Acaso una de las grandes olvidadas de la temporada de premios, esta historia de amor y desamor en tiempos convulsionados, con el escenario principal de un cine, permite, además, indagar sobre la salud mental y los tratamientos. Hermosa. Olivia Colman brillante.
A partir de las críticas y comentarios que fue recibiendo “IMPERIO DE LUZ” en el circuito de festivales en donde ha participado, se la fue posicionando como una nueva “Cinema Paradiso”, bajo los ojos de Sam Mendes. Si bien el último trabajo del director de “Belleza Americana” “Sólo un sueño” o “1917”, tiene un cálido homenaje al cine de los ’80 y no pierde en ningún momento ese tono de nostalgia que cubre todo el relato, el eje de la historia es Hilary (otra gran composición de Olivia Colman), una mujer que ha pasado sus días trabajando en el cine “Empire” –nombre que incluso habilita el juego de palabras con el título original-, un cine antiguo del sur de Inglaterra, en la ciudad costera de Kent. Hilary debe lidiar con una salud mental y emocional inestable y por lo tanto, encuentra en su trabajo su propio refugio y es una parte muy importante en su vida al límite de soportar algunas concesiones abusivas de su jefe (Colin Firth, en un pequeño gran papel) como forma de permanencia en su trabajo y que, de alguna manera, la hiciera sentir especial. Todos elementos y situaciones que, en tren de trazar paralelismos, la acercan más al universo de la protagonista de “La Rosa Púrpura del Cairo” de Woody Allen que a la obra de Tornatore. Pero el tema del cine no es el alma del relato que propone Mendes, sino que lo toma como un excelente medio para poder desplegar –mientras se desarrolla la historia- un homenaje a las salas de cine enormes, que ya casi dejaron de existir, que inexorablemente hablan del paso del tiempo, de cómo ha cambiado la forma de ver y sentir el cine, de aquellas películas que marcaron nuestra adolescencia, mientras participan de la trama otros cambios sociales y culturales que se estaban viviendo en aquella Inglaterra donde reinaba la primera ministra Margaret Thatcher. Pero Mendes tiene claro que el centro de la historia es Hilary y construye alrededor de ella un melodrama clásico con centro en la llegada al cine de Stephen, el nuevo empleado afrodescendiente que por un lado, permite ver el conflicto racial que seguía siendo importante en la sociedad británica de la época y por el otro, la posibilidad de que Hilary viva un romance diferente, debiendo lidiar con la intolerancia social que, junto con su delicada salud mental, hacen que rápidamente comience a mostrar su costado más endeble. Mendes aprovecha algunos encuentros furtivos iniciales de Stephen y Hilary para recorrer las salas de cine abandonadas que quedaron en el primer piso del Empire (como una premonición de lo que sucedería luego con las grandes salas de pequeñas ciudades) y junto con la estratégica posición de su cámara, logra los momentos más bellos de la película, gracias a la exquisita fotografía de Roger Deakins, dos veces ganador del Oscar, que ha logrado una nueva nominación por este trabajo. Quizás por temas de la distribución y apostando a mayores nominaciones en la temporada de premios, “IMPERIO DE LUZ” queda opacada por otras de las películas de la temporada de filmes “oscarizables”. Pero el pulso de Mendes para contar la historia (aunque quizás le sobren algunos minutos) y para dirigir su elenco, la convierten en un producto interesante que además tiene ese toque de referencias cinéfilas que no encripta sólo para los entendidos sino que las exhibe directamente como vehículo ideal para recordar aquellas épocas donde vimos en pantalla grande “Carrozas de Fuego” “Locos de Remate” con Richard Pryor y Gene Wilder, el “Toro Salvaje” de Scorsese o la inolvidable “All that Jazz”. Si bien el guion de Mendes no es brillante y transita por los caminos más clásicos del género, el elenco realza el nivel de la propuesta: en pequeños papeles los reconocidos Colin Firth y Toby Jones engalanan el elenco, sumándose el joven Tom Brooke como uno de los compañeros del cine. Micheal Ward (de las series “Top Boy” y “The A list”) en el rol de Stephen genera un buena química con la Hilary de Olivia Colman, quien nuevamente aprovecha todos los matices de su papel para brindar otra gran interpretación y seguir creciendo en cada uno de sus personajes. Y sobre el final, cuando ella esté sola en el centro de la platea mirando en esa pantalla inmensa “Desde el Jardín”, ese sutil homenaje al cine queda plasmado en un diálogo perfecto entre dos personajes que deben lidiar con la incomprensión y la violencia del mundo que está apenas salimos de cada sala cuando se prenden las luces.
El director de Belleza americana, Camino a la perdición, Solo un sueño, El mejor lugar del mundo, 1917 y dos entregas de la saga 007 como Operación Skyfall y Spectre plantea lo que en principio es una carta de amor al cine (en el cine), pero luego deriva hacia un melodrama bastante convencional. Tras su paso por festivales como los de Deauville, Toronto, Londres y Mar del Plata, llega finalmente a las salas argentinas. Me sentí un poco engañado por Imperio de luz. No porque sea una mala película (tampoco es algo particularmente deslumbrante) sino porque me la habían vendido como “un tributo al séptimo arte”, “la Cinema Paradiso de Sam Mendes” y terminó siendo un apenas correcto melodrama con una gran sala de cine de espíritu art deco (en verdad el complejo tiene dos pantallas) de trasfondo. Estamos a principios de los años '80 y Hilary Small (Olivia Colman, de esas actrices que elevan cualquier material por convencional que sea) trabaja como administradora del Empire, un hermoso y amplio cine ubicado en la ciudad costera de Kent. Frustrada, deprimida, con evidentes inestabilidades emocionales que intenta combatir con una batería de químicos, nuestra antiheroína parece encontrar en ese ámbito algo de equilibrio. Hasta que a los pocos minutos descubrimos que su jefe, el Sr. Ellis (Colin Firth), es un tipo decididamente abusivo. El equipo fijo del Empire se completa con el proyectorista Norman (el siempre notable Toby Jones) y un recién llegado (negro, y no se trata de un dato menor) llamado Stephen (Micheal Ward). En la Inglaterra de Margaret Thatcher se proyectan en ese cine durante los meses en los que transcurre la película Cómo eliminar a su jefe / Nine to Five, El hombre elefante, All That Jazz: El show debe seguir, Los hermanos caradura / The Blues Brothers, Toro salvaje, Carrozas de fuego y Desde el jardín / Being There (estas dos últimas ejes de sendas escenas cumbre), pero más allá de esas y otras referencias cinéfilas, Mendes (aquí tambien guionista) se maneja dentro de terrenos previsibles y de los cánones esperables de la corrección política. A las cuestiones ligadas a la salud mental de Hilary, se le suman una (algo más que) amistad entre la protagonista y Stephen (un tipo mucho más joven que sueña con ingresar a la universidad para estudiar Arquitectura), la problemática del abuso sexual y, sobre todo, el creciente racismo hacia negros y extranjeros por parte de grupos de ultraderecha como el Frente Nacional aquí concentrados en grupos de skinheads fascistas. Demasiadas ramificaciones (trabajadas, es cierto, sin sensacionalismo y por momentos incluso con cierta sensibilidad) para una película -bellamente fotografiada por el gran Roger Deakins y musicalizada por la dupla Trent Reznor y Atticus Ross- que prometía una cosa y termina siendo otra(s).
Sam Mendes le escribe una carta al cine junto a Olivia Colman en Imperio de Luz, donde la belleza de las salas se proyecta en una historia de amor al séptimo arte y a poder disfrutar de la los más simple de la vida. Dirigida y escrita por Sam Mendes, mientras que el elenco está compuesto por Olivia Colman, Micheal Ward, Colin Firth, Toby Jones, Tom Brooke, Tanya Moodle, Hannah Onslow, Crystal Clarke y Monica Dolan. La trama se centra en Hilary (Olivia Colman) una mujer de más de 40 años, solitaria, que no tiene ningún lazo familiar y que su vida es sumamente rutinaria. Su trabajo es en el Empire Cinema, ubicado en Margate, costa sur de inglaterra durante los años 80, este lugar aún tiene mucho brillo y muestra que, a pesar de que las salas de cine estén cerrando o haciéndose más pequeñas, este bello sitio sigue en pie. Hilary conocerá a Stephen, un joven que cambiará su vida y la hará verla y vivirla de otra forma. Imperio de luz es una carta de amor al cine que no se puede comparar con Cinema Paradiso (1988), ya que Sam Mendes pone su propio sello, pero que, aun así, muestra lo bello de las películas, y hasta incluso, puede cambiar la forma, en la que una persona como lo es Hilary, viva su propia vida o pueda comprender a los demás. Por el otro lado se encuentra Stephen, un joven de padres nacidos en Jamaica, siendo objeto de racismo, sabiendo que, en esa época, el partido fascista National Front, continuaba lastimando a los inmigrantes. Por lo que el espectador es testigo de la injusticia que sufre día a día Stephen, siendo Hilary, la mejor en comprenderlo, ya que tuvo una vida complicada y ser la primera en estar ahí para él. La nueva película de Sam Mendes es una historia que mete en papel a los espectadores y provoca que puedan ver como el apreciar al séptimo arte, es capaz de cambiar una vida por completo. Pero no solo ese elemento está en juego, sino también, el relato de dos personas que atravesaron lo imposible día a día en sus vidas, y que, a pesar de ser dos polos completamente opuestos, pueden equilibrar el uno al otro más allá del amor y la amistad. Adaptada de forma bellísima a la época, con un vestuario tan reluciente como deprimente en cada escena que marca la vida de Hilary y con una musicalización que sienta a los espectadores en las butacas del Empire Cinema. Imperio de luz no sale de nada que no fuera común, pero que presenta una historia con todos sus matices y el amor al cine.
