Los animales no deberían comportarse como las personas. No sólo estamos frente a la mejor película de Andrey Zvyagintsev hasta la fecha sino que incluso podemos afirmar que Leviathan (Leviafan, 2014) constituye una síntesis de su carrera, con una primera mitad centrada en un retrato agridulce de la sociedad rusa contemporánea símil Elena (2011), un segundo capítulo rebosante de metáforas bíblicas en sintonía con su ópera prima El Regreso (Vozvrashchenie, 2003), y una ambición formal que nos retrotrae a la también extensa The Banishment (Izgnanie, 2007), cuyos problemas narrativos en esta oportunidad han sido corregidos y metamorfoseados en una multiplicidad de capas retóricas que ponen en cuestión el acervo moral de los países del Tercer Mundo. Combinando la fábula de Job y el periplo del norteamericano Marvin John Heemeyer, un hombre que en 2004 terminó destruyendo parte del ayuntamiento municipal de Granby, en Colorado, a raíz de una disputa con las autoridades locales, aquí Zvyagintsev conserva su pulso impávido característico para ofrecernos el devenir de Kolya (Aleksey Serebryakov), un mecánico al que el intendente Vadim (Roman Madyanov), un adalid del despotismo, desea echar de su hogar para demolerlo y utilizar el terreno para otros fines. La tragedia se asoma a partir de una serie de sucesos que comienzan con la llegada de Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), antiguo compañero del ejército de Kolya y abogado prominente de Moscú. Si bien siempre estuvo presente en la obra del director esa energía contenida producto de un diapasón vinculado al realismo seco, éste solía quedar preso en la jaula de las alegorías de la historia. Hoy se dejan de lado las jerarquías entre ambos niveles y se genera una especie de igualación que en todo momento impide la supremacía absoluta de un estrato por sobre el otro. Los frutos cualitativos de esta estrategia del cineasta son formidables, abarcando tanto un incremento de la tensión en determinadas escenas (en especial las relacionadas a la dialéctica de los “aprietes” superpuestos entre Vadim y Dmitri) como una focalización más diáfana e inclusiva para con el espectador (la tonalidad a la Andrei Tarkovsky está licuada). Desde ya que el Leviatán al que hace referencia el título no es otro que el aparato estatal, cuya voracidad y corrupción siguen empardadas a la iglesia ortodoxa según el realizador, por lo menos en lo que respecta a la hipocresía de los pequeños enclaves del interior. El cúmulo de calamidades por las que atraviesa Kolya, sólo por el hecho de osar defenderse de una administración que considera a los recursos del patrimonio público y privado como propios, trae a colación la singularidad del desfalco gubernamental (paso del régimen soviético a un capitalismo tan o más putrefacto) y una andanada de reflexiones sobre la degradación ética (las cuales van más allá de la estepa rusa y nos tocan de lleno en el sur). La madurez de Zvyagintsev resulta evidente en cada uno de los fotogramas del film, desde la introducción de chispazos de ironía hasta la presencia de planteos existenciales con ecos de Fiódor Dostoyevski. La parábola del “ciudadano común” que se ve carcomido por su entorno, en el cual depositó su confianza sin darse cuenta que el hombre es la criatura más peligrosa de la naturaleza y aledaños, está puesta al servicio de una vehemencia humanista que se mantiene expectante a pesar del bombardeo dramático, curiosamente alejada de ese fatalismo prototípico del cine arty y hermanada a una suerte de contemplación sardónica, comparable a la sabiduría que regala la experiencia cuando consigue escapar de la abulia…
Algo huele mal en Rusia Premiado previamente en Cannes por The Banishment (2007) y Elena (2011), Andrey Zvyagintsev obtuvo el Premio al Mejor Guión en la edición 2014 del principal festival del mundo y consiguió luego el Globo de Oro y una nominación al Oscar extranjero por una pintura desoladora del creciente estado de descomposición de una sociedad rusa dominada por la corrupción, la codicia, la violencia y el arrasador avance del poder político, el económico y el religioso (en muchos casos asociados entre sí) contra los sectores más débiles y postergados de la población. El film -que ofrece el rigor y la belleza del mejor cine ruso- tiene una primera mitad muy lograda que incluye infrecuentes hallazgos de comedia negra en el marco de los enfrentamientos en el seno de la pequeña comunidad de un pueblo pesquero, pero en su segunda parte esta tragedia de fuerte carga simbólica y moral se va tornando cada vez más pretenciosa y solemne (¡la música de Philip Glass!), juzgando demasiado a sus personajes y apelando a dosis desmedidas de crueldad. De todas maneras, la fuerza alegórica, la dimensión lírica y, sobre todo, la maestría narrativa de Zvyagintsev (cada uno de sus largos planos tiene una potencia infrecuente en el efímero cine contemporáneo) son incuestionables y convierten a Leviatán en un estreno para no dejar pasar en la cartelera comercial.
El pacto Siempre al borde de la furia y el coma alcohólico, la sátira de Andrey Zvyagintsev se abre paso entre la filmografía rusa y se destaca –paradójicamente- como su film más accesible y a la vez más polémico hasta la fecha. En una suerte de adaptación libre del Libro de Hobbes, Leviatán nos cuenta los avatares de Kolya (Aleksey Serebryakov) y su familia, quienes viven en un pequeño pueblo costero en la península de Kola. Nuestro protagonista es un hombre de temperamento volátil, amante del vodka y de su hogar, que comparte con su hijo adolescente Roma (Sergey Pokhodaev) y su segunda mujer Lilya (Elena Lyadova). Al llegar Dmitri (Vladimir Vdovichenkov) -un viejo amigo de la armada, ahora abogado– de Moscú, nos adentramos en el conflicto que aqueja la familia: Vadim (Roman Madyanov), el alcalde del pueblo ha decidido apropiarse del terreno donde Kolia tiene su casa y taller, para crear lo que él llama un “centro de comunicaciones” personal, y está intentando intimidar al dueño para o bien venderle o cederle su propiedad inmediatamente. A lo largo del film, los dos amigos intentarán imponerse frente a Vadim y su séquito mafioso, al mismo tiempo que lidiarán con sus propios demonios personales. A diferencia de El regreso (Vozvrashchenie, 2003), El Destierro (Izgnanie, 2007) y Elena (2011), cuyos planos eternos y ritmos parsimoniosos lo situaban como el heredero de Andrei Tarkovski, Zvyagintsev mueve la trama de Leviatán agitadamente, desprendiendo de ella micro-relatos sobre la vida y los trapos sucios de cada uno de sus personajes. Una de las pocas similitudes que Leviatán tiene con sus predecesoras es su estética: Los paisajes de la naturaleza fría e inhóspita, las construcciones devoradas por el tiempo y las carreteras interminables son ya una marca registrada del director y de Mikhail Krichman, su talentoso y fiel director de fotografía. De hecho, el pueblo es igual de protagonista que Kolya: se nos presenta una comunidad pesquera devastada, ahora museo de fósiles de criaturas marinas y carcasas de barcos, pudriéndose -como toda la sociedad- por encima de la superficie. En este punto, no se debe pasar por alto que Leviatán habla más que de dilemas bíblicos; su nombre hace clara referencia al tratado de Thomas Hobbes sobre el contrato social: el guionista Oleg Negin se pregunta, ¿qué pasa cuando el soberano no cumple con su parte del pacto? ¿Qué destino le depara al individuo que se rebela? No hay una feliz respuesta. Como ha dicho él mismo: “Es una tragedia de un hombre ordinario destruido por la despiadada y corrupta máquina del estado”. La historia se encuentra plagada de excesos satíricos (que algunos han malinterpretado como clichés), dotando a todos los personajes de cualidades detestables y a menudo bordeando el exabrupto, y funcionando como una puesta en abismo del clima social y la actualidad política de la Rusia moderna. Encontramos desde alianzas impuras entre autoridades del gobierno y la Iglesia Rusa Ortodoxa, hasta los complejos manejos judiciales que bloquean a diestra y siniestra todo intento por reclamar justicia. No por nada, a pesar de recoger innumerables premios por el circuito de festivales y premiaciones mundiales, el film dividió aguas en forma acérrima en su país de origen, y recibió poco a nada de apoyo por parte del ministerio de cultura, que la calificó como anti-patriótica. Si bien sus tres primeros films cuentan con una gravedad poética más original, Zvyaginstev triunfa en su cometido. Más que una historia es un mensaje y un llamado a la reflexión; es una fábula cirrótica y siniestra sobre el poder, la hipocresía y la moral.
