Cinismo enmascarado de optimismo La comedia no es precisamente un género popular hoy en día, una época de conformismo e indignación fáciles y estériles por la pasividad fetichizada, ya que arrastra una naturaleza de por sí divisoria, no todos se ríen de lo mismo y la polémica tiende a asomar su cabeza por sobre el horizonte de las risas debido a burlas más o menos solapadas a las que les importa un comino la corrección política del Siglo XXI cual necesidad patológica de satisfacer al prójimo como si fuese alguna especie de tótem del que se necesita desesperadamente su aprobación, este a su vez un panorama que no se limita al mainstream cultural planetario sino que abarca también al indie y buena parte de los discursos estatales, precisamente por ello el liberalismo anti libertad de expresión genera tanto asco planetario y provoca efectos diametralmente opuestos a los deseados alimentando los ataques de la derecha más obtusa, ortodoxa y lunática, esa misma que representa a los sectores de poder más concentrados del capitalismo y termina ganando las elecciones al señalar las estupideces del progresismo de cartón pintado. Dicho lo anterior, llama la atención la metamorfosis de un cineasta como el sueco Ruben Östlund desde una trilogía dramática inicial cercana al lenguaje de las viñetas aisladas y los documentales observacionales de cámara fija y casi nula intervención en lo acontecido delante de la pantalla, hablamos de La Guitarra Mongoloide (Gitarrmongot, 2004), Involuntario (De Ofrivilliga, 2008) y Play (2011), hasta una segunda trilogía ya de índole inusitadamente paródica y muy agresiva que fue volcándose hacia una estética cada vez más y más accesible para el público promedio internacional aunque sin renunciar al quid iconoclasta de siempre de Östlund, léase ese camino que empieza en Fuerza Mayor (Turist, 2014), faena que todavía respetaba las cámaras fijas, y pasa al salto subsiguiente que significaron The Square (2017) y El Triángulo de la Tristeza (Triangle of Sadness, 2022), ambas de unas dos horas y media de duración total, la primera coqueteando con el inglés y la segunda ya con una preeminencia del idioma de exportación por antonomasia. En un ambiente artístico planetario bastante marchito y repetitivo donde se considera que copiarse a sí mismo es sinónimo de tener estilo, como solía decir Alfred Hitchcock sin la capacidad de anticipar la existencia de legiones de “muertos vivientes” de la cultura que trabajan incansablemente como mercenarios del streaming más intercambiable, inofensivo y anodino o por el contrario, se creen artistas consumados pero sin background intelectual alguno, el realizador sueco sigue pateando el tablero de la previsibilidad y con El Triángulo de la Tristeza nos regala su segunda obra maestra al hilo luego de The Square, en esencia puliendo por un lado y expandiendo por el otro lo hecho con anterioridad a escala temática, retórica, política e ideológica de manera magistral: a pesar de que aún se siente el espíritu de los relatos corales de La Guitarra Mongoloide, Involuntario y Play, la verdad es que aquellas reflexiones del comienzo de la carrera de Östlund, con eje en el peso asfixiante de lo social sobre los estratos marginales suburbanos, derivaron en un estudio posterior muy cáustico con foco en las capas dirigentes de Europa y del Primer Mundo en general, esas que encuentran “ecos” en sus distintos socios cipayos del resto del globo, así pasamos de la bancarrota moral del empresariado actual de Fuerza Mayor, comedia negra sobre un padre que abandona a su esposa y sus dos vástagos en medio de una avalancha en un hotel de lujo de los Alpes Franceses, a primero la parodia hecha y derecha del mundo del arte moderno de The Square, un retrato fulminante de la oquedad simbólica de nuestros días, los circuitos de legitimación de la denominada “alta cultura” y su gigantesca distancia con respecto a la realidad popular por su tendencia a aislarse en burbujas narcisistas, y segundo las ironías en torno a la oligarquía plutocrática más boba, nauseabunda y parasitaria de El Triángulo de la Tristeza, astuta fábula acerca de la estructuración por clases sociales de la praxis comunal del nuevo milenio en oposición al binarismo interpretativo de la Guerra Fría, “capitalismo versus comunismo”, y la cultura del exhibicionismo en redes sociales e Internet en general. La faena comienza centrándose en una típica parejita de tarados del Siglo XXI, esa de una modelo e influencer manipuladora, putona y banal llamada Yaya (último trabajo de Charlbi Dean, que fallecería en agosto del 2022 por una infección a raíz de la extracción del bazo debido a un accidente automovilístico del 2008) y un “macho deconstruido” que también trabaja de modelo y responde al nombre de Carl (Harris Dickinson), no obstante el asunto pronto se abre cual abanico hacia diversos personajes una vez que el dúo, siempre peleando por la tacañería de ella y la histeria alrededor de los roles de género de él, consigue gratis un par de pasajes para un crucero de lujo a bordo de un yate bajo la condición de que se saquen una catarata de fotos para promocionarlo en redes sociales, así nos topamos con el oligarca ruso Dimitry (un estupendo Zlatko Buric, actor fetiche de Nicolas Winding Refn), quien se hizo millonario cuando cayó el Muro de Berlín vendiendo guano o fertilizante para la agricultura, y su clásica esposa trofeo, la descerebrada Ludmilla (Carolina Gynning), un matrimonio de ancianos ingleses que fabrican granadas y minas terrestres, Winston (Oliver Ford Davies) y Clementine (Amanda Walker), una magnate alemana que sufrió un derrame cerebral y perdió la capacidad de hablar, Therese (Iris Berben), un millonario reciente del rubro tecnológico que acaba de vender su compañía, Jarmo (Henrik Dorsin), y una vieja ricachona e insoportable, Vera (Sunnyi Melles), que presiona a una camarera/ esclava de a bordo, la pobre Alicia (Alicia Eriksson), para que toda la tripulación se tire al agua desde un tobogán. Luego de una cena desastrosa por una tormenta en honor al capitán borrachín y socialista del barco, Thomas (excelente desempeño de Woody Harrelson), incidente que desencadena un corte de luz, vómitos masivos y episodios de diarrea e inodoros rebasados entre los oligarcas, el mandamás y Dimitry discuten alcoholizados acerca de capitalismo y comunismo en el intercomunicador de la nave y así, a la mañana siguiente, unos piratas de África asesinan a los británicos con una de sus granadas y arremeten contra el yate con ametralladoras para matar a los esbirros de seguridad y saquearlo todo. En una isla serena se reencuentran los sobrevivientes Dimitry, Carl, Yaya, Therese, Jarmo y tres personajes que formaban parte de la troupe al servicio de las necesidades y caprichos absurdos de los pasajeros, un negro que servía en la sala de máquinas, Nelson (Jean-Christophe Folly), la jefa rubia de personal Paula (Vicki Berlin) y una encargada de la limpieza de los baños, la inmigrante filipina de mediana edad Abigail (Dolly De León). Pronto el esquema de poder se invierte porque la discriminada y sumisa Abigail es la única que sabe pescar y armar un fuego sustentable e impone un matriarcado desplazando a Paula como figura dominante aunque también quitándole el macho a Yaya, quien ve con impotencia cómo Carl acepta convertirse en el raudo amante de la filipina a cambio de comida y el privilegio de dormir en el cómodo barco salvavidas en el que la fémina llegó a la isla, su “hotel alojamiento”. Así como la etapa dramática de la trayectoria de Östlund estaba marcada por un influjo algo mucho estándar dentro del enclave cinematográfico arty desde los años 90 hasta el presente, aquel de Ingmar Bergman, Michael Haneke, Gus Van Sant, Robert Bresson y hasta Aki Kaurismäki, sus últimas tres películas lo acercaron al sustrato mayormente corrosivo y muy surrealista de Luis Buñuel, Roy Andersson, Yorgos Lanthimos, Lina Wertmüller, Rainer Werner Fassbinder, Todd Solondz y Jim Jarmusch. En este sentido tranquilamente se puede afirmar que Play retomaba la marginalidad púber más sádica de ese Van Sant de Elefante (Elephant, 2003) y Paranoid Park (2007), Fuerza Mayor se enrolaba en una tradición de arremetidas contra los sectores pudientes que va desde El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972), de Buñuel, hasta Happy End (2017), opus de Haneke, y The Square complejizaba exponencialmente el meollo promedio de otras sátiras varias del ecosistema cultural que la precedieron e incluso la sucedieron, en sintonía con El Arte de la Seducción (Art School Confidential, 2006), de Terry Zwigoff, El Artista (2008), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, Mi Obra Maestra (2018), joya de Duprat en solitario, y Velvet Buzzsaw (2019), aquella propuesta bastante fallida de Dan Gilroy. El Triángulo de la Tristeza, título que alude al entrecejo fruncido de preocupación que se elimina con bótox, respeta esta estela heterogénea previa porque la película está dividida en tres partes que se condicen con múltiples influencias y se unifican en un marco ideológico de denuncia del “cinismo enmascarado de optimismo” de la alta burguesía, como señala el prólogo centrado en la ridiculización del mercado publicitario, el marketing y la alta costura: hablamos de un primer acto consagrado a la pareja de Carl y Yaya, entre el cine de Solondz y Woody Allen, un segundo capítulo orientado a la claustrofobia del yate y un sarcasmo emparentado con Buñuel, Fassbinder y Andersson y finalmente una tercera parte, ya en la isla, que juega con una conjunción sutil de la degradación escalonada de El Señor de las Moscas (Lord of the Flies, 1963), clásico de Peter Brook a partir de la novela de 1954 de William Golding, y el motivo de la inversión de la sociedad clasista de Insólito Destino (Travolti da un Insolito Destino nell’Azzurro Mare d’Agosto, 1974), relectura de Wertmüller de Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe. Östlund incorpora en la coctelera a burguesas autovictimizadas, pollerudos que caen en el cliché cuando pretendían evadirlo, muchos fetichistas del dinero y de la hipocresía de la corrección política, oligarcas racistas y xenófobos sin culpa alguna, trabajadores inmigrantes explotados, energúmenos de seguridad, imbéciles adictos a las redes sociales, hedonistas huecos y superficiales, egoístas delirantes, viejos nauseabundos de mierda, feminazis blancas patéticas, un capitán ultra socialista y muchos oportunistas contextuales y salvajones, fauna que en su conjunto construye un lienzo brillante sobre los engranajes del poder de hoy en día y la complicidad tácita y explícita de los subyugados…