Es una película donde Sam Méndez (“Belleza americana”, “1917”, “Skyfall”) su director y guionista plantea su amor al cine, en una producción perfecta y bellísima, con grandes actores, pero donde el argumento que abarca muchos temas se dispersa. Imperfecta pero querible y sugestiva esta producción está ambientada en un cine art decó de la costa suroeste de Inglaterra, una joya vintage, que con una gran dirección de arte y la fotografía de Roger Deakins se transforma en un lugar de ensueño. La época son los ochenta, el tiempo de Margaret Tatcher, tiempo de estrenos de “All that jazz y “Carrozas de fuego”. En ese lugar desarrolla la historia del personaje de Olivia Colman con una de sus mejores actuaciones, conmovedora, sensible, vulnerable. Ella lidia con su enfermedad mental, ( un tema sensible para el director por la historia de su madre), su jefe abusivo y brutal ( Colin Firth ) y el refugio que encuentra en sus compañeros de trabajo donde brilla Toby Jones ( el proyectorista). A su vida de construcción frágil llega la ilusión amorosa de la mano de un joven negro que sufre la agresión de los skinheads y la incomprensión por su relación con una mujer mayor. Entre tantos temas que van desde el racismo, el tratamiento con litio como una panacea, la inevitable decadencia del lugar con un glamour gastado y partes abandonadas, la historia de amor que no se siente real, se construye este imperio de luz precioso, un tanto gélido, con el aporte deslumbrante de sus actores.
Una maquinaria compleja Con el transcurso de los años el británico Sam Mendes demostró ser un director bastante decepcionante porque después de empezar su carrera con propuestas interesantes como Belleza Americana (American Beauty, 1999), su retrato sarcástico de los escombros del mito de la prosperidad yanqui, Camino a la Perdición (Road to Perdition, 2002), relectura bastante meditabunda del film noir y el cine de mafiosos, y Sólo un Sueño (Revolutionary Road, 2008), su dramón sobrecargado de pareja de impronta retro, el señor comenzó a derrapar con películas de marco preciosista o formal impecable aunque sin la capacidad de soportar demasiado análisis más allá de una inmediatez consumista y banal muy específica del género o nicho en cuestión, pensemos por ejemplo en obras anodinas que precisamente no resisten una segunda visión o quizás no llegaron a ser ni buenas ni malas del todo como Soldado Anónimo (Jarhead, 2005), su deslucida interpretación de la apatía de las milicias primermundistas posmodernas, El Mejor Lugar del Mundo (Away We Go, 2009), suerte de cruza tontuela entre road movie y comedia indie, 1917 (2019), epopeya bélica parcialmente inspirada en la participación del abuelo de Mendes en la Primera Guerra Mundial y rodada bajo el objetivo de simular dos mega tomas secuencias que abarcan todo el metraje, y por supuesto Skyfall (2012) y Spectre (2015), esas dos entregas de la franquicia de James Bond/ 007 que por cierto nada tienen que hacer ante la primera realización de esta fase con Daniel Craig, Casino Royale (2006), opus en verdad insuperable del especialista Martin Campbell. Lamentablemente Imperio de la Luz (Empire of Light, 2022), su última faena, tampoco levanta la puntería y se suma al lote de películas recientes semi autobiográficas por parte de directores del mainstream que optan por homenajear a su propia juventud, a una etapa histórica previa o al mismo séptimo arte en su conjunto, siempre tomando como modelo al querido Federico Fellini de Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), 8½ (1963) y Amarcord (1973). Más cerca de los automatismos nostálgicos de Roma (2018), de Alfonso Cuarón, y Belfast (2021), de Kenneth Branagh, que de retratos más enriquecidos y contradictorios símil Tiempo de Armagedón (Armageddon Time, 2022), de James Gray, y Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), el lienzo heterogéneo de Steven Spielberg, Imperio de la Luz pretende unificar de manera muy trasnochada el esquema melodramático pomposo de Douglas Sirk, aquel de Su Gran Deseo (All I Desire, 1953), Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1954), Siempre Hay un Mañana (There’s Always Tomorrow, 1955), Lo que el Cielo nos da (All That Heaven Allows, 1955), Escrito en el Viento (Written on the Wind, 1956), Tiempo de Vivir y Tiempo de Morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958) e Imitación de la Vida (Imitation of Life, 1959), con las primeras exploraciones de Hollywood alrededor de la temática del integracionismo racial en sintonía con los trabajos más recordados de Sidney Poitier, esos que van desde Fuga en Cadenas (The Defiant Ones, 1958), joya de Stanley Kramer, La Escuela del Odio (Pressure Point, 1962), de Hubert Cornfield, y Cuando Sólo el Corazón ve (A Patch of Blue, 1965), de Guy Green, hasta Adivina Quién Viene a Cenar (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967), asimismo de Kramer, Al Maestro, con Cariño (To Sir, with Love, 1967), de James Clavell, y Al Calor de la Noche (In the Heat of the Night, 1967), el clásico de Norman Jewison. El guión del propio Mendes juega con la metáfora del proyector de cine, una “maquinaria compleja” que como el amor despierta la “ilusión de movimiento”, y cubre una relación clandestina entre 1980 y 1981 de dos compañeros del Empire Cinema, complejo de dos salas de la ciudad costera de Margate, en el sur del Reino Unido, el veinteañero Stephen (Micheal Ward), empleado negro polirubro que se encarga de tareas de recepción de espectadores, y Hilary Small (Olivia Colman), subgerenta de unos 40 y pico de años que vive sola y está siendo medicada con litio por un trastorno bipolar. Mendes condimenta el asunto con un background más o menos atractivo para ambos, con Hilary protagonizando un affaire a desgano con su jefe casado, el gerente Donald Ellis (un desperdiciado Colin Firth), y concurriendo regularmente a clases de baile y al consultorio de su psiquiatra luego de una internación por un episodio depresivo y de crisis psicótica, el Doctor Laird (William Chubb), y con Stephen queriendo estudiar arquitectura y en esencia constituyendo la primera generación de británicos nativos de una familia de inmigrantes a raíz de la mudanza de su madre Delia (Tanya Moodie), una mujer de Trinidad y Tobago que estudió enfermería en el Reino Unido, no obstante la progresión narrativa general es sumamente sosa y los “obstáculos” que atraviesa la relación de turno no pasan de ser una colección de clichés hiper previsibles, recordemos en este sentido la fragilidad emocional de ella y sus cambios repentinos de ánimo, el coqueteo de él con una ex compañera laboral de su madre y ex pareja del muchacho, la también negra Ruby (Crystal Clarke), y desde ya el triste accionar de los skinheads del período y sobre todo de los militantes neofascistas del Frente Nacional, un partido político de extrema derecha que en el segundo lustro de los 70 y principios de los 80 tuvo una breve etapa de auge en términos de militancia y repercusión electoral, siempre atizando la xenofobia estándar de la fauna europea caucásica. Mientras ambos curan una paloma herida y adoptan como “nidito de amor” a la planta superior del gigantesco edificio del Empire Cinema, esa que atesora abandonadas otras dos salas que parecen anticipar la crisis paulatina de los exhibidores cinematográficos a partir de los años 80, gracias a la concentración oligopólica de las multicadenas y el recrudecimiento del monopolio productivo hollywoodense a escala global, Small deja de tomar el litio a pura felicidad y eventualmente experimenta otro brote agresivo cuando Stephen quiere finiquitar el vínculo romántico, por ello vocifera su affaire con Ellis y pronto regresa al manicomio. La película, que el grueso de la crítica y el público homologará a una versión fallida de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, porque es lo único que conocen en lo que atañe al rubro del metacine, honestamente no tiene mucho que ver ni con el humanismo de Fellini y François Truffaut ni con el sustrato más intelectual de Rainer Werner Fassbinder y Woody Allen, por nombrar sólo cuatro cineastas melancólicos y autoreflexivos que pensaron incansablemente toda esta frontera entre realidad y ficción, panorama que tiene que ver con el carácter estereotipado y patético tanto de Hilary, una hembra abúlica que no es capaz de valerse por sí misma o defender al hombre que ama de las agresiones de neonazis inmundos o clientes racistas y soberbios, como de Stephen, un carilindo que en ocasiones parece funcionar como un mero dispositivo retórico que fuerce el esperable “autodescubrimiento” -uno tardío a más no poder, sobre los últimos segundos del metraje- de la fémina para que por fin deje atrás su Complejo de Electra mal curado, ahora con papi teniendo sexo extramatrimonial con la secretaria y mami culpabilizándola por arruinar su matrimonio como todo hijo, un parásito afectivo y material. La ciclotímica odisea por un lado aprovecha canciones varias de Bob Dylan, Joni Mitchell y Siouxsie and the Banshees y por el otro sufre muchísimo debido a comparaciones motivadas por los mismos films exhibidos en el Empire Cinema, como las geniales Desde el Jardín (Being There, 1979), de Hal Ashby, All That Jazz (1979), de Bob Fosse, y Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), de Martin Scorsese, o las amenas The Blues Brothers (1980), de John Landis, Locos de Remate (Stir Crazy, 1980), de Poitier en modalidad director, y Carrozas de Fuego (Chariots of Fire, 1981), de Hugh Hudson, enfatizando que lo mejor del opus de Mendes son las buenas intenciones de Colman, la música incidental de Trent Reznor y Atticus Ross, la fotografía de Roger Deakins y el cameo de Toby Jones como el proyectorista Norman…
La nueva historia sobre el maravilloso mundo del cine escrita y dirigida por Sam Mendes nos ubica en Inglaterra, en un pueblo, a principios de la década del 80’. Un lugar emblemático, el Cine "Imperio" frente al mar da comienzo a la acción que presenta a Hillary (Olivia Colman) como la encargada del lugar. Allí hay personas bien distintas: su jefe (Colin Firth) quien aprovecha su superioridad para someterla a sus necesidades sexuales, el amigable subdirector Neil (Tom Brooke), Janine (Hanna Onslow), y el proyectista (Toby Jones). Un día comienza a trabajar el joven y apuesto Stephen (Micheal Word) con quien Hillary se involucra fuertemente. El romance la ayuda a olvidar una enfermedad mental por la que está medicada. El juega su juego hasta cierto punto, pero en algún momento las cosas van a salirse de control. Lo mejor de “Imperio de Luz” es que visualmente es impactante, y el elenco es excelente. Y si hablamos de talento, Olivia Colman es una de las mejores actrices de su generación, una vez más demuestra con creces que eleva cualquier guion de manera auténtica y entrega un trabajo plagado de matices. Sólo por su actuación ya vale la pena ver la película.