Como sucedió con Alemania, Italia y Dinamarca, Rusia supo ser uno de los países referentes y revolucionarios de la cinematografía mundial. Basta con nombrar a Sergei Eisenstein para llevarnos a una buena cantidad de obras cumbres y de estilos que aún hoy conservan su potencia e influyen en nuevos cineastas. Con el pasar de las décadas, el cine ruso perdió la fuerza de antaño, pero, también como en el caso de alemanes, italianos y daneses, siempre aparece nombres y films que mantienen a aquellas frías tierras en el mapa del séptimo arte. Leviathan es el nuevo exponente, y uno de los más provocadores de los últimos años. En el poblado costero de Pribrezhny, Kolya (Aleksey Serebryakov), un simple mecánico, debe lidiar con el alcalde (Roman Madyanov), quien pretende apoderarse de su propiedad, ya que la reclama como suya propia. Una batalla legal, para la que el protagonista contará con la ayuda de Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), viejo camarada y ahora abogado. Pero la participación de este personaje será parte de una serie de consecuencias aún más terribles. La película fue acusada de “anti-rusa” por el presidente Vladimir Putin, por mostrar conductas decadentes y plasmar un clima pesimista, y hasta se estrenó con censura (además, según leyes de cine de ese país, no se pueden pronunciar malas palabras en las películas). Desde ya, el director Andrey Zvyagintsev no titubea a la hora de mostrar los abusos y la implacable corrupción por parte de las autoridades en general -la iglesia, otro ejemplo, representada por un sacerdote que no invita a la fe- para con los sufridos ciudadanos. De hecho, en una de las escenas más tensas, el alcalde dice que Kolya y los suyos son “insectos”. El realizador tampoco le tiembla el pulso cuando se trata de contar una historia familiar en donde la felicidad se asemeja a la más delirante de las utopías. Estamos ante una mirada oscura, difícil y compleja. Zvyagintsev sabe acompañar a sus ásperos guiones con imágenes de un impactante poderío visual, de manera que logra un complemento perfecto entre forma y contenido. A través de un gélido microcosmos, Leviathan escupe el duro presente de una nación, y lo hace con cine de primer nivel, sin caer en sentimentalismo y a pura honestidad brutal.
Andrey Zvyagintsev fotografía los parajes rusos dotados de una belleza fría, desolada y de apariencia yerma que sirven como marco para el turbio drama que desnuda el presuntamente corrupto sistema ruso. La imponencia de un mar inmenso e inquieto y el eco de las olas golpeando una orilla desolada componen el súmmum artístico de este film lóbrego y ominoso. La película adquiere a lo largo de sus 140 minutos de metraje varios tonos. La sátira política/social, el drama familiar y el abandono individual y colectivo son algunos de los registros que el director pone en boca en sus personajes. Por momentos Zvyagintsev parece evocar al gran maestro ruso del cine Andrei Tarkovski con sus paisajes planos y su geografía rígida, pero nunca pierde su voz propia y particular perspectiva. A diferencia de su compatriota, Zvyagintsev parece mantener un equilibrio medido entre lo explícito y lo implícito. A medida que el protagonista (exquisitamente interpretado por Alekset Serebryakov) se va ahogando en alcohol, ingiriendo cantidades industriales, su tragedia parece agudizarse más y más. Gradualmente se convertirá en un marginado, olvidado por la misma sociedad a la que pertenece. Abandonado no sólo por su familia y sus amigos sino también por todo un sistema que parece quitarle su humanidad, o para peor, sacar lo más vil de ella. Así y todo, entre tanta desdicha el director se permite intercalar unos momentos de humor remarcando el patetismo de algunos de sus personajes. La fauna que rodea al protagonista se completa con un abogado que cometerá un imperdonable acto de traición y un alcalde casi bufonesco y corrupto a través del cual el director sugiere que el sistema ruso está repleto de estos personajes. Leviatán está (obviamente) repleta de símbolos que se manifiestan principalmente desde la composición de la imagen. El mismo nombre de la cinta hacer referencia a una figura que se puede apreciar desde el afiche del film hasta unas hermosas tomas proporcionales a la maestría con la cual fueron ejecutadas. Uno de los contrapuntos más interesantes resulta ser la diferencia entre las ruinas que construyen el retrato de los pueblerinos, con la repelente rigidez de los juzgados y despachos de las autoridades rusas que quieren despojar al personaje principal de su propia morada. La obra de Andrey Zvyagintsev fue duramente reprochada por varios críticos rusos que consideraron que sus ironías no son más que viles y reprobables caricaturas de la realidad soviética, pero más allá de su veracidad, Leviatán triunfa como la historia que su realizador decide contar, sátira aparte.
