Con las actuaciones principales de Martina Gusman, Alan Pauls y Germán Palacios, el realizador Santiago Palavecino nos contará en La Vida Nueva la historia de Laura y Juan, un matrimonio ¿feliz? que se encuentra esperando la llegada su primer hijo. La tranquilidad del pueblo se ve quebrantada cuando en una pelea Cesar recibe una puñalada a manos de Nicolás, que vendría a ser el hijo de Martinez, la persona más influyente de esa pequeña ciudad. Juan es testigo de este hecho y asiste al muchacho al borde de la muerte hasta el hospital más cercano, donde "casualmente" se encuentra con Martinez, el cuál le ofrecerá una oferta difícil de rechazar para que no incrimine a su hijo en el violento hecho. La Vida Nueva parte de una trama interesante, pero lamentablemente no llega a desarrollarla con soltura en ninguno de los pasajes de sus 75 minutos. Tanto Gusman, como Pauls y Palacios parecen atados, contenidos y las palabras que tienen en sus diálogos, son dichas con lentitud y frialdad, algo que lamentablemente se condice con la distancia narrativa con la que es contada la película. Volviendo a la historia, Palavecino, abre en La Vida Nueva demasiados frentes que jamás llegan a ser contados y cerrados en buena forma. Tenemos la frustrada historia amorosa de Palacios y Gusman, también tenemos la infeliz relación de Gusman y Pauls y por último presenciamos la continua extorsión que recibe Pauls a manos de Néstor Sanchez y así y todo la película no levanta en ningún momento, por falta de química en las relaciones y por la ausencia total de tensión en las tramas "policiales" que atraviesa la obra. Lamentablemente La Vida Nueva desaprovecha la oportunidad de poseer un reparto con talento para narrar una historia que a priori resultaba muy interesante.
Secretos y mentiras Luego de su más que interesante ópera prima, Otra vuelta (2004), Santiago Palavecino regresa con un segundo largometraje que tiene unos cuantos logros y hallazgos, pero que al mismo tiempo deja una sensación agridulce: es que conociendo el talento de su director, la solvencia del equipo de guionistas que lo acompañó (Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre) y los recursos técnicos y artísticos que puso a su disposición Matanza, la productora de Pablo Trapero, se podía (se debía) esperar más de La vida nueva. El film tiene como protagonistas a Laura (Martina Gusman), una profesora de piano que ha relegado su carrera musical, y a su marido Juan (Alan Pauls), un veterinario parco y ausente. En medio de una profunda crisis de pareja, ella queda embarazada y tiene muchas dudas respecto de tener o no al bebé. El, por su parte, es testigo de un violento ataque a un adolescente que queda agonizando, pero cede a las presiones (y favores) de los poderosos del lugar y no cuenta toda la verdad. Allí entra en escena Germán Palacios, el tercer vértice del triángulo sentimental que construye Palavecino, en el papel de un viejo amor de Laura y tío de la víctima. La vida nueva retrata con agudeza la dinámica pueblerina (con su apariencia tranquila que esconde secretos, mentiras y miserias humanas, con su amable superficie que es sólo una cáscara de la rutina opresiva que ahoga, agobia a los personajes) y también propone unos interesantes dilemas éticos y morales que confrontan el individualismo con la solidaridad. El principal problema de la película pasa por los desniveles interpretativos. Gusman y Palacios, sin alcanzar la excelencia de sus mejores trabajos, aportan todo su profesionalismo y su prestancia para exponer las frustraciones y contradicciones de sus personajes. En cambio, Alan Pauls (brillante escritor, crítico de cine y muchas cosas más) resulta una decepción en su debut actoral. Y no se trata de un detalle menor: su personaje es el más importante de la historia, el motor de la narración, el que debe tomar (o dejar de tomar) las decisiones más importantes y expresar en toda su dimensión el estado de confusión y extrañamiento. Lacónico, cada vez que abre la boca su línea de diálogo surge falsa, impostada, forzada, poco creíble. Palavecino rehúye de la narración clásica (del crescendo dramático) y apuesta por una dispersión y por un distanciamiento que generan cierta frialdad. Pero la película, en los términos en que está planteada, termina funcionando, especialmente gracias a los climas sugerentes, al entramado visual que Palavecino y su excelente director de fotografía Fernando Lockett construyen como atmósfera de la crisis existencial de unos protagonistas desesperados que necesitan y sueñan con una vida nueva.
Preludio y fuga Santiago Palavecino dirige esta mezcla de drama de amores cruzados y policial de pueblo chico. Las transiciones, los momentos de calma, tensión”, le explica Laura (Martina Gusman) a Sol (Ailín Salas), su alumna de piano a la que está preparando para una audición con “Preludio y fuga de Bach en Do mayor BWV 846”. La chica se esfuerza, pero la mente de Laura parece estar en otra cosa. Acaba de enterarse de que está embarazada, pero su relación matrimonial con Juan (Alan Pauls) no está pasando su mejor momento y no sabe muy bien qué hacer. Se revela, además, en la escena inicial, que ella ya abortó en el pasado. En el drama de pueblo chico que involucra a Laura y a Juan entrarán a jugar varios elementos más que, a modo de las indicaciones de la profesora sobre Bach, hacen que La vida nueva sea una película que mezcla “transiciones, momentos de calma y tensión”. Juan es veterinario, seco, de gesto adusto y pocas palabras. Una noche, merodeando por el pueblo tras una discusión con Laura, se topa con unos adolescentes en plena pelea. Cuando intenta intervenir, uno de ellos, Nicolás, le clava un cuchillo a César y lo deja en coma. El problema es que Nicolás es hijo de Martínez, “capo” del pueblo, que no quiere saber nada con que su hijo aparezca como sospechoso, y presiona y chantajea a Juan para no declarar lo que sabe. Esos dos puntos de partida sirven para dar entrada al tercero y principal. El tío del chico en coma, César, es Benetti (Germán Palacios), un músico de rock que dejó el pueblo para irse a Buenos Aires, pero regresa a estar con su sobrino. El tal Benetti –así son los dramas de pueblo chico- fue pareja de Laura muchos años atrás y el reencuentro, en plena crisis de la profesora de piano, pondrá todo, digamos, en “clave mal temperada”. Policial y melodrama, triángulo amoroso en el que la pelea de dos hombres por una mujer se refleja, cíclicamente, en los problemas que hoy tienen los adolescentes allí (el conflicto entre César y Nicolás es por Sol), La vida nueva no se ahorra conflictos ni subtramas para un metraje que apenas llega a los 75 minutos. Producido por Pablo Trapero –cuyo estilo de ritmo sincopado puede notarse observando las bruscas elipsis narrativas y los momentos de contemplación que siguen a las explosiones-, el filme de Palavecino se asemeja a un “noir” local, con la fotografía brumosa de Fernando Lockett acentuando aún más ese clima ominoso. Si un problema tiene el filme (que a algunos puede resultar bastante molesto) es que, más allá de Gusmán, Palacios y Salas, el resto del elenco está un poco fuera de registro. Esto se complica, en especial, en el caso de Pauls, ya que si bien su personaje es reservado y “corto”, el escritor no consigue darle el peso necesario como para transformarlo en un elemento fuerte en ese triángulo amoroso, más allá de que fotogénicamente rinda como una suerte de Sam Shepard criollo. Con sus defectos, su curioso beat de tensiones y calmas (comparable a como Glenn Gould hace ese mismo “Preludio y fuga”, de Bach), La vida nueva termina siendo un filme más ríspido y fracturado que melancólico y elegante. Menos nostálgico y clásico, pero bastante más perturbador.
