SANGRIENTA LUNA TUCUMANA Un grupo de jóvenes maneja por la ruta. A esta altura, la premisa suena como los chistes que enumeran a tres personas con tres nacionalidades distintas y un problema en común. Sin embargo, hay que concederle al director Ignacio Rogers que en su primer largometraje no hay clavos ni trampas en la ruta; los neumáticos llegan inflados al destino elegido (tal vez habría que revisar el motor en algún rato libre). Cuatro amigos (una pareja consolidada, otra que lo fue) llegan a unas cabañas al costado de las rutas tucumanas (el nombre “El diablo blanco” no los inquieta y ese es su primer error). Pero, ¿qué otros peligros puede ocultar la selva para unos jóvenes (acaso porteños) que no sean una nube de mosquitos y quedarse sin yerba en medio de la nada? Pronto, uno de ellos se encontrará con el diablo blanco del título, un conquistador en busca de venganza o algo así. En realidad, la sinopsis es lo menos importante de este film, de climas irregulares y de escenas que necesitarían una mayor participación de la magia del montaje. Pero Rogers maneja mejor el terror que subyace en la temática que el trámite formal. El diablo blanco toma algo del slasher y algo de una leyenda ancestral –lo conocido y saboreado tantas veces, rituales incluidos– y los pone a deambular por la selva. Tras la insistencia del dueño del complejo para que se dé una vuelta por un lago cercano, Fernando (interpretado por Ezequiel Díaz) se rinde y baja solo (sus amigos prefieren dormir, un hecho recurrente en esta película de motivaciones anestesiadas). En medio del camino se encuentra con un hombre ensangrentado que lo dispara de vuelta hacia la cabaña y a la seguridad extrañamente reconfortante que sentimos bajo las sábanas. Las muertes no tardan en aparecer, pero lo más inquietante es la forma en que todo el pueblo apunta a Fernando como sospechoso de los crímenes. Antes de que las cosas se compliquen, los amigos (el mencionado Díaz junto a Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella) al menos logran aprovechar un día al aire libre. Los cuerpos recortados sobre los bloques naranjas de las sierras y la selva dan paso a conversaciones amigables y uno siente que Fernando y su ex se extrañan más de lo que su discurso sobre los beneficios de la soltería da a entender. Cuando los personajes se trasladan a un hotel más genérico, el film transmite el tedio de unas vacaciones interrumpidas por la burocracia pueblerina-pagana. Los cuatro amigos deambulan por pasillos, se tiran en la cama, duermen. Parece una película de jóvenes bucólicos apenas congestionados por el misterio a su alrededor. Cuando la acción finalmente se traslada al bosque profundo y el fuego de los sacrificios y la complicidad de las sombras de la comunidad se eleva por encima de los árboles, uno siente que esta es la película que El diablo blanco debería haber sido en su totalidad: siniestra, mala onda y pesimista en su mirada sobre las tradiciones contagiadas a través de las generaciones.
La sangre derramada La ópera prima del actor argentino Ignacio Rogers como director es una película de terror sobre un grupo de amigos de treinta y pico de años que se toman unos días de vacaciones para alejarse de la ciudad y visitar unas cabañas cercanas a un lago que administra un ex colega del padre de Fernando, el conductor designado del viaje. Apenas llegan a su destino anegado a través de las rutas tucumanas, Fernando cree ver a un hombre harapiento y ensangrentado deambulando alrededor de la laguna que parece acecharlo, y a la mañana siguiente la joven hija del dueño de las cabañas, Anahí, aparece asesinada y Fernando es el principal sospechoso, por lo que debe permanecer en el pueblo por orden policial. Cuando los amigos intentan irse asustados por la posibilidad de que el asesino regrese descubren que su auto está averiado y empiezan a sentir que realmente hay algo siniestro en toda la secuencia de acontecimientos. Las vacaciones de las dos parejas de amigos se convierten así en una pesadilla rodeada de sagrarios con fotos colgadas al revés -en estacas en la ruta y en el bosque- de personas que fueron asesinadas con un corte en el cuello, lo que guarda relación con una leyenda local sobre un noble español asesinado de la misma forma por los nativos debido a su crueldad y con una secta que clama por sangre para liberar su alma del suplicio eterno. Ya en el principio del film el rito sacrificial del noble español por parte de los nativos tucumanos aparece como la clave de una obra que tiene a la sangre derramada como un elemento simbólico muy presente para el desarrollo metafórico del film. El Diablo Blanco (2019) utiliza el terror ritual para conducir a los personajes hacia lo desconocido que acecha como residuo de un asesinato acaecido durante la época del genocidio de los pueblos originarios como consecuencia de los crímenes cometidos por la barbarie española contra las comunidades nativas que habitaban la región y que fueron salvajemente sometidas y exterminadas. En la trama, Rogers propone un esquema típico del género de parejas de la ciudad que al adentrarse en el interior de su país descubren un culto que mantiene prácticas sacrificiales y deben intentar huir de sus fanáticos perseguidores. El guión del propio Rogers logra atrapar con su historia pero va perdiendo fuerza a medida que repite algunas características un poco abusadas en las películas de terror, pero que aun así funcionan. La fotografía de Fernando Lockett le aporta mucha profundidad a una propuesta con buenas actuaciones que mantiene el clima de suspenso y terror durante todo el film para ofrecer una obra correcta que sorprende por momentos gratamente, pero que en general sigue un camino demasiado prefijado por las expectativas del género.