Llega a nuestra cartelera el film ruso que hizo mucho ruido en la época de premiaciones y que por momentos fue favorita a llevarse el Oscar a mejor película extranjera –terna compartida con nuestra Relatos Salvajes- y que ganó la polaca Ida. No es una película fácil sobre la cual escribir porque si hablamos de lo formal en cuento a la dirección, puesta y montaje hay que elogiarla mucho, cosa que haré unas líneas más abajo al igual que con el elenco. Pero hay algo muy importante que no puedo obviar: nos encontramos ante una película muy, pero muy, aburrida. A tal punto de que se hace difícil terminarla. Esto sucede porque este tipo de cine (el ruso clásico) es así y la filmografía del galardonado director Andrey Zvyagintsev da nota de esto. Por ello, este ritmo no es algo para criticar pero si advertir al espectador que no suele comulgar con estas propuestas. Ahora bien, pasado este tema nos encontramos con una fotografía bellísima que ostenta una paleta de colores que destaca un escenario natural magnífico que se convierte en un protagonista más no solo por la importancia que tiene en la historia sino por como se lo muestra. El elenco es fantástico y es fácil darse cuenta de los buenos actores que son todos porque sin entender una palabra de ruso transmiten en su entonación y gestos todas las sensaciones que quieren. El guión es simple pero no pretende otra cosa, el objetivo de la película es el desarrollo de estos personajes dentro de un lenguaje muy propio y particular. Por todo esto Leviathan es una película que será disfrutada al máximo por entendidos del tema pero no por espectadores ocasionales.
Laberintos de la burocracia La película rusa que compitió con Relatos salvajes en los Oscar sigue el recorrido de un hombre y su familia en la lucha cotidiana contra las fuerzas públicas que lo exceden. Hace menos de dos meses Leviatán competía por el Oscar a la Mejor película hablada en idioma extranjero contra Relatos salvajes de Damián Szifron y si bien la polaca Ida se alzó finalmente con la estatuilla, al film de Andréi Zviágintsev (Elena, El regreso) le sobraban méritos para ganar la categoría. Esto, a partir de una historia chiquita, centrada en un hombre común, de provincias, que debe luchar contra el aparato estatal y un gigantesco entramado de corrupción, complicidades y miserias que, claro, en Occidente muchos vieron como una alegoría del estado actual de las cosas de Rusia y el omnipresente poder de Vladimir Putin. Leviatán, entonces, y más allá del tratado escrito por Thomas Hobbes y las connotaciones bíblicas, es un monstruo despersonalizado de muchas cabezas, aunque desde la visión del relato en principio tiene el rostro del alcalde del pueblo Vadim Shelevyat (Roman Madyanov), que quiere expropiar la casa del mecánico Kolya (Aleksey Serebryakov) para realizar un emprendimiento inmobiliario y va a utilizar todos los medios a su alcance –el sistema judicial, la policía, la intimidación física, el ahogo financiero de su víctima– para lograr su objetivo. Kolya apenas se tiene a sí mismo y a la furia que le provoca la situación injusta que le toca vivir acompañado por su joven esposa Lilya (Elena Lyadova) y su hijo adolescente Roma (Sergey Pokhodaev), hasta que llega de Moscú su amigo Dimitri, un abogado que hará lo posible para que reciba una cifra justa por su propiedad, aunque también se convertirá en un elemento más de la tragedia en progreso que le toca protagonizar a la víctima. Suerte de recorrido kafkiano por los laberintos de la burocracia y de los manejos del poder absoluto, Leviatán se propone y consigue seguir el vía crucis de un trabajador frente a las fuerzas que lo exceden, donde el Estado, la iglesia ortodoxa rusa y una sociedad en descomposición que llegó al capitalismo sin escalas, funcionan como dique inexpugnable para una mínima idea de la justicia. Y uno de los elementos fundamentales de la puesta –además del rigor para documentar un recorrido por las miserias de un pueblo perdido que bien puede tomarse como muestrario de algo más grande–, de alguna manera se podría sintetizar en el término ruso "nitchevo", que refleja el profundo fatalismo eslavo que inunda todo el relato y le da un carácter sombrío, asfixiante, pero también lúcidamente reflexivo, con personajes complejos en su supuesta simplicidad, que atraviesan la pantalla con un sentido de lo real que cada vez es más difícil encontrar en el cine del presente.
El Estado como un monstruo grande Premiado en Cannes, nominado al Oscar y acusado en su propio país de transmitir una imagen distorsionada de Rusia y, sobre todo, de su dirigencia política, el nuevo film del director de Elena carga las tintas y ofrece pocas sutilezas. La película rusa de mayor trascendencia internacional en bastante tiempo –tal vez desde El regreso, 2003, del propio Andrei Zviaguintsev–, Leviatán empezó a rodearse de un aura especial en mayo del año pasado, cuando el jurado del Festival de Cannes le otorgó el premio al Mejor Guión. En enero, el aura se engrosó con la nominación al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa –que un mes más tarde quedó en manos de la polaca Ida– y entre Cannes y Hollywood, la película de Zviaguintsev impactó en el blanco al que parecía destinada, el verdadero centro de su aura. Ya desde antes del estreno en su país, desde el más cerril putinismo se la comenzó a acusar de “antirrusa” y “deprimente”, de transmitir una imagen distorsionada de su país y haber sido confeccionada a medida del gusto occidental. Las autoridades rusas no llegaron a bloquearla, pero una ley enviada a la Duma inmediatamente después del estreno local de Leviatán permitiría hacerlo con la próxima a la que puedan colgarle los mismos sambenitos.¿Qué fue lo que motivó la cólera de la nomenklatura y hasta de la ortodoxia religiosa? Básicamente, tres cosas. La primera es que el villano de la película es el intendente de la ciudad de Pribrezhny, que existe realmente. La segunda, que en una escena puede verse, sobre la pared de su oficina, un retrato gigante de Vladimir Putin. La tercera, que en el film de Zviaguintsev el pope ortodoxo de la zona es cómplice del intendente. A todo eso se puede sumar, a juzgar por las repercusiones, el altísimo consumo de vodka, que según las autoridades tergiversa la media rusa. Coautor del guión junto a Oleg Negin, el realizador tomó el nudo de la historia de un caso real, sucedido una década atrás en un pueblito de Colorado, Estados Unidos. Lo que allí terminó en un explosivo american style aquí da lugar a una muy rusa implosión, un sufrimiento y desesperación del héroe que hacen pensar en un “idiota” (en sentido dostoievskiano) del realismo post socialista.En ese plano más superficial del relato, Leviatán no ofrece mayores ambigüedades, no da lugar a segundas interpretaciones. El intendente es un gordo borracho, abusivo, bruto y patoteril, que quiere arrebatar su propiedad a un modesto mecánico de autos para un negocio personal. Cuenta para ello con la venia del pope (que le hace saber que Dios está con él) y la falsa neutralidad de la Justicia, que no hace lugar al reclamo de Kolya, protagonista-víctima. Esa falsa neutralidad es expresada de modo literal, en una escena en que la cámara se acerca en lento travelling hasta el plano medio de una jueza, que dicta su sentencia en tono impertérrito y a velocidad de “que pase el que sigue”. El monstruo Leviatán es, en la Biblia, la némesis de Job, y Job es el inocente que sufre, tal como pedagógicamente explica otro pastor ortodoxo (más bueno que el primero), a Kolya y al espectador. Kolya sufre, se sabe condenado, sólo atina a beber un vodka tras otro y, para peor, su mujer lo engaña.¿Misoginia? En este segundo plano de sentido las cosas comienzan a volverse opacas, contradictorias, irresueltas.En las primeras escenas se muestra la división de roles sexuales, bien a la antigua, en la familia del protagonista. El es el proveedor que forma al hijo en los rituales masculinos (le pega una cachetada cuando se propasa, juega a trompearse, lo lleva a una práctica de tiro); a ella, por más que trabaje en una fábrica de pescado, se la ve siempre en casa, preparando el té, sirviendo la comida, encuadrada sola en espaciosos interiores. En adelante, a Kolya se lo advertirá más cómodo compartiendo borracheras y abrazos con su amigo y abogado que con su esposa Lilya. ¿Un modo de preparar el terreno para justificar que ésta lo engañe? Tal vez. Pero el hecho es que lo engaña cuando la propiedad familiar, y con ella la familia entera, tambalean.¿Por qué el hijo de Kolya no deja de maltratar verbalmente a Lilya? ¿Porque es mujer o porque es la reemplazante de la madre? ¿Qué función cumple, en términos dramáticos, que la madre del niño haya fallecido cuando él nació? ¿Por qué una muerte queda sin resolver, sin saberse si fue suicidio o asesinato, y en este último caso sugiriéndose como sospechoso un posible “tapado”, cuya culpabilidad alteraría todo el tablero? Las preguntas podrían trasladarse a la forma del film, trabajado, como la película previa del realizador (Elena, 2011), en planos largos (tanto en términos de tiempo como de espacio) y una cámara mayormente fija, que establece un tono meditativo. Pero no parece haber mucho en qué meditar ante un caso tan flagrante de abuso de autoridad, corrupción estatal y tragedia personal, que a lo único que mueven es a la adhesión, la compasión o la ajenidad que generan los caminos de mano única. Todo ello subrayado, en más de un pasaje, por la hiperorquestada, excluyente música de Philip Glass. 5-LEVIATAN Rusia, 2014Dirección: Andrei Zviaguintsev.Guión: A. Zviaguintsev y Oleg Negin.Fotografía: Mijail Krichman.Música: Philip Glass.Duración: 141 minutos.Intérpretes: Alexei Serebriakov, Elena Liadova, Vladimir Vdovichenkov, Roman Madianov.
