incongruente del arte. Babylon podría terminar ahí y sería una mejor (mucho mejor) película de la que termina siendo. Pero Chazelle pretende, además, convertir esto en una tragedia, y la comedia lunática da paso a la pesadilla cuando el cambio al cine sonoro y ciertas reglas conservadoras de control sobre las estrellas convierta ese Paraíso en un Infierno, como ese viaje al “culo de Los Angeles” al que (nos) lleva el extremo personaje de Tobey Maguire en una secuencia que es puro clima pero a la vez pura gratuidad. El drama de Babylon es que luego de un final que es pesar y desazón, avanza en un epílogo, una suerte de coda, que busca funcionar como funcionaba el final de La La Land, una mirada melancólica que exude cierto romanticismo trágico y que nos devuelva la ilusión sobre lo que vimos. Y no funciona, no porque narrativamente no cumpla, sino porque es imposible que sintamos algo de cariño por lo que acabamos de ver, incluso por ese personaje que mira con dolor y emoción. Eso que Chazelle nos dice al final ya estaba dicho con el plano de la mariposa, demostración empírica de que a la película le sobran minutos, tal vez horas. Y que filmar desde el desprecio obnubila la mirada.
INOCENCIA SALVAJE Damien Chazelle es un director con ambiciones, un cineasta con un mundo propio y una visión fuerte. Lo opuesto a la discreción casi impersonal de Spielberg y del Ford que aparece en The Fabelmans hablando del encuadre y el punto de fuga. Sucede que las dos, Babylon y The Fabelmans, hablan del cine, como es cada vez más común en Hollywood, tal vez porque esta descomposición final que atraviesa la industria fuerza a algunos de sus miembros a rememorar una edad dorada, un espejo perdido en el que el cine estadounidense de hoy querría verse. Para Chazelle es inconcebible quedarse, como lo hace Spielberg, en la descripción biográfica de un coming of age, por eso Babylon es, o trata de ser, tantas cosas a la vez, muchas de ellas incompatibles las unas con las otras: un retrato de la industria del cine, un canto al Hollywood de los 20, una crítica a la irrupción del sonido y la desaparición de la libertad anterior, un endurecimiento de las relaciones entre los estudios y sus empleados, un comentario sobre las minorías que participaron de esa historia. La argamasa que Chazelle moldea para mantener unido ese conjunto irregular e inestable es la idea de Hollywood como carnaval permanente, bacanal en el que sus participantes, sea en fiestas o durante rodajes alucinados, se hunden en un frenesí hasta olvidarse a sí mismos en una comunión que puede llevar incluso a la muerte. Chazelle espera que uno vea los largos planos en mansiones hollywoodenses y enseguida se le vengan a la mente algunas líneas de fuerza de Occidente, en especial la tradición entiende la vida como una hecatombe grotesca de pasiones, donde la razón y la mente no valen más que las zonas inferiores del cuerpo, donde lo “bajo” y popular gana la escena y cancela cualquier seriedad o veleidad académica. Las imágenes de los bailarines desaforados, la gente cogiendo, los que ingieren alcohol o se meten droga como locos o de los que, también enfervorecidos, tratan de sostener esa fiesta imposible, esas imágenes, entonces, se proponen apropiarse de una tradición que podríamos nombrar como rabeleasiano-nitzche-bajtiniana. Pero no hay carnaval posible en medio de un mundo reglado y perimetrado como el del Hollywood actual: las bacanales de Chazelle se deshacen en el aire, son chispazos breves cuya verdadera finalidad es el llamado al orden, la vuelta al reino solemne y ordenado de la moral. La historia de Babylon está contada desde los ojos de Manuel, un mexicano que hace todo lo que puede para abrirse paso en Hollywood. Sus excursiones por la tierra de los sueños lo ponen en contacto con una galería de personaje elaborados con pericia desigual: la actriz aspirante que hace