Ritos satánicos en el bosque tucumano. Ignacio Rogers debuta con una película de género, poniendo en juego una historia vinculada a leyendas del norte de nuestro país, que tienen su origen en la época de la conquista española. Cuando el hombre blanco invadía las tierras y se entrometía en las costumbres de las tribus que allí habitaban. Todo comienza en el momento que cuatro amigos se van a vacacionar a un pequeño pueblo en medio de las montañas tucumanas. La cosa va de maravilla (aire fresco, mucho verde, una hermosa laguna), hasta que en un paseo nocturno, uno de ellos se cruza con un extraño hombre ensangrentado. A partir de ese instante se comenzarán a suceder una serie de crímenes inexplicables, y el grupo quedará varado en ese lugar infernal. Sí… el auto se rompe, no hay repuestos, el colectivo para la ciudad pasa una vez a la semana, y demás tópicos del género. Sin dudas, una fuerza maligna e invisible los retiene. A su vez, el pueblo parece ser cómplice de esos asesinatos rituales. Estamos ante una película muy bien actuada, técnicamente impecable, que a partir del avistaje del “diablo blanco” se sumerge en un ámbito enrarecido, por momentos lisérgico. Si algo podemos observar es que el tempo se dilata encontrando un final algo abrupto. Es decir, hay un cambio de clima narrativamente violento al momento del desenlace. Más allá de esto, Rogers nos adentra en una historia atrayente y sugestiva, que se vale de elementos autóctonos para provocar terror.
Rituales paganos. La prueba palpable de que se puede hacer cine de género con un plus artístico en Argentina es el debut en la dirección del actor Ignacio Rogers. En sintonía con algunos otros directores que exploran el terror con un interés en lo local, sin repetir fórmulas o malas copias de películas clase B norteamericanas o de otras latitudes, el mérito en este caso es doble tanto por la historia que cruza la típica película de extraños en un pueblo maldito como con el casting donde se destaca el nivel de cada uno de los intérpretes, permeables a los climas que propone una cuidada puesta en escena. El Diablo Blanco es la interesante mixtura de elementos genéricos con una impronta local saludable, poco habitual para un cine recién nacido, el de género con voz propia y con ganas de crecer, madurar y encontrar su público.
Aunque transitando caminos conocidos (subgénero de jóvenes yendo de viaje y quedando atrapados en un complejo de cabañas donde empiezan a suceder eventos cada vez más extraños), la ópera prima de Ignacio Rogers (reconocido actor del cine independiente) tiene una primera parte que promete. El problema es que durante la segunda mitad (en la que entran a jugar sectas satánicas, leyendas milenarias y rituales sangrientos) las resoluciones son poco convincentes y la sensación termina siendo un poco frustrante, a pesar de los no menores hallazgos visuales (el director de fotografía fue el siempre talentoso Fernando Lockett). Una pareja (Martina Juncadella y Julian Tello) y dos que alguna vez fueron novios (Ezequiel Díaz y Violeta Urtizberea) parten juntos a bordo de un auto y llegan a una zona de bosques, montañas y lagos, donde empezarán a descubrir personajes perturbadores y situaciones extremas (en una de las primeras escenas aparece asesinada el personaje de Ailin Salas). A partir de entonces, las vacaciones se convertirán en un suplicio, una acumulación de perversiones y explosiones sangrientas. Rogers intenta reformular ciertos códigos fundacionales del género de terror y darles una impronta local, pero el resultado en esa segunda parte no es del todo convincente.
Cuatro amigos (Ezequiel Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella) se van de vacaciones a un remoto pueblo en la provincia de Tucumán. Tras una larga travesía en auto, llegan a un pequeño complejo de cabañas dirigido por un viejo conocido del padre de uno de ellos, con la idea de descansar y desconectarse de la vida de ciudad. Sin embargo, rápidamente los protagonistas comienzan a ver indicios de que algo no está bien en el lugar, primero con la existencia de varias tumbas improvisadas con fotos invertidas a un lado de la ruta, y luego con un misterioso asesinato emparentado con una leyenda oscura del lugar. La reacción del grupo es huir de allí inmediatamente, pero como dicta el género, esa tarea no va a ser tan fácil. La ópera prima de Ignacio Rogers claramente se plantea como un homenaje a los clásicos del terror, particularmente a los que involucran a jóvenes incautos que terminan en el lugar equivocado. Pero la intención queda a mitad de camino para Rogers, porque por más que la bella geografía tucumana se luzca como escenario natural de la vasta mitología autóctona que hay en la Argentina, el film no posee nada que pueda diferenciarlo de una fórmula genérica. Los personajes son vacíos y funcionales a una trama predecible y con cabos sueltos, los diálogos triviales, la música olvidable, ni siquiera a nivel visual se percibe que haya algún ingrediente que refleje una impronta propia del director en cuanto al género que pretende reinterpretar. Probablemente el mayor problema de El diablo blanco sea que se toma demasiado en serio, cuando todo lo que la compone es una suma de clichés desabridos del horror sin mucho decir.
Fin de semana con fantasmas Ignacio Rogers (actor de Como un avión estrellado, Esteros) debuta en la realización cinematográfica con la película de género El diablo blanco (2019), un relato que transita por lugares comunes y convenciones pero intentando, todo el tiempo, diferenciarse gracias a una lograda tensión narrativa con elementos extradiegéticos y actuaciones que escapan al deber ser del género. Un grupo de jóvenes amigos se dispone a pasar unos días de relax y vacaciones en un lugar alejado de sus hogares, pero que en ese intento de descanso son amenazados por algo/alguien. Violeta Urtizberea, Martina Juncadella, Ezequiel Díaz y Julián Tello, se prestan a jugar en esta propuesta clásica de “corre por tu vida”, en un marco natural, con cabañas y un lago (cualquier similitud con Viernes 13 no es pura casualidad) y en el que algunos detalles desconocidos por ellos los ubicará continuamente en peligro. Ya en una de las primeras escenas se presentará a aquel/aquello que amenazará la vida de los protagonistas, una leyenda asociada al fundador del pueblo en el que caen los amigos a vacacionar, y que propone una mirada folklórica sobre historias asociadas a tradiciones, cultos, ritos, leyendas urbanas, y sectas en el interior del país. Desde el primer momento sabremos aquello que devendrá en la progresión dramática como motores de la historia, pero en la exploración de Ignacio Rogers del género, sumará elementos claves para mantener en vilo al espectador: El encierro no es una de las opciones para el relato, por lo que más allá que en algunos momentos se intenten refugiar los protagonistas para salvar sus vidas, los intentos vanos serán funcionales para avanzar la historia. Cual narración de Agatha Christie, uno a uno los amigos irán despareciendo, dato que ya sabe el espectador desde el minuto cero del relato, pero lo interesante de El diablo blanco es ver cómo se llega hasta esos momentos de climax sin afectar el conflicto general de la historia. La decisión de trabajar con intérpretes de carácter y con una carrera desarrollada principalmente en cine y teatro independiente, que incorpora además figuras como Ailín Salas, William Prociuk, es clave para otorgar solidez al relato. La cuidada fotografía de Fernando Locket y la sugerente banda sonora de Pablo Mondragón y Patrick de Jongh, potencian las ideas de la historia, que además se construye a través de planos amplios y encuadres que suman información a la hora de crear atmósferas y climas afines al género. Rogers debuta con pie firme y seguro en la dirección, explorando el cine de género para devolver una mirada sobre la amistad, el amor, la búsqueda de libertad, y, principalmente, para reivindicar historias que crean microuniversos de acción, con leyes y reglas convencionales, pero también con deseos de trascender aquello mismo que podría encorsetarlas.
