Cuando terminé de verla me quedé con la misma sensación que cuando vi la película de El hombre lobo con Benicio Del Toro: una buena historia que es arruinada por estar filmada con un estilo muy cercano al cine de...
Juventud eterna pero con arrugas Basada en la novela de Oscar Wilde, la película llega con la actuación de Ben Barnes (el Príncipe Caspian en Las Crónicas de Narnia) y un nutrido elenco de intérpretes como Colin Firth, Rebecca Hall y una ex-chica Bond, Maryam D'Abo. El Retrato de Dorian Gray sigue los pasos de un seductor aristócrata que regresa a Londres, se relaciona con Lord Henry Wottom (Firth) y conoce los secretos que esconce un retrato suyo pintado por Basil Hallward (Ben Chaplin). El paso del tiempo comienza a percibirse en todos, menos en Dorian: se mantiene joven y, en cambio, es su pintura la que envejece y refleja su degradación física y moral. El relato hace alarde de su correcta reconstrucción de época, de su tono lúgubre (que recuerda a La leyenda del jinete sin cabeza) y de sus correctos actores, pero no logra transmitir el misterio y el espíritu gótico de una historia que se resiente en varios tramos. La búsqueda incansable del placer en todas sus formas y el crimen cobran forma en este film que juega también con lo fantástico y esconde un pacto diabólico que sólo se vislumbra sobre el desenlace. Quizás resulta un poco antiguo y se toma su tiempo (casi dos horas) para crear la atmósfera que se necesitaba, entre reflejos diabólicos y bailes de máscaras.
Belleza a cualquier precio Con su transposición de Otelo y con otras dos incursiones en el universo de Oscar Wilde (Un esposo ideal y The Importance of Being Earnest), Oliver Parker se fue consolidando como uno de esos directores especializados en películas de época basadas en obras de grandes autores. Con esos pergaminos en su lomo, El retrato de Dorian Gray -sin ser una película desdeñable- resulta una pequeña decepción. El film no tiene ningún elemento que desentone demasiado, pero esa “corrección” es también su talón de Aquiles. La película no sorprende, no se arriesga y todo se mantiene en un medio tono contenido que –cuando todo explota- ya resulta demasiado tarde como para recuperar el favor del espectador. La trama es por demás conocida y tiene que ver con ese pacto con el Diablo que un joven hace para mantenerse joven y bello por siempre, tal como aparece en la pintura en la que ha sido retratado. Así, el protagonista del título (un insípido Ben Barnes) irá pasando con el correr del tiempo del inocente muchacho del inicio a un despiadado hombre que disfruta de su impunidad y de la decadencia ajena, con el gran Colin Firth (lo más interesabnte del film, aunque lejos de sus mejores trabajos) como una suerte de cínico mentor y consejero. El relato es muy cuidado desde lo visual, tiene un buen despliegue de CGI y efectos de maquillaje, pero no agrega demasiado y es rápida, fácilmente olvidable. Una película correcta y menor, especialmente si se tiene en cuenta que de un director como Parker y de un elenco como el aquí reunido podía (debía) esperarse bastante más.
Fábula literal y moralista La última adaptación cinematográfica del clásico de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray (Dorian Gray, 2009) comete el pecado de literalizar aquello propuesto por el autor original mediante una simbología. Una adaptación que se dedica a poner en imagen aquello que ocurre en el texto en vez de trasponer la esencia de la novela al lenguaje fílmico. Dorian Gray (Ben Barnes) llega al Londres victoriano sorprendiendo a la sociedad con su perfección física y su ingenuidad. Rápidamente se hace amigo de Henry Wotton (Colin Firth) quien lo introduce en los placeres del alcohol y las mujeres, llevándolo por una vida de pecado, reflejados en el retrato de Dorian Gray y no sobre su propio cuerpo. A la hora de trasladar una obra literaria al cine se debe realizar un proceso de trasposición de un lenguaje a otro. El texto literario se “transforma” en un texto fílmico, no se adapta tal como es, por la simple razón que son lenguajes distintos. Ahora, si se toma el texto literario como si se tratase de un guión, veremos en pantalla los sucesos tal como los describe el papel. No hay trasposición. No hay una interpretación del texto literario para captar su esencia y trasponer “el sentido” de lo escrito en imagen y sonido. Eso sucede con El retrato de Dorian Gray. Todas las acciones se traducen literalmente. Pero dejemos de lado el que hubiera pasado y hablemos de lo que pasó. El retrato de Dorian Gray se basa en una premisa de por sí interesante y, aunque no hay en el film metáfora ni simbologismo alguno, entretiene, con el único recurso de generar suspenso al ocultar el famoso retrato y algún que otro peligro que el joven Dorian corre en sus promiscuas aventuras. Dirigida por Oliver Parker y de origen británico, la película se extiende en duración pero no llega a ser extremadamente tediosa. Para quien no conozca la historia (el público adolescente al que está dirgida) puede llegar a funcionar e, incluso, darle un aleccionador mensaje moralista para el futuro. Los demás seguiremos esperando que no se vuelvan a meter con las grandes obras de la literatura con el único sentido de hacer un éxito de taquilla.
