El duelo eterno Y en Dulces Sueños (Fai Bei Sogni, 2016) Marco Bellocchio por fin pretende salir de su “zona de confort” -aunque sea en términos relativos- y lamentablemente la experiencia resulta de lo más frustrante ya que lo que podría haber sido un estudio interesante sobre la pérdida de un ser querido, desde el vamos se transforma en otra sucesión de escenas más o menos inconexas en las que el supuesto hilo conductor, léase el dolor del protagonista principal, termina difuminándose de a poco en un metraje que se extiende y se extiende en demasía y sin mayor justificación que el capricho del realizador. La película en el fondo cuenta con buenas intenciones pero los automatismos formales de Bellocchio, muchos de los cuales lo acompañan desde su ópera prima Las Manos en los Bolsillos (I Pugni in Tasca, 1965), socavan las posibilidades del relato hasta dejarlo preso de una triste parálisis. El eje de la historia es Massimo, un personaje que conoceremos en profundidad a través de una serie de flashbacks y flashforwards que nos pasearán por distintos momentos de su vida, todos relacionados con una suerte de depresión ininterrumpida a raíz de la muerte de su madre (interpretada por Barbara Ronchi), cuando el susodicho tenía apenas nueve años. Como la quería con locura y era su pivote cotidiano, a lo que se suma lo imprevisto de su fallecimiento porque él la consideraba radiante y llena de dicha, su desaparición será una espina clavada en el joven que nunca sanará al punto de transformarlo en un adulto cabizbajo y distante que siempre oculta sus emociones ante todos. Mientras que durante su niñez queda a cargo de su padre (Guido Caprino), una persona muy adusta, y se vuelca a un comportamiento errático, de grande se convierte en un periodista manipulador y aburrido. Más allá de alguna que otra pequeña salvedad y/ o detalle, aquí a rasgos generales brillan por su ausencia las clásicas críticas de Bellocchio contra las instituciones gubernamentales, religiosas y educativas, ya que lo que predomina a nivel narrativo es una especie de versión de lo que el cineasta entiende por “melodrama de madre ausente”. Son varios los ítems que conspiran para que la obra se vaya cayendo bajo el peso de su incompetencia dramática: por un lado tenemos el desempeño de los actores que encarnan al Massimo adolescente y al adulto, Dario Dal Pero y Valerio Mastandrea, a los que el realizador no les permite despegarse de un tono fúnebre de lo más cansador, y por el otro lado están esos diálogos del guión de Valia Santella, Edoardo Albinati y el propio Bellocchio, que más que lidiar con la muerte lo que hacen es girar eternamente alrededor de un Complejo de Edipo exacerbado. Sin embargo la película posee algunos elementos positivos como por ejemplo la excelente actuación de Nicolò Cabras como el Massimo de nueve años, la tardía intervención de Bérénice Bejo como el interés romántico del protagonista y hasta un cameo del gran Roberto Herlitzka, con quien Bellocchio ya trabajó en varias oportunidades. Uno por supuesto comprende que el director con su frialdad en parte está siendo fiel a su estilo y a aquella segunda generación del neorrealismo, esa a la que perteneció en su momento en una segunda línea con respecto a colegas más talentosos como Pier Paolo Pasolini, Bernardo Bertolucci y los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, entre otros, pero de un tiempo a esta parte sus opus dejan entrever una alarmante falta de ideas y una redundancia que a esta altura nos dice poco y nada, hoy tomando la forma de un duelo condenado al olvido…
La protección de Belfagor El cine del realizador italiano Marco Bellocchio (Vincere, 2009) se caracteriza por la multiplicidad de detalles que refieren a la vida a través de conceptos filosóficos, emociones, acontecimientos históricos y pasajes fantásticos que desandan una serie de capas de análisis que marcan un estilo narrativo que busca llevar la poesía al cine a través de la construcción de un relato. En Dulces Sueños (Fai Bei Sogni, 2016), el último largometraje de este director que indaga en la esencia del alma humana, su representación y devenir en la actualidad, el trauma de un hombre que pierde a su madre a la que estaba muy apegado cuando era niño se hace carne en el sobrevenir de la vida de Massimo (Valerio Mastandrea, Dario dal Pero y Nicolò Cabras), un ambicioso periodista del principal diario de Turín, La Stampa. Intercalando sucesos de su vida, el film analiza y expone la herida de Massimo desde su niñez, pasando por la adolescencia, hasta los acontecimientos más representativos de su vida adulta como periodista, con una mirada inquisitiva que busca la raíz del dolor de la orfandad en el corazón humano a través de todas sus etapas de crecimiento físico y psíquico. Al perder a su madre, Massimo busca una explicación para su desaparición, primero en la religión, después en la ciencia, para más tarde intentar aceptar la perdida lo mejor que puede, evadiéndola a través del trabajo. Pero todas sus interacciones, ya sea con su padre, sus familiares, sus profesores, sus jefes, sus compañeros o las madres de estos, están marcadas por esta falta. Todo cambia cuando un ataque de pánico, tras la contemplación de una tragedia en Sarajevo que desencadena recuerdos, lo pone ante sus propios temores y lo lleva a conocer a una doctora, Elisa (Bérénice Bejo), con la que comienza una relación amorosa. Desde el análisis simbólico, el niño Massimo se refugia del trauma en la invocación de una misteriosa figura ficticia, Belfagor, el protagonista de una novela de Nicolás Machiavelo (Niccolò Machiavelli) del siglo XVI, personaje de una popular miniserie francesa de cuatro capítulos de 1965, Belfagor o El Fantasma del Louvre, a su vez basada en un film francés de 1927. La intervención de Belfagor a través de la imaginación del niño introduce un elemento que oscila entre la influencia psicológica de la cultura popular y la cultura de masas en la psiquis hasta la construcción de la personalidad y la identidad a través de la falta, proponiendo una dialéctica entre la fantasía y la realidad a través de la aflicción. Bellocchio logra construir así una química extraordinaria entre sus personajes, especialmente entre el niño y su madre interpretados por Nicolò Cabras y Barbara Ronchi. El guión del realizador, en colaboración con Valia Santella y Edoardo Albinati, busca en esta relación y en su ausencia destellos de un vacío que permitan adentrarse en la angustia del protagonista desde los distintos ángulos con los que procesa la perdida. Otro punto interesante es la incidencia de la música popular y el baile en el desarrollo de la juventud. Con éxitos de cantantes populares italianos, canciones de rock y hasta música electrónica, Bellocchio va marcando el paso del tiempo, la construcción de la identidad y la búsqueda del amor a través de la relación entre la música y la ausencia. Dulces Sueños trabaja de esta manera con la ausencia y el trauma logrando encontrar el punto en el que se forma el vacío en el corazón humano con metáforas, sinécdoques y todo tipo de figuras retóricas que le sirven a Bellocchio para crear una historia tan hermosa como desoladora sobre la relación entre madres e hijos.