Margot Robbie es una fuerza de la naturaleza, seductora, capaz de iniciar en segundos un incendio de lujuria, mientras que el galán en retroceso de Brad Pitt está fuera de registro, como si en vez del personaje solo pudiéramos ver a Brad Pitt saliendo mejor o peor parado de cada escena. El ecosistema narrativo se completa con un músico de jazz y una realizadora de subtítulos (seguimos en la era del cine silente). El corte que hace Chazelle es claro y no tiene nada de novedoso: el cine mudo fue un período de efervescencia creativa que sentó las bases de un lenguaje, tal vez el más importante del siglo, y lo hizo gracias a la libertad con la que sus pioneros trabajaron desde la década de 1910. Esa explosión de invención y expresividad, esa inocencia salvaje, dice Chazelle, se vino abajo con la introducción lenta pero segura del sonido, que condujo a una reorganización tecnológica y del funcionamiento de los estudios, y a una vigilancia mayor del proceso productivo y de la disciplina laboral. Como el lector adivina, se trata del mismo conflicto epocal que ya filmó con una gracia y una inteligencia irrepetibles Cantando bajo la lluvia. ¿A qué viene, entonces, este volver de un relato ya conocido por todos? Chazelle cuenta una vez más el cuento, le introduce el elemento aparentemente brutal del carnaval y después se tienta con el mismo gimmick de La la land. Recordemos: La la land tenía una primera parte muy buena en la que el director trataba, como podía, con los materiales que tenía a mano, de replicar el espíritu del musical clásico. La precariedad de la factura no disimulaba el placer de la imitación de un arte desaparecido. Sin embargo, en la segunda mitad todo en la película se estructuraba en un retrato sumario sobre la miseria del mundo del espectáculo ¡y ya casi no había canciones! Promesa y traición: Chazelle abandona el musical y se queda con la narración de las desgracias de la pareja, el dolor y la tristeza de la separación, la incertidumbre, la frustración profesional, todos temas, a fin de cuentas, que domina, o con los que se siente a gusto, como lo muestran Whiplash y First Man. Babylon tira del mismo hilo que La la land: ahí está de nuevo el cine dentro del cine, el recuerdo del Hollywood de oro, pero ya no se trata de mular un género emblemático como el musical sino del cisma y sus secuelas que condujo, algunos años después, al establecimiento definitivo del cine. El carnaval tiene fecha de caducidad. Una vez que Chazelle anuncia el sino trágico que va a levantarse contra los protagonistas, el caos primigenio del comienzo se vuelve rápidamente un drama codificado que señaliza sus escenas de manera tal que hasta el más despistado de los espectadores no se quede afuera, como las mil veces que el personaje de Brad Pitt recuerda su idea de que el cine es un arte elevado (high art) y se pelea con los prejuicios de la época. La descarga del drama, con la demolición del mundo y sus criaturas, se ejecuta en buena medida a través de Manny, el músico de jazz y la realizadora de subtítulos: los tres se vuelven obsoletos, o bien deben reconvertirse violentamente, o son juzgados y perseguidos. Al trompetista negro lo obligan a ponerse betún porque la luz del estudio lo hace parecer blanco, y a la subtituladora, que es asiática y lesbiana, la echan por lo segundo para limpiar de impurezas la figura pública del personaje de Robbie, a la que tampoco le ahorran maltratos, tocadas de culo y humillaciones de todo tipo. Chazelle no se da cuenta o se hace el distraído: no hay bacanal posible en medio de las lecciones edificantes sobre la persecución de la diversidad. Como en La la land, somos traicionados de nuevo: la promesa de desborde nos deja en el peor lugar imaginable, a los pies de la moraleja severa y la corrección política que proyecta sus taras actuales obcecadamente en el pasado. La cagada del elefante, la