Palavecino y un film sobre la crisis de una pareja, un ex amor y una muerte En los pueblos de provincia siempre hay quienes se encuentran frente a situaciones que les impiden lograr la felicidad soñada. Este es el caso de Laura, una pianista que añora las grandes salas en las que podría demostrar sus dotes artísticas y que ahora sólo se obsesiona con dar clases de música a Sol, una joven discípula en la que tiene cifradas esperanzas. Por su parte Juan, su marido, es un veterinario que recorre los caminos de la zona con un vehículo casi destartalado. Ambos están transitando una época de crisis ya que Laura espera un hijo, aunque desea no tenerlo, en tanto que Juan añora la llegada de ese bebe y piensa que salvará su matrimonio. Esto los lleva a peleas que a menudo terminan con Laura vagando por el pueblo mientras su marido la busca. Una noche, Juan presencia una pelea de adolescentes y cuando intenta separarlos descubre que uno de los muchachos ha muerto. El agresor le sugiere a Juan ocultar la verdad, pero el incidente tendrá consecuencias inesperadas. Laura por su parte, tendrá un reencuentro con su pasado, cuando llega al lugar un músico de rock con el que había vivido un intenso romance. Ambos intentarán reconstruir aquellos días de felicidad, pero todo quedará trunco en medio de silencios y reproches. El director Santiago Palavecino, que había hecho su debut con Otra vuelta (2004), halló en esta historia un fértil camino para radiografiar a ese terceto de seres problematizados y dispuestos a recomponer sus vidas. Pablo Trapero, como productor, logró que con los elementos que tenía a mano -buenas actuaciones de Germán Palacios, de Martina Gusman y de Alan Pauls-, impecables rubros técnicos y un realizador que supo capitalizar la historia, La vida nueva se convirtiese, más allá de ciertas reiteraciones del guión, en un acabado retrato de unos seres que luchan, casi siempre vanamente, para escapar de sus dramáticas existencias.
Violencia contenida de pueblo chico Aprovechando esos universos cerrados que son los pueblos de campo, regidos por una lógica ajena a los forasteros, Palavecino construye algo así como un thriller de autor, donde las emociones de los personajes no terminan de expresarse en actos. Igual que aquellos magos que en los cumpleaños de antes sorprendían a su audiencia de niños sacando de su boca una serpiente sin fin de pañuelos anudados, como si llevaran el universo dentro del cuerpo, así es la red de relaciones que teje el solo título de la segunda película de Santiago Palavecino, La vida nueva. Hablar de una vida nueva remite de inmediato a una enormidad de circunstancias habituales en la historia de las personas. Una vida nueva puede ser la del hijo por venir; o la que recibe el moribundo que consigue vencer a la muerte; es la segunda oportunidad que se gana quien, harto de su existencia, se dispone a cambiar para siempre; o es la que se esconde en las esquinas, dispuesta a voltear al desprevenido que es feliz siendo quien es, y también la que prometen ciertos improbables paraísos. Con toda intención, Palavecino reúne estas nuevas vidas posibles, tal vez más, en los 75 minutos que dura la historia que quiso contar. Aprovechando esos universos cerrados que son los pueblos de campo, regidos por una lógica ajena a los forasteros, Palavecino construye algo así como un thriller de autor. Parecido a lo que ocurre en las películas de Lucrecia Martel, sobre todo en La mujer sin cabeza, aunque aquí los detalles son menos misteriosos. Laura y Juan (Martina Gusmán y Alan Pauls) están casados y esperan un hijo que ella no quiere. Laura da clases de piano, Juan es veterinario y trabaja para los terratenientes ganaderos de la zona: sus mundos no pueden estar más apartados. Esa distancia es el metro patrón que rige sus vidas y el matrimonio parece cerca del final. Que ella se refugie en su alumna preferida, a quien prepara para concursar por una beca, es un indicio claro de eso. Sus solitarias caminatas nocturnas también. Aún pendiente de su mujer, Juan la busca en la oscuridad por los caminos del pueblo y nunca la encuentra. Toda esa tensa calma tiene una contraparte complementaria en la agresiva vitalidad de los adolescentes del lugar. Se emborrachan, se chicanean con apuestas peligrosas y sólo se divierten si ponen literalmente la vida en cada juego. Como un cable a tierra, los jóvenes parecen ser el punto de descarga de tanta tensión contenida que conecta a la pareja y que es además el denominador común en las relaciones entre los habitantes de ese pueblo. Tal vez estos chicos sólo busquen con de-sesperación el borde preciso de ese límite que nadie les pone y acabarán siendo el combustible de la hoguera que pronto arde en el pueblo. Una de las noches en las que sale a buscar a su mujer, Juan los encuentra en medio de la nada, peleando entre sí por uno de sus juegos pesados y pasados. Herido de gravedad, uno de ellos terminará en coma en el hospital. Esa escena marca un fuerte punto de inflexión dentro de la trama y a partir de ahí, el director irá guiando a sus personajes hacia sus propios abismos. Palavecino arriesga mucho al colocar, a 15 minutos del comienzo, lo más parecido a un clímax que hay en la película. Si bien los riesgos en el cine son potencialmente recomendables, en este caso parece desequilibrar un poco la narración; tal vez de un modo que el espectador no alcance a detectar del todo claramente, pero que se percibe con el cuerpo, como una ansiedad fría que genera más distancia que empatía. Amenazado con elegancia, Juan deberá mentir para ocultar al responsable de la agresión, el hijo del hombre fuerte del pueblo. El chico herido, por su parte, resulta ser sobrino de un viejo amor de Laura, Benetti (Palacios), que se colará de nuevo en su vida y en quien ella creerá ver un atajo para salir del hastío. Con algo de western en la construcción de sus personajes (en especial Juan, solitario y torturado), La vida nueva no deja de ser una película intensa, delicada en su manejo de la imagen (la fotografía es de Fernando Lockett) y en el desarrollo de las emociones que Laura, Benetti y Juan no terminan de tramitar en actos. Sin embargo, el riesgo vuelve a jugar en contra con la elección de Alan Pauls como protagonista. No es que el trabajo del escritor y crítico sea bochornoso, ni mucho menos. No. De hecho, tiene la fotogenia a su favor y hay escenas donde su presencia funciona (ver el enfrentamiento con el personaje de Palacios, un duelo breve y sutil), pero su falta de experiencia de aquel lado de la cámara se hace evidente. Aunque ni esto ni aquello, ni un final imprevistamente esperanzado, alcance para malograr a La vida nueva, es cierto que la suma de los riesgos interfiere en la tensión de esta buena película, que podría ser mejor.