Una visión despiadada e imponente. Como en El regreso, su ópera prima, y en Elena, su film más conocido, el retrato frío, implacable, riguroso de la Rusia actual, brutalmente expuesto o filtrándose metafóricamente en ambientes, personajes y situaciones, está presente en este crudo drama que abunda en referencias críticas a la realidad, al tiempo que construye una suerte de relectura moderna del libro de Job. El poderoso hechizo de las imágenes que desde el principio describen el desolado rincón del noroeste de Rusia junto al mar de Barents donde transcurre la historia -con sus despojos de otra época (casas destruidas, embarcaciones destripadas, y hasta el gigantesco esqueleto de una ballena que no puede sino asociarse con el mítico monstruo marino del título)- ya transmiten el sentido de desesperanza existencial y de soledad total que abruma al hombre y que domina el film entero. La imponente grandiosidad del paisaje contrasta con la relativa pequeñez del drama humano. Si en el relato bíblico, Job, el rico y piadoso mercader, es despojado de sus bienes y perseguido por la enfermedad y por toda clase de desgracias, pero aun así renuncia a maldecir a Dios y cuya resistencia lo ha hecho símbolo de la fortaleza para superar todas las dificultades, el protagonista de Leviathan, un mecánico que vive en una casa junto al mar, con su joven esposa (víctima de la tediosa vida de provincia y trabajadora en una planta procesadora de pescado), y Roma, su hijo quinceañero fruto de un matrimonio anterior y en plena edad de rebeldía, enfrenta a un enemigo no menor. El alcalde, representante del sistema de corrupción que reina en la Rusia postsoviética, pretende apoderarse de la casa, pagándola muy por debajo de su valor. Kolya no tiene cómo defenderse del Estado, como bien ilustran dos escenas tribunalicias desarrolladas con ácida ironía. Cuando el film comienza, Kolya recibe la ayuda de un abogado venido de Moscú y ex compañero de armas, que está al tanto de los abusos del alcalde, tiene relación con personajes influyentes y sabe cómo se resuelven las cosas en estos casos. Su presencia, por otro lado, contribuirá a desatar una serie de trágicos acontecimientos. El panorama es, en general, desolador: nada escapa a la mirada implacable del director ruso ni se sospecha que haya en su pintura pesimista de este mundo en el que imperan la ilegalidad, la codicia, el negociado y el vodka, otra cosa que dolorida sinceridad. Del modo en que la gente común ve a sus políticos no quedan dudas en la escena en que los hombres que han ido de cacería eligen los blancos para practicar tiro: un desfile de fotografías de líderes rusos que empiezan por Lenin y no llegan hasta Putin porque no ha pasado el tiempo suficiente, aunque su retrato no falte en el despacho del mafioso alcalde. La posición de la Iglesia Ortodoxa Rusa tampoco se salva de las agudas críticas a su hipocresía, incluida la interesada alusión al libro de Job que alguien expone sobre el final. No extraña que en su país el film haya sido reprobado por su ofensa a las autoridades y a la religión, y que los nacionalistas lo hayan declarado antirruso. El clima que se vive también tiene su consecuencia en la vida doméstica. Y captar esos efectos -o bien detectarlos dentro del cuadro general- es, por lo que se ha visto en su cine, una de las grandes virtudes de Zvyagintsev. Otra, tal vez la más destacable, es la de equilibrar el peso expresivo de todos los elementos que concurren a la narración cinematográfica empezando por la maestría de su ritmo narrativo y por el excelente guión (compartido con Oleg Negin, el mismo de Elena); la concepción visual (para lo cual contó con el admirable trabajo de Mikhail Krichman) y la conducción de los excelentes actores. Sobre el final, hay una escena verdaderamente sobrecogedora: la que observa desde dentro de la casa de Kolya el trabajo destructor de la grúa mecánica. Como un poderoso leviatán menos mítico, pero quizá más temible.
