El modo en que el guionista y director Kirk Jones ha encarado esta remake del film de Giuseppe Tornatore, habla de la distancia que hay entre el cine americano y el italiano. La remake es una adaptación literal de la original, con algunos ligeros cambios en la historia (en esta son cuatro los hijos, en vez de cinco, y cambia la profesión del protagonista y de sus hijos, excepto por el hijo que forma parte de una orquesta). Muchos detalles se mantienen, como el secreto que le esconden al padre, la escena del robo, uno de los momentos más dolorosos de ambas películas, y la idea de que el padre ve a sus hijos siempre como niños, lo cual lleva a que, por momentos, la puesta en escena imite a la original. Y algunos aspectos se han aggiornado para la ocasión. Ejemplo de esto último es el secreto que esconde una de las hijas, hoy a un padre conservador y que vive de lo que ha proyectado en sus hijos, le sorprendería menos que su hija sea madre soltera, a que sea madre soltera y además lesbiana. Lo que distingue a una de otra es el tono. Jones aborda el drama de este padre de la misma forma que Tornatore, acentuando el dramatismo en las mismas escenas. Pero lo que hace para despegarse de ella es removerle todo atisbo de italianidad. De esa manera, mientras la original apelaba al fanatismo del protagonista por la ópera, en esta no hay ningún aspecto concreto que identifique al protagonista, fuera de su condición de padre ausente. Jones convierte a esta remake en una película netamente americana, no sólo por las ciudades que recorre el padre en busca de sus hijos, sino por la ausencia de toda estridencia. Esta decisión es absolutamente lógica, pero al trasladar la historia central sin apelar a las referencias italianas de la original, se pierde lo que volvía a Stanno tutti bene un film bello, singular y enormemente poético. Escenas como la de la bandada de pájaros, o aquella en la que Matteo ve a un director de orquesta (ni más ni menos que Ennio Morricone, autor de la inolvidable música de la película) ensayando “La Traviata” de Verdi, desaparecen en la remake, y el problema principal no es que se hayan perdido en la adaptación, sino que Jones traslada la historia a Estados Unidos sin dotarla de poesía propia, quedándose apenas con el drama principal, narrándolo con un tono mucho más seco para que pueda encajar en los cánones americanos. Por otro lado, algunas decisiones que se han tomado en la adaptación han sido bastante desacertadas. La escena del robo, muy dolorosa en la original ya que el delincuente le pisa la cámara y el rollo con el que protagonista estuvo sacando las fotos de su recorrida, se repite en una escena por demás humillante. Allí el delincuente no le pisa la cámara sino su frasco con medicamentos, un dato que vuelve más lógico el infarto posterior del protagonista, y lo que vemos en respuesta no es a un hombre defendiéndose a golpes del horrible acto, como en la original, sino a éste agacharse e intentar juntar el polvo de sus pastillas. Lo que parece un cambio menor, en realidad establece una diferencia entre el dramatismo de la original y el brutal golpe bajo de la remake. Incluso otras escenas que se mantienen de la original, como el sueño en el que los niños le confiesan la verdad de sus respectivas vidas al padre, se ven mucho más forzadas en la adaptación (tampoco ayuda, en ese sentido, que la remake apela a una fotografía mucho más clara que la original). Se sabe que la empresa que ha encarado Kirk Jones con esta adaptación es tan loable como dificultosa. No por la complejidad de trasladar la historia en sí, sino por el apelar al espíritu de una película tan afín al sentimentalismo de Tornatore como deudora del mejor Fellini (la pluma de Tonino Guerra, guionista habitual de Fellini y de Antonioni, se hace evidente en la original). El acto de adaptar no significa circunscribirse al conflicto y a los personajes principales, cambiando detalles y escenarios. Adaptar también implica hacerle honor a la esencia poética de un relato. Mientras que Jones sale airoso de lo primero (convengamos en que el drama principal no representa un gran desafío a la hora de la adaptación), lo segundo brilla por su ausencia. Sin duda, lo mejor de esta remake es la partipación de Robert De Niro. Sólo alguien de su talla puede encarar con honores el protagonismo que en la original recayó en el gran Marcello Mastroianni, y afortunadamente, aquí De Niro se despega de algunos de sus últimos y olvidables papeles. Lamentablemente, la excelencia de De Niro y la curiosidad que implica el acto mismo de adaptar esta película no alcanzan para una remake que sólo brilla al hacernos recordar la existencia del film de Tornatore, de un gran actor como De Niro, y la huella inolvidable que ha dejado Marcello Mastroianni, otro rostro imborrable de la historia del cine.
Papá salió en viaje de redenciones Esta remake norteamericana de Stanno Tutti Bene, el exitoso film que el italiano Giuseppe Tornatore rodó hace ya más de dos décadas, es (o intenta ser) un crowd-pleaser sobre esas familias disfuncionales que -luego de varios enredos, malentendidos, engaños, decepciones y, claro, un par de inevitables tragedias- se terminan reivindicando, redimiendo y reuniendo. Robert De Niro (un gran actor que para mi gusto no está envejeciendo demasiado bien) es un jubilado/viudo que, frustrado porque sus cuatro hijos ya adultos no van a visitarlo a su casa, se embarca en un improvisado viaje por todo el país para volver a conectarse con ellos (Drew Barrymore, Kate Beckinsale y Sam Rockwell y uno al que no podrá encontrar) y descubrirá que no sólo los conoce muy poco sino que además ha sido incapaz de ayudarlos. El director Kirk Jones (El divino Ned, Nanny McPhee: La nana mágica) no consigue grandes escenas entre De Niro y cada uno de sus hijos, pero al menos en una primera parte se maneja en un tono amable y contenido que recuerda un poco a Una historia sencilla, de David Lynch. Sin embargo, cuando apela a unos torpes flashbacks muy cercanos al realismo mágico (el De Niro ya veterano reencontrándose con sus hijos que aparecen siendo niños) y cuando cede sobre el final a la tentación del subrayado y al exceso sentimental (lacrimógeno), la película cae en un terreno decididamente previsible y menor del que ni siquiera sus buenos intérpretes pueden rescatarlo.
La historia familiar que cuenta va a ser que más de uno se sienta identificado, y el que no, de todas formas sabe que es muy posible que lo que cuenta la película puede suceder en cualquier familia, por eso emociona y hasta...
Antes de su estreno de esta semana, una de las últimas películas en la que participó Robert De Niro fue What Just Happened?, una comedia de bajo presupuesto y esplendor que tuvo poca repercusión. Algo similar a esa pregunta que intitula tal trabajo comienza a rondar en la cabeza tras ver Están Todos Bien, el último filme protagonizado por el ex actor fetiche de Martin Scorsese. ¿Qué pasó con Taxi Driver? ¿Dónde quedó el Toro Salvaje? ¿Se esfumó la sabiduría para elegir que tenía el protagonista de Érase Una Vez en América? Es imposible entender la razón por la cual el actor que supo darnos clásicos durantes dos décadas haya comenzado a repetirse a si mismo y escoger proyectos mediocres. Frank Goode es un sexagenario que, ocho meses después de la muerte de su esposa, decide organizar una cena con sus cuatro hijos. Todos viven en diferentes lugares de Estados Unidos y, por una razón u otra, tienen que cancelar el viaje a su casa natal. El padre, contra las indicaciones de su doctor (quien lo controla por sus problemas respiratorios), emprende un viaje a cada uno de los hogares para visitarlos sorpresivamente. En cada escala, se dará cuenta que la vida de ellos dista bastante de ser perfectas por problemas maritales, económicos o de salud. A todo eso, el cuarto hijo, un artista, está desaparecido y sus hermanos intentan localizarlo sin contarle las malas noticias a su progenitor. La historia es buena, pero está muy mal hecha en variados sentidos. La dirección es desacertada constantemente. Las tomas elegidas son dignas de un programa de televisión. Se intercalan planos picados y medios sin discriminación y, para mostrar las llamadas que se hacen los hijos, se enfocan los cables de las antenas telefónicas (el personaje de De Niro trabajó toda su vida en una fábrica que crea el PVC con el que estos conductores son recubiertos), logrando un mecanismo fallido. La edición, que podría haber ayudado a limpiar algunos defectos, empeora aún más la situación. En cuanto al guión, escrito por el también cineasta del filme Kirk Jones, está pobremente estructurado. Lo que pretende ser un rompecabezas para descifrar qué pasó con el hijo perdido, termina siendo una serie de diálogos que reiteran la nulidad de información. Todos los datos se dan en avalancha en una escena y aún así quedan cabos sueltos. Algunas ideas son originales, como el uso de niños actores sustituyendo a los actores que interpretan a los hijos ya maduros. Si bien, por un lado, representan los recuerdos que su padre tiene de la crianza, recurso ya visto anteriormente, también participan de reveladores momentos adultos. De Niro deja sus habituales roles de policía y hombre duro para interpretar a un ex jefe de familia, una versión mucho más gentil que la de La Familia de Mi Novia. El papel le sienta bien y lo realiza con naturalidad. Tras equivocadas colaboraciones en Los Fockers, Mente Siniestra, El Enviado, Analízate y Showtime, uno de los intérpretes más aclamados en la historia del cine parece haber perdido la brújula dando el visto bueno a iniciativas que están por debajo de su nivel de calidad. Lo acompañan Drew Barrymore en un rol relativamente menor, Kate Beckinsale y Sam Rockwell, un gran talento del que será usual escuchar en los próximos años. Hay un simpático cameo de Melissa Leo. Este potente drama, que hará llorar a varios espectadores, no es una historia para tirar a la basura. Su nudo se centra en las mentiras que decimos a los que queremos para no lastimarlos y las cosas que este viudo empieza a ver y conocer de sus hijos cuando fallece su compañera de vida. Un cuento que podría haber sido placentero, si no estuviese mal escrito y construido.