meada sobre el gordo o el vómito de Robbie no son, como quisiera el director, gestos disruptivos que vienen a poner en jaque la moralidad del espectador, sino apenas movimientos espasmódicos que solo refuerzan los lugares comunes de una ética universal: como el vómito-protesta de Robbie lanzado contra los magnates que tratan de someterla, y que hace acordar también a la bochornosa escena de los vómitos en el barco de El triángulo de la tristeza, donde los ricos son sometidos a una degradación semejante. Las tres horas se sobrellevan con cierta facilidad gracias a la ligereza astral de Margot Robbie, más luminosa e inasible que nunca, como si fuera una continuación felizmente imprevista de la Sharon Tate de Había una vez en Hollywood, aunque sin la calidez ni la disposición benevolente de Tarantino que, como un genio del bien, diseña un nuevo destino a Tate, uno que culmina con las puertas de una mansión abriéndose cual si fueran las del cielo. Chazelle, se imagina el lector, está lejos de estos gestos de grandeza. Tan lejos como de la historia sobre el crecimiento de Spielberg, que hace del cine una pasión privada, externa a los guiños cinéfilos y a los retratos crueles, un oficio fulgurante que cruza la vida de Sammy y le ayuda a sobrellevar mejor las cargas subterráneas que minan su familia, la escuela o el ingreso a la adultez. La fábula esperanzadora de Tarantino y la biografía discreta de Spielberg exudan un amor por el cine y sus personajes que la película de Chazelle jamás podría imaginar. Esta supuesta Babilonia impone a sus habitantes, como lengua única y excluyente, una misantropía módica y un revisionismo oportunista.
Manuel “Manny” Torres es un inmigrante mexicano en Los Ángeles en la década del 20. Torres tiene el objetivo de trabajar en Hollywood y mientras ayuda a llegar a un elefante a la mansión del ejecutivo de Kinoscope Studios conoce a Nellie LeRoy una aspirante a actriz que sueña con triunfar en la industria. Torres quiere ser parte de algo más grande y poco a poco comienza su camino en Hollywood al igual que Nellie Le Roy y el ya consagrado actor Jack Conrad en la época en la que el cine mudo muere para darle lugar al cine sonoro con las dificultades que eso implica. “Babylon” es un largometraje estadounidense estrenado por primera vez el 15 de diciembre de 2022 llegando a la Argentina el 19 de enero del año siguiente. Con poco más de 3 horas de duración estamos ante un largometraje que nos muestra la realidad del Hollywood de finales de 1920 y principios de 1930 siguiendo la historia de distintos personajes. Son varias las tramas que se entrelazan y en mi opinión fue muy bien logrado. Los distintos personajes tienen dificultades propias de naturalezas distintas teniendo incluso distintos orígenes étnicos y geográficos. A pesar de su larga duración esta no se me hizo tediosa en ningún momento, sino que me pareció que cada detalle ayudó a llegar a un desenlace increíble. Creo que es un largometraje que va a ser muy apreciado por los amantes del cine. Se destacan las actuaciones de Brad Pitt (Jack Conrad), Margot Robbie y (Nellie LaRoy) Diego Calva (Manny Torres). Sin lugar a dudas “Babylon” es una película que tienen que ver alguna vez en la vida.
Hollywood supo ser un lugar de fermento creativo, libre, desinhibido y excesivo. Claro que tenemos que remontarnos a la segunda década del siglo pasado para llegar a ese punto único en la historia de Estados Unidos, cuando la industria cinematográfica era la quinta más grande del país, se producían en promedio unas 800 películas al año, y el cine era un campo fértil para la experimentación sin límites. Debido justamente a los escándalos -y las muertes- derivadas de todo tipo de excesos circundantes, es que comenzó una regulación creciente y apareció el nefasto Código Hays, que luego impuso reglas de moral al cine.
Reseña emitida al aire en la radio.