El derrumbe de un hombre Historia bien contada, muestra la lucha de un hombre común contra el Estado. Fue la candidata rusa al Oscar al mejor filme extranjero. El Mar de Barents, al norte de Rusia, es el escenario perfecto para la dramática Leviathan, una historia tan bien contada como polémica. Aunque Andrei Zviaguintsev, el director, diga que se basó en un caso real ocurrido en los Estados Unidos y que en el origen de su obra también está el episodio bíblico de Job, el peso de su crítica al sistema político local no se disimula en ningún momento. Su filme narra el impotente derrumbe de un hombre, en una visceral proclama política contra esta historia universal de la corrupción de la Rusia feudal y de cualquier lugar del mundo. Es desmoralizante y tal vez antipatriótica su película, como le han dicho, pero también es perfectamente verosímil. Cuenta de manera magistral la lucha de Kolya contra el Estado y el gobierno de este alcalde pornográfico. Quiere expropiarle su casa a orillas del mar, supuestamente para levantar allí su propia mansión. Pero detrás de este drama hay otros, el de la pareja, el de la amistad, el de la resignación en tiempos de crisis. Derrumbes éticos y amorosos, en un contexto con guiños simbólicos y sarcásticos, motorizados por personajes cuidadosamente rústicos, incapaces de esconder sus reacciones, y gobernantes impunes, de omnipotente y manifiesta irracionalidad. Ya lo dijimos, en esos paisajes maravillosos y distantes, estremece la duda de un hombre, de una familia que se debate entre empacar su resignación para mudarse a otro lado o salir a dar una batalla desigual, una derrota anticipada. Sólo hay un momento en el que la película deja entrever una posibilidad de justicia, y funciona como una escena redentora ese encuentro entre Dimitri y el Alcalde, pero la historia funciona así, negativa, nihilista, interpeladora. Funcionaría aún si se tratara de propaganda política, propaganda en contra en este caso. Está lleno de buenas películas nacidas con esa intencionalidad. Desde El acorazado Potemkin, a varios filmes de Sokurov, para no movernos de aquella geografía. Y si la película de Zviaguintsev se trasladara a España, por ejemplo, para hablar de las hipotecas, también funcionaría. Eso sí, la historia pierde jugando a derrumbar las figuras de Gorbachov o Lenin, pierde colgando un cuadro de Vladimir Putin en el despacho de este alcalde degenerado, incluso mentando a las Pussy Riots. Era suficiente con esta historia humanamente deshumanizada. Además, su mirada sobre los personajes malos de la historia, es exageradamente sarcástica. En cambio, el drama de los afectados transmite su impotencia y ése es, incluso con el antídoto del vodka mediante, su mayor mérito. A favor del gobierno ruso, diremos que la película se estrenó allá en varias salas y que fue la elegida para representar a su cine en los Oscars. Nada menos. Mejor es ir a verla sabiendo nada, para después sacar conclusiones.
El film ruso que estuvo nominado al Oscar como mejor película extranjera (y que finalmente la polaca “Ida” se consagró como ganadora) cuenta la historia de un humilde mecánico de un pequeño pueblo de Rusia que es constantemente acosado por el alcalde del lugar, quien quiere apropiarse de su casa para obtener el terreno para una construcción. “Leviathan” se detiene mucho en el paisaje despoblado y despojado del lugar donde se lleva a cabo la historia, a través de planos de larga duración, presentando una ambientación con una belleza visual muy importante. Esto genera también que la película pierda un poco de dinamismo y se caracterice por tener un ritmo más lento. Sin embargo, el dinamismo se recupera con los momentos de tensión que se presentan a lo largo del film, principalmente los que se refieren directamente a la confrontación entre el mecánico y sus allegados con el alcalde, pero también en los referentes a la vida íntima de la familia. Tanto los conflictos internos como los externos van afectando la vida del protagonista, la cual va deteriorándose poco a poco. Sin embargo, el objetivo principal de “Leviathan” es realizar una crítica profunda al gobierno y la autoridad rusa, encarnada en un alcalde y policías corruptos. Es por eso también que no llama la atención que en Rusia haya sido censurada debido a que se mete en la intimidad del manejo del gobierno y puede tener muchas referencias al gobierno actual de Vladimir Putin, aunque no de forma tan directa. En ese contexto, hay que tener en cuenta también, que si bien no es necesario conocer toda la historia de Rusia, hacen referencia a ciertas personalidades del mundo de la política que deberíamos conocer para poder compartir (o no) los comentarios de los protagonistas y no sentirnos tan fuera de tema. Asimismo, la película presenta un humor ácido, negro y podemos observar una gran utilización de malas palabras, algo no tan visto en el cine presente. En síntesis, “Leviathan” es una gran apuesta del cine ruso, transgresora, que se anima a criticar el sistema corrupto de un gobierno muy cerrado y con muy buenas actuaciones.
Un amargo drama, no sólo de la Rusia contemporánea Descansan los barcos abandonados en la bahía de un pueblo pesquero del norte ruso. Descansan también los restos de una enorme ballena. Parecen evocar monstruos marinos, como el leviatán, probablemente satánico, que mencionan los judíos del Antiguo Testamento y los cultores de la literatura fantástica. Con esas imágenes la película nos despierta sensaciones de algo eternamente inmenso, incomprensible, indominable. Más adelante, los hechos que va desarrollando agregan otra impresión: "Leviatán" es el título abreviado de "La materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil", viejo libro del filósofo Thomas Hobbes. Y las sensaciones se combinan. En la obra que estamos viendo no hay nada fantástico, más bien un poder concreto, de una república formal y mafiosa. Y hay una sola realidad: el Mal, omnipresente y eterno. La anécdota ya es conocida. Un hombre se niega a venderle su casa al municipio. La expropiación se impone de modo infame. El hombre es terco y el alcalde es aún más terco. Y prepotente, mañoso, vengativo. Quiere que el otro quede aplastado de modo ejemplar. ¿Vale la pena enfrentarlo? Encima, el luchador tampoco encuentra respaldo en su familia. Para consolarlo (un consuelo medio de paso), el pope del lugar le cuenta la historia de Job, el hombre de la santa paciencia. Se la cuenta mal, porque es un mal pope, indiferente o imbécil. Y no prevé, nadie prevé, hasta dónde pueden llegar las cosas en ese estado. Andrei Petróvich Zvyágintsev expone ese infierno frío a los ojos del mundo. No hizo un film norteamericano, donde un individuo puede vencer fácilmente a los que mandan. Hizo un drama ruso contemporáneo, donde todo sigue como en la época de los zares y los comisarios políticos, y un poquito peor, todavía. Ya no hay un hombre bueno. Ni mujeres. Los juzgados están en sus manos, y son necias o impiadosas. No hay nadie ejemplar. Y tampoco hay siquiera ilusión de un futuro mejor. Zviágintsev, o Zviáguintsev, lo dice sin decirlo. Le bastan los varios planos de comienzo y final, las muchas escenas de vodka, bronca y aturdimiento, la mezquindad y la ambigüedad moral de cada personaje. Esta es su película más amarga. También la más estirada, lo que molesta un poco. Quizá no sea la mejor (pensemos en "Elena" y "El regreso"), pero es la de mayor repercusión, porque ha pegado fuerte, y duele mucho, porque en los males de ese pueblo costero están representados los males de toda Rusia, y de algunos otros lados también. No sólo allá hay restos de leviatanes.