Todos tienen algo que ocultar (incluso yo) Santiago Palavecino regresa al cine, tras su auspicioso debut con Otra vuelta (2004), de la mano de Matanza Cine –productora de Pablo Trapero- y su equipo autoral. La vida nueva (2011) instala al espectador en el seno de un laberintico pueblo del interior de la Argentina en donde todos tendrán algo que ocultar. Un pueblo cualquiera, en donde la ubicación resulta ser lo menos importante. Todo parece seguir sus cauces naturales hasta que a raíz de una pelea entre adolescentes y un desenlace fatal todo lo que parecía rutinario se desestabilice para que a partir de ese instante todos comiencen a ocultar algo. Verdades ocultas desde siempre (o nuevas) tomarán un significado mucho más profundo y determinante en la toma de las decisiones por venir. La historia creada por Santiago Palavecino y trabajada en conjunto por Santiago Mitre (El estudiante, 2011), Martín Mauregui y Alejandro Fadel tiene una estructura laberíntica, tal como la mente de los personajes que la protagonizan. No se puede decir que es la mentira la que circunda ese ambiente sino el ocultamiento de información. Desde el plano inicial que se eligió para presentar la historia estaremos frente a un indicador de cuál será el camino que recorrerá la trama. Un médico, una paciente, una pregunta y una respuesta que no podrá salir de ese espacio. Ocultar, verdades a medias, no decirlo todo, serán las premisas que circundarán la historia. Es imposible no relacionar La vida nueva con David Lynch y esa obra cumbre ícono de los años 80 que se llamó Twin Peaks. Un espacio que funcionaba como un laberinto sin salida en el que todos estaban atrapados sin poder escapar. Pero más allá de los toques lyncheanos Palavecino toma estos elementos para construir un universo propio, onírico pero también real, donde resulta imposible no asociarlo con la realidad de algún paraje suburbano rodeado de una atmósfera claustrofóbica a punto de estallar. En el cine no solo una gran actuación construye al personaje, también se crea a partir de como la cámara logra tomar ese cuerpo y esa magia traspasa la pantalla. Sin dudas en La vida nueva ambos elementos se conjugan en Martina Gusmán y Germán Palacios, dos actores que transmiten emociones no solo a través de parlamentos sino que lo hacen desde los silencios. Miradas, movimientos, gestos y hasta sonidos ambientes alcanzan para transmitir lo que les pasa a esos seres agobiados por sus miedos internos a punto de explotar. También hay que destacar al elenco de jóvenes encabezado por Ailín Salas y Pedro Merlo, decisivos en el desarrollo de la historia. Santiago Palavecino nos conduce por los laberintos de la vida vieja para ofrecernos la salida hacia La vida nueva, afrontando la verdad y dejando de lado las mentiras. Aunque siempre haya algo que ocultar. ¿O no?
Parados en el medio de la vida. Es dificultoso, en las primeras instancias de su metraje, advertir qué nos depara La Vida Nueva, segunda película de Santiago Palavecino: Laura (Martina Gusmán) se entera de que está embarazada, pero esa noticia no la hace del todo feliz. Unos instantes más tarde la vemos dar clases de piano a la joven Sol (Ailín Salas), cuyo objetivo es ganar una beca. Luego nos enteramos de que Laura está casada con Juan (Alan Pauls), el veterinario del pueblo, quien una noche presencia accidentalmente una trifulca callejera en la que un joven es apuñalado. El culpable es el hijo de Martínez (Néstor Sánchez), un poderoso patriarca capaz de comprar lo que se proponga, incluso la beca de Sol. Juan acepta esa extorsión, y mientras la corrupta Policía local intenta maquillar lo ocurrido, aparece Benetti (Germán Palacios), tío del chico herido, músico y viejo amor de Laura. Esta incertidumbre del relato es reforzada por el bucólico paisaje de San Pedro, lugar donde transcurre la acción. La costa del Paraná, con sus apacibles tardes de verano, produce un inesperado extrañamiento respecto de las personas y los objetos que la habitan. Tenemos, a priori, un hecho policial que puede derivar en un asesinato y un triángulo amoroso. ¿Qué puede pasar? Cualquier cosa. El mérito del director, así como de sus coguionistas Pablo Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre, es haber logrado transmitir ese desconcierto que jamás nos abandona. Dicha turbación es también la que padecen Laura, Juan y Benetti. La primera ansía mudarse a Capital y comenzar de nuevo. Su alumna representa lo que ella pudo ser y jamás se animó. El segundo, conciente de que su matrimonio pende de un hilo, se desespera por retener a una esposa que no lo ama. El tercero volvió para reconquistar al amor de su vida, sabiendo que este le corresponde sentimentalmente. Así y todo por momentos las actitudes de estos personajes resultan confusas. Más vale entonces intentar descifrar aquello que se oculta detrás de los sonidos y los espacios registrados por la cámara de Palavecino, factores de esa calma que parece preceder a la tormenta, de un solitario umbral entre el pasado y el futuro que se dilata hasta extremos inasibles. Las actuaciones están a la altura de esta premisa. Gusmán, Palacios y Salas entregan interpretaciones contundentes, no así el inexperto Pauls. De todas maneras, hay algo muy peculiar con respecto al personaje de Juan, puesto que su frialdad y su acartonamiento, en definitiva, no desentonan con el contexto. La Vida Nueva es una película extraña, difícil de calificar e incómoda de ver. Hay que estar dispuestos a involucrarnos en el mundo que refleja, etéreo y saturado al mismo tiempo. A simple vista puede lucir como una obra desprolija, inacabada, sin rumbo, mas esto no podría ser otra cosa que una identificación -errónea- de las características del sujeto con las del objeto abordado. Aun con sus defectos, el film de Palavecino no deja librado al azar más de lo que se propone.
Módicos infiernos de pago chico Juan (Alan Pauls) recorre el pueblo en su camioneta una madrugada, buscando a su esposa Laura (Martina Gusman) luego de uno de sus habituales conflictos; ella se descubre embarazada y no quiere tener el bebé. Involuntariamente se topa con la escena de una pelea entre adolescentes, en la que uno de ellos sale herido de gravedad y queda en coma. Pero el responsable de este incidente es Nicolás (Pedro Merlo), el hijo de un poderoso terrateniente de apellido Martínez (Néstor Sánchez) y Juan se ve obligado a mentir para evitar inconvenientes personales. Mientras tanto, Laura se reencuentra con Benetti (Germán Palacios); su ex pareja y también tío del joven herido, que por esa causa regresa momentáneamente al pueblo del que escapó años atrás. Laura y Benetti guardan mucho más en común que su afición por la música, y pronto ella lo usa como paliativo a sus crisis matrimoniales. En esta red de mentiras, ocultamientos y murmuraciones se desarrolla la trama de "La vida nueva", una típica historia de pueblo chico y tan chiquita a su vez, que su infierno no pasa de un tibio rescoldo. Sencilla, prolija, correcta y poco más, esta película de Santiago Palavecino podría considerarse promesa de buenos momentos cinematográficos por venir. Por el momento, quedan para el recuerdo las postales de pueblo chico, las actuaciones del elenco adolescente, la puesta y fotografía impecables; la historia cambia cuando la cuentan los adultos, se vuelve difusa y en contraposición al conflicto de los más jóvenes, aparece insulsa inclusive. Gusman, habitualmente expresiva, luce aquí inusitadamente apagada. Su personaje no convence como catalizador y objeto de deseo, moviendo apenas una pregunta: "¿Qué le vieron?" ¿Dónde está esa supuesta pasión que la hace irresistible? Si era tan buena pianista, ¿por qué la cámara insiste en detenerse en una única partitura de Bach y ella a su vez repite dos simplonas melodías al piano, como si fueran un monocorde leitmotiv vital? Como recurso estilístico es redundante y no suma nada al personaje; con su actitud apagada, Gusman ya lo dice todo. La explosión liberadora queda únicamente del lado de Benetti, el que se fue: el hijo pródigo, el amante idealizado, la estrella que dio el pueblo. Pero está de visita, de paso, "afuera". Los conflictos internos, que se supone motorizarían esta trama mueren en la más asfixiante de las rutinas. No hay tensión posible porque no hay rebelión. El Juan de Alan Pauls se conforma con estrellar algunas cosas contra el piso, en un conveniente fuera de campo; luego, ni siquiera levanta la voz para defender lo que considera justo, o lo que considera suyo (a Laura, por ejemplo). La policía está del lado del terrateniente. El músico rebelde que se fue a la Capital es cocainómano. ¿Era necesario semejante desborde?