El proceso de descomposición Como ya lo demostrara en Otelo (Othello, 1995) y La Importancia de Llamarse Ernesto (The Importance of Being Earnest, 2002), a Oliver Parker le fascinan las “adaptaciones cool” de obras insignia del patrimonio cultual británico. En esta ocasión regresa al territorio de Oscar Wilde para ofrecernos otra correcta traslación en términos generales aunque quizás un tanto reduccionista para con la riqueza del original: el cineasta inglés suprimió algunos pasajes, otros los aggiornó y unos cuantos han sido estilizados con el fin de acotar la intenciones satíricas y acercar el relato hacia una suerte de thriller de acento terrorífico. La clásica historia faustiana permanece invariante: en la Londres de la segunda mitad del Siglo XIX, el ingenuo y esplendoroso Gray (Ben Barnes) es retratado por Basil Hallward (Ben Chaplin). El protagonista pronto traba amistad con Lord Henry Wotton (Colin Firth) y absorbe toda su idiosincrasia hedonista, fruto de la cual se entregará a un sinnúmero de placeres carnales dedicados a entronizar la belleza, único bien a salvaguardar. Cuando el asesinato entre en la ecuación el joven comprenderá que su deseo se hizo realidad: la pintura padece las marcas de sus actos mientras que su cuerpo simula una oscura eternidad. Se debe destacar que el guión del debutante Toby Finlay posee una envidiable capacidad de síntesis y captura sin mayores problemas el eje de la trama, ese proceso paulatino de descomposición moral en donde la influencia del entorno y los límites del ego están puestos en tela de juicio. Sin embargo el que se lleva las palmas es el elenco, sobre todo los siempre eficaces Chaplin y Firth. El caso de Barnes es sumamente peculiar: si bien el actor cumple con solvencia en su rol de carilindo arrastrado por el vicio, por momentos resulta poco convincente y en conjunto obstaculiza la posibilidad de enriquecer los vaivenes narrativos. Desde el vamos conviene admitir que estamos ante un producto destinado al público masivo por lo que los “factores pecaminosos” están orientados más hacia el sexo que a las drogas y/o hasta los crímenes (es muy hilarante el criterio aplicado por los responsables del film: muchas mujeres con poca ropa -pero no desnudas- y casi nada de estupefacientes). Parker es uno de esos directores prolijos que descuidan el desarrollo de personajes en pos de “secuencias- resúmenes” sustentadas en una edición videoclipera fuera de contexto. Aún así, queda claro que tópicos como la corrupción y el esteticismo no han perdido vigencia…
Anexo de crítica: Como siempre suele ocurrir con las adaptaciones literarias llevadas a la pantalla grande la idea de condensación le juega en contra a la novela de Oscar Wilde minimizando los efectos que el relato transmite en ese proceso de degradación humana. No obstante, Oliver Parker acierta en el tono elegido pero no así en la construcción plana de los personajes quedándose a medio camino de lo que podría ser una película interesante
La balanza del bien y del mal Filme irregular basado en el clásico de Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray es su tercera película basada en una obra del elegante y corrosivo escritor irlandés (las anteriores fueron Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto ). Y, sin embargo, más allá de la atracción, en El retrato... el director traiciona -deliberadamente o no- la esencia wildeana . El encanto original se transforma en severidad; la revulsiva agudeza, en signo de maldad; la filosofía del placer en fábula moral. En plenos tiempos victorianos, Wilde construyó una gran obra, y escribió y dijo frases -de aparente ligereza- que aún hoy pulverizan los cimientos de la corrección social, de nuestras pobres e incuestionadas convicciones acerca del bien y del mal o, si se quiere, de lo moral y lo inmoral. En El retrato..., el personaje que defiende el sibaritismo sin culpas, Lord Henry Wotton, es interpretado por Colin Firth. Sus palabras transforman la existencia del joven, rígido y cándido Dorian Gray (Ben Barnes), y lo empujan hacia una vida hedonista que se convertirá en un íntimo infierno. El tercer protagonista es Basil (Ben Chaplin), un artista bohemio que pinta el retrato que envejecerá en el lugar del verdadero Gray. Entre ellos se despliega una relación homoerótica. Lo mejor de este filme es la ambientación de época, algunas secuencias de ominosa belleza y, desde luego, el ingenio inagotable de Wilde, bien transmitido por Firth (las frases de Wilde son, desgraciadamente, carne de repetidores de aforismos). Las actuaciones, en general, son correctas, pero no la progresión dramática, demasiado abrupta, casi injustificada. En la segunda parte, Parker se inclina más por el género fantástico que por las acciones impulsadas en confrontaciones filosóficas. Dorian Gray termina más cerca de Jeckyll y Hyde que de sí mismo. O mejor: Parker termina más cerca de Stevenson que de Wilde. Con estas salvedades, muchas, hay que reconocer que la ironía fina, la irreverencia y el festivo nihilismo del irlandés alcanzan para que la película se mantenga a flote en una cartelera mediocre, de la que Wilde, sin dudas, se burlaría.
Basado en la novela de Wilde, un film que representa todos sus elementos literarios En toda la obra del escritor Oscar Wilde se lo ve tentado por lo que se puede hacer, por lo que se puede no hacer, por lo que hay que hacer y lo que sólo se puede intentar. Esta posición que gira entre lo humano y lo mortal, Wilde la disimula entre cinismos, ironías y lujos, elementos que revindican toda su obra. En El retrato de Dorian Gray se reflejan todos esos elementos a través del protagonista (Ben Barnes, el príncipe Caspian de Las crónicas de Narnia) , un joven de extraordinaria belleza y gran ingenuidad que llega a un Londres victoriano para habitar la casona de sus antepasados. Muy pronto se verá arrasado a un torbellino social en el que el carismático Henry Wotton (Colin Firth) lo iniciará en los placeres hedonistas que ofrece la ciudad. Cuando Dorian conoce a Basil, pintor de sociedad y amigo de Henry, se producirá entre ellos una ambigua amistad que el artista aprovechará para pedirle al joven que pose para un retrato y poder captar así toda la fuerza de su juvenil belleza. Ese muchacho antes tímido y vacilante mira sorprendido el cuadro y afirma que vendería el alma al diablo por permanecer tal como aparece en la pintura. Mientras el retrato es ahora guardado en el ático de la casa y cada vez se va volviendo más horroroso a medida que ese muchacho sigue adelante con sus desenfrenadas aventuras, pasa el tiempo y 25 años después, Dorian regresa a la casa tras un largo viaje y, para sorpresa de sus antiguos amigos, no parece haber envejecido. Su belleza está intacta, pero su alma se ha transformado en un infierno que él ya no puede manejar. El elenco, encabezado por Ben Barnes y Colin Firth, pudo sondear la psicología de los dos protagonistas centrales, mientras que una excelente reproducción de época hace del film un merecido homenaje al autor irlandés.
Pobre niño rico (y apuesto, y perverso) El joven Dorian Gray (Ben Barnes) acaba de heredar a su abuelo fallecido, y debe hacerse cargo del patrimonio pasando de una apacible vida campesina a los fastos de la gran ciudad. Inmaduro, tímido y sin experiencia, no tarda en caer en el círculo frívolo de Lord Henry Wotton (Colin Firth), con alguna asistencia ocasional del artista Basil Hallward (Ben Chaplin) que lo adora en secreto y pretende balancear la influencia del nefasto Lord sobre Dorian. Es el propio Hallward quien le regala al joven Gray en su cumpleaños un retrato sumamente fiel. En la tela resplandecen las principales cualidades del heredero: juventud, belleza, fortuna e inocencia. Pero todas estas virtudes, auténticas armas de doble filo, se tambalean cuando el joven se vuelca definitivamente a una vida licenciosa. En su obsesión por tenerlo todo sin renunciar a su apariencia de incorruptibilidad (la que le facilita notablemente el acceso a cualquier placer que se le ocurra), Dorian invoca una maldición para sí mismo: que toda huella de vicio y libertinaje, de crimen y lujuria, se traslade al lienzo de Hallward. Así, el joven heredero conservará su apariencia fresca y cándida, mientras el retrato se convierte en el reflejo monstruoso de su alma. Las consecuencias de su elección lo llevarán a recorrer un camino sin retorno posible. La novela "El retrato de Dorian Gray" es un texto inquietante y desusado del escritor irlandés Oscar Wilde, y sin dudas una de las mejores novelas escritas durante el siglo XIX, además de un exponente del terror gótico tan en boga en aquellos días. La forma en que Wilde trata a los personajes y los hace transitar la historia ha sido casi completamente dejada de lado en esta adaptación lavada y bastante pobre, que se centra más que nada en lo estético y efectista antes que en el núcleo de interés o la evolución de los protagonistas. El despliegue de secuencias de un erotismo banal y ligero como muestrario de la evolución del personaje en su camino de corrupción y vicio se roban minutos preciosos de la trama, que si bien en un principio se sostiene, decae inevitablemente cuando llega el momento de fractura (coincidente con la primera escena del filme). A partir de allí, todo es previsible; incluso el camino inverso que recorre Dorian para intentar redimirse, algo que es sutil y muy progresivo en el texto original, y que en esta adaptación aparece terriblemente forzado. Ben Barnes (el Príncipe Caspian de la anteúltima "Crónicas de Narnia") no es un actor que se luzca, precisamente, ni por sus dotes actorales ni por su presencia escénica. Con lo justo llega a dar el tipo de joven que la trama requiere, aunque resulta sencillo intuir cuál será su evolución ya que el estereotipo naif que pretende reflejar en el inicio de la película resulta tan forzado como inverosímil.