SHIP OF FOOLS Las películas de Ruben Östlund son menos películas que dispositivos destinados a producir efectos precisos, obras de ingeniería que se proponen generar reacciones específicas y cuyo diseño incluye la circulación por espacios determinados (los festivales de cine como Cannes). The Square era una sátira sobre el mundo del arte contemporáneo que se fijaba obsesivamente en la miseria humana de sus protagonistas; con esos materiales grotescos, la película proponía una visión de mundo de esas que conquistan casi automáticamente, como por reflejo, el beneplácito de jurados, críticos y público por igual. La misantropía paga bien, más todavía en un ámbito como Cannes; Östlund lo sabe, pero como todo buen salesman, también está al tanto de los peligros del oficio. Östlund conoce, por ejemplo, que la excitación generada por la misantropía en espectadores y periodistas tiene los resultados intoxicantes de alguna sustancia: si se prueba y gusta, el cliente espera de la próxima dosis una experiencia más poderosa. Triangle of Sadness es la comprobación de esa regla. La nueva película del sueco, premiada igual que The Square con la Palma de Oro, se apropia de la fórmula de su antecesora pero la multiplica varias veces por sí misma, como si el cambio de escala y la intensificación del efecto pudieran disimular los pobres mecanismos que lo sostienen. Del mundo del arte se pasa al del modelaje. Una pareja de modelos igual de vanos y desagradables está en crisis. Se van en un crucero y allí se codean con una selecta comunidad de ricos. Hay una tormenta que pone todo patas para arriba. El barco es atacado por piratas y un grupo naufraga en una isla. Allí se invierten las relaciones sociales: los pobres asumen con malicia el poder que antes padecieron y los ricos descubren los dolores del sometimiento. La serie interminable de peripecias busca producir algo así como un fresco de época, tal como lo explicaron Thierry Frémaux, director de Cannes, y Vincent Lyndon (que fue presidente del jurado que premió la película) en la presentación en el Gaumont. Cualquiera sabe que siempre conviene guardarse de las películas que hacen cosas como tratar de “explicar el presente”, pero Frémaux y Lyndon no, o al menos su rol de embajadores culturales pareciera eximirlos de esos reparos. Como sea, la película empieza y en pocos segundos Östlund anuncia el tono general. Un periodista entrevista a un montón de modelos masculinos que esperan para hacer un casting. El periodista juega con ellos, se divierte, los manipula, los hace poner caras, adoptar posturas o caminar, sin que los entrevistados noten la humillación. Pienso que es en momentos así donde se juega nuestra relación con las películas: si el espectador encuentra entretenido ese juego cruel, tal vez creyendo que el universo del modelaje (en la película anterior fue el del arte contemporáneo) habilita esa descarga de maldad, entonces el director ya ganó, se metió al público en el bolsillo y ahora solo le queda llevarlo de acá para allá, zarandearlo un poco las dos horas y media restantes. Por otra parte, el espectador que sintió rechazo ante esa violencia, que alcanzó a notar en esa malicia exagerada la precariedad del prestidigitador, el voceo del charlatán de feria, ya está en alerta y difícilmente pueda participar de la seguidilla de vejaciones que siguen. El corazón de la película se encuentra en el crucero, donde un par de escenas indican velozmente los lugares comunes a identificar: los ricos impunes, cínicos o con buena conciencia, de un lado; la tripulación que se desvive por atender sus caprichos y que es dirigida con eslóganes sobre la eficacia y el optimismo, del otro. El espectador entusiasmado repone enseguida la constelación de ideas que Östlund se propone activar: lucha de clases, desigualdad, el poder del dinero, el sometimiento de los que trabajan, la corrupción de la riqueza. Una vez sedimentado ese suelo de lugares comunes compartidos, la película inicia el grotesco destinado a fungir como crítica social, y que incluye a gente vomitando o cagando, cayéndose, o al capitán del barco recitando ideas del marxismo por el altavoz. El problema es que Östlund no es un satirista o un observador agudo de la realidad (o un cineasta), sino, justamente, un ingeniero que conoce con exactitud los engranajes que se deben movilizar para producir efectos precisos. En la función del Gaumont, por ejemplo, la gente se rió durante varios minutos solamente viendo a un puñado de millonarios vomitando. ¿Cómo se logra semejante condicionamiento, semejante eficacia? Pasolini o Ferreri, que fueron cineastas, filmaron vómitos, o los sugirieron en el off, pero los entendieron como recurso que les permitía hablar de ciertos temas (la igualdad pasmosa de la biología humana que las jerarquías sociales tratan de diferenciar; la plenitud de los excesos gastronómicos a los que se puede forzar el cuerpo cuando se lo lleva hasta sus límites). También las comedias adolescentes, como la serie de las American Pie, o sus antecesoras menos correctas, estuvieron siempre obsesionadas por lo escatológico, pero ahí había celebración festiva y sin pretensiones, nada más que los placeres del ridículo. No sé de ninguna película que pueda tener a una sala llena riéndose unos diez o quince minutos ante la visión de gente vomitando profusamente, o con diarrea sentada en un inodoro, mientras el capitán (que es algo así como la voz moral del relato) desparrama máximas sobre el socialismo discutiendo con un millonario ruso que critica el comunismo, y que debe salir necesariamente derrotado de la contienda. Los festejos en la función del Gaumont están lejos de ser algo local: como contó Lyndon, cuando él y el resto de los jurados vieron la película quedaron automáticamente fascinados y, secretamente, sabían que habían encontrado a la ganadora, ya que, dijo, iba a ser muy difícil que hubiera otra película así de buena en la competencia. Como The Square, Triangle of Sadness no es una mala película. Una mala película comete errores, corre riesgos y fracasa, falla en uno o varios frentes. Pero Triangle of Sadness es un objeto de una eficacia formidable, capaz de obtener exactamente aquello que se propone. Por eso no es una mala película, y hasta parece difícil verla en general como película: parece más bien un mecanismo de relojería de una eficiencia y precisión notables, casi geométrica (como los títulos mismos de las películas sugieren). A la avanzada de los superhéroes en Hollywood y de las películas-productos para plataformas de streaming ahora hay que sumarle la promoción sostenida por festivales como Cannes de artefactos como los que diseña Östlund. Son malas noticias para el cine y para los espectadores que no estén dispuestos todavía a reírse durante diez minutos seguidos de ricos vomitando.
Dividida en tres partes, esta sátira comienza con un casting para elegir modelos masculinos, continúa en un restaurante, luego en un yate de lujo y finalmente en una isla, donde (tras un naufragio) algunos de los húespedes del barco sobreviven como pueden. La intención es dejar en evidencia la frivolidad de ciertas personas y las dificultades para superar desigualdades sociales, pero lo hace desperdigando ironías sin brillo. Términos como igualdad, racismo, marxismo, feminismo o matriarcado se arrojan como provocaciones, así como se habla de instagram, influencers y otras expresiones de estos tiempos, sin alcanzar la profundidad que determinados debates o reflexiones suponen. Puede empezar recordando a Prêt-à-porter (1994, Robert Altman), continuar trayendo a la memoria una famosa canción de Cabaret (1972, Bob Fosse) cuando los empleados del yate se repiten a sí mismos Money, money, o a los Monty Phyton ante el aluvión de vómitos y mierda provocados por el meneo del yate (Estamos todos locos/The meaning of life, 1983), así como, al pronunciarse la palabra surrealismo, asoma el fantasma de Luis Buñuel. Pero si El triángulo de la tristeza toma –deliberadamente o no– elementos de mordaces películas previas, lo hace con pereza. Hay un altercado por dinero cuyos ribetes histéricos pueden resultar graciosos, del mismo modo que las caídas y tropiezos ante los movimientos del barco pueden provocar risas, aunque ya Chaplin apelaba a ese tipo de gags, hace más de cien años y sin crueldad. Las ¿discusiones? entre un millonario ruso y el capitán del barco (Woody Harrelson), aunque no escalan –como uno supone– a la violencia, tampoco encuentran una justificación narrativa. ¿Hace falta agregar que en determinado momento se mata a un animal y que no falta la aparición ridícula de un negro, supuesto nativo de la isla en cuestión, cerca del final? No se trata de negar la verdad de algunas cosas que se dicen –como que Estados Unidos suele instalar “dictadores títeres en Venezuela, Chile o Argentina», o que “la guerra es algo lucrativo”– sino de lamentar que esos dardos no se integren a un todo más coherente y adulto. Teniendo en cuenta que con Force Majeure (que, pese a todo, dejaba la impresión de un director a seguir) el sueco Östlund había ganado un premio en una de las secciones del Festival de Cannes, y que posteriormente con The square, tanto como con ésta, obtuvo la Palma de Oro (en 2017 y 2022 respectivamente), bien podría usarse el título El triángulo de la tristeza para una ironía fácil, de esas que tanto parecen gustarle.
Absurdamente estúpida, una guerra de clases vacía, y encima, con final abierto, es lo que plantea la nueva película de Ruben Ostlund, que, convertido en un “especialista” en la lucha de clases y el snobismo, inexplicablemente ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes con esta horrible y vergonzosa propuesta. Dividida en tres actos, en el primero, intenta revelar las diferencias existentes en el mundo del modelaje. Los hombres ganan poco, las mujeres mucho, y, según Ostlund, son avaras, evitando, por ejemplo, pagarle cenas a sus parejas o recriminando su crecimiento. En el segundo acto la cosa la lleva al lugar de que esas mismas mujeres, pero con mucho, mucho, mucho dinero, manipulan a gusto y piacere a cada hombre y mujer que sientan que está por debajo de su nivel. Y finalmente, en el tercero, inventa en una isla una supuesta sociedad “matriarcal”, donde los hombres son reducidos a fuerza laboral y sexual y ellas dominan y controlan absolutamente todo. El poder analizado de una manera tan lineal y simple, que por más que se hable de capitalismo versus socialismo, en algún pasaje, cualquier reflexión que desea dejar, queda supeditada a la ampulosidad de una puesta en escena bella, pero ridícula. Los ricos cagándose encima y vomitando todos los “manjares” que los obreros les prepararon, son solo algunas de las obvias, MUY OBVIAS, ideas que tienen el relato. Dos horas y media interminables, para los espectadores y los intérpretes, quienes hacen lo que pueden con esta tonta puesta al día de miles de historias que con inteligencia, llegaron a mejor puerto.