Un pueblo frío y corrupto Kolia (Alexey Serebryakov) vive con su hijo y su esposa (Elena Lyadova) en un pequeño pueblo al norte de Rusia. Tiene una propiedad, que incluye su casa, su taller y un campo, por la que ha trabajado toda su vida, y que ahora se encuentra a punto de ser expropiada, ya que el corrupto alcalde del pueblo quiere ese terreno. Kolia cuenta con la ayuda de un amigo (Vladimir Vdovichenkov), un abogado de Moscú, para tratar de frenar la expropiación de forma legal; pero cada apelación, cada paso, es negado rotundamente ya que en el pueblo todo está controlado por el alcalde y sus mafiosos, por lo tanto la policía y la justicia responden a él, que por si fuera poco, también mantiene una estrecha relación con la conservadora iglesia del pueblo. Mientras su abogado consigue pruebas sobre el pasado sucio del alcalde, con las que podrían negociar y conseguir al menos un buen precio por la propiedad, Kolia se deja llevar por su temperamento, no entra en razón, y complica más las cosas, descuidando a su hijo y a su esposa, quien es cada día más infeliz. Mientras el alcalde hace lo esperable: apretar gente, utilizar sus matones, sus influencias, y manejar el pueblo a su antojo, la familia de Kolia se desmorona, quedando todos cada vez más desvalidos. Narrada con crudeza y realismo, la historia comienza como un drama social, cuyo eje es una familia víctima de la corrupción en la Rusia actual, y al retratar la idiosincrasia del pueblo tiene momentos de comedia negra, al mostrar a pueblerinos pasados de vodka, quedados en el tiempo. Para luego pegar un vuelco y a la mitad del film convertirse en un drama familiar, donde los personajes tienen un destino trágico, tal vez demasiado trágico, y el tono de la historia se vuelve no solo denso, sino también solemne. Con una hermosa fotografía y excelentes actuaciones, la historia retrata la tragedia que un hombre solo enfrenta tanto en la sociedad donde vive, como dentro de su propio hogar. Una película oscura, densa, con enormes e interminables planos que muestran la naturaleza del lugar, enormes planos llenos de hielo, que pueden ser la alegoría de la desolación en la que se encuentran sus habitantes y esa naturaleza que estará allí, más allá de todo, como el Leviathan que se encuentra bajo el mar.
Por fin se estrena esta película, que tantas polémicas generó en Rusia, porque retrata una sociedad con crudeza: corrupción de funcionarios, representantes de la Iglesia ortodoxa que acompañan a esos políticos sin escrúpulos, problemas de alcoholismo generalizados, pero por sobre todo el ensañamiento con un ciudadano que pretende defender sus derechos. Rigurosa, más en su primera parte, con buenos actores. Una realidad que golpea sin atenuantes.
Crítica emitida por radio.
Como una gran y épica historia de amor (filial, fraternal y de pareja), atravesada por un halo inmenso de corrupción “Leviathan” (Rusia, 2014), de Andrey Zvyagintsev, propone una mirada particular a un micromundo que bien puede trasladarse a cualquier rincón del planeta. En la historia de Kolya (Alexei Serebriakov) y de su imperturbable intento por preservar su vivienda de las inescrupulosas manos del corrupto alcalde del lugar (Roman Madyanov), hay un sinsabor que se genera por la obvia comparación con nuestra idiosincrasia y el reconocer en esa lucha una causa perdida como tantas otras tan cercanas. Zvyagintsev elabora una compleja e hipnótica trama, en la que la el amor de Kolya por su mujer Lilia (Elena Lyadova) y su hijo Roma (Sergey Pokhodaev) se va deteriorando hasta el punto que cada interacción entre ellos se reduce a golpes e insultos. Pero Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), una persona del pasado de Kolya, llegará para intentar modificar el oscuro presente de la familia y gracias a su profesión (abogado), tratará de solucionar el inconveniente principal (la pérdida de la casa) que tan mal lo tiene. Pero en este pequeño pueblo, en el que todos se conocen y nadie confía de nadie, será complicado tratar de avanzar con honestidad y de superar la compleja y oscura trama que circunda a cada uno de los funcionarios públicos. Desde el momento que Dmitri pone un pie en el lugar, todo se complica, hasta el punto que una inmensa maquinaria burocrática y de violencia exponga al límite al trío protagónico hasta niveles insospechados. La dinámica entre los protagonistas, y el tiempo laxo entre cada escena, hacen de la propuesta un ejercicio estilístico más que interesante y que contrarresta la excesiva duración del filme. Los corroídos paisajes, la aridez de la llanura, el frío que cala hondo, y la tierra envolviendo misteriosamente a todos son uno de los puntos más altos en la composición de las escenas. Los planos fijos, la cámara quieta, el poderío de la naturaleza que avanza a los personajes, como así también el detalle minucioso del accionar diario logran que “Leviathan” trascienda la particularidad de su lugar de origen. Zvyagintsev compone a los personajes con detalles que los hacen únicos (la botella de vodka pegada en la mano, el conducir automóviles a toda marcha, el grito y el sexo como liberación de los ajustados cuerpos) y que revelan un costado menos formal del último cine ruso, un cine que aún sigue armando historias potentes y que sigue respetando a rajatabla la estructura clásica del relato. Narrativamente hablando “Leviathan” se va complejizando a cada minuto, y cuando el porvenir de Kolya quede en manos de las arbitrariedades de la corrupción y de la manipulación de pruebas de un alcalde que sólo quiere conseguir algo que no le pertenece, la película va despertando el interés por el devenir de los sucesos.
Esta película fue mi favorita en la competencia por llevarse la codiciada estatuilla del Óscar en la categoría de Mejor Película Extranjera y hasta lo que va del año, una de las que más disfruté. Contando con todos los elementos visuales rusos: su simetría, su fotografía perfecta, casi les diría que para mí es un sello de su grandeza, también suma una estructura de tragedia, donde el destino muestra que no importa todo lo que haga el personaje principal, no podrá evitar su destino. La película se da en una ciudad costera rusa, que demuestra no estar en su mejor momento ya que los botes están destruidos y los paisajes están retratados con los colores más fríos de cualquier paleta. Se centra, particularmente, en el personaje de Kolya, que se presenta como un tipo bastante rústico y en contra del sistema, pero con un dejo de nostalgia y fracaso porque pase lo que pase él nunca sale del mismo lugar donde estuvieron su padre y su abuelo. Una cosa es heredar una casa y otra no poder comprarla uno mismo. Sin mencionar que se queda sin trabajo. El problema inicia cuando una empresa con un contrato con el Estado lo presiona para venderle su propiedad, la de su familia, para poder instalar una antena de telecomunicaciones. Se vale para luchar de la ayuda de un antiguo amigo del Ejército, Dimitri, quien es ahora un importante abogado en Moscú. Pero todo esto también traerá cosas de su pasado mientras intentan hacerle frente a una corporación que promete con destruirlos. Me gustó mucho la lógica de la tragedia, donde el personaje cada vez se hunde más y tiene una idea de distanciamiento por esto mismo. Ver la imagen de un chico contemplando el esqueleto de una bestia mítica demostrando que hasta los más grandes mitos y las más grandes historias, mueren. Sus más de dos horas no se sienten más que en cómo te avasalla lo que está tejiéndose sobre Kolya, un espectacular Aleksey Serebryakov que logra hablar con cada gesto, para mostrarnos un personaje lleno de matices y de frustración frente a un sistema que lo oprime hasta poder suprimirlo. El resto del elenco se completa, sobre todo, con esa casa ubicada en un espacio privilegiado pero con todo el calor del hogar. No es un film demasiado feliz, como bien promete el argumento, pero Andrey Zvyagintsev logra meternos dentro de lo más básico y esencial del ser humano, en lo que podemos convertirnos y cómo podemos aplastarnos si nos olvidamos de hablarnos.
