Creo que La joven Victoria se hizo nada más que para mostrar un buen trabajo de producción en lo que respecta a ambientación de época y vestuario, ya que la historia es tan simple y hay tan...
La contracara de una reina adolescente Después de ver Mis gloriosos hermanos, ¿quién iba a decir que el director de aquel melodrama sobre los choques generacionales en una familia, el quebequés Jean-Marc Vallée, filmaría a continuación una película sobre la realeza británica? Y más aún, una película sobre los primeros años como monarca de la reina inglesa por excelencia, la reina Victoria, bajo cuyo reinado (1837-1901) el imperio alcanzó su máximo esplendor (la famosa época “victoriana”). Tan peculiar como esto es que en la producción se encuentren Martín Scorsese y Sarah Ferguson, la duquesa de York. La película comienza cuando Victoria (Emily Blunt, nominada al Globo de Oro por este papel) se niega a rechazar su condición de heredera del trono, pese a la imposición de su madre, la duquesa de Kent (Miranda Richardson) y el consejero de ésta, Sir Conroy (Mark Strong). Con apenas 18 años es coronada reina y su falta de experiencia la hacen presa fácil para los malos consejeros y blanco perfecto para los dardos de la prensa; con el pueblo en contra, Victoria deberá aprender a reinar. Inmune a la nostalgia de los días del imperio (al menos, hasta la placa con la que concluye el film) y sin dejar que la fascinación por los decorados y el vestuario limiten a la película a ser un desfile de lujo, Vallée opta por explorar las miserias y conflictos de una familia, cuya condición hace que sus problemas internos estén condenados a ser, irremediablemente, dramas institucionales. Muchos de estos enfrentamientos se dan a través de gestos mínimos, de frases hechas que en realidad son gritos, de protocolos cuya alteración significa un desafío. En ese sentido, la solemnidad que deben manejar los nobles y el comportamiento y los modales que se esperan de tales le dan al director el marco ideal para narrar con una puesta en escena que hace de la sutileza su norte. Esto es posible gracias a la labor de actores como Paul Bettany, Strong (a quien se lo puede ver bastante desprovechado en Sherlock Holmes, otro estreno de esta semana), Richardson y Jim Broadbent como el rey Guillermo IV. Vale advertir que aquellos espectadores aficionados a la historia se verán decepcionados: el guión se toma la libertad de inventar atentados, magnificar enfrentamientos y, por momentos, acerca la figura de Victoria al clisé de la adolescente incomprendida, con un destino que no eligió y no quiere vivir; encima, es cortejada por un príncipe en una situación similar. Pero, sin contar demasiado, mucho más problemático resulta que lo que se presenta como el triunfo final de la reina sea en realidad la aceptación de otro mandato.
Los secretos del poder Tatarabuela del actual soberano español, Juan Carlos I, y la Reina Isabel II de Reino Unido entre otras, la reina Victoria forjó una vida repleta de ribetes cinematográficos. Los escasos 18 abriles que acumulaba cuando asumió el poder, fueron carne de cañón para una voraz lucha de intereses, encontró el amor de joven y reinó durante 64 años. Sin embargo, La joven victoria (The Young Victoria, 2009) está lejos de aprovechar esa cuantiosa materia prima y se queda a mitad de camino entre un thriller político y una épica romántica. La película del canadiense Jean-Marc Valleé (C.R.A.Z.Y) se sitúa pocos años antes de 1837, en la recta final de la agonía del rey Willian IV. Sin herederos directos, quien asumirá el trono es su sobrina Victoria (Emily Blunt, candidata al Globo de Oro a mejor actriz dramática por este papel), de jóvenes 16 años e inmaculada en cuanto a negociaciones políticas se trata. La futura soberana de un terreno inabarcable será objeto de carroñeros y ventajeros dispuestos a todo por una porción del empalagoso elixir del poder. La trama admitía dos posibles enfoques tan disímiles como apasionantes, que sin embargo Valleé aspira a unificar en poco más de hora y media. Por un lado, la primera parte del metraje se sumerge al farragoso terreno de puerilidades e hipocresías que circundan a la Reina, ese espacio donde la soberana viste mentiras, la ética es apenas una utopía y los escrúpulos son súbditos de la malicia. Con mas decisión y agallas, La Joven Victoria podría haber sido quizás una precuela de La Reina (The Queen, 2006), aquel descarnado retrato donde el también descarnado Stephen Frears metió la nariz en ese pestilente episodio para la Corona Británica que fue la muerte de Lady Di, en 1997. Como ésta, Victoria era una mujer demasiado pura, demasiado naif, quizás demasiado buena para la tradición ultra conservadora de la monarquía. Que sus desenlaces figuren en las antípodas de la concepción de la heroína no es sino, uno de los tantos caprichos cuya explicación aún es materia pendiente de la historia. Por el otro, el romanticismo y la exploración de las sensaciones que el amor provoca en una mujer que, al fin y al cabo, anhela ser correspondida por un hombre que la ame más allá de su investidura protocolar y de la podredumbre política, enfoque más cercano a la épica reposada y sensorial del díptico Orgullo y Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación (Atonement, 2007), del también británico Joe Wright. Pero Jean-Marc Valleé vacila. Construye una narración ágil y veloz, mérito poco usual en historias de época, que jamás aburre, que atrapa y entretiene. Evade la obvia tentación de vanagloriarse en la exhibición de vestuarios y decorados victorianos, pero desbarranca en la encrucijada que, para colmo de males, surge de su propia indecisión.