En 1960 Julio Cortázar publicó Los premios, una novela sobre un grupo de personas muy distintas entre sí que conviven en un misterioso crucero al que accedieron tras granar un concurso. La historia culmina con un asesinato. Nada indica que el libro haya sido inspirador para Ruben Östlund, pero algo de ese experimento de poner a convivir en alta mar a una galería de personajes variopintos se respira El triángulo de la tristeza, película que se alzó con la Palma de Oro en el último Festival de Cannes. En The square, su film anterior, también máximo ganador del festival en 2017, Östlund arremetía sin ninguna piedad contra el mundo del arte y su hoguera de vanidades. Aquí, el sueco continúa con su inclemente visión del mundo, esta vez centrándose en la tilinguería de cierta clase alta.
Tras ganar la Palma de Oro en 2017 con The Square, el director sueco duplica (o triplica) la apuesta con una mirada despiadada y desoladora sobre las injusticias del capitalismo salvaje y las diferencia de clase. El resultado es más irritante que inquietante, pero le sirvió para quedarse nuevamente con el máximo premio del Festival de Cannes. Dos veces en el lapso de cinco años. Con películas como Involuntario (2008) y Force Majeure: La traición del instinto (2014), Ruben Östlund supo jugar con fuego y salir ileso. Convertido en un satirista reverenciado, un enfant-terrible del cine europeo, se consagró al ganar nada menos que la Palma de Oro 2017 con The Square. Si aquel film se burlaba de la burguesía intelectual con mucho de capricho, de regodeo, de manipulación emocional, de cinismo y hasta de sadismo. qué decir entonces de Triangle of Sadness / El triángulo de la tristeza, un tríptico en el que posa su mirada despiadada y mordaz (con escalas intermedias en el patetismo y la crueldad) en la obscenidad del lujo del universo de los ricos y las cada vez más profundas diferencias sociales. Dividida en tres episodios (Carl & Yaya, El yate y La isla), se trata de una comedia ácida y negrísima con algunos pasajes que en principio pueden generar risas y hasta alguna carcajada aislada, pero que en su conjunto provoca irritación. Y el sedimento que deja con el correr del tiempo es todavía mucho peor. En la línea de -para buscar un ejemplo argentino- la dupla Cohn-Duprat, Östlund tiene una mirada siempre sobradora, riéndose de sus personajes, juzgándolos por sus pensamientos y sus actos, burlándose de sus reacciones y contradicciones y ensañándose con sus bajezas. La primera parte tiene como protagonistas a una pareja de jóvenes modelos e influencers (Harris Dickinson y Charlbi Dean) que disputan por cuestiones de dinero (y por lo tanto de poder); la segunda está ambientada en un crucero de lujo cuyo capitán borrachín no es otro que Woody Harrelson y, entre citas a Marx, se produce una tormenta y recibe un ataque de piratas; la tercera, tiene que ver con la supervivencia de algunos pasajeros y tripulantes en una isla supestamente desierta donde las miserias, mentiras y manipulaciones se exacerban y potencias hasta niveles ya insostenibles. Es cierto que Östlund filma muy bien (los planos preciosistas, cuidados hasta el detalle e hiperestilizados por momento resultan molestos en su perfección) y tiene timing para los diálogos y el humor físico, pero lo que importa aquí no son las partes (que analizadas de forma independiente pueden funcionar) sino el todo: la mirada del mundo y cómo ponerla en escena. El espíritu, el tono, los simbolismos, las alegorías, las metáforas, los golpes bajos. Un cine misantrópico, calculado, artero y efectista que tiene múltiples adeptos en el mundo. Luis Buñuel, Blake Edwards y Luis García Berlanga, entre muchos otros, se revuelven en sus tumbas.
Crítica – El Triangulo de la Tristeza: El uso controlado de simbologias El jueves 23 de Febrero, se estrena "El Triangulo de la Tristeza" en las salas de Argentina y llega para satirizar a los caprichos de las sociedad adineradas influencers. La propuesta de Ruben Östlund busca conquistar al publico con un film cargado de humor y simbolismos, elementos que le bastaron para ganarse su lugar en Los Oscars. Llega a los cines argentinos, uno de los films que busca satirizar al mundo de los multimillonarios con un humor similar a “La Pistola Desnuda” y cargada de simbolismos que haran reflexionar a los espectadores sobre aspectos de este sector del mundo que interpela en otra medida a la mayoria de las personas. “El Triangulo de la Tristeza” es una película dirigida por Ruben Östlund que busca conquistar a la Academia con esta película que, a priori, puede parecer caótica hasta que se logra conectar con las intenciones que tuvo el director al imprimirle varios mensajes encriptados. Por eso, es difícil verle profundidad a una historia que parece simple: Tras la Semana de la moda, Carl y Yaya, pareja de modelos e influencers, son invitados a un yate en un crucero de lujo. Mientras que la tripulación brinda todas las atenciones necesarias a los ricos invitados, el capitán se niega a salir de su cabina, a pesar de la llegada inminente de la célebre cena de gala. Los eventos toman un giro inesperado y el equilibrio de poder se invierte cuando se levanta una tormenta que pone en peligro el confort de los pasajeros.
El título alude al entrecejo que según los modelos es lo que hay que rellenar rápidamente con botox si quieren seguir en carrera con sus rostros hegemónicos. El director sueco Rubén Östlund se caracteriza por su ironía brutal que ya mostró en sus films anteriores. En “La traición al instinto” mostraba a un padre huyendo del peligro sin preocuparse por su mujer y sus hijos, en “The Square” se volvía feroz con el mundo cultural moderno. Aquí se mete con la diferencias de clases, la obscenidad de los lujos extremos, una mirada despiadada e irritante sobre el capitalismo extremo, que le valio la palma de oro en el último festival de Cannes. Pero también es una película de trazo grueso reiterado, que se ensaña con las bajezas humanas y que, por momentos, provoca rechazos. Estructurada en tres partes estos relatos salvajes excesivos, primero se dedica a una pareja de modelos e influencers, muestra ese mundo y cuando tienen una discusión sobre el dinero muy interesante. Después ubica a esa pareja en un crucero hiper lujoso donde son invitados por la cantidad de seguidores que tienen, y muestra una galería de personajes desorbitados, poderosos, caprichosos, insoportables de riqueza absoluta. Y la tercera parte los pone en una isla después de un naufragio donde se invierten los papeles, porque los ricos no saben ni conseguir un poco de agua y el poder pasa a otras manos, la de los eternamente humillados. Una sátira con hallazgos, con momentos que sacuden y otros donde desbarranca.
El director de cine sueco, Ruben Östlund, vuelve al ruedo después de su galardonada «The Square» (2017), una película que a través del humor y la sátira realizaba una crítica social hacia el arte moderno contemporáneo. En este caso regresa con un film que trata temáticas similares y que también fue premiado con la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes. Además, recibió algunas nominaciones a los Golden Globes y Critics’ Choice Awards en esta próxima temporada de premios. «Triangle of Sadness» se centra en Carl y Yaya, una pareja de modelos e influencers, que luego de la Semana de la Moda son invitados a un yate en un crucero de lujo. Allí se encontrarán con otras personalidades ricas provenientes de distintos orígenes. Sin embargo, los eventos toman un giro inesperado y el equilibrio de poder se invierte cuando se levanta una tormenta que pone en peligro el confort de los pasajeros. Dividida en tres capítulos, «Triangle of Sadness» vuelve a analizar algunos de los temas que más le preocupan al director, como las diferencias entre las clases sociales, la ambición, la riqueza, el capitalismo/socialismo, el género, la moda y la superficialidad, entre otras cuestiones, a partir de un tono satírico y humorístico. Existen algunas situaciones bastante hilarantes, pero que además de divertirnos también nos permiten reflexionar sobre todas estas temáticas, mientras que hay otras un tanto asquerosas. Hacia el final la trama se siente un tanto pesada, y tal vez es una película que podría haber durado un poco menos, ya que tiene una duración de dos horas y media, pero de todas formas tiene un ritmo bastante ágil y dinámico, que nos va interiorizando en la vida de los distintos y excéntricos personajes. Los mismos están interpretados por caras no del todo conocidas, salvo por la participación de Woody Harrelson como el capitán del barco, pero todos funcionan muy bien al ponerse en la piel de estos protagonistas que se creen por encima del resto y que la mayoría consiguió su riqueza con decisiones moralmente cuestionables. Entre ellos existen algunos diálogos más que interesantes donde podemos ver su punto de vista y pensamientos. También los aspectos técnicos están bien realizados. Nos encontramos con una buena ambientación en cada una de las partes de la historia, sobresaliendo el apartado del yate donde se puede observar de una buena manera la lujuria y el exceso. Además, como siempre el director nos sorprende con sus planos y su estética bien cuidada. En síntesis, «Triangle of Sadness» es una sátira lograda que busca seguir ahondando en los temas sociales que más le preocupan al director. Nos propone una historia divertida, aunque un tanto extensa, donde el espectador se va a poder reír y reflexionar sobre distintas cuestiones ligadas al dinero y el estatus. Una sátira efectiva con un toque característico de Östlund.