El director de «Belleza Americana» («American Beauty» -1999) y «1917» (2019) nos presenta un melodrama situado en la década de los ’80 en el que se luce Olivia Colman. Ya hace bastante que venimos hablando y siendo testigos en la pantalla grande de esas llamadas «cartas de amor» al cine, donde directores consagrados miran en retrospectiva sus carreras y deciden homenajear al medio que tan populares los volvió. El caso más reciente, y uno de los más logrados, quizás fue «Los Fabelman» (2022) del querido Steven Spielberg, pero tuvimos incontables ejemplos a lo largo de los últimos años. Como toda tendencia que es explotada hasta el hartazgo, se incurre en un agotamiento bastante notorio incluso para el espectador. Pese a esto y a que la crítica especializada no acompañó del todo al nuevo opus de Sam Mendes, «Empire of Light» (título original de la película) cuenta con algunos pasajes interesantes y una interpretación maravillosa de Olivia Colman («La Favorita», «La Langosta»). El largometraje se centra en Hilary (Colman), una mujer que es la manager de un bonito complejo de salas de cine en Margate, una ciudad al sudeste de Inglaterra. Hilary lleva una existencia bastante tranquila y algo solitaria, y su trabajo parece ser casi todo lo que ocupa su vida. Día a día coordina a los jóvenes que trabajan en el local y también atiende el puesto de golosinas que se encuentra en el hall del edificio. Sus compañeros de trabajo son el Sr. Ellis (Colin Firth), dueño del lugar, Norman, el proyectorista del complejo (Toby Jones) y un grupo variopinto de jóvenes entre los cuales se encuentra el simpático Stephen (Micheal Ward), un joven afrodescendiente que sacará a Hilary de su aparente estado de letargo. El principal problema de «Imperio de Luz» parece ser que aborda e incurre en varios lugares comunes tanto en lo que respecta al «homenaje al cine» como al melodrama y los personajes que lo protagonizan. Sus accionares van llevándolos a un desenlace predecible y familiar. Por otra parte, quizás tenga una sobreabundancia de temas a tratar (el cine, el amor, el racismo, el abuso sexual, la salud mental, etc.) haciendo que no se termine de profundizar en todas las cuestiones que propone de igual manera. No obstante, Mendes es un narrador bastante hábil y logra que el espectador se interese por los personajes y sus problemáticas más allá de prever el desenlace. A su vez, la bonita y melancólica banda sonora compuesta por Atticus Ross y Trent Reznor, que parece acompañar al conflicto interno que tiene el personaje de Hilary (realmente Coleman sorprende con su pericia como actriz una vez más, incluso cuando se cae en un terreno conocido) y la maravillosa fotografía del maestro Roger Deakins embellecen el relato, nos trasportan a la convulsionada Inglaterra de los ’80 de una forma más que convincente y sin ningún tipo de reparo a la hora de denunciar los atropellos que se cometían en el ámbito político y social. Es en este panorama lleno de tensiones raciales y otras tantas cuestiones, que las personas se refugiaban en el cine como forma de escapar de la realidad al menos por un rato, siendo testigos de varios clásicos y gemas del séptimo arte. Quizás ese sea el principal mensaje que intentaba dar Mendes, aunque se le metieron algunos otros temas de la agenda actual y es ahí donde se pierde un poco el rumbo. De todas formas, y pese a los reparos mencionados con anterioridad, «Imperio de Luz» es un melodrama disfrutable que brilla e incluso se beneficia del enorme compromiso de su protagonista.
En la sección autoras y autores del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata se exhibe «Empire of light», la última película de Sam Mendes (007 Operación Skyfall, 1917), una historia sobre el amor y el cine que estrenará en EE.UU el próximo 9 de diciembre. El director traslada al espectador a Kent, Reino Unido y lo sitúa a mediados de los 80. En el icónico cine Empire cada uno tiene su función asignada. Hilary (O. Colman) es la subgerente de turno, una mujer de mediana edad que realiza su trabajo con compromiso, mantiene una buena relación con sus compañeros y un vínculo más que particular con su jefe, el Sr. Ellis (Colin Firth). La rutina de la protagonista se modifica cuando se suma al equipo de trabajo Stephen (Micheal Ward). Ambos se enamoran entre sí y comienzan una historia que en gran parte es narrada dentro de las instalaciones del Empire, especificamente en los salones que no se utilizan. Cada uno de ellos carga con un peso que los angustia, un pasado oscuro atravesado por una internación médica en el caso de Hilary, y el rechazo constante por parte de la sociedad que lo rodea que padece Stephen. Ambos se complementan y compensan el dolor del otro, como un antídoto que se vuelve necesario para seguir día a día. Mendes escribe y dirige una historia sensible que recorre el amor, la soledad y el cine como escape y salvación. Si bien por momentos la película se torna en exceso melodramática es meritorio el trabajo cómo director en lograr que cada uno de los personajes aporte diferentes matices. El trabajo de Toby Jones (que encarna al apasionado proyectorista del cine empire) es impecable. Colman se hace cargo del peso dramático con el compromiso que la caracteriza. Un drama sin fisuras narrativas más que conmovedor. Opinión: Muy buena.
Las enormes puertas del cine Empire se abren ante la llegada de Hilary (Olivia Colman), su férrea custodia. Sus enormes cortinados, las salas repletas de butacas rojas y aterciopeladas y las lucecitas que decoran la boletería anuncian los retazos de grandeza de una era pasada. En la costa de Kent, el Empire no es solo el testimonio de una vida anterior de glamour y vitalidad, sino la extraña premoción de un fantasma que aguarda en el piso superior. Estamos en los años 80, en los albores de la era Thatcher y a la espera de los cambios radicales que atravesará el Reino Unido, tiempo de enfrentamientos raciales, de disputas ante un sombrío devenir. Pero Imperio de luz no es tanto una historia sobre la crisis del cine o la nueva era social en Gran Bretaña sino el atisbo de ese mundo extraño e incomprensible filtrado por la mirada de su protagonista. Hilary cumple día a día sus horarios, las visitas al médico, las comidas en soledad, las medicinas que la mantienen contenida. Le huye a las películas que proyecta el Empire como a la vida que se asoma más allá de las puertas del cine. Experimenta el sexo con su jefe con culpa y sumisión, esquiva festejos y celebraciones, es la primera que llega y la última en irse. Pero un día las cosas cambian, cuando un nuevo empleado llega al Empire: Stephen (Michael Ward), un joven negro, simpático y lleno de esos sueños que Hilary había dejado hace tiempo en el camino. Sam Mendes propone en Imperio de luz la expresión de su propia melancolía mezclada con la conciencia social de aquel pasado visto desde el presente. Todo eso en una historia pequeña y algo abarrotada, que se engrandece gracias al extraordinario trabajo de Olivia Colman y a que detrás de su pretensión hay verdaderos sentimientos. Mendes puede tener más ambiciones que talento, pero no es un director tramposo o deshonesto, sus mundos se adhieren a superficies brillantes, a temas importantes, y a veces se quedan sin remedio a mitad de camino. Aquí Hilary se erige como el centro de su mirada, y los misterios sobre su pasado, aquello que la condujo a los controles médicos y las recetas, se retiene como un giro argumental cuando debería ser la materia viva para entender su historia. Y después está el cine, que no pretende ser el escenario solo de un homenaje sino una ventana a los recuerdos propios: las películas que desfilan en las funciones, las que emocionan a Hilary por primera vez, las fotos que guarda el proyectorista interpretado por Toby Jones en su cabina, son parte de la memoria privada de Mendes antes que aquellas que determinaron su vocación profesional. Por ello cuando la mirada de la película deja a Hilary para asumir la perspectiva de Stephen, el contexto de los enfrentamientos raciales, los dilemas de su educación o la relación con su madre, el relato se torna demasiado prosaico, más deudor de una agenda social que impulsado por una nostalgia genuina. Imperio de luz es disfrutable cuando contagia la encandilada mirada de Colman al espectador, cuando su historia se hace carne y dolor, cuando el cine que descubre nos despierta la pasión.