El diablo blanco, dirigida por el actor Ignacio Rogers y exhibida en la Sección competitiva Vanguardia y género de la edición 21 del BAFICI, es una película que no le teme a las comparaciones ni a los clichés con los que juega, y aprovecha sus recursos para sumergir a los personajes en una ola de crímenes y situaciones sobrenaturales. Una ruta. Una pareja -Julián Tello y Martina Juncadella- y dos amigos que en algún momento fueron algo más -Ezequiel Díaz y Violeta Urtizberea- emprenden un viaje hacia el complejo turístico de cabañas que da título al filme y presagia lo peor para sus vacaciones. Ya las señales de la ruta -tumbas con fotos invertidas- anuncian que el cuarteto de amigos enfrentará situaciones de peligro extremo. A la soledad de los parajes, bien capturados por la cámara, se suma la hostilidad de los lugareños y un extraño ritual pagano que parece perpetuarse en el tiempo. La película hace referencia al "hombre del bosque", un fantasma que se pasea en busca de venganza desde los tiempos de la conquista y recuerda a varios íconos del cine de terror norteamericano. Quizás mostrarlo más de lo debido le resta al clima asfixiante de persecuciones y misterio. La trama acumula sangre y una sucesión de muertes que encierran un enigma que los protagonistas deberán desentrañar y que un noticiero desde un televisor explica demasiado. El hilo conductor lo lleva Fernando -Díaz-, el joven que se convierte en el principal sospechoso de esas muertes y también desfilan por la pantalla un policía, la hija del dueño del lugar -Ailin Salas- y una abuela de temer, en medio del bosque que es un personaje más dentro de la inquietante propuesta. Logra momentos de tensión y abre sus puertas para una continuación.
Falta sangre en las manos “¿Quieren dar una vuelta por la laguna para sacarse la ruta de encima? En noches despejadas como esta es hermoso”. La frase del encargado de las cabañas de alquiler -extraño y algo perturbador, como corresponde- ofrece ese indispensable aire ominoso que anticipa el tono de lo que vendrá. El lugar no es Crystal Lake, pero la presencia de un hombre ensangrentado que camina en medio de la noche, ensimismado al punto de parecer un ánima, no anticipa las mejores vacaciones para las dos parejas que acaban de llegar al lugar. Ya la secuencia de títulos, con sus letras rojas no del todo nítidas, enlaza visualmente a El diablo blanco –ópera prima como realizador del actor Ignacio Rogers– con la tradición del slasher. En particular el primigenio, el de comienzos de los años 80. Por estos parajes no anda merodeando Jason Voorhees, pero la trama revelará más temprano que tarde que alguien anda despachando gente a puro y limpio degüello. Aunque eso, como se verá, no será lo más impactante. En la ruta, antes de llegar al pequeño complejo “El diablo blanco”, y ante el más extraño de los santuarios al costado del asfalto, los jóvenes reciben la primera pista de que la boca del lobo los espera con las fauces abiertas. Rogers, a quien los espectadores más cercanos al indie nacional recordarán por su papel en Como un avión estrellado o como el protagonista de El pasante -y que para su debut detrás de las cámaras decidió no pasearse delante de ella-, no pretende inventar la rueda. El guion, escrito a seis manos, va tildando varios de los lugares comunes de este tipo de relatos, desde el misterio sin pistas racionales del comienzo, pasando por la incredulidad y la negación ante los acontecimientos más chocantes y culminando, desde luego, en el horror definitivo, cuando ya no existe la posibilidad de la marcha atrás. Un crimen, la sensación de extrañeza que va empañando la vigilia de uno de los turistas (el personaje interpretado por Ezequiel Díaz) y la inesperada indisposición del automóvil ponen al cuarteto en alerta, aunque el discernimiento aún no les permite avizorar la perversión de aquello que los rodea. Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella les ponen ganas a sus papeles, algo flojos de densidad en la caracterización aunque funcionales a la sencilla trama, que va acercándose de manera creciente a cierta previsibilidad genérica, como si la capacidad de generar sorpresa se desvaneciera con cada nueva secuencia. Mucho más que al subgénero de loco suelto, puede pensarse a El diablo blanco como un pariente lejano, aunque nacional y popular, de las películas británicas de horror pagano de los años 70, con sus vecinos intentando hacer pasar por excentricidad los más horrendos actos de fe y contrición. El acercamiento de Rogers a ese universo es moderadamente eficaz pero algo melindroso, como si no pudiera o no quisiera (paradójicamente, tratándose de lo que se trata) mancharse las manos con sangre.