A finales de la década de 1920, Hollywood atravesaba un profundo quiebre institucional. Pósters de Clark Gable y Jean Harlow, juntos a cintas de cine mudo, se arrugaban en un rincón. El cambio de una era se avecinaba, entre la muerte del cine mudo y la llegada del sonoro. Esto favorece la caída y la emergencia, en igual medida, de ilustres personajes. Las viejas modas perecen, las insurgentes cumplen con la moda de recambio en la medida que pueden y la rueda sigue girando…mientras el sistema de estudios hace malabarismos. El advenimiento de un tiempo creativo, en donde el arte de hacer películas cambia drásticamente, y el factor individualista se convierte en una pieza desechable en función de un sistema inquebrantable influye en el destino de las antiguas estrellas del cine silente. Semejante paradigma es el que nos presenta la grandilocuente “Babylon”, dirigida por el talentoso cineasta Demian Chazelle, responsable de “La La Land” (2019) y “Whiplash” (2016). Escenografías y secuencias de pura ostentación visual nos presenta este film, en extremo visceral y estimulante a nivel sensorial. “Babylon” sienta sus preceptos albergando una celebración fastuosa, de esas que acaban al amanecer y haciendo estragos. Un millonario, respetado y admirado por todos, hace las veces de anfitrión. Fantasías sexuales por doquier, de esas que solo en fiestas como estas pueden cumplirse, son explícitamente coreografiadas. Todo elemento es decorativo, el glamour rebalsa por donde miremos. Elefantes que sirven como gigantesca excusa, piscinas gigantes en donde amortiguar caídas o despabilar la borrachera, desafíos peligrosos de luchar con serpientes sin sobriedad alguna, esculturas fálicas en dónde autosatisfacerse, enanos de circo, freaks de lo más alucinantes. No falta nada a la mesa, si no es desnudez no se admite. Bienvenidos a los años salvajes, a pura cocaína, ajenjo y tequilla. Chazelle nos coloca, con total irreverencia, en el entremés de un rodaje, horas después del descalabro. Las huelgas sindicales apremiantes y la filmación en pésimas condiciones de salubridad y seguridad dicen mucho acerca del estado de la industria en aquellos tiempos. Una época en donde se estrenaban films épicos en absoluto auge. Disfraces y armas de utilería a rabiar, son épocas de artesanía pura y reemplazos de último momento. Un exiliado director alemán persigue quimeras. La odisea de buscar la escena perfecta, las horas de luz natural, los miles de extra desfilando y las estrellas atravesando crudos estadios de resaca complican, por demás, el buen curso de la agenda pautada. Nos sentimos partícipes de una fenomenal montaña rusa. Tres palabras mágicas anuncian buen final: luz. cámara, acción…¡a rodar se ha dicho! “Babylon” captura, con total frenesí y vértigo, el espíritu y la adrenalina que describen a una cronología de cambios abruptos. El emergente ambiente de jazz en los años ’30 funge como fabulosa banda sonora, mientras la trama se bifurca en personajes secundarios que buscan cumplir su sueño envuelto en celuloide. Vengan a L.A., hay lugar para todos. Durante las primeras escenas, grandilocuentes y abundantes dosis de sexo, drogas y alcohol inundan la pantalla. Hollywood es sede de fiestas alucinantes que se llevan a cabo en fastuosas mansiones. El subidón emocional en imágenes a rapidísima velocidad sienta los preceptos estéticos de un film que recargará demasiado las tintas hacia una segunda mitad, contrastando notablemente con el espíritu lúdico de la primera hora y media de un metraje que se extenderá por ciento ochenta minutos. Prepárense para una aventura de largo aliento. En absoluto impostada y solemne el autor prefiere un tono en donde prevalece el absurdo, lo irónico y escatológico, efectivos en retratar el costado más superficial y menos amable de una industria que desecha a sus otrora estrellas. Emblemas de la talla de Gloria Swanson, Greta Garbo, Irving Thalberg fluctúan en el relato, no obstante, los personajes protagonistas guardan mera inspiración con vetustas figuras. Pero, atención, no todo es color de rosa. La mirada machista y patriarcal sobre la mujer como objeto de deseo y