En el interior de la Argentina existen lugares ocultos, zonas recónditas en las que suceden hechos extraños y en el que la lógica de la urbanidad pareciera no aplicarse. El Dorado es uno de esos lugares y en El Espanto, Martín Benchimol y Pablo Aparo, deciden posar su ojo curioso sobre él. Adrenalina ¿Qué es lo que pasa en El Dorado? En realidad, pasa poco, o eso es lo que entienden Pablo Aparo y Martín Benchimol. Sin embargo, algo les llama la atención, aunque sea más común de lo que creen/creemos. En El Dorado la mayoría (por no decir la totalidad) de sus habitantes son “curanderos”, creen y practican distintos métodos de curación que escapan a la medicina tradicional, es más rehúsan de ella, por ser cara, por proporcionar demasiados medicamentos, porque los hospitales quedan demasiado lejos. Todo puede ser curado mediante estos métodos no convencionales, cada uno sabe curar una cosa distinta (o varias), y jamás compartirían cuál es ese método. Aún dentro de esa realidad en la que atar una cinta roja a un sapo es válido para que sea curativo, hay un mal que nadie sabe cómo curar… o casi nadie. El espanto es una “dolencia” que aqueja a algunos habitantes, que se debe, creen, a un hecho fortuito, y que acarrea todo tipo de males que solo tienen un final, la desgracia. No saben cómo curarlo, es un gran misterio, y él único que puede hacerlo utiliza un método tan poco convencional que pareciera producir más rechazo que gratitud. El antídoto que este hombre misterioso tiene contra el espanto es, en realidad, bastante simple, mantener un encuentro sexual con quien padece el mal. El Espanto parte de un hecho que rápidamente abandona y fugazmente retoma para volver a abandonar. Una ambulancia llega al pueblo para tratar a las víctimas de un accidente, un hecho que preocupa a los pocos habitantes de El Dorado porque nadie sabe muy bien cómo sucedió. La presencia de esa ambulancia, símbolo de la medicina tradicional los incomoda. Ese punto de partida sirve para una serie de entrevistas símil cabezas parlantes, en las que los habitantes sin demasiada acción cuentan sus vivencias respecto a la curandería, propia y de los demás vecinos. Así, además nos vamos introduciendo en la rutina de ese pueblo. Vale decir que la proximidad de una boda también rondará El Espanto. Hasta aquí podríamos hablar de un documental curioso, con un extraño dinamismo impreso no tanto por la acción de lo que se ve (repetimos, la gran mayoría son entrevistas a cámara frente a un interlocutor mudo e invisible) como por el ritmo del montaje y un uso inteligente de la fotografía con precisión en los encuadres y un juego de luces para que haya un segundo lenguaje desde lo visual. Existe un halo de misterio, que se acrecienta cuando hablan del accidente, y cierto magnetismo que despiertan los propios pobladores que logra nunca hacer decaer el interés. Sin embargo, la utilización del tono general de El Espanto puede jugarle en contra. Pareciera existir una “modalidad” dentro del género documental que consiste en mirar con supuesta superioridad al entrevistado u objeto de análisis, un método que en los últimos años pareciera ir en sospechoso aumento. Desde los dos documentales dirigidos por Pablo Racioppi y Carolina Azzi El Olimpo Vacío y El Diálogo, a la muy reciente Todo sobre el asado de Gastón Duprat y Mariano Cohn ( o Yo, Presidente de los mismos), hasta la ópera prima de los propios Benchimol y Aparo, La Gente del Río; todos recurrieron a una mirada socarrona, casi burlona, y de superioridad desde el ojo detrás de cámara para las personas que se ubican delante de ella, o las personas de las cuales toman como centro de debate. En uno u otro caso, la no complicidad para con la persona tomada en solfa no les estaría otorgando un derecho a réplica. Pareciera ser todo válido en ese propósito de mostrar “lo ridículo”. Se sabe, el corte final lo tienen el montajista y los directores, ellos son los que eligen qué mostrar y qué no, cuando cortar y cuándo seguir. Como en los otros ejemplos, en El Espantose hace uso de respuestas de las que nunca escuchamos la pregunta, de dejar la cámara encendida más tiempo del debido/necesario, de hacer énfasis en cuestiones que, desde la “creída” mirada urbana (el destinatario obvio del film), van a sonar graciosas, aunque sea por la falta de cotidianeidad. Los habitantes de El Dorado se muestran sueltos y se ríen, hablan sin tapujos; pero creen en lo que dicen, no hay dudas en ellos, no así con la mirada que opta el film, más aún cuando hable precisamente del espanto. Más de una vez ellos parecieran ser objeto de algo que no saben muy bien qué destino tendrán. No necesitan una misericordiosa, pero tampoco una cargada de altanería. Conclusión El Espanto tiene los suficientes méritos para presentar un documental atractivo sobre las vivencias de un pueblo chico con costumbres más común de lo que creemos, aun así, llamativas. Un correcto apartado técnico, el ritmo del misterio y el carisma de los entrevistados podrían haberlo apuntalado como una gran propuesta. La mirada totalmente subjetiva y el tono que no hace participativo precisamente a sus participantes, terminan por lograr un promedio hacia abajo.
Situada en el dudoso límite que separa la ficción del documental, la excusa de los directores es poder reflejar un estado de la educación, salud, sociedad, en una comunidad rural. La cuidada fotografía, el esmero de la puesta en escena, y, principalmente, la selección de los personajes que se muestran, potencian y dinamizan el producto.
Es un documental de Martín Benchimol y Pablo Aparo que provoca no pocas polémicas. Para comenzar los mismos directores en sucesivas entrevistas, dan pistas dispares, como una mirada sobre los pueblos olvidados por los servicios médicos del estado, y que frente a esa realidad recurren con entusiasmo al curanderismo. Y con una galería de personajes salidos de la picaresca para crear un imaginario colectivo que por momentos plantea dudas sobre guiones, docu-ficción o simple ficción. Los responsables argumentan que con equipo mínimo han logrado un sinceramiento de los protagonistas que llama poderosamente la atención, que rozan el absurdo y que son entre encantadores y de convicciones retrógradas que dan escalofrío. Lo cierto es que esos protagonistas fueron, según sus directores, los primeros en reírse y festejarse cuando vieron el film especialmente estrenado en ese pueblo olvidado llamado “El dorado”. Con un trabajo técnico impecable, una composición fotográfica de gran calidad, lo que se ve, se escucha, las características de los personajes provocan risa, encanto, rechazo, pero nunca burla. El resultado es regocijante, sorprendente, increíble. Ese “espanto” del título alude a un mal que atacan a las mujeres y que –a diferencia de todos otros males- solo lo cura un viejo malhumorado con métodos que nadie del pueblo aprueba por digamos “sus implicancias físicas”. Hay que ver este film para sumarse a una experiencia distinta y quizás a la discusión siempre bienvenida.
Creer, reventar y volver a creer. Lo primero que surge de este documental obedece a la singularidad de un pueblo, El Dorado, en el que varios de sus lugareños cuentan con algún don para la curación. La cámara es ese intruso que busca en los resquicios de las pocas palabras que se escapan entre la vanidad y el recelo por mantener ese halo de misterio detrás de toda creencia. Sin prejuicios de por medio, el film recoge anécdotas que bordean la dialéctica entre la superstición, la religión y las leyendas que se vuelven historias. Decían las abuelas nadie te va a curar del espanto, pero en El Dorado todo es posible y basta una cámara para buscar en el pacto de silencio el pliegue que conecta lo real, lo dicho con lo imaginado y lo no dicho.