Con guion y dirección de Ruben Östlund "El Triángulo de la Tristeza" marca la diferencia entre los distintos estratos sociales. En el comienzo, vemos a la pareja de modelos formada por Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) quiénes son invitados gracias a ser influencers a un crucero de lujo, esto sin perjuicio de soslayar que ambos tienen desacuerdos cuando de pagar sus gastos se trata. En la segunda parte aparece Paula (Vicky Berlín), encargada de la tripulación, el multimillonario Jarmo (Henrik Dorsin) un magnate ruso llamado Dimitri (Zlatko Buric), Vera (Sunnyi Melles), y el alcoholizado Capitán del Barco (Woody Harrelson) entre otros personajes. En la “Cena del Capitan” éste y Dimitri expresan opiniones políticas mientras el resto de los comensales sufre una severa intoxicación que dispara situaciones escatológicas y grotescas. En el medio del caos llega a las manos de Clementine (Amanda Walker) y Winston (Oliver Ford Davies), un matrimonio mayor, una granada, cuando paradójicamente ellos han hecho su fortuna gracias a esos elementos. El ataque provoca la explosión del barco y la consecuente desaparición de muchos de sus pasajeros y tripulantes. En la isla desierta sobreviven unos pocos…entre ellos se encuentra, en una cápsula, la encargada de la limpieza de los baños del yate, Abigail (Dolly De Leon) que gracias a ser la poseedora de unos pocos alimentos se convierte en Jefa del lugar desatando la inversión de poderes. El Triángulo de la Tristeza resulta una sátira negrísima en la que se instala una crítica a nuestra sociedad, las diferencias entre ambos mundos y el culto al dinero y las redes sociales. Hacia dónde va la humanidad? Sólo importa nuestra imagen y cómo nos mostramos para los demás? Un film que incomoda y plantea estos y otros interrogantes y que sin dudas, no va a dejar a ningún espectador indiferente.
Todas las películas de Ruben Östlund tienen como primer objetivo la provocación. En su ópera prima, The Guitar Mongoloid (2004), una especie de JackAss sin el vuelo ni la irreverencia de la creación de Johnny Knoxville, intentó una radiografía sardónica de la sociedad sueca contemporánea. En la siguiente, Involuntary (2008), enfocó con humor negro el asunto del poder del grupo sobre el individuo. En Play (2011), la apuesta era todavía más ambiciosa: una historia que, en aras de una ansiada originalidad, cambiaba la lógica más habitual de la opresión -niños pobres de origen africano aprovechándose de otros de clase media y blancos- para tematizar el racismo, la desigualdad y, otra vez, el instinto gregario desde una perspectiva presumiblemente atrevida. En Fuerza mayor (2014) el blanco fue la institución familiar. Y en The Square (2017), el mundo del arte contemporáneo, a través de una diatriba venenosa y rimbombante que el Festival de Cannes premió con la Palma de Oro, el galardón que este director sueco de 48 años ganó por segunda vez el año pasado con El triángulo de la tristeza, la película nominada al Oscar que llega ahora a la Argentina y en la que el tema es todavía más abarcativo: el capitalismo, sus inequidades inamovibles y sus miserias evidentes. Uno de los problemas más notorios de todas las películas de Östlund es el punto de vista: el tono de las historias que imagina siempre es, y lo es cada vez más pronunciadamente, la sátira pesimista, enunciada desde un púlpito que él mismo ha construido para proferir sus amargas conclusiones. Los que lo aplauden seguramente se sentirán como invitados especiales al festival de cinismo que suele teñir sus ficciones, orientadas a tranquilizar la conciencia, más que a diagnosticar con crudeza o analizar con profundidad. Con su discurso soberbio y asertivo, Östlund queda muy próximo a los mohines artificiales de la aristocracia contemporánea de Hollywood, que se pone de pie unos segundos en la ceremonia de los Oscar para clamar contra las discriminaciones -raciales, de género- y de inmediato vuelve sin culpa a la apatía con la que legitima el resto del año a una industria que no se caracteriza justamente por su humanismo. Más que plantear preguntas, su cine se obstina en ofrecer respuestas. En El triángulo de la tristeza, un oligarca ruso discute con el capitán marxista y aficionado al alcohol de un crucero de lujo (el personaje de Woody Harrelson, la estrella más cotizada del film), una pareja de ancianos ingleses revela livianamente que se dedica al tráfico de armas, una pareja de glamorosos modelos es ridiculizada para alertarnos sobre el activismo frívolo y una filipina que se gana la vida como personal de limpieza del buque se transforma en una tirana rigurosa en cuanto tiene la primera oportunidad. En ese ejercicio de misantropía desbocada, el cine parece pasar a un segundo plano. Hay otros directores europeos que cultivan el escepticismo (Lars von Trier, Michael Haneke), pero en su obra también es posible encontrar más inventiva y sobre todo menos trazos gruesos que en el grotesco al que se entrega Östlund en este relato voluminoso (casi dos horas y media) y efectista donde los problemas de clase quedan difuminados detrás de la fachada de una crítica vaga y generalizada al ejercicio del poder. Más que la desigualdad, es el oportunismo lo que diferencia a los personajes de El triángulo de la tristeza: cuando pueden, nos explica Östlund, todos son malvados y ambiciosos. Las tres partes en las que está estructurado el relato lucen como versiones degradadas de algo que ya habíamos visto en otras ficciones: inicialmente, en dos películas también fallidas -Prêt-à-Porter (1994) y El diablo viste a la moda (2006)-, luego con un remedo superficial y sensacionalista de La gran comilona (1973), y finalmente con un segmento de cierre que recuerda a un mal capítulo de la serie Lost. En una de las numerosas entrevistas que concedió para promocionar el estreno de la película en diferentes países de Europa, Östlund se declaró “enemigo del cine de autor”, aseguró que su intención es “hablar de temas relevantes” como lo hace cuando está sentado a la mesa con sus amigos, “de una forma inteligente pero divertida, no en un tono deprimente o pomposo”. También confesó que desea ganar una tercera Palma de Oro en Cannes, una revelación palmaria de las contradicciones plasmadas en El triángulo de la tristeza, contaminada con ese grado de hipocresía que nos suele contrariar cuando lo detectamos, casi a diario, en el mundo de la política.
El cine se rebela contra sus financistas: en las últimas temporadas cada vez más películas han decidido “escupir para arriba” y castigar a ese 1% privilegiado que controla el mundo con su riqueza, y que vive de manera tan fastuosa que es fácilmente satirizable. Además, claro, a nadie le gusta el privilegio, por lo que los ricos se han convertido en el blanco perfecto, incluso cuando, como ocurre en casos como “El Menú” o “Glass Onion”, son millonarios los que interpretan a estos millonarios villanos. Claro, son millonarios pero de buen corazón, de buenas intenciones. En fin. Lo cierto es que esto que hoy es una pequeña tendencia en el cine, que ha relegado a sus malos terroristas afganos o rusos para concentrarse en los ricachones, el sueco Ruben Östlund ya lo viene practicando hace rato en su filmografía. Sus películas, sátiras ácidas al borde del grotesco, tienen todas el elemento en común de poner en escena la lucha de clases y el absoluto derroche de la clase dominante, y así es su último trabajo, “El triángulo de la tristeza”, que llega a los cines locales el jueves nominada al Oscar a mejor película. En “El triángulo de la tristeza”, Östlund vuelve a lanzar un dardo envenenado a la sociedad capitalista y despiadada, esta vez con la diana en la estupidez de los ricos muy ricos y criticando abiertamente la tiranía de la belleza y la juventud y el uso del sexo como moneda de cambio. Una de las dos cintas nominadas al Oscar a mejor película que queda por estrenarse en Argentina (la otra, “Ellas hablan”, llega el 2 de marzo), “El triangulo de la tristeza” “le da la vuelta a la tortilla de las estructuras del poder” y pone sobre la mesa una discusión que al cineasta le empezó a rondar cuando apareció el movimiento #MeToo”, dice el realizador sueco, autor de “Fuerza mayor” y “The Square”. “La película fue escrita cuando explotó todo ese movimiento. Yo quería hablar de cómo la belleza y la sexualidad son moneda de cambio, una divisa que se utiliza en nuestra sociedad. Pensé que habíamos hablado mucho de la situación de las mujeres y los hombres poderosos y me di cuenta de que había mujeres que no eran conscientes de que se les estaba teniendo en cuenta solo por eso”, explica el director. “Lo siento, pero creo que aún no estamos libres de esto”. “El triángulo de las tristeza”, dice, desordena todas las convenciones: “Cuando el personaje de Carl es utilizado por su belleza, y lo hace la señora encargada de la limpieza de los baños, Abigail, y cuando están en la isla, porque ella es la poderosa y la que abastece de alimentos al grupo, y está convencida de que merece tener alguna ventaja”. “Quería mostrar esta estructura de poder, pero tampoco quería convertirle a él en una víctima, así que le di la vuelta a la tortilla. Lo que quería era que esa discusión estuviera encima de la mesa, y hablarlo con respeto y hasta con ‘piedad’: esas ventajas siguen ahí”, considera. Así, Östlund empieza por reírse a mandíbula batiente del mundo de la moda con un casting para una campaña publicitaria: no tiene precio el comienzo de la cinta, pero solo es el principio de la sátira. Uno de esos modelos, Carl (Harris Dickinson), y su novia influencer, Yaya (la sudafricana Charlbi Dean, fallecida al poco del estreno), se embarcan en un lujoso yate donde coinciden con un grupo de millonarios a los que sirve un ejército de servidores, también con su jerarquía. “Quería hablar de cómo la belleza y la sexualidad son moneda de cambio, una divisa que se utiliza en nuestra sociedad” Ruben Östlund, director de “El triángulo de la tristeza” Entre los pasajeros, una pareja de rusos estrambóticos y caprichosos que brindan algunos de los mejores momentos de la comedia, entre ellos una conversación entre el capitán -espectacular Woody Harrelson como marxista alcoholizado- y el multimillonario Dimitry (Zlatko Buric) y su combate dialéctico mientras se hunde el barco. “Mi madre era una mujer de izquierdas en los años 60 y ahora se considera comunista y mi hermano mayor es un liberal de derechas y siempre que había una comida en casa acababa en una fuerte discusión política. Crecer así ha influido mucho en mi carácter, y en las cosas que cuento en mis películas”, explica Óstlund que reconoce que ese diálogo parte de esas discusiones familiares. “Una de las partes más divertidas de hacer esta película ha sido recopilar todas esas frases que se utilizan en esa escena. Esto me hizo también pensar en Reagan, lo divertido que era y cómo utilizaba su sentido del humor para atacar al socialismo, era muy bueno en eso”, apunta. Y reconoce que “lo mucho” que hablaba su madre de Marx y de la sociología -que es algo que le apasiona- le influyó “para pensar desde el punto de vista materialista, frente al individualista, que proviene de Marx. En los 80 -agrega-, la perspectiva que teníamos era siempre del Este y el Oeste como dos poderes en lucha, hacia un lado se tendía a lo liberal y al otro al socialismo, también está esto en mis cintas”. UN CINEASTA PREMIADO Östlund se dio a conocer ”Fuerza mayor” en 2014, también nominada al Oscar y que incluso tuvo su remake norteamericana, pero antes ya había estrenado “Play” (2011), una ácida crítica contra el bullying, y una buena colección de cortometrajes. Con “The Square”, donde fulmina el mundo del arte contemporáneo, ganó la Palma de Oro en Cannes en 2017; repitió Palma en 2022 con “El triángulo de la tristeza”, con la que ha ganado tres nominaciones a los próximos Oscar. Es una de las dos cintas nominadas al Oscar a mejor película que queda por estrenarse Dividida en tres partes, la película va oscilando entre el humor más fácil y evidente a la finísima ironía de diálogos situados estratégicamente como balizas de señalización, hasta que cierra el círculo con un final apoteósico. Algunas escenas, hay que avisar, podrán generar nauseas en el espectador. Hubo incluso reportes de gente dejando las salas, asqueada, aunque si hay un poco de marketing detrás de la polémica o si la nausea fue real... lo dejamos, desde el jueves, a su criterio.