transacción en la pantalla coloca valiosos interrogantes por delante. Margot Robbie ensaya el enésimo truco para seducir cuando la cámara se prende y coloca hielo debajo de su blusa. ¿Imaginan el resultado? No deja atributo por mostrar, pero los estándares dicen que no alcanza. Todas quieren ver (tocar) más y un millón de dólares lo compensa. Llamemos al cirujano, queda todo por mostrar. De sus ojos brotan lágrimas con exacta precisión, ella sabe cómo hacerlo. Solo hay que pensar en aquello que dejamos, lejos en casa. Nada escapa al ojo multidimensional de Chazelle. La vertiente periodística no podía faltar: la corriente crítica, cuya percepción sella la suerte de films concretados a las apuradas y estrellas menguantes, se muestra implacable. El lado ‘b’ de la historia se engendra en titulares de diarios para el chisme y el escándalo. Venta asegurada, y pura ficción que se inspira en varias de las figuras que quedaron relegadas a la llegada del sonoro. Casi un pésame. Desaforada, revolucionaria y caótica, el extensísimo film parece condensar dos en uno, aunque su naturaleza sea perceptible. Se nos ofrece como un tributo a la magia del séptimo arte, una declaración de amor de aquellas a las que la Academia gusta premiar, aunque en la última nominación haya pasado desapercibida. Planos secuencia majestuosos denotan el virtuosismo en el manejo de cámara, pareciendo, por momentos, radiografiar a Quentin Tarantino. En medio del desierto californiano, un oasis nos despabila. Tenemos primera fila en la función que describe, con osadía y sin tapujos, el emporio del showbiz, los nervios exaltados y el sexo a granel. Hay prótesis, maquillaje y vestuario para todos los gustos. También pervive el factor de salvataje a último minuto. Los dioses griegos no se demoran en llegar… De boca del personaje de Brad Pitt salen unas líneas fabulosas acerca del cabal sentido de discusión que se plantea el film. Por aquellos años, el cine era considerado un arte no menor, aspecto acerca de lo que el personaje se explaya, y defiende, opinando lo contrario. Un selecto grupo menospreciaba la invención, tildándola de espectáculo de feria, y considerándola una expresión sucedánea de la literatura y el teatro. Citas y guiñas mediante, “Babylon” nos hace saber su postura, en la denodada búsqueda del séptimo arte por alcanzar (y ser reconocido en) su esencia. Debemos de entender a esta torre de lenguas encontradas como una parodia, y solo así comprenderemos el mensaje que conlleva, alertándonos sobre los peligros del ego y el exceso panfletario de una década estruendosa, revestida en falsedad, impostación, bienes materiales y superficialidad desbordante en afiches que la gran industria fabrica, para luego encasillar, usar y descartar. Puede que esta fábula lleve un siglo contándose… Siempre hay una semilla original en cada historia. Margot Robbie, Brad Pitt y Leo Di Caprio se encontraron con este guión mientras rodaban “Erase una vez en Hollywood” (2019). Leo cotejó para luego desechar el papel que cayó en manos de Brad, mientras que Margot se vio encantada desde el primer momento con este relato. Tres años después de aquel primer atisbo, una prometedora constelación de talento delante de cámaras podría hacer realidad el sueño de cualquier cineasta: allí está Robbie brillando a sus anchas; bailando, actuando, llorando, gritando, seduciendo… mientras que el eternamente joven Pitt encarna con absoluta sensibilidad a un caricaturesco, enamoradizo y venido a menos galán. Nadie como él para interpretarlo. Ambos desbordan carisma y talento, compartiendo tan solo una escena, antológica al fin, cuyo nivel de explicitud lo dice todo. “Babylon” es deseo. Porque ese rol -o ese polvo- que se anhela es lo último que podría tenerse en esta vida. Un irreconocible Tobey Maguire se reserva para sí un rol de aparición especial, en la piel de un depravado villano, no obstante, el auténtico centro del heterogéneo relato es el ascendente mexicano Diego Calva, cumpliendo el deber de Chazelle en congraciarse con la experiencia inmigrante en Estados Unidos. Cuestionable resulta que, en plenos años ’20 y ’30, un inmigrante