El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, es considerada una de las máximas novelas góticas del siglo 19 que en la actualidad se suele destacar como uno de los grandes clásicos de la literatura occidental. Sin embargo, cuando fue publicada por primera vez en 1890 causó un enorme escándalo en la sociedad europea por ser considerada una obra pervertida y nausebunda, ya que los críticos de entonces se sintieron ofendidos por el tono homoerótico que tenía el libro. Con el tiempo adquirió notoriedad otra vez y Wilde fue reconocido por su maestría para criticar con ironía a la sociedad burguesa londinense. Esta novela, que fue la única que escribió Oscar en su carrera, ya que se hizo famoso por sus obras de teatro, fue adaptada varias veces en la pantalla grande. La versión que llega esta semana a los cines es una de las más pobres y en este caso la decepción que brinda este film se vive por partida doble. En primer lugar porque convirtieron una historia compleja y fascinante en una película trivial y olvidable, algo que requiere un esfuerzo descomunal de incompetencia. Pero lo peor de todo es que la dirección corrió por cuenta de Olivier Parker, quien ya había abordado con éxito otros trabajos de Wilde en el cine. En 1999 dirigió una excelente adaptación de Un marido ideal (en mi opinión la mejor y más divertida obra deWilde) con Julianne Moore, Cate Blanchett y Ruper Everett como ese maravilloso dandy que es Lord Goring. En el 2002 adaptó La importancia de llamarse Ernesto, otra gran comedia de enredos, con Judi Dench, que también estuvo muy buena. Si bien las películas presentaban algunos cambios argumentales, como suele ocurrir en todas las adaptaciones cinematográficas, Parker se habían mantenido fiel al espíritu de las obras de Wilde. Con Dorian Gray sucedió exactamente lo opuesto a tal punto que el afiche debería decir “inspirada en la novela de Oscar Wilde” ya que la historia fue muy distorsionada y poco tiene que ver con el libro.2 Al ver esta película queda la sensación que los realizadores ni siquiera se molestaron en averiguar de qué iba trataba la trama original. Agregaron personajes sin sentido que no aportan nada y los importantes terminaron inevitablemente distorsionados por todos los cambios que le hicieron al relato. El director Parker en este caso estuvo más interesado en llenar el film con escenas grotescas de sexo, para retratar el libertinaje de la era victoriana, que centrarse en la relación entre los dos personajes principales, Dorian Gray y Lord Henry, interpretado en este caso por Colin Firth, quien hace lo que puede con el guión pedorro que tuvo para trabajar. Intentaron narrar esta historia clásica como si fuera una película de Freddy Krueger y ahí la jodieron por completo con un enfoque equivocado. Lo que era una historia interesante e inteligente se convirtió en un relato burdo y superficial. El final que debió haber sido impactante terminó convertido sin necesidad en una mala copia de los filmes de terror de Sam Raimi. La edición, por otra parte, es lamentable y Parker utiliza los recursos de flashbacks de manera torpe, que no hace otra cosa que confundir al espectador con interrupciones sin sentido. Tampoco ayudó demasiado el trabajo pobre de Ben Barnes (El príncipe Caspian de Narnia) a quien el personaje principal le quedó demasiado grande para interpretar. Dorian Gray es un tropiezo en la carrera de Olivier Parker, que es buen director que hizo muy buenos filmes basados en obra de Wilde y además nos brindó ese gran clásico de terror que fue Hellraiser. Sin embargo acá la pifió feo.
Apología a la superficialidad Lo esencial es invisible a los ojos… y a las cámaras, a veces. Vivimos en un mundo saturado de imágenes, donde la belleza externa impuesta por la sociedad y los medios, son cada vez más fundamentales para ganarse un lugar privilegiado de exposición pública. Cuando vemos programas que resaltan de forma tan ampulosa el cuidado sobre el cuerpo y la imagen facial, en una época donde los cirujanos plásticos son sinónimos de fuente de juventud, la obra de Oscar Wilde, “El Retrato de Dorian Gray”, recobra sentido. En dicha novela, el magistral escritor inglés crítica la visión superficial de las altas clases inglesas sin pudor, pero con elegancia y la sutileza que caracterizaban su literatura. La historia de un hombre que hace un pacto con el diablo, por obtener la juventud eterna. Este diablo es él mismo, su alma, su espejo. Ante esta denuncia y debido a las sugestiones sexuales que incluyó dicha obra de 1890, el autor fue tratado como un criminal. Hoy en día, su obra ha cobrado resignificación y supuestamente la lectura implícita debería ser motivo de análisis profundo en otras ramas artísticas, por ejemplo, el cine. Si bien, la versión más recordada es la de Albert Lewin en 1945, se realizaron numerosas adaptaciones hasta llegar a la última, dirigida por Oliver Parker. A primera vista no hay mejor elección. Parker ya adaptó en los primeros años de su carrera a Sheakspeare en Otelo, y a Wilde en Un Esposo Ideal y La Importancia de Llamarse Ernesto. Pero en los últimos años, y tras una interesante película acerca de la vida de Orson Welles en Italia y España (Fundido a Negro), se dedicó a dirigir comedias mediocres, inclusive una secuela de Johnny English. Debido a esta devaluación de su obra, considero que salió esta decepcionante adaptación de Dorian Gray. La historia es muy conocida, Dorian un joven campesino llega a Londres donde acaba de heredar el castillo y la fortuna de su abuelo. Enseguida, empieza a entrar en los círculos sociales de las clases altas, y un tal Lord Wottom lo introduce en el mundo de los vicios: drogas, burdeles, orgías… solo falta el rock and roll. La petulancia, soberbia y narcisismo que va ganando Dorian lo llevan a retratarse por un amigo. Cuanto mayor es su ambición por quedar joven y sus vicios se acrecentan, e incluso lo llevan a cometer asesinatos, el retrato envejece y monstrualiza. El grave problema de esta adaptación de Parker, pasa por serios problemas de no saber como adaptar aquello que es sugerido a imágenes, y construir una película que empieza mostrando con bastante detalle la pobreza y miseria de la Londres victoriana contrastante con los lujos de Dorian para decidirse definitivamente llevarlo por el camino del cine de horror convencional, y peor aún, en un relato moralista, que presenta el perfil homosexual del personaje como si fuera un pecado. O sea, Oscar Wilde, criticaba el pensamiento conservador pro eclesiástico de la sociedad inglesa. Parker, en cambio, parece respaldarla. Vergonzoso e inclusive peligroso a niveles sociológicos. Más allá de este pensamiento meramente ideológico, Parker se enamora de los efectos especiales para construir la Londres de 1890, se empalaga con detalles de decorados, vestuario y maquillaje, y descuida totalmente los aspectos narrativos. La película carece de sorpresa y misterio. El retrato en sí, aparece tantas, pero tantas veces, que el final es completamente previsible, y risible. Además de respetar en un excesivo tono teatral los diálogos de época, no ayuda la falta de profundidad dramática e inverosimilitud interpretativa de Ben “Príncipe Caspian” Barnes. La elección es coherente. Se trata de un intérprete tan superficial que, su retrato diseñado por efectos especiales, hace una mejor actuación. Es muy triste ver excelentes secundarios como el gran Colin Firth, Rebecca Hall, Ben Chaplin y la subvalorada Caroline Goodall (La Lista de Schindler, Corazón de Héroes) tan desperdiciados. Por supuesto, Firth, con mayor protagonismo resalta sobre el resto, pero la película y el personaje obviamente endemoniado no le hacen justicia a su capacidad actoral. Es irónico que una obra que critique la predilección por la superficialidad, termine teniendo una adaptación que se regodee en ella. Si así es la película, lo que será su “retrato”.