El sueco Ruben Östlund ya se ha sumado al mexicano Alejandro González Iñárritu y al griego Yorgos Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado) como paradigmas de la grieta en el cine. Están quienes los aman y quienes los defenestran. Lo extremos y los excesos nunca son del todo bueno, y con El triángulo de la tristeza, Östlund volverá a dividir las aguas como con The Square (2017). Vaya solo como dato de color que por ambas películas, The Square y El triángulo de la tristeza, el coterráneo de Ingmar Bergman a los 48 años ya ganó dos Palmas de Oro. Y El triángulo... es candidata al Oscar a la mejor película este año. Bien dicen que algunos directores que hacen cine de autor cuentan, con distintas imágenes e historias, usualmente lo mismo. Las preocupaciones de Östlund pasan por la desigualdad social y satirizar a la burguesía, cuando no enrostrar la vergüenza desmedida, e inapropiada, de sus personajes. El triángulo de la tristeza está dividida en tres fragmentos, y tiene a los personajes del título del primer capítulo, Carl y Yaya, como protagonistas de los tres. Diferencias, burgueses y vergüenzas Ambos son modelos, y en ese tercio del filme Östlund se preocupa por marcar las diferencias entre la pareja. Yaya gana muchísimo más que él, y al momento de pagar una onerosa cena para dos, pese a que habían combinado que ella la abonaría, es Carl el que pone la tarjeta de crédito. Para qué. Los cuestionamientos de parte de uno y de otro van más allá del dinero y se transforman en una suerte de diálogo de sordos, como los que tenía la pareja de Force Majeure -ese padre de familia que huía despavorido de una avalancha, dejando a su merced a su mujer y sus hijos-, sin duda lo mejor que estrenó Östlund. Como sea, Carl le regala un viaje en un exclusivo crucero a Yaya (El yate, segundo capítulo), donde se codearán con distintos personajes, uno más estrafalario que otro, desde el capitán borracho de Woody Harrelson a un ruso exageradamente rico, que simplifica cómo hizo y hace su fortuna: “Vendo mierda”, o sea, fertilizantes. Y el mismo personaje, cuando le pregunta a Carl cómo fue que pudieron afrontar semejante costo del viaje -canje, sobre todo gracias a Yaya, que es influencer y no deja de sacarse fotos posadas-, lo resume con “la apariencia paga los tickets”. Östlund, a la hora de confrontar actitudes o personajes, no se ahorra nada. Se burla de las publicidades y cómo actúan los modelos, dependiendo si trabajan para Balenciaga o la tienda H&M, las ya mencionadas diferencias de género, quién y cómo detenta el poder, en una pareja o en cualquier situación entre extraños. El título viene de una frase dicha por un productor, que le pide a los modelos que relajen el triángulo de la tristeza. Es ése que se forma en el entrecejo. Bueno, viendo la película, habrá quienes lo mantengan incólume, intacto, y quienes sí dibujarán una sonrisa antes que un gesto de adustez o malhumor. Y si hablábamos de excesos, lo escatológica que, con vómitos, por momentos se vuelve la película es incomparable. El tercer segmento, se titula La isla y no vamos a spoilear nada, aunque se pueden imaginar qué sucede. Es allí donde Abigail, el personaje de la filipina Dolly De Leon, que había pasado casi como desapercibida, será importante, y se volverá a cuestionar aquello del uso y abuso de poder, y quién lo detenta. Tal vez demasiado extensa (147 minutos), la película es despareja, empezando muy arriba y terminando algo más abajo. Östlund es muy buen dialoguista, le gusta exasperar los ánimos del espectador y vaya que lo consigue.
"Imperio de luz", el cine como telón de fondo de la segregación La película del director británico es un melodrama correcto y prolijo en donde el cine, como tema, es apenas el condimento de una historia de discriminación y pérdida de inocencia. Desde sus primeras exhibiciones públicas en los festivales de Telluride y Toronto, en septiembre del año pasado, viene hablándose de Imperio de luz como “la Cinema Paradiso de San Mendes”. A priori no faltaban motivos: se trataba, como la reciente Los Fabelman, de una mixtura entre homenaje al cine y recuerdos personales de un realizador de renombre como el británico, quien luego de comandar grandes producciones como la bélica 1917 y dos películas de James Bond volvía a un universo más íntimo a través de una historia cargada de nostalgia acerca de un grupo de personajes quebrados que encuentran refugio en un lujoso complejo de exhibición art deco. Lo cierto es que eso, valga la cacofonía, no es del todo cierto. Se trata, en todo caso, de un melodrama correctísimo y de una prolijidad superlativa, pero cocinado al calor de la búsqueda de un agrado colectivo capaz de traducirse en premios. Si bien la primera secuencia es una serie de imágenes fijas de las distintas partes que conviven en el funcionamiento de una sala –desde la máquina de hacer pochoclo hasta las alfombras rojas, pasando por la sala de proyección–y durante las dos horas de metraje se acumulan referencias a no menos de una docena de películas, el cine aquí es apenas un condimento, el telón de fondo para hablar de, ay, la segregación y una suerte de pérdida de inocencia sobre el tema de la protagonista. La ausencia en los principales rubros de las ceremonias más relevantes de la temporada de alfombras rojas –solo está nominada a Mejor Fotografía en el Oscar, por ejemplo– demuestra que la apuesta no resultó como se esperaba. A diferencia del alter ego de Steven Spielberg en Los Fabelman, que veía con partes iguales de pasión y capacidad analítica cuanta imagen en movimiento le pasara ante los ojos, Hilary (Olivia Colman) no ve ni una película, aunque trabaje como boletera en el Empire, un complejo ubicado en la costa de una ciudad inglesa que supo tener tiempos mejores, como demuestran los espacios que acumulan polvo a raíz de la baja de público. De aquella época lustrosa sobrevive también un staff integrado por un par de acomodadores, el proyectorista Norman (Toby Jones, a cargo de la inevitable referencia a la “magia” que hace los fotogramas cobren vida al pasar por el haz de luz) y el jefe (Colin Firth), un tipo abusivo que hace las veces de villano. El contexto no es el mejor: el almanaque marca el año 1980 y la crisis económica golpea con fuerza a una superpotencia que veía cómo el Estado de Bienestar se esfumaba a fuerza de austeridad y nuevas configuraciones geopolíticas. Pero Hilary tiene sus propios problemas. Un desequilibrio emocional que la vuelve solitaria y temerosa ante todo y todos, por ejemplo, además de ser una asidua consumidora de medicamentos. Así es hasta la contratación un nuevo empleado, Stephen (Micheal Ward), un jovencito voluntarioso que sueña con estudiar Arquitectura, pero no puede porque es negro. Su llegada cambia, por un lado, la energía vital de Hilary, que se acerca al principio de manera amistosa para luego pasar a los bifes. Y, por otro, la lógica que hasta ese momento venía construyendo el guion Mendes, en tanto de allí en adelante abraza los tópicos de los romances imposibilitados por varias situaciones. Entre esas situaciones asoma con cada vez más fuerza la segregación. Poco después de conocerlo, Hilary ve cómo a Stephen lo verduguea un grupo de skinheads convencidos de que los afroamericanos “les roban el trabajo”. Un poco más adelante, volviendo de una escapada a la playa, él se incomoda ante un pasajero que mira torcido cómo abraza a una mujer blanca. En vísperas del final, una turba enardecida destruye el cine y se ensaña particularmente con el muchacho, que termina internado. Tres postales que hacen que Hilary se dé cuenta que el mundo es mucho más problemático que su entramado emocional. Tres secuencias del pasado que vuelven al presente teñidos de corrección política.
Como “Cinema Paradiso”, pero en la Inglaterra de la década del ‘80. Imperio de luz está narrado desde el punto de vista de Hilary Small (Olivia Coleman), una mujer que trabaja en el cine Empire, aunque socialmente es muy solitaria. Su vida cambia cuando llega el nuevo empleado llamado Stephen (Micheal Ward), en el cual compartirán secretos y construirán una bella relación, a pesar de las adversidades. Contado así nomás parece un drama romántico, sin embargo hay algo más allá de lo que se ve a simple vista. Yendo a los detalles técnicos, el film de Sam Mendes (mismo que dirigió dos para la franquicia del agente 007, protagonizado por Daniel Craig) vuelve a enamorarnos a través de la fotografía que corre por cuenta de Roger Deakins, apostando entre planos abiertos para apreciar los espacios y planos cerrados cuando los personajes hablan, ante una predominancia de tonos cálidos y oscuros con el propósito de acentuar tanto el clima como las situaciones que atraviesan los personajes. Mientras el montaje de Lee Smith mantiene un ritmo in crescendo en varias ocasiones para que el clímax cumpla su objetivo, el score vuelve a tener en cuenta a la dupla Trent Reznor y Atticus Ross, cuya combinación produce un efecto de empatía, extrañeza, melancolía y esperanza. Por último, pero no por eso menos importante, se destacan las actuaciones, además de los ya mencionados, de Colin Firth, Toby Jones y Tom Brooke, al salir de su zona de confort demostrando otra faceta que, al menos yo, no creía capaz de ver. En líneas generales, esta cinta de 119 minutos logra impactar no solo en el acting y la buena química con el cast elegido, sino en lo visual y en los temas a tratar, que no dejará indiferente a nadie. Un homenaje al séptimo arte, como pantalla para abordar problemáticas sociales y mentales.
