La despedida La ópera prima de la actriz y directora Mónica Lairana sigue los tópicos de sus cortos Rosa (2010) y María (2012), tanto la descripción de la vida y los tiempos de la tercera edad como la tensión que ejercen los cuerpos en las relaciones son fundamentales para entender la concepción fílmica de La cama (2018). Estrenada en la Festival de Berlín y parte de la competencia del 33 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, La cama describe la despedida de una pareja sexagenaria compuesta por Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini), mientras transitan sus últimas horas en la casa familiar, a punto de ser vendida. En ella compartieron sus mejores momentos como pareja, vestigios de felicidad sólo conservados en objetos envueltos y empaquetados para la mudanza. Ya nada queda de esa historia de amor que transita su ocaso. O tal vez sí. Mónica Lairana describe las sensaciones implícitas en esta pareja con los silencios incómodos y una milimétrica composición del encuadre, siempre desde una distancia prudencial con los hechos observados que fomenta la reflexión sobre lo presenciado. Otro componente es el agobiante calor del verano que obliga a los personajes a deambular desnudos y parece invitarlos a un último encuentro sexual. Recursos que generan la particular atmósfera que envuelve al film. El hogar funciona como metáfora expresionista del fin de la relación, sus paredes deterioradas expresan el deteriorado vínculo de la pareja. La estética de antaño que decora la casa enuncia, al igual que sus cuerpos envejecidos, la brecha entre la plenitud de su vida en el pasado y el desencantado presente, con muebles empaquetados y objetos añorados cubiertos de polvo. La separación es inminente, sólo queda aceptarla. La cama es un film perceptivo, crudo y afectivo sobre las emociones contrariadas en el fin de una relación. Una historia de amor que no cuenta el momento de la conquista, ni tampoco cuando forjaron su familia, sino el epílogo del vínculo: cuando dos almas se encuentran por última vez sólo para decirse adiós.
Vestigios de un amor A Mónica Lairana, directora argentina con varios cortometrajes y premios en su haber, claramente le interesa la sexualidad y la intimidad, pero en sus historias no resigna los espectos más humanos y simples de la vida. Con La cama (2018), su ópera prima, Lairana vuelve a demostrar ser una realizadora sensible y minuciosa. Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini) son una pareja adulta que pasa su último día en convivencia antes de la separación definitiva y la venta de la casa familiar en la que vivieron juntos buena parte de su vida. Mientras desmantelan la casa (sacan ropa, corren muebles y comen en el piso) intentan hacer el amor por última vez y fallan, como broche de oro del desmantelamiento también de su relación. Con planos largos, estáticos, íntegramente observacionales, Lairana construye un relato crudo de una relación amorosa en decadencia y del cruel paso del tiempo. Los protagonistas están desnudos casi toda la película, y así en cada pliegue, en cada arruga, encontramos la vida misma, y nos permitimos alejarnos de cualquier estereotipo de belleza. Para estos dos personajes el mundo se les viene abajo y no hay mucho que puedan hacer al respecto. Lloran, se ríen, se abrazan, se aman, se odian. En esa misma contradicción rige la complicidad con el espectador, que a su vez se encuentra siendo un voyeur. La cama carece de banda sonora, lo que le otorga una rareza atractiva e hipnotizante. Otra decisión acertada de la directora para sumergirnos en la realidad y el minimalismo más puros, sin artificios técnicos ni complejidades. El film es lo que es y no pretende ser más. Porque en una historia sencilla como esta puede encontrarse el más genuino de los relatos. El ser humano es un animal complejo y Lairana lo comprende a la perfección.
El último fracaso El día de Jorge y Mabel empieza en la cama, con una escena de sexo tan real como atípica en el cine, durante la que se nos dice mucho de este matrimonio maduro: no solo sobre su sexualidad cargada de frustraciones sino también sobre su historia en general y la relación que tienen. El día avanza mientras desarman esa casa que deben abandonar, dejando atrás una historia que ya poco tiene que ver con un presente, donde el amor desgastado se fue hace rato y dejó lugar a la costumbre. Cada objeto que meten en una caja etiquetada da testimonio de que compartieron una vida, algo también confirmado por cada reproche y cada gesto de rutinario cariño o desprecio que se dedican. Después de un rato comenzamos a sospechar que no están simplemente pasando el último día en esa casa, sino que cuando crucen la puerta cada cual lo hará por caminos separados. Por más que tengan destellos de querer revivir lo perdido, no tardan en recordar los motivos de la distancia. Los cuerpos más típicos Si hay algo que La Cama no espera para hacer, es plantar su postura. Su primera y larga escena, a cámara fija y sin cortes, muestra algo tan cotidiano como escondido en las pantallas: gente adulta, con cuerpos reales, intentando satisfacer un deseo sexual que parece más obligación que buscado. No se puede esperar nada idealizado después de eso, tampoco una historia alegre. De ahí en adelante es un ejercicio actoral más basado en acciones que en diálogos, en un clima un tanto asfixiante donde la cámara parece muchas veces haber sido olvidada en un estante mientras los protagonistas continúan con su mudanza. No hace falta que sean ellos los que nos cuenten explícitamente lo que sucede, usualmente las imágenes son más que elocuentes para llenar todos esos baches y avanzar con una historia simple pero muy lejos de ser liviana. Con una cámara fija siempre estratégicamente colocada para mostrar apenas lo que necesita, durante este día de verano que nos muestra La Cama casi puede sentirse el olor rancio a encierro y el calor del que se protegen en esa casa en penumbras.
Amor, se vende En la cama matrimonial transcurre gran parte de la vida de una pareja cuando la decisión de la convivencia está tomada durante una etapa donde todo parece para siempre. Ese lugar de intimidad además es un buen pretexto para construir, recomponer o romper definitivamente los lazos, y de ahí parte la realizadora y debutante en el largometraje Mónica Lairana con una propuesta minimalista, La cama, que nos ubica como espectadores en el deterioro de la pareja conformada por Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini). Tenía que ser en la cama y en el acto sexual automático y con poco éxito el indicio para corroborar que la mejor decisión de vender la casa -que ya les queda grande- debe ir acompañada de una separación. Los objetos que ocupan el espacio son el resabio de mejores épocas y en el reparto de bienes, libros, discos, algún que otro vestigio de amor, termina por reflejar que esa pareja ya no funciona. Mónica Lairana filma con paciencia y prefiere la distancia de la cámara para contemplar y observar a sus personajes. Sin abrumarlos con diálogos explicativos y muy atenta a las mínimas inflexiones que buscan romper la inercia del silencio. Es notable la cantidad de veces que Jorge abandona la tarea de acomodar para dejar en condiciones una casa donde no se siente a gusto. Lo contrario ocurre con Mabel y sus cambiantes e inexplicables estados emocionales, que complementan la propuesta de la actriz devenida directora para que la empatía con el público llegue en los momentos de clímax. La buena utilización de los tiempos muertos, la ausencia de banda sonora y el sutil movimiento de cámara para acompañar la quietud del deterioro invisible de la pareja alcanzan para generar atmósferas que requieren la no pasividad del público frente a la pasividad de los personajes durante toda la película.