Un simple baile, una sonrisa, un ligero giro nos llevan a la infancia de Massimo, el protagonista de esta historia que cuenta uno de los capítulos más triste de sus vidas: la muerte de su madre. El director Marco Bellocchio, al igual que Bernardo Bertolucci, tiene gran facilidad con la cámara a la hora de realizar el retrato de los niños. No se trata de retocar, sino de realzar con sus desperfectos y sus inocencias esos puntos de vistas que los adultos ya olvidado tienen. Y nada más idóneo que esta adaptación de la novela autobiográfica de Massimo Gramellini, “Fai bei sogni”. El relato comienza con el pequeño Massimo repitiendo los pasos musicales con su madre, a quien no solo le tiene afecto, sino que desarrolla sus mayores sonrisas con ella. Pero el chico de 9 años de edad dejará sus momentos alegres atrás cuando lo despierten una mañana para anunciarle que su mamá no estará más con él y que ahora pertenece al reino de Dios. Entre negación y melancolía, la de infancia de Massimo se teñirá por la tragedia del dolor y la ausencia con explicaciones sin sentido y casi absurdas por parte de un padre alejado y huraño. Ya en la mitad de la cinta, treinta años más tarde, nos entramos a un protagonista adulto (Valerio Mastandrea), quien se convirtió en un respetado escritor y corresponsal de guerra. Alejado de todo estos sucesos como si estuvieran en un sueño de la propia infancia, el periodista cubre una guerra que, tras un hecho que lo marcará, comenzará a tener ataque de pánico y que solo ahondando en el pasado podrá descubrir la causa. La obra se mete en temas muy abarcativos como la religión, el fútbol y el periodismo desde una ventana cínica y escalofriante. Los únicos momentos jubilosos que se verá es cuando se escuche la música que Massimo bailara tanto a sus 9 años como a sus 30. Sin embargo, la participación de Berénice Bejo no está muy justificado en el film, ya que su aparición es fútil y mínima. La actriz encarna a Elisa, una joven enfermera que conquista el corazón de Massimo cuando en su etapa adulta empieza a sufrir las dolencias del pasado. El error mayor del cineasta Bellocchio se remonta al final, en no confiar plenamente en el espectador y tener sacar clavo por clavo por él. Porque subestimar al público ya se está volviendo un hábito en el cine moderno. Puntaje: 3.5/5
Madre hay una sola Massimo baila y sonríe junto a su madre. Guardan esa relación íntima y casi secreta a cada minuto. Ambos comparten el miedo y la fascinación de una película de terror protagonizada por un fantasma llamado Belfagor, pero el niño prefiere aguantar ese miedo porque se siente protegido por una madre que con una sonrisa modifica la realidad y con un beso cambia completamente la percepción de su imaginario. Un día como cualquier otro, el niño de 9 años sale del sueño nocturno e intenta comprender la convulsión de un hogar sacudido por un hecho fatal, y a partir de la pérdida el cine de Marco Bellocchio intenta adaptar la novela autobiográfica de Massimo Gramellini, “Fai bei sogni”. Pero ese intento arroja un resultado de irregular para abajo y teniendo en cuenta la jerarquía del director italiano, sumadas sus últimas obras que tampoco pueden considerarse grandes películas, en esta ocasión el principal defecto de una trama excesiva, por momentos densa y hasta lacrimógena, alcanzan para tomar ciertos reparos a la hora de elaborar un análisis o balance integral de este melodrama que gira en torno a las heridas que deja una pérdida de un ser querido. La idea de estructurar el relato en un vaivén que va desde un pasado fragmentado hasta el presente, treinta años después del suceso de la repentina muerte de su madre, sumen al protagonista en un derrotero doloroso que se aviva cada vez que aparece el recuerdo de esa ausencia, a partir de un hecho fortuito en su rol de periodista durante el conflicto de Sarajevo. El dolor es el nexo pero también un secreto que conecta directamente con la infancia y con ese duelo jamás elaborado. Cuando Marco Bellocchio apuntala la historia desde el punto de vista de un niño de tan sólo 9 años, quien debe enfrentar la muerte de su joven madre y contentarse con las esquivas respuestas de los adultos -incluido su padre- para comprender lo inexplicable, el relato crece tanto desde el costado emocional como desde el respeto sobre el imaginario del protagonista en contraste con las contradicciones de todas las respuestas. Sin embargo, la transición al adulto que todavía no ha resuelto sus asignaturas pendientes con aquel pasado y con ese mundo imaginario que ya no existe estancan la propuesta para que el tono solemne se apodere de cualquier vía de escape lúdico, necesario a pesar de los esfuerzos de generar climas más positivos, reforzados con una banda sonora que atraviesa décadas y recurre a temas y melodías de rock o pop clásicas. Lejos de aquellas películas profundas y sumamente críticas de valores o instituciones, el nuevo opus de Marco Bellocchio se va desdibujando a medida que transcurre el film tanto en las ideas conceptuales con atisbos de interrogantes filosóficos que no conducen a nada como a la redundancia visual que por momentos parece un rasgo de vanidad del realizador más que un justificativo narrativo.
La consciencia de la pérdida Marco Bellocchio es otro de los veteranísimos cineastas que siguen fieles a su oficio. Con setenta y ocho años a cuestas nos ofrece Felices sueños, una reflexión sobre la muerte con la que, como ha declarado, la pertinaz biología le hace sentirse cada vez más familiarizado. Basada en la novela autobiográfica “Me deseó felices sueños” del periodista Massimo Gramellini, recoge la historia de los efectos que tiene sobre un niño, y su proyección en la edad adulta, la muerte inesperada de su madre. “Felices sueños” es una confesión autobiográfica del dolor por la pérdida de la madre. La figura materna, tan presente en el cine –y en la vida- de los italianos, y las tragedias familiares, son dos temas recurrentes en la obra de Bellocchio; así como la tragedia social que supone escuchar continuamente, e incluso reconocerlo en algún momento, que las personas felices no crean nada y que se necesita odiar para hacer algo grande. Es también una historia transversal (palabra tan de moda hoy) que va de la familia a la religión, pasando por la hipocresía burguesa y las mentiras que con frecuencia son la base de tantas relaciones familiares: mentiras piadosas tantas veces, mentiras vergonzosas otras, mentiras, en fin de cuentas que ayudan a vivir. La manera que tiene la película de afrontar la trágica situación con la que se abre el film es sobre todo descriptiva, con muy pocas concesiones a una narración que transporte la historia más allá de la piedra fundacional sobre la que se edifica. Tal descripción está hecha a base de brochazos que por vía acumulativa van constituyendo el carácter que finalmente se quiere construir. Se recurre así a la descomposición del relato en pequeñas piezas que se van intercalando sin respetar el orden cronológico (tan sólo la música sirve de tenue referencia orientadora de ese paso del tiempo), de forma que la visión de conjunto que se obtiene evita un progreso lineal, acentuando la sensación de una persistencia, más allá del tiempo transcurrido, del hecho inaugural. La muerte, a pesar de su carácter puntual, se expande en el tiempo. Massimo quedará marcado para siempre por su irrupción, y la cámara se esfuerza en escrutar los efectos que deja en su rostro, en su comportamiento. En definitiva, en su vida. Pero es más que eso. Cuando se entra en contacto con su muerte ésta aparece por todas partes. Está en Sarajevo, por supuesto (no parece tener otra función toda la secuencia desarrollada allí), y ya la primera imagen de su estancia como periodista en aquella guerra tiene como fondo un cementerio. Pero lo está también en la vida cotidiana, como el estadio del Torino que se ve desde el balcón de su casa, y que evoca la tragedia que acabó con la vida de dieciocho de sus jugadores. El campo siempre presente, los homenajes que cada año se les tributan o el gran mural que a modo de recordatorio preside la sala de reuniones de la redacción del periódico donde Massimo trabaja son el correlato público de la íntima desolación del protagonista. Una película confeccionada a base de escenas, episodios, instantáneas, para dibujar la soledad de la infancia, las complicadas relaciones familiares, la figura siempre autoritaria de un padre severo y distante y también “una reflexión sobre generación de padres con la cual se puede hablar y discutir”. Evidentemente, el personaje creado por Marco Bellocchio –veterano de un cine italiano comprometido- no es el único huérfano de la historia, pero puede decirse que hace de su orfandad el eje sobre el que gira toda su vida. Desde el punto de vista de la importancia de los temas subyacentes, yo diría que sobran algunos metros de película, porque al final resulta demasiado larga. Hasta el punto de que la revelación final, que pone un toque de tragedia griega en el relato, no alcanza el grado de interés que se le supone.
Vivir con la ausencia Dulces sueños (Fai bei sogni, 2016), es la versión cinematográfica del bestseller homónimo de Massimo Gramellini, que versa sobre la autobiografía del periodista y escritor turinés, primero de niño, con la trágica pérdida de la madre, y después adulto, cuando prosigue su labor de cuentista con el peso de esa ausencia. "Dulces sueños", son las palabras que susurra la madre al oído del pequeño Massimo para que se duerma, justo antes de desaparecer para siempre. La mañana del 31 de diciembre de 1969, en Turín, el niño, con tan sólo nueve años de edad, se despierta para descubrir que su madre ha muerto de un infarto fulminante (aunque la verdad sea otra). Su vida cambia de repente. Las explicaciones del padre no dejarán de ser vagas y evasivas y ese niño introvertido que veía en la madre a una radiante compañera de juegos y a una amiga crecerá con una sombra angustiosa, lo que le llevará a cerrarse cada vez más en sí mismo y a refugiarse en la propia imaginación. Marco Bellocchio reconstruye la historia a través de continuos saltos temporales, fragmentando lo que en el libro es un único flashback, montando el mosaico de la vida de Massimo, al que encarna en su versión adulta Valerio Mastandrea. Los años de formación, el periodismo deportivo, la guerra en la antigua Yugoslavia, el éxito fruto justamente de la respuesta a la carta de un lector de su periódico, que dice detestar a la propia madre… Siempre en busca de una verdad negada. El encuentro con Elisa (Bérénice Bejo), una joven médica francesa, permite a Massimo saldar cuentas con el secreto de su infancia y dejar partir por fin a aquel fantasma que lo atormenta. Medio siglo después del debut de Marco Bellocchio,Bellocchio] con I pugni in tasca (1965), en donde un joven asesinaba a su propia madre, el director de Piacenza relata una historia diametralmente opuesta aun manteniendo algunos temas troncales de su cine, como lo son las dinámicas familiares, la memoria y la pérdida.