"El triángulo de la tristeza", torpe alegoría anticapitalista Múltiple coproducción escrita y dirigida por el sueco Ruben Östlund, tiene la voluntad de incomodar al público pero, lejos de interpelar, sus “metáforas” resultan tan ramplonas como su humor, que casi nunca va más allá de lo escatológico. El Festival de Cannes tiene una larga tradición a la hora de generar polémica con la entrega de su Palma de Oro. A veces las elecciones de sus jurados son celebradas, otras discutidas y no pocas veces cuestionadas con vehemencia. Dentro de este último grupo calza a la perfección la ganadora de la última edición, El triángulo de la tristeza. Se trata de una múltiple coproducción escrita y dirigida por el sueco Ruben Östlund, uno de los cineastas favoritos del festival, nene malo a lo Lars von Trier que ya ganó este mismo premio en 2017 con The Square, su película previa. Aquella había sido discutida por su mirada ácida de la realidad y su forma perversa de representarla. Cinco años después, con una segunda Palma en la repisa (y tres nominaciones a los Oscar, incluyendo la de Mejor Película), El triángulo de la tristeza confirma con creces lo dicho. Como en su filmografía previa, en ella aparecen con claridad todas las características que definen a su cine: la voluntad de incomodar al público de título a título, un sentido del humor oscuro que obliga a cuestionar la propia risa y la intención constante de atacar lo políticamente correcto. Todo eso es llevado al paroxismo en El triángulo de la tristeza, con la intención de componer una alegoría crítica del capitalismo. Pero lejos de interpelar, sus “metáforas” resultan tan llanas y ramplonas como su humor, que casi nunca se propone ir más allá de lo confortablemente escatológico. Pensar que en una época muchos de los que ahora celebran esta película supieron mirar por encima del hombro los pedos en las de los hermanos Farrelly, verdaderos maestros a la hora de darles a los gases y a los fluidos corporales un uso cinematográfico apropiado, y de quienes Östlund tendría mucho que aprender. Vaya para ellos una reivindicación. El sueco vuelve a elegir como conveniente escenario social el de las clases altas, el lujo y el glamour. Podría pensarse que hay algo de conciencia de clase en esta película escrita y dirigida por un hombre blanco nacido en un país rico que se burla ni más ni menos que de todo eso. Y quizás sea así. El problema es que la idea que la sostiene y su puesta en escena están lejos de ser realmente lúcidas o corrosivas, y en realidad son tan obvias y declamativas, tan a los gritos, que enfurecen. A ver, si no. La narración está dividida en tres. El segmento inicial muestra a los protagonistas, una pareja de topmodels, discutiendo después de una cena en un restaurant muy exclusivo por quién paga la cuenta. El núcleo del conflicto gira en torno a las desigualdades salariales… en uno de los pocos oficios donde las mujeres ganan más que los hombres. El que sigue transcurre en un crucero (siempre de lujo) y termina con una cena en plena tormenta, con todo el mundo vomitando y la mierda saliendo a borbotones de los inodoros, mientras el capitán borracho da un discurso aleccionador sobre las perversiones del sistema. El mensaje, por si hace falta revelarlo, sería algo así como: “capitalismo malo caca”. El episodio final no es más iluminado: el barco naufraga y esa tragedia –que viene a ocupar el lugar de una revolución—, provoca que, al estar abandonados en una isla desierta, se inviertan las posiciones sociales, dándole el poder a los de abajo. El triángulo de la tristeza confirma que en el primer mundo, ahí donde se entregan los Oscar y las Palmas de Oro, no están acostumbrados a ver de manera crítica su propia realidad. Eso explica que las películas de Östlund causen tanto revuelo por allá, diciendo tan poco y de manera tan burda. En cambio, en un país periférico como la Argentina, que vive en un eterno día de la marmota de crisis y renacimientos, es difícil que a alguien le parezca que esta es una película inteligente o atrevida. Igual de inocua como crítica y sátira, quizá la película alcance el infrecuente logro de reunir por una vez a los liberales y progresistas vernáculos detrás de una misma idea: no hay forma más torpe y superficial de retratar al capitalismo.
En El triángulo de la tristeza, película ganadora de la Palma de Oro de Cannes 2022, el director sueco Ruben Östlund nos abofetea con una sátira social feroz. Fiel al título, la historia se divide en tres partes dedicadas a mostrar tres tipos de organización humana: la sociedad de consumo y el mundo de la publicidad donde todo es falso; un sistema cerrado donde se imponen rígidas jerarquías, a bordo de un crucero de lujo, y el nuevo orden de la sociedad de la supervivencia después del desastre, en una isla al mejor estilo reality tipo Survivor. La historia está contada a través de Carl y Yaya, una pareja de modelos influencers que sirve de hilo conductor para conectar los tres episodios. La película se apoya en tres pilares fundamentales: un guion (escrito también por Östlund) sólido y agudo en el que se pueden reconocer pinceladas de Rebelión en la granja, de Orwell, El señor de las moscas, de Golding, y Parásitos, de Bong Joon-ho. En segundo lugar, recurre al humor negro y a un tono satírico, que por momentos llega a ser áspero en la cruda crítica social. Y en tercer término, cuenta con un elenco variopinto e internacional, que permite que los dardos apunten al orden global, sin hacer distinciones de género, clase social o nacionalidad. Esta reseña no va a entrar en más detalles de la trama a fin de no incurrir en spoilers. Sin embargo, hacemos una advertencia: la película no se caracteriza por la sutileza. En una secuencia, el capitán del barco y un millonario ruso se trenzan en un duelo verbal con citas de pensadores, desde Mark Twain hasta Marx, y mientras ellos están enfrascados en una discusión filosófica e ideológica, en el barco, sin mando y sin rumbo, todo se va a la mierda. La metáfora da paso a un desborde escatológico y la película elige la literalidad para refregarnos en la cara las miserias del mundo y no dejarnos la cómoda opción de no ver. La premisa parece ser sacar a la audiencia de su zona de confort (especialmente al público europeo) y bombardearnos con planteos mordaces sobre el poder del dinero, las clases sociales, la equidad, el liderazgo, el status quo versus la revolución, capitalismo versus comunismo (y otros varios “ismos”), los roles que aceptamos como piezas del engranaje social y los límites de lo que estamos dispuestos a hacer para conservar nuestro lugar. Como último desafío, que podemos interpretar con ánimo lúdico, Östlund nos regala un final abierto que garantiza el debate a la salida del cine. El triángulo de la tristeza, con su fórmula interesante y provocadora, es una película no apta para estómagos impresionables, que sobresale como un iceberg en el mar del cine pochoclero que no exige nada de los espectadores. Opinión: Muy buena.