La célebre fábula del hombre que no envejecía Las adaptaciones de clásicos de la literatura al cine suelen ser un tema en el que pocas veces se ponen de acuerdo quienes defienden el respeto a ultranza del original y quienes conceden al adaptador el derecho a operar sobre la obra, a fin de lograr que el paso de un género a otro resulte una experiencia positiva. El caso de El retrato de Dorian Gray, la novela del irlandés Oscar Wilde con una veintena de adaptaciones declaradas, es paradigmático. Esta versión de 2009 del inglés Oliver Parker, encaja más en la última de esas dos facciones. No porque se aleje mucho de la novela, sino porque introduce pequeñas variantes que para nada complotan contra su eficacia. Tampoco es que haya muchas vueltas para darle al conocido relato del joven inocente y virtuoso, quien tras ser retratado por un artista plástico se encuentra con la sorpresa de que ese cuadro que tan genuinamente captura su belleza, comienza a corromperse en la misma medida en que él se inicia hacia vicios y pecados, liberándolo del ocaso de la vejez. Como en la novela, todo el asunto gira en la relación triangular que liga al joven Dorian (Ben Barnes) con el pintor Basil (Ben Chaplin) y el aristócrata lord Wotton (el gran Colin Firth). Basil adora la transparencia del carácter de Dorian, que parece permitir que sus dones interiores se trasluzcan, y su cuadro es una metáfora de su intento por preservar inmaculada esa pureza. Por el contrario, Wotton es un disipado hombre de mundo, deseoso de entregarse a los placeres de la vida sin remordimientos, quien inculcará a Dorian sus valores. Como en la novela, existe una tensión muy fuerte entre el acatamiento a la estricta moral victoriana y la liberación de los deseos más allá de la culpa que imponían las normas de aquel tiempo. Tensión que de diferentes formas fue un tópico reiterado en la obra del irlandés. Sin embargo, fuera de época, en pleno siglo XXI es difícil ver vicios o lisa y llana maldad en las inclinaciones del joven Dorian Gray, sino la declinación de una época que cultivó la estética de la decadencia frente a una modernidad que lo avasallaba todo. Las supuestas aberraciones de Dorian no pasan de una potente inclinación hedonista, incluyendo cierta afición a las fiestitas y la diversidad sexual. Nada que hoy en día cualquier swinger del montón no practique por deporte en el living de su casa. Tal vez el peor error al adaptar El retrato de Dorian Gray al cine es insistir en el capricho de convertirlo en un relato de terror y esta versión no está libre, hablando de vicios, de esa licencia. Aunque la progresiva monstruosidad que va degradando la imagen de Dorian en el cuadro es descripta en el libro con notorio horror, la novela no pasa de ser una fábula moral, signo de esos tiempos decadentes, que no hace más que reflejar la adhesión de Wilde a las rígidas normas del puritanismo victoriano que, años más tarde, acabarían volviéndose en su contra. En cambio ha resultado un acierto extender la narración hasta entrado el siglo XX, recurso con el cual acentúa el efecto de la juventud de Dorian entre sus avejentados contemporáneos. Y de paso permite un giro final, de algún modo shakespeareano, que le sienta bien y no es ajeno al trabajo de Oliver Parker. Es sabido que el inglés debutó como director con una versión de Otelo protagonizada por Laurence Fishburne y Kenneth Branagh, y que sus siguientes películas fueron sendas adaptaciones de Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto, dos conocidas piezas teatrales de Wilde. Parece que Parker también probó y le gustó.
La obra de Oscar Wilde ha sido transitada por el cine numerosas veces (quizá no siempre con merecida justicia), incluyendo una gran cantidad de cortometrajes que encararon a Dorian Gray desde el punto de vista del horror, con el foco puesto en lo terrorífico de un cuadro que envejece y un hombre que porta un hechizo por el que debe matar para sostenerlo a través del tiempo. Este film de Oliver Parker sigue por ese camino, con el plus de apelar a los recursos del mainstream para darle un brillo especial, bizarro y tentador a un texto por demás escabroso. El relato nos presenta a un joven, Dorian (Ben Barnes) que regresa al hogar de su niñez y que en la ciudad se relaciona con un bon vivant (Colin Firth) que le presenta la vida loca de los suburbios, así como también de una alta sociedad que va de la alegría fiestera a la decadencia lisa y llana. Por otro lado, la belleza del recién regresado impacta en un pintor que decide retratarlo. Hasta ahí la intro de una narración que luego se mete de lleno en los pelos y señales del género del miedo, aunque con recursos de un drama clásicos con toques posmo. Conquistas, intrigas, asesinatos despiadados, culpa, y un cuadro que envejece a medida que nuestro personaje central sostiene intacta y sin fisuras su satánica juventud. El film se apoya, más que en ninguna otra cosa, en la belleza estelar del protagonista, Ben Barnes (el príncipe Caspian de Narnia), especie de Udo Kier del nuevo siglo, heredero de su rostro clásico y perfecto tanto como de su total falta de expresión más allá de alguna mirada o una o dos levantadas de ceja. La dirección de Parker es correcta, ajustada al producto que entrega y sin más intenciones que la de entregar un trabajo prolijo y parte de un terror que no asusta pero que dentro de su estética que va de lo pomposo a lo oscuro (con mucho de la From Hell de los Hughes Bros) cumple con el ejercicio de hacerle un mínimo honor a Mr. Wilde, quien, sin embargo, sigue mereciendo una película a la altura de su obra.