El nuevo film del mítico cineasta italiano -responsable durante más de cinco décadas de gemas como I pugni in tasca, El diablo en el cuerpo, La nodriza, Vincere y Buongiorno, notte- es una transposición de la exitosa novela autobiográfica de Massimo Gramellini sobre una infancia marcada por la tragedia y sus implicancias en la vida adulta. Valerio Mastandrea y la argentina Bérénice Bejo protagonizan esta película presentada en la apertura de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, cuyo estreno local cuenta con el auspicio de OtrosCines.com Dulces sueños se estrenó en Cannes en simultáneo con Julieta, de Pedro Almodóvar, y uno sospecha que los protagonistas de ambas películas podrían entenderse bien, pues ambos están afectados por un dolor sordo y sostenido, provocado por la ausencia de un ser querido. En el film de Marco Bellocchio no hay hijas desaparecidas, pero sí una madre que, tras desearle a su hijo Massimo dulces sueños, se quita la vida. Aunque las causas de la muerte parecen obvias, la familia rodea al niño de un círculo de mentiras y eufemismos (“ella llevaba mucho tiempo rezando a Dios para que la dejara subir con él y convertirse en tu ángel de la guarda”, le dice sin mucha convicción un párroco) que lo acompañará hasta la vida adulta. De apariencia más asumible que la inmediatamente anterior Sangre de mi sangre, Dulces sueños esconde numerosas audacias bajo su traje melodramático, viajando por los recuerdos de Massimo (el personaje y, también, Massimo Gramellini, autor de la novela de aire autobiográfico en que se basa el film) en un constante trajín de tiempos y edades, que apenas nos da tiempo a familiarizarnos con las distintas situaciones y personajes. Como también sucede en Julieta, los caracteres que aparecen en el film no definen su peso por el tiempo que aparecen en pantalla, sino por el rol determinante que juegan en un preciso instante de la existencia del protagonista. Así, vemos desfilar a amigos, novias y familiares que, de un modo u otro, acaban remitiendo al espectro de la madre; un vacío intolerable que Massimo trata de llenar por varios medios: utilizando la religión con fines ingenuamente prácticos, encomendándose a la figura de Belphégor (villano de un serial televisivo que le da órdenes y le protege), y desarrollando una desatada pasión por el calcio (el piso donde vive su niñez está justo enfrente del estadio del Torino, y es la fiebre de las gradas el primer estímulo que contrasta con su luto) que, una vez adulto y con las fatigadas facciones de Valerio Mastandrea, lo llevará a dedicarse al periodismo, saltando de la sección de deportes a actuar como corresponsal de guerra, y haciéndose célebre mediante la respuesta a una carta de un lector que afirma sentir deseos de matar a su madre. Todos estos paliativos imaginativo-profesionales quedan elocuentemente resumidos en la pared de la habitación infantil de Massimo, donde el crucifijo aparece rodeado de las distintas alineaciones del equipo de su vida. Al fin y al cabo, no es casual que Massimo sea tifosso del Torino, un conjunto cuya existencia también está marcada, todavía hoy, por el duelo hacia su mítica plantilla de 1949, que murió al estrellarse su avión en Superga, a las afueras de Turín. Es muy posible que en unas manos menos sabias que las de Bellocchio, Dulces sueños resultase un empacho apolillado, pero su delicadeza a la hora de enlazar recuerdos con un montaje de gran musicalidad, repleto de rimas e intuiciones (el salto en trampolín o la caída de un objeto por la ventana son resonancias del precipicio materno), y su control de los volúmenes tonales (y también acústicos: el “¡No!” que grita el padre al saber de la muerte de su esposa es uno de los más terribles que se han escuchado recientemente en un cine) logran que la película caiga casi siempre de pie (el casi correspondería a algún segmento, como el de la Sarajevo destruida por la guerra, que no acaban de encontrar su encaje, o su rima, con el resto del metraje), haciendo de ella, en última instancia, una obra que concibe a la Madre como un misterio. No hay mejor ejemplo de ello que ese primer plano, uno de los mejores que ha dado el Festival de Cannes 2016, en que en el rostro de la actriz Barbara Ronchi la sonrisa se junta con las lágrimas.
Llega a los cines el Bellochio menos Bellochio en una propuesta convencional, que pese a esto logra conmover con la historia de un hombre que tuvo que sortear obstáculos y, principalmente, la ausencia de su madre en todas las etapas de su vida. La música y la política como subtema atravesando la narración, logradas actuaciones aunque se extraña, todo el tiempo, a ese director que juega con el soporte y que invita a la expectación activa constantemente.
En el nombre del padre y de la madre. El gran director italiano, autor de films esenciales como Vincere, vuelve sobre algunas de sus obsesiones: el peso angustiante de la institución familiar, la carga represiva de la religión católica y la lectura en clave psicoanalítica de sus personajes. Dueño de una obra tan prolífica como coherente, que se inició con la extraordinaria I pugni i tasca (1965) y tuvo, en los últimos años, su punto más alto con Vincere (2009), sobre los tiempos oscuros del Duce, Marco Bellocchio vuelve ahora en Dulces sueños sobre sus temas de siempre, que lo han convertido en uno de los grandes autores del cine italiano de las últimas décadas. A saber: el peso angustiante de la institución familiar, la carga represiva de la religión católica y la lectura en clave psicoanalítica de sus personajes. Menos bella y misteriosa que Sangre de mi sangre, su película inmediatamente anterior, Fai bei sogni es –como el propio Bellocchio ha admitido– un film por encargo, pero no por ello menos personal. Incluso sin conocer la novela autobiográfica del periodista Massimo Gramellini, que fue todo un éxito de ventas en su país, se diría que el director italiano se la ha apropiado, a tal punto que parece un film enteramente suyo, como cualquiera de su obra, siempre intransigente y cuestionadora. Es verdad, hay que reconocerlo: Dulces sueños comienza de manera casi convencional para Bellocchio, hasta que paulatinamente va complejizando a su protagonista y le encuentra aristas y matices que parecían impensados. Después de la muerte de su padre, Massimo (Valerio Mastandrea) vuelve al viejo departamento familiar para desalojarlo, pero inmediatamente termina poblándolo de recuerdos y fantasmas. En particular de su madre, que murió misteriosamente a fines de los ‘60, cuando él apenas tenía 9 años y ella sólo 38. Se diría que toda su vida, tanto de niño como de adulto, Massimo vivió en la mentira. La de su madre, que le hizo creer que con ella podía llegar a ser feliz, como fugazmente lo fue. La de su autoritario padre padrone, que siempre se resistió a admitir la causa de la muerte de esa mujer a la que dice haber amado y a quien quizás terminó odiando. La de la Iglesia Católica, que desde un comienzo le veló el acceso a la verdad. Y también la suya propia, que nunca quiso ver lo que tenía delante de sus ojos. Si a Augusto, el joven protagonista de I pugni i tasca, le costaba dejar atrás a su madre viva, cuánto más le cuesta a Massimo desprenderse de la suya muerta, incluso siendo adulto. La sutileza de Bellocchio radica en el hecho de que no se conforma con una interpretación edípica, que por otra parte no falta. Hay en ese antihéroe, propenso a la depresión, el miedo y la soledad, una secreta rebelión. No se trata de que Massimo no acepte la muerte de su madre, aún siendo niño. En todo caso, instintivamente, se niega a elaborar el duelo impuesto por la institución –familiar, religiosa– sobre la base de ocultamientos y negaciones. No parece casual que entre tantas citas a la cultura popular italiana que propone Dulces sueños –de Rafaella Carrà a Domenico Modugno– Bellocchio haga un guiño a su propia obra y aluda a su recordada Salto al vacío (1980), con la que este nuevo film tiene bastante en común, empezando por el enfermizo círculo familiar. En su totalidad, Fai bei sogni es de una gran firmeza: Bellocchio maneja con su maestría habitual elipsis y transiciones temporales, que le permiten ir del pasado al presente, ida y vuelta, incluidas paradas intermedias, con una fluidez cuyo secreto sólo parecen conocer los cineastas de su generación. Si las escenas del protagonista con su padre resultan menos logradas, es porque las que Massimo protagoniza con las mujeres de su vida –una colección de figuras maternas– tienen una intensidad poco común. Bastan como ejemplo dos, que son también hallazgos de casting. La de Massimo preadolescente, en la casa de un amigo, donde inevitablemente resulta seducido por esa madre fuera de norma que compone extraordinariamente Emmanuelle Devos. Y la de Massimo adulto, cuando finalmente se permite romper su coraza y soltarse en un baile desenfrenado con Bérénice Bejo, en un papel secundario que quizás sea su mejor trabajo como actriz hasta la fecha.