El sueco Ruben Östlund ya se ha sumado al mexicano Alejandro González Iñárritu y al griego Yorgos Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado) como paradigmas de la grieta en el cine. Están quienes los aman y quienes los defenestran. Lo extremos y los excesos nunca son del todo bueno, y con El triángulo de la tristeza, Östlund volverá a dividir las aguas como con The Square (2017). Vaya solo como dato de color que por ambas películas, The Square y El triángulo de la tristeza, el coterráneo de Ingmar Bergman a los 48 años ya ganó dos Palmas de Oro. Y El triángulo... es candidata al Oscar a la mejor película este año. Bien dicen que algunos directores que hacen cine de autor cuentan, con distintas imágenes e historias, usualmente lo mismo. Las preocupaciones de Östlund pasan por la desigualdad social y satirizar a la burguesía, cuando no enrostrar la vergüenza desmedida, e inapropiada, de sus personajes. El triángulo de la tristeza está dividida en tres fragmentos, y tiene a los personajes del título del primer capítulo, Carl y Yaya, como protagonistas de los tres. Diferencias, burgueses y vergüenzas Ambos son modelos, y en ese tercio del filme Östlund se preocupa por marcar las diferencias entre la pareja. Yaya gana muchísimo más que él, y al momento de pagar una onerosa cena para dos, pese a que habían combinado que ella la abonaría, es Carl el que pone la tarjeta de crédito. Para qué. Los cuestionamientos de parte de uno y de otro van más allá del dinero y se transforman en una suerte de diálogo de sordos, como los que tenía la pareja de Force Majeure -ese padre de familia que huía despavorido de una avalancha, dejando a su merced a su mujer y sus hijos-, sin duda lo mejor que estrenó Östlund. Como sea, Carl le regala un viaje en un exclusivo crucero a Yaya (El yate, segundo capítulo), donde se codearán con distintos personajes, uno más estrafalario que otro, desde el capitán borracho de Woody Harrelson a un ruso exageradamente rico, que simplifica cómo hizo y hace su fortuna: “Vendo mierda”, o sea, fertilizantes. Y el mismo personaje, cuando le pregunta a Carl cómo fue que pudieron afrontar semejante costo del viaje -canje, sobre todo gracias a Yaya, que es influencer y no deja de sacarse fotos posadas-, lo resume con “la apariencia paga los tickets”. Östlund, a la hora de confrontar actitudes o personajes, no se ahorra nada. Se burla de las publicidades y cómo actúan los modelos, dependiendo si trabajan para Balenciaga o la tienda H&M, las ya mencionadas diferencias de género, quién y cómo detenta el poder, en una pareja o en cualquier situación entre extraños. El título viene de una frase dicha por un productor, que le pide a los modelos que relajen el triángulo de la tristeza. Es ése que se forma en el entrecejo. Bueno, viendo la película, habrá quienes lo mantengan incólume, intacto, y quienes sí dibujarán una sonrisa antes que un gesto de adustez o malhumor. Y si hablábamos de excesos, lo escatológica que, con vómitos, por momentos se vuelve la película es incomparable. El tercer segmento, se titula La isla y no vamos a spoilear nada, aunque se pueden imaginar qué sucede. Es allí donde Abigail, el personaje de la filipina Dolly De Leon, que había pasado casi como desapercibida, será importante, y se volverá a cuestionar aquello del uso y abuso de poder, y quién lo detenta. Tal vez demasiado extensa (147 minutos), la película es despareja, empezando muy arriba y terminando algo más abajo. Östlund es muy buen dialoguista, le gusta exasperar los ánimos del espectador y vaya que lo consigue.
Continuamos con nuestro seguimiento a las nominadas a los Oscar, y hoy toca hablar de uno de los estrenos de la semana, El triángulo de la tristeza. Veamos porque esta película tan poco mencionada, logró meterse en la discusión por el premio mayor del cine. La película sigue a un grupo de personas que se embarca en un crucero de lujo para pasar unas vacaciones de placer. Pero un inconveniente con la comida, más las decisiones de un capitán ebrio y comunista, van a poner a todos en peligro, teniéndose que valer por sí mismos por primera vez en sus vidas; si es que quieren volver a la civilización. A grandes rasgos esa seria la trama, que por desgracia se diluye en unas innecesarias dos horas y medias. Y si tenemos en cuenta que al menos el primer tercio de la cinta se centra en una pareja de modelos que no brilla demasiado por la inteligencia de ambos, hacen que como espectadores empecemos a bostezar y mirar la hora constantemente. Y si bien el ritmo se elevaba bastante cuando ya nos adentramos en el crucero, pero por desgracia, el daño ya estaba hecho. Lo que sí, vale aclarar, es que la película maneja un humor muy negro. En varios momentos veremos situaciones extremadamente surrealistas y con unos recursos humorísticos dignos de los hermanos Cohen, así, que, si disfrutan de ese estilo de hacer comedia, la van a pasar bien con El triángulo de la tristeza; pero si son un poco sensibles, no sabemos cuánto van a poder disfrutar de la misma. Y aconsejamos encarecidamente que no se pongan a comer en cierta parte de la historia, están avisados… En cuanto a la trama, si bien se explora un poco el choque de clases entre los turistas ricachones y los empleados del barco, sentimos que no se explotó al máximo dicha posibilidad. Y peor aún, viendo lo bien que se maneja la comedia, se deja ver que había talento e imaginación para hacer una crítica ácida al comportamiento de la supuesta gente más educada; pero esto no se hizo. El triángulo de la tristeza se presenta como una buena comedia, pero que peca de ser excesivamente larga. Con una interminable primera secuencia que se podría haber reducido a diez minutos, la historia va a poner a prueba su paciencia; pero si logran sortear ese bajón inicial, se van a encontrar con una grata sorpresa.
Nadie puede decir que al director sueco Ruben Östlund le salió mal su primer largometraje en inglés. Hace tiempo descubrió un lugar por donde desarrollar su filmografía y El triángulo de la tristeza es sin duda la prueba más acabada de cuál es su mirada del mundo y del cine. La Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes y la nominación al Oscar a mejor película, mejor guión y mejor director confirman que su objetivo ha sido conseguido. Si tuviera un ápice de coherencia en su obra, Östlund debería rechazar todos los premios y nominaciones, pero sí hiciera eso demostraría que su discurso, por más torpe, obvio y superficial que sea, es sincero y no una especulación absoluta como obviamente es. El triángulo de la tristeza es una sátira acerca del mundo de los ricos y famosos y la tensión con las clases bajas. La lucha de clases en una alegoría que ni un adolescente podría hacer de manera tan infantil y subrayada. La película empieza con unos tristes pasos de humor acerca del mundo de la moda. Qué quede bien claro: Cualquier escena de Zoolander (2001) de Ben Stiller dice más cosas sobre ese mundo que este largometraje. Y no es una exageración para atacar a El triángulo de la tristeza, de verdad Zoolander entendía cómo desmenuzar el tema con mayor inteligencia y mejores méritos estéticos que la película de Östlund. Esos primeros minutos son el anuncio del desastre. Pero incluso el espectador más pesimista es incapaz de prepararse para todo lo que vendrá después. Hablamos de una película mala con ganas. Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) son una pareja de modelos. Ella, además, es una exitosa influencer. Ambos son invitados a un crucero de lujo en un yate para promocionarlo en redes sociales. Todos los pasajeros son millonarios. Un oligarca ruso con su esposa, una pareja de ancianos británica que ha hecho fortuna vendiendo armas, un solitario millonario tecnológico, una mujer en silla de ruedas que ha sufrido un derrame cerebral. El capitán de la nave, por su parte, está encerrado en su camarote completamente borracho. La tripulación es un equipo dedicado a dejarlo todo por sus pasajeros, incluyendo aceptar sus pedidos más absurdos, incluso aquellos que comprometen la seguridad de todos. Luego de una presentación bastante de manual, la misma que tienen todas las películas con su elenco encerrado en un espacio acotado, El triángulo de la tristeza despliega su desprecio por todos sus personajes de manera sistemática. Está claro que son todos una porquería de gente. Una vez que eso fue marcado una docena de veces, el guión muestra sus garras y nos somete a una larga escena escatológica muy importante para el desarrollo del éxito de la película. Los vómitos y las diarreas son necesarias para Östlund porque son la llave a una de sus mejores excusas: mi película escandaliza y es rechazada, es demasiado fuerte para el espectador promedio. Así, como han hecho otros directores antes, nos dice que si la rechazamos es un problema nuestro y si la festejamos, somos espectadores valientes y lúcidos. Bueno, amigos, hacer cine revulsivo es algo diferente. Uno piensa en verdaderos artistas como Luis Buñuel o Pier Paolo Pasolini, salvando los abismos que los separan de esto que comentamos acá. También en Claude Chabrol y su obsesión con la lucha de clases. Pero estamos hablando de maestros del cine. Tal vez Östlund sea la prueba de lo que critica, y es que el mundo ha entrado en decadencia. Me niego a pensar que es cierto, todavía se puede hacer buen cine. También es evidente que el director de El triángulo de la tristeza vio el Oscar a Parásitos (2019) de Bong Joon-ho y se lanzó sobre sus pasos en una película que si bien no es un plagio, se sirve de las ideas premiadas de otro para adivinar los pensamientos de quienes votan en festival y premios varios. Una vez más: Östlund no se equivocó, su especulación le ha dado un excelente resultado para él. Para que su alegoría boba cierre, la película reduce aún más su elenco y crea su reflexión social en una isla. El orden cambia y descubrimos que la señora que limpia baños podría ser ama y señora de un nuevo orden no capitalista. A Östlund se le escapa un detalle y es que en un sistema no capitalista él no podría hacer sus películas, ni financiarlas con el dinero de millonarios como los que está criticando con tanta dureza. No hay nada de malo, al contrario, en criticar al sistema dominante en el cual uno vive. Pero un poco de honestidad intelectual no vendría nada mal. Östlund calcula que los ricos y famosos que entregan palmas, globos y demás premios, sentirán leves cosquillas al ver esto y que, con una culpa pasajera, le entregarán todo lo que tienen al director. También los intelectuales ni ricos ni famosos se sentirán a gusto siendo parte del castigo cinematográfico. Esto se infiere por los resultados, no por otra cosa. Se puede imaginar la siguiente situación. Luego de la alfombra roja lujosa del Festival de Cannes, con fiestas, brindis y vestuarios elegantes, el director va a la entrega del Oscar. Una vez más, los más poderosos de la industria se palmean mutuamente. Hay una fiesta, se toma alcohol, se come y entre tantos excesos el director y sus colaboradores terminan descompuestos en el baño, donde hacen un enchastre memorable. El equipo de limpieza debe hacerse cargo de lo que dejan los premiados directores. Al salir del baño el director ve a una mujer como la de su película, lista para limpiar toda su porquería. Todavía borracho la palmea, le dice que entiende la lucha de clases y le comenta agrandado que él dirigió El triángulo de la tristeza, preguntándole a su vez si la vio. La señora, mirando al borracho solo le responde: “no, solo vi Top Gun”.