El vecino del Sr Schmidt tuvo hijos... y salió a buscarlos. Robert De Niro es la figura principal de esta película, donde no solo su personaje sale a redimirse frente a sus hijos involuntariamente, si no que fundamentalmente él como actor cambia un poco el tono de sus personajes de comedias o en dramas poco afortunados que tuvo en los últimos años, incluyendo alguna de acción. Esta remake de una película italiana, no es una gran película y tampoco será para recordar para la mayoría del público, pero no fue una realización que me haya defraudado. Los actores que hacen de los hijos de De Niro, que son conocidos por todos, componen de manera muy sólida a sus personajes. La historia es previsibles por algunas cosas, pero también tiene algunas cositas distintas, como para romper o hacer mas llevaderas esas previsiones. Seguramente el público mayor de 40 años, salga conforme con Están todos bien, pero no creo que sea una película indicada para los públicos por debajo de esa línea.
Robert De Niro en su mejor nivel Hacía tiempo que no veíamos al actor de Casino (1995) en un papel acorde al gran nivel que posee. En Están todos bien (Everybody's Fine, 2009), donde interpreta el mismo rol que hiciese Marcello Mastroianni en el film Stanno tutti bene (1990), de Giuseppe Tornatore, vuelve a su mejor forma en años, demostrando una vez más, que es el actor contemporáneo más sobresaliente de la meca del cine. Frank (Robert De Niro) es un jubilado viudo que espera a sus hijos para una cena familiar. A última hora, todos le cancelan y Frank decide armar las valijas e ir a visitarlos uno a uno. En ese viaje descubrirá que no sólo los kilómetros lo distancian de su hijos sino también los problemas de comunicación que arrastran de hace años. Están todos bien es una remake libre del film que el italiano Giuseppe Tornatore realizó en 1990, justo después de Cinema Paradiso (1988) llamado Stanno tutti bene. Si bien aquella película se centraba en el personaje de Matteo (Marcello Mastroianni), que al visitar a sus hijos va luchando con los fantasmas del pasado que lo acosan, con toques surrealistas incluidos; Están todos bien se plantea como un drama de familia disfuncional, donde el tema de la comunicación reúne el peso dramático de la historia. Frank trabajó toda su vida en una compañía telefónica recubriendo los cables de comunicación de poste a poste. Su objetivo de tan arduo trabajo, era que sus hijos cumplieran sus objetivos, razón que justificaba el sacrificio. Pero esos mismos cables que unían tantas comunicaciones –y con ellas kilómetros de distancia- funcionan como metáfora paradójica de la incomunicación de Frank con sus hijos. El film está articulado a partir de la visión de Frank, el espectador accede a la información a través de él. Pero no toda la información llega tan espontáneamente a Frank, siendo él todo un técnico en asegurar las comunicaciones entre personas. Algo se esconde, algo no se dice entre sus hijos y él. Hay cuestiones ocultas que se irán revelando con el transcurso de la trama. Robert De Niro interpreta con maestría a este jubilado viudo y sin sueños que no supo terminar de comprender a sus hijos. Este actor sesentón se carga el film al hombro expresando todo lo que le sucede en su rostro, en sus gestos y movimientos. Hay escenas que se resuelven con un primerísimo primer plano del gesto de Robert De Niro, suficiente para transmitir sensorialmente todo lo necesario para conmover a la platea. El actor de Buenos Muchachos (Good Fellas, 1990) regresa con este drama familiar a su mejor actuación en años, interpretando a un hombre común -no es un enfermo como en Despertares (Awakenings, 1990) ni un boxeador como en Toro Salvaje (Raging Bull, 1980)- pero es en ése pequeño rol que vuelve a explotar todo su potencial, demostrando una vez más, que no hay personaje sobre la tierra que no pueda interpretar. Nosotros, agradecidos.
La familia vuelve a estar unida, pero en EE.UU. Casi al mismo tiempo que Daniel Day Lewis intentaba calzarse, en Nine, los zapatos del Guido Anselmi de 8 y ½, a Robert De Niro le toca ponerse en la piel de otro personaje de Mastroianni, el Mateo Scuro de Stanno tutti bene. Aunque la película de Tornatore estuviera tan lejos de lo dark como el direttore de Cinema Paradiso puede estarlo, que Scuro se llame ahora David Goode habla a las claras de que lo que resuena en Everybody’s Fine, remake estadounidense de aquélla, no es la oscuridad, sino la bondad. No deja de haber oscuridad en el camino, en la medida en que se va desmontando la estructura de secretos, ocultamientos y mentiras sobre la que parece sostenerse la existencia misma de la familia Goode. Pero el final encontrará a la famiglia unita, feliz y comiendo pavo en lugar de perdiz, un Día de Acción de Gracias. Allí, el Están todos bien del título deja de ser amargo e irónico, para volverse literal y complaciente. Como se sabe, Están todos bien es algo así como una road movie familiar, en la que el padre sesentón va recorriendo distintos puntos del mapa, en visita a sus hijos. En la original, Mateo Scuro iba de Sicilia al continente. Aquí, David Goode hace las valijas, dispone sus remedios y deja el suburbio del estado de Nueva York, partiendo primero a Manhattan, donde vive su hijo David, el pintor; luego a Chicago, en busca de Amy, la publicista exitosa; más tarde Denver, donde Robert (Sam Rockwell) dirige, se supone, la orquesta municipal, y last but not least, Las Vegas, donde Rosie, la bailarina (Drew Barrymore), habita uno de esos pisos faraónicos que sólo allí pueden concebirse. De a poco se irá viendo hasta qué punto está carcomida la vida familiar de los Goode de desapariciones que se mantienen ocultas, separaciones que se disimulan, oficios menos prestigiosos de lo que se confiesa y hasta maternidades y sexualidades cuidadosamente guardadas en el armario (uno de los aggiornamentos más notorios con respecto al original). Así como suena esquemático el reparto de roles fraternos es transparente la intención dramática: dar vuelta como un guante la idea de perfección familiar en primera instancia, poner luego en cuestión el rol de David como padre. Este segundo punto es, por menos esperado y convencional, seguramente más logrado. Igualmente todo se encamina, como queda dicho, a un final con regalo, paquete y moño. Más allá de fórmulas –y de la horrible idea, tanto en términos dramáticos como visuales, de que el padre vea a los hijos como eran de pequeños, cada vez que los reencuentra–, dos factores ayudan a que el viaje se haga llevadero. El primero son las actuaciones, que en los casos de De Niro, Barrymore y Rockwell tienen volumen y espesor. El segundo, que como sucede en muchos periplos, resultan aquí más disfrutables las paradas y desvíos que la meta en sí. Una vieja metida durante un viaje en tren; las sordas tensiones familiares en casa de Amy; el ruido que hacen las rueditas de la valija de David, durante un ensayo de orquesta; la frustrada cena en un restorán giratorio de Las Vegas: todo ello puede llegar a justificar el round trip, aunque el final destination se vea venir a la legua.