El filme en sus inicios parece instalarse en la linea de “Cinema Paradiso” (1988), pero luego deriva en otras muchas sub - tramas, sin terminar de decidirse por cual. Una historia de amor imposible, la violencia ejercida a partir de la discriminación, el abuso de poder, la enfermedad mental, los sueños inconclusos, los proyectos por venir o el porvenir. Todo transcurre a principios de la década de 1980 en la Gran Bretaña de Margaret Tatcher, las acciones transcurren en su mayor parte en una sala de cine de un pueblo de la costa británica. Podría pensarse como una especie de autobiografía, tan en boga últimamente, de Sam Mendes, el director, el mismo de “Belleza Americana” (1999), “1917” (2019), de hecho
TODO EN TODAS PARTES AL MISMO TIEMPO A Sam Mendes las películas se las suele hacer el director de fotografía: Imperio de luz es otra demostración de las capacidades del enorme Roger Deakins para iluminar la escena y, desde ahí, sostener una idea que es visual y física. Ese tono melancólico es el que aprovecha bien, por un rato, el director de Belleza americana, centrándose en una mujer con problemas para sociabilizar que trabaja en un cine en la Inglaterra de comienzos de la década de 1980; personaje al que Olivia Colman le aporta toda su intensidad y que la película toma como punto disruptivo de un universo mayormente placentero. La idea del cine como refugio es sí un lugar común, pero hay algo evocativo y personal que atraviesa esos primeros minutos que hacen de la experiencia algo gratificante, casi como si fuera un cuento. Entonces, por un rato, Imperio de luz se concentra en un grupo laboral y un espacio físico, ese cine, que funciona como gran locación. Pero como Mendes casi nunca se queda contento con demostrar que puede contar bien apenas un simple cuento, comienza a sumarle capas a su película, que se abre en subtramas y representaciones hasta confundir el punto de vista: con el ingreso al staff del cine de un muchacho negro que padece discriminación, el film perderá el norte y no se sabrá cuál película de todas las que tiene ahí dentro está dispuesto el director a contar, aunque siempre se nota movilizado por tachar múltiples casilleros en la agenda actual: ¿es una película sobre el cine? ¿Es una película sobre cómo los viejos cines sucumbieron en las fauces del capitalismo de las multisalas? ¿Es una película sobre la salud mental? ¿Es una película sobre el amor entre una mujer madura y un joven? ¿Es una película sobre los problemas raciales de la Inglaterra de Thatcher? ¿Es una película evocativa sobre el pasado, a pesar de sus sinsabores? No se sabe. A veces es solo una cosa. A veces intenta ser todo junto. Lo cierto es que luego de ese comienzo concentrado en tiempo y espacio, Imperio de luz se abre, aunque más que abrirse se desparrama, se extiende incómodamente hasta volverse bastante irritante en su búsqueda de prestigio, de premios y de pedidos de disculpas. Como dijo Guillermo Colantonio, parece una película hecha por Mendes para disculparse por Belleza americana. Todo esto genera, además, que la película avance hacia múltiples finales, que se suceden estirando el relato y perdiendo en el camino la oportunidad de cerrar con ese supuesto leitmotiv que es el cine. No deja de ser curioso que si bien Mendes elige el espacio físico de un cine (para el director el recuerdo es con el edificio, nunca con las películas, lo suyo es la arquitectura y la decoración antes que el cine) el mismo nunca adquiera verdadero peso dentro del relato, nunca termina de hacer sistema con los conflictos de los protagonistas. Perdón el spoiler -y la digresión de este último párrafo-, pero en determinado momento al personaje de Colman le dicen que vea una película en la sala, una experiencia que nunca se animó a atravesar a pesar de trabajar en un cine. Claro que va y lo hace y Mendes construye, más allá del cliché, un pequeño momento emotivo del que nunca se percata que es el verdadero final de su película. Pero Imperio de luz sigue, sigue y sigue… Por favor ¡no la toques de nuevo Sam!
Crítica de “Imperio de luz”, Sam Mendes y una historia de emociones prohibidas El director de “1917” se remonta a la década del 80 para narrar una sensible historia de amor protagonizada por Olivia Colman, que transcurre en un legendario cine de la costa inglesa. Imperio de luz (Empire of light, 2022) nos ubica en un cine pero no para hablar de lo que pasa dentro de la sala sino alrededor de ella, entre los empleados del comercio. La protagonista es Hilary Small (Olivia Colman), la gerenta del lugar y vendedora de las entradas. Una mujer de mediana edad, solitaria y melancólica por un pasado que desconocemos. El dueño del cine es el Sr. Ellis (Colin Firth), con quien ella mantiene encuentros secretos, mientras que el proyectorista es Norman (Toby Jones), una suerte de sabio consejero que cuenta con un conocimiento superior, quizás por tener acceso a la magia del cine. La historia comienza cuando llega Stephen (Micheal Ward), un apuesto nuevo empleado negro. Ambos se atraen por ser rechazados socialmente, ella por ser una mujer soltera y despechada, y él, por su color de piel en un momento reaccionario de su país. Los dos se encuentran en la azotea del legendario cine en el que trabajan, un espacio abandonado que cobra suma importancia para la película. La terraza es el lugar de lo prohibido, de los secretos, del permiso para el deseo, para el goce. Allí donde nadie ve, todo puede hacerse y disfrutarse. Un mirador al océano o a los fuegos artificiales que brillan en el aire. Sam Mendes hace una película políticamente correcta con todos los “requisitos” para ser considerada en la temporada de premios. Pone a la mujer y a los negros como víctima de una sociedad hipócrita y reaccionaria, que los oprime y mantiene siempre a raya cuando pretenden moverse con libertad. Un clima áspero donde los protagonistas sólo logran contención al apoyarse el uno en el otro. La idea de la locura o del marginal, adquieren en la película otra connotación. No serán personajes auto concebidos de esa manera por causas desconocidas, sino que son considerados como tales en consecuencia de los abusos sufridos. Hacer valer su postura los hace confrontar y los condena aún más a convertirse en objeto de violencia irracional ejercida por terceros. Para el film, ser diferente es un valor, es tener sensibilidad y aceptar al otro y enriquecerse con su punto de vista. La película sigue la estructura narrativa clásica con sensibilidad y ternura para entrar en la psicología de los personajes y el mágico espacio del cine. Nos adentramos en ese microuniverso especial y formamos parte de la mística alrededor de la sala de cine. El cine en términos conceptuales se muestra como un escape subliminal de los males sufridos a diario, un espacio para las emociones vedadas socialmente. Con esta melancolía por un pasado idílico, construido con cierta magia alrededor de los films proyectados (sólo se mencionan algunos), gira esta historia de amor entre Hilary y Stephen, un vínculo que sirve a los protagonistas para superar la adversidad en tiempos de violencia radical.
CINE Y CASTIGO Pocas alusiones o frases prefabricadas son más horrorosas que “una carta de amor al cine”, la cual puede entenderse en términos de una reacción casi natural provocada por un mecanismo artero para activar los reflejos lacrimógenos. Tras una larga filmografía, no era de extrañar que Sam Mendes aterrizara en el casillero del “cine sobre el cine”. En los planos iniciales lo que se ve es cómo se encienden las luces de diferentes sectores de un cine en una pequeña localidad costera de Inglaterra durante la década de 1980, en plena era de Margaret Thatcher y el trasfondo de una economía recesiva. Este montaje de pequeñas postales también dice mucho de un Mendes que retorna a la quietud y a la intimidad, después de dos películas de James Bond y una película bélica filmada en “plano secuencia”. La cuota nostálgica es parte de un rompecabezas que el director arma, más como parte de una moda -paradójicamente- que por un fundamento sostenido en una estructura dramática. Incluso dentro de la propia historia se respira el aire de un pasado mejor. Hilary (Olivia Colman) es la gerenta del Empire, una sala de cine que tiene sus parroquianos y pocos espectadores espontáneos. Ella debe la exclusividad de su tiempo al trabajo, a modo de escape de una condición mental que la recluye socialmente. Entre los personajes que la rodean están un jefe tóxico (interpretado por Colin Firth) y el hacedor de la magia, el proyeccionista (encarnado por Toby Jones). De él brotan las frases procesadas, y no por ello menos esperadas, que hablan de como el público va al cine para huir de la realidad. El quiebre de la rutina en la vida de Hilary lo introduce Stephen (Michael Ward), un joven negro que se incorpora al staff. La revolución dentro de su rutina no es solo laboral; también se presenta una fibra sentimental que sucumbe al cimbronazo. Las condiciones están dadas para un melodrama que tiene al cine como telón de fondo, y a Mendes no se le ocurrió mejor idea que adobarle a una historia de amor que ya tiene age gap, el conflicto racista en términos históricos de un espejo: el pasado se repite o, mejor dicho, persiste en nuestros tiempos. Para el director de Belleza americana todos los temas planteados son importantes y necesarios, y la manera de presentarlos -como si no fuera suficiente- es a través de atajos. “El cine es un escape de la realidad”, esto se dice una y otra vez de diferentes maneras, no solo por diálogos sino también con referencias a películas. La prolijidad del relato, que se extiende a base de pisar cuidadosamente cada momento como baldosa en la lluvia, se descascara al arrojar a Hilary -su principal figura y luz verdadera- a un espectáculo denigrante en la escena de su colapso durante una premiere de Carrozas de fuego en el Empire. En el único momento de desmarque con respecto a las convenciones, costumbres y referencias más obvias (el olor a Cinema Paradiso ronda las dos largas horas), todo se direcciona a la crueldad más gratuita. Imperio de luz tiene la pretensión de ser correctísima, e incluso en la idea de castigo a su protagonista cae en la trampa, al intentar una prolijidad dentro del concepto de “dibujo libre” que supone poner a una actriz a escupir verdades en modo de soliloquio. Ni así pudo conmover Sam Mendes -al menos esta vez- a la Academia, que solo nominó a esta película en la categoría de mejor fotografía.