El texto parece querer dar por tierra esa falsa máxima que postula a los pobres como buenas y solidarias personas por el hecho de ser pobres. Estructurado en tres partes definidas hasta con subtítulos, la primera es la presentación de la pareja protagónica, la única que atraviesa los tres espacios, él es un modelo publicitario, ella además una “influencer” que gana mas dinero que él. La discusión entre ambos durante la cena que cierra esa primera parte, posiblemente sea lo mejor del filme. El mismo abre con una escena que intenta degradar el mundo del modelaje, ya lo había realizado con gracia y acertada manera Ben Stiller en “Zoolander” (2001). Para luego continuar bastardeando esa nueva figura social de los “influencer”, sin merito alguno en su mayoría, casi un catalogo de imagen vacía de contenido. Carl (Harris Dickinson)
El costado absurdo de los ricos y famosos. Ganadora de un premio internacional tan importante como la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes, El triángulo de la tristeza (2022) es una notable comedia ácida dirigida por el renombrado realizador sueco Ruben Östlund (The Square). También nominada en el rubro a mejor película del año en los próximos premios Oscar 2023, esta película no tiene medias tintas, ni mucho menos grises en su desarrollo. Es por momentos un relato de índole extremista, de a ratos lleno de escatología, hasta llegar a un punto absurdo, y quizás sea a causa de estas particulares características que muchos espectadores se sientan ofendidos o hasta agredidos, pero en realidad lo que su director Östlund nos quiere demostrar es su acertado e irónico punto de vista acerca de la vida burguesa actual, ya sea dentro de un viaje en un crucero de lujo o en el despiadado mundo de la moda. Este es el cine de autor que habla de la desigualdad social y de un mundo cada vez más competitivo y despiadado. El filme está protagonizado por Harry Dickinson y Charlbi Dean (modelo y actriz sudafricana que murió tempranamente a los 32 años a causa de una enfermedad súbita en agosto del 2022). Ellos son Carl y Yaya, la pareja protagonista de las tres historias que se presentan en la cinta. Ambos son jóvenes, bellos y modelos. Son la quintaesencia de ese estándar de belleza que se impone en la sociedad. Pero si bien se presiente algo de cariño y deseo entre ambos, también hay envidia, celos e intereses económicos en su relación. Este comportamiento es de cierta forma normal para ellos, en los desfiles y castings como modelos de marcas de lujo donde se mueven lo importante es quién gana más dinero o quién logra posar para un diseñador conocido. Esto último sin tener el más mínimo decoro de humanidad o de compañerismo con otros pares. Todo esto lo podremos apreciar en el primer episodio de la película. Es por eso que Carl, tras una pelea con Yaya, decide regalarle un trip (viaje) en un crucero de lujo, para descomprimir cierta tensión entre ambos (la cuestión es que ella gana casi el doble que él y para colmo es más famosa en el ambiente) y de paso descansar. Allí, en este segundo tramo, los novios disfrutarán, tomarán sol y beberán, pero también se encontrarán con un grupo de personas ricas y bastantes particulares (prestar atención al capital alcohólico personificado por un sacadísimo Woody Harrelson). Las situaciones graciosas, pero también las ordinarias y hasta asquerosas serán de la partida en este viaje bizarro. En el tercer y último segmento de la película, junto a Carl y Yaya, se les unirá Abigail (Dolly De León), una tripulante que defenderá sus derechos a toda costa y a la que poco y nada le importará la riqueza de los pasajeros que debe atender en cada agotador viaje en el crucero. En ciertos recursos narrativos aplicados por el realizador sueco Ruben Östlund se aprecia la influencia del humor descarado e irreverente del aquel emblemático grupo inglés, los Monty Python, comandado por el director Terry Gilliam. Ellos utilizaban un tipo de técnica innovadora para la época (década de los ’70s), que iba más allá de lo aceptable en estilo y contenido, y por medio de sketches dónde privaba el absurdo y lo políticamente incorrecto. Buscando influencias más cercanas a nuestros días, podemos mencionar el tipo de comedia que filmaban los Hermanos Farrelly en los 2000. Aunque Ruben Östlund es un realizador muy personal, que filma notablemente y en resumidas cuentas su Triángulo de la tristeza es simplemente una burda sátira al capitalismo, tanto como al poder y el abuso en que caen en sus superfluas existencias algunos ricos y famosos. No mucho más.
Qué distinto hubiera sido si el sueco Ruben Östlund continuaba indagando en esa discusión de la pareja de modelos al comienzo de El triángulo de la tristeza, cuando en un restaurante de lujo el joven Carl (Harris Dickinson) se enfurece porque su novia Yaya (Charlbi Dean, fallecida recientemente) se hace la distraída con la cuenta que hay que pagar. Esos primeros minutos entregan diálogos efectivos y bien actuados, que hacen pensar que lo que viene va a estar a la misma altura. Pero no, la ganadora de la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes, y nominada al Oscar en tres categorías (mejor película, director y guion original), se va a pique como el yate de elite en el que viajan los personajes que Östlund usará para dar su versión satírica de la lucha de clases. Carl y Yaya son dos modelos (e influencers) que comparten la travesía con otros pasajeros adinerados, en su mayoría veteranos, mientras se sacan fotos para compartirlas en sus redes sociales, sobre todo en el Instagram de ella, la influencer estrella. No bien suben al barco, Carl y Yaya empiezan a mostrar celos el uno con el otro. También aparecen los otros personajes importantes, como el magnate ruso Dimitry (Zlatko Burić), quien, según sus palabras, se dedica a “vender mierda” (en referencia a los fertilizantes que comercia), y el capitán del barco, una suerte de marxista pasado de copas interpretado por Woody Harrelson. Todo marcha tranquilo hasta que, en medio de una cena con menús de alta gastronomía, el barco empieza a sacudirse violentamente debido a una de esas peligrosas tormentas marítimas. Los comensales vomitan lo ingerido, van al baño a los tumbos y el elemento escatológico no se hace esperar. Östlund intenta hacernos creer que todos son iguales en su ambición de poder y en su decadencia, tanto los viejos ricos que comen manjares en la parte VIP del crucero como los empleados que están para la atención y la limpieza. Sin embargo, el conocimiento marxista que intenta exponer no va más allá de un par de citas dichas sin sentido por los personajes de Harrelson y de Burić, que lo único que hacen es reforzar la superficialidad de la película, que de a poco se hunde en un mar de imbecilidad. Dividida en tres partes, tituladas Carl y Yaya, El yate y La isla, la película muestra durante casi dos horas y media el costado más despreciable de sus personajes, quienes van perdiendo el atractivo y el contenido de sus interacciones, a tal punto que, cuando quedan atrapados en la isla, el director quiere dar rienda suelta al salvajismo de clase, pero lo que hace es dejar en evidencia su desprecio por la clase menos pudiente. Östlund no puede con su eurocentrismo cheto y, en vez de hacer una película furiosa en contra de los ricos, hace una película que odia al personaje de la empleada Abigail (Dolly De Leon), a la que deja mal parada en todo momento. Los críticos señalan la misantropía del director al meter a todos en la misma bolsa. Pero lo de Östlund es, en realidad, mera altanería del que leyó los apuntes del cine de autor y no los libros. Lo de El triángulo de la tristeza no es lucha de clases, es apenas un tonto y aburrido desprecio al prójimo.
Crítica de “El triángulo de la tristeza”, la escatológica sátira social de Ruben Östlund La ganadora de la Palma de Oro de Cannes es otra visión ácida del director de “The Square” sobre las relaciones de poder con catástrofe anunciada. El realizador dos veces ganador del premio máximo en Cannes abandona el universo del arte pero sin dejar de lado las frivolidades de los ricos y sus mezquindades. Por eso los protagonistas son una pareja de modelos e influencers a bordo de un crucero. Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) son una pareja de modelos que debaten ideas de género luego de una cena. Ambos explotan sus físicos en la pasarela y hacen un culto de ellos en las redes sociales. Por sus seguidores en Instagram, son invitados a un crucero lleno de extravagantes millonarios en donde las relaciones de poder (entre hombres y mujeres, entre la tripulación y los pasajeros) se tensan al máximo. Una noche de tormenta la basura que subyace saldrá a la luz -literalmente- hasta el naufragio. CRÍTICAS Emiliano Basile Por Emiliano Basile Miércoles 22 de febrero de 2023 El realizador dos veces ganador del premio máximo en Cannes abandona el universo del arte pero sin dejar de lado las frivolidades de los ricos y sus mezquindades. Por eso los protagonistas son una pareja de modelos e influencers a bordo de un crucero. Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) son una pareja de modelos que debaten ideas de género luego de una cena. Ambos explotan sus físicos en la pasarela y hacen un culto de ellos en las redes sociales. Por sus seguidores en Instagram, son invitados a un crucero lleno de extravagantes millonarios en donde las relaciones de poder (entre hombres y mujeres, entre la tripulación y los pasajeros) se tensan al máximo. Una noche de tormenta la basura que subyace saldrá a la luz -literalmente- hasta el naufragio. Plagada de un humor irónico, propio del realizador sueco, el film está dividido en tres capítulos. El primero presenta a la pareja protagonista y su conflicto, el segundo desarrolla todo lo acontecido en el barco, mientras que el tercero sucede en la isla, luego del naufragio. Esta forma narrativa plantea una mirada sarcástica sobre la condición humana y sus cambiantes relaciones de poder en función del dominio de uno sobre el otro. El triángulo de la tristeza (Triangle of sadness, 2022) empieza problematizando la desigualdad económica entre un modelo hombre y una modelo mujer, esta última mejor paga. Pero luego vemos en el crucero un viejo magnate ruso (Zlatko Burić) con una chica joven (Carolina Gynning) haciendo alarde de su dinero, para luego volver a un sistema primitivo en la isla donde se produce el naufragio que reestructura el sistema en función de la supervivencia. La mujer de la tripulación (Dolly de Leon) es quien sabe pescar y hacer el fuego y los hombres quedan bajo su poder. La subordinación de la mujer hacia el hombre aparece relacionada intrínsecamente al sistema capitalista. El dinero se antepone al respeto, al amor, al placer. La película está llena de grandes momentos. La charla por alto parlante entre el “capitalista ruso” y el “comunista estadounidense” es genial. El estadounidense es el capitán alcohólico del barco (Woody Harrelson) que despotrica contra su gobierno. La pareja de adorables ancianos que hicieron su fortuna fabricando bombas, el ruso vendedor de pesticidas, o Jorma (Henrick Dorsion), un empresario que hace funcionales aplicaciones para videojuegos. Millonarios malditos de una u otra forma. Con esa fauna el crucero tarde o temprano naufragará y no será por la tormenta externa. Ruben Östlund hace una película extrema, cuya fábula social llega aún más lejos que en sus films anteriores, sin obviar ningún tema de coyuntura pero alejado completamente de la corrección política. Un film incisivo y perspicaz que pone el dedo en la llaga del sistema capitalista.