Se sabe que la literatura es el mayor contribuidor de historias para el séptimo arte. Desde la prehistoria del cine existen traslaciones del lenguaje escrito a las imágenes. Muchos grandes realizadores eligieron este sistema para dar su interpretación a textos famosos, como el caso de Kenneth Branagh cuyo autor preferido fue, nada más y nada menos, que William Shakespeare. En este caso, el director Oliver Parker incursiona por tercera vez sobre un texto de Oscar Wilde, primero fue “Un Marido Ideal” (1999) y luego más pretencioso “La importancia de llamarse Ernesto” (2002). Esta vez se toma con otro texto capital del gran escritor irlandés de fines del siglo XIX, “El retrato de Dorian Gray”, que en el momento de su edición, allá por el año 1890, no fue muy bien recibida por el público, pero término siendo una de las últimas obras maestras del llamado terror gótico. De las varias interpretaciones realizadas sobre la obra, Oliver Parker no se hace cargo de ninguna y su versión termina siendo una “adaptación” demasiado libre, a punto tal que extirpa del texto uno de los hitos. Dorian Gray, en la novela original, enamorado de su propia imagen retratada por su amigo Basil, y a partir de su deseo construido desde un hedonismo a ultranza, atravesado por el narcisismo, lo lleva a pactar con el diablo. El permanecerá joven para siempre y el que envejecerá será el cuadro. Bien, en el film no hay pacto alguno, no hay un deseo anterior, sino un descubrimiento del suceso, lo que transforma la psiquis del personaje, por pura magia. Este hecho a primera vista banal, en realidad le saca la profundidad del conocimiento del alma humana expuesta por Wilde. También anula la crítica social sobre esos representantes de la sociedad victoriana de fines de siglo XIX. La producción es una fiel representante de la era que estamos viviendo, todo cruzado por la imagen, y es esto lo que termina teniendo preponderancia en el texto fílmico, la estética del filme. Su detallada forma de mostrar esa sociedad, pero desde el vestuario, los ambientes, el color y todo girando alrededor de la posibilidad de trabajar digitalizando los efectos especiales, haciendo hueco el resto. Todo esto también afecta a la estructura narrativa, la narración se alarga en demasía, es correcta en cuanto a términos formales, pero por el sólo hecho de regodearse con la imagen y pierde peso el discurso, o mejor dicho desaparece. Superficial como el personaje, tal es la performance del actor Ben Barnes que lo protagoniza, nimio y falto de mascaras, en contraposición a este aparece el gran actor ingles Colin Firth, que le da carnadura real a su personaje (Lord Henry Wotton), al igual, pero en menor medida, por el tiempo en pantalla, sucede con el pintor interpretado por Ben Chaplin, (Basil Halward), y con Rebecca Hall (Emily Wotton). Poco, demasiado poco para un texto tan importante.
Poco más que la estética del videoclip La película lleva a añorar los clásicos realizados a partir del texto de Oscar Wilde. Allí donde el escritor ponía en juego la dimensión del arte, la pasión creadora y la presencia de los cuerpos, el nuevo film apela a la yuxtaposición. A sesenta y cinco años de su primera versión en el cine, la célebre novela El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, cuyo prólogo es toda una declaración de principios sobre la moral y el arte, sobre la creación y los perfiles de la crítica, nos encontramos con un film que transita por los terrenos reconocibles de la era victoriana y con una relectura de su realizador, Oliver Parker, que pone en juego, igualmente, las figuras de la proyección y del desdoblamiento, propias del Robert L. Stevenson del El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Fue a mediados de los años cuarenta cuando Albert Lewin dio a conocer por primera vez en su propio país, en esa misma Inglaterra que había condenado y expulsado a Wilde, una primera versión de El retrato de Dorian Gray que es toda una lectura crítica sobre los comportamientos conformistas, sobre la relación del placer con el paso del tiempo, sobre un casi pacto fáustico sobre la eterna juventud. En esta primera transposición al cine (se puede hallar en DVD) que cuenta con las actuaciones de George Sanders, Peter Lawford, Hurd Hatfield, y una muy joven Angela Lansbury, ya están presentes los aspectos ambiguos de la paradigmática obra de Wilde, respecto de la belleza y el hedonismo, sobre el deseo, el amor y la sexualidad. El film, hoy particularmente revalorizado, sólo mereció un Oscar en el rubro "mejor fotografía", a cargo de Harry Stradling. Y ya en el inicio de la década del 70 el director Massimo Dallamano estrenó su particular, mediocre y olvidable versión interpretado por el actor fetiche de Luchino Visconti, Helmut Berger. Aquel film se conoció en nuestra ciudad en el cine Monumental. La lectura que hace Oliver Parker, en esta nueva versión, y que se ve precedida por sus films notables también basados en la obra de Wilde, tales como Un marido perfecto y La importancia de llamarse Ernesto, nos lleva a añorar el film de los 40 y a tener presente la particular biografía que logró Brian Gilbert, con su film Wilde, estrenado en 1998, con la destacada actuación de Stephen Fry en el rol del autor. La figura de Wilde, por otra parte, ya había sido motivo de otros films, tales como Los juicios de Oscar Wilde, de Gregory Ratoff de 1960, con el protagónico de Robert Morley y El hombre del clavel verde de Ken Hughes, con la labor protagónica del siempre recordado Peter Finch. Sobre "El amor que no se atreve a decir su nombre" mucho se ha escrito, novelizado y teorizado. Sólo en pocas ocasiones en el cine esa particular ambigüedad que sienten algunos personajes de Oscar Wilde se ha hecho presente a través de un planteo cinematográfico. En el nuevo film de Oliver Parker, de formato posmoderno, se juega una estética del exceso, un cruce, simultáneamente, entre aspectos de su obra en lo que hace a la trama argumental y personajes y en un reconocible modelo de thriller gótico de hoy, de cine fantástico de terror. En tal caso, es el personaje de Colin Firth el que habla a través de las citas irónicas de su autor y es el joven Dorian Gray, interpretado por Ben Barnes, el que aporta esa sensualidad andrógina, encarnada en esta nueva imagen del mito de Narciso. Pero es, particularmente, el personaje de Basil, interpretado por Ben Chaplin, el pintor, el que al igual que en la primera versión, genera, silenciosamente, ese susurrar callado de lo que se oculta y no se atreve a expresar. En tal caso, los que se acerquen al film desde una óptica que pretenda recuperar a Wilde, su universo, su filosofía, sólo podrán encontrar aquí ecos de toda una época y algunas frases dichas al pasar. En otro plano, Oliver Parker apostó a la yuxtaposición y formato tipo videoclip en lo que hace al montaje, allí donde la mirada de Wilde se detenía. Allí, en ese mismo lugar, donde el deseo y la sexualidad abrían espacios de interrogación. En ese mismo renglón en el que Wilde ponía en juego la dimensión del arte, la pasión creadora y la presencia de los cuerpos. Donde los límites se borroneaban y se expandían la fascinación y la sospecha.