latino se conforme como la voz, eje narrativo de referencia y punto de focalización primordial del relato. Con insistencia y menos sutileza, se nos subraya que Hollywood nunca morirá; se propagará, de aquí a la eternidad, en miles de estrellas que vendrán emulando a las que vinieron y ya son historia. Las estrellas sobrevivirán, inmortales, y renacerán en las nuevas generaciones, porque ser estrella implica vivir con ángeles y demonios. Porque la maquinaria endogámica no contempla ningún otro organigrama similar que llegue a opacarlo u amenazar su primacía. Pero, sí, los tiempos cambian… Flashforward a los años ’50: el cartel de Hollywood luce imponente en las colinas y Marilyn asoma en una vidriera angelina. Una sala repleta de espectadores, de diversa procedencia y edad, subraya sin necesidad alguna el alcance de un espectáculo global. Ese que contemplamos en la sala oscura, con menos asiduidad que antes, pero atragantándonos de pochoclo. Acto seguido, un cortometraje homenaje a escenas claves de la historia del cine, particionando la historia en tres hitos claves (el mudo, la llegada el sonoro, el cine digital) nos llena de nostalgia (desde Buñuel a Mélies, pasando por «Matrix» y «Terminator»), pero parece sacado de otra película; cumpliendo con los designios del desparejo capricho de un cinéfilo tras de cámaras embelesado con su propio tributo. Con semejante regalo de imágenes en movimiento que nos ha hecho, objetarlo sería, cuánto menos, una herejía.
Todo comienza con el traslado de un elefante en un páramo de California. Elegir al mamífero terrestre más voluminoso para protagonizar un gag es una confesión sin ambages del tono de los posteriores 180 minutos restantes, cuya escena siguiente, una bacanal organizada por la incipiente industria cinematográfica estadounidense de la década de 1920, redobla la apuesta por el exceso. La estridencia y la ambición definen las películas de Damien Chazelle (Whiplash: Música y obsesión, La La Land, una historia de amor y El primer hombre en la Luna); también el amor por el cine no exento de perversión, las artificiosas proezas formales y la grosería como vehículo del humor. (La cantidad de vómito que se vierte en la cara de los personajes en Babylon puede ser menor a la de la ganadora de Cannes Triángulo de tristeza, pero la del sueco carece de la precisión coreográfica para lanzar tan simétricamente una lluvia estomacal).
“Babylon”, la nueva creación de Damien Chazelle, llega a los cines para encapsularte en los dorados años 20 del séptimo arte. Con un potente elenco, la película nos hace partícipes de los excesos, los sueños y la decadencia en las mágicas tierras hollywoodenses.
Hace poco, parafraseando la recordada frase de un dirigente político argentino, alguien bromeaba en twitter: “Dejemos de meter planos de personajes en salas de cine moqueando emocionados mirando la pantalla por dos años”. Efectivamente, alrededor de las nominaciones al Oscar fueron apareciendo varias películas con la fascinación por el cine como eje del argumento. La ocasión permite preguntarse: ¿asciende la calidad de un film porque su historia de ficción considere los imprevistos de un rodaje o la vida de un director cinematográfico o un personaje cinéfilo? “Una película no es su guion” dijo alguna vez François Truffaut, advirtiendo que su valor no pasa por lo que cuenta sino por cómo lo hace o, en todo caso, por cómo logra que su forma exprese o complete su tema: él mismo hizo en 1973 La noche americana, una ficción sobre el mundo del cine en la que volcaba su pasión cinéfila a través de un guion hábil y un lúcido trabajo de dirección. Si los personajes y algunas situaciones de La noche americana hubieran tenido que ver con la gestación de un proyecto que no fuera una película –un edificio, por ejemplo–, el humanismo y virtuosismo de Truffaut para entrelazar historias e incidentes tragicómicos hubieran asomado de igual forma, más allá de que el cine como asunto era un afectuoso plus. El imperio de la luz transcurre en la Inglaterra de los años ’80 y se centra en una mujer que trabaja en una enorme sala cinematográfica, espacio esplendoroso de