El cine, un bálsamo para aliviar el alma. El Empire, un antiguo cine ubicado en una bella zona costera del sur de Inglaterra, es donde Hilary (personificada por la gloriosa Olivia Colman), una conflictuada mujer madura, trabaja en la boletería y pasa sus días como puede, con una gran angustia existencial. Estamos en los convulsionados años ‘80s ingleses, con un entorno social y económico muy complicado gracias a la labor en el gobierno de la severa Primer ministro Margaret Thatcher. Es extraño, pero Hilary, pese a su experiencia de varios años en el complejo cinematográfico, nunca entró a las salas a mirar ninguna película. En su alma conviven la falta de inocencia, el miedo a la pérdida del trabajo y el silencio ante el abuso sexual cotidiano por parte de su jefe. Todo su panorama de vida se presiente triste, trágico y solitario. Será la llegada de Stephen (Michael Ward), un joven de color alegre y soñador que comenzará a trabajar en el cine, quien le cambiará la vida. El futuro estudiante de arquitectura le ayudará a disfrutar, amar y hasta incrédulamente, permitirse mirar aquellas películas que se proyectan diariamente con una luz de esperanza. Hilary es la protagonista de Imperio de luz (2022), la nueva película del reconocido director inglés Sam Mendes (Belleza americana, Camino a la perdición, Sólo un sueño, 007: Operación Skyfall, 1917), un sentido y sincero melodrama que retrata un momento histórico británico donde la censura y los conflictos de toda índole eran moneda corriente. Su trama está basada en la vida personal y experiencias que vivió la propia madre del director, la novelista Valerie Helene Mendes, y de paso es un correcto homenaje al séptimo arte, aunque retratado en modo inverso a Los Fabelman, de Stephen Spielberg, quien muestra a un protagonista (alter ego del realizador norteamericano) que descubre y ama al cine desde pequeño. Aquí Hilary también descubrirá al cine, pero en su adultez y en diferentes situaciones. Aparte del cine, el otro tema central en Imperio de luz será el amor interracial y la segregación. La incipiente relación amorosa entre Hilary y Stephen no será bien vista por la gente del lugar, que juzgan severamente a la mujer y violentan verbal y físicamente al joven. También hay quienes acusan a Stephen de ser un extranjero, a pesar de su origen británico como ellos, y de robarles su trabajo. Un tipo de conflicto que era moneda corriente por aquellos años. El movimiento Skinhead se siente y golpea en las calles. Nominada a mejor fotografía en los próximos Premios Oscar, en Imperio de luz los escenarios naturales costeros son retratados con oficio y preciosismo. Este importante rubro técnico, a cargo de Roger Deakins, es muy logrado. También acompaña muy bien al relato la banda de sonido, a cargo de la dupla Reznor/Ross, que incluyen temas de la emblemática agrupación musical de ska, punk y new wave, The Specials. Sam Mendes decide apartarse del punto político británico y enfocarse en la vida de Hilary, en su angustioso equilibrio emocional y su presente de resiliencia y valentía. Mucho colabora el gran trabajo de Olivia Colman, una actriz que logra una maravillosa interpretación. Ella es la estrella del film. Pero también lo es el cine, aquí una luz para calmar el alma. La suya, tanto como la nuestra, los espectadores.
Imperio de Luz es una película que tiene sus méritos, desde la hermosa fotografía de Roger Deakins hasta la impecable banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross. Sin embargo, si esperas encontrar un homenaje al cine, es probable que salgas un poco decepcionado.
Nominada al Premio Oscar por el rubro Mejor Fotografía, “Imperio de la Luz” es una particularísima visión autoría del talentoso Sam Mendes, director de valiosas obras como “Belleza Americana” (1999), “Revolutionary Road” (2008) y «1917» (2019). Las premiadas estrellas Olivia Colman, Colin Firth y Toby Jones se suman al joven Micheal Ward, encabezando un acertado reparto al servicio de la contemplación humana y la radiografía social de un director sumamente efectivo en numerosos registros genéricos. El título del film remite al nombre de una antigua sala de cine, exigua sobreviviente en un poblado costero del sudeste británico. En sus inmediaciones, se desarrolla una historia de amor, desigualdad y resiliencia, ambientada a principios de los años ’80. Inmiscuyéndose en la intimidad de sus criaturas, el film visibiliza el pasado problemático y escondido de una mujer de mediana edad -Colman, centro absoluto del relato-, quien transcurre su vida con irremediable postergación. En la penumbra de una oficina, bajo un escritorio y sin demasiada convicción, otorga favores sexuales a su jefe. Es todo lo emocionante que la monotonía de sus días pueden ver, acabando cada jornada con una copa de vino en la mano. Su existencia cambiará drásticamente con la llegada de un joven inmigrante negro, punto de vista que el film utiliza para evidenciar la segregación que en carne propia sufre aquel que lidia con el ascendente y lacerante racismo que habita en la comunidad. Ambos, heridos por efectos vinculares de un presente hecho de contrastes, cruzarán sus caminos, del modo más improbable. Carente de idilio alguno, en las costas no se avizora puerto seguro en donde amarrar el corazón. La aparente realidad de dos futuros diametralmente opuestos se perciba en forma de incipiente ruptura. Improbable luce, en aquellos conservadores años, el paradigma de una relación interracial. ¿Cuánto en común podrían tener? Hay algo más que los separa que la mera distancia en años…Así es como “Imperio de la Luz”, de tal modo, ejemplifica la compatibilidad de dos extraños seres. Vinculándose a través de la poesía, y sorteando la enorme brecha etaria que los separa, la sensibilidad artística se complementará expandiendo sentidos. Se acerca el nuevo año, los fuegos artificiales iluminan el cielo. Pero algo no termina de cuajar dentro de esta historia…Inobjetable desde el apartado técnico, un maestro en el arte de narrar con imágenes sabe cómo convertir cada plano en un tratamiento pictórico de perfecta semejanza. En tal abordaje, “Imperio de Luz” cobra forma conceptual y estética con inmediatez, apoyada en la sensible banda sonora compuesta por el imbatible dúo conformado por Atticus Ross y Trent Reznor. El realizador también escribe el presente guion, tarea en solitario que le permite abordar temáticas de interés como el amor, la amistad, la salud mental, el racismo y la soledad. Todas ellas con una gran connotación y sentido de lo social, en el reflejo de una época intolerante y turbulenta. ¿Percibiremos la oscuridad o todo lo cubrirá la luz? Puede que Mendes quiera abarcar más de lo que aprieta…El responsable de «Camino a la Perdición» (2002) ejercita su propia tesis sobre la condición humana. No obstante, la cantidad de subtramas que pretende cotejar terminan por diluir la solidez de un argumento que se inclina hacia lo confuso y disperso. “Imperio de Luz” no termina por decidirse que aspecto priorizar, y el resultado final, indefectiblemente, se resiente. Pese a ello, pervive intacta la magia de proyectar en 35 mm en manos de un artesano a veinticuatro fotogramas por segundo: en el pueblo en donde se desarrolla el relato, lejanas quedaron las épocas del cine dorado, apenas una histórica sala persiste en pie. El encanto de antaño de aquellos grandes cines, monumentos arquitectónicos a tiempo de ser fagocitados por multi cadenas, vuelve al presente para conmovernos. Recreando una porción de vida en movimiento, el acto alquímico que alimenta la pasión proyecta sobre la fachada inminentes novedades. Las grandes marquesinas anuncian films claves del momento, que el avezado espectador sabrá entender como efectivos guiños: “The Blues Brothers”, “Desde el Jardín”, “Locos de Remate”, “All That Jazz”. Esas eran películas, y nadie quiere perderse las ‘coming atractions’, envolviendo ilusiones en rollos de celuloide. Claramente, este resulta el aspecto más positivo de todo el film. Universal amor al cine para nuestro deleite, como reacción en cadena de lo que vimos recientemente en las gloriosas “Babylon” y “The Fableman”. No obstante, a diferencia de la grandilocuencia de Chazelle o del clasicismo de Spielberg, para sendos y citados recientes estrenos, el realizador nativo de Reading (Reino Unido) elige colocar su foco de atención en la fauna que, anónima y laboriosamente, concibe su imperecedera forma de amor al cine. Mientras sus respectivas existencias sortean vicisitudes y derriban castillos de arena, de la vereda del complejo hacia afuera. «Imperio de Luz» busca liberar a sus almas en pena como aquella ave que recobrara vuelo. El drama sobre el cual se pronuncia opaca una suerte de incompleto, fallido e inconstante homenaje al séptimo arte. Pecando de falta de suficiencia, el cine no nos salva de la melancolía que fuera de él evapora la maravilla de un tributo enmascarado en melodrama.