El director se apropia de la anécdota pretendiendo recrear la obra genial de Wilde, pero solo hace un remedo de la pieza literaria. Dorian Gray, tal el título original de la película basada en la obra de Oscar Wilde, es, por sobre todas las cosas, una película pobre, anodina. Más allá de lo insatisfactoria que resulta su lectura en relación con el clásico literario en el que se basa, la película es olvidable en todo sentido. El retrato de Dorian Gray, la novela original tiene, más allá de las claves habituales del género, un trabajo que permite desmontar las condiciones de doble moral de una sociedad, pero especialmente una lectura lúcida sobre un momento de cambio de la subjetividad humana, la consolidación de un individualismo exacerbado, y con ello del hedonismo moderno, así como también el tiempo conocido como “la muerte de Dios”, comúnmente atribuida a un contemporáneo, Friedrich Nietzche. Todo ello circula de un modo banal y superficial por la película. El director se apropia de la anécdota, y desde allí pretende recrear la obra genial de Wilde, pero solo hace un remedo de la pieza literaria. La puesta en escena de la lujuria, a mitad de camino entre el erotismo, el video clip y el ridículo, y cierta actualización digital de las características de aquel retrato, que se deteriora mientras el joven Gray se conserva lozano, son desaciertos notables a la hora de las decisiones escénicas de Oliver Parker. La actuación del joven Ben Barnes despoja de toda complejidad al personaje. En su piel Dorian Gray es un sujeto sin deseo, como si la traslación de su corrupción corporal al cuadro fuera una operación que es ajena a su propio inconsciente, como si todo operara por arte de magia (lo que además termina relativizando la mirada crítica de Wilde sobre la subjetividad moderna). Hasta Colin Firth, un actor habituado a las sutilezas en la creación de sus personajes, construye aquí un malo de manual, despojado de cualquier lógica de un tiempo histórico, presentado casi como el mítico Belcebú. Pobre y superficial, esta versión de Dorian Gray tiene con el original literario una relación similar al personaje y su retrato: mientras uno madura, sigue creciendo con el tiempo, se llena de vetas que permiten nuevas lecturas, el otro es pura figurita, inútil y sin relieve alguno. Daniel Cholakian redaccion@cineramaplus.com.ar
Un Wilde nada peligroso El cine es un arte impuro. Sus fuentes pueden ser la literatura y un videogame, su concepción estética de la luz puede remitir a Rembrandt y Friedrich o a la mera publicidad, y la interpretación puede ser heredera de los viejos maestros del teatro. Su impureza no es debilidad, simplemente su condición. Por eso la vieja afirmación de que un libro es mejor que su adaptación cinematográfica es inconsistente. Pero no es lo que sucede con El retrato de Dorian Gray. En su nueva incursión en el territorio de quien escribió De profundas, Parker, que ya había trabajado sobre textos de Wilde, aquí consigue solamente un bosquejo pictórico matizado con aforismos del irlandés, en un filme que está más cerca de la simbología y estética de los libros de Stephenie Meyer y sus vampiros de la saga Crepúsculo. La historia es conocida: el joven Dorian hereda una mansión y regresa a Londres. Allí conocerá a Lord Wotton, cuyo estilo de vida lo desorienta tanto como lo deslumbra. El bien supremo es el placer, y la juventud es la mejor edad para practicar los placeres de la carne. Un pintor (enamorado) de Dorian lo retratará, de lo que se deriva un extraño conjuro: la pintura envejecerá, Dorian, el de carne y hueso, vencerá al tiempo. Y así, siguiendo las enseñanzas de Lord Wotton, dejará a su prometida y se entregará a un paraíso dionisíaco y orgiástico en el que poco importa si la concupiscencia se experimenta con candidatos femeninos o masculinos. Finalmente, Dorian experimentará una conversión amorosa; quizás sea tarde. Lamentablemente, el hedonismo de Wotton y su dandismo no tienen matices y se confunden con el narcisismo cruel de Dorian. El carácter ambiguo de la novela se reduce aquí a un secreto camino de arrepentimiento. ¿Cómo filmar una novela lúcida en donde el estilo es consustancial con sus argumentos? Seguramente, evitando flashbacks espantosos y una banda de sonido impersonal y omnipresente, y no sustituyendo una meditación sobre la identidad por efectos especiales y un psicodrama adolescente.
La obsesión, según pasan los años El texto de Oscar Wilde tiene varias versiones para cine, especialmente realizadas por directores ingleses y estadounidenses. El británico realizador y actor Oliver Parker, por su parte, ya había explorado en la obra del autor en las académicas Todos quieren ayudar a Ernesto y Un esposo ideal, y hasta en una ocasión se animó al Otelo de Skakespeare en una espantosa adaptación. El nuevo Dorian Gray presenta los problemas habituales de estos tiempos al convocar un texto canónico y pensar en un espectador de fugaz e inmediato consumo cinematográfico. La recreación de la época victoriana transmite pomposidad y grandilocuencia escénica, con la consabida utilización de una música que subraya lo que ya de por sí se observa en las imágenes. El sufrimiento personal de Gray (Ben Barnes) y su obsesión por retener el paso del tiempo a través de un pacto fáustico cuyo responsable mayor es Lord Wotton (Colin Firth), al fin y al cabo el centro narrativo del texto de Wilde, no manifiesta en ningún momento la suficiente profundidad, ya que la película describe con una alarmante pereza desde la puesta en escena los amores del personaje central, los cambios que se producen en la sociedad de aquella época y los momentos en que el pobre Dorian se enfrenta con su eterno retrato. Sólo la escena en que se reencuentra con la corte victoriana entrada en años ostenta cierto misterio. Pero el problema mayor es que determinadas acciones del personaje pueden confundirse con las de Jack, el destripador y El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, resaltando aun más los resultados híbridos y vacíos de este casi atentado contra la obra de Oscar Wilde <
El rostro bello y el alma podrida Cuando la Lippincott’s Monthly Magazine publicó en 1890 la primera versión de The Picture of Dorian Gray, generó mucha controversia, al mismo tiempo que interés. Se cruzaban allí el moralizante tema fáustico con referencias homoeróticas que asustaron a los críticos de la época victoriana. También había una crítica a la alta sociedad de su tiempo, de la que el propio Oscar Wilde fue a la vez denunciante y gran animador, antes de su caída en desgracia. Con estos materiales trabajó Oliver Parker para esta nueva adaptación, a la que el guión de Toby Finlay le imprime una acción apta para los públicos del siglo XXI. Aprendizajes El joven huérfano Dorian Gray regresa a Londres desde el campo, como único heredero de su abuelo, Lord Kelso, que se había distanciado de su padre por haberse casado con su madre. Virgen en materia de roces con la alta sociedad, es introducido en la misma por dos nuevos amigos: el artista Basil Hallward y el dandy Lord Henry Wotton. Obsesionado por la belleza de Dorian, Basil comienza a retratarlo, hasta que logra plasmar su perfección en un cuadro. Lord Henry hace notar que por ahora coinciden, pero que antes de lo esperado el Dorian real comenzará a envejecer, mientras que el de la pintura sería siempre joven. El muchacho sostiene entonces que daría cualquier cosa (su alma) por cambiar suertes con su sosías pictórico. Cosa que (pronto descubrirá) comenzará a cumplírsele. Conocerá a Sybil Vane, una actriz bella, inocente y etérea (y pobre, valga la aclaración) que le genera un amor puro, digno de las “novelas de educación sentimental”. Por el otro, comienza otro tipo de educación de la mano de Lord Henry, sólo para que el alumno supere prontamente al maestro. Basil y Sybil tendrán que pagar el precio más alto en este viaje hacia las tinieblas de aquel muchacho inocente que pisó poco atrás la estación de trenes con un pequeño baúl y muchas expectativas Entregado a los excesos del cuerpo y del alma, protegido por la inmunidad que le da la magia del cuadro, Dorian se lanza a un largo viaje, que Lord Henry conocerá a través de cartas. Décadas después, la sociedad se sorprende ante la reaparición de Gray, sin haber envejecido un solo día. Lord Henry tiene una hija, Emily, inteligente y atrevida, que llama la atención del oscuro seductor. Así, el otrora vicioso pero inocuo noble comenzará a asustarse, al ver que la niña de sus ojos pueda caer en