pasado próspero en cuyo seno se agitan los problemas que aquejan a sus empleados. Una elegancia si se quiere anticuada despliega el film, gracias al notable trabajo del director de fotografía Roger Deakins, delicados paneos, planos que saben tomarse su tiempo y una música que busca emocionar sin disimulo pero con clase. A pesar de sus defectos (acumulación de conflictos, una relación sentimental que avanza casi por exigencias del guion, hechos que se encadenan de manera no siempre verosímil), El imperio de la luz tiene a su favor la expresividad de Olivia Colman, la eficacia del resto de los intérpretes y la capacidad de Sam Mendes para seducir con imágenes de belleza medio artificiosa, mientras va rozando circunstancias dolorosas. El cine no es aquí lo primordial, aunque lo parezca: al estrenarse en nuestro país, un crítico dijo haberse sentido engañado al verla porque, según escribió, se la habían vendido como “un tributo al séptimo arte (la Cinema Paradiso de Sam Mendes) y terminó siendo un apenas correcto melodrama”. Ya desde su título la película alienta expectativas que se cumplen a medias; de todas formas, siendo “apenas” un discreto melodrama ¿ya no estaría celebrando y reivindicando al cine? El inesperado e incomprendido idilio entre una mujer mayor y un joven negro que expone el film parece un eco de Imitación a la vida (1959, Douglas Sirk) o La angustia corroe el alma (1974, Rainer Fassbinder): ¿acaso podría afirmarse que estas últimas valdrían más si el cine fuera parte de sus historias? Al mismo tiempo, El imperio de la luz tiene elementos que no se encuentran en Los Fabelmans (Steven Spielberg) y Babylon (Damien Chazelle), películas recientes que también abordan –más directamente– el cine como tema. Como ya había escrito aquí, el film de Spielberg es tan grato, benigno y dulzón como simple, a veces redundante. Secuencias como en la que el joven protagonista descubre un secreto de su madre o la de la proyección que le permite comprobar cómo puede ganar respeto y autoestima gracias al cine, son aciertos que el film de Mendes no tiene, pero éste desliza apuntes que lo acercan a una visión del mundo más adulta, menos aniñada: la violencia de los skinheads, las políticas de Thatcher de fondo, la angustiada resignación del joven negro y su madre ante la discriminación (casi como un destino del que no podrán escapar viviendo allí), el acoso sexual y el abuso patronal en el ámbito laboral. En tanto, si alrededor de la celebración del cine que propone Los Fabelmans hay picnics, navidades familiares y bailes estudiantiles, Babylon se empeña en convertir el vértigo que era Hollywood un siglo atrás en un espectáculo poco familiar, aunque lo hace con inmadurez, forzando aglomeraciones orgiásticas, atracones de cocaína y alcohol, puteadas a los gritos y extravagancias de impostado salvajismo (valgan como ejemplo lo que ocurre en distintas secuencias con un elefante, una serpiente y una rata), como si detrás de su guion y su parafernalia hubiera chicos creyéndose mayores cometiendo determinadas transgresiones. En esta suerte de tren fantasma en el que parecen cruzarse Emir Kusturica con El lobo de Wall Street (2013, Martin Scorsese), prácticamente todos los acontecimientos forman parte de rodajes, ensayos y conversaciones o reyertas entre diversos miembros de la industria cinematográfica. Entre sus numerosos personajes, unos pocos muestran algo de humanidad y contención: el negro fiel a su música, una realizadora atenta a su trabajo sin dejarse invadir por la histeria que la circunda, el bienintencionado joven mexicano interpretado por Diego Calva. Otros, en cambio, parecen piezas de un engranaje dislocado, desde Margot Robbie poniendo su belleza y su energía al servicio de una jovencita alocada con un look fuera de época, hasta Brad Pitt haciendo casi de sí mismo y la china Li Jun Li imponiendo excentricidad hasta la caricatura. Hay un momento en Babylon que logra expresar una de las riquezas del cine, cuando una periodista (Jean Smart) le hace notar a un galán preocupado por los altibajos de su trabajo (Pitt) el privilegio que tienen actores y actrices de perdurar en