Esta película será promocionada indudablemente por la actuación de la hermosa y talentosa Emily Blunt, y no estará mal. Es lo mejor de la película y por ella vale la pena verla. Es maravilloso que una actriz con sus características pueda hacer un papel así. Y que se la pueda destacar por ello, y no tener que agarrar a una Charlize Theron haciendo de lesbiana con mucho maquillaje para destacarla. Blunt es hermosa y hace un papel donde sus gestos dicen todo sin ayuda de terceros. Estos son los papeles que valen para mi. La película en si tiene quizás los problemitas de las historias “verdaderas”, mucho de algo y poco o rápido de otras cosas. Son medio hinchabolas con esto, pero si las comparás a todas se va notando estos procesos distintos en cada una. Pero me encanta ver las historias de las monarquías británicas. Ya hemos visto varias de Elizabeth, y queda claro que ahora Victoria puede tener algunas otras más, porque son tan impresionante su vida, que merece otras más. Todo el elenco está muy bien acompañando a Emily. La recreación sin entrar en grandes ostentaciones, es muy buena. El ritmo del relato está bien, pero se notan esos cambios en los tiempos de narración, estimo que saldrá luego un DVD con escenas cortadas y ahí será más regular todo. Lo que no se podrá acomodar será el final que es demasiado acelerado, para caer en los títulos de cierre explicando cómo continuó todo. Pero la película no aburre en ningún momento y reitero, disfruto mucho ver estas historias. Me gustó que el guión se detuviera en algunas cosas que sirven para ver como las cuestiones políticas son las mismas que las actuales, me refiero a las damas de honor, y a si hace tal o cual gesto hacia ciertas partes de la sociedad. Destaco definitivamente lo de Emily Blunt, porque es justo mostrar que buen actriz que es. Para los habitué de las históricas es para ver si o si. Historia que merecía ser contada sin lugar a dudas.
La reina enamorada Se avecinan tiempos de cambio para Inglaterra. A la muerte del rey Guillermo (Jim Broadbent), su última descendiente pura, la joven Victoria de Kent (Emily Blunt) se convierte en la heredera del trono británico, y con esto se vuelve también la presa codiciada de políticos dentro y fuera de la Isla. Victoria acaba de cumplir dieciocho años y su primer acto de rebeldía ha sido deshacerse de la influencia de su madre (Miranda Richardson), convertida en títere de los intereses de Sir John Conroy (Mark Strong). Sin embargo, pese a sus firmes convicciones y su empuje, Victoria es sensitiva y vulneable y no tarda en caer en la red de intrigas elaborada por el primer ministro, lord Melbourne (Paul Bettany). En un inesperado giro de planes de su tío, Leopoldo de Bélgica, el joven príncipe Albert (Rupert Friend) al que su familia alemana envía para seducirla antes política que sentimentalmente, se termina convirtiendo en el mayor aliado para esta joven. ¿Será Albert el compañero que ha soñado a su lado para construir el nuevo Imperio Británico? El cine le debía una buena y poética cinta a la reina más longeva sobre el trono de Inglaterra. Aunque posiblemente le haría más justicia un enfoque similar a las "Elizabeth" que protagonizó Cate Blanchett (una buena mixtura a la manera de las novelas históricas alla Jean Plaidy), no deja de ser un acierto que esta particular cinta muestre la fase más soslayada de la historia de esta monarca. Justamente fue en su juventud que se forjaron gran parte de los valores que se volvieron un sinónimo de su reinado y que definirían para siempre un estilo de vida, así como parámetros morales y estéticos. Emily Blunt asume el desafío con soltura, en un rol que no exige demasiado de ella interpretativamente, pero que alcanzó para granjearle la simpatía de los responsables de la temporada de premios por venir. Quizá simplemente sea esa fascinación generada por los grandes personajes históricos la que marca una tendencia en las Academias de cine de Europa y EE.UU. (no se olviden de Helen Mirren). Lo cierto es que este notable filme de Jean-Marc Vallée no carece de encanto, aunque sea menester suspender un poco el juicio para entrar a la sala y encontrarse con el costado más romántico de una trama de alianzas y lealtad que pasaron más por lo político, históricamente hablando.
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La joven Victoria, histórica y entretenida En 2006, Sofia Coppola dejó Tokio y viajó hasta Versailles para contar la historia de María Antonieta, la reina adolescente . El resultado de la moderna directora norteamericana poniendo su ojo en la vida de la rococó aristócrata europea provocó fríos elogios pero, sobre todo, calientes polémicas. La joven Victoria , otro relato con una reina adolescente como protagonista,causa reacciones mucho más templadas. El film, dirigido por Jean-Marc Vallée ( Mis gloriosos hermanos ), recorre la vida de una de las monarcas más importantes y poderosas del Reino Unido desde su infancia de princesita aislada del mundo hasta sus primeros años como la reina Victoria. El guión de Julian Fellowes ( Gosford Park, crimen a la medianoche ) hace un recorrido cronológico por la vida de la reina utilizando conocidos detalles de su cotidianeidad para repasar, rápido, la infancia solitaria de la pobre niña rica y luego meterse de lleno en los años previos y los inmediatamente posteriores a su coronación. Desde un inicio queda claro que las circunstancias de su nacimiento y las intrigas palaciegas de media Europa colaboraron en formar el carácter de una de las personas más poderosas del siglo XIX que, además, era una mujer. Para interpretar a un personaje tan complejo, más ícono que ser humano, el film requería de una actriz joven y al mismo tiempo con la suficiente presencia escénica para llevar toda la película sobre sus hombros. Emily Blunt es Victoria -aunque físicamente no se parezca en nada a la verdadera reina-, tanto en sus caprichos adolescentes, su enamoramiento del príncipe Alberto (interpretado con equilibrio por Rupert Friend) como en la fortaleza que deberá demostrar como monarca. La actriz, conocida por El diablo viste a la moda y por sus dotes de comediante, es lo mejor de un elenco de grandes intérpretes británicos: Paul Bettany en el papel del interesadamente solícito Lord Melbourne, Jim Broadbent como el anciano rey y Miranda Richardson en el rol de la madre de la futura reina (que interpreta con su acostumbrado rictus de amargura). Ni las impresionantes escenografías ni el excelente vestuario que pintan una época de floreciente progreso para la monarquía británica logran distraer la mirada de Blunt y su notable interpretación.