Imperio de luz ofrece un melodrama romántico desarrollado por Sam Mendes en modo pescador de nominaciones al Oscar. Un típico exponente del cine que suele llegar a la cartelera en la primera parte del año. La película no despertó pasión de multitudes en la temporada de premios y sólo se reconoció la labor de Roger Deakins en la fotografía que es el campo donde más sobresale esta propuesta. De hecho, lo único que queda en el recuerdo tras su visionado son las ambientaciones que consigue Deakins con su trabajo en las secuencias donde se retratan las viejas salas de cine de los años ´80. El resto del contenido te deja en la más absoluta indiferencia. Queda la sensación que Mendes tenía escrito tres guiones independientes sin ninguna relación entre sí y luego optó por fusionarlos en un mismo proyecto. El problema es que ante la falta de una cohesión sólida que una todas estas ideas el resultado final es una obra dispersa donde no termina de quedar en claro cuál era el foco principal de su narración. Imperio de luz en un principio se presenta como un drama sobre la soledad y los problemas de salud mental, luego muta a una historia de amor interracial, después añade un conflicto social relacionado con el racismo en el Reino Unido (con skinheads incluidos) y como a Mendes la sobraba un guión también elabora un tributo nostálgico “a la magia del cine” y los viejos proyectores de 35 milímetros. Este último segmento incluye un par de escenas con Toby Jones a lo Cinema Paradiso que parecen pertenecer a otra producción. Más allá del argumento caótico, el mayor pecado del film es el aburrimiento que transmite durante casi dos horas, algo que no suele ser frecuente en los trabajos de este director. Al margen de la ausencia de química en la pareja que conforman Olivia Colman y Michael Ward, un tema que no es menor en una propuesta romántica, la frialdad con la que Mendes aborda la narración impide una conexión con el cuento sentimentalista que pretende desarrollar. En consecuencia, el espectáculo deja sabor a poco para tratarse de la obra de un cineasta que suele despertar más interés con sus proyectos.
Imperio de luz es una de esas películas que tienen todos los condimentos tanto para ser muy “oscarizable” como para que quede en nuestras retinas (y corazones) como una carta de amor al cine. Y, sin embargo, se queda en el camino. Sam Mendes es un genio absoluto y eso no se discute, nos ha dado obras fundamentales en los últimos 25 años, pero aquí no consigue lo que se propone. Porque de buenas a primeras se le notan los hilos al film: el querer calar hondo en el cinéfilo de sangre en un homenaje (con vivencias propias del director) de la experiencia de ir al cine, de ese mundo y esos personajes. Pero todo aquello se pierde un poco en el drama que también se plantea a través de las relaciones de sus personajes y del contexto social (o racial) en ese pueblo inglés a principio de los 80s. Ahora bien, el elenco es fenomenal y Olivia Colman compone, tal vez, el papel que más me ha conmovido e impactado de toda su carrera. Colin Firth también está genial haciéndose odiar, pero la otra parte del film recae sobre Michael Ward, quien puede llegar a tener un gran futuro en Hollywood. Aún así, lo máximo para destacar de este estreno es la dirección de Mendes, quien logra crear una atmósfera sobrecogedora y opresiva que hace sentir al espectador como si estuviera en el mismo escenario que los personajes. Lo malo es que no se destacará en su filmografía y tampoco resonará mucho en el público. Lejísimos de Cinema Paradiso (1988) o lo que hizo Scorsese con Hugo Cabret (2011) o más recientemente Spielberg con The Fabelmans (2022). En definitiva, es una buena película donde los amantes de la experiencia de ir al cine encontrarán un plus, pero no mucho más que eso.
Hace poco, parafraseando la recordada frase de un dirigente político argentino, alguien bromeaba en twitter: “Dejemos de meter planos de personajes en salas de cine moqueando emocionados mirando la pantalla por dos años”. Efectivamente, alrededor de las nominaciones al Oscar fueron apareciendo varias películas con la fascinación por el cine como eje del argumento. La ocasión permite preguntarse: ¿asciende la calidad de un film porque su historia de ficción considere los imprevistos de un rodaje o la vida de un director cinematográfico o un personaje cinéfilo? “Una película no es su guion” dijo alguna vez François Truffaut, advirtiendo que su valor no pasa por lo que cuenta sino por cómo lo hace o, en todo caso, por cómo logra que su forma exprese o complete su tema: él mismo hizo en 1973 La noche americana, una ficción sobre el mundo del cine en la que volcaba su pasión cinéfila a través de un guion hábil y un lúcido trabajo de dirección. Si los personajes y algunas situaciones de La noche americana hubieran tenido que ver con la gestación de un proyecto que no fuera una película –un edificio, por ejemplo–, el humanismo y virtuosismo de Truffaut para entrelazar historias e incidentes tragicómicos hubieran asomado de igual forma, más allá de que el cine como asunto era un afectuoso plus. El imperio de la luz transcurre en la Inglaterra de los años ’80 y se centra en una mujer que trabaja en una enorme sala cinematográfica, espacio esplendoroso de pasado próspero en cuyo seno se agitan los problemas que aquejan a sus empleados. Una elegancia si se quiere anticuada despliega el film, gracias al notable trabajo del director de fotografía Roger Deakins, delicados paneos, planos que saben tomarse su tiempo y una música que busca emocionar sin disimulo pero con clase. A pesar de sus defectos (acumulación de conflictos, una relación sentimental que avanza casi por exigencias del guion, hechos que se encadenan de manera no siempre verosímil), El imperio de la luz tiene a su favor la expresividad de Olivia Colman, la eficacia del resto de los intérpretes y la capacidad de Sam Mendes para seducir con imágenes de belleza medio artificiosa, mientras va rozando circunstancias dolorosas. El cine no es aquí lo primordial, aunque lo parezca: al estrenarse en nuestro país, un crítico dijo haberse sentido engañado al verla porque, según escribió, se la habían vendido como “un tributo al séptimo arte (la Cinema Paradiso de Sam Mendes) y terminó siendo un apenas correcto melodrama”. Ya desde su título la película alienta expectativas que se cumplen a medias; de todas formas, siendo “apenas” un discreto melodrama ¿ya no estaría celebrando y reivindicando al cine? El inesperado e incomprendido idilio entre una mujer mayor y un joven negro que expone el film parece un eco de Imitación a la vida (1959, Douglas Sirk) o La angustia corroe el alma (1974, Rainer Fassbinder): ¿acaso podría afirmarse que estas últimas valdrían más si el cine fuera parte de sus historias? Al mismo tiempo, El imperio de la luz tiene elementos que no se encuentran en Los Fabelmans (Steven Spielberg) y Babylon (Damien Chazelle), películas recientes que también abordan –más directamente– el cine como tema. Como ya había escrito aquí, el film de Spielberg es tan grato, benigno y dulzón como simple, a veces redundante. Secuencias como en la que el joven protagonista descubre un secreto de su madre o la de la proyección que le permite comprobar cómo puede ganar respeto y autoestima gracias al cine, son aciertos que el film de Mendes no tiene, pero éste desliza apuntes que lo acercan a una visión del mundo más adulta, menos aniñada: la violencia de los skinheads, las políticas de Thatcher de fondo, la angustiada resignación del joven negro y su madre ante la discriminación (casi como un destino del que no podrán escapar viviendo allí), el acoso sexual y el abuso patronal en el ámbito laboral. En tanto, si alrededor de la celebración del cine que propone Los Fabelmans hay picnics, navidades familiares y bailes estudiantiles, Babylon se empeña en convertir el vértigo que era Hollywood un siglo atrás en un espectáculo poco familiar, aunque lo hace con inmadurez, forzando aglomeraciones orgiásticas, atracones de cocaína y alcohol, puteadas a los gritos y extravagancias de impostado salvajismo (valgan como ejemplo lo que ocurre en distintas secuencias con un elefante, una serpiente y una rata), como si detrás de su guion y su parafernalia hubiera chicos creyéndose mayores cometiendo determinadas transgresiones. En esta suerte de tren fantasma en el que parecen cruzarse Emir Kusturica con El lobo de Wall Street (2013, Martin Scorsese), prácticamente todos los acontecimientos forman parte de rodajes, ensayos y conversaciones o reyertas entre diversos miembros de la industria cinematográfica. Entre sus numerosos personajes, unos pocos muestran algo de humanidad y contención: el negro fiel a su música, una realizadora atenta a su trabajo sin dejarse invadir por la histeria que la circunda, el bienintencionado joven mexicano interpretado por Diego Calva. Otros, en cambio, parecen piezas de un engranaje dislocado, desde Margot Robbie poniendo su belleza y su energía al servicio de una jovencita alocada con un look fuera de época, hasta Brad Pitt haciendo casi de sí mismo y la china Li Jun Li imponiendo excentricidad hasta la caricatura. Hay un momento en Babylon que logra expresar una de las riquezas del cine, cuando una periodista (Jean Smart) le hace notar a un galán preocupado por los altibajos