Leviathan es el cuarto largometraje de Andrey Zvyagintsev (Elena, El Regreso), una de las nominadas a Mejor Película Extranjera en los pasados Premios de la Academia y ganadora de un Globo de Oro. Leviathan Kolya (Aleksey Serebryakov) vive en las afueras de un pueblito en la costa del Mar de Barents (al norte de Rusia) con su hijo preadolescente Roma (Sergey Pokhodaev) y su mujer Lilya (Elena Lyadova). Al lado de su casa Kolya tiene el taller mecánico, donde trabaja. El alcalde del pueblo, Vadim (Roman Madyanov), es un déspota que quiere para él el terreno que habita Kolya, para tirar abajo su casa y construir otra cosa. Kolya acude a su viejo amigo Dmitri, quien se desempeña como abogado en Moscú, para defenderse de los aprietes del alcalde y sus secuaces. Dmitri prepara una jugada para ensuciar al alcalde y disuadirlo de la idea de obtener el terreno. Pero no será tan sencillo como parece. Siempre puede ser peor Zvyagintsev se inspira en lo sucedido a Marvin Heemeyer, en Granby, Colorado, y hace una adaptación la historia del Libro de Job. El Leviathan aquí es el Estado, la gran bestia que atropella y destruye a cuanto ciudadano común se interponga en sus intereses. Hacerle frente a esta bestia no es tarea fácil, tanto el poder político, como el económico y el religioso pisan fuerte en el pueblo. El imponente paisaje de la región tiene un papel destacado en Leviathan y una carga simbólica fuerte. El nivel interpretativo está entre lo más destacable del film, como el manejo de la tensión, en especial en las escenas donde se ve el detestable accionar del alcalde. Conclusión El film de Zvyagintsev se encuentra entre lo mejor del cine ruso actual, y su estreno en las carteleras porteñas es motivo de celebración. Sus 142 minutos no pesan sobre su narración sólida. Leviathan es una película contudente, que pone en primer plano los oscuros manejos del poder político y religioso en Rusia.
El condenado Leviatán, el filme de director ruso Andrey Zvyagintsev, fue nominada al Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera. El título es un aviso; las primeras panorámicas del pueblo situado en el norte de Rusia, en el mar de Barents, con las cuerdas sinfónicas de Philip Glass de fondo, una confirmación: la cuarta película de Andrey Zvyagintsev (El regreso) dista de ser un filme discreto y circunspecto. La ambición de Leviatán está presente desde el primer plano hasta el último que cierra. Hay aquí una declaración sobre el estado del mundo, o de Rusia, que a veces puede ser lo mismo, y con un doble sentido inequívoco: político y teológico. Un soldado retirado y ahora mecánico vive con su hijo y su segunda esposa, bastante más joven, en una hermosa casa situada en un paisaje tan desolador como cautivante. Desde los ventanales del living la vastedad del paisaje funciona como un decorado natural extraordinario, y cuando el adolescente del hogar sale a caminar por los alrededores hasta puede encontrarse con el esqueleto de una ballena, que bien podría exhibirse en un museo ciencias naturales. Es lógico entonces que el alcalde de la región entienda que la propiedad y la tierra de Kolya tengan un valor económico importante, de lo que se predicará uno de los conflictos narrativos del filme: el corrupto representante del gobierno querrá apropiarse de todo y expulsar al legítimo dueño de su casa. El poder de la fuerza es aquí la fuerza de la ley. Persuasión, manipulación y golpes, una representación micropolítica de la Madre Rusia contemporánea en la que Putin es el rostro perceptible de la maldad y decadencia de turno. Hay una escena clave en la que Putin aparece en un cuadro que está colgado en el despacho del alcalde y no se trata justamente de una mera casualidad. Tampoco lo es cuando entrevé en una televisión una protesta vinculada con el grupo Pussy Riot. Pesimismo Pero el pesimismo del director Andrey Zvyagintsev no es político sino metafísico. El problema de fondo no reside en la Historia sino en algo mayor. Es que Kolya viene aquí a retomar las pruebas de fe ya vividas por el mítico Job. Progresivamente, el relato hundirá a su protagonista. Su desposesión será total, un determinismo irrecusable: perderá a su esposa, a un gran amigo, su casa, incluso su libertad. Por supuesto, no faltarán los subrayados para que todo se interprete como se debe. Un representante del Altísimo le recitará a nuestro Job secular un pasaje bíblico para que entienda lo que le ocurre (y nosotros también). Nada de sutilezas. La Historia es una ilustración de una alegoría, y el nihilismo ruso del siglo 21 es independiente de una revolución traicionada, o en todo caso el costado visible de un hundimiento que responde a otras causas. Como corresponde, a esta pesadez simbólica hay que denotarla con una forma cinematográfica ampulosa: véanse los planos contundentes del paisaje, los travellings exhibicionistas frente al rostro de una jueza o un clérigo, o ese recurso “perspicaz” para sugerir con la imperceptible aparición del mayor mamífero de los océanos una desgracia cercana. El cine académico regresa con gloria y a nadie parece importarle. Puro estilo, presunta calidad cinematográfica o cómo el conformismo revestido de arte nos hechiza congelándonos.