La desnuda realidad. Dos personajes, un solo ambiente, diálogo escaso que no desentraña revelaciones, nada de música. Con esas piezas, la actriz y directora Mónica Lairana construye un cuadro de breves momentos en la intimidad de una pareja adulta. Sabiendo que uno de ellos va a dejar la casa, comparten esas últimas horas juntos intentando tener relaciones sexuales, revisando ropa o viejas fotografías, durmiendo, bañándose y cumpliendo desganadamente algunas tareas triviales. Si el hecho de dilatar un hecho mínimo y recurrir a un realismo descarnado (e incluso de exponer cuerpos desnudos sin pudor ni erotismo publicitario) tiene ecos de cierto cine apreciado en festivales, La cama (que integra la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) le insufla vida: el admirable trabajo de arte (Maru Tomé, Renata Gelosi) y fotografía (Flavio Dragoset), más los rigurosos encuadres, consiguen expresar fuertemente un estado de ánimo, presintiendo lo que ambos personajes han vivido, lo que piensan o desean. Los planos fijos de diferentes rincones del hogar en penumbras, así como de los rostros y los cuerpos, alcanzan una desacostumbrada, doliente belleza. Una película nunca es mejor porque sus planos se asemejen a pinturas, pero en el film de Lairana la serenidad de sus imágenes impresionistas no responden a una pretensión decorativa: conmueven, angustian, interrogan. Habrá quienes conduzcan la contemplación de la vida privada de esta pareja, interpretada por Alejo Mango y Sandra Sandrini (que algunos tal vez recuerden como joven actriz intentando abrirse camino a comienzos de los ’80), a la polémica decisión de mostrar con crudeza cuerpos marcados por la tristeza y el paso de los años, pero sería menos superficial llevar el debate a otras cuestiones: el cine como mero instrumento para exponer –sin el alivio del humor– vidas grises, el posible regodeo en el patetismo, la búsqueda por alcanzar alturas de orden estético escudriñando lo rústico y lo banal. Por Fernando G. Varea
Días antes de desembarcar en las ciudades de Buenos Aires y La Plata, La cama obtuvo dos distinciones en el 33º Festival de Cine de Mar del Plata que terminó el sábado: el premio al mejor director argentino por parte de la asociación Directores Argentinos Cinematográficos, y el Premio Patacón Estímulo a la Mejor Actriz Argentina de la Sociedad Argentina de Gestión de Actores Intérpretes. El reconocimiento fue justo para quienes entendemos que Mónica Lairana filmó con destreza las últimas horas de convivencia de un matrimonio maduro antes de separarse definitivamente, y que Sandra Sandrini –hija del legendario Luis– encarnó a la esposa con un coraje infrecuente en el cine nacional. Lo mismo debe decirse de Alejo Mango, cuya interpretación del marido resulta fundamental para la minuciosa representación de un duelo que por momentos parece eterno, pero que se encuentra condicionado por la proximidad de una mudanza irreversible. Lairana dirigió tan bien a sus actores que éstos les pusieron literalmente el cuerpo a las exigencias del guión. Gracias a la entrega actoral y a la fotografía de Flavio Dragoset, la realizadora pudo explotar la elocuencia de las anatomías desnudas o apenas cubiertas de Mabel y Jorge. En este punto, La cama evoca el recuerdo de otra gran película sobre el des/amor entre adultos mayores, Nunca es tarde para amar (o Volke 9) del alemán Andreas Dresen. Por este antecedente cinematográfico, y por el desarrollo lacónico y moroso del relato, es lícito señalar cierta influencia de la narrativa europea en la opera prima de Lairana. La hipótesis adquiere consistencia para el público atento al pequeño extracto de la novela Jean Christophe que la también guionista transcribió a modo de prefacio, quizás para situar a La cama en las antípodas de las ficciones que recrean divorcios destructivos, y de paso para suscribir a la postura pacifista del escritor francés Romain Rolland. Algunos espectadores imaginamos que Lairana cita además a Charly García –o a Sui Generis– cuando retrata a Mabel con los ojos muy lejos y un cigarrillo en la boca, sentada entre un montón de cosas apiladas, iluminada por la eléctrica compañía que le ofrece un televisor inútil, recostada en una cama tan inmóvil. Desde esta perspectiva, la realizadora recrea a su manera qué nos sucede, qué fantasma(s) vemos, cuando empezamos a quedar solos.
“La cama” es una película argentina dirigida y escrita por Mónica Lairana. Está protagonizada por Alejo Mango y Sandra Sandrini. La historia transcurre en un verano caluroso en Buenos Aires. Jorge (58) y Mabel (56) pasan sus últimas 24 horas juntos como una pareja encerrada en su casa familiar. La casa fue vendida, y ahora tienen que desmantelarla y dividir entre ellos todo lo que han juntado en su vida antes de que llegue el camión de mudanzas. Esa mañana, Jorge y Mabel intentan tener relaciones sexuales de varias maneras, pero todo es en vano. Ambos terminan llorando. El resto del día, encerrados en su casa, mueven muebles, comen, toman una ducha, ríen, empacan cosas, lloran, vuelven a reír, encuentran a su gato muerto, lo entierran, juegan con su perro, tiran cosas y en en el medio de estos altibajos emocionales, se despiden el uno al otro. En “La Cama” hay muy pocas locaciones, por no decir casi ninguna. Nos muestran diversas partes de la casa, y más específicamente la cama, donde se desarrollan las escenas más importantes del filme. Es una cinta específicamente para que el espectador esté atento y observe lo que se le va presentando ante sus ojos. Los actores Alejo Mango y Sandra Sandrini hacen unas muy buenas interpretaciones, en donde ayudan a sentir ese ambiente de incomodidad entre ellos y el escenario que los rodea, ya sea la cama o la casa donde viven. Durante una hora y media vemos el desarrollo que tienen ambos personajes, desde la frustración hasta ese retorno de cariño entre ambos que sucede en la cama, por eso hacemos hincapié en que es uno de los elementos donde se despliega lo más importante. Es una historia que puede retratar perfectamente la situación de una pareja/matrimonio que está por llegar a su fin, pero que a su vez ambos saben que hay tiempo o una chance para comenzar de nuevo. Y como mencionamos antes, los actuaciones y diversas expresiones y situaciones dan a entender este mensaje para el espectador. El punto más flojo puede ser que, a pesar de todo lo que podemos observar, ya sea en el ambiente o la situación presentada, se hace por muchos momentos una cinta lenta, tocando casi el punto de aburrida. Pero en síntesis, “La cama” es una interesante película donde se explora la conclusión de un romance/matrimonio de una manera lenta, pero bastante impactante y lo más decente posible para nuestros personajes.
La cama es una película que duele. Todo es tan cercano y a la vez tan devastador. Duele ser testigos de ese derrumbe. Aunque no tengamos la edad de los protagonistas ni hayamos tenido nunca que vender una casa, todos sabemos perfectamente de qué se trata. La luz es escasa. Los objetos compartidos se amontonan como escombros. La casa parece un búnker. Los personajes consumen sándwiches minúsculos, como si esos fueran los últimos suministros de pan disponibles. ¿Qué es lo que hacen Mabel y Jorge? ¿Aguantar? ¿Hay un afuera para ellos, un más allá? ¿Una película post-apocalíptica? Tal vez sí. Pero la catástrofe no es tan fácil de registrar, porque sucede hacia adentro, se aloja en el pecho, así que sólo nos quedan los cuerpos. Los espacios del hogar, que por momentos lucen arrasados, igualmente conservan los colores del paisaje más cotidiano que uno pueda imaginar. Y el relato, muy áspero y seco al principio, va encontrando sigilosamente el respiro del cariño. Mabel y Jorge rondan los sesenta años y se están separando. Pero hay una ternura irrevocable que los une, por eso nunca dejarán de estar íntimamente entrelazados, como sugiere el afiche de la película.
La ópera prima de la actriz y directora Mónica Lairana es una apuesta radical. Concentrada en solo dos personajes y un único espacio, se sumerge en la separación de un matrimonio de muchos años, en sus cambios de ánimo, sus confesiones no dichas, sus miedos secretos. Lairana condensa en lo que ya no está -el bullicio familiar, la pasión erótica, el espacio compartido- el enigma de toda ausencia, el motivo de la despedida, el dilema de todo futuro. El mérito de Lairana es confiar en la entrega de sus actores -Alejo Mango y Sandra Sandrini-, y en la capacidad del cine de desnudar las emociones humanas como ningún otro arte lo ha conseguido.