La cámara escolta a una vieja ambulancia en su transitar por una angosta ruta de tierra rodeada de pastizales. Sabemos que el recorrido es lejano, porque apreciamos la transición desde el amanecer hasta las primeras horas de la mañana. Su destino está del otro lado del puente de madera, aquel que separa el pueblito perdido de El Dorado del resto del mundo. Esta distancia que se manifiesta en la primera escena pone en evidencia el porqué de ciertos comportamientos de sus habitantes, que parecen sobrevivir por sus propios y esotéricos medios en lo remoto del territorio que los vio nacer. Por eso la ambulancia en este caso no significa una urgencia, sino la medicina tradicional abriéndose paso a las supersticiones de los lugareños, que no confían sino en sus propias curas y utilizan cintas, piolines, centímetros, palabras mágicas, sapitos y adrenalina. Mediante estos recursos, según ellos, pueden sanar todo tipo de dolencias, malestares, hasta enfermedades, pero lo que los habitantes hacedores de estos tratamientos basados en la fe y la buena voluntad no pueden curar es el espanto. Si uno sufre este mal, existe un último y al parecer único remedio: visitar en las afueras a Jorge, un señor de avanzada edad que trabaja en las plantaciones de zapallo, quien gracias a un método polémico (y hasta ilegal) puede librar a la persona de dicho padecimiento. Por medio de entrevistas frontales a un selecto grupo de familias en sus propias moradas y su cotidianeidad, nos vamos poniendo al tanto de la curandería que practican a diario, algunas de ellas conocidas y habituales como la cura del mal de ojo o el empacho, con eje principal en la intriga que genera en el espectador la afección que da título a la película. Luego de esta primera parte de presentación de personajes, historias y dones naturales, pasamos a convivir con ellos en sus actividades diarias, hasta en sus festejos. De este modo, el documental va dando conocer la conciencia colectiva del pueblo aislado a partir de sus costumbres y creencias, pero también de su conservadurismo e irracionalidad frente a ciertos tópicos. A través de comentarios, teorías conspirativas, interpretaciones, chusmeríos, posturas y gestos, vamos a entender el perfil de cada uno, pero a la vez del conjunto, exponiendo formas de ser y de pensar –¿Propias de todo pueblo rural o únicamente del que nos ocupa? En mis años de estudiante de cine, como práctica para la materia Dirección I, realizamos un ejercicio-cortometraje basado en el cuento Nunca más la veo del libro Las doradas manzanas del sol de Ray Bradbury, pretencioso quizás para el nivel de tiempo y producción que manejábamos. Pero el gran problema de su realización resultó ser la elección apresurada de la pareja de actores amateurs, de unos cincuenta años aproximadamente. Entre el acartonamiento que presentaban, que no recordaban el texto y la intensidad casi ridícula a la hora de actuar, creíamos que estaba todo perdido. Sin embargo, una vez frente a la computadora con el material, cambiamos el género y terminamos creando una comedia que causó bastante gracia en su proyección; casi un éxito podríamos decir. ¿Cómo? Con el mismo procedimiento que me trajo este recuerdo mientras veía El espanto: sacándole nuestras indicaciones audibles, dejando los silencios anteriores y posteriores a la “acción” en el que ellos se preparaban para comenzar a hablar, dejando que sus gestos y tosquedades le imprimieran la intensidad a los planos. Pablo Aparo y Martín Benchimol, con su mirada distante, intentan generar este tipo de humor para darle un efecto adicional a las declaraciones de sus protagonistas. Ciertamente, las opiniones de ellos son verídicas, pero en el recorte uno termina juzgando su ignorancia. Esto genera un malestar porque el mismo espectador, tanto como los directores, comienza a mirarlos con superioridad, y ya no con la ternura o compresión aparente del comienzo. Las posturas homofóbicas, machistas o encubridoras nos hacen sospechar lo peor de este grupo humano que se maneja con gran soltura frente a la cámara, como si estuviera acostumbrado a convivir con ella. Por momentos el film parece un fake, lo cual sería satisfactorio, aunque pronto nos damos cuenta que es solo la realidad que eligieron los realizadores para mostrarnos. Si bien resulta técnicamente eficaz y la idea funciona, se genera una dicotomía porque por un lado queremos conocer a los personajes y por el otro nos molesta que sean humillados por su modo de vivir y ver las cosas. No existe una opinión contraria que salve al pueblo de su estancamiento en el siglo XIX; tan solo la nuestra, siempre ayudada por la elección que se nos sirve en pantalla.
Curarse de espanto En sintonía con los documentales de Néstor Frenkel, por su estilo de retrato entre la burla y el homenaje a sus entrevistados, El espanto (2017) de Pablo Aparo y Martín Benchimol transita en el inhóspito pueblo de El dorado, los mitos y rituales alrededor de la medicina no tradicional. Una ambulancia se adentra en los profundos campos de la provincia de Buenos Aires. Llegar a destino se muestra como una odisea por las dificultades del territorio y las extensas distancias. Es la manera de los directores de introducirnos en el tema: ¿Cómo se cura la gente allí adónde la medicina tradicional no puede llegar? Estamos en el lejano pueblo El dorado, ubicado en una de las localidades rurales de la provincia de Buenos Aires. En él habitan un minúsculo grupo de vecinos que cuentan sus métodos acerca de cómo sanarse de forma no convencional. Pero a las distintas dolencias como el mal de ojo o el empacho, se le suma una enfermedad que nadie sabe o se anima a curar. Se trata del espanto, una rara enfermedad envuelta en un halo de misterio que sólo un enigmático personaje del pueblo parece poder subsanar Y el método para hacerlo es el más radical de todos. Este tipo de métodos de curandero que generan tanta desconfianza como simpatía en el hombre de ciudad a quién va dirigido el film, no son ajenos a su vida diaria aunque descrea de su eficacia y tome con cierto humor sus capacidades medicinales. Cualquier espectador en menor o mayor medida, por tradición familiar o por obra de algún conocido, asistió a este tipo de prácticas en algún momento de su vida. Los directores lo saben y aprovechan ese lugar común para relatar las creencias mundanas. La primera media hora de película es muy entretenida, porque además de entrevistar a la gente del pueblo hay un eje narrativo contundente acerca de la extraña enfermedad. ¿Qué es? ¿Cómo se la padece? ¿Cuál es la forma de erradicarla? El misterio crece y genera expectativas a medida que avanza la trama. Los realizadores mueven los hilos de su relato como si manejaran un valioso mcguffin y en la segunda parte lo dejan de lado, produciendo cierta desilusión. Porque en la segunda mitad el documental hace un giro, como si comprendiera que el enigma no puede revelarse simplemente con una investigación deductiva y que debe aceptar las reglas de aquello que se le presenta en el orden de lo sobrenatural. Entonces el film se queda con los vecinos ya entrevistados y, lo que parecía encaminarse hacia una revelación, termina por centrarse en el retrato de sus personajes. Sin embargo, más allá de alguna contradicción entre imagen y discurso detectada por la cámara, las entrevistas dejan expresar a los habitantes sus argumentos y creencias. La cámara produce extrañeza en busca de aquel atisbo de humor escondido detrás de cada discurso. Esa distancia también presente y cuestionada en el cine de Mariano Cohn y Gastón Duprat, que puede interpretarse despectivamente por cierto grado de superioridad. Pero el film respeta la distancia solicitada por el viejo Jorge -curador del espanto- y no obliga a decir a ningún personaje nada que no desee frente a la cámara. En todo caso, es el afán de cada entrevistado por mostrarse en un rol determinado el motivo de su exposición desmesurada y causante de la gracia. La película se vale de los lugareños, sus rostros y comentarios. Son los que cargan de misticismo a las imágenes (el asegurar la existencia del bombero silbador, de la chancha de lata, o de la luz mala) e invitan a un mundo poco probable pero infinitamente más interesante que el que conocemos. ¿Qué sucede detrás de las paredes del hogar de Jorge? ¿Es real lo que se cuenta? ¿Existe el espanto o es otro de los tantos mitos que sobrevuelan la cansina existencia de los personajes? En esa incógnita la película crece, haciendo dudar al espectador no sólo de los que sucede con respecto a la medicina alternativa sino de sus propias creencias. El engaño adquiere una dimensión fantástica, posible. El saber se pone en duda mientras que la noción de farsa se disuelve en la realidad. Tal vez todos los habitantes del pueblo que se manejan como una comunidad cerrada se complotaron para mentir a los incrédulos hombres de ciudad. Tal vez, y sólo tal vez, no nos estemos riendo nosotros de ellos sino ellos de nosotros.