Dar la cara. Hay algo del orden de lo inescrutable en la segunda película de Santiago Palavecino que le confiere un rigor formal y narrativo poco visto en el cine argentino. Como cualquier película que rechaza la psicología como medio para construir y explicar (que a veces es lo mismo que reducir) a sus personajes, La vida nueva aspira, en cambio, a la observación minuciosa, obsesiva. Los actores son barridos por la cámara como en busca de una verdad que, lejos de pensarse como interior, se concibe como superficial; no importa las motivaciones de los personajes sino sus gestos, sus reacciones físicas. En última instancia, la superficie de las cosas es lo máximo que puede aspirar a captarse: la película no hurga detrás de las mentes de sus criaturas sino que las presenta e interroga a la cara, como si sus cuerpos y movimientos alcanzaran para pensar un discurso posible sobre el mundo. Entonces, los personajes de La vida nueva dicen con acciones, hablan a través de hechos y decisiones de las que no participamos salvo en la puesta en práctica: ¿por qué Juan decide callar un crimen del que es testigo? Su argumentación, creíble o no, no está puesta en tela de juicio, lo que se indaga son las consecuencias de esa decisión. En este sentido y de manera muy curiosa, en medio de un programa netamente contemporáneo, La vida nueva riza el rizo y parece arañar la rudeza y la imperturbabilidad de los duros del cine clásico: personajes que no daban cuenta de sus actos, a los que no se los sumariaba según la psicología al uso; eso mismo que en más de un capítulo de Los Soprano, aunque con otras palabras, Tony elogia de Gary Cooper. A su vez, esa atención a las superficies de las cosas se materializa sobre todo en el trabajo con los rostros. Pocas películas argentinas recientes confían tanto en las caras de sus intérpretes como La vida nueva. A contrapelo del cine que no sabe construir emoción por otros medios y recurre de manera cómoda a la explotación del rostro, en los múltiples primerísimos primeros planos que pueblan la película, Palavecino desdeña cualquier tipo de sentimentalismo (eso sería usar a sus criaturas, servirse de ellas con fines puramente efectistas) y se concentra en recorrer unas caras que, a fuerza de una cercanía extrema, terminan configurando algo así como paisajes humanos. Martina Guzmán demuestra que, además de ser una de las pocas actrices argentinas capaz de soportar un primer plano de esas características, puede expresar una gama sutilísima de emociones contenidas que siempre parecen estar a punto de desbordarla. Al contrario de Juan (Alan Pauls), cuya contención amenaza constantemente con una explosión: de violencia, de bronca, de gritos. El problema surge con algunos diálogos. Quizás por el programa riguroso que ensaya Palavecino a la hora de observar a sus personajes, el habla se escucha siempre algo desencajada, y muchas líneas resultan torpes o fuera de tono. Pasa sobre todo en la escena de la lancha en la que Juan le dice a Laura lo que siente por ella: de tanto constituirse como un cuerpo opaco y ajeno a las emociones, las palabras dichas por Alan Pauls suenan a destiempo, como ecos de otra película distinta a La vida nueva. Podría pensarse que el director intenta realizar un despojamiento extremo de emotividad y le resta cualquier carga posible de exaltación a la interpretación, pero ahí está Laura para recordarnos que los personajes de la película también sienten y experimentan emociones aunque no las revelen abiertamente y la cámara los respete en su decisión de no comunicarlas. La tosquedad de varios diálogos arrastran a la película y uno espera que los personajes no hablen, que Palavecino confíe en sus actores lo suficiente como lo venía haciendo como para enmudecerlos y hacerlos hablar con la cara, con los gestos, con el cuerpo. En esos momentos de silencio es cuando La vida nueva roza una lucidez en la mirada que podría ser la cifra de un nuevo cine argentino (esta vez, sin mayúsculas) por venir.
Algo a mitad de camino La película de Santiago Palavecino se queda a mitad de camino. Su lejanía brechtiana impide cualquier acercamiento emocional en un filme de cuidado diseño de arte, con una fotografía y un tratamiento de sonido de primer nivel. La pareja de Laura y Juan está en crisis. Después nos enteramos que ella abandonó todo por ese señor enfurruñado con el que se casó. Sus estudios de piano, su carrera como concertista, todo quedó atrás. Ahora enseña piano a alumnos particulares en un pueblo de provincia, mientras Juan asiste vacas, caballos y cualquier animal que su profesión de veterinario requiere. Mientras Laura piensa que todo fracasa y su embarazo complica el problema; su marido asiste, accidentalmente, a una feroz pelea entre adolescentes que deja agonizando a uno de ellos. En ese momento aparece, para empeorar la situación, un ex novio de Laura, pariente del agredido, que complica el panorama. Y la posibilidad de una denuncia de Juan contra el grupo agresor, hijos algunos de poderosos personajes del lugar, activa las presiones del padre de uno de ellos para lograr un silencio cómplice. LOS CLIMAS "La vida nueva" entra dentro de la línea de "cine interior", poco desarrollado dentro de la cinematografía argentina. Cine de estados de ánimo, enmarcado en climas casi oníricos, el filme, que por un lado logra crear una atmósfera singular, por el otro descuida las subtramas y no anuda las distintas historias. La película favorece cierto desconcierto, una desorientación que distrae y genera una ambigüedad que se concentra en las actitudes del personaje del esposo, que lamentablemente, por la interpretación errática de Alan Pauls, acentúa el clima general. Martina Gusmán es una Laura espiritual y poética que se contrapone con su ex pareja, Germán Palacios, ambos en excelentes interpretaciones junto a la promisoria Ailin Salas, la talentosa adolescente de "La sangre brota". En cuanto a Alan Pauls ("El pasado"), un notable escritor en la vida real, tiene sí un interesante rostro, pero su hieratismo le juega en contra. La película de Santiago Palavecino se queda a mitad de camino. Su lejanía brechtiana impide cualquier acercamiento emocional en un filme de cuidado diseño de arte, con una fotografía y un tratamiento de sonido de primer nivel.