El debut del actor Ignacio Rogers como director llega a cartelera después de haber formado parte de la Competencia de Vanguardia y Género del último BAFICI. Una película de terror que sucede en los bosques de Tucumán. Un grupo de cuatro amigos (formado por una pareja y por dos que supieron serlo pero hoy mantienen una relación de amistad) llega en auto a unas cabañas cerca de una laguna para unas vacaciones tranquilas y relajantes. Son treintañeros, no adolescentes que sólo buscan emborracharse y tener sexo. Sin embargo, a partir de la primera noche se irán sucediendo cosas extrañas e inexplicables. El aire inquietante se percibe al llegar. El comienzo de la película es muy propio del cine de género -aunque es cierto no tanto del cine de género nacional-, con recursos y tópicos muchas veces vistos. Amigos que, alejados de la ciudad, serán acechados por “algo” (qué o quiénes son ese “algo”, habrá que esperar para saberlo). El escenario es Tucumán y lo local cobrará una mayor importancia a medida de que se vaya sucediendo el relato. Lo inquietante se percibe desde los primeros detalles. En la ruta hay extraños carteles con fotos de personas dadas vueltas. Al principio se ve uno y suponen que es a causa de un accidente de auto, pero pronto aparecen otros. Cuando llegan a las cabañas, las cosas no son menos raras. Fingen tomarle los datos y escuchan a la hija del dueño encerrada. Más tarde, Fernando (Ezequiel Díaz) la encuentra fumando y entablan una conversación breve pero que genera cierta complicidad, en parte gracias al carisma que en esa breve interpretación desprende Ailín Salas. Al día siguiente, habrá otra sorpresa al respecto y querrán irse del lugar encontrando sólo impedimentos. Sin adelantar mucho más de la trama, la película va situando diferentes ideas para terminar con una resolución que fuerza muchas de ellas. Una resolución que se percibe abrupta y deja gusto a poco después de una buena construcción de climas (aunque por momentos muchos son innecesariamente acentuados por la banda sonora).
El Diablo Blanco, sólida propuesta de género con una impronta propia y natural. El cine de género trae sus mejores resultados cuando sus protagonistas están lo más cerca posible del cotidiano del espectador. No hablo de un cotidiano melodramático, sino de los componentes costumbristas necesarios para que este se pueda identificar. En el caso del terror, superar un trauma puede ayudar a desarrollar un mejor personaje; pero si se elige algo más fluido como un grupo de personajes tratando simplemente de hacer frente a una situación que los supera, puede ser igual de nutrido, por no decir incuestionablemente entretenido. La Personalidad en el género de Terror El Diablo Blancopropone una narrativa clara, clásica y de género. Naturalismo en sus visuales (del género per se ya se está ocupando el guion), sin copiar el estilo de otros realizadores. Es una propuesta que no tiene miedo de ser simple, que se pone en los zapatos del espectador: no duda en decir que aquí no hay mensaje, simplemente las ganas de contar bien una historia. Donde tanto la curiosidad como la tensión están a la orden del día, y no ceden hasta que comienzan los títulos finales. Ignacio Rogers es un director que tiene la suficiente seguridad e inteligencia para saber cuándo cortar y cuándo no. Un director que trabaja a conciencia el trazo escénico, que deja que el movimiento interno de los actores determine el tamaño del plano, aprovechando todas las posibilidades escénicas que este puede ofrecer. Es un director que entiende el papel que juega el color en cuanto a clima y tono narrativo, en el que no solo predomina el rojo sangre, sino los amarillos inestables, los azules nocturnos y los verdes alarmantes. Claro ejemplo de esto es la escena donde Martina Juncadella trata de huir del espectro que la acecha a ella y a su grupo, en la recepción de un hotel. El Diablo Blanco es una propuesta que no niega sus deudas con antiguos exponentes del género, sino que sabe cuál es la base que debe honrar, y cuándo soltar e intentar ser su propia cosa. Al hacerlo aprecia el sobresalto y el escalofrío, pero entiende al final que solo el segundo te da una buena película de terror. Estamos hablando de un terror arraigado no solo en las muertes gráficas propias del género, sino en el terror como sensación humana, por el miedo a lo desconocido y no saber cómo enfrentarlo. El escalofrío constante de saber que las leyendas, los espíritus y los fantasmas, así como los daños que puedan llegar a provocar, no son más que la manifestación de que uno puede no tener el control, que no exista la piedad del otro, que el mal tristemente pueda ser el que prevalece. Estas cuestiones que no son únicas al género de terror, sino a cualquier drama humano, hacen que el naturalismo del aspecto interpretativo revalorice la propuesta. Es un naturalismo similar al que tendría cualquiera de nosotros al enfrentarse a una situación similar. Sin heroísmos exagerados, sin explicaciones excesivas, priorizando el simple deseo de sobrevivir, una supervivencia poblada no solo de miedo, sino del prospecto de enfrentarnos a nuestra propia oscura naturaleza.
Es la opera prima del conocido actor Ignacio Rogers que combina terror con leyendas autóctonas, ritos mortales y complicidad de vecinos en una zona de bosques y lagos, lo suficientemente aislados como para que el mal pueda atraparlos. Un grupo de jóvenes en plan de vacaciones económicas aceptan una invitación vaga para pasar un descanso en unas cabañas aisladas. Una pareja (Martina Juncadella y Julián Tello) con dos que alguna vez fueron novios (Violeta Urtizberea y Ezequiel Díaz). El supuesto fantasma de un conquistador cruel y sanguinario aparece pronto y una chica del lugar (Ailin Salas) será asesinada en sospechosas circunstancias. Como en el cine clase B de los ochenta y noventa, ingenuos turistas en un ambiente enrarecido por leyendas del lugar que exigen su precio de sangre. Con un buen comienzo que establece de entrada el clima ominoso después la acción se muestra menos original, pero mantiene en alto el intento del terror con elementos autóctonos y escenas bien logradas con otras muy cercanas al lugar común.
Cuatro amigos llegan a un lugar de apariencia pacífica, pero muy pronto empiezan a encontrarse con una serie de sorpresas inquietantes. El pueblo de montaña en el que se instalan temporalmente (una locación muy propicia en la provincia de Tucumán) no es precisamente un sitio apacible: su historia está atravesada por una oscura leyenda relacionada con la colonización española y una serie de sangrientos rituales que los nativos del lugar pusieron en marcha con espíritu de venganza hace muchísimos años y que todavía persiste entre los lugareños. Más que el desarrollo lógico de la trama, lo que importa en El diablo blanco son los climas. Y la película logra crearlos con un buen trabajo de fotografía, un uso inteligente del sonido y el apoyo de un elenco sólido y prudentemente alejado de los desbordes y la artificialidad, aun en los tramos más dramáticos. El acercamiento de Ignacio Rogers (actor con buen recorrido en el cine independiente que debuta en la dirección cinematográfica con este largometraje) al género del terror es serio, pero para nada solemne. Se inspira en el cine de bajo presupuesto de los años 90, aquel que provocó zozobra y fascinación a toda una generación y que tuvo como estandarte El proyecto Blair Witch (1999), aquella producción de apenas cinco mil dólares que terminó recaudando 45 millones de esa misma moneda.