Los y las que vivimos en las ciudades sabemos que por fuera hay una realidad que nos es completamente ajena, aunque muy poco sabemos de ésta. Pequeños pueblos rurales a la periferia con tradiciones que podríamos considerar paganas, como la curandería, y con un peso del catolicismo muy fuerte son un ejemplo de ello. Con “El Espanto”, sus realizadores, Pablo Aparo y Martín Benchimol, nos hacen un acercamiento muy interesante hacia la cotidianeidad de un pueblo llamado “Eldorado” de Misiones. Con una dirección de arte que nos ilustra casi que a la perfección el modo de vida de los y las habitantes del pueblo, “El espanto” es un documental que se acerca mucho en su estilo narrativo a una ficción, que se adentra en la mirada de sí mismos y los rituales de quienes habitan la localidad. Utiliza como punto de entrada la importancia que tienen los y las curanderas, que casi todo lo pueden curar, del pueblo para su cotidianeidad por culpa de una institución de salud que está alejada de quienes viven en la periferia. A través de los distintos relatos de la gente, nos enteramos de que hay un padecimiento que solo sufren las mujeres de la zona llamado como el título de la producción, el cual solo puede ser curado por un curandero del pueblo. Con una estructura de tres actos muy marcada, invita a los espectadores a conocer primero sobre esta realidad del pueblo y así nos hace un recorrido general sobre distintos temas trascendentales de la vida rural; como el sexo, el catolicismo y algunas otras cuestiones; para luego volver al asunto de la curandería. Es muy interesante como está constituido el relato, ya que usa como recurso el no contarle nunca al espectador de qué se está hablando, porque en el discurso mismo de los y las entrevistadas se sugiere constantemente qué nos están contando y con el juego de cámaras utilizado entendemos rápidamente la significación que le dan tanto los realizadores como la gente del pueblo. Esto es muy útil para aprender y entender cómo se construye desde lo técnico una subjetividad en una narración en un formato que siempre busca simular una objetividad inalcanzable, como es el documental. Con la diversidad de temas abarcados y su forma de hacerlo, es un buen puntapié para que busquemos deconstruirnos, cuestionando los rituales y creencias, muchas veces sin fundamentos sólidos, de quienes vivimos en ciudades y tenemos una cierta formación. En conclusión, “El espanto” es un documental muy interesante, que con una estética de primer nivel nos muestra una realidad completamente ajena a la vida urbana que a través del contraste nos invita a que indaguemos sobre nuestras creencias y rituales. Si bien se estrenó en BAFICI en el 2017, se proyectará la semana entre el 18 y el 24 de julio a las 12hs y a las 21:30hs en el Cine Gaumont, y en agosto en el Centro Cultural La Cooperativa con charlas con el equipo de producción para todo público. Tambien está disponible de forma online en Qubit TV y en Cine.Ar. Aquí el link de su Facebook para estar al tanto de futuros eventos y proyecciones: https://www.facebook.com/ElEspantoPelicula/
Creer o reventar. La propuesta de El espanto desconcierta, genera perplejidad, divide ¿Qué es verdad y qué está armado (cuánto hay de falso documental? ¿Es otro registro sobre el patetismo pueblerino para reirse a puro cinismo desde la cómoda butaca del cine? Son muchos los interrogantes, las dudas que genera este film de la dupla Benchimol-Aparo (egresados de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA), que durante dos años viajó al pequeño pueblo de El Dorado para mostrar no sólo la dinámica del lugar sino también para exponer algunos de sus misterios. El dispositivo es sencillo: los vecinos explican a cámara cómo apelan a remedios caseros y técnicas milenarias para reemplazar a la medicina tradicional. Nadie viaja a atenderse con un doctor porque no lo necesitan. Entre ellos hay unos cuantos curanderos capaces de solucionar cualquier dolencia. Todas menos “el espanto”, una extraña enfermedad (¿un brote de locura? ¿una invasión demoníaca?) que solo es tratada por un misterioso anciano que vive del otro lado del puente y que nadie se anima a visitar por sus técnicas “invasivas”. El viejo huraño recibe a pacientes que llegan de todas partes, en El Dorado lo respetan, pero lo quieren lo más lejos posible. Esa enfermedad y esa figura constituyen el principal enigma del film, pero también es uno de los aspectos menos convincentes porque la construcción del suspenso no está del todo lograda. La otra cuestión discutible de El espanto -película de impecable factura técnica en todos su rubros- tiene que ver con el recorte que se hace a la hora de exponer el patetismo y el conservadurismo de la comunidad. Los personajes son en primera instancia bastante queribles, pero a la hora de hablar de, por ejemplo, el sexo (o la sexualidad), o de mostrar algunas de sus costumbres, los directores dejan todo servido para la risa burlona del espectador. La sensación, por momentos, es que terminan siendo un poco humillados en cámara. Lo cierto es que El espanto se suma a la larga lista de películas estrenadas en distintas ediciones del BAFICI sobre la vida pueblerina. En este sentido, bien podría ser la antítesis, el contraejemplo de la amabilidad y la falta de subrayados que Rodrigo Moreno propone en Una ciudad de provincia. La polémica, como siempre, está abierta.