Hay muchas vidas a punto de comenzar en La Vida Nueva. Laura está embarazada de un hijo que no quiere tener, Juan, futuro padre, es testigo de una pelea entre jóvenes del pueblo y se ve obligado a tomar una difícil decisión. Además de la pareja está Sol, la estudiante de piano, quien puede obtener una beca que la saque del pueblo; Benetti, con la oportunidad de recuperar a su novia de la adolescencia y, atravesando a todos ellos, César, el joven herido que trata de arrebatarle a la muerte un tiempo más de vida. Para bien o para mal todos ellos están al borde de aquello que cambiará sus existencias y, a excepción del moribundo, está en sus manos que eso suceda. En cierto sentido el nuevo film de Santiago Palavecino llega a ese instante, pero allí se queda. El trío de guionistas compuesto por Santiago Mitre, Alejandro Fadel y Martín Mauregui suman sus plumas a la del director para llevar adelante una película de muy buen desarrollo que, a la hora de la verdad, no termina de concretar. Conducen con pulso un film cargado de múltiples conflictos de peso, capaces por sí solos de sostener su propia historia. El amor, la ausencia del mismo, la culpa, el deseo, la música (muy buena, por cierto), son algunos de los temas que abordarán, con especial atención sobre el poder, aquel que seducía al Roque del antecedente más cercano de los escritores, la gran El Estudiante. Y aquí es el dinero el que otorga ese poder, aquel que permite tener en el bolsillo a todo un pueblo, aquel que lleva a un simple veterinario a olvidarse de sus principios y convertirse en cómplice en contra de aquello a lo que se oponía. Alan Pauls, Martina Gusman y Germán Palacios son las caras de un juego de tres que no llega a constituirse como tal en forma plena. Ella como expresión de la crisis con una pareja que está a medias, porque Juan padece el distanciamiento de su mujer, pero a la vez hace lo propio alejándose emocionalmente luego de haberse traicionado. Y allí va y viene Benetti, el tercero en discordia, el músico exitoso, el que no quiere que la gente se harte de él y por eso desaparece tan rápido como llegó. Sus historias son fuertes y así se las sigue, a la espera de algo que no ocurre. Todos al borde de esa vida nueva y ninguno capaz de tomarla. Juan víctima de una caída libre que le impide hablar aún si eso significa que todo lo que conoce se desmorone, Laura que posterga una decisión por décadas y sólo actúa cuando su presente se vuelve insostenible, y Benetti, que nunca fue capaz de llamar a su antigua novia y sólo vuelve cuando su sobrino está a las puertas de la muerte. Y allí está el film de Santiago Palavecino, a un paso de ser una gran película, pero sin decidirse a saltar.
En transición Laura (Martina Gusman) y Juan (Alan Pauls) conviven en la aplastante y aletargante vida pueblerina en una geografía de espacios abiertos, campo y un rio que separa dos orillas: la de la vida rutinaria (pueblo adentro) y aquella que representa la posibilidad de fuga hacia nuevos horizontes. Ella enseña piano y él es un parco veterinario que en una noche de insomnio -y de peleas en el silencio- es testigo de la brutal golpiza que sufre el joven César, atacado por sus propios amigos, entre ellos Nicolás, en represalia por haberle estropeado a propósito la camioneta con una bolsa cargada de piedras. La trifulca despareja termina con una herida de arma blanca por parte de Nicolás y la llegada de César al hospital para entrar en un coma profundo, mientras el único que sabe la verdad de los acontecimientos es Juan, quien luego de llevarlo al hospital debe falsear su testimonio por presiones de Martínez, el hombre fuerte e influyente de la comunidad, padre del victimario. En medio del dilema ético de Juan, Laura anuncia que está embarazada pero que no sabe si realmente quiere ser madre cuando Beneti (Germán Palacios), tío de la victima que pudo escapar a tiempo para continuar con su carrera de músico de rock, regresa al pueblo a buscarla bajo pretexto de haber vuelto para acompañar a la familia en un momento difícil. La monotonía y la abulia resuenan en cada segundo como aquel preludio de Bach en do mayor (forma parte de la banda sonora del film) que Laura enseña a Sol (Ailín Salas) para que pueda dar el concierto que le permita conseguir una beca de estudio en Buenos Aires y es precisamente el puente dramático que atraviesa la atmósfera perturbadora de La vida nueva, último opus de Santiago Palavecino producido por Pablo Trapero, que abraza rasgos de film noir y melodrama intimista. La sutileza y el cuidado minucioso de los diálogos, ricos en austeridad, da lugar a los silencios que operan como intervalos en complemento con las elipsis abruptas para darle un ritmo sincopado al relato que toma como uno de sus conflictos -entre un conjunto de subtramas bien desarrolladas - las coordenadas de un triángulo amoroso donde el tercero en discordia es el recién llegado Beneti, quien con su sola presencia moviliza emociones, deseos, resentimientos y anhelos en Laura que se traducen en encuentros secretos a las afueras del lugar o visitas inesperadas. Esa melodía repetitiva –por eso la elección del preludio- que abarca prácticamente la totalidad del film, interrumpida constantemente por los cortes, guarda estrecha correspondencia con el ruido mental de los personajes y la perturbadora presencia de un extraño que revive viejos fantasmas del pasado de Laura cuando se encuentra en la transición de su destino y debe elegir entre dos hombres que encarnizan exteriormente dos formas de vida: la vieja y asfixiante junto a una pareja que no la completa o la incierta, aliviadora y sugestiva nueva chance. La vida nueva asume desde el punto de vista cinematográfico la tarea de mantenerse en una posición neutral frente al derrotero de sus personajes y se para con pies firmes y sin temores en un espacio incómodo para cualquier propuesta de estas características porque confía ciegamente en los intervalos y en los tiempos muertos más que en su propia dinámica, que muchas veces se ve contaminada por un cambio brusco de registro cuando transita de la melancolía pueblerina al relato crudo y seco con ciertas irregularidades en el desempeño de un elenco donde las rotundas diferencias entre actores y no actores quedan reflejadas en cada escena.
Todo cambio es mejor - Martina Gusmán, silencio prolongado, premio Revelación en los "Martín Fierro y jurado oficial en el Festival Cannes 2011. - Pablo Trapero, silencio prolongado, uno de los referentes más importantes del nuevo cine Argentino. - Un pueblo, silencio prolongado, algo pasa, silencio prolongado, todo cambia. No es la promo de cortos I-sat ni el adelanto del próximo estreno del programa conducido por unos de los protagonistas de este film. Pero bien podría serlo si Alan Pauls la presentara. La vida nueva nos sitúa en la provincia de Buenos Aires para contarnos una historia donde los planteos de sus protagonistas suelen ser bastante frecuentes en la vida de un pueblo que se precie como tal. Así es como Laura (Martina Gusman), una profesora de piano que acaba de enterarse que esta embarazada, Juan (Alan Pauls), su marido un próspero veterinario que es testigo de un grave incidente que involucra altos funcionarios y Benetti (Germán Palacios), un viejo amor de Laura que vuelve y cambia todas las piezas del tablero, son los personajes de una trama que promete ser interesante. Pero tanto las acciones como los silencios y los diálogos son de una lentitud y frialdad que distancian la narración del espectador. No desarrolla ninguna de las vetas propuestas al comienzo y narrativamente va y viene por diferentes géneros sin anclarse en ninguno y desorientando la mirada. Vale destacar, a modo de ejemplo, aquella escena muy bien lograda en la que Laura escucha ruidos y sale al campo a ver que pasa manteniendo la tensión hasta el final de la misma. Momento infaltable en los grandes clásicos de terror de los 80`en los que jóvenes adolescentes eran asesinados uno a uno en las afueras de la ciudad, pero en La vida nueva sólo es un hecho aislado y desaprovechado que poco aporta. La película posee muy buena factura técnica a nivel visual y sonora (algo que comienza a ser denominador común desde hace un tiempo en todo el cine argentino considerando la gran capacitación de nuestros técnicos y los avances tecnológicos sea en las emulsiones para el fílmico y el HD para el digital), con una destacada dirección de arte de Laura Caligiuri y fotografía a cargo de Fernando Lockett, pero no alcanza. Desaprovecha la geografía, los personajes y sus móviles, sobre todo la trama policial que atraviesa la obra, y un reparto que podrían haber hecho de esta historia un interesante thriler de costumbres locales. Me viene a la memoria Lazos de sangre (Winters Bone), un muy buen thriller cuya historia transcurre en un perdido pueblo americano donde la expresión "Lo que pasa en el pueblo o la familia queda en ......" mobiliza el relato. Pero en este caso quedará en la anécdota. Como dice el titulo de esta nota, todo cambio en la vida (de esta historia) será mejor.