tan peligrosas garras. Las cartas están echadas para el inexorable final... Los personajes “Basil Hallward es lo que creo que soy; Lord Henry lo que el mundo piensa de mí; Dorian lo que me gustaría ser en otras edades, tal vez”. Así presentó Oscar Wilde a los personajes principales de su novela. Y ahí apunta la película de Parker. Es interesante la construcción de Dorian, con algunos ecos del Doctor Jeckill y Jack el Destripador, e incluso a un Drácula que ante Mina Murray recuerda el destino fatídico de su pretérito amor e inicia así la crisis que lo llevará a la caída. Ben Barnes transmite la evolución del personaje, de inocente a taimado, lejos del Caspian de “Las Crónicas de Narnia”, más cerca de un juvenil Johnny Depp en un filme gótico de Tim Burton. Ben Chaplin encarna abiertamente toda la carga homoerótica que Wilde cifró en Basil, aquel que terminará sucumbiendo (en más de un sentido) frente a Dorian. Y Colin Firth pone toda su flema británica como Lord Henry, ejemplo del hedonismo victoriano, maestro de Dorian en vicios y placeres. Otro detalle son las actrices elegidas y los personajes que éstas interpretan, interesantes a la hora de ver los modelos de mujer que representan. Rachel Hurd-Wood (Sibyl Vane), con su piel blanca, sus labios sonrosados y sus carnes generosas, encarna (un poco a la manera de “El perfume”) al “eterno femenino” del romanticismo (bien podría ser una Sylvie, una Annabel Lee, una Lenore, tal vez una Pepita Jiménez). Rebecca Hall (Emily Wotton), con sus carnes magras, sus pecas y su charla ingeniosa es un paradigma de la mujer liberada, sufragista y secular del siglo XX. Visiones Parker se luce con algunos cambios de enfoque y moviéndose entre los planos abiertos y flotantes en los espacios victorianos y una cámara rápida en los momentos nocturnos o de excesos. Se apoya en una buena fotografía (Roger Pratt) y un interesante diseño de producción (a cargo de John Beard), que modelan una Londres más tenebrosa y sucia que (por ejemplo) la de la última “Sherlock Holmes”, con un Whitechapel digno de las visitas de su más célebre descuartizador. Quizás el punto más flaco esté en la construcción del relato: con el correr del metraje se da a entender que el origen de lo macabro no reside en el cuadrito de marras sino en el ático, algo que el odioso abuelo mantenía a raya; o que ya una maldición pesaba previamente sobre el protagonista. Pero estos coqueteos con el cine de terror nunca llegan a concretarse. Pero “el mito es la suma de sus versiones”, al decir de los antropólogos. De esta manera, esta nueva versión actualiza el clásico y quizás le aportará nuevas interpretaciones en las cabezas de las nuevas generaciones.
Dorian Gray o cuando los clásicos no son recreados con jerarquía... Me moría de ganas de ver esta nueva versión del clásico de Oscar Wilde. En general, Oliver Parker siempre se ha portado eficiente a la hora de recrear el espíritu de los clásicos, así como también es cierto que las anteriores versiones de la novela (la única que Wilde escribió, el resto fueron obras de teatro) fueron muy interesantes. De por sí, es un gran libro. Encima, uno de mis actores británicos favoritos protagonizaba (Colin Firth), me preparé para ver una gran película. Pero... los pronósticos a veces no aciertan. Y creo que jamás me aburrí tanto viendo una película que estuviera basada en un trabajo del gran dramaturgo inglés. Me cuesta entender cómo encararon la adaptación, el enfoque que le dieron, la pobreza del guión utilizado,... Es fuerte ver un gran clásico convertido en algo tan mediocre. Quizás el error haya sido pensar este "Dorian Gray" como una pseudo película erótica, o un drama existencial victoriano... No se. No me queda muy claro. De lo que sí puedo dar cuenta es de que este es un film malo. No digo pobre ya, sino fallido. Son esos productos que uno debe ver en la sala de edición y decir: "ni para DVD" (bue, ahora "ni para Blu-Ray!). Pero vamos por parte... Una cosa que recuerdo de la novela original, es que era un relato sobrenatural fuerte, de crítica a la moral de su época pero con un clima ténebre mayúsculo. Nada de eso veremos aquí. Dorian (Ben Barnes, el Príncipe Caspian - Narnia- en un trabajo adulto) es un joven que llega a Londres a disfrutar de los beneficios de su herencia. Tiene una residencia coqueta, dinero... Pero es un joven de buen corazón, o al menos eso creemos. A poco de llegar se relaciona con dos sujetos que definirán el rumbo de su vida: el pintor Basil (Ben Chaplin) y el excéntrico y cínico Lord Henry Wotton (Colin Firth). Y esa inocencia se irá por la borda... Este trío de amigos vivirá la noche londinense de fines del siglo XIX de la manera más promiscua que se pueda imaginar. Dorian se enamorará de una mujer, pero la fuerte influencia de Lord Henry lo llevará a denigrar su sentimiento y sumergirse en las pasiones más marginales que en esa época se puedan jugar. Basil pintará un retrato suyo y el mismo comenzará a adquirir vida propia para complementar y equilibrar los excesos que la vida de Dorian, de manera que, como ya sabemos, el lienzo cargará con los años que no se acumularán en el cuerpo de su dueño. Hay mucho diálogo... Más del necesario. Muchísimas escenas eróticas innecesarias y un desconcierto generalizado en el cast que se percibe desde la butaca: se desconoce el sentido que intenta cobrar la adaptación del guión. Dentro de ese camino sin retorno, lo único que se rescata son algunas líneas que trae el personaje de Colin Firth, adiestrando la pobre personalidad de Dorian hacia un camino de sibarita amoral odiado por su belleza y su crueldad. El resto, mejor olvidarlo. No hay una reconstrucción de época que se destaque especialmente. Es un film con una fotografía muy oscura y no se luce el trabajo de vestuario. La banda de sonido es pobre y las actuaciones (especialmente la de Ben Barnes) son malas, producto de la extrema carencia de ideas del guión. Para colmo, la película dura más de hora y cuarenta y cinco minutos, con lo cual hasta el fanático más extremo de Oscar Wilde abandonaría sin remedio. Otro producto flojo que se muestra en nuestra cartelera porteña. Preocupante. Esperemos que los distribuidores vayan levantando la puntería a la hora de elegir que traer, "Dorian Gray" es del 2009 y no ameritaba condiciones para su estreno masivo. Tomar nota, por favor.
El clásico inglés con licencias de guión y una factura débil y poco entretenida. La historia conocida por todos gira en torno a un joven bello a quien le es confeccionado un retrato que tendrá la impronta de su vida disipada y perversa, mientras que el propio sujeto permanece inalterable en una época en que no existían los hilos de oro, el botox ni el lifting. Dorian Gray interpretado por Ben Barnes es un seductor caballero que regresa a Londres, lugar de su nacimiento luego de pasar su niñez y adolescencia en la campiña inglesa donde no parecen existir las tentaciones de la gran ciudad. La vida nocturna de London pronto se revela ante sus ojos y de este modo Dorian incursiona en sus deleites y afanes guiado por Lord Henry Wottom, en la piel de Colin Firth, que será su mentor en el arte de seducir, encantar y mostrar cuánto logra una buena imagen y cómo ésta puede conseguirlo todo. Obsesionado por mantener esa imagen incólume, algún extraño pacto logra hacer que sus tropelías se reflejen en el retrato fiel que ha pintado su amigo Basil Hallward, a cargo de Ben Chaplin. El resto es cuento conocido, lo que no es conocido es lo que es capaz de hacer un guión flojo unido a una dirección que muestra los hilos por todas partes con un clásico de la literatura que no debe ser fiel pero que en manos de Parker pierde todo interés ya que no sólo Colin Firth es desangelado al extremo sino que la ciudad del quebranto moral jamás es mostrada en su profundidad. Si el retrato es una excusa para mostrar la decadencia que asola a ciertos sectores de las clases altas británicas y su consecuente pequeña moral y sobre él se refractan las debilidades de una clase, los perfiles planos, sin profundidad de los personajes y la falta de atractivo y organicidad de sus actuaciones hacen de El retrato un entretenimiento para quien no haya leído el texto original ni haya visto la versión de Albert Lewin (1945) que ha sido repetida en innumerables ocasiones en la TV, en la que se lucían entre otros una muy joven Angela Lansbury y Peter Lawford, entre otros. Reducida a un realismo dudoso, la película no aporta nombres para recordar ni anécdotas para debatir a la salida del cine.