Una para llorar El filme con Robert De Niro es una trama familiar que presiona puntos sensibles del espectador. Hay bastantes similitudes entre dos de los estrenos "grandes" de esta semana: Un sueño posible y Todos están bien. Ambas son películas dispuestas para el lucimiento de sus protagonistas (Sandra Bullock en aquella; Robert De Niro en esta); ambas tienen una estética tradicional y ambas, digamos, huelen a rancio, a convencional. Las diferencias básicas entre ambas son dos: esta está basada en una película previamente realizada (la homónima de Giuseppe Tornatore) y el elenco está compuesto por importantes figuras: Drew Barrymore, Kate Beckinsale, Sam Rockwell y, claro, De Niro, personificando el rol que Marcello Mastroianni tenía en aquella película. Pero las adaptaciones no son particularmente sencillas. Aquí no sólo se trata de convencernos que un norteamericano va a recorrer todo el país en trenes y micros, sino básicamente una cuestión de diferencias de relaciones entre familias italianas y norteamericanas. Pocos meses después de la muerte de su mujer, Frank (De Niro) quiere reunir en su casa a sus cuatro hijos, pero todos le cancelan a último momento. Por su salud algo delicada, decide viajar por Tierra e ir sorprendiendo a sus hijos, con los que no tiene demasiada comunicación. Su viaje no será fácil, ya que ninguno de sus cuatro hijos vive de la forma que él supone, y su inesperada llegada los hará inventarse realidades (u ocultarlas) para dejarlo ir tranquilo en la ignorancia de que "están todos bien" cuando tal vez no sea tan así. El drama sigue, en líneas generales, la trama del original italiano, con Frank visitando a sus hijos y todos ellos tratando de sacárselo de encima lo más rápido posible. Amy es una ejecutiva publicitaria que trata de mantener las apariencias cuando se nota que hay algo que no funciona del todo bien; Robert (Sam Rockwell) le ha dicho siempre que era un conductor de orquesta cuando en realidad es otra cosa; Rosie (Drew Barrymore) trabaja en Las Vegas, pero no de la manera en la que su padre cree. Y David. bueno, David no aparece por ningún lado. El problema de un filme como Están todos bien no está tanto en las genuinas emociones que quiere expresar -todas ligadas a las difíciles relaciones entre padres e hijos, especialmente cuando no se ven a menudo-, si no en la forma en la que están expresadas, con escenas desprovistas de imaginación. Algo en el filme que recuerda a Las confesiones del Sr. Schmidt, con otro actor mítico recorriendo el país, su familia y su pasado. Pero aquel filme con Jack Nicholson tenía un gran ingenio para crear situaciones y personajes. Aquí, De Niro parece tener menos espacio para maniobrar, cuando su actuación podría funcionar casi como una suerte de "arrepentimiento" o "pedido de disculpas" cinematográfico por tantos personajes agresivos y duros que supo componer. Pero eso no está ahí: la película no hace eco en la carrera de De Niro. Es sólo su rostro, un par de sus muecas, contenidas esta vez. Es inevitable no pensar en esta película y recordar cierta publicidad que se ve actualmente por TV en la que una espectadora llora mientras se escucha la voz de un crítico usando términos similares a los de este texto para una película que ella está viendo. Están todos bien hará llorar a cualquier padre con difíciles relaciones con sus hijos (y viceversa) y sobre el final será imposible no sacar pañuelos y pensar en la propia situación familiar de cada espectador. Lo cual no quiere decir que sea una buena película: es una que presiona los puntos sensibles del espectador hasta conseguir lo que quiere. Y las lágrimas conseguidas casi nunca se sienten merecidas.
Y en eso llegó papá En esta remake de una película italiana protagonizada por Marcelo Mastroianni, Robert De Niro es Frank, un viudo reciente que decide visitar a sus hijos por sorpresa, cruzando Estados Unidos en tren y autobús con una valijita. Claro, como no llama antes de caer –y como son estadounidenses que se turban con el contacto físico–, los encuentros salen mal. Pero una situación de emergencia logrará reunir a la familia y limar, como por arate de magia, las cuentas emocionales pendientes. De un golpe (duro), aquello cuya solución proponía Freud a través de largos períodos de diván acá se resuelve con la inmediatez que pide un desenlace funcional para aliviar la carga lacrimógena. En verdad, al borde de lo lacrimógeno, porque el director, Kirk Jones, cuida el equilibrio formal de su historia, apoyándose en un gran actor como De Niro, volcado aquí a una eficaz conmiseración que le sale de taquito. Cuesta creerle a la película que todo lo indigestado entre los hijos y el padre, cifrado en una infancia que se niega a ser olvidada, pueda evaporarse en el aire de una noche navideña alrededor de un pavo asado con ciruelas. En sus mejores momentos, sin embargo –aquellos con la presencia de Sam Rockwell y Drew Barrymore–, el film sabe detenerse en la observación de esos pequeños detalles que arman la famosa brecha generacional: una irritante insistencia del padre en sacar fotos todo el tiempo, su impericia para manejar cualquier artefacto tecnológico o medianamente moderno, la vergüenza ajena que provoca su presencia no anunciada en ámbitos de trabajo, privados, fuera de su contexto. Pero el director y guionista se inclina por extraer de esas situaciones ricas su sabor amargo, perdiéndose la oportunidad de explorarlas también como fuente de humor o hacia cierto paso de comedia. En cambio, el acento, muy marcado –con un piano triste sobre los pasos del solitario Frank, con compañeros de viaje que discursean acerca de la soledad en la vejez– está puesto en remarcar que el asunto es serio y doloroso. Al parecer, el film cree que no basta con contar su historia sino que es necesario sumarle un mensaje, una advertencia acerca del abandono de aquellos que se sacrificaron por dar un futuro a sus hijos, esos adultos ingratos, demasiado ocupados como para dedicarles algo de su tiempo. Claro que no es ése el único plano, ni la película una de denuncia antigeriátrico. Hay un porqué en la necesidad visceral de estos hijos por evitar al padre y ocultarle datos esenciales de sus vidas. Parece que el bueno de Frank fue demasiado severo. Pero no hay en el film elementos que muestren esa fuente de trauma de los hijos, al punto que incluso parece contradecirse como hipótesis que guíe la actitud de sus personajes. ¿Lo aman, lo odian, le temen, le tienen lástima, en qué quedamos? Cierto, las relaciones humanas no son unívocas. Pero Están todos bien se acobarda ante su complejidad y le escapa a su confusión. En lugar de limitarse a exponerla, quiere tranquilizar al espectador, para dejarlo con la certeza de que todos están bien antes que con la inquietud de las preguntas. Ésas que sobrevuelan su relato, tan tímidas.
Remake tan edulcorada como innecesaria Están todos bien adapta el clásico de Giuseppe Tornatore Habrá excepciones a la regla, pero la costumbre hollywoodense de reciclar toda clase de producciones europeas suele llevarnos casi invariablemente a reconocer que, en estos casos, siempre es mejor regresar a las fuentes originarias. Casi dos décadas separan a Matteo Scuro, aquel vital y entrañable jubilado siciliano que emprendía una travesía para reencontrarse con sus cinco hijos dispersos por toda Italia, de Frank Goode, un típico norteamericano de los suburbios para quien romper al menos por un día con la diáspora familiar (en este caso los hijos son cuatro) ayudará a mitigar sus penas: acaba de enviudar y su salud está resquebrajada por los materiales nocivos que inhaló durante largos años de trabajo en una fábrica de cables. Pero la distancia se hace aún mayor si comparamos la genuina melancolía que rezumaban el film de Giuseppe Tornatore y su personaje central (a quien Marcello Mastroianni le aportaba conmovedora expresividad) con la calculada acumulación de golpes de efecto que va mostrando esta remake. Estéril No hace falta más que ver a Goode (un De Niro que se esfuerza estérilmente por escapar a sus tics y guiños más conocidos), al principio del relato, recibiendo recomendaciones del médico sobre la inconveniencia de exponerse demasiado a cierta clase de esfuerzos. Más adelante, el guión pondrá en juego al personaje en una situación que parece armada para provocar un efecto emotivo más prefabricado que genuino. Lo mismo ocurre con el vínculo que se plantea entre Goode y cada uno de sus hijos. Una sucesión de equívocos, suposiciones y malentendidos que alcanza su clímax en la incógnita sobre el paradero de David, el hijo predilecto, que pinta cuadros en Nueva York. Aquí se plantea un juego de secretos y mentiras entre el padre y los hermanos, que el film remata a través de un giro forzado que coloca arbitrariamente al protagonista en un lugar bien diferente del que ocupaba hasta allí. Esa sucesión de giros, tan rebuscados como las vueltas que se ve obligado a hacer Goode durante el viaje, dejan de lado lo más atractivo que podía ofrecer la historia. Ni las preguntas sobre el valor de los lazos familiares, el paso del tiempo y el sentido de un viaje (reemplazados por clisés) ni una indagación profunda del alma del protagonista. Temas que parecen ajenos a las inquietudes del británico Kirk Jones, un realizador que no parece estar muy cómodo en un territorio melodramático tan ajeno a sus elogiadas -y vivaces- películas anteriores: las deliciosas El divino Ned y Nanny McPhee, la nana mágica. Ese camino apenas se insinúa a través del encuentro entre Frank y su hijo músico (el siempre admirable Sam Rockwell) y un fugaz diálogo entre el protagonista y una camionera (Melissa Leo, desaprovechada). Lo que sugieren esos momentos aislados termina desaprovechado en medio de un acentuado afán moralizador y situaciones de previsible sentimentalismo que podrán agobiar o tranquilizar al espectador, pero difícilmente lo conmuevan.