Dos únicos personajes, una casa (sobre todo una habitación y más precisamente la cama a la que alude el título), planos fijos, y unos poco significativos diálogos. Tal es el grado de concentración, minimalismo y austeridad de esta angustiante y al mismo tiempo fascinante ópera prima de Mónica Lairana. No sabemos demasiado de ellos, pero Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini) se están separando después de muchos años de convivencia. Su hija se ha ido del hogar y la pasión también. Lo peor de la crisis ya ha pasado y han tomado la decisión de buscar nuevos rumbos por separado y vender la casa con jardín que han habitado juntos. Precisamente el proceso de vaciar armarios y cajones y proceder a la “división de bienes” es uno de los ejes de la mínima trama. Hay dolor, desazón, algunos rencores, pero también se percibe que cierta ternura y comprensión permanecen entre ellos. Que casi no medien palabras entre los protagonistas tiene su explicación: entre ellos está todo dicho, no hay razón para más rezongos ni culpabilización. Sí, se percibe una profunda tristeza (mezclada por momentos con enojo) cuando en la escena inicial no pueden completar un encuentro sexual. Hay llanto y frustración, cariño y repulsión. Precisamente Lairana pone el foco en la sexualidad de estos dos veteranos con sus cuerpos imperfectos, sus carnes que ya han perdido la plasticidad y la dureza de sus mejores épocas. La cama es una película sobre el paso del tiempo o sobre cómo el tiempo corroe. Es una narración construida con mínimas y lúcidas observaciones, donde cada gesto o cada impulso adquiere una intensidad que permite obviar el uso de la palabra. El cine en general (y mucho menos el argentino) no se ha ocupado demasiado de la sexualidad cuando se acerca la vejez (recuerdo, por ejemplo, Nunca es tarde para amar / Wolke 9, del alemán Andreas Dresen, como valiosa excepción) y Lairana nos permite un viaje a la intimidad más profunda (casi perturbadora) de sus dos criaturas con una paciencia, un rigor y una sensibilidad muy infrecuentes. Los vemos observar juntos fotos familiares, discos de vinilo, roncar, lavarse, tocarse, tomar mate, comer una mandarina, llamar a su hija, meterse en una mínima pelopincho, revisar los miles de elementos acumulados durante años de convivencia. Sus canas, sus arrugas, sus panzas son el reflejo de toda una vida transcurrida, pero -más allá del tono melancólico y elegíaco- también hay esperanzas de que todavía el final quede lejos y puedan rearmar sus vidas en esta nueva etapa. La cama es una película especial por su delicadeza, su rigor, su apuesta por lo esencial (del cine y del ser humano). No es fácil acercarse cual voyeur a una historia tan sencilla y desgarradora a la vez, que cuestiona los cánones de la belleza juvenil, esa que rechaza y censura a los cuerpos “incómodos” de mujeres mayores de 40 u hombres que se acercan a los 60. Lairana prescinde de los artilugios del cine moderno, del golpe de efecto, de la manipulación para ofrecernos dos personajes desnudos en todas la dimensiones del término y darles la posibilidad de que se despidan con dignidad. Cine sin artificios. Honestidad brutal.
Mónica Lairana debuta como directora en largometraje con "La cama", un drama sutil que expone de manera brillante el transcurrir de una pareja antes de darle final al vínculo. Mónica Lairana quizás sea de esos rostros que el público popular tiene muy presente, aunque su nombre no ocupe los grandes titulares. Fue la esposa del martirizado empleado de carnicería de Joaquín Furriel en la maravillosa "El patrón". También se lución con grandes roles en "Marea Baja" y "Los del suelo", entre muchísimas otras. Una actriz muy expresiva, que ahora se ubica detrás de cámara, para su ópera prima en el largometraje, luego de los celebrados cortos "Rosa" y "María". La misma expresividad y sensibilidad absoluta que Lairana logró siempre como actriz, es la que encontramos en "La cama", una película intimista, delicada, y potente. Jorge y Mabel rondan los 60 años, son un matrimonio que debe mudarse. Hay un detalle, al finalizar esa mudanza, finalizará el vínculo que los une, es el divorcio. "La cama" nos muestra la relación entre estos dos personajes, y una casa, ya vendida, que se transfigura como el núcleo de lo que aún los mantiene juntos bajo un mismo techo; aunque no por mucho más tiempo. Son los últimos instantes que pasarán juntos. Ya está todo embalado, finiquitado. También expresa esas horas agónicas, en las que ambos tratarán de aferrarse a lo que pueden para mantener, aunque sea un rato más, el vínculo. No hay dudas, la separación es un hecho. No es cuestión de decidir si se van a separar, o se replantearán dar marcha atrás. "La cama" no es una comedia romántica, ni siquiera llega a ser un drama romántico, por lo menos no uno puro o tradicional. Es un drama sobre una pareja, sobre un lazo, y la dificultad de darle cuerpo y presencia a la decisión que ya está tomada. Son dos personajes, y una casa que se transforma en el tercero. Pero "La cama" no es una obra de teatro, es profundamente cinematográfica, gracias a la gran labor de su realizadora. Cada ambiente es vivido, corporizado, y tiene múltiples representaciones. La cámara funciona como esa lente que espía, como algo imperceptible que se mete en una intimidad profunda. El teatro, con otros artilugios y otras técnicas de representación, difícilmente logre esa sensación de intimidad, aun teniendo la posibilidad de llevar a los espectadores a los diferentes ambientes de forma abierta. Lairana sabe qué mostrar, dónde, y cuándo, ahí está la agudeza de su lente, del ojo que espía pero sabe dónde posar el ojo. Como en sus cortometrajes anteriores, Lairana vuelve a hablar a través de los cuerpos, y elige hacerlo sobre figuras de la tercera edad, que le escapan a los cánones de la belleza pre impuesta. Los de La cama, son cuerpos frágiles, pesados, con los años y la experiencia encima. No son cuerpos cuidados. Jorge y Mabel intentan moverse y les cuesta. Quieren hacer el amor, y el resultado es trunco, pareciera patético, pero en realidad está cargado de amor. Es un día soleado, aunque el sol sólo se ve desde la ventana. Adentro, las luces están apagadas, y la única luz es la del reflejo que penetra. Hace calor, lo cual hace que esos cuerpos sufran más, transpiren , se arrastren, vayan lento, y se muestren en ropa interior, o directamente desnudos. Es un matrimonio de años, no hay necesidad de seducirse visualmente ¿o sí? La casa también tiene los años del matrimonio. Está descascarada, y se va desarmando, despojando de objetos, a medida que la desvinculación avanza. Es un hogar, que pasa a ser un inmueble. La cama, llegamos a la cama, no el título, el objeto. La pareja aún la comparte, aunque por última vez, quizás ese colchón sea el último nudo a destrabar. No es solo sexo, es abrazo, es caricia, es dormir juntos, es estar recostados juntos. Cuando estas acostado el cuerpo duele menos. Sandra Sandrini y Alejo Mango llevan adelante a este matrimonio. Lo que les toca no es sencillo, y lo hacen magistralmente. La película requiere de un química permanente, los diálogos no abundan, porque en este matrimonio ya no hay mucho más que hablar. Se conocen, y alcanza con los gestos. Mabel y Jorge son un matrimonio real, natural, más que creíble, vívido. Cada uno por separado y juntos transmiten todo lo que les pasa. Lo que crean junto a la realizadora es hipnótico. "La cama" es un film para apreciar con todos los sentidos, tiene capas, se siente, traspasa la superficialidad, angustia, y refleja. La mirada de Lairana es mucho más profunda e inteligente de lo que aparenta. Es cine de autor, sensorial, sentimental, único. Mónica Lairana nos regala una obra que no pasa desapercibida, nos hace vivirla, y deja en el espectador más lastre cultural que el de muchos otros films de estructura innecesariamente ampulosa. Al finalizar, nosotros tampoco querremos abandonar.