UN GRITO ADOLESCENTE El laureado director Ruben Östlund, ganador de la Palma de Oro en 2017 por su largometraje The Square, volvió a hacerse de la estatuilla el año pasado con El triángulo de la tristeza, otro film repleto de metáforas que apuntan a una crítica al capitalismo y la decadencia de las clases altas. Acá la historia sigue, al menos al principio, a dos modelos e influencers que mantienen una relación y obtienen por canje unas vacaciones en un crucero de lujo. Allí la película nos presenta al resto del elenco, un grupo de personajes que no son mucho más que caricaturas de distintos estereotipos del millonario. En el medio conocemos también al capitán del barco, interpretado por Woody Harrelson, quien no es sino un adorno más dentro de ese barco en donde objetos y personas son reducidas por igual a su valor como mercancías y dispuestas para el consumo de los ricos que poseen un apetito pantagruélico. Por si el objeto de la sátira no quedara claro, el capitán, que casualmente es un socialista frustrado, se encarga junto a otro personaje de remarcar cínicamente una serie de discursos ambiguos acerca de la desigualdad social en lo que no es otra cosa que una representación burda de un debate filosófico acerca del marxismo. Por estos confusos mares navega la obra de Östlund, que lleva a sus personajes de aquí para allá, sometiéndolos a situaciones límite con el objetivo de que afloren sus miserias más extremas. El mundo que construye El triángulo de la tristeza es exagerado, hiperbólico, chillón. Se complace el director en regodearse en el patetismo de sus caracteres sosteniendo la cámara aún en escenas cuyo sentido de ser se pierde rápidamente. Un gesto que parece tener un propósito al inicio pero que como todo en la película termina siendo una apuesta superficial a la saturación y la autoindulgencia. Lo es también la secuencia que es el corazón de la película: una tormenta en el mar con un desenlace alocado y escatológico en extremo. El corazón, sí, porque el largometraje es un exponente de un subgénero que se ha puesto de moda en los últimos años, al que podríamos denominar “sátiras anticapitalistas shockeantes”, dentro del que entran otros largometrajes menos aburridos como High-Rise, Parasite o El menú. Y es que El triángulo de la tristeza es una película de shock, cuya máxima (o mejor dicho única) ambición es impresionar al espectador mediante el método que sea, para cargar a su contenido ideológico de imágenes agresivas que se perciben como subversivas o revolucionarias. Y es justamente el fondo el mayor problema de El triángulo de la tristeza. Pretende desde el apartado formal lograr trascendencia que no se sostiene con lo que hay detrás. Básicamente, Östlund reproduce una mirada de la clase alta y los excesos del capitalismo que no es innovadora, y lo hace mediante recursos que no complejizan esa visión caricaturesca sino que la exacerban, la intensifican como un adolescente al que se lo ignora y por eso grita con más fuerza.
Definitivamente un film que no es para cualquier paladar y una curiosidad de que se encuentre nominada a Mejor Película en los próximos Oscars. No hay que preguntar ni hurgar mucho sobre la trama ya que es demasiado spoileable dado a que en un momento hay un giro muy drástico en el lugar para el cual va la historia. Pero más allá de eso, más allá de lo que trata, el film invita al espectador a reflexionar sobre la vanidad y la superficialidad en nuestra sociedad moderna En un momento hay una discusión sobre pagar una cuenta de restaurant que deja entrever muchas actitudes en cuanto al dinero. Un tema que sigue siendo tabú en Hollywood salvo algunas excepciones. Luego vemos situaciones extremas y absurdas donde la película vuelve a brillar. Tranquilamente podríamos considerar a modo de metáforas a varias de las cosas que el director Ruben Östlund, quien hace una buena puesta y logra atraparnos en cada una de las atmósferas, crea. El elenco está muy bien, tanto la inicial pareja protagónica como los que vamos conociendo luego. El film no te da respiro y te sumerge por completo. A cada rato pensé “que bueno esto que estoy viendo”, pero no hay manera de comentarlo sin describir escenas y/o secuencias. Vayan a ver El triángulo de la tristeza, una verdadera experiencia cinematográfica.
Reseña emitida al aire en la radio.
Sorprendente ganadora del último Festival de Cannes, “El Triángulo la Tristeza” es un singularísimo experimento social en manos de un especialista en diseccionar las clases acomodadas. Creador de sátiras extremas, el sueco Ruben Östlund, con cuarenta y ocho años de edad, ha dirigido ya seis largometrajes. Sus temáticas montan una parodia sobre las familias burguesas, ridiculizándolas, machacándolas crudamente, sin piedad alguna. He aquí su marca de autor. No obstante, para el presente film, tal virtud parece haber sido arrasada por una omnipresente carencia de sustento. Este nuevo enfant terrible del cine europeo, tal y como fuera catalogado por cierta corriente crítica, exhibe su lustroso palmarés. Pero no alcanza…el escandinavo fracasa rotundamente al impostar el desafío a la opulencia cultural que denuncia la superficialidad de los tiempos que corren. La presente historia nos emplaza en un crucero de lujo, un trasatlántico, en donde encontraremos personajes de lo más variopintos: modelos, influencers, oligarcas. Nuevos ricos o clase alta de cuna y alcurnia, el director se ríe de vacuas manías. Pero se ríe solo; para el espectador, el sopor toma el timón. Existen pocas zonas grises en esta radiografía del poder bellamente fotografiada. Objeto de culto de ciertas trincheras cinéfilas y que maravillara a la Academia, premiando al film con una nominación en la categoría de Mejor Película. Östlund pretende despedazar todo estado de bienestar y conformar a este como eje argumental indiscutido; dinero es poder. Hecha de absolutismo sin matices, como firma a pie de página de un experto en incomodar y maltratar a sus personajes, la redituable fórmula recuerda a la ejecutada en “The Square” (2017), en réplica de burla a la pedantería que caracteriza a los sectores sociales más acomodados. La intención es prometedora, a priori, pero su modo de implementación resulta en extremo aburrida, previsible y llana. Un ensayo acerca de quién es el más apto para sobrevivir y liderar a la manada. Quien tenga más dinero será más que su semejante. Disfraces de la alta suciedad están a punto de desaparecer. Reglas de trato al prójimo con desdén y aires de superioridad, que podrían cambiar de un momento a otro: el elemento trágico se hará presente, pero, ni siquiera por morbo nos sentimos atraídos a mirar. Östlund adora no dejar títere con cabeza, jugando a ser irónico a velocidad crucero y rozando el registro surrealista de raigambre buñueliana, a lo largo de extensas dos horas y media de duración. Metraje que, por otra parte, se deja sentir. Quien también fuera responsable del laureado cortometraje “Incident by a Bank” (2010) explora relaciones tóxicas y roles de género, en microscópica mirada universal. El film aborda en espejo una observación de la escatología, sumiendo a sus personajes en sus propias heces, literalmente. Un doble ganador de la Palma de Oro se demuestra como excesivo y testarudo demiurgo que no coloca límites al circo que monta; lo excesivo y lo censurable rebosa en sus manos. Desmedido en su abordaje, las variadas subtramas que engloban conceptos, con más reiteración que ingenio, intentan explicar por demás cada una de las tres caras del mentado triángulo; no solo la expresión facial es lo que se resiente hacia su desenlace, notoriamente. El navío viaja hacia ninguna parte. Seguramente existan, en el firmamento cinematográfico, ejemplares mucho más atractivos a la hora de exponer el capitalismo y otros extremismos, en paños menores. Su realizador elige el modo más caprichoso para plantear un dilema de índole moral, insuflándonos de ideas políticas de amplio espectro. “El Triángulo de la Tristeza” se escribe con trazo grueso a la hora de filosofar sobre la condición humana, una exploración de alianzas construidas y programas bajo los cuales se rige la sociedad. Torpemente, denuncia lo banal de modo banal y con exiguo nivel metafórico. La estupidez humana no es un concepto abstracto: un tercer acto como demostración más gráfica de una previsible lucha de clases borra cualquier rastro de uniformidad posible. Como aspecto a favor, el hecho de trabajar por primera vez en idioma inglés, le permite contar en su cosmopolita elenco con el destacado actor Woody Harrelson.
Una comedia negra sueca ganadora de la Palma de Oro, y nominada a los Oscars de Mejor Pelicula, Direccion y Guion, acerca de un accidentado yate que reúne a influencers, millonarios y empleados desesperados por propinas. Del director de “Force Majeure” y “The Square”.
Critica en link.
Critica en link.
Un grupo de personas de clase alta se embarcan en un lujoso viaje en yate. La parejita de influencers, modelos. Matrimonios que han adquirido fortuna, otros que la han heredado. Una tripulación dispuesta a satisfacer todos los caprichos a bordo. Un capitán al que poco le importan los mismos... De esto trata la nueva película del sueco Ruben Östlund, quién ganó el Festival de Cine de Cannes por segunda vez. Un yate que de un momento a otro queda naufragando a la deriva, y deja a sus ocupantes varados en una isla (supuestamente desierta), poniéndolos en igualdad de condiciones. Claramente estamos ante una parodia sobre las secuelas del capitalismo. Más allá de la crítica, al sueco se le nota el trazo grueso. La narración linda con el grotesco, una desnudez obvia y apabullante. Una lectura torpe que pretende profundidad, pero termina siendo tan o más frívola que sus protagonistas.