Dios vuelve a salvar a la reina El cineasta canadiense, que apunta sus cámaras a los años mozos de la soberana del Reino Unido, se preocupa por proveer entretenimiento sin caer en excesos sentimentales. Lo que queda es una típica historia romántica, que además deja bien parada a la monarquía británica. La reina Victoria de Inglaterra ha sido desde siempre una de las favoritas de ese subgénero del film histórico protagonizado por próceres del pasado monárquico. Un universo de lujos materiales atravesado por intrigas palaciegas e imperecederas pasiones que, por pertenecer a tiempos pretéritos, parecen incluso más legítimas que las actuales. Desde las múltiples adaptaciones cinematográficas del período mudo basadas en la pieza teatral de Lois N. Parker, Disraeli, hasta la más reciente Mrs. Brown –cuyo rol titular estuvo a cargo de la muy inglesa Judi Dench–, han sido varios los largometrajes dedicados, directa o tangencialmente, a la vida y la obra de uno de los más insignes miembros de la realeza europea. En el caso de Alexandrina Victoria hay mucha tela para cortar, particularmente por tratarse de un reinado que ocupó gran parte del siglo XIX, desde 1837 hasta su muerte en 1901. Que un período histórico se conozca como “victoriano” –con sus usos y costumbres, sus pudores sexuales y fortalecimientos económicos– remite a la impronta histórica de un personaje que muchos británicos ven, incluso hoy en día, como la quintaesencia del sentir nacional. God Save the Queen. Como su nombre indudablemente lo indica, La joven Victoria apunta sus cámaras a los años mozos de la soberana del Reino Unido (entre otros títulos: también ostentó el de emperatriz de la India), antes de cumplir dieciocho años, edad necesaria para acceder al trono, y con su tío el rey Guillermo IV todavía en el poder. El film del canadiense Jean-Marc Vallée se lanza en sus primeros tramos a la observación de los tejes y manejes de la política, fuera y dentro del palacio real, todos ellos con centro de gravitación en la figura de Victoria. Particularmente retorcidos son aquellos hilos manejados por su madre, la duquesa De Kent (Miranda Richardson), y su secretario y probable amante, Sir John Conroy, ansiosos por acceder a la médula del poder. El dúo encierra virtualmente a la adolescente en una jaula de oro y la somete a una serie de estrictas reglas cotidianas, todo ello con la excusa de protegerla de influencias externas. Que Guillermo IV esté interpretado por Jim Broadbent en plan tío bonachón, siempre dispuesto a apoyar a su joven sobrina, no ayuda tanto a la comprensión de una cosmovisión como a presentar en pantalla personajes claramente definidos a partir de las reglas del drama histórico. Llegará la coronación del nuevo monarca y con ella subirán al proscenio una serie de personajes que pasarán a tener una radical importancia en la vida de la reina, fundamentalmente dos hombres: su primo, el príncipe Alberto (Rupert Friend), y el político de carrera Lord Melbourne (Paul Be-ttany). A pesar de la resistencia inicial a caer bajo el dominio de cualquier hombre, Victoria sentirá una notable atracción por ambos, desposando finalmente a su familiar directo y conformando un matrimonio que dejaría como herencia nueve hijos (pero ésa es otra historia, ya que el film abandona a sus personajes mucho antes de la madurez). Si todo esto suena un poco a versión paralela de las desventuras de la princesa Sissi es porque algo de ello hay, aunque revestido de realismo y “verosimilitud” histórica, cortesía del guión de Julian Fellowes (Vanity Fair, Gosford Park). La joven Victoria se preocupa por proveer entretenimiento sin caer en excesos –sentimentales o de otra clase–, haciendo de la mesura una moderada virtud narrativa, sin influencias en ese departamento de uno de sus productores, el sanguíneo Martin Scorsese. Algo similar puede decirse de la utilización de palacios y castillos reales, utilizados como trasfondo pero casi nunca como oropeles del diseño de arte. Pero si en una película la totalidad nunca es sencillamente la suma de las partes, al mismo tiempo –y en esto no hay ironía alguna– ese recato bien british sumado a la necesidad de cerrar filas sobre la historia de amor hace que el film se estanque en una serie de referencias a hechos históricos bien conocidos y no termine siendo ni profundo ni frívolo, ni apasionado ni objetivo. No hay aquí, digamos, la obsesiva búsqueda de un posible entendimiento del pasado como en La toma del poder por Luis XIV, de Rossellini; tampoco los juegos de amor, placer y poder de Relaciones peligrosas, en cualquiera de sus versiones para la pantalla. Apenas una historia romántica entendida como lugar común revisitado y aderezada con algún comentario social que, todo sea dicho, deja muy bien parada a la monarquía británica decimonónica, como en una visita guiada al Palacio de Bu-ckingham. Finalmente, todo sería menos interesante sin Emily Blunt, quien se carga la película sobre sus hombros aportando no sólo belleza (que la Victoria real hubiera sin dudas envidiado, a juzgar por las fotografías) sino el talento necesario para lograr un registro que hace del prócer una figura creíble y humana.