Pueblo chico, infierno grande, film mediano Aunque su título y el slogan sugieran que siempre hay tiempo para un vuelco y que puede dejarse atrás lo vivido para comenzar de nuevo, esta película se centra en uno de los disparadores, sugiere muchos otros y deja abierta la puerta para que sea el espectador el que imagine de qué se tratará esa «vida nueva» que los protagonistas habrán de comenzar. De modo similar construyó Pablo Trapero, productor de este film, todas sus tramas anteriores, pero Santiago Palavecino no es Trapero y aquí queda la sensación de demasiadas puertas abiertas y no de sólo «la correcta», como logró Trapero, sobre todo, en «Carancho» o «Leonera». La trama transcurre en un pueblo chico donde una pianista (Martina Gusmán), que se ha resignado a dar clases, convive con un veterinario (Alan Pauls), que dice querer hacerla feliz pero la desconoce profundamente. Viven juntos pero a ella se la nota más cerca de un novio del pasado (Germán Palacios) quien regresa y dice que ahora está preparado, también, para hacerla feliz. Sin embargo ella está en la búsqueda de esa vida nueva mientras toca el piano, mira al horizonte cuando busca ser esquiva y mira a los ojos cuando su corazón manda. En paralelo se desarrolla la historia del sobrino de Palacios, a quien masacraron brutalmente en una pelea y dejaron en coma. A partir de allí se tejerán los complots de un pueblo chico donde la moral está marcada por el intendente, siempre dispuesto a «arreglarle» la vida a todo el mundo si el intercambio de favores lo amerita. Entre lo mejor del film se rescatan la fotografía de Fernando Lockett, las actuaciones del trío protagónico (aunque el resto del elenco está bien marcado y resulta verosímil). Pero queda la sensación de que los temas fueron planteados pero no profundizados, sólo sugeridos, casi como la gran cantidad de planos estáticos (aunque con una cámara que nunca es estática e irrita con su leve movimiento de quien la sostiene al hombro) para que el espectador reflexione, aprecie el silencio del campo, del río, o los primerísimos planos de Gusmán de perfil, que también mira el horizonte buscando alguna clase de respuesta a su angustia existencial. Otro punto a favor, la película es sintética en su extensión (sólo 75 minutos).
Drama chico en pueblo chico Matanza cine, la productora de Pablo Trapero, siempre se caracterizó por hacer films potentes, crudos y estupendamente actuados. Son un grupo de gente talentosa, que no empuja hacia lo independiente y lo celebra sino que busca volverse popular y accesible, ofreciendo historias atrayentes con sello nacional y marca registrada. "La vida nueva" es el segundo largo de Santiago Palavecino, esperado con ansiedad por la crítica especializada ya que se daba en él un hecho extraño. Un famoso escritor, Alan Pauls, encabezaría elenco, cosa novedosa para quienes seguimos su trayectoria literaria. Además, dentro de los guionistas que trabajaron en este proyecto se encuentra nada menos que el encumbrado segundo Santiago de la historia, Mitre, director de la exitosa "El estudiante". Pero para reforzar más sus chances de llegada, Trapero puso a su esposa, una de las actrices top del cine argentino, Martina Gusmán, como ariete del cast. Palavecino, además contó con un presupuesto más holgado que en su trabajo previo así que todo estaba dado para esperar algo interesante. Restaba ver entonces, cuánta química y entendimiento lograban como grupo tantos buenos elementos y que tipo de material podrían ofrecerle al público local en su historia. Filmada íntegramente en San Pedro, "La vida nueva" es un drama con leves tintes de suspenso que se apoya, primordialmente, en un triángulo amoroso atravesado por una circunstancia policial que contamina y diversifica el relieve de la trama. Laura (Gusman) y Juan (Pauls) son un matrimonio en crisis. En la primer toma, ya sabemos que ella está embarazada y en la entrevista con un ginecólogo, no está convencida de tener la criatura. Enseña piano, vive en un pueblo pequeño junto a su marido, veterinario, hombre de pocas palabras con aparentes problemas laborales. Suponemos que Laura tenía otros horizontes en su juventud, pero ahora la letanía del lugar parece haber sepultado no sólo sus sueños sino a su pareja con ellos. Una noche, Juan recorre la ciudad buscándola (ella salió sin razón ni rumbo aparente) y se da con una situación inesperada. Un grupo de adolescentes está golpeando a alguien y él los reconoce, en especial a Nicolás porque lo veo apuñalando a César, otro chico del lugar. Ante el cuadro, los agresores se desbandan y Juan se queda solo : asiste al herido y lo lleva al hospital. Allí, el diágnostico no será favorable: perdió mucha sangre y entró en coma. Resultado, la policía local intervendrá en el asunto. Claro, el padre del principal agresor, Martínez, tiene mucho dinero e influencias y presiona a Juan para que no declare incriminando a Nicolás. Lo extorsiona con ofertas laborales y le instala una fuerte cuestión al desconcertado veterinario, el hacer una declaración falsa para proteger al hijo de un poderoso o hacerse cargo de los costos (en un pueblo chico) de acusar a alguien importante, en este momento crítico de su matrimonio. A todo esto, el tío de César, Benetti (Germán Palacios), volverá al pueblo después de muchos años, vendrá a ver su sobrino y apoyar a su hermana. El fue el gran amor de Laura, pero decidió irse y hacer otro camino. Pudo triunfar como músico, por lo que algo de la relación entre ellos parece no haber quedado resuelta en aquella oportunidad y el cruzarse nuevamente casi diez años después profundizará las dudas que ella tiene con respecto a su maternidad y su futuro... Lo problemático de la realización es que, como alcanzan a ver, juega con dos subtramas poderosas, la cuestión del atentado y la investigación pseudo policial, y el desarrollo del triángulo amoroso entre Juan, Laura y Benetti. Hay un problema con los tiempos de narración, más cuando el film dura escasos (desde mi punto de vista), 75 exactos minutos. No se pueden articular las dos miradas con intensidad si la atención se diversifica tanto. Además, el nivel actoral es desparejo, mientras la escena la domina Gusmán, todo fluye, pero cuando Pauls tiene el control de las acciones, algo se pierde. El escritor no alcanza a dar profundidad a su Juan, el hombre más dominado por las presiones de la historia y eso tiene un precio que la cinta debe pagar: un desequilibrio marcado en una de las patas del triángulo. Palacios, por su parte, juega su rol con oficio, pero las escasas líneas del guión no lo dejan progresar en el desarrollo de su personaje. Estos desniveles, sumados a una tendencia a jugar con el esquema de dedicar largos tiempos a caminatas solitarias (que subrayan las características de la vida pueblerina) y secundarios sin peso, dejan a "La vida nueva" como una realización que no termina de cerrar para el espectador. Quiero dejar en claro que admiro profundamente a los que participaron en esta cinta, individualmente, son de lo mejor del cine nacional (y Pauls, de nuestra literatura) pero esta vez el camino y las herramientas (el guión y la dirección, fundamentalmente) que eligieron para contar una historia, no llegaron a buen puerto. Despareja, local apuesta de Matanza cine que podría haber tenido un par de vueltas de tuerca que la hubiesen dejado más redondita...