Una cruda verdad Una excelente historia contada en 1990 por Giuseppe Tornatore, en una inolvidable versión protagonizada por Marcello Mastroianni en una interpretación memorable. Está vez una adaptación mucho más americana del argumento donde Robert De Niro interpreta a un reciente viudo que vive solo y se encuentra jubilado. Quién a la espera de las fiestas de cada año, su única ilusión es ser visitado por sus ocupados hijos dispersos por los EEUU. Que si bien ya son adultos, los recuerda como pequeñas criaturas e incluso les prepara cosas y objetos no acorde a la edad. Cansado de esperar y en contra de su salud y los diagnósticos médicos, decide emprender un viaje e ir en busca de sus presencias y sorprenderlos en sus actividades cotidianas. Pero para sorpresa de él, las aparentes perfectas vidas de sus hijos, no son tal como las imaginaba y poco a poco las celestes nubes dejan ver un oscuro cielo de verdad. Con sólidas actuaciones tanto por parte de De Niro como por los integrantes de esta familia conformada por Sam Rockwell, Drew Barrymore y Kate Beckinsale, que van develando uno a uno su verdadero mundo. El director Kirk Jones logra una atmosfera de nostalgia en todo momento y muestra durante la película una metáfora casi explícita, los cables de teléfonos al costado de la ruta o el tren, como gritando en silencio que en estas épocas de tanta comunicación, fuera eso lo que faltara realmente -Comunicación-. Si bien la versión italiana tiene todo la carga emotiva y de fuerza de las familias de esa región que suelen ser mucho más estrechas que las americanas, esta historia es muy consistente y creíble. Y puede llegar a ser un golpe bajo para muchos, ya que es un padre que desea que lo visiten y no le mientan. Las imágines y las interpretaciones van relatando el film como si fuera una triste canción, que minuto tras minuto va llegando al final. Un final, que seguro, feliz no será.
Frank Goode -De Niro- es un jubilado que ha quedado viudo y, al mejor estilo de los ancianos estadounidenses, que no tienen que preocuparse por su pensión ni por su obra social, tiene mucho tiempo libre. Se la pasa cuidando el jardín y rememorando el tiempo en que trabajaba como recubridor de cables de alta tensión (sí, fabricaba los plásticos que protegen a los cables). Decide que es momento de cumplirle la promesa a su fallecida esposa y juntar a la familia. Tiene 4 hijos desperdigados por Estados Unidos y arregla un encuentro con todos en su casa. Pero, de a uno, se van bajando de la convocatoria. Así es que Frank decide ir y pegarle una visita a cada uno. Es necesario tener en cuenta que los hijos, ya adultos, nunca han tenido una buena relación con su Frank. Él ha sido un padre duro y exigente respecto del futuro de sus críos, quienes toda la vida optaron por hablar de sus vidas con su madre. Ahora bien, no sólo esta situación incomoda la visita de Frank, sino que también uno de sus hijos, David, está detenido en México por problemas de drogas, y el resto no quiere que su padre se entere. Así, cada vez que llega de visita, ya en Chicago, Denver o Las Vegas, los hijos hacen lo posible por sacárselo de encima. A pesar de que uno puede creer, por el afiche, que se trata de una comedia, en realidad nada más lejos: es un drama familiar, que gira sobre dos ejes. El primero, la relación entre padres e hijos respecto de la presión impartida por los adultos a los niños; y la segunda, la difícil decisión de mentirle a un ser querido para evitar un disgusto mayor. La verdad, es una película que me resultó mejor de lo que esperaba. Igualmente, insisto con lo mencionado al principio: ¡Queremos al viejo De Niro!
Familia rota, familia unida No hace falta decir que cuando se trata de remakes norteamericanas de películas europeas se corre con la desventaja del aggiornamiento de las temáticas a la idiosincrasia del pueblo del tío Sam. No obstante, hecha la advertencia, el acercamiento al original siempre queda como asignatura pendiente y uno se queda con la cáscara de algo que de por sí debería ser más profundo e interesante. Ese es el caso de aquella película de Giuseppe Tornatore Stanno tutti bene (1990), protagonizada por Marcello Mastroianni, quien encarnaba a Mateo Scuro, un padre en el último tramo de su vida que tras quedar viudo decide cruzar de Sicilia a distintos puntos de Italia para visitar a sus cuatro hijos con quienes nunca pudo mantener una relación fluida. Así planteada como road movie, el director de Cinema Paradiso iba desmontando, a partir del punto de vista de Mateo, una red de secretos y mentiras que cada uno de los hijos iba sosteniendo a fin de evitar contarle y mostrarle a su progenitor una cruda y triste realidad. Todo ello en el trasfondo de una atmósfera oscura y cínica que se resignificaba con el título del film. Podría decirse que la columna vertebral del relato de Tornatore le vino como anillo al dedo al director y guionista Kirk Jones para contar una historia de recomposición de lazos familiares, encaminada al rescate de valores en una época donde todo parece fragmentado, disgregado y fracturado no sólo por las crisis sociales sino por los cambios de paradigmas culturales que ponen en jaque la estructura de la familia nuclear como parte de la base de una comunidad. No es casualidad, entonces, que el personaje de Robert De Niro haya trabajado en su juventud -y durante casi toda su vida- en la fabricación del cableado telefónico cubriendo con PVC los alambres de cobre y jactándose de haber alcanzado una cifra récord para el sostén y confort de su esposa y cuatro hijos. Es precisamente la falta de comunicación con ellos el eje central de la historia y el sacrificio paterno para que cada uno consiguiera realizarse y ser feliz. Los hijos de David son quienes, tras la reciente muerte de su madre, parecen haberse olvidado de aquél, justificándose siempre con excusas para evitar un reencuentro. Es por ese motivo que David Goode (De Niro) toma la decisión de caerles por sorpresa a cada uno de ellos. De este modo se desplaza en un largo viaje que lo llevará primero a Manhattan en busca de su hijo predilecto, David. Luego pasará por Chicago para encontrarse con Amy (Kate Beckinsale), la publicista que tras la inesperada llegada de su padre no puede ocultar su crisis conyugal. Después llegará el turno de arribar a Denver, lugar en el que Robert (Sam Rockwell) ensaya con una orquesta municipal y se encarga de tocar los timbales en vez de dirigirla, tal como su padre lo imaginaba. Finalmente terminará su periplo en Las Vegas -sufriendo un contratiempo clave para la historia- a ver a su hija Rosie (Drew Barrimore), quien se supone es una bailarina prestigiosa que ha logrado una carrera muy importante. Con cada uno de ellos intentará mantener un diálogo franco pero siempre con la intuición de que ninguno le transmite sinceridad y confianza hasta el punto de preguntarse realmente quiénes son ellos y cómo lo ven a él. Pero lo más importante nunca se concreta porque David Jr., el predilecto, el artista, ha desaparecido de la faz de la tierra y cierto presagio de tragedia gira en torno a su ausencia. Planteada como una road movie en donde cada parada simbólicamente responde a la recomposición de una cadena de afectos familiares, el realizador Kirk Jones logra un relato que si bien no presenta dobleces en la construcción dramática tampoco se aleja de las fórmulas más conocidas, siempre amparándose en la correcta actuación de De Niro y un elenco de nombres convocantes para seducir al gran público. Sin embargo, esos méritos se ven empañados por una poco lúcida idea de puesta en escena con fines de pretexto confesional para ir revelando aquellas mentiras; así como la redundancia de recursos visuales, entre ellos aquel de mostrar a los hijos cuando eran pequeños en cada reencuentro de David. Por eso, lejos de la opacidad que atravesaba al film de Tornatore, esta versión edulcorada con sello norteamericano se guarda para los minutos finales la impronta aleccionadora, complaciente y aliviadora comprobando que la sola excusa de hacer remakes obedece a la mera especulación comercial.