Pasteurización y desencanto Estamos ante un nuevo retrato de la monarquía británica, centrado en esta oportunidad en los primeros años del extenso reinado de Victoria I y su relación con quien luego sería su esposo, el Príncipe Alberto. Precisamente la “era victoriana” fue un período de enormes cambios para el Reino Unido: consolidación del imperio colonial, reformas electorales varias y comienzo de las reivindicaciones independentistas de Irlanda. Sin embargo el film obvia estos “detalles históricos” para celebrar un corazón rosa y la romantización ingenua. De por sí esta perspectiva artística no tiene nada de malo más allá de su innegable obsecuencia con fines comerciales, el problema es que ni siquiera está aprovechada del todo. La Joven Victoria (The Young Victoria, 2009) no es más que una versión pasteurizada y carente de encanto de María Antonieta (Marie Antoinette, 2006): desapareció la valentía de aquel relato descontextualizado sobre una adolescente “predestinada” a la grandeza, sólo queda el preciosismo de los escenarios y para colmo se ha instaurado la corrección política. El elenco aporta profesionalidad y sapiencia, destacándose Jim Broadbent, Paul Bettany, Miranda Richardson y Mark Strong. De hecho, en buena medida la película se sostiene por la química entre Emily Blunt y Rupert Friend, Victoria y Alberto respectivamente. El realizador Jean-Marc Vallée y el guionista Julian Fellowes construyen un paneo amable aunque insípido por una época turbulenta sin llegar a desarrollar sus puntos álgidos o por lo menos ofrecer el sustrato dramático necesario, entregados a un penoso titubeo emocional. Debemos concluir que en términos generales la obra se ubica entre las recientes La Otra Bolena (The Other Boleyn Girl, 2008) y La Duquesa (The Duchess, 2008), con un triángulo amoroso casi suprimido y evitando caer en los bajos fondos característicos de los opus de Shekhar Kapur sobre Elizabeth I. Intrascendente a más no poder, La Joven Victoria hace gala de una trama que no conduce a ningún lugar, finaliza de manera abrupta y únicamente agradará a la crítica rancia, el jurado de la Academia y algún que otro burgués estreñido.
La princesa que quería vivir Historia de la heredera del trono inglés, con aspectos diferentes. Tal vez no sea del todo justo analizar La joven Victoria a la luz de la reciente muerte de Eric Rohmer, pero es imposible no prestarse al juego de las posibles comparaciones. Si bien la idea de centrarse en la vida y el amor juvenil de la Reina que dominó la vida británica desde que ascendió al trono en 1837 hasta su muerte, en 1901, podría haber interesado al realizador de La marquesa de O., seguramente los modos hubiesen sido muy distintos. Sino opuestos. El realizador canadiense Jean-Marc Vallée (de C.R.A.Z.Y. Mis queridos hermanos) no logra quitarse del todo el corset que parece atrapar a los cineastas cuando se ven metidos en el universo de la realeza. Si bien cierto espíritu juguetón, presente en su anterior filme, reaparece aquí y allá para darle algo de frescura a las desventuras de Victoria (unos saltitos luego de dar su primer discurso como Reina, por ejemplo, y poco más), la película no se atreve a ir más lejos, como lo hacía por ejemplo Sofía Coppola en Marie-Antoniette. Vallée se maneja en el terreno de una bastante oficialista biografía (antes de los créditos de cierre se habla de todos los logros de la Reina y no se menciona ningún posible defecto) y apenas se atreve a mostrar a la entonces adolescente Victoria cometiendo previsibles errores de manejo político y mostrando su incipiente terquedad en un par de escenas que sirven para humanizarla. De hecho, la elección de Emily Blunt, casi una comediante, para hacer el rol, muestra su interés por otorgarle un aspecto diferente al personaje (que no fue conocido por su afabilidad, precisamente) y al filme, pero sólo lo logra de a momentos. El problema es que el filme maneja varios hilos narrativos paralelos y no los profundiza. Están las intrigas palaciegas para marginarla del trono (solamente tenía 18 años cuando asumió), los problemas políticos que tuvo que afrontar al asumir (debido a su inexperiencia) y, principalmente, su historia de cortejo, amor y matrimonio con el príncipe Albert (Rupert Friend), la que más parece interesar a Vallée, ya que allí la película cobra una vida que no tiene en las idas y vueltas políticas de la monarquía de entonces, algo que parece más imposición del guión del muy británico Julian Fellowes que deseo del director. La película es ligera, aunque no tanto como debería, tal vez por ese peso de la figura que retrata y que parece intimidar hasta a la propia Blunt. De alguna manera, La joven Victoria -producida por Martin Scorsese y también por Sarah Ferguson- podría estar a mitad de camino entre los mundos de ambos productores: el de la pasión del realizador de La edad de la inocencia y el de las formas y cuidados de la realeza de la Duquesa de York. Eso sí, de Rohmer, más que la juventud y las idas y vueltas del romance de los protagonistas, nada de nada.
El compromiso con uno mismo En la facultad de sociales se suele diferenciar a los autores más relevantes de acuerdo a etapas de su vida. Así, no es lo mismo el joven Marx, que el Marx maduro, o el viejo Marx, especialmente en su pensamiento. Pero también valen las circunstancias económico sociales que los rodean. Lo mismo vale apara Hegel, por ejemplo, o Kant. Ser el mismo a lo largo de la vida afecta; ver a otro igual siempre no permite entenderlo. La joven Victoria trata un poco de eso. De cómo la que iba a convertirse en la reina más gloriosa de Inglaterra acaso se termina convirtiendo en reina porque no se banca a su madre, y especialmente al amante que se eligió una vez muerto el padre. De cómo aprendió lo mucho que después supo, de cómo tuvo el pueblo en contra y aprendió de esa adversidad para tenerlo a favor. La película se remite a sus años jóvenes, con esa idea falsa pero altamente digerible de que en las decisiones tempranas se trazan los mapas del futuro, negando el milagro, cosa que seguramente en otra película se refutará. Porque de eso se trata este tipo de cine, de reforzar un lugar común (no importa de qué lado de la ideología o del modo de vida se esté) a fin de conseguir la adhesión fácil, cómoda, muchas veces genuflexa, esa que por lo general ofrece la hinchada. No está mal que sea para la hinchada, Más si el trabajo que la genera existe gracias al veredicto público. Pero como esos autores nombrados y como la misma Victoria, lo primero que deberían comprender es que el hincha número uno, de uno, debe ser uno mismo. Sólo así esquivarán los lugares comunes, y tal vez un día consigan esa obra que los vuelva memorables.