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Melancólica e inteligente reflexión sobre la vida Basada en la muy popular novela autobiográfica del periodista Massimo Gramellini, el mítico director italiano Marco Bellocchio narra en su nueva película la historia de Massimo, un niño de 9 años muy apegado a su madre (Barbara Ronchi). Una noche, tras desearle como siempre a su hijo los dulces sueños a los que alude el título, la mujer -de tan sólo 38 años- decide suicidarse. El relato va y viene en el tiempo (comienza en la ciudad de Torino en 1969) describiendo los inevitables traumas que el chico (interpretado por Nicolò Cabras), luego adolescente (Dario Dal Pero) y finalmente adulto (Valerio Mastandrea) sufre no sólo por esa pérdida, sino también por la poca claridad de los hechos, los eufemismos con que los demás se refieren a (y justifican) la tragedia y por la incapacidad de su padre para criarlo. Ya siendo un cuarentón -y luego de haberse desempeñado como corresponsal de guerra en Sarajevo y de convertirse en una pluma muy admirada en Italia- Massimo empieza a reconstruir su pasado con el objetivo de ir curando de a poco las heridas abiertas e iniciar una relación afectiva con una médica argentina (Bérénice Bejo, nacida en nuestro país y desde hace años una auténtica estrella en Europa). La película tiene algunas escenas un poco torpes y ciertos parlamentos subrayados (algo infrecuente en el cine de ese maestro que es Bellocchio), pero luego se va complejizando con elementos que disimulan su vacío y su angustia, como la "presencia" del villano de una serie televisiva o la pasión del protagonista por el equipo de fútbol del Torino para transformarse, en definitiva, en una melancólica, profunda e inteligente reflexión sobre la soledad de la niñez, el dolor, la ausencia, la culpa y todos aquellos conflictos no resueltos que dejan llagas que impiden madurar y realizarse. En manos de otro director ciertos excesos sentimentales del material podrían haber caído en el golpe bajo lacrimógeno. El realizador de I pugni in tasca, El diablo en el cuerpo, La hora de religión, Buongiorno, notte, Vincere y Sangre de mi sangre, en cambio, lo convierte en un film de una ternura, una dimensión humana, una complejidad psicológica y una sensibilidad infrecuentes en el cine italiano contemporáneo.
Por qué te fuiste, mamá El director de Vincere vuelve a lo intimista en este drama sobre un niño que, hasta adulto, extraña a su madre. Tal vez Marco Bellocchio (77) no tenga tantas obsesiones temáticas como otros grandes y consagrados directores de su tierra. La figura materna sería, quizás una de ellas. El autor -porque Bellocchio lo es, aunque a veces se base en obras ajenas a la hora de filmar, como aquí- de I pugni in tasca (1965) pone en el centro el dolor de Massimo, su protagonista, que de niño pierde a su madre, algo de lo que no podrá recuperarse. Massimo no asume la pérdida, se diría que de niño pero tampoco ya de adulto. Poco lo ayuda su entorno. La madre se ha suicidado, pero a él lo llenan de frases hechas, de eufemismos, tanto su padre como un párroco -la influencia de la Iglesia en la cultura italiana también es, sí, tema recurrente en el director de El diablo en el cuerpo- o quienes lo rodean. Su madre, le dicen, “murió de un fulminante ataque al corazón”. La estructura del filme, que va y viene en el tiempo, con Massimo niño y ya grande, en distintas etapas de su vida, se resiente a veces (la película se basa en la autobiografía del periodista Massimo Gramellini y, por caso, su experiencia en Sarajevo en 1993, cuando un fotógrafo falsea una situación para hacer una toma impactante aporta poco a la construcción de Massimo como personaje). Hay mucho de psicologismo en el filme, y frases que caen a veces como adoquines. Massimo veía en Belfagor, un personaje algo siniestro, su válvula de escape. A él apelaba cuando necesitaba ayuda. “Me defendía de todo. Del miedo, del dolor. Después aprendí a defenderme solo. Me volví adulto”. Los ataques de pánico que empieza a tener llevan a que ingrese a la trama una doctora (Bérénice Bejo), que lo ayudará a salir de su trauma, que se multiplica con la venta del departamento donde la mamma lo arropó la noche en que se quitó la vida, luego de desearle “dulces sueños”. Massimo no recuerda ni que lo haya tapado con las sábanas ni el saludo de despedida. Filme intimista, de tonos trágicos, daba para un melodrama, pero en las manos de Bellocchio todo es contado sin apelar a golpes bajos o de efecto. Si hasta la pasión por el fútbol (desde la ventana del departamento se divisa el estadio del Torino) se cuenta con inflexiones medidas. Valerio Mastandrea es el protagonista de adulto, y construye a Massimo como un tipo cuya introspección habla más de un desamparo que de una angustia subterránea. Parco hasta con una belleza que tiene como pareja, Massimo ha absorbido tanta congoja que, más que lágrimas, le brotan tormentos.
Basada en el libro homónimo y autobiográfico de Massimo Gramellini llega a los cines, Dulces sueños, la nueva película de Marco Bellocchio. El joven Massimo (Dario Dal Pero) gozaba de una infancia feliz junto a su madre: jugaban a las escondidas, cantaban y bailaban, miraban películas y, sobre todo, disfrutaban del tiempo juntos. Hasta que su madre falleció cuando él sólo contaba con nueve años. Treinta años después de dicho acontecimiento, Massimo (ahora interpretado por Valerio Mastandrea) no logra superar el dolor que le dejó aquella pérdida. A través de múltiples flashbacks y flashfowards la película irá del pasado al presente contantemente para profundizar en la historia del protagonista. Es que para poder comprender al triste y solitario Massimo actual es necesario mostrar cómo siguió la vida de aquel niño que sufrió una pérdida tan grande. Este recurso narrativo es lo único que le da un poco de vida a una película que se sumerge en la monotonía. Si bien Dulces sueños se centra en un tema interesante como lo es la muerte de un ser querido (en este caso de una madre), peca a la hora de buscar la lágrima fácil del espectador en algunas ocasiones: como en el momento en el que se lee un texto que parece ser sacado de esas páginas motivacionales de Facebook. La película podría haber sido más interesante si lograba profundizar en asuntos tales como las mentiras que se esconden detrás de las historias familiares, muchas veces con el pretexto de cuidar a los más pequeños. En cambio, las cuestiones que rodean la muerte de un ser querido son eclipsadas por el único foco que hace la película: la depresión que sigue vigente en Massimo después de treinta años.