Luego de muchos años, Robert De Niro vuelve a brillar en un rol dramático interpretando a un padre exigente que intenta reencontrarse con sus hijos. De Niro es uno de los mejores actores de la historia y a esta altura no necesita demostrar nada, pero en los últimos 15 años parecía estar cansado de su profesión, eligiendo papeles por el solo hecho de trabajar. Sus películas en estos años fueron en su mayoría olvidables ("Righteous Kill", "Hide and Seek", "Meet the Fockers", "Godsend", "Showtime", por solo nombrar algunas de las ultimas), y si bien tuvo algunos trabajos rescatables ("Analyze This", "The Score", "15 Minutes", "Wag the Dog", "Heat"), ninguno de estos lo mostraban como en su mejor época entre 1970-1990. El nuevo trabajo del director Kirk Jones ("Waking Ned Devine") es una remake del film italiano de 1990, "Stanno Tutti Bene", en donde De Niro interpreta el personaje que antes realizó Marcello Mastroianni. De Niro es Frank Goode, un hombre viudo a quien le cuesta conectar con su familia tras la muerte de su esposa. Cuando sus hijos cancelan a ultimo momento una esperada reunión familiar, Frank decide encarar un viaje y sorprender a cada uno de ellos. Frank siempre ha sido exigente y a medida que va reencontrándose con sus tres hijos descubre que no se muestran como realmente son. A pesar de no haber un gran desarrollo de personajes sobre los hijos, se nota que cada uno tiene sus problemas y los ocultan al padre. Drew Barrymore, Kate Beckinsale y Sam Rockwell cumplen bien los roles de los hijos. La primer hora y cuarto de película es muy buena, mostrando el viaje de Frank vía tren o colectivo por distintas ciudades, las situaciones que vive (sus charlas con desconocidos, las fotos que saca, el problema con su medicación) y los encuentros con sus tres hijos. El director utiliza "flashbacks" cuando el padre recuerda momentos con sus hijos aun chicos. Esto lleva a una linda escena de un almuerzo familiar. La ultima parte se pone mas sentimental, con algunos momentos tristes. El film incluye un buen tema compuesto por Paul McCartney para cerrar una linda pelicula sobre relaciones familiares.
Están todos bien es una remake de la película italiana de los 90 Stanno tutti bene, con Marcelo Mastroianni. Esta vez, el lugar del gigante italiano lo ocupa otro grande: Robert De Niro. Aunque las críticas oscilan entre elogios y desaprobaciones, éste actor ha sido merecedor de la mayoría de los aplausos que recibió este film. Su interpretación esmerada y conmovedora hace que dé gusto verlo en papeles que no tengan relación con policías veteranos. Frank (Robert De Niro), es un viudo que emprende un largo viaje en tren, colectivo y avión a lo ancho de EEUU para ir a visitar a sus cuatro hijos. Pero a medida que los va sorprendiendo uno a uno, va descubriendo que no son tan exitosos como él esperaba que fueran. Una misma pregunta es la que les hace a todos: ¿Eres feliz? En primer lugar, considero absurdas las críticas que se detienen sobre el argumento del film. Hay que tener en cuenta que esto es una remake, la historia no fue inventada para este largometraje. Por lo tanto, lo único que se puede juzgar de esta película son las cuestiones técnicas, las interpretaciones, la adaptación, y no el argumento. Si es ése el cometido, deberían observar esa cuestión en Stanno tutti bene, y no en esta ocasión. En lo que a la adaptación respecta, creo que Están todos bien respeta bastante la idea de la original (que en su momento ya me había parecido enternecedora), y lo hace, por supuesto, agregándole esos ingredientes hollywoodenses que no podían faltar. Llámese la clara división en lo que está del lado del bien y lo que está del lado del mal; o llámese el obvio desenlace en un final feliz. En la primera cuestión, tenemos el transparente mensaje que salta a la vista y es aquél que dice que debido a la gran presión del padre (lado malo), los hijos debieron mentir sobre sus realidades poco exitosas. Esa línea divisoria no está del todo clara en la película italiana. Y en lo que respecta al final feliz, tenemos como resultado un padre comprensivo, que ha recapacitado y todos viven felices y comen perdices (quienes vieron el film, sabrán que ésto es literal). Otra cuestión que vemos dentro de la adaptación tiene que ver con la inminente necesidad de aggiornar el relato. Por ello, encontramos algunos cambios en las historias de los personajes que denotan problemáticas más actuales, como las familias disfuncionales, el ocultamiento de la homosexualidad o la drogadicción. Ésta es una muy buena adaptación de un film que fue un clásico de una época, y la interpretación de De Niro es, sin dudas, el plato fuerte. Es mucho más que conmovedora y enternecedora, es convincente y exquisita. Alcanza, como solo un actor de raza sabe hacerlo, una empatía total con el espectador.
Están todos raros Everybody´s fine es la historia del hombre del siglo XX cuando ya fue desplazado del centro de la escena y está bien canoso. El hombre común del siglo XX –no en las estadísticas, por supuesto, sino en el imaginario, fraguado en buena medida por el cine– es un padre de familia, tal vez hijo de obreros, que a fuerza de trabajo y algún éxito en un asunto comercial puede ascender un poco económicamente y pagar la educación de sus hijos, que en cambio van a ser artistas. Sólo que en el camino se encuentra con que le cambian los códigos, la economía decae, y los chicos le salen mozos de un bar, percusionistas de la orquesta en vez de directores, homosexuales y padres solteros. Este señor, aparte, está totalmente bloqueado en lo emocional: su función en la vida es trabajar para mantener a su familia, y en el reparto clarísimo de los roles la verbalización y exteriorización de los afectos corresponde a la madre, que recibe en su día una heladera como reconocimiento. El problema es que cuando muere la madre, el hombre común, éste, el de Everybody´s fine, que se llama Frank Goode –pero que a pesar del nombre es tan malo o bueno o ninguna de las dos cosas como el Bad Blake de Jeff Bridges en Crazy Heart, o en todo caso es igual de desamparado– pierde al contacto que lo unía con sus hijos y queda a la deriva. La película lo muestra cruzar el país como el exacto reverso de Ryan Bingham en Up in the air. Si aquel iba por el aire y sabía manejar perfectamente su valija, que se deslizaba por los pasillos de aeropuertos como si fuera etérea, éste toma trenes y colectivos de larga distancia y va haciendo ruidito con las ruedas. Al otro le importaba poco la familia, a este le importa mucho pero no sabe cómo hacer para encontrarla. La lección de fin de siglo o principios de siglo, como prefieran verlo, para el hombre común del siglo que ya fue, es que el afecto importa más que la autoridad y la comunicación honesta más que la disciplina (ay, da pudor hasta decirlo). Todo lo que estoy contando es de una obviedad tal que apenas puede interesarle a alguien, salvo por una razón que concierne menos a lo artístico que a lo sociológico: es importante sentirse representado en el cine. Pero de eso hablaremos otro día. Lo que es muy evidente es que la desesperación por reformular el modelo de familia es uno de los temas centrales en la agenda hollywoodense. Son innumerables las películas que intentan reemplazar una imagen, la de papá y mamá blancos con sus dos o tres hijos reunidos alrededor de la mesa en Navidad, por otra donde entren negros, homosexuales, enanos, cínicos y paralíticos, con tal que el círculo siga existiendo y se junte para comer un pavo: se dobla pero no se rompe. Lo único que importa en Everybody´s fine y que hace que uno no se quiera ir del cine cuando ya entendió perfectamente, a la media hora, de qué venía la cosa, es el cuerpo de Robert De Niro, qué está envejeciendo, tiene canas, arrugas, habla sin énfasis y tiene la mirada algo lavada que nos hace ver a ese hombre común superpuesto a la figura ya icónica del actor. Me imagino que al construir un personaje, después de una carrera larga y de muchos papeles, debe ser más difícil para un actor sacarse todo lo que pueda en gesto, expresividad y muecas que agregarse cosas, como debe hacer en cada película Johnny Depp (y no veo a Jack Nicholson interpretando a Frank Goode, por ejemplo, porque tiene esos dientes que lo convierten siempre en un irónico o un loco). De Niro, acá, se ve más común que nunca y desde esa chatura sostiene toda la película. Y se entrega a la cámara, al punto que lo que más me queda en la memoria es el pliegue de piel afinada y caída que tiene debajo de los párpados. Hace poco volví a ver algunas escenas de Los puentes de Madison. Hay un momento en que Meryl Streep se baña –desnuda, claro está– en la misma bañera donde hace unos minutos se duchó Clint Eastwood. Acostada en el agua y con el pelo recogido en la nuca, los hombros relajados, mira la ducha de la que salió el agua que bajó por el cuerpo de él y se pasa un dedo por el labio. Me pareció obsceno. Una belleza de obscenidad y de realismo ver desear a esa ama de casa. Pienso en más cuerpos y se me viene a la cabeza el desnudo de Jennifer Aniston en The break-up, muy comentado antes de que saliera la película. Ella, dura como una columna, y con la piel igual a sí misma en cada milímetro de su superficie, sin una sola marca, pasa brevemente antes los ojos de Vince Vaughn –no ante los nuestros, que apenas vemos nada. Qué decepción, y qué embaucadora esa manera de hacer de cuenta que se exhibe un cuerpo cuando en realidad se lo sustrae a la mirada. Peor aún, porque median algunos años y un poco de plástico de por medio, está ella en una de sus películas más recientes, la peor imposible Love happens. Entender qué pasa en los cachetes de Jennifer Aniston es uno de los dilemas de la época, hay que pensar qué pasa con esos cachetes. Aniston es ahora una superficie satinada que tira al naranja y repele a la mano tanto como al ojo, ganada definitivamente para el ejército de neozombies que últimamente invade las pantallas encabezado por Robert Pattinson, Taylor Lautner y Megan Fox. Para no irse tan lejos y ver la diferencia, fíjense en la cara, el pelo y cada centímetro de Kate Beckinsale en Everybody´s fine y comparen con De Niro. No es tan seguro que los seres humanos –con todas las mediaciones del aura, la actuación y el maquillaje, por supuesto– sigan apareciendo en las películas mainstream en los próximos años, ahora que todo tiende al muñeco Bruce Willis de Identidad sustituta. Esa mala costumbre de poner personas en la pantalla, que empezó cuando se terminaba el cine clásico y con él el glamour de las estrellas, podría estar llegando a su fin. Y si hay en todo esto algo que lamentar, no se trata de que el común de los mortales no se vea representado en actores que se les parecen, no: se trata del fin del erotismo, que es un asunto menos de la vista que del tacto, porque en los nuevos cuerpos lisos, naranjas y brillosos como una mesada de fórmica, no hay donde poner los labios.