Este segundo largo de Santiago Palavecino resulta un riesgo: una producción más grande, actores y rostros más conocidos, un desarrollo narrativo un poco más cercano a lo tradicional. La historia es la de un pueblo chico: un veterinario (Alan Pauls) vive con su mujer (Martina Gusmán), ex pianista, profesora, embarazada y que duda en tener o no a su hijo. Un crimen trae al lugar a un viejo novio de la mujer (Germán Palacios) y el “dueño” del pueblo orquesta un encubrimiento. Son los elementos de un melodrama, pero alrededor de estas figuras, Palacecino intenta encontrar otra cosa: por qué estos personajes actúan como lo hacen, por qué son como son, qué historia los marca. Hay un clima tenso en todo el film y en él radican al mismo tiempo su virtud y -paradójicamente- su defecto. La primera: sostener el interés del espectador en una espera cuyo resultado es determinante para las criaturas que pueblan el film. Elvsegundo: por momentos, un exceso de cuidado, de alambicamiento en secuencias que requieren no un naturalismo (que es falso) sino una naturalidad mayor. A pesar de esto, es un film siempre interesante, que se pregunta cosas y que, aún resolviéndolas clásicamente, no cree tener respuestas definitivas.
Las distintas circunstancias de la vida en el pueblo El nuevo cine argentino se ha encargado de retratar historias relacionadas al modo de vida en el pueblo y en como las situaciones cotidianas afectan de determinadas maneras a sus habitantes, generalmente desarrollándose a través de un suceso en particular en lo que girara la trama del film. La reciente Cerro Bayo de Victoria Galardi en dónde una mujer mayor intenta suicidarse o en El Último Verano de la Boyita de Julia Solomonoff con la traumática situación de un chico hermafrodita fueron algunas de las películas que manifestaron hechos de esta índole y lo que implican en una forma de vida periférica. En La Vida Nueva, segunda obra de Santiago Palavecino, la acción en cuestión será entorno a un adolescente que es apuñalado por otros jóvenes y quedará en coma. Juan (Alan Pauls), un veterinario que tiene una relación conflictiva con su mujer Laura (Martina Gusmán) que esta embarazada y duda en tenerlo, será quién por casualidad presencie el hecho delictivo y lleve al damnificado al hospital del pueblo, en tanto que ahí se encontrará con Martínez (Néstor Sánchez), uno de los hombres más poderosos del lugar, quién al saber que su hijo fue uno de los culpables del hecho en cuestión intentará sobornarlo para que no declare nada. La Vida Nueva explorará las sensaciones de los diversos protagonistas que se encuentran asfixiados por la corrupción de la Policía del lugar que quiere esconder el hecho; a todo esto Laura, que es profesora de piano de Sol (Ailín Salas) y que nunca pudo explotar su talento musical al no poder irse del pueblo, se reencontrará con Benetti (Germán Palacios), un viejo novio que volvió a la pequeña ciudad debido a que es el tío del chico internado. El film de Palavecino muestra como en lo que parece ser una localidad chica dónde no sucede nada, ciertos hechos pueden tener importantes consecuencias en lo que respecta a las personas más influyentes, o sea que cuando algo pueda afectar a los poderosos no existe la justicia y las relaciones se entrelazan por conveniencia. Pero también será muy destacado como el film destaca temas un tanto secundarios en la narración como el adulterio, el aborto y el deseo de fuga. Cada uno de los protagonistas manifestará sus deseos y temores en un marco dónde las acciones y los impulsos toman mayor valor que la palabra. Palavecino se encarga a través de planos largos y consistentes de mostrar el interior de sus personajes, entre escenas poco dialogadas pero con los gestos justos. La Vida Nueva conlleva en una obra muy correcta, que con destacadas actuaciones y un entonado desarrollo visual, hacen que el segundo film de Palavecino tras Otra Vuelta sea una película con un trascendente proceso crítico de las alternativas de la vida en el campo, que por lo tanto es para tener en cuenta dentro de las nuevas producciones del cine nacional.
La historia se desarrolla en un lugar de la provincia de Buenos Aires, Laura (Martina Gusman), una profesora de piano que deja de lado su carrera musical, su marido Juan (Alan Pauls), un veterinario tranquilo, ausente y aparentemente tiene problemas laborales. Acaba de enterarse que está embarazada, por lo que expresa no quiere tener ese hijo, hace un tiempo le realizaron un aborto, con el pasar de la historia quizás descubriremos porque su marido sí quiere tenerlo; ella se siente obsesionada con las clases de piano que da a Sol (Ailín Salas), prepara su audición con “Preludio y fuga de Bach”; es como algo que la moviliza a esto, tal vez con la esperanza de verla hacer una carrera que ella resignó o quizás la posibilidad de salir de un pueblo que la ahoga. Este matrimonio se encuentra en crisis y paralelamente Juan, una noche tarde, ve algo que no tiene que ver, una agresión a un adolescente, César (Nicolás Goldschmidt), el agresor Nicolás (Pedro Merlo) es el hijo de Martinez, un alto funcionario del lugar, le ofrece una serie de beneficios para su familia y lo amenaza prometiéndole que todo va a ser peor, el dilema esta si se debe callar; llega al lugar el tío del chico agredido Benetti (Germán Palacios) un viejo amor de Laura, un músico de rock que dejo todo para irse a Buenos Aires, este se reencuentra con ella, y en secreto retornan a esa historia de amor. Ambos intentan reconstruir la felicidad que quedo sin realizarse en el pasado, sin medir si esto puede traer aparejado que salga a la luz los secretos, los rencores, los resentimientos o el amor. La historia tiene algo de policial, thriller y un triángulo amoroso, narrativamente va y viene por diferentes géneros pero no se define bien por uno, hay una escena bastante bien lograda cuando Laura escucha ruidos y sale al campo a ver, mantiene la tensión hasta el final de la misma, buena dirección de arte de Laura Caligiuri y fotografía a cargo de Fernando Lockett. Su desarrollo se hace muy reiterativo, llena de primeros planos (abusa de estos), muy buenas actuaciones de Martina Gusmán y Germán Palacios, dos actores que transmiten emociones, a Alan Pauls le exigen ser buen actor y es un buen escritor, es un poco aburrida; floja y débil, quizás con alguna vuelta de tuerca el resultado hubiese sido otro.
Lo que no se dice El conocido dicho popular de “pueblo chico, infierno grande” siempre ofició de catalizador para desarrollar una historia que explore esos límites y actuó como olla a presión para desencadenar situaciones extremas. Laura (Gusmán) y Juan (Pauls) son un matrimonio en crisis y se acaban de enterar que esperan un hijo. Ella, profesora de música, duda en tenerlo y él, “el” veterinario del lugar, piensa que nada podría ser mejor. Mientras tanto Juan será testigo de un delito que lo pondrá a prueba en su ética y Laura volverá a cruzarse con un ex amor (Palacios) que a causa del hecho criminal regresa de improviso al pueblo. Santiago Palavecino (Otra vuelta), en su segunda película, retorna a una mínima narración que nace a la luz de la sustracción. El método aplicado es la quita, la supresión. La historia se muestra envuelta en una especie de melodrama asordinado en cruza con un thriller pueblerino. Y en esa mistura algo hace ruido. Quizá sea el aporte del productor Pablo Trapero (especialmente en una edición y montaje que parece haberse resuelto con un hacha en la mano, y a quien en Carancho le funcionó de maravilla), el que trajo un género ajeno al director con visos de sumar al filme un ritmo que éste no pide ni le sienta. La tensión y la velocidad del policial negro -donde las prebendas e intercambios pecuniarios son más importantes que el hallazgo de los culpables-, hacen agua con la búsqueda íntima, sutil y despojada de Palavecino, demostrando que no todo resiste cualquier mezcla. Las sutilezas y los silencios que campean por La vida nueva y dan cuenta de cierta mirada moderna de cine (“moderna” en términos de una nouvelle vague o un Antonioni) se dan de bruces con el corsé que implica un género clásico. Así como resulta evidente que ciertas elecciones del reparto no siempre muestran o consiguen su efectividad o eficacia. Si hay actuaciones que “niegan” su actuar (Palacios, Gusmán), hay no actuaciones que gritan su artificio y “la naturalidad de ser” expuesto en la pantalla no siempre resulta natural (Pauls). En una cinta de tan corta duración (apenas 75 minutos), de guión tan preciso y pensado, hay ciertas afectaciones en el decir que además el doblaje (que ni los encuadres elegidos pueden ocultar) evidencia y multiplica y se tornan innecesarias y repetitivas determinadas situaciones (los encuentros con el poderoso del pueblo y con el policía, por ejemplo). Ni qué decir de los repentismos violentos (la pelea entre Laura y Benetti) que no tienen que ver con actuaciones fallidas sino con las abruptas extemporaneidades en el marco de un minimalismo que siempre resulta más interesante y productivo en su sequedad y su misterio.