El paso del tiempo y las viejas heridas Al comienzo hay un baile, y otro casi al final. En ambos el personaje central es festejado como un niño. Sólo en uno, es realmente un niño. En el otro, es un hombre que arrastra la orfandad de un niño. No será fácil cerrar las viejas heridas. Pero ya se lo había dicho un viejo maestro: "Es importante reaccionar frente al dolor, no ser su víctima. En esta vida te haces hombre 'a pesar de'". Hermosamente contada, vemos la historia de un malcriado enamorado de su madre, muerta cuando él apenas tenía nueve años. "Infarto fulminante", le mintieron. Abandono, negación, ausencia, sentirá él toda la vida. Y miedo de amar y sentir. La historia la contó primero Massimo Gramellini, subdirector del diario "La Stampa", en una novela confesional (hay edición española, "Me deseó felices sueños"). Y la llevó libremente al cine Marco Bellocchio, maestro. Ahí están los temas de Bellochio: los padres, los tiempos donde se consideraba mejor engañar a los niños, la disolución de la familia, la angustia existencial, el diálogo con la religión, las figuras de claro simbolismo (¡ese final tan poético, freudiano y verdadero!), los momentos claves de su país. Y está el mundo de alguien como Gramellini, con nombre cambiado y circunstancias parecidas. Algunas son propias de los turineses, pero también nos convocan: las canciones de Domenico Modugno y Raffaella Carrá ("Resta cu me", "Ma che musica, maestro"), una miniserie de miedo ("Belfegor ó El fantasma del Louvre"), un policial televisivo ("Avanti il prossimo", título llamativo considerando que alguien se tira al vacío), el triunfo del Torino en 1975, el homenaje siempre mantenido a los jugadores muertos en 1949, la cobertura de la guerra en Sarajevo (apenas tres breves episodios de creciente inquietud), a cuyo regreso empezarán los ataques de pánico. También, el Correo de Lectores del diario de pueblo chico y corazón grande. Emociona la parte en que el joven redactor vuelca en esa columna sus sentimientos sobre la madre y los lectores los reciben conmovidos. Conmueven también varias otras partes, en especial la de un fotógrafo de guerra que, sin mediar palabras, "acomoda" a un niño autista junto a una muerta. Y el elenco: Roberto Herlitzka (el cura sabio), Giulio Brogi (el que se va a pescar), Fabrizio Gifuni (el financista, alusión al empresario Raúl Gardini, de dramático final), los tres con diálogos notables, Barbara Ronchi (la madre evocada), Emmanuelle Devos (la madre envidiada), la franco-argentina Bérénice Bejo, Guido Caprino y, por supuesto, los protagonistas: Valerio Mastandrea, Nicoló Cabras, impresionante, y Dario Dal Pero. Música de Carlo Crivelli, es decir, otro maestro.
Dulces sueños, de Marco Bellocchio Por Gustavo Castagna Desde su segundo anclaje en el mundo de los festivales y en la consideración del público, a propósito de Vincere (2009), el incansable e inquieto Marco Bellocchio (Piacenza, 1939), no deja de sorprender a propios y extraños. Pero el elogio no refiere solo a lo prolífica de su obra –iniciada con la extraordinaria I pugni in tasca (1965)- sino que condice con la calidad de cada uno de sus films, encorsetados en sus tema de siempre: la asfixia y el peso de la familia, el contexto de una Italia cambiante, la religión como hipotética salvación y/o perdición del mundo, el psicoanálisis como emergente de las situaciones pero sin necesidad de caer en obviedades psicologistas. Veterano hoy, iracundo joven de los 60 y 70 y desde hace algunos años revulsivo y eficaz vocero de aquellos temas de antaño pero observados desde una mirada sabia e intransferible, Bellocchio es uno de los cineastas vivos (junto a los hermanos Taviani y Ermanno Olmi, ya bordeando los 90), que rememoran una forma de hacer y pensar al cine ya perdida en el tiempo. Una película como Dulces sueños, en ese sentido, puede llamar a engaño. Desde sus intenciones primigenias refiere al tema del Edipo pero sin la transpiración sexual entremezclada con el melodrama de La Luna de Bertolucci. Desde su demarcación contextual, Italia es diseccionada a través de dos épocas distintas: fines de los 60 y décadas más tarde, tomando como centro a Massimo (Valerio Mastandrea) personaje niño y personaje adulto, la relación con su madre (fallecida a los 38 años), las decisiones autoritarias de su padre, el poder acosador y engañoso de la religión, los leves matices que van conformando una personalidad particular. Bellocchio se maneja a piacere desovillando una historia que va y viene en el tiempo, narrando con seguridad y eficacia, construyendo un relato con apuntes televisivos (programas con Raffaella Carrá, Gassman y Tognazzi) y referencias al cine (Nosferatu, entre otras). Pero el contexto resulta periférico y actúa solo como acompañante del personaje de Massimo, quien no solo descree de la muerte súbita de su madre. En realidad, Dulces sueños está pautada por la ausencia pero también por aquello que Bellocchio maneja con suma inteligencia: Massimo, pequeño y adulto, construye la imagen de su madre a través de otras mujeres. Allí estaría el terreno pantanoso al que Bellocchio obstruye con gran astucia: el tema del Edipo está presente en varias escenas pero al mismo tiempo se apela al melodrama como solución eficaz al conflicto antes que al paisaje que propondría una explicación procedente del psicoanálisis. Lo mismo ocurría con La Luna de Bertolucci, más allá del afán por el escándalo que caracterizaba al cine del director de Último tango en París. Allí el melodrama operístico y el desenfreno sexual conformaban un coctel que aplastaba las disertaciones psicoanalíticas. En Dulces sueños, Bellocchio procesa su historia de manera similar, sin necesidad de recurrir al gesto provocador. O sí. En una gran escena, el pequeño Massimo, quien hace caso omiso a la muerte de su mamá, se encuentra con un amigo que escucha un tema de Deep Purple a todo volumen. La habitación respectiva resulta acorde: posters, tocadiscos, vinilos. Hasta que llega la mamá del amigo de Massimo y ambos se ponen a jugar, se rozan, se tocan, se besan ante la mirada atónita del protagonista. Finalmente, la mamá (Valeria Bruni Tedeschi, quien solo aparece en esta escena) aparece recostada en un sillón exhibiendo sus piernas al chico y al espectador. El erotismo ganó la partida como también se confirma la victoria del cine de Marco Bellocchio, un realizador que debería señalar el camino a buena parte del cine que se hace en estos días. DULCES SUEÑOS Fai bei sogni. Italia, 2016. Dirección: Marco Bellocchio. Guión: Valia Santella, Edoardo Albinati y Marco Bellocchio, basado en la novela de Massimo Gramellini. Fotografía: Daniel Cirpì. Música: Carlo Crivelli. Edición: Francesca Calvelli. Intérpretes: Valerio Mastandrea, Bérénice Bejo, Fabrizio Gifuni, Guido Caprino, Linda Messerklinger, Ferdinando Vetere, Barbara Ronchi. Duración: 132 minutos.
No siempre una película de un maestro del cine (Bellocchio lo es) resulta satisfactoria. Más allá de que esta historia sobre la obsesión de un hombre con su madre –muerta cuando era niño– vuelve a obsesiones caras al realizador, hay un uso desmesurado de la explicación, una saturación de planos y emociones y un tempo que disuelve en gran medida el impacto del film. Que es mejor que la media, de todas formas, aunque decepcione al seguidor del realizador.
Los secretos familiares que quedan sepultados durante años, treinta para ser más precisos. Un niño con una apegada relación con su madre, que a veces es una compinche de juego y otras un ser ausente, un día amanece con la noticia de su muerte. Nadie se toma el trabajo de explicar lo mínimo. Con los años llegara una mentira supuestamente piadosa que habla de un ataque al corazón fulminante. Un muro de silencio lo rodea y él se cría con traumas y sospechas, en rebeldía con su religión esperando que ella esté viva y regrese en cualquier momento. Esa infancia amasara a un hombre adulto, solitario, de pocas demostraciones. Un periodista fogueado en la guerra de Bosnia. Un episodio de ataque de pánico le hace creer que morirá de un infarto. De a poco se da cuenta que ya está preparado para escuchar la verdad. Marco Bellocchio confronta la realidad de un adulto en un mundo actual y el entramado de ocultamientos como si se tratara de un rito ancestral. Y la comprobación, una vez más que solo la verdad es liberadora con un pasado oprimente. Una verdad que siempre se sospechó. Con buenos actores el film conmueve, aunque al principio la trama de continuos raccontos no fluye con comodidad. Pero luego se encamina hasta conmover al espectador.
Se encuentra muy bien ambientada, posee una estupenda fotografía, paleta de colores y dirección de arte, además de correctas actuaciones. La historia comienza desde la mirada de un niño de unos nueve años hasta su madurez, él tiene que soportar la pérdida de sus seres queridos, al ser tan chico no puede comprender el mundo de los grandes. Su narración se apoya en el flashback, vemos al protagonista Massimo como intenta sacarse sus tormentos, su angustia y sus miedos. En una historia tierna, melancólica y llena de nostalgia. En algunos momentos su guión resulta poco sólido.