el tiempo, reviviendo cada vez que vuelve a exhibirse una película suya. Esa secuencia es un acierto, que lamentablemente culmina con una muerte que va anticipándose de modo poco sutil. Y si de homenajes al cine se trata, a Chazelle no se le ocurrió algo mejor para el final que –usando como excusa una especie de revelación o presagio del joven mexicano– mezclar fragmentos y efectos especiales de películas de distintas épocas con algún chisporroteo experimental, suponiendo con eso un resumen de la historia o la esencia del cine. Esto último podría relacionarse con Todo en todas partes al mismo tiempo (Daniel Kwan/Daniel Scheinert), especie de aparatoso calidoscopio en el que una inmigrante china (Michelle Yeoh) encuentra salidas reales e irreales a sus problemas navegando por el multiverso. Aquí también hay citas cinéfilas (El tigre y el dragón, Matrix, Kill Bill, la infaltable 2001, odisea del espacio, curiosamente Con ánimo de amar), formando parte de un combo que, además, incluye referencias a minorías rechazadas, la idea de las vidas alternativas que acompañan a las personas y Jamie Lee Curtis caracterizada como para un capítulo de Los Simpson. Los «homenajes” al cine son meras imitaciones, más o menos simpáticas, mientras que con los virajes a la animación o al stop motion los directores parecen confundir libertad creativa con mezcolanza. Y así como el film de los Daniels busca despegarse del universo infanto-juvenil de impronta Marvel incorporando livianamente elementos del “mundo adulto” (consoladores, por ejemplo), lo mismo ocurre con su pueril manera de demostrar respeto o cariño por el cine. Si se piensa en los premios que viene ganando, Todo en todas partes al mismo tiempo –título que funciona, en buena medida, como explicación– viene a confirmar el superficial concepto que muchos cinéfilos, críticos y miembros de la Academia de Hollywood tienen de lo que puede considerarse original y moderno. Películas que puedan verse como homenajes al cine hay muchas y valiosas, por distintos motivos, desde el clásico Cantando bajo la lluvia (1952, Gene Kelly/Stanley Donen) hasta Ed Wood (1994, Tim Burton) o Good bye, Dragon Inn (2003, Tsai Ming-Liang). En la actualidad, ¿el cine necesita que se explore su exuberante caudal de logros estéticos y se lo revalorice como fenómeno? ¿Hace falta recordar la magia de compartir una película rodeado de gente en una sala a oscuras? Probablemente sí, después de la traumática experiencia que deparó el Covid-19, con salas cerradas demasiado tiempo y la gente con miedo a salir y reunirse en lugares cerrados. Pero (al margen de que esta pasión cinéfila nunca aparece en las carteleras en forma de documentales, con alguna excepción aislada como Ennio, el maestro), una cosa debería darse por segura: nada nos recuerda mejor el poder del cine que una buena película.
Necesitaríamos una página -o más- para responder la enorme cantidad de lugares comunes (creados en gran medida por la prensa dominada por la Iglesia Católica de la Costa Este de los EE.UU.) sobre la “depravación” de Hollywood y su población -aparentemente exclusivade palurdos atentos solo al dictado de sus glándulas. Tres horas le lleva a Chazelle disfrazar esta sarta de clichés sin la menor ambigüedad para decir “bueno, serán animalitos pero mirá qué buenas películas hicieron” en un clip exculpatorio. Esto, que ya hemos visto (y leído en el clásico del chisme destructivo Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger, molde de este despropósito al que no le falta un elefante con diarrea), está salpicado de la nueva conciencia woke estadounidense. Ejemplo: hay una lesbiana que besa a una mujer copiando una escena de un filme de Marlene Dietrich. Pero esta lesbiana es aquí china. Y sí, el protagonista real es un inmigrante mexicano. Se swabe que Hollywood fue hecho básicamente por inmigrantes (europeos en su mayoría, aunque también circularon latinos como Hugo Fregonese o el “Indio” Fernández). Lo demás es un director mostrando que puede mover como quiere la cámara pero que no tiene idea de aquello que decidió mostrar. Tres horas, amigos: después no se quejen de Avatar.