Todavía se puede usar una palabra acuñada hace más de cincuenta años para designar a películas como La joven Victoria. Mientras no se invente otra, esa sigue funcionado. La palabra es qualité y su genial torsión consiste en señalar, mediante una oportuna inversión del signo, el mal en el corazón mismo de lo que se presenta como virtud. Cabalgando en su propia irrelevancia, en su completa falta de misterio, la película de Jean-Marc Vallée encuentra su forma, un credo con el que salir a flote y simular, en medio de las olas, una cierta dignidad, una fachada de sobriedad con la que el capital acostumbra a revestir a algunos productos: corrección. A partir de allí, la película responde, obedece, ejecuta. Es un cuerpo inerme, un breve objeto sin brillo al que el nombre de Martín Scorsese, estampado en el afiche, presta un poco de su prestigio envejecido como si se tratara de un don, un antiguo fulgor que solo por acostumbramiento es capaz de comunicar algo de un calor que la película no acierta en verdad a encontrar por sus propios medios. La joven Victoria plantea ramalazos de tramas, amagues, fintas con su sombra que enseguida deja de lado. Lo que persevera a lo largo de la película, como su verdadero flujo inconsciente, es la construcción de la figura de la última representante de la Casa de los Hannover como un ser esencialmente inocente, atravesado por la bondad y la preocupación por el otro. Al principio una Victoria niña protesta quedamente contra su destino, al que una obligada regencia confirma en su estructura protocolar férrea, prácticamente carcelaria. La futura monarca es allí una chica lánguida que gusta de pasar sus horas pintando animales y gente que insiste en moverse y en desbaratar así sus afanes artísticos. En definitiva, una infancia signada por el confinamiento y acechada por los intereses turbios de sus tutores. Al rato, la película abandona esa línea de chica encerrada en una jaula de oro y vemos que Victoria pasa a pintar a un apuesto joven, que también es su primo, el príncipe Alberto, que a la brevedad será su marido. Cumplida la mayoría de edad y desairados los severos regentes, Victoria se transforma en reina. Poco más tarde, se une en oportuno matrimonio con el susodicho pintón. La actriz Emily Blunt es muy bonita y hace lo que puede, abre bien los ojos, mira con cara de enamorada: parte del fugaz encanto de la película hay que atribuírselo a ella y sus mohínes, siempre cuidados y pertinentes. El resto es hojarasca, escaramuzas palaciegas para el desempeño de los actores. En el modesto campo de batalla que representa La joven Victoria, donde pugnan el guión y las imágenes que al final se le someten, parece haber en todo momento alguna lucecita que destella en el firmamento de sus planos, un fuego artificial o algo, que viene a iluminar una porción de la historia que enseguida encuentra su prolija ilustración y que la película reproduce sin el mínimo atisbo de rebeldía. Meros golpes de efecto para que la rutina de la narración no se detenga, pequeños acontecimientos históricos que el guión va sacándose de encima y amontonando a los costados. Cuando súbitamente ingresa una parte violenta del mundo exterior en esta fábula regia, de la mano de un hombre que dispara un arma para matar a la reina y hiere en cambio al marido que cruza su cuerpo para protegerla, la película no duda en recurrir a un ralenti torpemente ejecutado que acaso nos informa acerca de la loca improcedencia de esa acción: no fue nada eso, parece decir, apenas una rareza, una insensatez originada en quién sabe qué mente perturbada. La película puede continuar entonces su marcha de puro envaramiento y seriedad, su convencimiento permanente de estar ofreciendo un espectáculo digno, con sus fastos módicos, desplegados siempre con el máximo decoro, sin exageración alguna (no es Visconti, digamos; ni tampoco Scorsese remedando a Visconti), apenas prestando el marco adecuado para el paso por el mundo de esta reina que, por obra y gracia del cine, deja de representar al expansionismo británico en su esplendor para adquirir el rostro de una Victoria que es capturada por la cámara todavía joven, ajena a los sacudones telúricos de la política. De política poco y nada, en verdad: la película se detiene a tiempo, informando con un cartel al espectador que la feliz pareja (la reina y su príncipe consorte) tuvo descendencia multiplicada por el número nueve. Con esa inesperada oda a la reproducción que espantaría a Borges a modo de corolario termina La joven Victoria, acaso con la secreta convicción de que, a partir de allí, no todo puede ser tan despreocupado ni tan insignificante como para formar parte de esta película.
El cine ya puso a Glenda Jackson, a Helen Mirren y a Cate Blanchett, entre otras, en la piel de las reinas de Inglaterra, pero esta vez la historia y la política, principales ingredientes de otros filmes, se desdibujan ante el relato romántico de la pareja que integraron Victoria y el príncipe Albert. En 1837 y a los 18 años, Alejandrina Victoria heredó el trono de su tío, William IV. Pero su inexperiencia y su juventud la pusieron en un lugar difícil de asumir. Mucho más cuando su propio esposo pretende tomar las riendas del reino. Pero la espiral política de sucesión del rey y las limitaciones propias de una mujer criada en un castillo quedan eclipsadas por un relato romántico que llega a melar la pantalla. Demasiado despliegue escenográfico y de vestuario para un simple melodrama.