El espanto es una impecable muestra de hasta qué punto pueden borronearse los límites entre documental y ficción. A partir de las entrevistas que les hicieron durante tres años a algunos habitantes de El Dorado, un pueblito perdido del noroeste de la provincia de Buenos Aires, Pablo Aparo y Martín Benchimol construyeron una comedia negra con ingredientes tanto policiales como sobrenaturales. El finísimo trabajo narrativo de la dupla de directores hace que el retrato sobre las costumbres sanitarias y las supersticiones de una localidad rural se transforme (también) en un fascinante relato de misterio. Todo empieza como un documental convencional sobre la curandería. Irma, una de los tres centenares de pobladores de El Dorado, está enferma, y sus vecinos se muestran dispuestos a ayudarla a recuperarse con sus propios poderes sanadores. Cada uno tiene su método y su especialidad. Hay quien cura el empacho, quien cura el ojeado, quien cura la pata de cabra. Está la que ata una cinta roja a un sapo, el que cuelga a los batracios de las ramas de un árbol, el que usa una cinta, el que invoca el poder de la adrenalina. Ninguno cobra por sus servicios. Esto ya parece suficiente materia prima para cualquier cineasta ávido de explorar territorios desconocidos, pero es sólo la introducción de esta historia. Por obra y gracia de un montaje magistral, el documental tiene una atmósfera de suspenso que va en un sostenido crescendo. Alguien menciona, casi como al pasar y junto a presencias malignas como la luz mala, la viuda blanca y la chancha de lata, el nombre de una de las patologías frecuentes en la zona: “El espanto”. Y la película pasa a enfocarse en ese mal, al parecer padecido exclusivamente por las mujeres y curado sólo por un tal Jorge. ¿Quién es, cómo practica su arte sanador, quiénes acuden a él? Las respuestas a estas preguntas son insinuaciones que abren la tranquera de un campo desopilante y siniestro a la vez. Sin burlarse ni caer en una mirada citadina condescendiente, Aparo y Benchimol (debutaron en 2012 con otro documental, La gente del río) recogen testimonios que son radiografías de personajes riquísimos. Esas charlas, de una comicidad intrínseca, desnudan a este pueblo chico/infierno grande. El Dorado es, entonces, un lugar donde la solidaridad convive con la maledicencia, la religiosidad con la superstición, y el conservadurismo es rey. Un mundillo de rituales ancestrales, de represión sexual y supremacía masculina, donde la homosexualidad es mala palabra y todos parecen unidos por la desconfianza hacia la medicina tradicional. Es decir, hacia la civilización y el progreso tal como los conocemos.
En El Dorado, un pueblito de la provincia de Buenos Aires de apenas 300 habitantes, le dicen "el espanto" a una misteriosa enfermedad que solo cura un hombre de avanzada edad, solitario y algo huraño. Para el resto de los problemas de salud que puedan presentarse, los lugareños tienen sus propias recetas, siempre diferentes a las de la medicina tradicional. Este curioso documental proyectado en la última edición del Bafici empieza por ahí, pero luego aprovecha con astucia la singularidad de los personajes que va presentando y traza, en base a una serie de breves entrevistas, un ligero ensayo cinematográfico sobre el sentido común de una pequeña comunidad que parece detenida en el tiempo: un ideario construido notoriamente con un puñado de apolillados prejuicios y bizarras especulaciones. Cuando la película se entrega por completo a la tentación de exhibir sin pudor el exotismo de sus protagonistas, se vuelve menos interesante, sobre todo porque esa manipulación establece una distancia un poco fría y petulante con ellos. No deja de ser cierto, de todos modos, que en El Dorado las cosas funcionan de una manera bastante extraña. Se trata de un particular mundo en miniatura, con sus propias reglas, dinámicas y contradicciones, al que dos cineastas ávidos de novedades llegan con la lógica casi siempre invasiva de los exploradores.
Nada hay que temer, excepto el miedo En el pueblo El Dorado todos son curanderos y, sapos y culebras mediante, todo tiene cura, salvo ese raro mal que llaman “espanto”. La clave de funcionamiento del documental es su carácter observacional y por lo tanto prescindente de los realizadores. “Si me duele una muela me paso un sapito”, dice una vecina de El Dorado. No vaya a pensarse que la señora es la supersticiosa del lugar. Muy por el contrario. Parece, de todos quienes desfilan ante cámara, la más instruida de ese pueblito bonaerense de 318 habitantes. Así como otras poblaciones se distinguen por la producción de aceitunas, de trigo o de soja, podría pensarse, de acuerdo a lo que El espanto deja ver, que la fecundidad de El Dorado radica en su oferta de curanderos. Es más: da la impresión de que en El Dorado todos son curanderos. “Nooo, acá no entra un médico ni por asomo”, afirma otro vecino. “La última vez que vi uno no sé ni cuándo fue. Acá nos curamos entre nosotros. Problemas de estómago, mareos, dolores musculares, todo.” Hay, sin embargo, un cuadro que el arte curativo de la zona no puede sanar. La ciencia médica, menos. Se trata del espanto, una enfermedad aparentemente propia del lugar, cuyos síntomas no están claros, pero parecerían consistir en algo semejante al estupor. “La persona ve algo, le pasa algo que la asusta, y le agarra el espanto”. Si la población entera de El Dorado estuviera loca, o fuera idiota, o padeciera una suerte de freakismo colectivo, la cosa no tendría mucha gracia, por unidimensional. Obviamente que todas esas son alternativas posibles. Pero los realizadores Martín Benchimol y Pablo Aparo, graduados de la carrera de Imagen y Sonido, se cuidan de no cerrar el sentido, de no imponer al espectador un punto de vista definitivo sobre el asunto. Esto era constatable en el documental previo de ambos realizadores, La gente del río (2013, disponible en la plataforma virtual Cine.ar), que estudiaba otro pueblito de la provincia de Buenos Aires, Ernestina, al lado del cual El Dorado parece Nueva York. Por lo visto los pueblos raros son la especialidad u obsesión de estos realizadores, cuyos documentales son hasta el momento prácticamente ignorados por aquí, aunque han ganado gran cantidad de premios en festivales internacionales. La clave de funcionamiento de ambos documentales es su carácter observacional y por lo tanto prescindente por parte de los realizadores, que buscan desaparecer detrás de cámara. O fingen hacerlo, prefiriendo sugerir mediante el modo indirecto que es propio de la imagen, su sucesión y su desglose. De acuerdo a lo que los vecinos testimonian, da toda la sensación de que El Dorado vive en un estado precientífico, en el que algunos pobladores andan incluso vestidos como gauchos del siglo XIX. En ese estadio la medicina moderna no es bien vista, y un sapo atado con un hilo rojo o una cinta plegada tres veces sobre sí misma curan más que medicamentos y bisturíes. Salvo que se trate, claro, del espanto. Ahí sí que el saber y el poder de los vecinos de El Dorado se detienen. “Hay cosas conocidas, como la luz mala, o la viuda blanca, que se aparece al costado de la ruta, o la chancha de lata”, aclara un vecino convencido de que la solución para todos los males es “echarle adrenalina al cuerpo”. Para ello entrena todos los días tirando trompadas y patadas al aire, mientras repite en voz alta “Adrenalina, adrenalina”. Pero con el espanto no hay quien pueda. Eso es, al menos, lo que los vecinos de El Dorado sostienen en un primer momento. Sin embargo, alguna mirada que se desvía, alguna afirmación entrecortada, alguna inquietud corporal terminan dando paso a la figura del hombre “que parece que lo cura, aunque yo no lo conozco”. Benchimol y Aparo espían de lejos al misterioso anciano, de aspecto descuidado, que no vive en el pueblo sino en las afueras, en un rancho miserable. Habrá que dejar envuelto en el misterio el método curativo de este tal Jorge, que bien podría ser el remate de un chiste. Tal vez más que eso importe la afirmación de un paisano de que el espanto “les agarra a las mujeres, porque la mujer es más débil que el hombre”. O la de otro lugareño de barba blanca que confiesa que “no quedan mujeres solteras en el pueblo, están todas casadas”. Luego ríe nerviosamente, cuando se le pregunta si hay algún matrimonio homosexual en el pueblo. “No, no, de eso nada. Imagínese, si hubiera habría que matarlos.” Así, de a poco, El Dorado se va pareciendo a esos pueblitos de tantas películas de terror, perdidos en el tiempo y el espacio, desde 2.000 maníacos, del padre del gore Herschell Gordon Lewis, hasta La masacre de Texas. Películas en la que los carteles que indican “desvío” no se sabe en qué sentido lo dicen. Y todo a sólo 300 kilómetros de una Buenos Aires que cree vivir en el país de la modernidad.