El cine de Marco Bellocchio despliega una combinación particularmente fluida de elementos heterogéneos: la realidad y el mundo onírico, la reconstrucción y el material de archivo, la edición alternada entre varias épocas y las sutiles conexiones internas. El evidente clasicismo de Dulces sueños se aparta de la energía transgresora de sus mejores películas, pero bajo su apariencia consensual yace una crítica a la obscenidad de las imágenes dominantes. La película cuenta la historia de Massimo, desde finales de los sesenta hasta el comienzo del nuevo siglo: un niño traumatizado por la muerte de su madre que se convierte en periodista deportivo y luego en reportero gráfico. La familia y la figura materna son el centro de una sociedad italiana que funciona como una suerte de prisión mental y emocional que va desde la iglesia hasta la televisión. En la extraordinaria filmografía de Bellocchio, la madre como misterio y ausencia está presente desde la genial I pugni in tasca. Cincuenta años más tarde, esta elegía desgarradora sobre la imposibilidad del duelo sigue removiendo el territorio del inconsciente individual y colectivo para confirmar que algunas heridas resisten el paso del tiempo. La película está escrita desde el dolor que hace volver a la conciencia del héroe fragmentos de su pasado. El protagonista, caprichoso y melancólico, está afectado por un sufrimiento del que sólo conoce parcialmente la causa. La dificultad para superar el duelo de la infancia trasciende el conocimiento y el amor. El diálogo con el sacerdote profesor de ciencia o el encuentro amoroso con la doctora no habilitan la liberación del protagonista. Los mejores momentos de la película aparecen cuando Bellocchio rompe la lógica del relato clásico mezclando el fantasma de Belfegor, un villano de una serie italiana de los sesenta, con una actuación televisiva de Raffaella Carrá. Un montaje en el transcurso del tiempo con rimas visuales, ecos y resonancias capaces de conectar un salto desde el trampolín con un busto de Napoleón arrojado por la ventana. Con la gracia de los encuadres, la precisión de las elipsis, la intensidad de un rostro en un claroscuro, el juego con la nitidez en el interior de un plano o la suspensión del relato en un cuarto vacío, Bellocchio se reafirma como un autor con una de las obras más consecuentes y fascinantes de la historia del cine.
El maestro italiano Marco Bellocchio (Vincere, Buenos días, noche) entrega con Dulces Sueños un melodrama intenso, profundo y de una belleza imborrable, gracias a su particular manera de narrar, yendo y viniendo entre pasado y presente, para contar la historia de Massimo (Valerio Mastandrea), que pierde a su mamá siendo un niño y se transforma en un adulto marcado por esa ausencia. Un melancólico periodista que se ha formado sobre retazos de información de lo que pasó con ella, filtrados por los adultos y la Iglesia, y la ayuda de Belfegor, un villano de una serie de TV que miraba con su madre y que hizo las veces de amigo imaginario. Con momentos de gran cine, durante dos horas, Bellocchio hace un film sobre los ecos fantasmales de la infancia, el peso de la pérdida, el tiempo como rompecabezas, la religión como impuesta historia oficial de la vida privada. Hay estallidos de emoción a lo largo de este relato que parecen llegar desde lo más hondo para interpelarnos (un grito en la noche, un baile frenético, una carta de respuesta a un lector que se "viraliza"), nacidos para el cine desde la misma materia con la que parecen hechos los recuerdos, tan arbitrarios en su permanencia. Esa especie de collage de momentos, expuesta con libertad y vigor, alejan a esta gran película del melodrama convencional y la inscriben entre las obras que dejan huella como sólo el cine es capaz.
Marco Bellocchio es uno de los grandes cineastas en actividad; el mejor de Italia, uno de los pocos maestros europeos vivos, un genio. El espectador vernáculo puede verificarlo. Se estrenaron en los últimos años Vincere, Bella durmiente, Sangre de mi sangre. Como pocos, Bellocchio es capaz de suscitar desconcierto y reconocimiento, risas y lágrimas, intensas emociones y complejos pensamientos. Puede tomar la vida de un pintor ateo, un político sin escrúpulos, un conde inmortal, o reconstruir el secuestro de Aldo Moro e imponer sus temas predilectos: la vida inconsciente, la crítica política, el rechazo a las certezas de la teología y su desconfianza respecto de la institución familiar.
Crítica emitida en "Cartelera 1030" por Radio Del Plata (AM 1030) Sabados de 20-22hs.
Jugando a las escondidas con la mamá, la verdad y las pérdidas Mássimo le pregunta a su profesor qué hay más allá de lo que está en el mundo. ¿Antes reinaba la nada? Quiere saber dónde empezó todo para poder saber dónde termina la vida. Tiene una duda que le da tregua: ¿cómo murió su madre, por qué lo dejó tan solo y dónde está ese más allá al que la habrían enviado? Cuando preguntó, no se lo respondieron. Y siente que todos le mintieron. Su padre le ocultó la verdad y la iglesia le dio metáforas. Pero su madre ya no está y ese chico de 9 años no se resiste a creer que murió. En pleno velorio pretende abrir el cajón para saber si allí está ella, esa madre algo turbada, que cada noche le deseaba dulces sueños y que fue llenando su vida de amargas pesadillas. Y pregunta: antes que el mundo empezara ¿qué había? El profesor le explicará a ese adolescente taciturno que ni la ciencia ni la filosofía tienen la respuesta, que sólo la fe podrá echar un poco de luz. Film denso, que se alarga innecesariamente con subtramas muy forzadas (la carta; el millonario suicida), que se apoya en personajes que van y vienen y que a veces adopta un discurso demasiado explicativo. Monocorde, serio y reflexivo, retrata con melancolía y algún exceso retórico, el tembladeral emocional que vive Massimo. Lo muestra en tres momentos de su vida: como níño, como adolescente y como hombre maduro. Pero siempre triste, distante, sin certezas, enfrentando en silencio sus dudas y sus pérdidas. Porque se quedó sin madre, sin padre, sin infancia y sin futuro. Y sin conocer la verdad. Un día vuelve a su casa materna y allí por fin, entre sus fantasmas, podrá saber al fin qué le pasó a su madre, una revelación que lejos de aliviarlo le sumará más dudas a ese hijo abandonado que ahora, al fin, podrá empezar. Bellocchio nos dice lo que nunca está de más recordar: si no ajustás cuentas con el pasado, no se puede mirar de frente al porvenir. Hay una escena donde se ve a Massimo y su mamá jugando las escondidas en la casa. Ella se acurruca dentro de una caja y el nene se desespera cuando no puede encontrarla. Es una escena casi anticipatoria. El juego de la infancia no acabará nunca para este hombre dolorido. Massimo se la pasará buscando por todos los rincones a esa madre atormentada que un día decidió esconderse para siempre.
ANTES DE LA TORMENTA Tal vez sean ciertos gestos estéticos, algunas frases y un par de escenas las que mejor resalten el centro neurálgico del cine de Bellocchio, aquel parricida que se despachó a una tradición gigante con la demoledora I pugni in tasca en 1965. No es la historia lo que prima sino la capacidad que tiene el director para cazar planos maravillosos, armar secuencias de tonos encontrados y ofrecer desbordes propios de quien concibe la vida operísticamente. Pocos tipos han sabido ofrecer una poética donde la locura, la política y el psicoanálisis convivan en una mirada desaforada, trabajada en un campo de tensión permanente entre silencios y gritos, ejercicio que también se traslada a la forma en que musicaliza la mayoría de los grandes momentos en su cine. Basta pasear los ojos por los créditos finales de Dulces sueños, aguzar los oídos y comprobar cómo de una tenue melodía clásica pasamos sin aviso a una canción pop. O amar esa notable secuencia en la que el niño protagonista acude a la casa de su amigo y a medida que sube la escalera, el silencio de sepulcro burgués es interrumpido por Highway star de Deep Purple, para terminar en un encuentro edípico sumido en una atmósfera de erotismo. Así es la vida para Bellocchio: un vaivén operístico en medio de una arritmia narrativa. Lo que importa es el tono, la búsqueda de ese lapso de tiempo y espacio donde los desbordes anímicos propios del melo arriman a los personajes a la cornisa del abismo. Y cuando una criatura en sus películas dice “Su corazón no resistió” o “Me va a explotar el corazón”, nunca hay que tomar tales sentencias con un único sentido. El último film del irreverente realizador es, entre otras cosas, sobre el dolor. Una primera cadena de acciones breves confirma una idea y tres estados: el poderoso vínculo entre una madre y su hijo de nueve años, Massimo; la euforia, el miedo y la tristeza. Luego, la pesadilla del suicidio y una pérdida que el personaje cargará durante toda su vida sin que se la nombren como se debe. Las últimas palabras de la madre (que dan origen al título) preparan el terreno somnoliento en el que se sumerge el itinerario del chico que se hace adulto para volver a ser joven (la estructura se arma a partir de un ida y vuelta por determinados años, que también marcan sutilmente los cambios de Italia). Massimo apenas puede reír y la experiencia de temprana orfandad la vive como vacío, como pánico (que se materializa en ataques) y apenas es tapada con una escritura que obedece al compromiso laboral y a una pasión impuesta por el fútbol. Los trabajos que lleva a cabo como periodista son eslabones arbitrarios que suplen el dolor, que lo mantienen espectralmente en el mundo, incluida la relación con una bella enfermera, porque en su rostro y en su cuerpo se inscribe la desdicha (ese don, como diría Borges, que hace posible nada menos que la tragedia; en un segmento, Massimo visita a un posible candidato para una entrevista que termina matándose luego de haber dicho “mire, un hombre feliz no hará nada interesante en su vida”) y la necesidad de encontrar la verdad sobre los motivos de la muerte de su madre. Toda la energía border del niño desplegada en la primera hora del film se va extinguiendo en un mar de melancolía. No obstante, tipos como Bellocchio son capaces de no empantanarse y salir con imágenes en las que una marcha en un boliche con la música al palo es acompañada con Nosferatu de Murnau de fondo. Y si la vida se siente operísticamente, esto es algo que su cine rescata con los contrastes mencionados. Mientras tanto, sus películas transcurren y pueden verse/sentirse como sus personajes que miran a través de las ventanas cielos estrellados o caídas de nieve, hasta que irrumpe algún huracán de signos.