Después de un haber presentado notables trabajos en diversos festivales internacionales como Rotterdam o Cannes con sus cortos “Rosa” “Sucesos Intervenidos” y “María” llega el turno de la Ópera Prima de Mónica Lairana que tuvo su reciente presentación en el 33º Festival Internacional de cine de Mar del Plata: su primer largometraje, “LA CAMA”. La película se inicia con una pareja madura intentando tener sexo, algo que ya sorprende por lo infrecuente que resulta esta temática en el cine actual, en donde parece no haber espacio para otros cuerpos y otra sexualidad que no sea la de la armonía y la perfección. No hay nada de regodeo ni de uso del sexo explícito que ha sido la herramienta de la que se han valido otros directores para generar un golpe de impacto y un hecho más provocativo que estético. Nada más lejos de eso. Lairana nos permite entrar en la historia con un plano fijo, prolongado, guardando cierta distancia, en donde nos convertimos en testigos y observadores de todo lo que ocurre y desde ese lugar, comenzar a entender el vínculo que sostiene esa pareja a través de los múltiples detalles que se nos van revelando en cada situación. En las escenas iniciales flota un clima de incertidumbre: es la crónica de una mudanza?, de un adiós?, de una despedida?, de una separación? Por sobre todo esto, es la historia de Jorge y Mabel, quienes después de treinta años de convivencia, van desmantelando la casa familiar para comenzar a transitar una nueva etapa. El clima que se respira es el de un duelo, que cada uno de los personajes abordará y atravesará a su manera, con su estilo propio, intentando encontrar su nuevo equilibrio. Mónica Lairana –de una extensa trayectoria como actriz de teatro, cine y televisión- pone el foco fundamentalmente en sus personajes. Y asume el riesgo de contar la esta historia casi sin palabras: los diálogos son banales y escasos, porque el verdadero sentido del relato está puesto en los cuerpos de los protagonistas, en sus gestos, en sus miradas, en la manera en la que se relacionan. Y por sobre todo, articula el relato de forma tal que la casa que están desarmando juntos, -ese hogar en donde compartieron gran parte de su vida-, se convierte en el tercer protagonista excluyente del filme. Un exquisito y detallista diseño de arte (con una casa plagada de objetos que van cobrando sentido a medida que avanza la historia), se nutre de empapelados, adornos, recuerdos, fotos familiares, todos ellos en tonos ocres y marrones que dan un clima particular a esta deconstrucción de un vínculo en donde no parece haber desaparecido por completo el amor, pero que debe asumir su final. La puesta es profunda, íntima, visceralmente arriesgada. Un trabajo delicadamente construido con detalles, pequeños pero fundamentales, que van creando un particular universo narrativo que es infrecuente en el cine nacional y que le ha valido a Mónica Lairana el reciente premio DAC a la Mejor Director/a Nacional de Película Argentina en el Festival de Mar del Plata. Aun cuando presenta un tema ya visitado muchas veces por el cine, lo hace de una forma completamente diferente (en algunos momentos la osadía en la exposición de los cuerpos remite a la gran película alemana “Nunca es tarde para amar”), en la que va involucrando al espectador paulatinamente. Lairana no solamente presenta una propuesta novedosa, donde los objetos, la luz, la respiración de esa casa marca el ritmo narrativo, sino que además se muestra con una gran solvencia en la dirección de actores, logrando notables trabajos de Sandra Sandrini (también ganadora del premio SAGAI en el Festival de Mar del Plata por su actuación) y Alejo Mango, completamente entregados a la construcción de sus personajes, literalmente en cuerpo y alma. “LA CAMA” ha sido participante en la Selección Oficial del FORUM de la 68º Berlinale y tras su reciente paso en el Festival de Mar del Plata, llega ahora al circuito comercial y es una propuesta que se celebra tanto por su búsqueda estética y narrativa sustancialmente diferente, como por su sensibilidad y la forma en que Lairana pone su mirada femenina e intimista en el microcosmos que se nos presenta ante el fin de un amor y una honda despedida.
Mónica Lairana en su opera prima en largometraje, demuestra, como ya lo hizo en sus cortos, que es una directora talentosa, sensible, que sabe perfectamente lo que quiso hacer con su película. Con una precisión y una intensidad, que nunca da un paso en falso, se ocupa, nos introduce como testigos, como voyeurs incómodos y fascinados, en la intimidad de una pareja de adultos grandes, que pasaran en esa casa las últimas horas juntos, empacando y repartiendo su herencia, intentando el sexo por última vez, repartiéndose fotos y recuerdos, intercambiado las poquísimas palabras de un final anunciado y resignado. El argumento se resume en pocas palabras, pero como lo verdaderamente importante en películas con capas de profundidad y significados, nada puede expoliarse, lo que importa aquí es la mirada y la comprensión. Esos dos seres, entregados y jugados actores como lo son Sandra Sandrini (oportunidad que supo aprovechar al máximo) y Alejo Mango, son el resultado de una vida que ya les deja pocas opciones. En esa pareja ya todo esta jugado, la intimidad que solo resta en los gestos de ternura y protección, la casa inmensa demasiado vacía, la hija que se alejó de sus padres, y ellos decididos a una nueva oportunidad. La mirada de la directora se detiene en estudiar sus cuerpos, sus gestos, la comprobación de errores, la desolación, lo realmente minimalista que resulta la vida cuando se llega al hueso, a lo esencial, a lo que verdadera importa. Por eso este film premiado como el mejor en el la competencia de Mar del Plata por la DAC (Directores Argentinos Cinematográficos), con otro galardón para el trabajo de Sandra Sandrini, como la mejor actriz de todos los films en competencia otorgado por SAGAI (Sociedad Argentina de Gestión de Actores Interpretes) es de visión obligatoria. Cuando se despliega una mirada como la de Lairana responsable también del guión se prueba una vez más que el cine no necesita ni de grandes presupuestos ni de efectos, solo la riqueza de alguien que tiene mucho para decir.