Entre el amor y el deber. Año 1837. ¿Quién no sueña con ser una princesa?. Esa es la pregunta que desliza la historia y la respuesta es si está realmente preparada para ocupar ese rol en Inglaterra. Joven y también inocente, Victoria (Emily Blunt, nominada al Globo de Oro por este papel) está en el medio de una feroz lucha por obtener el poder de la corona. Su tío, el Rey WILLIAM (Jim Broadbent), está muriendo y es ella quien sigue en la línea de mando. Victoria es controlada de cerca por su madre, La Duquesa de Kent (una estupenda Miranda Richardson), y por su ambicioso consejero, CONROY (Mark Strong, el actor de Sherlock Holmes). Victoria los odia a ambos, pero también los necesita. Y las cosas se complican con la llegada de un invitado (Ruper Friend, en muy buena interpetación) que intenta robar su corazón.. Una cosa es lo que dice el corazón y, otra, las imposiciones e intereses políticos.
El desprestigiado “cinema de qualité”. Dícese de las películas de época que tienen grandes despliegues de decorado, una meticulosa reconstrucción histórica, vestuarios deslumbrantes, y, un lenguaje demasiado clásico y solemne. Películas hechas para ganar premios, simpatizar con los paladares más finos. Un cine sobre la realeza hecha para la realeza. El crítico devaluó esté género por considerarlo demasiado anticuado, la masa popular lo prejuzga de aburrido y monótono. De esta manera, se termina considerando que el único cine histórico que prevalece es el de los últimos 50 años. Sin embargo, no todos pensamos así. Para los que nos gusta la historia, películas como La Joven Victoria también sirven como refresco para entender el presente, acaso la razón más importante de que se enseñe la materia en todas las escuelas del mundo. 1826. Se acerca la muerte del rey Guillermo IV y la descendiente próxima de sangre real, elegida para ocupar el trono es la joven Victoria, hija del duque de Kent, quien fallece a los pocos meses que nace su hija. Su madre, la duquesa, junto a su pareja Sir John Conroy, trata de hacerle firmar a Victoria, una Ley de Regencia, en donde al ser menor de edad, la misma le otorga el reino a sus tutores. Pero el rey se opone, y la convence de que se quede para reinar y se apure en casarse. Pretendientes no le faltan. Desde el primer ministro hasta su primo, el príncipe Alberto de Bélgica. A pesar de los lujos, Victoria, es inteligente y solitaria. No le gusta que la manden y le cuesta aceptar el legado que tendrá que afrontar cuando sea coronada reina de una de las naciones más influyentes de Europa. El punto de vista que toma la película de Jean-Marc Valleé (Mis Gloriosos Hermanos), es por demás atrapante desde el inicio. Un montaje ágil e inspirado, más parecido a un trailer que a un prólogo abren el film. Muchos nombres y cargos, que al principio serán confusos y más tarde, a medida que la película vaya tomando un ritmo más lento, se irán alumbrando. De mayores similitudes con la Maria Antonieta de Sofia Coppola que con la saga de Elizabeth de Shekhar Kapur con Cate Blanchett, Valleé y el guionista Julian Fellows (Gosford Park) retratan la vida de una adolescente prisionera de su castillo y posteriormente del palacio de Buckingham, haciendo énfasis en las similitudes que tienen ambos con una prisión, al igual que el trato dado a la joven Victoria. Desde la soledad, los ritos, las conspiraciones políticas, las tradiciones, las luchas de poderes, el lugar que ejerce la monarquía, la magistratura y el pueblo en la sociedad, y todo sin salirse de los jardines reales, ya sea en los ducados como en Bélgica. Al igual que la película de Coppola, ella es una víctima de las circunstancias, que solo quiere encontrar un verdadero amor, y tener autarquía y no ser un mero títere de los gobernantes adultos La primera hora de la película no da respiro. Más allá de la meticulosa reconstrucción de época y los interesantes detalles históricos aportados desde el guión, Valleé crea un relato donde coinciden los arrebatos políticos con las desilusiones amorosas. Entre los vaivenes de cartas entre Victoria y Alberto, los personajes secundarios que se disputan el poder forman una telaraña de máscaras donde el espectador jugará junto a Victoria el papel de tratar de descubrir quien es honesto y quien es falso. La atmósfera creada a partir de un montaje muy ágil y moderno para ser una película de “época”. Acompañado por juegos de foco, constantes movimientos de cámara e incluso curiosos efectos, como mostrar a Victoria levitando al sentirse atraída por Alberto durante el baile real. Sin embargo, en la segunda mitad la película empieza a decaer en ritmo e interés cuando se centra en la relación romántica entre Alberto y ella, y el rol que el Rey debiera tener en la monarquía, su influencia, especialmente en la reformas sociales que al final terminaría implementando, aunque esto solo se aclara en el epílogo final, y no se profundiza demasiado en el relato en sí, para no salir del punto de vista de Victoria. Si bien, Valleé, lográ quitarle un poco de solemnidad a la película, sin llevarla al extremo videoclipero de María Antonieta, no logra evadir los lugares comunes que convierten a este tipo de películas en pretenciosas obras con vistas a las premiaciones de principios de año. Aún así se mantiene fiel a su primer intención que es lograr, sobretodo, un retrato intimista con el cual el espectador se pueda identificar en ciertos aspectos, así como hizo con la soberbia y exitosa Mis Gloriosos Hermanos, donde los conflictos familiares, y las ambigüedades de los personajes logran resaltar sobre las decisiones estéticas. Por que más allá, del cuidado en la elección de colores, la fotografía, etc, en la película se destacan las interpretaciones. Emily Blunt, ya no es más una promesa, y se convierte gracias a esta película en una actriz versátil, honesta, sencilla, creíble y natural para encarar un personaje demasiado preconcebido. La sutileza de la mirada y gestos de Blunt, la ponen a la altura de las magníficas interpretaciones de Blanchett como Elizabeth. Dentro del elenco secundario, tanto el “desconocido” Rupert Friend, como Paul Bettany están dentro de parámetros correctos. El único que no está a la altura, por darle un tono más teatral que cinematográfico es Mark Strong, nuevamente en rol del villano (también es el Némesis de Sherlock Holmes que transcurre durante la era victoriana). Y se destaca, como es usual, el gran Jim Broadbent como Guillermo IV. La película cuenta con apoyo real, ya que la produce Sarah Fergusson y también, el “rey” de Nueva York, Martin Scorsese, que nuevamente demuestra interés por el cine de “época” tras La Edad de la Inocencia (1993), con la cual comparte algunos puntos en común. Más allá de los cuestionamientos ya mencionados, y si esta “moda” de mostrar con benevolencia a los monarcas, criticando más a los gobiernos de turno (incluida La Reina de Stephen Frears), se trata de un punto de vista fiel, o solo una aproximación romántica e ingenua de la historia, La Joven Victoria, como película, es dinámica, no demasiado extensa en duración (como se cree que son todas las películas de época), despierta bastante interés histórico y trata de reivindicar un género bastante marginado en los últimos tiempos. ¡Larga vida al cinema de qualité!