Ignacio Rogers, actor de muchas películas del cine independiente argentino, llega a la dirección de largometraje con este film de terror. Si hubo en el cine argentino un género que creció y se instaló de forma casi definitiva este es claramente el cine de terror. Aunque todavía le falta dar con un par de títulos bien taquilleros, las películas de horror se han ido multiplicando en la última década hasta armar un cuerpo de film bastante desparejo pero a la vez sólido con respecto al cuidado del género. Acá tenemos una estructura clásica del cine de terror, la de los jóvenes que en su viaje se cruzan con un destino terrible. Y así ocurre en esta película, donde el camino ligero y despreocupado se cruzará con personajes de pesadilla. Esto no es un lugar común, es una estructura de género. Qué después la película no logre ejecutar con eficacia la premisa es otra cosa. A pesar de lo atractivo de la propuesta, con el correr de los minutos se va perdiendo el interés.
La ópera prima de Ignacio Rogers, "El diablo blanco", mezcla elementos del cine indie argentino, con el creciente cine de género local. El resultado es un logrado producto bastante atípico, con el acento recargado en los climas. Un grupo de amigos jóvenes, una pareja, y una ex pareja, espacios abiertos, diálogos que parecen sobre la nada, días soleados, noches ventosas; un momento de quiebre en la relación de los cuatro. Si pusiéramos esto en cualquier sinopsis, ya nos estaríamos imaginando un clásico film para el regodeo del BAFICI. De hecho, "El diablo blanco" tuvo su premiere en la última edición de aquel festival. Pero, como si hiciésemos un crossover entre el BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), y el BARS (Buenos Aires Rojo Sangre), el debut en la dirección de Ignacio Rogers, mezcla esos elementos, con algo más propio del cine de terror independiente. En los últimos años, el estilo de cine indie, aquel acunado en la FUC (Fundación Universidad del Cine), que tanto material le otorgó al festival que este 2019 cumplió sus 21 ediciones, viene demostrando cierto cansancio tanto estético como narrativo, o en sus premisas; en contraposición a un pujante cine de género, que hace que año a año, el Rojo Sangre se enriquezca con más y mejores producciones locales. Quizás "El diablo blanco" sea también un producto de esta coyuntura. Fernando (Ezequiel Diaz), Camila (Violeta Utizberea), Ana (Martina Juncadella), y Tomás (Julián Tello), son un grupo de amigos alrededor de los 30 años, a bordo de un auto, por las rutas de la Mesopotamia argentina. Haciendo una parada en la zona limítrofe con Brasil, llegan a un complejo de cabañas en el que intentan resguardarse. Inmediatamente, comienzan a sucederles extraños acontecimientos, de los cuales, Fernando parece ser el único que acusa recibo, sobre todo al inicio. Hay algo que el espectador sabe desde el inicio pero los cuatro deberán descubrir en el trayecto de la película. Aquella zona fue testigo del sacrificio de un intruso blanco en las comunidades originarias. Ofrecido durante un rito... ¿Será ese hecho el que maldijo esa tierra? Fernando notará que los habitantes de ese pueblo actúan de manera extraña, y que algunos de ellos, los que intentan ayudarlos, irán desapareciendo durante la noche. Preso de visiones y pesadillas que lo llevan a una paranoia, cuando quiera huir del lugar, comenzarán las trabas que los retendrán. Con amplia experiencia actoral, Ignacio Rogers centra "El diablo blanco" en las emociones de sus personajes. Si bien el espectador siempre sabrá más que ellos, mucho de lo que sucede, es visto, o transmitido, a través de las sensaciones de Fernando. Lo cual le permite al realizador la ambigüedad de no saber cuánto hay de realidad, y cuánto de paranoia del personaje por el contexto y la situación en la que se encuentra (Camila es su ex pareja, y hay un episodio previo entre ellos). En manos de un director más propio del cine de terror, "El diablo blanco" pudo tomar un camino transitado similar al de "La masacre de Texas" o la local "Los olvidados"; los típicos peones que caen al lugar equivocado y son presas de una cacería gore. Rogers toma otro camino se inclina por los climas, por la construcción dramática, por la sugerencia, ahorra sangre, pero atrapa con la extrañeza que genera, logrando una tensión general que hará que no despeguemos la mirada de la pantalla. Juega con los clichés tanto del cine indie, como del terror, y le aporta una mirada propia local. Es interesante ver como el cine de género nacional logra trasladar ciertas fórmulas eficaces (de hecho, de eso se trata el cine de género), a nuestra idiosincrasia, contando historias nuestras, de nuestra propia cultura, de la mitología autóctona. "El diablo blanco" se siente tan coloquial, universal; como criolla. Ezequiel Diaz carga con el peso de un protagónico fuerte, un personaje complejo, al borde, extralimitado, del cual no sabemos hasta qué punta es víctima o victimario. Su labor es correcta y siempre luce convincente, aún en los tramos más complicados. No es ninguna novedad decir que Violeta Urtizberea es una de las actrices más talentosas de su generación. En su rol de final girl, de ser la víctima principal no sabemos de quién o qué, entrega otra faceta, un rol algo más maduro. Se supera. Tello y Juncadella necesitaron de personajes con algo más de presencia, pero en el espacio en el que están, cumplen. También podremos ver a Ailin Sallas en un papel bastante atípico para ella que maneja con bastante solvencia, en una de las escenas más cliché de género, pero más divertidas de la película. Quizás el guion del propio Rogers, Paula Manzone, y Santiago Fernández, adelante más de lo debido determinados acontecimientos; pero se refuerza al desviar la atención mediante los problemas de bagaje del cuarteto. La siempre sobresaliente fotografía de Fernando Lockett y la musicalización de Pablo Mondragón y Patrick de Johng; también serán aportes fundamentales para que "El diablo blanco" sea una propuesta lograda. Ignacio Rogers comienza con el pie derecho en la silla de director: consigue una serie de mixturas, planteos, y una construcción de ambiente y personajes que la destacan como un film que merece toda nuestra atención.