El amor después del amor Aunque el hombre y la mujer parecen ser los únicos habitantes de la película, La cama incluye un tercer personaje, igualmente importante. Se trata de esa casa que están a punto de abandonar, la expresión más evidente de todo lo que han perdido. Si en literatura narrar implica sobre todo elegir qué no contar, podría decirse que en el cine se trata de escoger qué es lo que no se va a mostrar. Así, lejos de tornarse invisible, el elemento negado adquiere el peso de lo fantasmal y se vuelve tangible in absentia. Esta operación se encuentra en el núcleo de La cama, ópera prima como directora de la actriz Mónica Lairana, estrenada a comienzos de este año en la 68° Berlinale y que acaba de pasar por la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata. La cama es, entonces, un intento de filmar lo que ya no está, tratando de reconstruirlo a partir de sus restos y de las marcas que dejó a su pasó. Una búsqueda cinematográfica por aprehender lo desaparecido, en este caso el amor. Un matrimonio de años, con hijos que hace rato dejaron el nido, enfrenta la víspera de su separación. Parecen ser los únicos personajes de la película y sus cuerpos cansados serán el objeto que la cámara buscará con avidez, a lo largo de la hora y media en la que el espectador podrá espiar el interior de su duelo. La cama empieza y termina con dos extensas escenas que se desarrollan en el lecho matrimonial de esta pareja en disolución. Esa cama que supo ser símbolo de la unión, ahora es apenas el escenario de una triste coda final que desborda sexo, frustración, histeria, amor y vergüenza, entre otras cosas. Con una desnudez que va más allá de lo literal, los actores Alejo Mango y Sandra Sandrini (hija del icónico matrimonio que componían Luis Sandrini y Malvina Pastorino) asumen todo el peso dramático de la película. Lairana retrata el dolor con ternura, pero sin concesiones. Su cámara no aparta nunca la mirada y deja expuesta la vulnerabilidad de sus criaturas: no es casual que buena parte del relato los protagonistas se muevan desnudos por el cuadro. Incluso será posible verlos en situaciones vergonzosas, como aquella del comienzo en la que fracasan en el intento de un último polvo, al que parecen atribuirle el poder de aliviar el ardor de las heridas. La película también los convertirá en protagonistas del desengaño: antes del final confirmarán que amor y sexo no integran una entidad indivisible. La directora registra de forma delicada las esencias de lo masculino y lo femenino, encarnadas en los dos personajes que transitan esos momentos de emociones a flor de piel de formas distintas. Diferencias que se vuelven evidentes a través de detalles que requieren de la atención del espectador para ser notados. Un ejemplo. Tras la crisis inicial, en la que no consiguen consumar el acto, ella cae en una crisis nerviosa que la deja hecha un ovillo sobre el colchón, mientras él deambula sin rumbo por los ambientes mudos de la vivienda. Pero al rato vuelve y se acuesta junto a ella, espalda con espalda, hasta que junta valor para abrazarla por detrás. ¿Qué pasa ahí? Que él se duerme y hasta ronca, mientras ella se queda con los ojos como platos, con la angustia dándole vueltas en la cabeza. Lairana se sirve de cada situación para hacer que se manifieste la fragilidad de los personajes. Y ellos se convierten en un dique roto por cuyas grietas se va escapando, de a gotas pero cada vez con mayor fuerza, lo que queda del amor. Aunque ella y él parecen ser los únicos habitantes de este relato, La cama incluye un tercer personaje, igualmente importante. Se trata de esa casa que están a punto de abandonar, expresión más evidente de lo que han perdido. Tan importante son la casa y sus espacios que Lairana le dedica no pocos minutos a recorrerla, a exponer cada rincón, para dar una idea cabal de todo lo que por ellos ha pasado. Como él y como ella, la casa también ofrece el aspecto entre caótico y desprolijo de quien todavía no asume su destino y se aferra con desesperación al pasado. Y, como cualquier personaje, también transita su propio drama, yendo de la sobrecarga del comienzo, en donde cada espacio desborda de memoria acumulada (una memoria muerta), a un final en el que cada habitación vacía es una herida. A pesar de la valentía de sostener un dispositivo narrativo que no siempre resulta cómodo para el espectador, La cama también tiene sus excesos. Por un lado el que se da en ciertos pasajes en los que el desborde emotivo de los personajes acaba convertido en el desborde de los actores. Del mismo modo Lairana se deja seducir por el barroquismo de los escenarios y permite que el relato se vuelva redundante, atentando contra su sencillez.
En tiempos de vértigo, de aceleramiento y relatos sincopados, Monica Lairana debuta en el largometraje con una historia dolorosa de desamor y separación, planteada desde una idea de puesta en escena casi voyeurista y logrados trabajos actorales, que nos desaceleran e invitan a ser parte del duelo por aquello que no se tiene más.
Jorge y Mabel forman una pareja que está en plena separación. Ambos están desnudos en la cama, intentando amarse por última vez. Cuerpos que se buscan y no se encuentran son el puntapié dramático del primer largometraje de Mónica Lairana -actriz que se coloca nuevamente detrás de cámara luego de sus cortos Rosa y María-, quien espía de una manera cruda y despojada el mundo privado e íntimo de esta pareja mayor. La Cama es una osada apuesta desde lo visual, con la presencia de dos actores -Sandra Sandrini y Alejo Mango- casi siempre desnudos frente a los ojos del espectador en un relato que los coloca como protagonistas. Un cine que propone la contemplación y que no siempre resulta cómodo para el espectador en su posición de voyeur. En esa zona difusa se mueve la directora para narrar las horas crepusculares de una pareja que va desmantelando el hogar con el cartel de "Venta" de la casa y también sus emociones a través de situaciones cotidianas, como revisar discos, mirar fotos, mover muebles y ducharse, y en las que el tiempo parece detenerse. En una casa cuyas paredes están atravesadas por escasos rayos de luz en un verano muy caluroso, como los que quizás alguna vez iluminaron sus días, ellos esperan al camión de mudanzas mientras dividen sus pertenencias. Sobre las acciones contenidas, los silencios y los gestos es donde Lairana construye el universo de esta propuesta que escapa a las convenciones del cine tradicional con dos personajes que, a pesar de distanciarse, parecen necesitarse hasta en los más pequeños detalles.
“La cama” de Mónica Lairana Por Gustavo Castagna A su manera, La cama es una película revolucionaria. Desde la forma en que está concebida y los silencios de los personajes hasta una puesta de cámara (con herencias subliminales o no de los trabajos de Gustavo Fontán) que conlleva a la articulación y desarticulación corporal de una pareja a punto de separarse, rodeada de cajas y recuerdos, de una casa en venta y de una vida en simultáneo que parece terminar Pero no son cuerpos perfectos: el paso del tiempo, el envejecimiento, el deterioro y una sexualidad que parece haberse ido para siempre actúan como ejes dramáticos de una puesta en escena austera, de mínimos detalles, de recorridos por espacios vacíos y objetos de uno y otro que serán separados por sus dueños. Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini), cuerpos y rostros y brillantes actuaciones del dúo, son buscados por la cámara de Mónica Lairana con el propósito de explorar solo en lo necesario, en la mínima información, en la hipótesis de un encuentro sexual (acaso el último) que debería ser feliz, pero no, porque el paso del tiempo y el placer dejaron lugar al resguardo afectivo, al miedo por quedarse solos, al que solo desea protección, acaso un abrazo, un beso, una mirada. Hasta ahí. Por eso el otro protagonista central (en campo o fuera de campo, modificado o camuflado) es la cama. El deseo que no está presente, el llanto, el mínimo reproche, la vuelta a la cama que será ocupada por otras cosas. La imagen de Mabel sacando la ropa (mucha, muchísima) de un armario y tirándola a la cama, con la cámara fija, resulta conmovedora. Como material simbólico y como explicación sin subrayado de que el deseo no está o parece que fue para no volver. Es que La cama – bienvenida y más que original y riesgosa opera prima de Lairana -, además de la ya citada escena, tiene un montón de tomas fijas que logran conmover con poco y nada. La pareja separando sus medicamentos (las dos manos, las voces, los remedios, nada más); Mabel levantándose de la cama y buscando a Jorge, a los gritos y desesperada, por toda la casa; la pareja metiéndose en una pileta Pelopincho. En fin, solo cito tres pero hay muchas más. Y esos cinco minutos finales, con esa secuencia sexual protagonizada por esos mismos cuerpos del comienzo y la intimidad a flor de piel que finalmente se completa a través del coito. ¿Será el fin? ¿El reinicio? ¿No habrá día después? Una secuencia final con la cámara fija que, como ocurre en otros grandes desenlaces (por ejemplo, Faces de Cassavetes y Las amargas lágrimas de Petra Von Kant de Fassbinder) plantearían imaginar, porqué no, ese instante siguiente, ese día después. O el momento en el que llega el flete o ese último beso de despedida o el instante en que se colocaría el cartel de venta en la fachada. Es que La cama es una película en tiempo presente, un presente continuo de una pareja, de un espacio a punto de desaparecer, de una relación que parece pero no quiere terminar. Y allí siempre está la calidez cinematográfica de Lairana, acariciando a sus dos personajes, protegiéndolos, exponiéndolos al detalle, convirtiéndolos en criaturas maravilosas. LA CAMA La cama. Argentina/Brasil/Alemania/Holanda, 2018. Dirección y guión: Mónica Lairana. Fotografía: Flavio Dragoset. Edición: Eduardo Serrano. Dirección de arte: Maru Tomé y Renata Gelosi. Sonido: Germán Chiodi. Con: Sandra Sandrini y Alejo Mango. Duración: 94 minutos.