La joven Victoria: Reina de culebrón La película es fiel a la caricatura de la época victoriana, desprovista de humor y de sexo y materialmente coherente con su grupo protagónico. Hace más de una década, la muerte de la princesa Diana fue comparable a la muerte de la Madre Teresa de Calcuta. Una monarca advenediza, una santa habían muerto. En el 2006, La reina, de Stephen Frears, intentaba dilucidar ese culto a los monarcas, en esta ocasión, en su costado popular y poco aristocrático, aunque en pleno contraste con los modales y sentimientos circunspectos de la Reina Elizabeth II. Misterio sociológico de masas, la fascinación por la realeza británica sigue inspirando películas, y ahora es el turno de Victoria, quizás la primera reina que conoció (tardíamente) la veneración popular de sus súbditos. “¿Qué niña no sueña con ser una princesa?”, dice la joven Victoria, cuya voz en off introduce su drama como heredera de un trono y un imperio que deberá pronto gobernar. Aparentemente, no es fácil ser monarca, más todavía cuando su madre y el amante pretenden apelar a una regla de prudencia, la Ley de Regencia, que impedía que un menor o un discapacitado recibieran el poder. Entre reyes, el amor y el poder van de la mano, y es así que la infancia de su majestad no fue como la de cualquiera. Su gran amigo, un perro; su único anhelo, su libertad y el cumplimiento de su destino, pues Victoria ni siquiera podía dormir sola. ¡Pobre Victoria! “Hasta un palacio puede ser una prisión”. La joven Victoria, como lo indica su título, circunscribe su relato a los primeros años del reinado de la hija del príncipe Eduardo, Duque de Kent, antes y después de su coronación el 28 de junio de 1838, y su nudo narrativo oscila entre el aprendizaje de la joven en ejercer su poder y el vínculo epistolar y amoroso con su futuro esposo, su primo Alberto, príncipe de Sajonia. La película es fiel a la caricatura de la época victoriana: el sexo brilla por su ausencia, y las buenas costumbres y la cultura enmascaran la vileza depredadora de sus criaturas, “elegidos” del destino para gobernar y gozar de la infinita acumulación de riquezas. Ése es el contexto cultural y social que presenta el filme, acaso su máximo logro, cuya aproximación histórica al período que retrata no pasa de ser una nota de Billiken sobre los reyes de Inglaterra. Es que los problemas políticos de Victoria y su moderado progresismo son los ornamentos verosímiles de una historia de amor supuestamente apasionante, capaz de trascender el tiempo pretérito y devenir en un avatar de cualquier romance contemporáneo. En efecto, como sucedía con Shakespeare apasionado, que poco y nada tenía que ver con el autor de Ricardo III, el filme de Jean-Marc Vallée no es otra cosa que una estudiantina en fotogramas: enamorarse es lo que vale, como le pasó a Victoria, una de nosotros. Políticamente perezosa y románticamente insípida, La joven Victoria es ideal para coleccionistas de muebles y decoradores. Los interiores de los palacios de Kensington y Buckingham son magníficos, y todos los muebles lucen estupendos. “El mobiliario –diría un filósofo– está más vivo que la gente”, de tal modo que el mejor plano de la película consiste en un desenfoque móvil sobre las copas de una mesa imperial. Lamentablemente, acto seguido, Vallée abusa de los desenfoques sobre los comensales una vez que la cena está servida, lo que irradia un estilo dubitativo en la puesta en escena, que se constata en casi todas las decisiones de montaje y se patentiza en los ralentís de la escena del atentado, en donde la tensión de un momento dramático se trastoca en una extraña publicidad sin un objeto definido de venta. Desprovista de humor, excepto por una patada formidable al perrito real, La joven Victoria es materialmente coherente con su grupo protagónico: gasta millones de dólares en mostrar la ostentación de un estilo de vida en clave romántica, mientras que los súbditos de ayer y de hoy padecen la indolencia de sus representantes casi celestiales y legitiman sumisa y enigmáticamente un delirio llamado monarquía.