Papá co(n)razón Un ejemplo de cómo una misma historia, de acuerdo a su tratamiento, puede deparar una buena o mala película es Están todos bien, de Kirk Jones y con el protagónico de Robert De Niro. Primera digresión: el Stanno tutti bene de Giuseppe Tornatore en la que esta se basa no era ninguna genialidad (sí era más interesante que su anterior Cinema Paradiso). Segunda digresión: tampoco es que la Están todos bien de Kirk Jones sea una porquería insalvable. La diferencia es que en el marco de una historia que recurre a la sensiblería, Tornatore lograba potenciar la amargura que el relato habilitaba, mientras que Jones suspende el cinismo para destacar lo que le interesa: la posibilidad de redención. Diferencias de criterio, que le dicen. De Niro se pone en la piel de Frank Goode (el rol que antes interpretaba Marcello Mastroianni), un viudo que ante el plantón de sus hijos a una cena familiar, decide viajar por los Estados Unidos, visitar él mismo a los chicos, sorprendiéndolos con su aparición. Hay un cambio fundamental en la versión norteamericana: aquí el viaje importa mucho menos que en su original italiano. Y esto es mucho más importante de lo que parece: el viaje le servía a Tornatore para reforzar lo idealizado que tenía su protagonista a los hijos, mostrándole fotos del pasado a sus interlocutores. Aquí, se va directo a los encuentros, apurando la redención que tendrá que llegarle al severo Frank. Hay un elemento que se repite, la manía del protagonista por las fotos. Pero al restarle intensidad a la idealización de Frank por sus hijos, las fotos ya no soportan el espesor dramático que antes tenían: aquí funcionan sólo como curiosidad humorística. Aquellas imágenes le servían al Matteo Scuro de Mastroianni para imaginar cómo era la vida de su descendencia congelándola en un pasado ideal. Stanno tutti bene era un título irónico, sostenido por cierta tradición familiar italiana basada en las apariencias, que en la versión yanqui perdió toda su esencia y hace preguntarse cuál es el interés en una remake si se la va a redibujar completamente. Lo que queda claro al ver Están todos bien es que si hubo modificaciones, las mismas fueron en función de un imaginario que tiene que ver más con lo norteamericano: las vidas esparcidas a lo largo del mapa, las jornadas festivas como posibilidad para reencontrar a la familia. En ese aspecto, Jones adapta acertadamente porque en todo caso se trata de transcribir una idea a un ideario. El mayor problema de su película es que carece de vuelo para escenificar los conflictos entre los personajes. Sólo hay dos decisiones estéticas, y son desacertadas: una son los reiterados planos de cables telefónicos que ilustran las conversaciones entre los hermanos; otra es la decisión de mostrar como niños a cada uno de los hijos de Frank, cada vez que los reencuentra. Entonces Jones se recuesta en sus actores y encuentra buenas respuestas cuando los que cruzan algunas frases dolientes son De Niro, San Rockwell o Drew Barrymore. Digamos que, en cierta forma, es ahí donde Están todos bien se juega sus fichas, en la forma en que la distancia entre este padre y sus hijos es mostrada. Y acierta tanto como yerra: acierta porque no juzga, sino que involucra un grupo de personajes cada uno con su verdad; pero pifia cuando esa falta de juicio se revela, en realidad, como una falta de idea acerca del mundo planteado. Como en la reciente Luciérnagas en el jardín -aunque con más ternura y menos subrayado- todo se resuelve para bien porque sí, porque bueno, somos una familia y en el fondo nos entendemos. Nadie tiene la culpa. Y así, finalmente, uno adivina la intención de la película que no es otra que aleccionar a su protagonista sin que uno sepa bien de qué se tiene que disculpar porque al final era sólo un tipo hosco pero de buen corazón: la intención, entonces, es hacer llorar sin demasiada reflexión. Están todos bien pierde en el camino algunas buenas ideas, como por ejemplo cómo la mentira piadosa construye mundos paralelos, cómo el silencio cómplice es utilizado para solidificar los mecanismos familiares, cuando en realidad se nos vende a la institución como un resumen de verdad. Temas sobre los que se prefiere no ahondar para no distraer la lágrima (fácil) del espectador.
Tan tano, tan yanqui Muchas películas se conciben hacia el exterior, para un público determinado, aunque den la impresión de ser forjadas desde dentro de los personajes. Su aparente espontaneidad y frescura es un disfraz, porque son en verdad construidas a partir de estereotipos y convenciones establecidas sobre un determinado ser nacional, que puede ser trasladado fácilmente y convertido en un ser global. De ahí que muchas veces tengan éxito no sólo en sus países de origen, sino que también generen empatía –o simpatía- en espectadores de otras nacionalidades. Hay muchos filmes que calzan en ese modelo. El hijo de la novia o Luna de Avellaneda en la Argentina; Estación Central o Ciudad de Dios en Brasil; Mar adentro o Todo sobre mi madre por parte de España. A buena parte de la filmografía de Ettore Scola puede colocársela en ese grupo, con obras muy representativas como Cinema Paradiso, Malena o Stanno Tutti bene. Están todos bien es la remake de ésta última, y bien que se le nota. En este relato están presentes todos los rasgos de esa pretendida universalidad, ese cine que teóricamente nos refleja a todos, pero que en verdad no expresa a nadie, el cine de la no identidad. Son productos que accionan desde lo políticamente correcto. Pero lo políticamente correcto no deja de contener prejuicios y esquematismos, sólo que avalados por una sociedad que lo que menos reclama es profundidad en el análisis. Dentro de este panorama, tenemos a un Robert De Niro correcto y moderado en su actuación, en un papel que daba para unos cuantos tics. Lo mismo se puede decir de Sam Rockwell, Drew Barrymore y hasta Kate Beckinsale, en papeles carentes de hondura, a pesar de la supuesta importancia que poseen sus roles. La dirección de Kirk Jones (quien supo darle fluidez a un relato infantil como La nana mágica) es en piloto automático e incurre en desniveles llamativos, como ese pasaje que va de un diálogo agradable y sin estridencias entre De Niro y la camionera que interpreta la nominada al Oscar Melissa Leo, a una secuencia de un asalto totalmente arbitraria, destinada, por sus efectos, a buscar la lástima y las lágrimas de los espectadores. Están todos bien busca durante todo su metraje apretar los botoncitos adecuados. Pero el cine no se trata de eso. Tanta mecánica, cálculo y falta de riesgo muchas veces termina entregando productos desabridos, sin alma. Y ningún botoncito te salva de eso.