La cámara de Flavio Dragosec, director de fotografía de la ópera prima de Mónica Lairana, no ingresa a esa habitación donde dos cuerpos mayores intentan hacer el amor. El intento se transforma en imposibilidad, y la cámara queda del otro lado de la puerta. Aunque somos testigos infidentes, eso sí, estamos fuera del marco. El plano es fijo, y su permanencia puede ser un momento incómodo para el espectador: son cuerpos desnudos de dos personas de más de 60 años. Han pasado la vida juntos, viven en una casa llena de cosas, enorme casa con un jardín, un perro y un gato (ausente), hay una hija del otro lado del teléfono. - Publicidad - Conocemos la audacia de Lairana, sus cortos Rosa y María tienen el mismo tono, el mismo punto de vista de la cámara, la misma preocupación por los cuerpos, el deseo, el sexo. En su ópera prima, que no por nada lleva el título que lleva, redobla la apuesta y aborda el tema del amor-desamor y la pérdida del deseo sexual en un matrimonio mayor que debe convivir durante unos días preparando una mudanza que es el preámbulo de una separación. Esos días, concentrados en estos minutos, transcurren mediante elipsis imperceptibles. Un fin de semana, cuatro, cinco, diez días? No lo sabemos con certeza, pero es un tiempo transcurrido suficiente para que la casa se transforme en una gran situación de mudanza. El ruido de los ventiladores, el diálogo casi nulo, el calor de un verano probablemente ubicado en el año 2000 (un lapicero almanaque lo indica) que los obliga a pasearse desnudos casi toda la película (cuándo se vio algo así en el cine argentino?). El desnudo carnal, en distintas posiciones de los cuerpos acentúa la vulnerabilidad de esos seres. Algo de los dibujos y pinturas de Lucien Freud puede entreverse allí. Los rincones de la casa y los objetos que comienzan a acumularse y que no son vistos sino por el espectador, transforman al espacio-casa en símbolo de esa relación, cargado de objetos que habrá que desechar: figuras de cerámica, muñequitos de caracoles. Un cartel de “Se vende” invade ese espacio con una urgencia violenta, y Mabel y Jorge en medio de los preparativos comienzan a despedirse atravesados por un dolor que el film sabe transmitir con inteligencia, poesía y sensibilidad. Celebramos el pasaje de Lairana, actriz ya de larga trayectoria, del corto al largometraje, lugar donde seguramente se quedará por largo tiempo. ESTRENO : 22 DE NOVIEMBRE Sala Lugones Av. Corrientes 1529 Del Jueves 22/11 al Miércoles 28/11 Funciones diarias a las 19:00 y 21:30hs. Malba Av. Figueroa Alcorta 3415 Viernes 23/11 – 18:00hs Sábado 24/11 – 22:00hs Sábado 1/12 – 22:00hs
Tal vez las separaciones más difíciles sean las civilizadas, aquellas en las que todavía subsiste el cariño pero todo lo demás murió de inanición. Entonces es cuando más cuesta entender por qué se está terminando la pareja, qué oscuras razones hacen que sea imposible recuperar el amor primigenio. Mabel y Jorge están atravesando esa situación. Es un día de calor agobiante y por delante tienen la que tal vez sea su última ocupación en común: desarmar la casa que compartieron durante la mayor parte de sus vidas. Todo transcurre en interiores: con una cámara fija que en general se asoma a las escenas a través de los marcos de puertas y ventanas, la opera prima de la actriz Mónica Lairana nos introduce como voyeurs en esas veinticuatro horas de largo adiós. Casi nada es dicho: si algo sobra a esa altura de un matrimonio añejo, son las palabras. Mabel y Jorge mantienen ese sobreentendimiento que dan los años en común. A esta altura, son más amigos, hermanos o primos, que marido y mujer. La pérdida del pudor habla de rutina. Lairana rompe tabúes y lo muestra a través de esos cuerpos auténticos, sexagenarios, marcados por el paso de las décadas, y de esas relaciones sexuales reales, trabajadas y frustrantes, despojadas del esteticismo que suele imperar en el cine a la hora de la desnudez. Por más que ellos hagan intentos desesperados por retenerlos, los fragmentos de la relación amorosa se van escurriendo. No hay forma de volver el calendario atrás. A veces una mudanza se parece a una expedición arqueológica, pero sin épica: el redescubrimiento de aquellos objetos acumulados a lo largo de los años, tal vez con la ilusión de estar construyendo algo, no hace más que confirmar la imposibilidad de detener el tiempo. Las fotos familiares descolgadas dejan tristes huellas. Probarse ese vestido setentista que emerge del fondo del placard o revisar los olvidados discos de vinilo son gestos nostálgicos que hacen palpable el fin de una época. Y el último revolcón, lejos de aliviar, aumenta la desolación.
El último día en la vida de una pareja después de varias décadas juntos. Los hijos abandonaron el nido hace tiempo, el sexo ya no parece funcionar, los discos son separados en dos grupos, el cartel de la inmobiliaria descansa en el living y la ropa es sacada del placard para recordar otros tiempos en que era parte de la cotidianidad de sus dueños.
LA INTIMIDAD A FLOR DE PIEL El trabajo con la desnudez es impecable, los cuerpos deambulan con tal naturalidad que al verlos de vez en cuando vestidos parecen extraños. En La cama tenemos un film en el que todo el tiempo vemos trabajados temas tabúes como el sexo y la desnudez. Y es que por más que se muestren en todos lados, acá aparecen más cercanos a las realidades cotidianas, en las que no todo está en su lugar ni funciona a la perfección. El pudor puede darse por parte de los espectadores, pero no es la intención del film. Aquí hay una celebración de los cuerpos que no se adaptan a los estereotipos. Cuerpos adultos, con arrugas, pelos y figuras hermosas por sus particularidades. Están al desnudo, y es que esto también está vinculado a la intimidad a la que se accede. Nos adentramos a los detalles más personales de una pareja que se está separando. Es así como La cama retrata la próxima ausencia desde las miradas perdidas y los llantos desesperados. El fin es inminente, ya lo están atravesando y el cartel de venta dentro de su hogar es la visualización de eso. La casa revuelta y los lugares vacios también van construyendo a la separación, en esa idea de caos y remoción de sentimientos. Si hay algo que también sabe trabajar este film es el amor. Y es que aún hay cariño entre estas dos personas. Más allá del dolor, ambos se cuidan uno al otro. En las simples actividades del día la película demuestra que el amor y el deseo no siempre van de la mano. Lo material toma gran impronta en La cama, porque representa a los recuerdos de todo lo que compartieron. Los elementos de la casa, único sitio donde se desarrolla el film, componen un diálogo con los silencios. Hay un trabajo minucioso en la elección de las cosas que se encuentran en la casa. Muestran mediante estás cómo los atravesó el tiempo y lo que vivieron juntos. Así es como uno va reconstruyendo parte de su historia, dejando a la imaginación de cada uno los posibles caminos transitados. Aún nombrando estas cualidades y reforzando el buen trabajo que realizan, no se puede dejar de decir que por momentos el ritmo es bastante lento. Las escenas perduran y provocan una incomodidad interesante, sobre todo por las escenas de sexo, pero la película se extiende más de la cuenta en los tiempos y genera resultados contradictorios: a veces funcionan reforzando al todo y en otras ocasiones generan un desapego.