El Demonio Colonizador. Crítica de “El Diablo Blanco” de Ignacio Rogers. CINE, CINE DE GENERO, CRITICA, ESTRENOS, TERROR Un grupo de amigos treintañeros sale de viaje en auto a través del país. En unas cabañas, uno de ellos tiene un extraño encuentro con un misterioso hombre, y la joven hija del administrador aparece asesinada. El grupo quedará atrapado en un pueblo hostil, bajo la influencia maligna de una antigua leyenda local. Por Bruno Calabrese. De arranque vemos un sacrificio, una tribu aborigen mata un hombre y lo deja desangrar colgado cabeza abajo en un bosque. Por la vestimenta de la víctima podemos deducir que se trata de la época colonial. Inmediatamente volvemos a la actualidad, cuatro jóvenes viajan en un auto por la ruta hacia unas cabañas al borde de un lago. Al llegar al lugar, el dueño del complejo, los recibe y les entrega las llaves del hospedaje. Fernando (Ezequiel Díaz), conductor del auto, y a priori quien parece tener el liderazgo por sobre los demás, es quien se encargó de las reservas del inhóspito lugar. Al llegar la noche, y mientras todos descansan después del largo viaje, decide adentrarse en el bosque para conocer el lago. En el camino tiene un encuentro con un extraño hombre bañado en sangre, que lo empieza a perseguir. Ese será el comienzo de una pesadilla que implicará asesinatos, rituales ancestrales y extrañas personas. Aprovechando la locación de las sierras tucumanas, “El Diablo Blanco” logra crear una atmósfera apropiada. Apoyado en el buen trabajo del cuarteto actoral (sobretodo de Ezequiel Díaz y el carisma de Violeta Urtizberea) logra generar buenos climas y tensión. La ambigüedad de Fernando, de quien dudamos si lo que vió es real o es quien mata a las personas hace que la película sea atrapante y nos mantenga expectante a su resolución. La leyenda ancestral funciona como gancho cuando se transpola desde la época colonial a la actualidad. La historia de venganza de la tribu originaria contra los españoles que los asesinaron en el proceso de colonización cobra el mismo efecto cuando los pueblerinos ven a los turistas porteños como sus invasores. No en vano el nombre del demonio como metáfora del invasor con su cultura invade y destruye lo tradicional del lugar, algo que los habitantes del pueblo tratarán de evitar. La película juega con todos esas herramientas y logra que nos mantengamos atentos a cada suceso, dándole un tinte de seriedad fuera de lo común dentro del cine de terror tradicional. Pero todo eso que viene tan bien construido decae sobre el final. El cierre suena a forzado, con poca explicación de lo sucedido y todo lo que prometía nos deja con una extraña sensación. Igualmente “El Diablo Blanco” entretiene, tiene buen suspenso y genera terror sin apelar a la violencia explícita ni a estruendos sonoros y apariciones repentinas. Todo es sugerente, generándonos confusión a cada rato. Una sensación muy dificil de lograr en el espectador y que pocos film del género lo logran. Para conseguir ese objetivo, en un promisorio debut como director, Ignacio Rogers toma riesgos y crea una película que atrapa hasta el final y no aburre en ningún momento. PUNTAJE: 70/100.
“El diablo blanco”, de Ignacio Rogers Por Ricardo Ottone Como actor Ignacio Rogers es una figura conocida y reconocible del cine argentino indie más intimista. Como ejemplo de ello están sus participaciones en las películas de Ezequiel Acuña. Como director llega con El diablo blanco a su primer largometraje (ya había mostrado esa faceta con el corto Sábado Uno en el Bafici 2010). Uno no debería a partir de su curriculum suponer por donde viene su opera prima porque esta no se parece en nada a su filmografía como actor. De lo poco que podemos reconocer de la misma podemos contar la participación de algunas de sus compañeras generacionales y laborales como Martina Juncadella y Ailin Salas, mientras que, a diferencia de otros actores/directores, Rogers elige esta vez quedarse exclusivamente detras de camara. El diablo blanco es una película de horror rural, ese subgénero que generalmente incluye como víctimas a citadinos incautos en un ambiente de naturaleza que se vuelve amenazante ya sea por el propio entorno, la hostilidad de los locales o de entidades que habitan la zona. O todo eso junto. Aquí dos parejas porteñas van de vacaciones a unas cabañas alejadas en las sierras de Tucumán y una vez allí, acontecimientos desafortunados se presentan: los signos perturbadores, las muertes, los pueblerinos sospechosos, las visiones inexplicables, la paranoia (justificada) y una encerrona que se les hace tan evidente como inevitable, donde intervienen tanto el elemento conspirativo como el sobrenatural que se remonta a tiempos de la colonia y a los habitantes originales del lugar. Es muy común escuchar o leer a algunos directores provenientes del cine de autor que cuando encaran un proyecto de cine fantástico, policial o de terror sueltan estupideces como “en realidad no me interesa el género, uso sus convenciones para hacer otra cosa”, o peor aún: “lo que trato es de dinamitar el género desde adentro”. Una forma ególatra y miserable de decir que están haciendo cine de género con la nariz tapada. Ignacio Rogers no es de esos. Es consciente de estar haciendo una película de terror y abraza el género con convicción y sin excusas. Lo hace además sabiendo con qué armas cuenta y cómo usarlas, con buen manejo del suspenso, climas logrados, y la capacidad de generar miedo con medios legítimos en vez de trampas conocidas. Si la consigna es un poco de manual y al promediar el film uno podría intuir para dónde se dirige, eso no le resta interés. Se lo agrega además el hecho de adaptar un subgénero como el mencionado horror rural, de antecedentes mayormente anglosajones, y trasladarlo al medio y el lenguaje local de manera natural, haciéndolo creíble y por ende más inquietante Esta reseña corresponde a la presentación de El diablo blanco en la sección Vanguardia y Género del 21º Bafici. EL DIABLO BLANCO El diablo blanco. Argentina. 2019 Dirección: Ignacio Rogers. Intérpretes: Ezequiel Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello, Nicola Siri, Martina Juncadella, Ailín Salas. Guión: Ignacio Rogers. Fotografía: Fernando Lockett. Música: Pablo Mondragón, Patrick de Jongh. Edición: César Custodio. Producción: Juan pablo Gugliotta. Distribuye: Primer Plano. Duración: 83 minutos. Compartir Facebook Twitter
Extraños en pueblo chico, encuentro raro, asesinato inexplicable, maldición sobrenatural. No se sorprenda porque el terror argentino esté generando cada vez mejores películas. Es un género importante, con un público fiel y es de traducción universal. Aquí tenemos tópicos: extraños en pueblo chico, encuentro raro, asesinato inexplicable, maldición sobrenatural. Pero todo está tratado con una efectividad y una precisión que permiten incluso al espectador más entrenado en el cliché del género creer lo que sucede. No es poca cosa y todo funciona bien.