Un signo de nuestro tiempo El primer mes del año está por terminar, y la cartelera cinematográfica presenta un panorama decepcionante, que curiosamente revela la verdadera importancia del circuito de exhibición independiente de nuestra ciudad, cuya ausencia (por vacaciones) se magnifica en estos tiempos de sequía. El verano dejó sin refugios a los cinéfilos, y ni siquiera el exquisito Oscar Wilde podrá venir a nuestro auxilio, pues la vigésima adaptación cinematográfica de El retrato de Dorian Gray, uno de sus clásicos, a cargo esta vez del inglés Oliver Parker, constituye otra muestra más de la decadencia del cine industrial contemporáneo, o acaso un signo inclemente de nuestro tiempo. Como bien reseñó Emilio A. Bellón en Página 12 Rosario, esta célebre fábula del joven que nunca envejecía tuvo su primera versión cinematográfica hace ya 65 años (a mediados de los años ´40, a cargo del inglés Albert Lewin), y desde entonces se convirtió en uno de los textos más filmados, aunque casi siempre con poca fortuna. Curiosamente, Parker es un admirador declarado de Wilde, pues antes del filme en cuestión había ya rodado otras dos películas basadas en obras del escritor irlandés (Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto), lo que a priori lo colocaba como un director ideal para la empresa. Pero la relación entre el cine y la literatura es compleja, y las críticas suelen perder de vista una condición esencial: cualquier adaptación cinematográfica modificará el texto original simplemente porque se trata de lenguajes absolutamente distintos, dos artes diferentes entre sí. Hay una especie de mito de la fidelidad que suele dominar los análisis de estas obras, debajo del cual late una subestimación absoluta del cine, que se entiende como un arte menor, incluso subsidiario de la literatura, a la que se debería amoldar al trabajar los grandes clásicos. Lo primero a aclarar es entonces que los problemas del filme no surgen de las diferencias que pueda tener con el texto de Wilde, sino de la poca fe que tiene el director en el cine como un arte en sí mismo, que para nosotros es además el más importante de la época moderna. Lo segundo es hablar entonces de las decisiones estéticas de Parker, que apuesta a un aggiornamiento un tanto frívolo de la obra, que además de algunas modificaciones menores (la historia transcurre ahora a principios del siglo pasado, aunque mantiene el espíritu de la era victoriana), pasa principalmente por la adopción de una estética de videoclip como norma del relato, virando al final hacia lo fantástico y el cine de terror (con pasajes de violencia explícita). Se trata ahora sí de un interpretación no sólo caprichosa del texto, sino decididamente frívola, que se intensifica por la escasa pericia narrativa de Parker, asemejando al filme a un producto para televisión (con sus típicos cortes abruptos de montaje, al pasar de una escena a otra sin un orden de continuidad, o con sus personajes estereotipados y actuaciones exageradas), un combo destinado al público adolescente que carece de perspicacia filosófica y de profundidad dramática. Su protagonista es, claro, Dorian Gray (Ben Barnes), un joven aristócrata heredero de una gran mansión londinense, de espíritu bondadoso e inocente, que comenzará a corromperse apenas conozca a Lord Henry Wotton (Colin Firth, el único con cierto vuelo), un hedonista consumado, que paulatinamente lo llevará a abandonar la buena senda y entregarse a una vida de placeres y excesos. Su contracara es Basil (Ben Chaplin), un artista bohemio que pintará el famoso retrato del joven Gray, con el que establecerá un extraño hechizo mediante el cual Dorian mantendrá su juventud incorruptible, mientras la pintura sufrirá los avatares del tiempo y de su misma alma. Políticamente reaccionaria, la versión de Parker transforma la agudeza filosófica de Wilde en una triste fábula conservadora, que mantiene intocable el mismo ideario victoriano que terminaría condenando al propio escritor, pese a que en la película aparezcan ya automóviles con la marca de Fiat en primer plano (o tatuadores con aros en la cara en cierta escena sexual). Eso sí, Parker no escatima recursos para explicitar aquello que las imágenes no alcanzan a sugerir: la música omnipresente, con sonidos que traducen el momento (tensión, suspenso, amor, etcétera), junto a una apuesta por efectos especiales innecesarios (para generar miedo, por ejemplo, con la irrupción de las visiones de Dorian), completan un pastiche que tiene de todo menos la perspicacia del texto original, aunque a veces surjan destellos de su genio a partir de alguna frase repetida por los personajes; y ahora sí es cuando vale la comparación, pues estamos ante un resultado muy pobre para semejante obra universal. Por Martín Ipa
Perdido entre la adaptación y la modernización. Dorian Gray vuelve a Londres tras heredar la fortuna de su fallecido Abuelo y enseguida se ve maravillado por la gran ciudad. Conoce a un talentoso artista que fascinado por la belleza de Gray le ofrece pintar su retrato, el cual es objeto de admiración de todos. Dorian incentivado por otro amigo suyo, un barón vanidoso interpretado por Colin Firth hace un pacto con el diablo: Gray conservará su belleza mientras el cuadro sufrirá las desgracias que le ocurran, como el paso del tiempo o lastimaduras. La película es un híbrido mal construido entre los géneros del drama y del terror fantástico. Claramente se intenta llevar la historia por los caminos del primer género, pero esto nunca logra funcionar debido a que las relaciones entre los personajes no consiguen afianzarse y crear una conexión emotiva profunda para que el sentido trágico del relato despegue. Básicamente vemos al protagonista pasar de amigo en amigo todo el tiempo. Primero el pintor: hace el cuadro y pasa a segundo plano; luego aparece Colin Firth, corrompe la inocencia de Gray, después una novia a la que termina usando y termina significando el completo descarrilamiento hacia una vida de pasión y lujuria. La última parte de la historia, surgida en la vuelta de Dorian, no consigue diferenciarse narrativamente de lo que ya habíamos visto. El asombro de sus conocidos al verlo joven y hermoso después de tanto tiempo rápidamente es dejado de lado y, por lo tanto, la tragedia del retrato (Icono de la película) termina siendo una objeto argumental, en vez del personaje principal que debió ser. La idea de hacer del cuadro un objeto maldito y terrorífico, hizo en mi opinión, que está película fracase. Simplemente no tiene sentido que respire o se mueva, y encima el hecho de que en sus apariciones se intente asustar al espectador es ridículo. Lo único rescatable de esta fallida re-adaptación de la famosa novela de Oscar Wilde son la reconstrucción histórica y la excelente interpretación de Colin Firth, llena de matices y emociones genuinas.