Digno homenaje al recientemente extinto canal paradigmático del cine lacrimógeno Hallmark Channel, Están todos bien es un tibio melodrama basado en la italiana Stanno tutti bene, de Giuseppe “Cinema Paradiso” Tornatore. En este caso, el opus tres de Kirk Jones sigue el derrotero de un padre que recorre gran parte del territorio norteamericano para reencontrarse con cada uno de sus tres hijos. “Si ellos no vienen a mí, yo iré a ellos”, asegura Frank tras un plantón dominguero, bistec asado incluido, mientras busca soslayar la soledad de su novel viudez dedicándose con minucia y extremo detalle a los quehaceres domésticos que por años delegó en la madre de sus hijos. Y allí ira él en este viaje motorizado por la culpa abandónica de sus años laborales al servicio de la empresa eléctrica que hoy corroe su alma. De premisa edulcorada y trama predecible, el principal defecto de Están todos bien radica en la oralidad excesiva de los personajes, que hablan tanto o más de lo que sienten gracias a la impericia de Jones a la hora de imponer el lenguaje cinematográfico por sobre el oral, incapacidad llevada al paroxismo en la utilización cíclica de los diálogos de Frank con sus hijos, a quien él imagina menores y se corporizan ante la lente como tales. La primera vez, en medio de los preparativos para el fracasado encuentro, el recurso funciona ya que transmite la sensación de abandono que él siente en la casa otrora familiar La segunda, apenas un plano de algunos segundos cuando la visita a la primogénita está llegando a su fin, causa indiferencia. De la tercera en adelante, irrita y enoja. Hay que buscar en los nombres que encabezan el casting para encontrar las razones del estreno comercial de esta película. Sin Robert de Niro ni Drew Barrymore, Están todos bien tendría un inexorable destino a DVD.
Papá por siempre La prolijidad sin espectadores, la manía convertida en una rutina amigable, el orden eterno de una casa grande donde ya no viven los hijos. Allí se mueve sin resentimientos Frank Wood, el viudo que compone Robert De Niro para esta versión de Todos están bien y que termina siendo el mejor argumento para pagar la entrada. Sin las muecas de los personajes de las últimas películas, este jubilado De Niro se parece a los nuestros con el recuerdo urgente de su vida laboral, con los pantalones hasta el ombligo, la pastilla diaria, los lentes en la punta de la nariz y la foto orgullosa de sus cuatro hijos en la billetera. El argumento es el mismo de aquella italiana que hizo en 1990 Giuseppe Tornatore, después del éxito de Cinema Paradiso, con un abatido Marcello Mastroianni en el rol central. Este viudo norteamericano también sale por el país a visitar a sus hijos, y va digiriendo como puede el desencanto de no saberlos tan felices. Los cables de teléfono que enmarcan las carreteras, la mirada siempre paternal aunque pasen 30 años, le dan al relato buenos recursos. La película es, ante todo, una mirada sobre la familia en el otoño de los padres, y sobre cómo el tiempo reacomoda, suaviza o tensiona las cuerdas. Aunque bien actuadas, es una pena que las historias filiares se retuerzan en varias vueltas de tuerca. No era necesario. El final, tiene otra perlita para disfrutar, en este caso, musical. I want to come home, el tema que Paul McCartney compuso especialmente para la cinta. El ex beatle dijo que tras verla, se sintió tan identificado con el personaje de De Niro, que le llevó una sola tarde componer el tema. Lo alumbró sobre un piano sensible. “Ese personaje puedo ser yo, porque tengo hijos mayores que tienen sus propias familias”, confió.
Lo primero es la familia. Frank es jubilado, enviudó hace unos meses, dedicó su vida al laburo, y quiere tan solo reunirse con sus cuatro hijos que ahora están diseminados por el país. Como es imposible en un primer momento reunirlos, entonces irá por ellos, esto se convertirá pues en un forma de intentar conocerlos mejor, y saber de ellos. La primera gran mochila pesada que carga este filme, es ser remake de un notorio y calificado título de 1990: "Stanno tutti bene" de Giuseppe Tornatore, con actuación de Marcello Mastroianni. Esto claro que con varios cambios, y modificaciones respecto a aquella, igual subsiste la idea original de un padre intentando conocer un poco más a sus hijos, y que tenga que ver mucho con la desaparición física de la madre no escapa a la propuesta, "Todo tiene que ver con todo" decía Pancho Ibáñez en la tevé. El director Kirk Jones -uno no olvida esa gema del "El divino Ned"-, hace una versión prolija, sin recurrir a muchos golpes bajos como podían esperarse, ya que esta peli tiene toda la carne sobre la parrilla para cachetear al sensible espectador, y abusar de él. Pero no sucede tanto ni tan poco. La suma de valores es aquí la actuación sobria de una maduro Robert De Niro, lejos de las mejores hechas para el cine en sus últimos años, ya que venía de tanto disparate y comedia berreta, donde exageraba y ponía distancia a aquellas inolvidables actuaciones suyas, e incluso hasta dirigió su farragosa y pesada "El buen pastor". Aquí está medido, sobrio, correcto, y muy bien acompañado por los hijos que componen: Sam Rockell, Drew Barrymore y la sorprendente Kate Beckinsale-por su nivel de perfomance, y ergo su espléndida belleza también-, algo destacable es que Paul McCartney compuso especialmente para esta peli su tema "I want to come home", el cual se puede oir sobre las escenas finales. No es de igual calidad que aquella versión de casi 20 años atrás, tampoco es original, tiene sus defectos sensibleros, claro sin llegar a parecerse a una de Sandrini del viejo cine nacional. El público mayor de 40 años podrá disfrutarla mejor, sin olvidarse de tener sus pañuelos descartables a mano.
Frank Goode (Robert de Niro) se convierte en un ama de casa de los años cincuenta. No sólo debe limpiar y hacer las compras, sino que tras la muerte de su mujer, queda a cargo de mantener a la familia unida. Sus hijos (Kate Beckinsale, Sam Rockwell y Drew Barrymore) están desperdigados por todo el país y él trata de reunirlos en la mesa familiar. Pero todo sale mal. Ninguno puede llegar. Y entonces decide que si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma. En una suerte de road trip improvisado, Frank recorre el país para des-econtrarse con sus hijos. El film de Kirk Jones pone todo el énfasis en la cuestión de la comunicación familiar. Cuán irónico que mientras Frank dedicó toda su vida a recubrir con PVC los cables que permiten las llamadas telefónicas (motivo por el cual tiene fibrosis pulmonar) para que sus hijos “triunfen”, hoy no pueda comunicarse con ellos. Por otro lado, sus hijos se mantienen comunicados entre sí para tratar de ocultarle que uno de sus hermanos está desaparecido en México. No es la primera vez que vemos esta clase de films, aunque por lo general suelen aparecer cerca de la navidad, momento de reunión y reflexión familiar. A la vez que se nos muestran los conflictos entre padres e hijos, vemos los dilemas de cada integrante de la familia por encontrar su lugar en el mundo. Es el tipo de film que mezcla escenas de comicidad con otras de alto dramatismo (pensemos en The Family Stone, 2005). También Jodie Foster dirigió uno de estos films, Home for the holidays (1995) donde realmente salió más que airosa de la situación, con un elenco de estrellas impecable (Anne Bancroft, Charles Durning, Robert Downey Jr entre otros). Ciertas temáticas se repiten (los hijos que tratan de complacer infructuosamente a los padres en absolutamente todo, los hijos exitosos, los hijos bohemios, los hijos heterosexuales y sus matrimonios, los hijos homosexuales y sus matrimonios, los hijos totalmente perdidos en su propio caos personal) pero al fin y al cabo, todos terminan estando bien. En el sentido de que todas estas luchas internas que hacen pensar a los padres que han fallado en su tarea de educadores, sólo ponen de manifiesto la imposibilidad de evitarles a quienes amamos que sufran y se equivoquen y crezcan. En líneas generales es una película entretenida, emotiva, pero muy poco memorable. Dejando de lado que algunas cuestiones se resuelven de una manera un tanto surrealista (la anagnórisis de Frank respecto a la realidad de cada uno de sus hijos llega en la forma de una situación onírica) es un film muy lineal y bastante predecible, más bien dedicado a la generación de padres de los años cincuenta, aquellos que creían que sacrificar sus propios intereses en pos del de sus hijos era un boleto seguro a la felicidad.