A MITAD DE CAMINO La solidez técnica de El diablo blanco dignifica. La apuesta por el género de terror también. Pero sobre todo, hay un componente que distingue a la ópera prima de Ignacio Rogers de otras historias similares y es la inclusión del pasado indígena como una presencia vengativa frente al dominio de los blancos. Esto, sumado a la construcción de climas, la colocan un pasito más allá de lo que habitualmente se ve. E incluso la distingue de otros intentos pretenciosos. Claro está, las consecuencias las sufrirán cuatro jóvenes dispuestos a pasar una jornada de descanso en un lugar apartado de la ciudad. Se sabe: en el terror, el placer se paga caro. Los recursos para crear progresivamente una atmósfera tenebrosa están bien dosificados y los momentos de susto también son efectivos. Sobre todo porque tocan la fibra sensible de aquellos que temen a los espacios naturales durante las noches, abiertos a lo inconmensurable. Los miedos primitivos afloran ni bien acompañamos a estos jóvenes por tierras inhóspitas que guardan secretos ancestrales. Lo que debía ser una jornada placentera de descanso se convierte en una experiencia ligada a la tradición del slasher, pero con unas cuantas vitaminas menos. El elemento distintivo, en un armado topográfico bastante conocido en el género (cabañas, bosques), es la alusión a rituales y creencias propias del interior de nuestro país. Una continua sensación de asfixia crecerá de manera paradójica en esos espacios abiertos en medio de la noche. El principal inconveniente acaso sea de qué modo la pericia técnica intenta disimular una historia flojita de papeles (bordeando lo infantil) y el registro actoral de Violeta Urtizberea con su habitual voz nasal, un lastre televisivo que desentona drásticamente con el resto de los personajes. Esta afectación es el punto más flojo del film, conjuntamente con un debilitamiento narrativo cuya inmediata consecuencia sea, tal vez, la pérdida progresiva de interés. De todos modos, las intenciones están, y son buenas.
No es fácil hacer terror: frase dicha mil veces pero que no deja de constatarse en las millones de variantes fallidas que se lanzan a abordar el género sin conocerlo o sin respetar sus principios básicos. Cualquier acercamiento es posible de llevar a cabo (otra frase hecha: las reglas están para romperse), pero si de lo que se trata es de ser fiel a determinados códigos, es necesario conocer sus mecanismos para no correr el riesgo de representar puros espejismos. El diablo blanco podrá ser sincera en sus intenciones pero falla en esos momentos, decisivos, donde justamente debería resaltar. Un grupo de amigos, conformado por una pareja y otra que lo supo ser, viajan de vacaciones hacia un lugar alejado en las sierras tucumanas. De a poco comienzan a aparecer indicios de algo lindante con lo sobrenatural: pequeños santuarios con fotos al costado de la ruta, el turbulento hostel donde se alojan, apariciones fantasmales… En realidad no aparecen tan de a poco, ya que los hechos no tienen una encadenación lógica: simplemente suceden, espontáneamente, confiando en que el espectador hará el resto. Los elementos característicos del género dicen presente: un protagonista dueño de un punto de vista incierto (en tanto nadie más puede confirmar lo que vio), que a su vez es el principal sospechoso de los eventos que él mismo describe; un entorno amenazante, conformado por vecinos que parecen tener motivos todavía ocultos; atisbos de una vieja leyenda que puede tener que ver con los hechos que van ocurriendo. Si todo esto suena ya demasiado visto es justamente porque El diablo blanco se dedica exclusivamente a reproducirlos sin ejercer una mirada propia sobre los mismos. Es así que lo que generalmente se nos muestra son reflejos pálidos de otras películas, otras escenas, otras (mejores) resoluciones: un remedo de imitaciones que ni siquiera se asume como tal. Hay en el film, sí, un leve intento de encontrar una autenticidad propia de la región elegida, de hacer de la profusa naturaleza un personaje más que dé cierto espesor; y algo de eso queda, en ciertos pasajes donde los protagonistas se revelan, siempre en relación a ese medio ambiente inquietante que los rodea; escenas que se apoyan en el experimentado equipo técnico que la película tiene detrás. Principalmente, Fernando Lockett desde la fotografía y César Custodio desde el montaje, aportan solidez narrativa y visual en los instantes en los que el relato parece descarrilar. Demás está decir que estos pequeños momentos no sirven más que como flashes de lo que podría haber sido si las intenciones hubiesen estado puestas en un acercamiento sincero al género, antes que en una reiteración cansina del mismo.
Critica emitida en radio. Escuchar en link.