“El espanto”, de Martín Benchimol y Pablo Aparo Por Hugo F. Sanchez Cada tanto aparecen, en el pujante cine argentino hay lugar para todo el mundo, incluso para películas como El espanto, relatos etnocéntricos (el centro es Buenos Aires, claro) que incursionan en el “Interior profundo” para extraer rarezas, perlas provincianas que dan cuenta de lo bien que se está acá (Buenos Aires, claro), lejos de la barbarie. El documental es sobre un pueblito en donde sus habitantes se curan solos, donde buena parte de la gente ejerce de manera natural y solidaria distintas recetas para curar diferentes males. Podría ser un film que se asoma a otra realidad para contarla desde la perspectiva de sus realizadores. Y efectivamente, El espanto es eso y sin lugar a dudas los directores son honestos al ir profundizando su mirada, pero llena de prejuicios, para extraer viñetas simpáticas de los “personajes” que aparecen dando su testimonio a cámara. Planos fijos de los protagonistas mostrando su pintoresquismo, edición taimada para demostrar su falta de mundo -la puesta del casamiento es el ejemplo cabal de la mala leche-, remarcaciones patéticas para pintar la supuesta ignorancia de los pueblerinos y así. Definitivamente, un film miserable. Esta reseña fue publicada en ocasión del estreno de la película en la Competencia Argentina del BAFICI 2017. EL ESPANTO El espanto. Argentina, 2017. Guión y dirección: Pablo Aparo y Martín Benchimol. Fotografía: Fernando Lorenzale. Edición: Ana Remón. Sonido: Manuel De Andrés. Duración: 67 minutos.
El mundo ancestral del campo. Los males más silvestres se curan con remedios caseros y con rituales pasados entre generaciones quién sabe desde cuándo, excepto por lo que los habitantes de El Dorado llamando “el espanto”, una convalecencia que ataca a mujeres después de haber sufrido un susto profundo. Solo un viejo hosco y ermitaño parece conocer los secretos de una cura poco convencional. La película de Martín Benchimol y Pablo Aparo captura la vida de un pueblo con un registro que hace convivir las formas del documental con recursos de la ficción. La película traza una frontera muchas veces imperceptible: la trama y la presencia evidente de algunos gags hacen pensar en un guiño al mockumentary, pero las maneras, los testimonios y el entorno de los entrevistados sugieren una autenticidad atávica imposible de fingir. El espanto juega con esa incertidumbre mientras trata de develar una dimensión desconocida de lo rural para el cine argentino.
Se estrena, luego de su paso por la Competencia Argentina del Bafici 2017, El espanto, un documental que expone usos y costumbres en el interior del país sobre salud y “curaciones alternativas” en medio del propio prejuicio social. Los pueblos tienen sus secretos. Y éstos generan chismes. No por nada la frase “Pueblo chico, infierno grande”. Y El Dorado no es la excepción. En los pueblos también hay siempre a mano algún curandero/a que se encarga de “curar” esos males para los que la medicina tradicional no encuentra remedio: empacho, mal de ojo, pata de cabra, espanto. Y éste, que aqueja sólo a las mujeres, según dicen, se convierte en el eje central del film junto con aquel hombre mayor, el único que practica su curación, ya que los métodos que utiliza y su vida privada dan origen a diversos corrillos. El documental utiliza entrevistas de pobladores en sus casas o trabajos (almacén, peluquería) testimoniando sobre estas cuestiones y armando como un rompecabezas sobre Jorge (este curandero especial) y sus actividades y luego virando a las opiniones que se tienen hacia el sexo y, especialmente, la homosexualidad. La manipulación es evidente. No en cuanto a tergiversar lo dicho y cambiarles el sentido a los comentarios (de hecho es casi un registro del lugar común lo que se escucha) sino al montaje y la edición que los ubican en determinado contexto del filme en procura de un crescendo dramático (o al menos un esbozo de conflicto) o de direccionar una interpretación determinada. Se pasa del relevamiento del saber popular a la intriga, después a la discriminación entre susurros para finalmente volverla explícita y luego a un cierre sobre relaciones y sacramentos religiosos. Que claramente habla de los mecanismos de interrelación y vinculación en ese pueblo. Que de alguna manera se están actuando los testimonios (lo que no significa, reitero, que los protagonistas no piensen de esa forma y que el material discursivo no sea original) se puede verificar en varias oportunidades tanto como el artificio en la misma puesta en escena. Ambas decisiones generan dudas con respecto a la posición que toman los realizadores. La primera imagen que vemos es de una ambulancia avanzando por los caminos. La cámara la sigue y observamos permanentemente la frase que luce en su parte posterior: “Mantenga distancia”. Entre hacerle caso y no, se mueven El espanto y sus directores.
Mucho me pregunté, luego de la proyección de "El Espanto", de Pablo Aparo y Martín Benchimol (segundo largo después de la reconocida "La gente del río"), sobre cuáles pueden ser las razones reales, para que sucesos como los que trae esta película, realmente tengan lugar. Es decir, ¿Qué sucede en El Dorado, (provincia de Buenos Aires), en relación a la medicina, que provoca un extraño "autoabastecimiento" local, ligado a prácticas de curanderismo, o alternativas naturales? ¿Cuánto opera la creencia popular, para que en ese pueblo de no más de 300 habitantes, todo (excepto las cirugías, aclaran), se cura con la participación de los lugareños? Aquí, además, la gran mayoría de los habitantes, posee una habilidad especial para curar, alguna dolencia particular. Es decir que los miembros de esta comunidad, logran un curioso mosaico donde diferentes dolencias son abordadas por distintos vecinos, cada uno con una especialidad. Se usan técnicas milenarias (algunas, otras, no), de dudosa llegada (según mi percepción citadina), para combatir un alto rango de dolencias, en apariencia con gran éxito. No hay médicos, dicen, ni se necesitan. Todo se resuelve desde el saber médico popular, por así decirlo. Excepto una enfermedad, que sólo posee un tipo de tratamiento, y de la que prefieren ellos, no hablar demasiado: "El espanto". Un mal que le ataca a las mujeres, especie de brote psiquiátrico, con rasgos quizás depresivo, indescifrable por su caraterización, que sucede esporádicamente y que tiene una sola manera de curarse. Y lo que es más llamativo aún, es que el curandero que conoce esa técnica, la aplica en su rancho, alejado del pueblo, y que es un hombre entrado en años y hermitaño. ¿Les anticipo más? Su manera de intervenir involucra un práctica sexual. Eso, desde ya, abre otra línea de trabajo en el film. No sólo hablamos de medicina, sino que después incorporamos el sexo, y cómo se vive en esa pequeña comunidad, donde "todas las mujeres están casadas"... Como mirada antropológica incidental, hay riqueza en lo que trae. Eso es innegable. Sabemos que Aparo y Benchimol, así como en su documental anterior, tienen un particular interés por los perfiles disonantes y coloridos. Y por las comunidades con reglas propias. Ponen su mirada "porteña" (invisible, controversial, lo se), sobre realidades que tienen su propia lógica, y abren el lente a universos no tan frecuentes para los que vivimos en las grandes ciudades. Lo hacen con una edición que provoca algo de humor, escepticismo y, hay que decirlo, interés. Los suyos son documentales que sorprenden. No tanto por la dinámica con la que están narrados (de hecho, hay muchas entrevistas con el estilo tradicional del formato) sino por la elección de quienes pasan enfrente de la cámara. Ahí está el ojo de los directores. Ellos seleccionan con habilidad el material en el campo y al editar, logran retratos originales, que ponen a la luz, cuestiones que suceden, en vastos sectores de nuestro país y que la mayoría desconocemos. "El espanto" puede ser percibida, como un ejercicio que presenta una realidad tangible y potente, desde la mirada crítica de quienes no vivimos en ese escenario. Desde ese lugar, es muy recomendable.