Una pareja que después de varios años de vivir juntos deciden separarse, la casa donde vivían fue vendida, ellos mientras ordenan sus cosas y recuerdan los momentos felices y emotivos. Sus cuerpos desnudos se recuestan en la cama, intentan revivir su sexualidad a través de un ritual que forma parte de esa despedida. El film prácticamente no tiene diálogos, es más gestual, los silenciosos son extensos, con planos largos, objetos que marcan lo que sienten estos personajes, un ventilador encendido ante un calor infernal y el encierro que forma parte de ellos, entre otros elementos. Con sus acciones notamos sus miedos, su vacío y su incomunicación que dejan claro el fin de una relación. Este estilo de filmación experimental no llega de la misma manera a todos los espectadores y puede resultar tedioso.
Un hombre y una mujer en una habitación. El comienzo que incorpora al espectador en una intimidad sexual naturalista que no termina bien, preanuncia algo que no funciona. Porque ellos pasaron los sesenta y no pueden asumir con madurez un encuentro poco satisfactorio como si fueran caprichosos adolescentes pasionales. Después sabremos que tienen una relación de años, que conviven, hay una hija y fotos, muchas fotos que testimonian una vida. Ahora se están separando y la casa está en venta. Como parte de sus vidas en las que se abre el paréntesis de la interrogación. DEGRADACION Centrada en la experiencia afectiva, sin alusiones a profesiones, familia de cada uno de ellos ni amigos, el filme explora con algunas escenas duras y explícitas el paso del tiempo. Colgajos, flojedades, exhibidas sin pudor con trazos que recuerdan pasajes de Emile Zola internándose en el decadentismo de "La taberna" o "Gervasia", se exhiben como subrayando algo que se degrada y termina. Sin embargo, no todo es tan cruel como el comienzo, hay momentos en que lo espiritual de la relación se mantiene, como cuando ella lo espera y cree que puede no regresar (escena lograda con sensibilidad). "La cama" es un filme austero, sensible, hecho descarnadamente. Ese comienzo lo muestra y nunca sabemos el grado de desesperación que podría haber tomado la historia de mantener ese tono inicial que llega a lastimar, subrayado por los gritos de la protagonista. Con destacadas actuaciones de la pareja protagónica (recordable rostro de Sandra Sandrini), el filme retoma el protagonismo expresionista del cuerpo humano en su condición simbólica. Un realizador argentino, Jorge Polaco, intentó en su valiosa "Diapasón" asumirlo como campo de operaciones; Mónica Lairana parece retomar la búsqueda de imprevisibles resultados.
La cama, ópera prima de Mónica Lairana, se centra en el final de una pareja con crudeza y sensibilidad. Se estrena después de su paso por la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Mabel (Sandra Sandrini) y Jorge (Alejo Mango), que rondan los sesenta, son un matrimonio de muchos años que han decidido separarse y ahora llegó el momento de embalar una casa, la que tenían en común, para venderla y mudarse cada uno por su lado. Tiempo de reproches velados, de soledad compartida, de presencia acostumbrada, de ternura agostada, de recuerdos que se yerguen y de olvidos imprescindibles. Apenas unas horas tienen, antes de que llegue el camión de la mudanza, y es eso lo que compartimos con estos dos personajes que se buscan, se repelen, se necesitan y se esquivan, mientras guardan en cajas una vida. Imposible intento que, aún sabiendo su resultado, los seres humanos siempre llevamos a cabo. La directora exhibe rigurosidad extrema en la puesta en escena y hace, a pesar de lo árido y crudo de su relato, un sensible retrato de intimidad, profundizando las búsquedas que ya son una marca autoral desde sus premiados y reconocidos cortos (Rosa y María). Sin evitar los riesgos, más bien yendo a buscarlos, Lairana construye personajes dolidos y complejos a los que respeta sin condescendencia. Los expone en cuerpo y alma frente a nuestro ojos asombrados y a nuestro espíritu angustiado ante tanta verdad sin medias tintas. Triste, desolada, dolorosa pero vital y vívida, La cama no sería lo que es sin la entrega sin reservas de sus protagonistas que se revelan transitando todos los sentimientos que los atraviesan, en su mayor parte desnudos y con contados diálogos.
Jorge y Mabel, tirados en la cama, intentan tener sexo; él se rinde fácilmente, ella sigue intentando, sin encontrar más que negativas, hasta que finalmente desiste. El desencuentro luego se invierte: ahora es Jorge el que reanuda los intentos pero Mabel se encuentra ya sumida en frustraciones, y rompe en llanto. Así podría resumirse, al menos en términos narrativos, la primer escena de La cama, que se nos presenta, en primera instancia, como una declaración de principios: no busca tanto impactar (aunque algo de eso hay), sino más bien plantar una bandera; un acto de honestidad cuanto menos infrecuente. Hay algo en la escena que parece reunir, en carácter embrionario, la totalidad de lo que se quiere narrar, no como un resumen, más bien como una tesis a desarrollar. Tiene sentido entonces que, como carta de presentación, se encuentren allí esbozadas las fortalezas del relato y sus flaquezas, sus aciertos y sus fallas. En su ópera prima, Mónica Lairana, como ya lo había hecho en sus cortos anteriores, decide prescindir casi por completo de los diálogos o asignarles un valor minúsculo, casi banal, para abocarse al estudio de los cuerpos en el espacio, dejando que lo no dicho aflore a través de las arrugas, de los pliegues entre los músculos. Si la casa termina desarrollándose como el tercer personaje en discordia, es gracias a que recibe el mismo tratamiento, y en sus paredes, en sus espacios vacíos, pueden leerse los años, las historias compartidas. Durante el día retratado en la película, el último antes de mudarse y separarse, los muebles parecen abrigarlos para luego asfixiarlos, brindándoles refugio y desamparo según el estado de ánimo que atraviesen. Si la película en un principio parece que se ampara en un determinado hiperrealismo, lo hace solo para luego desmentirse y ramificarse: los pocos elementos y los grandes vacíos completan la idea de una ausencia, ya que lo buscado en cada imagen está justamente en eso que tiende a desaparecer. Si la inclusión de detalles tiene como búsqueda lo iconográfico, aquí se apunta a lo contrario, a contar desde el progresivo abandono; abandono que encuentra su correlato en la fatigosa división de bienes entre Jorge y Mabel, en la distancia que deben tomar de los objetos, que una vez fueron suyos y ahora se les vuelven ajenos, extraños. El puntilloso trabajo para con la imagen se intensifica en el notable detalle de los sonidos: si el silencio puede ser insoportable, en tanto no hace más que reflejar el desamparo de los personajes, el colchón sonoro compuesto por ventiladores y heladeras acentúa la idea de detenimiento, un sopor que linkea rápidamente con el cine de Martel. La referencia no es casual: la salteña vuelve una y otra vez a “la hora de la siesta” como momento donde el transcurrir se detiene, algo que Lairana retoma en esos cuerpos pesados, que deambulan, como fantasmas de lo que fueron, por un espacio donde el tiempo se ha desfasado. El carácter sepulcral de las imágenes termina de explotar en la escena donde Mabel encuentra una sencilla cadenita, asumimos un viejo regalo de parte de Jorge: el sonido ya mencionado se trastoca abandonando sutilmente el orden de lo cotidiano y dándole al momento una sensación casi sobrenatural. Es aquí cuando la película termina por asumir su condición de moderna: como espectadores, no nos es necesario un flashback que cuente el momento del regalo, ni siquiera un diálogo que explique su importancia; nos basta con leer en el presente las huellas de ese pasado, permanentemente aludido pero nunca explicitado. No es fácil conducir