Si bien la mención aparece recién en los créditos finales y ni siquiera está consignado en el afiche –doble despropósito- Están Todos Bien es una versión estadounidense (coproducida con Italia) de la película de Giuseppe Tornatore Stanno tutti bene. Protagonizada por el gran Marcello Mastroianni y con otra extraordinaria partitura de Ennio Morricone, fue una verdadera obra maestra de Tornatore que, como ha ocurrido antes (Fabricante de estrellas y La leyenda de 1900 no fueron valoradas en su real dimensión) y sigue ocurriendo ahora (con la excelente La desconocida), ha estado eclipsada por la joya emblemática Cinema Paradiso. Con todo ese recuerdo, era muy difícil que ese buen director que es Kirk Jones (El divino Ned) logre empalidecer las virtudes del film original, cosa que por otra parte ocurre con el noventa por ciento de las a veces inexplicables remakes norteamericanas. De todas maneras Están Todos Bien, cuyo toque italiano en la producción sólo se vislumbra en la agradable música de Dario Marianelli, es un digno acercamiento al espíritu de aquél film, fundamentalmente porque la trama y la línea expresiva no pretenden emparentarse con la idiosincrasia familiera y extrovertida retratada por Tornatore. Jones se basa en la manera de ser del estadounidense, más sobrio con sus afectos y con una tradición familiar menos arraigada. Además le otorga al viudo y jubilado Frank una antigua tarea de manufacturador de cables, los mismos que acompañan sus viajes en tren y ómnibus por todo el país a la búsqueda de recomponer los lazos con sus distanciados hijos. En sus reencuentros descubrirá pequeñas o grandes tragedias que le eran ocultadas por ser un padre manipulador y proclive a la victimización. Él aún ve como niños a sus hijos adultos, y un tramo final profundamente emotivo le da un apropiado cierre a una comedia dramática que recupera a un gran actor como De Niro, acompañado por un elenco ajustado en el que se destaca Sam Rockwell.
Este curioso road movie protagonizado por Robert De Niro no debería llevarnos a confusión. Aunque a primera vista pueda parecer una simple y cálida comedia de enredos familiares, no lo es, aún pese a los intentos de su guionista y realizador Kirk Jones de adecuarla al estilo americano del happy end. Frank Goode espera en vano la llegada de sus cuatro hijos para pasar un fin de semana juntos. Uno a uno van cancelando la visita por lo que decide no quedarse solo en su casa, y se aventura a cruzar todo el país con tal de sorprender y ver a cada uno de ellos. Ese viaje será para Frank todo un descubrimiento sobre quienes son sus hijos y cuál es la verdadera relación que supo forjar con ellos a través de los años. “Están todos bien” se basa en la película italiana de Giuseppe Tornatore “Stanno tutti bene” de 1990, protagonizada por el insuperable Marcelo Mastroianni. La misma se caracterizaba por una tristeza e ironía que lo invadían todo, sin dejar de lado cierta atmósfera de ensueño. En la nueva versión vislumbramos en parte estos elementos aunque de forma menos precisa y dramática. Pero aún así, Jones llega a tocar esas íntimas fibras que nos llevan a la emoción y a la reflexión, identificándonos en más de un momento con la soledad del protagonista. Drew Barrymore, Kate Beckinsale y Sam Rockwell, que interpretan a los hijos de De Niro, se debaten entre separaciones, hijos, elecciones sexuales y profesiones que por todos los medios intentan ocultar a su padre para no defraudarlo. Aunque su real objetivo a lo largo de casi toda la narración sea encontrar a su hermano menor -misteriosamente desaparecido- y dilatar lo más posible ese disgusto a Frank. Y es justamente en el desenlace final, referido al hijo desaparecido, donde la obra pierde fuerza y credibilidad. Es como si el realizador se propusiera no hacernos sentir tan apenados, y a golpe de escenas previsibles y poco arriesgadas dramáticamente, nos empujara al final tranquilizador y si no feliz, al menos alegre. Una de las mejores escenas es sin duda la del sueño de Frank, donde almuerza rodeado de sus cuatro hijos quienes aparecen como niños, pero mantienen con él una conversación de adultos. Se trata de un momento decisivo, en el cual el protagonista puede atar los cabos sueltos y entender de una vez que sienten sus hijos respecto a él y sus exigencias. “Están todos bien” es una buena realización, que con aciertos y desaciertos hereda de su predecesora italiana aquello de que lo primero es la familia.
Hace varios meses, me invitaron a ver una película, y no pude ir a verla, pero me quedé con ganas de ver nuevamente al gran Robert De Niro en la pantalla grande. Así que algunos días atrás la alquilé, y la ví. Me habían comentado que era una comedia, bueno, desde ya les aclaro que no lo es en absoluto, y que simplemente tiene algunas situaciones que pueden parecer graciosas, pero es una película más bien dramática. Realmente me pareció una gran película, principalmente porque toca varios temas que pueden presentarse tranquilamente en cualquier "familia tipo". Todas las situaciones las desencadena Frank Goode, el protagonista de la película, y padre de de cuatro maravillosos (o quizás no tanto...) hijos, que decide hacer un viaje sorpresa para visitar a sus hijos y ver qué tal les va, qué es de sus vidas. Situaciones inesperadas, viajes, alegrías, decepciones, conversaciones, y sentimientos, se ven encontrados a lo largo de la película, que nos hace reflexionar y repensar algunos temas, que son sumamente importantes, y que quizás uno pasa por alto. "Están todos bien" tiene una sólida actuación de Robert De Niro, y una historia que vale la pena ver, y que seguramente los dejará pensando un buen rato.
Robert De Niro interpreta a un viejo viudo, oxidado y anticuado, que decide, tras las sucesivas cancelaciones de sus hijos a una reunión familiar por él organizada, visitar a todos ellos -en contra de las indicaciones de su médico-, recorriendo así gran parte de los Estados Unidos en tren y micro. En lugar de una agradable sorpresa, sus hijos, ya mayores, lo reciben con poco entusiasmo, a la vez que esconden o trastocan hechos de su vida, lo que genera sospechas en el viudo Frank Goode (De Niro). Amy (Kate Beckinsale) oculta sus problemas de pareja, Robert (Sam Rockwell) no es ningún director de orquesta, sino que se dedica a la eternamente rebajada percusión, Rosie (Drew Barrymore) es quizá menos exitosa como bailarina en Las Vegas que lo que su padre cree, y David... todos están preocupados por David. El film, dirigido por Kirk Jones -quien también se encargó del guión- está basado en una película italiana de Giuseppe Tornatore, Stanno Tutti Bene, aunque, claro, la familia italiana y los valores de dicho país europeo (me refiero también a los valores cinematográficos) no son los mismos que para los estadounidenses. El resultado, será, por ende, distinto. Principalmente, y con acierto, se trata de road movie. El viaje de Goode es central, y el director utiliza una metáfora quizá un poco burda para darle sentido a todo esto, que consiste en que el viejo había trabajado recubriendo de PVC los cables de teléfono, y la comunicación con sus hijos resultaba, al presente, imposible y dificultosa por ese u otros medios. Más allá de esto, hay ciertos datos importantes en cuanto a la realización del film. Si bien es una road movie "light", el trabajo de fotografía y arte es destacable, teniendo en cuenta que en la película se visitan Denver, New York, Las Vegas y Chicago , y el rodaje se produjo casi en su totalidad en el estado de Connecticut. Por supuesto, una cámara de alta definición Panavision Genesis ayudó bastante. El guión de Everybody is fine entretiene decentemente al público, con los golpes bajos y los toques de humor bien llevados por los intérpretes. Quizá la repercusión de la temática "familiar" fluctúe según en qué relación se encuentre uno con la propia familia, esto es, dependiendo de cómo el film tenga un asidero para construir vínculos con el espectador. El screenplay, no obstante, pudo haber tenido alguna modificación que lo apartara de un final típico de Hollywood, pero prefirió quedarse con su estructura de actores famosos y lemas bonitos sobre la familia. Por esta razón, y por la carencia de otros motivos de excitación a lo largo del film, Están todos bien se convierte en un film muy acomodado a los gustos de un público que no espera demasiado y que prefiere menos cine y más cháchara. Siempre insisto en la experiencia de ir al cine y ver todo lo que se pueda (aunque hay entradas que cuestan lo que mejor hubiera sido haber ahorrado), pero sin mucho daño podemos esperar al estreno en televisión. Esta producción de Kirk Jones no deja de tener, empero, unos bocados de agradable sabor.