1 + 1 = ¿1? “Perdí a mi madre cuando era un niño. Ahora soy cinco años mayor que ella. Eso me impresiona”. La revelación del adulto da cuenta, casi por primera vez, de su propia vulnerabilidad y lo convierte, por un instante, en el niño de nueve años que quedó sin madre. Entonces, los 43 años actuales se vuelven una especie de carga. ¿Qué pasó aquella noche? ¿Por qué ella no se despidió? Los estados contrastivos, opuestos, exagerados, distantes por los que atraviesa el protagonista son permanentes, imprevistos y diversos; un relato construido por el director italiano Marco Bellocchio (basado en la novela homónima de Massimo Gramellini) repleto de paralelismos, alternancias temporales y, sobre todo, un tratamiento demasiado exhaustivo de Massimo expuesto en la multiplicidad de temas, motivos y características que lo definen pero que, al mismo tiempo, buscan abarcarlo todo sin dejar lugar a la duda o a la incertidumbre. Porque, a final de cuentas, la única vacilación que recorre Dulces sueños es cómo murió la madre; mientras que la supuesta búsqueda interior de Massimo está atada a la negación, en primera instancia, y luego a una necesidad más material –la venta de la casa de la infancia– y física –el ataque de pánico –. De esta forma, madre e hijo parecerían imbricarse en una sola configuración para luego fragmentarse y adquirir independencia; una autonomía que se confronta en tres aspectos: la religión como primera ruptura y puesta en cuestionamiento del vínculo entre ambos, el paralelismo maternal entre su madre y Elisa, la médica de guardia que aparece pocos minutos para ayudarlo con el ataque de pánico, cuyo detonante pareciera ser la caja de fósforos que perteneció a su madre; por último, la música italiana como nexo indiscutido entre ambos, cuyo primer ejemplo está al inicio del filme, cuando bailan un twist. Ese momento de complicidad queda grabado en el niño de tal forma que, incluso ya adulto, se prohíbe intentarlo de nuevo, como lo demuestra alejándose de la fiesta electrónica de la joven con la que sale; una muralla que se replantea hacia el final. De hecho, sólo en la adultez se escucha una canción de Cyndi Lauper. Mientras que los fragmentos de Belfagor, el fantasma del Louvre actúan a partir de él, como método de defensa tanto del mundo como de su propio interior sensible. El uso replicado de estos lazos en la mayoría de los subtemas y motivos para retratar al protagonista y el abuso de su tratamiento exhaustivo repercuten en el factor sorpresa espectatorial planteado por los saltos temporales, al punto de transformarse en un recurso agobiante. Massimo está abordado tan en profundidad que se lo sobrecarga, se adicionan escenas como la reunión del diario o la visita a la casa del amigo para retomar el vínculo con la madre en una repetición más de lo ya visto o se busca alejarlo completamente como sucede con la llamada del millonario que le pide escribir su biografía que carece de sentido. Dulces sueños, en definitiva, no hace más que volver de manera directa, sugerida o mediada a aquella despedida silenciosa para el niño, el último momento en que ambos fueron uno mismo. Por Brenda Caletti @117Brenn
Massimo es un niño de nueve años que se divierte compartiendo el tiempo libre junto a su madre (Barbara Ronchi). Juntos, bailan, viajan en micro, juegan a las escondidas y hasta llenan un álbum con recortes de los cantantes de la época, hasta que una noche, luego de que ella va a desearle dulces sueños, un grito se escucha y el equilibrio se rompe: la mujer ha muerto. Nadie toma el suficiente coraje como para explicarle a Massimo lo que sucedió, simplemente le organizan un encuentro con un cura y posteriormente le informan que fue “un infarto fulminante”, clausurando con esa respuesta el tema.
La más reciente película del extraordinario realizador italiano de “Víncere” y “Sangre de mi sangre” es un drama familiar un tanto más convencional que sus mejores títulos pero que de todos modos logra convencer y conmover con elementos genuinos y sin golpes bajos. La “madre”, la mamma, ese tema universal pero que para los italianos parece ser doblemente trascendente –y especialmente en lo que al cine y al arte se refiere– es el centro de la nueva película de Marco Bellocchio y la obsesión de por vida de su protagonista, desde que la mamma en cuestión murió en circunstancias misteriosas cuando él solo tenía nueve años. A lo largo de DULCES SUEÑOS (las que para el chico fueron las últimas palabras de ella) veremos en un ir y venir entre la niñez en los ’60 y ’70 y la adultez en los ’90 las distintas búsquedas, traumas y perturbaciones del protagonista, obsesionado por resolver ese tema que marcó su vida para siempre, dividiéndola en un antes y después. Menos compleja y sofisticada narrativamente que las recientes películas del director, DULCES SUEÑOS es más directa, clara y emotiva. Y si bien los temas que Bellocchio explora en ella son casi los mismos de siempre (si bien la religión juega un papel menor aquí) la forma en la que lo hace es más sencilla y accesible. Por momentos bordea cierto sentimentalismo que la acerca al drama más convencional, pero casi siempre encuentra la forma de salir bastante bien parado aún de las situaciones más cercanas al cliché. La película se basa en el best seller del periodista Massimo Gramellini, una historia claramente autobiográfica que arranca mostrándolo de niño, compartiendo momentos con su simpática y activa madre (viendo películas por televisión, jugando en la casa) y un poco más alejado de su un tanto distante padre. Fanático del fútbol y, especialmente del Torino –cuyo tristemente célebre accidente aéreo de los años ’40 juega un rol aquí–, Massimo crecerá y se convertirá en periodista, pero de a poco, en el ir y venir del relato (cuyo eje narrativo sobre el que pivotea el resto de la historia es su regreso a la casa de la infancia para venderla), veremos lo difícil que terminó resultando su niñez y su vida posterior. Su madre muere y a Massimo le dicen que fue un repentino ataque cardíaco, algo que sabemos que no es cierto pero recién se nos aclarará la verdad sobre el final. De adulto (interpretado por Valerio Mastandrea) lo veremos repasando momentos de su vida infantil junto a ella y sus amigos (a quienes les decía que su madre vivía en Nueva York), enfrentando nuevos desafíos personales y profesionales en la actualidad y atravesando dos momentos que terminarán siendo claves: un ataque de pánico que le permite conocer a una doctora (Berenice Bejo) y el pedido de su editor de escribir una columna sobre su madre, texto que se volverá fundamental para que Massimo pueda, sino dar vuelta la página, al menos afrontar el trauma de otra manera. Más cerrada en sus significados y terapéutica en su evolución narrativa, SWEET DREAMS no está a la altura de otros filmes en los que Bellocchio era más misterioso y sugerente con sus temas. De todos modos, en muchos de los recursos visuales que utiliza (su juego con los personajes y películas de terror, por ejemplo) y en el clima casi pesadillesco que le impone al filme, quedan claras las marcas autorales del director de SANGRE DE MI SANGRE. Pero, principalmente, el tema que une este filme a toda la obra del italiano es el de la familia, preocupación central de su cine en muchos aspectos, tanto en las ficciones como en los documentales y hasta en el casting de muchos de sus personajes. El universo que encierra, enamora, atrapa y obsesiona al protagonista de la película es su familia y ese es el tema del cine de Bellocchio desde I PUGNI IN TASCA, más de 50 años atrás, hasta VINCERE, de 2008. Y dentro de eso brilla la “madre”, claro, que en Italia es cosa seria…