de su trabajo (Pitt) el privilegio que tienen actores y actrices de perdurar en el tiempo, reviviendo cada vez que vuelve a exhibirse una película suya. Esa secuencia es un acierto, que lamentablemente culmina con una muerte que va anticipándose de modo poco sutil. Y si de homenajes al cine se trata, a Chazelle no se le ocurrió algo mejor para el final que –usando como excusa una especie de revelación o presagio del joven mexicano– mezclar fragmentos y efectos especiales de películas de distintas épocas con algún chisporroteo experimental, suponiendo con eso un resumen de la historia o la esencia del cine. Esto último podría relacionarse con Todo en todas partes al mismo tiempo (Daniel Kwan/Daniel Scheinert), especie de aparatoso calidoscopio en el que una inmigrante china (Michelle Yeoh) encuentra salidas reales e irreales a sus problemas navegando por el multiverso. Aquí también hay citas cinéfilas (El tigre y el dragón, Matrix, Kill Bill, la infaltable 2001, odisea del espacio, curiosamente Con ánimo de amar), formando parte de un combo que, además, incluye referencias a minorías rechazadas, la idea de las vidas alternativas que acompañan a las personas y Jamie Lee Curtis caracterizada como para un capítulo de Los Simpson. Los «homenajes” al cine son meras imitaciones, más o menos simpáticas, mientras que con los virajes a la animación o al stop motion los directores parecen confundir libertad creativa con mezcolanza. Y así como el film de los Daniels busca despegarse del universo infanto-juvenil de impronta Marvel incorporando livianamente elementos del “mundo adulto” (consoladores, por ejemplo), lo mismo ocurre con su pueril manera de demostrar respeto o cariño por el cine. Si se piensa en los premios que viene ganando, Todo en todas partes al mismo tiempo –título que funciona, en buena medida, como explicación– viene a confirmar el superficial concepto que muchos cinéfilos, críticos y miembros de la Academia de Hollywood tienen de lo que puede considerarse original y moderno. Películas que puedan verse como homenajes al cine hay muchas y valiosas, por distintos motivos, desde el clásico Cantando bajo la lluvia (1952, Gene Kelly/Stanley Donen) hasta Ed Wood (1994, Tim Burton) o Good bye, Dragon Inn (2003, Tsai Ming-Liang). En la actualidad, ¿el cine necesita que se explore su exuberante caudal de logros estéticos y se lo revalorice como fenómeno? ¿Hace falta recordar la magia de compartir una película rodeado de gente en una sala a oscuras? Probablemente sí, después de la traumática experiencia que deparó el Covid-19, con salas cerradas demasiado tiempo y la gente con miedo a salir y reunirse en lugares cerrados. Pero (al margen de que esta pasión cinéfila nunca aparece en las carteleras en forma de documentales, con alguna excepción aislada como Ennio, el maestro), una cosa debería darse por segura: nada nos recuerda mejor el poder del cine que una buena película.
Imperio de luz (Empire of Light, Gran Bretaña, 2022) es una película escrita y dirigida por Sam Mendes, el mismo que realizó Belleza americana, 1917 y dos films de James Bond, Skyfall y Spectre. Un director ecléctico y desparejo, con tendencia a ser insufrible cuando quiere ser importante y mediocre cuando quiere ser entretenido. Su identidad, sin embargo, es más bien nula. En este caso el título resume lo mejor que tiene su nueva película: la luz. Y dicha luz estuvo a cargo del legendario director de fotografía Roger Deakins, el mismo de Blade Runner 2049 y 1917. La belleza que logra captar su trabajo hace de Imperio de luz un largometraje que vale la pena ver en la pantalla más grande que uno pueda encontrar. No hay duda alguna de que la ciudad en costa británica que retrata y el antiguo cine donde transcurre gran parte del largometraje son mucho más bellos gracias a él. Siendo una película sobre un cine, que la luz sea tan perfecta, es una forma de homenaje. La historia transcurre en 1981, donde un cine frente al mar ha dejado atrás su esplendor, pero aun así sigue teniendo un impactante aspecto de templo cinematográfico. El cine se llama Empire Cinema y de ahí el título. Allí trabaja como gerente Hilary Small (Olivia Colman). Ella lucha contra un trastorno bipolar, vive sola y su médico de cabecera le ha recetado litio. Hilary tiene un romance con su jefe Donald Ellis (Colin Firth) que es un hombre casado. La llegada de un nuevo empleado llamado Stephen (Micheal Ward) le dará a Hilary una inesperada luz de esperanza con respecto a su vida y al mundo. Stephen es un joven negro en una zona donde el racismo se puede percibir en las calles y donde la tensión social está a punto de estallar. La película contará la historia de estos dos personajes y no ahorrará elementos innecesariamente crueles, con toques de cierta sordidez. El cine es precioso, la vida es horrible. Pero tanto Hilary como el propio cine parecen tener una nueva oportunidad en ese nuevo año. Imperio de luz no es un homenaje al cine, sino más bien a los cines y a todo ese viejo mundo hoy ya desaparecido. Ver al proyeccionista explicando cómo funcionan los proyectores es todo un momento de pura nostalgia, más aun siendo el gran Toby Jones el actor que hace el papel. Sam Mendes ha hecho films en diferentes tonos y estilos, pero siempre tiene un espacio para ser algo cruel y poco generoso con sus personajes y esta no es la excepción. El contexto político es subrayado también bastante, por no decir demasiado. No era necesario exagerar tanto los puntos para que se entienda lo que quiso decir, pero Mendes no tiene intención alguna de ser sutil. A pesar del potencial de la historia, lo mejor que tiene es el aspecto estético, más a cargo del fotógrafo que del director.
Escrita y dirigida por Sam Mendes, el director de 1917, Revolutionary Road y American Beauty entre tantas otras, bucea entre su historia personal y su amor por el cine para entregar una historia de época que tiene nostalgia, amor y mucha carga social. A principios de 1980, en las costas de Kent en Gran Bretaña, Hilary pasa sus días trabajando en el Empire, el cine del pueblo, a veces vendiendo boletos, a veces cortándolos, a veces juntando pochoclos con una pala y una escoba, pero siempre con un rol y límites definidos. Con un trato mínimo, a veces frío y siempre cordial, ha generado entre sus compañeros cierta complicidad aunque nunca hable de su vida personal y nadie pregunte. Con el jefe es un poco distinto: él la busca cuando quiere y tienen sexo a escondidas en su oficina, más allá de ser él un hombre casado. La vida de Hilary no parece transcurrir mucho más allá de ese lugar de ensueño, a excepción con sus visitas regulares al médico. Imperio de Luz nos presenta a un personaje intrigante y atractivo, poniendo en foco cuestiones como la salud mental y la vida sexual de una mujer de su edad (primero con una relación a desgana a escondidas, luego también un poco a escondidas pero desde un lugar ya más vital y deseante). La Hilary de Olivia Colman parece fuerte y frágil al mismo tiempo y aunque calle mucho su mirada suele hablar hasta los gritos a veces. Pero esa tranquilidad y calma aparentes, o más bien contenidas, comienzan a sacudirse con la llegada de un nuevo empleado. Stephen (interpretado por Michael Ward) es un joven que podría estar estudiando en la universidad y sin embargo se dedica de manera entusiasta y laboriosa al rol que le asignan en el Empire. La cuestión es que no son buenos tiempos para la gente de su color de piel y cada dos por tres sufre situaciones de racismo, a veces más violentas desde lo físico pero siempre desde lo psicológico. Stephen está muy consciente de lo que sucede en el mundo. Hilary, en cambio, vive como encerrada. Quizás sea su enfermedad la que no le permite ver más allá. Pero de la mano de Stephen empiezan a haber situaciones que ya no le pasan desapercibidas. Es que son tiempos convulsionados, complicados para el amor. La película de Sam Mendes navega así entre el cine como lugar de escape y fantasías o ilusiones (aunque Hilary nunca haya entrado a ver una película, su escape es todavía de otro modo, más pequeño), la historia romántica entre la mujer adulta y el joven negro, y la discriminación racial, que en algún momento se apodera de la historia y se come a las otras tramas. Imperio de Luz es entonces algo despareja más allá de sus buenas intenciones. El cine como ese lugar que reúne a los solitarios, como una institución que se ve rozagante y al mismo tiempo esconde sus ruinas, y como un intento por ver la vida como el cine: a veinticuatro cuadros por segundos, cuya velocidad no nos permite ver la oscuridad y crea la ilusión del movimiento, como bien explica el proyectorista al que le da vida Toby Jones. Desde lo técnico, Mendes cuenta con la notable fotografía de Roger Deakins y con la música siempre efectiva de Trent Reznor y Atticus Ross. El guion quizás quiere abarcar demasiadas aristas y algunas quedan un poco descoloridas en el camino; cuando el punto de vista pasa de Hilary a Stephen pierde fuerza y se torna algo más predecible que el personaje femenino de diferentes matices. De todos modos estamos ante una película nostálgica y conmovedora en gran parte gracias a Olivia Colman (aunque nadie en el elenco está mal, ella se roba las escenas), que siempre le entrega mucha naturalidad a personajes complejos y ambiguos.