Apenas comienza El Espanto, algunos espectadores sentimos que caminamos en procesión detrás de la ambulancia que se dirige a baja velocidad hacia la casa de una vecina enferma. En ese andar entre parsimonioso y desvencijado, percibimos indicios contradictorios respecto de la naturaleza de la película de Pablo Aparo y Martín Benchimol que desembarcó ayer en el cine Gaumont. Lejos de disiparse, la duda sobre si estamos ante un documental o una ficción aumenta a medida que nos adentramos en un pueblo con más curanderos que –si los tuviera– médicos. Los modismos de los entrevistados y planos generales de casas bajas, calles de tierra, ganado suelto, pastos crecidos, una estación de trenes que parece abandonada sugieren que los realizadores ambientaron su segundo largometraje en una recóndita localidad bonaerense. También está claro el propósito cinematográfico: abordar la creencia en la sanación a través de la palabra y demás prácticas reñidas con el ejercicio ortodoxo de la medicina. Curiosamente El Espanto convive en nuestra cartelera con un documental italiano que aborda otro tipo de curación reprobada por la ciencia: el exorcismo. La coincidencia resulta interesante porque, mientras Liberami despliega una mirada entre antropológica y sociológica, la película de Aparo y Benchimol constituye una propuesta lúdica y pícara. Los también autores de La gente del río invitan a participar del juego de espejos que supone la confrontación entre lo estrictamente real (de todos los curanderos que habitan el pueblo, uno solo cura la enfermedad llamada Espanto), los testimonios de vecinos sobre esa realidad y la recreación que esas versiones corregidas y aumentadas inspiran en Aparo y Benchimol. El humor asoma, no al estilo del mockumentary, es decir con tono burlón, sino como guiños sobre la siempre discutible fabricación de la verdad o de lo que realmente ocurre o es. Los realizadores transgreden límites en un terreno que podría resultar resbaladizo, y sin embargo nunca pierden pie. La locución italiana Se non è vero, è ben trovato (Si no es cierto, está bien armado) ilustra muy bien la inteligencia a la hora de articular ficción y documental. Aunque estilizado por el juego y la picardía, El Espanto también invita a reflexionar sobre la fragilidad del ser humano o, dicho de otro modo, sobre nuestra necesidad de creer en algo que nos ayude a enfrentar la enfermedad, y por ende la inevitabilidad de la muerte. Sin dudas, Benchimol y Aparo también se desplazan con comodidad entre las dimensiones local y universal.
Un documental que habla de las creencias y las curaciones; a través de ellas muestran sus métodos y los hospitales que quedan lejos de ese pueblo donde se desarrolla la historia y se ayudan con lo mínimo e indispensable. Los pobladores dan testimonios frente a la cámara sobre ciertos tratamientos que realizan, alguno de ellos los clásicos, empacho y mal de ojos, entre otros. Varios momentos tienen cierta cuota de misterio y angustia.
Lo mejor que se puede decir de este extraño film es que muestra, de una manera bastante amena, los detalles pintorescos del folklore en los que cree firmemente la población de un pequeño pueblo escondido en la provincia de Buenos Aires, El Dorado. Desde las prácticas típicas del curanderismo para el empacho, o las frotaciones que se pueden hacer con un sapo para el dolor de muelas hasta el más grave mal al que se refiere el título, el espanto, especie de histeria que, como dicen estos pueblerinos, sólo suele darse en mujeres, y que nadie sabe curar, salvo el misterioso y hosco Jorge, un curandero de aspecto siniestro. Todas las prácticas van siendo explicadas y en algunos casos también mostradas. Durante la primera media hora "El espanto" funciona bastante bien ya que sus descripciones son insólitas y a veces graciosas, además de que el ritmo narrativo es ágil y el asunto genera interés. Pero a medida que avanza la proyección el tema se dispersa, las entrevistas empiezan a cambiar de tópicos y toda la película se desenfoca. Por otro lado no se entiende del todo bien el objetivo de los codirectores, aunque con un poco de optimismo podría explicarse este proyecto como un curioso ejercicio herzogiano, claro que sin Wener Herzog. Atrapará a los interesados en el folklore del campo argentino.
Si vivís en un pueblo donde casi todo el mundo cura, o sabe cómo curar alguna dolencia, ¿para qué vas a ir al médico? Los cineastas Pablo Aparo y Martín Benchimol demuestran, con El Espanto, la cantidad de historias más que buenas, increíbles que hay ahí afuera, esperando ser contadas. Con ese afán, recogen testimonios de los vecinos de un pueblo, El Dorado, vecinos que no siempre salen bien parados, porque la operación (registrarlos con una cámara para un film destinado a gente muy distinta a ellos) subraya sin remedio su extrañeza, conservadurismo y, en última instancia, ignorancia. Entre esos testimonios, se construye una verdadera trama, un vademecum de remedios caseros que vienen de lejos y de los que escuchamos hablar, como leyendas rurales, acaso imaginando que pertenecen al mundo de la literatura. Entre los vecinos de El Dorado, sin embargo, la curandería es una realidad muy palpable, capaz de aliviar el empacho o el mal de ojo, la intoxicación y casi cualquier enfermedad. Claro que también creen, sin dudas o por las dudas, en los poderes de otro tipo de males, como el espanto, que sólo trata un tipo extraño llamado Jorge. El espanto quiere ser más que un documental de registro de costumbres, con resultado no siempre redondo.
El espanto: Lo que no te mata, te fortalece. “Somos aquello en lo que creemos, aún sin darnos cuenta“. Carlos Monsiváis – Escritor y ensayista Mexicano Desde el comienzo del film la fascinación por el mundo que los directores presentan es insoslayable. La construcción a caballo del suspenso es un acertado acercamiento a esta pequeña comunidad, en la que casi todos los habitantes de una u otra manera curan dolencias, y en el que el misterio es esa rara enfermedad que llaman “Espanto” y el único capaz de sanarla. Una ambulancia, seguimos a una ambulancia por las calles de tierra, a través de un paisaje campestre hasta el hogar de una familia. Allí una mujer postrada es atendida por la enfermera. Ese es el inicio de este viaje, donde la medicina es vista como un paliativo, un foráneo que se inmiscuye en la cerrada comunidad que la desestima, alegando tener sus propias maneras de tratar las dolencias. Todos ellos son, acaso lo más asombroso, personas reales, que poco tendrán que envidiar a personajes de literarios. Haciendo que el espectador por momentos dude de la veracidad, acaso si la realidad supera la ficción, es indiscutible que de alguna manera lo logra. Sin médicos, cada uno enseñando sus artes, haciendo sus rituales. La presentación de ellos escarba con poca sutileza sus vidas, hasta quizás lugares que se nos pueden antojar algo incómodos de presenciar, por esa falta de replica que acusa, cuando los entrevistados hablan del matrimonio, la homosexualidad y otros tópicos. Más allá de esa exacerbación en la representación de estos vecinos de El Dorado, es sin lugar a dudas la historia de Jorge, aquel quien es el único capaz de curar tan rara enfermedad del alma. Tenemos que admitir que el espanto es una extraña dolencia de la que solo teníamos alguna que otra información a través de leyendas urbanas y mitos del interior bonaerense. No fue hasta que buscamos con más ahínco que hayamos algunas definiciones, provenientes del norte latinoamericano. Más exactamente en México, es donde se la define como “una enfermedad que padecen animales y humanos (especialmente los niños), que consiste en la pérdida del alma causada por una gran impresión o por un miedo profundo“. Pero a la inversa de los varios tratamientos que existen por aquellas tierras, en este lugar, solo se cura de una manera. Una ciertamente sorprendente. No diremos más, la sorpresa al saberse lo vale. Pero también es cuando el documental que dirigen Martin Benchimol y Pablo Aparo parece perderse en una maraña de anécdotas que distrae de su premisa inicial, haciendo que el misterio inicial se pierda. Una realización impecable de cámaras y fotografía, una construcción, en los dos primeros actos, de la historia impecable hacen de este documental un extraordinario viaje a lo profundo y a la vez cercano de nuestra tierra, a un acontecer diario que no se ve seguido pero que también es parte de nosotros.