De jóvenes y locos Este jueves se estrena en Buenos Aires La joven Victoria (The Young Victoria, 2009), película del canadiense Jean-Marc Vallée por la que Emily Blunt consiguió una nominación a los Globo de Oro. Se trata de la historia de la reina Victoria I del Reino Unido contada de manera sencilla, sin suntuosidades, con un tono más bien parco que se centra en las intrigas palaciegas y logra resumir lo ampuloso de la época con algunos detalles (la coronación y el casamiento, por ejemplo, momentos tentadores para tomas aéreas y demás espectacularidades, se muestran con apenas un par de planos bastante cerrados). Hay que verla. Pero también -sobre todo- conviene ver el anterior largometraje de Vallée, C.R.A.Z.Y. (2005), que en Argentina se estrenó en marzo de 2007 con el fallido título Mis gloriosos hermanos. Fallido porque más que entre hermanos la película se centra en la relación de un joven con su padre. Con ingenio, humor y sensibilidad, el director québécoise narra la epopeya personal de Zachary -la Z de C.R.A.Z.Y., cuarto de cinco hermanos de una familia muy católica de Montreal- desde su nacimiento, en la Navidad de 1960, hasta que se hace adulto, un largo recorrido en búsqueda de su identidad sexual, social, religiosa y familiar. Todo al ritmo de Patsy Kline, los Rolling Stones, Pink Floyd y David Bowie. Dos buenas películas que conviene atender. Y que generan expectativa acerca del próximo proyecto de Vallée, Lost Girls and Love Hotels, con guión de Nadia Conners y la actriz Kate Bosworth, anunciado para este año.
La cinematografía de Gran Bretaña, por sí o en coproducciones, se ha ocupado con frecuencia en reflejar los avatares de su realeza a lo largo de la historia. En esta ocasión se ocupa, una vez más, de la Reina Victoria (Alexandrina Victoria, 1819-1901), quien durante casi 64 años gobernó como soberana de Inglaterra e Irlanda y Emperatriz de la India, período que es reconocido como La era Victoriana, por la transformación sustancial experimentada por el imperio debido al impuso con que apoyó a la revolución industrial y los cambios significativos operados a nivel social, político y cultural. “La joven Victoria” relata la primera etapa de su vida, que comprende su niñez, adolescencia, asunción al trono a los 18 años, y casamiento con el príncipe Albert en 1840, a quien le otorgó el tratamiento de Su Alteza Real, y que fuera su compañero, amigo y concejero desde entonces y hasta su muerte en 1861 La historia comienza con su nacimiento y relata someramente los entretelones de luchas políticas por el poder en torno a la inocente criatura, quien mantiene su inocencia también respecto de los conflictos que se generan hasta el momento en que asciende al trono a la muerte de su tío Guillermo IV. En los primeros años gobierna con Lord Melbourne como concejero, quien ejerce una gran influencia política sobre la inexperta soberana. Victoria en esa etapa era joven, feliz, despreocupada, a la vez que apasionada y estaba en medio de una lucha política intestina sobre lo que va tomando conciencia luego de su coronación Odia a su madre y al consejero que le impone (Lord Melbourne), en razón de que trataban de controlarla y alejarla de la corte para lograr sus propios intereses y aspiraciones. Los acontecimientos producen un giro sustancial desde el momento en que deposita la confianza en su marido quien la orienta con lealtad a ella y al reino en la ejecución de su accionar como gobernante.. Narrativa, visual y estéticamente la realización de Jean-Marc Vallée denota el cuidado estilo británico al servicio de un espectáculo exquisito. Emily Blunt aprovecha la oportunidad que le ofrecieron para encarnar a Victoria con una interpretación excelente, que se constituye en un importante eslabón en su carrera como actriz de la nueva generación. La secundan con acertadas composiciones Paul Bettany (Lord Melbourne), Ruper Friend (principe Albert), Jim Broandbent (Rey Guillermo IV) y Miranda Richardson (Duquesa de Kent, madre de Victoria).
Victoria se escapó de Hallmark Channel Cuando vi "Elizabeth" con Cate Blanchett, tanto la interpretación como las intrigas palaciegas presentadas en una puesta diferente y original, me dejaron sin aliento. El modo en que la historia estaba contada y la fuerza impresionante de Blanchett en su composición la hicieron tan inolvidable como otras reinas catacterizadas magistralmente por Judi Dench ("Shakespeare Apasionado" y "Mrs. Brown") o Helen Mirren ("La reina"). Cualquier productor/director que encare un nuevo proyecto de este estilo, tiene que contar una anécdota de palacio tan interesante que derribe lo ya fuera contado en tantas oportunidades para entregarnos un producto interesante u original. Lamentablemente no es el caso de "La Joven Victoria", una película sencilla, muy correctamente filmada, con un estupendo trabajo de vestuario y escenografía pero que carece totalmente de fuerza al relatar este episodio donde con sólo 17 años, Victoria, le sucede en la línea del trono a su tío William que está a punto de fallecer y su madre intentará por todos los medios de disuadirla para que no acceda al trono. El director canadiense Jean-Marc Vallée no profundiza en ninguna anécdota que logre mayor interés que el de pintar un retazo de la historia británica de manera sumamente tradicional (incluye narración en off y sobre el principio y el fin de la película nos informa mediante "carteles" lo que fue sucediendo -¡odio eso! el cine debiera intentar narrar, no poner carteles para explicar lo que pasa!). Emily Blunt, nonimada al Globo de Oro por su rol de Victoria, afirma que se maneja mucho mejor en el terreno de la comedia como en "El diablo viste a la moda" "Sunshine Cleaning" o "The Jane Austin book club" y entrega una actuación algo monocorde, falta de gracia, sólo iluminada en algunos momentos románticos pero muy poco creíble en aquellos donde debe imponer su rebeldía y reflejar las contradicciones propias del momento y del lugar que estaba ocupando. Hacen buena pareja con Rupert Friend (de "El niño con piyama a rayas" y "Orgullo y Prejuicio") y en el elenco, han quedado relegados a dos papeles secundarios sin demasiado lucimiento particular dos grandes actores como Miranda Richardson y Jim Broadbent. Conservando un estilo más típico de película de Hallmark Channel, "La Joven Victoria" apunta más a presentarse como un producto con impronta televisiva que cinematográfica.