Reflexiva mirada sobre algunas conductas humanas Hay golpes que uno recibe en la infancia, de esos que son difíciles, tal vez imposibles, de recuperarse, que dejan una marca indeleble en la personalidad, provocan una huella profunda en el carácter, que lo soportará por el resto de su vida. Este hondo dolor, que le condiciona su existencia, es lo que sobrelleva cómo puede Massimo (Nicoló Cabras, de chico, Darío Dal Pero, de adolescente, Valerio Mastandrea, de adulto), que siendo hijo único tiene una relación muy estrecha con su madre (Barbara Ronchi), ella vive pendiente de él y para él, pero una noche ella muere, y cuando Massimo se despierta nadie le dice nada de lo ocurrido, sólo un cura le cuenta que se fue al cielo, ni siquiera le permiten ver el cuerpo de la difunta. Nada más observa un ataúd cerrado. La duda de no saber lo que pasó, de buscar una madre sustituta en cada mujer que se cruza en su camino, porque su padre (Guido Caprino), no le da cariño, es reservado, serio y distante, le produce un malestar permanente que no lo puede aliviar con nada, ni con nadie. Por un lado, sufre por su madre ausente, y por otro mantiene distancia con los que quieren acercarse, cómo un medio de protegerse de las relaciones humanas. El director de esta película, Marco Bellocchio, nos relata de una manera muy intimista, la historia de un chico feliz de 9 años que nada más tenía que preocuparse por hacer la tarea del colegio y jugar, pero, de repente, todo cambió para peor, y nada pudo volver a ser lo que era, porque cuando es adolescente, y luego adulto, continúa con un gran vacío en su alma y una pena infinita. El film va y viene en el tiempo constantemente, la utilización repetida de los flashbacks le quitan un poco de ritmo y no le aportan nada relevante. El departamento de Turín es el testigo presencial de todo lo que le pasa a Massimo, incluso de adulto, cuando decide desprenderse de todos los recuerdos y venderlo porque trabaja de periodista y viaja bastante. La presencia de Elisa (Bérénice Bejo), que actúa como una guía espiritual para que pueda liberarse de esa pesada mochila, lo hace aflojarse un poco, ser más divertido, y que no piense tanto en su madre. Muchas veces los adultos ocultan cosas para proteger a los chicos en vez de hablar con claridad, sobreprotección que resulta contraproducente porque crecen bajo un mar de dudas, que los va carcomiendo de a poco y, cómo le pasó al protagonista, que a los 43 años logra enterarse de la verdad, una verdad que él hubiese querido saber en el momento justo.
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La próxima SEMANA DE CINE ITALIANO se va a desarrollar entre el 2 y el 8 de junio en el Complejo Village Cines Recoleta, organizada por el Istituto Luce Cinecitta con el apoyo de la Embajada de Italia, el Instituto Italiano de Cultura de Buenos Aires y el ICE (Agencia Italiana para el Comercio exterior) Allí se va a preestrenar Fai bei sogni, la ultima película de Marco Bellocchio, con el protagónico de la actriz argentina Berenice Bejo (El artista) que se presentará aquí como Dulces sueños, una historia basada en el libro autobiográfico de Massimo Gramellini. Dulces sueños es una película mágica. Narrada desde los ojos de un niño de 9 años de fines de los años 60, que sufre a esa edad la muerte de su madre. Entre sus recuerdos, esa mujer es idealizada a través de los juegos y las canciones, los dibujos sobre la mesa de la cocina y los programas de tv con personajes infantiles. Con ese registro de la dulzura maternal y el autoritarismo del padre, sumado el lugar lateral de los padrinos que lo terminan criando, Massimo construye un mundo en el que las marcas de la ausencia lo dejan solitario y melancólico en el mundo. Gran trabajo en la dirección del pequeño actor que carga con la responsabilidad de representar esa infancia. Bellocchio, con la exquisitez que lo caracteriza mueve a sus criaturas en el espacio ntimo de esa casa de Torino que en algún momento habrá que desarmar. La escena del funeral, oscura y dolorosa, es el momento eje de la película. A partir de allí nada parece ser igual. Los tiempos que manipula, entre el pasado y el futuro se entrelazan en la vida de Massimo niño, luego adolescente y luego adulto, periodista del diario La Stampa, enviado a la guerra en Sarajevo a principios de los 90. Son los secretos familiares, atravesados por los prejuicios de un catolicismo recalcitrante, en torno a la muerte de esa joven madre los que sufrirá Massimo con una intensidad que se palpa bellamente en el film de un director que roza los 80 años y que sigue dando joyas para disfrutar.
La nueva película de Marco Bellocchio (Vincere, Sangre de mi sangre, Bella addormentata y una extensa filmografía) está basada en la novela autobiográfica, best seller del periodista Massimo Gramellini. Una historia que es como la vida: a veces linda y dulce, otras tantas dura y triste y siempre con un aire de misterio, con huecos que uno va intentando llenar. En este caso, Massimo vive una niñez idílica. Su madre es una mujer a la que percibe alegre y jovial, que baila y canta como si viviera en un permanente estado de enamoramiento, con la cual ven televisión recostados en el sofá y abrazados, realizan actividades creativas y simplemente son. La cámara la observa como lo hace su propio hijo, enamorados de esa mujer. Pero una noche sucede algo que él no entiende, y su madre desaparece. Como es muy pequeño, no se atreven a decirle las cosas como son: que está en el hospital, que está con Dios, que eligió cuidarlo como un ángel de la guarda, que sufrió un infarto espontáneo. Esa noche va a marcar la vida de este hombre, con un relato que va y viene en el tiempo para mostrarlo en diferentes etapas, niño, adolescente y adulto. Aquella noche su madre se fue y quedó en él un agujero que nunca pudo llenar y que lo convirtió en una persona llena de preguntas y muy pocas respuestas. Es quizás eso lo que lo lleva a convertirse en periodista. Massimo termina convertido en un adulto incapaz de sentir. Se mueve por la vida, por su trabajo, por sus relaciones con las personas del sexo opuesto, de un modo mecánico. Esto se ve claramente en la secuencia de Sarajevo, donde asiste como periodista y ve de frente las consecuencias horribles de la guerra y no parece pasarle nada al armar el encuadre para la mejor foto. O responder ante el beso de una chica en medio de una fiesta sin inmutarse, pero sin negarse tampoco. La película del reconocido director italiano está construida a través de momentos. A veces éstos no parecen ser fundamentales o no tener una relación clara entre uno y otro, pero lo cierto es que los detalles van marcando todo lo que sucede y el modo en que su protagonista lo vive. Cerca del final especialmente es que nos damos cuenta de cómo todo está relacionado con todo. Una fallida búsqueda de respuesta a través de la religión, el acercamiento al periodismo a través de su pasión por el fútbol, el suicidio de un entrevistado que presencia y mueve su carrera, el éxito repentino que surge a través una carta editorial que contesta donde se abre quizás por primera vez con ese ímpetu sobre la ausencia de su madre, el refugio que encuentra solamente en algo ficticio como lo es la figura de Belgafor, a quien veía junto a su madre, y la aparición de una doctora que de a poco comenzará a hacerlo sentir, a bailar, besar, dejarse llevar… quizás para en algún momento poder dejar ir. El uso de la música (muy presente a lo largo de todo el film y que sirve además para ir marcando las diferentes épocas) y las interpretaciones terminan de conformar esta muy recomendable película. Quizás se destacan Barbara Ronchi como esa madre y figura tan presente aun más en su ausencia, Emmanuelle Devos como la madre de un compañerito que en medio de su normal adolescencia no logra apreciar lo que Massimo no tiene, Berenice Bejo como esa doctora y mujer que de a poco va a ir poniendo un poco de luz en su vida y Nicolò Cabras como el Massimo más pequeño, el único que protagoniza escenas con Ronchi y entre quienes se percibe una química casi hipnótica. Dulces sueños es una película enorme. Es una película sobre la vida, con lo abarcativo y vago que eso suena. De hecho, al conocer la trama uno podría esperar un melodrama lleno de lugares comunes que apelan a la lágrima fácil, y en cambio el resultado termina generando una emoción genuina a medida que uno va creciendo con el personaje principal.