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En su opera prima, Ignacio Rogers (actor en películas como Como un avión estrellado o Excursiones, de Ezequiel Acuña) parte de la premisa favorita del cine slasher: cuatro amigos se van de vacaciones y se alojan en una cabaña en el medio del monte, donde son acosados por un personaje siniestro de quien no se sabe casi nada, salvo que tiene intenciones asesinas. Pero no estamos ante una Martes 13 argentina. Es decir: no contemplaremos la tradicional secuencia de cómo estos jóvenes van encontrando, uno a uno, una muerte horrible. La historia tiene (intenta tener) más misterio que sangre, más suspenso que terror. Y cuenta con algunos ingredientes vernáculos: con el paisaje tucumano como bella escenografía natural, la localidad donde caen estos veinteañeros/treintañeros está bajo el influjo de una leyenda forjada en la época de la conquista de América y en el enfrentamiento entre aborígenes y españoles. Pero ahí se terminan las diferencias de El diablo blanco con tantas producciones yanquis -de mayor o menor presupuesto, más o menos cercanas a la clase B- vistas infinidad de veces. No alcanza con que los personajes interpretados por Violeta Urtizberea, Ezequiel Díaz, Julián Tello y Martina Juncadella nos resulten más cercanos y empáticos, por lenguaje verbal y corporal, que algún universitario de Wisconsin. Tampoco basta con que tomen las mismas decisiones que -al contrario de lo que suele pasar en las películas de terror- tomaría el espectador en su situación. Ni que se abstenga de caer en el gore. Porque, al fin y al cabo, no se crea una atmósfera de tensión, ni de miedo: el villano no asusta, tampoco los pobladores pretendidamente amenazantes, y también fallan las escenas clave, con ataques y persecuciones carentes de adrenalina. Por eso, películas como esta vuelven a plantear la duda de hasta qué punto es fructífero homenajear a un género si el resultado termina siendo convencional, apenas una copia borroneada de originales que, en su mayoría, tampoco tienen mucho valor más que el sentimental.
Esta es una película de género que contiene elementos de terror, ritos satánicos, tensión, secretos, suspenso y leyendas populares. Cuenta con algunas interpretaciones que se lucen más que otras, todo acompañado por una muy buena fotografía de Fernando Locket y filmada en escenarios naturales de la provincia de Tucumán. A pesar de tener varios clichés y momentos gore se generan buenos climas y atmósferas y no tiene nada que envidiarle a otras producciones extranjeras. El film participó en Selección Oficial del BAFICI, y ganó el Premio de Postproducción en el Encuentro de Coproducción del Festival de Guadalajara 2017.
En las producciones de terror, como es éste caso, construir un verosímil, una justificación válida de porqué el monstruo actúa así, no siempre se consigue. Pero en esta obra nacional, donde cada vez más realizadores se acercan a un género que tiene sus adeptos, sí lo logra desde el comienzo. No pretende el director Ignacio Rogers asustar cómo única meta, sino también contar una historia coherente, con un sustento histórico, aunque ficticio, de un conquistador español que fundó el pueblo en que se desarrolla la narración, y que luego fue sacrificado para mantener a su maligno espíritu cautivo luego de masacrar a la tribu indígena local. Filmada en la espesura del monte tucumano, cuatro treintañeros llegan a las afueras del pueblo de Alvarado para alojarse en un complejo de cabañas linderas a un lago, propiedad de un amigo del padre del protagonista. Si bien es un film coral las acciones y situaciones importantes para que el relato avance con fluidez pasan por él. Por su cuerpo y su mente. Ellos pensaban descansar unos días allí, pero como este género lo amerita, no pudieron, sino todo lo contrario. Fernando (Ezequiel Díaz), que actúa como una suerte de guía del grupo, desde el comienzo vio al diablo del lago. Nadie lo percibe, hasta que es tarde. Esa capacidad, en vez de ser un beneficio, lo complica más, no sólo a él sino que a sus amigos también. Unos son novios, Ana (Martina Juncadella) y Tomás (Julián Tello), junto a ellos tres viajó Camila (Violeta Urtizberea), quien fue hace mucho tiempo novia de Fernando, pero ahora va en condición de amiga, nada más. Lo particular del film es que al cuarteto no sólo lo persigue el monstruo, sino también una secta que le rinde pleitesía al conquistador español, que luego de su sacrificio terminó convertido en el diablo del lago. La tensión, la intriga y el suspenso es continuo, no da respiro. El espectador espera que algo malo les suceda a los jóvenes, siempre narrado con dinamismo, breves escenas que le dan paso a la siguiente, con diálogos e informaciones que dicen lo justo, sin extenderse en la duración. Además, cuenta con los necesarios ruidos incidentales para potenciar las escenas, pero sin la utilización de repetidos y predecibles clichés tan propio del cine estadounidense. Como también que una de las víctimas se convierta en héroe. Aquí sucede lo contrario. Y eso también es un mérito, como asimismo no copiar e imitar formatos probados para crear uno propio. Aquí radica el secreto de esta película. Con un bajo presupuesto, filmado en pocas locaciones interiores, la mayor parte ocurre en el exterior, cuenta con una buena factura técnica, actuaciones convincentes y una historia acorde que tiene la premisa fundamental de respetar a la gente que está dispuesta a pagar una entrada para verla y no defraudarla.
Dos parejas llegan de noche a unas cabañas, Diablo Blanco. En una zona donde parecen haberse llevado a cabo sacrificios humanos y por un camino de ruta acompañado por cruces y fotos invertidas. Tampoco la gente que los recibe parece muy normal: una abuela que grita la presencia del diablo, una especie de zombie que merodea, un hotelero que clava cuchillos en la tierra para llamar a la lluvia y una chica que aparece asesinada. Esta ópera prima del actor Ignacio Rogers arranca con una reunión de todos los ingredientes para una receta de terror. En el subgénero chicos imprudentes de excursión. Si el asunto no funciona es quizá, en buena medida, por cierta acumulación de cuestiones inverosímiles, muy poco convincentes, sin que medie desarrollo, tiempo ni agua va. Desde las sectas satánicas de la introducción a los rituales oscuros como las sombras de los bosques que los rodean.