LO QUE PERVIVE NO ES EL AMOR, SINO EL ESPANTO ¿A quién no le han curado el empacho? ¿Alguna vez te sentiste ojeado? Estas y otras cuestiones de las creencias populares, pero sobre todo aquella que más miedo genera en la localidad de El Dorado, El Espanto, es de lo que trata el documental con nombre homónimo que aquí trataremos. Partiendo desde dos acontecimientos que irán hilvanando los relatos de los lugartenientes, la enfermedad y tratamiento de una anciana y un casamiento, el film nos propone la construcción de una historia a partir del relato popular de los vecinos de un pequeño pueblo, otorgándole un lugar sobresaliente a las leyendas del lugar y a una de las figuras más notable del interior de nuestro país: el curandero. Este pueblo cuenta con varios curanderos que se especializan en diferentes malestares: empacho, mal de ojo, mal de muelas, entre otras dolencias, pero ninguno cura el temible Espanto. Solo un hombre, que iremos reconstruyendo mediante el relato de los otros, es capaz de hacerlo. Se nos presentarán las historias que circulan de él, cómo los otros crean una imagen de este curandero y cómo el refrán “pueblo chico, infierno grande” se cumple aquí cabalmente. La idiosincrasia y las particularidades de este pequeño lugar son retratadas a la perfección por los directores, privilegiando la voz de los lugareños, potenciada por la mostración de los escenarios con los que cada uno se identifica. Es interesante también como es que esta figura del curandero toma tal relevancia en un pueblo como en que se desarrolla esta historia: la medicina tradicional occidental no es de fácil acceso a los recónditos pueblos de nuestro país, y por ello perviven las curaciones de corte más ritual. La cámara se muestra como un fiel intermediario entre los testimonios y el público, mayoritariamente en posición fija, solo limitándose a registrar lo que sucede delante de ella, sin que por ello no logre unas bellas tomas del campo en todo su esplendor. Los directores no se nos muestran en lo absoluto, ocultando su visión y posicionamientos dentro del documental, dejando que la cámara hable por ellos. Es interesante, sin embargo, como en algunos pasajes se devela el dispositivo cinematográfico, ya que los propios entrevistados explicitan la presencia de la cámara o como ésta puede o no influir en la palabra de los lugartenientes. El Espanto nos revela cómo es un estilo de vida que parece algo estancado en el tiempo, pero lleno de riquezas que circulan en nuestro imaginario colectivo más de lo que somos capaces de reconocer cotidianamente.
Perdido en el mapa, al noroeste de la provincia de Buenos Aires, se halla un pueblito fundado en los primeros años del siglo XX, llamado El Dorado, que cuenta con un poco más de 300 personas en la actualidad. Lo que les llamó la atención a los directores Pablo Aparo y Martín Benchimol es el particular modo de vida que tienen sus habitantes porque, pese a estar a no mucha distancia de ciudades más grandes e importantes, ellos están lejos de todo. Algunos tienen computadora y teléfono celular, pero su realidad es otra, mucho más cercana a sus antepasados que al presente. Su cultura sigue siendo machista, los hombres trabajan en el campo, las mujeres están en su casa, no admiten homosexuales, si hay alguno por ahí se terminan dando cuenta que deben marcharse a otro lado. Aunque el motivo principal de los realizadores no fue tomar registro de los usos y hábitos que impera en esa localidad, sino la costumbre que tienen de curarse la salud entre ellos mismos. Así es, al tener a los médicos y odontólogos alejados la mayoría de los vecinos saben ser curanderos, conocimientos que aprendieron de sus familiares. Cuando a alguien lo aqueja un problema físico uno de ellos voluntariamente acude a curarlo. Utilizan diferentes métodos o técnicas para tratar las enfermedades. Sus herramientas son cordeles, persignaciones, bostezos, sapos lavados a mano al que les atan una cinta roja, o los cuelgan cabeza debajo de la rama de un árbol. Las personas que se dedican a esto son entrevistadas sentadas. Nadie explica certeramente cómo hace para curar a otro, ni lo muestran tampoco. Los testimonios se van sucediendo a un buen ritmo aunque con altibajos porque los momentos de transición no aportan nada importante y se producen baches. De a poco introducen dos temas que van adquiriendo preponderancia con el transcurrir del film. Uno tiene que ver con lo que se está hablando y lo padece una mujer grande que siempre está en cama. Unos lo sostienen y otros no que esa señora sufre de “espanto”. Algún hecho la asustó y quedó así, inanimada. Hay alguien llamado Jorge que sabe tratarlo, vive en las afueras y no es muy sociable. Al relato lo van llevando con cautela, el misterio se acrecienta mientras, en paralelo, van mostrando los preparativos de un casamiento. Inexplicablemente Aparo y Benchimol no logran, o no les permiten, profundizar más y viran la narración hacia la boda, donde la chica está muy entusiasmada y feliz, en tanto que el novio, tiene una cara nada coiuncidente, incluso durante la fiesta, como si lo hubiesen condenado a cadena perpetua, tal vez lo interpretó, o sintió así. A los que vivimos en las grandes urbes este micro universo aquí exhibido nos puede sorprender porque están en juego otros valores o creencias, y como sus habitantes confían en lo que hacen no precisan de la medicina tradicional, a menos que sea algo muy grave como para vivir tranquilos y sin problemas.