un relato con la fragilidad con la que se propone Lairana, y es hasta entendible que por momento necesite reforzar ideas, a riesgo de perderlas. Cuando los personajes cenan se encuentran minúsculos, casi invisibilizados, frente a todos los trastos, empacados en las cajas que los rodean. La precisa acumulación de elementos (sumado al “qué grande es esta casa” que acota Mabel) dotan al cuadro de un barroquismo hasta ese momento ausente; si “el mensaje” se subraya es a riesgo de contradecir todo lo anterior. Algo similar ocurre en la primer escena ya comentada: luego del frustrado intento sexual, Jorge se acurruca sobre las piernas de Mabel, en posición fetal, casi como un niño, y es en ese “casi” donde la metáfora buscada emparenta el acto de narrar con el de señalar. Engañoso, en cuanto no es allí donde brilla el film, sino en esa coreografía de cuerpos, una danza que ensayan entre ellos y con la casa. Mabel usa sus propios brazos para medir las longitudes de la cama y luego las de la escalera por donde infructuosamente tratarán de hacerla pasar. Si lo que viven es un duelo anunciado, lo transitan no a través de sus rostros, sino de sus propios miembros, memoria viva y santuario de su relación. Son esos detalles los que logran darle carnadura a los personajes sin encasillarlos, como los cigarrillos Pall Mall suaves largos que fuma ella antes de bañarse. La marca, fácilmente reconocible, no es un grito significante, no delimita una clase social; simplemente enuncia allí una identidad, una singularidad que desenmarca al personaje de cualquier generalismo. Jorge y Mabel no simbolizan un estado de las cosas, tampoco existen pistas para leer en ellos una mirada sobre la tercera edad. El hecho de que los demás personajes se encuentren en un constante fuera de campo no es forzado, en tanto responde a la iniciativa de contar una historia desde los vacíos y, sobre todo, desde las ausencias. La amenaza constante de la muerte tampoco necesita ser nombrada: a Lairana le basta conjurarla desde la puesta, moviendo la cámara (en una película con todos planos fijos), o pasando a primeros planos para evocarla. En este sentido, la escena final sirve como espejo y actualización de la primera: si el sexo finalmente se consuma, el desencuentro se hace todavía más evidente. Eso que los unía ya no existe y la cama del título se nos presenta entonces más concretamente como una tumba; un recordatorio mortuorio de su relación.
scrita y dirigida por Mónica Lairana y protagonizada por Alejo Mango y Sandra Sandrini, esta película nos adentra en el lento declive emocional que transita una pareja rumbo a su segura extinción. Buenos Aires atraviesa un caluroso verano a comienzos del nuevo siglo, mientras Jorge y Mabel son una pareja que acaba de separarse y que se encuentra recluida en una casa a punto de ser vendida. Allí dividirán sus pertenencias y atravesarán una serie de acontecimientos sumamente movilizantes. Estamos ante una película que el espectador observará con pasividad. La cama como escenario de conflicto nos presenta una faceta insoslayable: la incomodidad de este tránsito, que va desde la frustración hasta el encuentro de los cuerpos. Resignificando así esa búsqueda por volver a empezar luego de una ruptura sentimental, aspecto a través del cual intentará encontrar la identificación en su espectador. Víctima de la monotonía a la que su elección narrativa la somete, “La Cama” se convierte en una crónica de un amor marchito, en donde la observación de dos cuerpos desnudos de una pareja en sus años de madurez nos coloca en una situación de voyeurismo poco habitual en nuestro cine. Partiendo de esta iniciativa, se aprecia una directora audaz en su mirada acerca de la pérdida del deseo sexual en la gente de más de 60. ¿Quizás vestigios de una pasión? Está claro que estamos ante una directora que no le tiene miedo a romper tabúes. Narrado a través de la elipsis temporal que comprime estos días de reclusión en una interminable agonía, la mencionada desnudez de los cuerpos también se traslada a la narración. Estamos ante un film despojado de diálogos, acaso el clima de este drama lo construyen los sonidos habituales que produce la casa (el goteo de una canilla, un ventilador encendido, una puente que se abre). De manera que los objetos que adornan la casa cobran una dimensión simbólica. Para muestra, basta observar la presencia de un cartel que anuncia que la casa ‘se vende’. En el otro extremo, una foto familiar funciona como huella nostálgica de aquello ‘que fue y ya no es’. Nos situamos ante una mirada acerca de un lento pero seguro adiós, una despedida que intenta consumarse en buenos términos cuando la última tarea en común consiste en dividir las pertenencias compartidas bajo el mismo techo. Allí, con la ilusión de redescubrirse, presenciamos a una futura ex pareja que construye su presente entre las ruinas de su pasado. Las imágenes hablan por sí solas conformando una idea de casa como prisión que estancó la prosperidad de estos corazones en conflicto. Para Lairana, su opera prima sucede una gran cantidad de cortometrajes. En este caso, la autora patenta su sello distintivo mediante largos planos estáticos, retrato de esta convivencia otoñal. El minimalismo más extremo despoja al film de banda sonora e intenta contagiarnos de esta atmósfera incómoda. Por otra parte, el agobiante calor de afuera contrasta con estos cuerpos fríos de incertidumbre. La directora disecciona el comportamiento humano ante un acontecimiento tan traumático. Cuando el desgaste conlleva frustraciones que se hacen habito, es tarea necesaria reflexionar acerca de los motivos que causaron la distancia. Allí, donde se diluyó la alegría y la libido, podrán encontrarse algunas respuestas.
La ópera prima de la actriz Mónica Lairana comienza con una cita del escritor francés Romain Rolland: “Cada cual lleva en el fondo de si mismo como un pequeño cementerio de aquellos a los que ha amado”. Esta frase es muy oportuna ya que resume el espíritu y la estética del filme. Poéticamente La Cama describe las últimas 24 horas de convivencia de una pareja sexagenaria que se está separando y, a la vez, despidiendo del hogar que compartieron durante décadas, en el que dejaron la mayor parte de sus vidas. El plano secuencia inicial muestra a los protagonistas completamente desnudos, teniendo sexo o al menos intentándolo. Ese plano secuencia es riguroso, vital; esos cuerpos expresan mucho más que las palabras que eventualmente pudieran pronunciarse. Esos cuerpos hablan de la experiencia, de lo vivido, de la confianza y el amor profundo que alguna vez se tuvieron. Pero también expresan la frustración, la pérdida, la imposibilidad de poder volver a recrear la sincronicidad que alguna vez tuvieron al momento de demostrarse afecto y de pretender alcanzar el goce mutuo. Lo valioso de La Cama es que Lairana no solo asume el riesgo al inicio del filme, sino que sostiene el registro de aquella coreografía corporal a lo largo de todo el metraje. Planos largos, economía de palabras, una paleta de colores que enfatiza los tonos ocre apagados, deslucidos y una ausencia casi total de movimientos de cámara. En sus propias palabras la cineasta se propone realizar una “exploración cruda y minimalista de la maravilla de la vida ordinaria y cotidiana para retratar ese instante de intimidad final de una pareja”, y lo consigue a la perfección. Todo en la película tiene sabor postrero, definitivo, final. Pero lo comunica sin momentos estridentes, a través de la relación entre los cuerpos y una cuidadísima puesta en escena. Es triste y hermoso observar como a esos cuerpos, a esas personas que alguna vez supieron amarse, aun en el momento definitivo todavía los une la ternura. Por Fausto Nicolás Balbi @FaustoNB
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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