Lo dicen todos y yo no tengo más remedio que confirmarlo: la actuación de Alan Pauls es efectivamente extraña. Al encarar La vida nueva no sabía absolutamente nada del film aunque sí me había llegado este “rumor” que advertía sobre el fallido desempeño del escritor argentino en su primer protagónico en el cine. En la ficción Pauls habla como si estuviera en otro lado, en otra frecuencia, lejos de ahí. Su dicción suena impostada, su timbre quiebra los climas y su expresión roza lo anémico, pero todos estos rasgos son demasiado notorios como para no intuir que fueron deliberadamente enfatizados por el realizador del film. En una entrevista escuché a Santiago Palavecino sugerir que el perfil bressoniano de Pauls tenía una motivación, pero no explicó cuál (y está muy bien porque el artista no tiene que explicarlo todo, no necesita justificar sus búsquedas por más inauditas que sean, pues en definitiva es el espectador quien evaluará si funcionan o no). Dado que los demás actores responden claramente a una marcación naturalista, el rostro de Pauls se nos torna todavía más pétreo y su voz se vuelve esquiva y por momentos exasperante. Habría que ver que si en este hombre-iceberg no se esconde la punta que permite pensar toda la película. Juan (Pauls) y Laura (Martina Gusmán) viven en algún pueblo de la provincia de Buenos Aires. Él es veterinario de animales de campo y ella es profesora de piano. Su vínculo está en crisis. Una noche Juan es testigo de una riña callejera que termina con un adolescente en estado de coma. Como el culpable es el hijo del hombre más poderoso del lugar, a Juan lo obligan a callar. Mientras tanto, alguien regresa al pueblo para acompañar a la familia del muchacho internado: es el tío del chico, Benetti (Germán Palacios), quien hace años se marchó para dedicarse a la música. El relato replica triángulos: los jóvenes se pelearon por una mujer; los adultos alguna vez padecieron lo mismo pero parecen no haber aprendido nada. La única respuesta es la violencia. Pero existe otro triángulo cuyas líneas son más difíciles de fotografiar, porque no son visibles, porque hoy se hicieron cuerpo, biología: la red trazada entre el sujeto, el otro y el sistema. Narración balbuceante, elíptica, tejida con ramalazos de géneros canónicos (melodrama,policial, western) y un devenir incierto que despierta un genuino interés para dejarnos finalmente desazonados, hundidos en un paisaje reconocible del cual nos gustaría huir. Más allá de todas las sutilezas estilísticas que juegan con el desvío hacia abstracción, Palavecino logra enraizar su fábula en un mundo concreto, brutal y corrupto en donde ya nadie se inmuta cuando los crímenes se ocultan, los inocentes son condenados y las felicitaciones se compran. La película, sin embargo, no impone un tono de denuncia ni pretende juzgar a sus personajes. Al contrario, una lectura apresurada hasta podría decir que el film apaña la conducta de Pauls en el conflicto judicial (es decir, la hace comprensible al mostrarlo presionado por el contexto). Pero el asunto es mucho más complejo. La mentira es una rueda natural de la dinámica social. Fingir es un modo de ser. ¿La clave será salir del pueblo, entonces? ¿Para qué? ¿Para acabar como Benetti, soberbio y desesperado? En esta historia nadie está demasiado convencido de las palabras enunciadas, por eso es mejor atender el mensaje de los cuerpos, los gestos inevitables, los reflejos intempestivos, como la inquietante escena de los animales liberados en la estancia, en la cual el hábil montaje permite que lo simbólico se deslice tenue, lúcidamente, sin caer en la evidencia. Volviendo al personaje de Juan, es escasa la información que tenemos sobre él. Ahora no recuerdo si en algún momento del film lo vemos curar a un animal, pero sí queda claro que puede sacrificar una yegua con un disparo si el jefe se lo pide. Por otro lado, Juan vive con Laura en una casa que vamos descubriendo de a poco; primero tenemos planos cortos del interior para luego constatar, con planos generales, que están en una bella casa con pileta, seguramente una dependencia más dentro de la estancia de su empleador. Ahí empezamos a entender que, en el fondo, Juan desea otra cosa, algo que sea suyo, algo real. Siempre fue consciente de que todos respiramos en una maqueta, tal vez por eso su extraña voz se haya entrenado para interpretar una apariencia, para encubrir un sentir. Juan no tiene nada. Cuando le dice a Laura que la quiere y que quiere formar una familia, ella se ríe. “Una vida juntos”, afirma, y como espectadores nos preguntamos qué es lo que tuvieron hasta ahora. ¿Una vida solitaria, prestada, ajena, en suspenso? Y sí. La vida determinada por el poder, por la clase, por el miedo. Combatir todo eso sería comenzar a delinear algo distinto, la nueva vida, la vida auténtica. Si la película nos deja sumidos en la amargura es porque no ofrece suficientes guiños para pensar que esa otra vida sea posible. De todas maneras, el final evita la clausura. Quizás Juan no termine tan solo. Pero eso no importa ya. Terminó la ficción y nos queda el mundo. La tristeza crece, como el desierto.
Este heterodoxo thriller moral y drama romántico estoico transcurre en un pueblo en el que Laura, pianista y profesora de música, junto con su marido, Juan, veterinario solitario y lacónico, no sólo deben tomar decisiones sobre la continuidad de su vínculo amoroso, quizás moribundo y sin posibilidad de reconstrucción, sino que también deben dilucidar la continuidad o no de un embarazo. Juan será testigo de una pelea juvenil nocturna, situación que sugiere una experiencia de juventud característica de zonas rurales y periféricas, que dejará un herido, sobrino de un viejo amor de Laura, que regresará debido a la situación. Lo que ve, lo que dirá y lo que callará tendrá consecuencias jurídicas y éticas. Palavecino organiza sus escenas desmarcándose de una lógica dramática ascendente en la que el relato solicita una explosión y una resolución; de esto se predica un ordenamiento de sus planos en dispersión: las elecciones cromáticas, la interacción entre paisajes y estado de ánimo, algunas escenas misteriosas, como el pasaje en el que Laura se encuentra con unos animales sueltos en su casa, constituyen un gran argumento (y sentimiento) que atraviesa toda la película. El desenfoque del plano final insinúa un estado de conciencia, más bien desprovisto de lucidez y en evidente confrontación con la incertidumbre, desde el cual se elige, y en varios sentidos, una vida nueva.