Creer o reventar La excusa de investigar al respecto de curanderos y dolencias misteriosas en un lejano pueblo, son utilizadas para bucear en los misterios de las pequeñas miserias de las comunidades alejadas del mundanal ruido. De ello trata El espanto, un documental que logra adentrar al espectador en las vivencias, realidades, miserias de los llamados popularmente “infiernos chicos” de nuestro país; y bueno, imagino, serán en cualquier país del mismo modo, los espacios en que reside escaso número de pobladores y todos se conocen. La herramienta de ejemplificación de las curas por fuera de lo establecido ayuda a que la historia haga buen pie, y las menciones respecto a la falta de importancia de la medicina tradicional frente a cierta idea de superchería muestra el modo en que se cura, o al menos cree hacerlo, la gente de pueblo. La narración es ágil, el corte de edición atractivo y llevadero. Simula ir hacia un lugar y luego nos sorprende con un desvío en la búsqueda en lo que los personajes tienen para contar a través de los diferentes testimonios recogidos. Que no se cierre a una linealidad y deje una sorpresa en el cambio de rumbo suma puntos y, hasta me animo a decir, resulta algo risueño la el intercambio con el misterioso curandero de El espanto; dolencia que en realidad nadie sabe muy bien explicar de qué se trata. En definitiva, El espanto es un documental que se deja ver y muestra realidades más o menos vistas desde una óptica que roza cierta mirada pícara sin dejar de ser veladora de con una mirada distintiva. *Review de Gastón Dufour
Este documental acerca de un pueblo en el que los habitantes resuelven sus problemas de salud mediante curanderos peca de muchos de los vicios del cine condescendiente que se burla de los hábitos de la gente humilde de provincia que acepta ser filmada y luego es ridiculizada por los realizadores. Un documental éticamente reprochable y legalmente complicado. Este documental es complicado de analizar por varios motivos. Por un lado, desde el punto de vista formal, más allá de algunos planos que presentan el pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires en donde transcurren los hechos y sus actividades, lo que vemos no es más que una larga sucesión de entrevistas a sus habitantes, muchos de ellos practicantes de medicinas no tradicionales (curanderos), con los que el pueblo parece funcionar y subsistir sin casi necesidad de médicos tradicionales. Ellos curan todos esos males tipo empacho, mal de ojo y otros clásicos de la mitología popular. Lo cual lleva al segundo problema del filme, acaso el más complejo de todos: los habitantes son retratados no en forma cruel pero sí, en muchos casos, entre burlona y condescendiente. La puesta en escena de esas entrevistas, haciendo foco en sus aspectos más curiosos y dejando largos segundos la cámara fija en sus looks algo absurdos y bordeando el ridículo, no hace más que generar risas en la audiencia, que los mira como quien ve unos bichos raros y algo tontos de provincia, no muy distintos a los protagonistas de EL CIUDADANO ILUSTRE. No hay ese tipo de crueldad aquí con ellos, es cierto –de hecho, varios expresan sus violentos puntos de vista respecto a la homosexualidad y se lo presenta como algo casi simpático–, pero sí una enorme condescendencia, una sensación de superioridad de parte de los directores que se traslada a la audiencia, la que se siente habilitada a reírse de esas personas –gracias a esa especie de ternura malentendida del “miralo al pobrecito”– que abierta y honestamente abrieron las puertas de sus casas para ser escuchadas y no ridiculizadas ni miradas de manera sobradora por quienes ostentan el poder de las cámaras y el montaje. Las decisiones de puesta en escena no mienten (tiempo, distancia, foco, composición, etc): es claro cuando un realizador se regodea en lo absurdo que lucen o actúan sus personajes y cuando decide no hacerlo. Aca sucede la mayoría de las veces. El tercer problema es específico. La subtrama principal de la película –una que por momentos se siente “actuada”, a la manera de falso documental– se centra en un hombre del otro lado del pueblo que cura ese “espanto” que da título al filme y que nadie en el pueblo puede o sabe cómo curar. El hombre –un señor mayor, desprolijo y algo sucio– lo hace mediante un método que el pueblo no ve con muy buenos ojos y que tiene que ver con el sexo. El personaje es casi siempre visto desde lejos y casi no habla y apenas da a entender cuál es su sistema, aunque lo imaginamos. El problema aquí es, casi, de orden legal: si lo que hace es cierto debería ser denunciado ante las autoridades policiales y no filmado como un personaje raro y curioso de una comunidad. Lo suyo ya no es práctica ilegal de la medicina –no es frotar un sapo ante un dolor de muelas ni “tirar el cuerito”– sino directamente un delito. Y si es falso –realmente espero que lo sea– debería ser aclarado en algún momento y convertirse en una broma más del filme. Lo cual no necesariamente lo mejoraría demasiado pero lo sacaría de esa zona legal un tanto pantanosa.
El primer tramo de El espanto, el documental de Pablo Aparo y Martín Bechimol, confirma una premisa genérica visible en cantidad de proyectos de esta naturaleza: extraer historias inéditas y continuar explorando regiones e imágenes ocultas de nuestro país hasta hacerlas transparentes. Para un cineasta no cabe el famoso lema de Sarmiento en torno a que “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión”, porque vivimos en un territorio expectante para que lo sigan descubriendo en sus lugares más recónditos. En todo caso, acá el “mal” es otro, y es algo así como una patología llamada “el espanto” que afecta a los habitantes de El Dorado. Es harto conocido el hecho de que las curas caseras reemplazan a la medicina occidental. Ahora parece moneda corriente en la ciudad, pero desde siempre estas prácticas formaron parte del imaginario rural o pueblerino. Y detrás de cada una, asoma enseguida un rico acervo de relatos que acompañan tales creencias. Desde el comienzo de la película los testimonios de los pocos habitantes dejan entrever un estado de situación, filmados con una lógica estática a base de planos frontales, que no parece avanzar demasiado. Sin embargo, sabremos que es el prólogo de una historia, una joya que los directores encuentran y que habilita una dimensión misteriosa y atrapante: cada enfermedad es tratada por los vecinos, excepto “el espanto”, un mal que ataca a las mujeres y que solo es curable por un anciano, a quien nadie se anima a visitar. Se llama Jorge, vive solo y al parecer la cura radica en el goce, motivo suficiente para que todos se escandalicen y el aura en torno a este personaje se vuelva gigante y amenazante. Esta dimensión narrativa parece develarse como caída del cielo, es ese meteorito que todo realizador espera encontrar, que se interpone en su camino y abre posibilidades para el desvío, para sacar al documental de su zona de confort estético. Entonces la cuestión se intensifica, se vuelve muy interesante. Todo esto es contado y mostrado sin necesidad de que los realizadores se consideren más importantes que las personas que entrevistan y los obstáculos que se les presentan cuando intentan acercarse a Jorge. La distancia entre él y el pueblo se asemeja a una especie de western enfermizo donde la espectacularidad y los principales hechos quedan fuera de campo. Sin embargo, en el punto más álgido del conflicto, hay como una sensación de pereza y de abandono que opaca en cierto modo la riqueza del material trabajado. Tal vez la película abra varias aristas y al final no encuentre qué cerrar, pero sin duda es un documental estimulante. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Introduciéndonos en un mundo oscuro y perverso, con reminiscencias del cine de terror religioso de los ’70, el film El Espanto aborda sucesos perturbadores que tienen que ver con el despertar sexual de un joven descendiente de una familia mapuche, que habita una casa de campo junto a sus padres. Allí, en medio de un panorama siniestro, aparecerá la figura de un sacerdote rural para cumplir un rol clave, alertado por los padres del adolescente. Con guión de José Celestino Campusano y un permanente acompañamiento de la música incidental, la historia es un thriller que combina el terror psicológico, lo sobrenatural y el suspenso, cuyo desarrollo está recreado en medio de un contexto desolado. El relato está basado en un hecho real, acerca en una masacre que ocurrió en los años ’70, la cual el guionista libremente recrea con el fin de sugestionar al espectador, bajo un planteamiento que aborda temáticas religiosas y prácticas zoofílicas desde un costado grotesco y macabro. Lo ingenioso de la propuesta de Lasso lleva a dudar sobre lo bestial que se sugiere, si efectivamente es verdadero lo que sucede o si en realidad forma parte de la imaginación de su protagonista. Producida por Noelia Balbo, El Espanto fue concretada de forma absolutamente independiente, rodada en una sola locación a lo largo de una semana durante el año 2016, su realización formó parte del proyecto desde el Clúster Audiovisual de la provincia de Buenos Aires y luego de dos años de postproducción el film está participando de numerosos festivales y proyecciones, destacándose su inclusión en el FESTIVAL DE CINE INUSUAL de Buenos Aires, edición 2018.