Leviathan, the new film by Russian master Andrey Zvyagintsev (The Return, Elena), was nominated for the Academy Award for Best Foreign Film, won the Golden Globe in the same category, as well as Best Screenplay at Cannes. It takes its title from the Book of Job and is a synonym for any large sea creature, often great whales. But it also refers to the classical book Leviathan, by Thomas Hobbes, which deals with the structure of society and legitimate government and proposes that a model state protects its citizens from being left to their own devices, outside of any effective help. Kolya (Aleksey Serebryakov) is a working-class handyman who owns a small, yet somewhat cozy house in a small town on the coast of the Barents Sea in Northwest Russia, more precisely on the Kola Peninsula. The place used to be a prosperous fishing community, but it now amounts to a vast terrain littered with pieces of wood and scattered bones, nothing but remains of ships and whales. Having a hard time to make ends meet, Kolya leads a difficult life with her young, good-looking yet depressed wife Lylia (Elena Lyadova), and Roma (Sergey Pokhodaev), his teenage son from a previous marriage, with whom Lydia argues at all times. To top it all, Vadim (Roman Madyanov), the corrupt mayor of the town, can and will manipulate the law to illegally seize Kolya’s land for an underpriced quotation. He intends to build a public centre for his own benefit. But Kolya won’t give in without putting up a fight, and so he asks Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), an old military buddy and a fairly good lawyer residing in Moscow, to help him out in his countersuit against the mayor. Little did he know that the arrival of Dmitri — who’s not exactly as honest as he thought he was — would bring unforeseen consequences. In the end, Kolya’s futile attempts to get some justice make all the matters worse than he’d ever imagined. The awfully sad irony here is that, as you’d imagine, Kolya is actually not only left to his own devices but, most importantly, he has to struggle against a crooked government the size of two huge whales put together. With a sense of impending doom from the start, Leviathan’s plot sees that Kolya’s attempts to hold on to what is rightfully his becomes more and more futile. Aided by the Church, the mayor does as he pleases in every which way, because he lives in an world with no law and no God. This way, what happens in this small town on the coast of the Barents Sea becomes a metaphor not only for political disease in Russia, but also for that of many other countries. Just like he did in Elena, Zvyagintsev narrates the story of Kolya with striking realism. Just like Elena, Kolya doesn’t find solace anywhere. But in the end Elena does achieve some kind of triumph — at a high price. Kolya won’t have such luck. Even Dmitri won’t be of any help and will taint an already dirty scenario with betrayal. Which shouldn’t come as a surprise since morals and ethics are nowhere to be found. It seems they got lost long ago together with so many other fundamental things. And what’s lost is lost. Unfolding at quite a leisurely pace, and never turning into a tedious work, Leviathan is very meticulous in the description of the state of things. Some details may appear somewhat irrelevant at first, but then they acquire sound meanings. Take, for instance, some bits of the emotionally-detached conversations between Kolya and Lylia. Some key events take place offscreen, and so they become more ambiguous. The impressive but austere and never decorative cinematography turns the hostile environment into gloomy internal landscapes inhabiting the characters’ selves. While a discouraging tone is soon established from the first scenes and onwards, it’s during the last third of the film where the bleakness of the panorama hits you like a sledgehammer, right when Kolya is at the end of his tether. And so are his loved ones. Production notes Leviathan. Russia, 2014. Directed by Andrey Zvyagintsev . Written by Andrey Zvyagintsev, Oleg Negin. With: Aleksei Serebryakov, Roman Madyanov, Vladimir Vdovichenkov, Elena Lyadova, Sergey Pokhodaev. Cinematography by: Mikhail Krichman. Music by: Phillip Glass. Produced by Sergey Melkumov. Distributed by: IFA. NC13. Running time: 140 minutes.
La cuarta película del talentoso realizador ruso que ganó el León de Oro en Venecia con su opera prima THE RETURN toma una situación que podríamos definir como propia del cine rumano (una pelea burocrática por la compra-venta de una casa) y lentamente la va transformando en una densa aunque minimalista épica en la que entra la sociedad rusa entera, aniquilada por una mezcla rara entre la corrupción, la violencia y el alcoholismo. Apoyándose en ese estilo monumental tan típico de mucho cine de autor del Este de Europa –y, principalmente, ruso–, LEVIATHAN es una precisa, certera aunque demasiado subrayada crítica a la entrada definitiva de Rusia en el más salvaje capitalismo. En Cannes ganó el premio al mejor guión y fue nominada al Oscar a mejor película extranjera compitiendo contra RELATOS SALVAJES por el galardón que finalmente se llevó IDA. La película tiene como protagonista a Kolya, un mecánico que vive en una casa muy bien ubicada cerca del Mar Báltico con su segunda esposa y un hijo adolescente de su anterior matrimonio. El conflicto nace a partir de la exigencia del alcalde de la ciudad de comprar a la fuerza esa casa, usando el poder a su favor y arruinando a Kolya en el camino. Hay un juicio que pierde y ni siquiera las amenazas del abogado de Kolya (que tiene un enorme expediente con denuncias de corrupción al alcalde) logran cambiar las cosas. Sin embargo, cuando la casa parece ser el gran problema, Kolya descubre que hay otros conflictos más a su alrededor, conflictos que podrían acabar con el universo familiar que lo rodea. Leviathan-1LEVIATHAN (no confundir con el documental del mismo título de 2012) arranca con ese tono algo “rumano” de conflictos secos y rutinarios, lecturas de actas públicas y un cierto humor generado por el consumo de alcohol. Pero luego el asunto pasa a mayores: la pelea legal se convierte en física y el consumo de alcohol sube de manera tal que las bromas de borrachos terminan mal. Muy mal. A partir de eso, Zvyaginstev va “engordando” su película, transformándola literalmente en una adaptación del Libro de Job de la Biblia (lo mencionan directamente), con la aparición de curas corruptos enganchados con las autoridades del lugar de manera tal que hasta parecen organizar todos los acontecimientos para arruinarle la vida a Kolya. El uso de cuadros con famosas autoridades rusas en una escena de tiro al blanco (de Lenin a Brehznev, nadie se salva e inclusive Putin aparecerá aquí y allá) deja en claro el intento del director de transformar su LEVIATHAN en una dura crítica de la Rusia actual y del desprecio del país por los trabajadores, aplastados por el poder combinado del Estado y la Iglesia. Leviathan_cannesEl problema de la última parte del filme es que todas las alegorías y metáforas acumuladas (los barcos encallados, las ballenas, los discursos de los curas y las citadas fotos) van haciendo perder un poco de vista lo que debería ser más central: la historia de este hombre, su mujer, su hijo y su abogado, un grupo que se va fracturando a partir de errores propios y presiones ajenas. Es innegable el talento visual del realizador de ELENA, lo mismo que la creación de climas: por momentos el filme toma las características de un policial negro clásico de los buenos. Lo que impide que la película termine por convencer no es, sin embargo, el mal manejo del suspenso o el ritmo del relato, sino que en un momento queda claro que los personajes y las situaciones no son más que piezas en un intento demasiado evidente de hacer algún tipo de fuerte declaración política.
Andrey Zvyagintsev es un director que no muchos conocen en nuestro país, pero que debutó con la película "El Regreso", una de mis favoritas de hace algunos años (que si no la viste, conseguila, es increíble). "Leviathan" viene de ganarse absolutamente todo y fue la gran nominada a película extranjera junto con nuestra "Relatos Salvajes" (ganó "Ida", eso ya lo sabemos). ¿Qué tiene esta película? Lo primero, que es muy diferente a todo lo que venimos viendo en pantalla grande. Momentos de dramatismo e incomodidad perfectamente plasmados con la lente de la cámara... lentitud y dinamismo en los momentos necesitados y un elenco perfectamente dirigido que brinda grandes actuaciones. La peli hace una fuerte crítica a Rusia y su mundo político, como al mismo tiempo se introduce en el mundo de Nikolai, quien está a punto de perder su casa, pero no solo eso, sino a su mujer, su hijo y varias cosas más que no se pueden contar. Dos horas veinte de duración no es un dato menor, sobre todo cuando el trayecto es lento. En síntesis, que conste que yo te avisé, queda en vos disfrutar de esta obra de arte o mirar otro estreno.
Lugares seguros Andrey Zvyagintsev dirige una película cuya densidad se hace sentir. Denso es el transcurrir de sus planos morosos y cuidados; denso es el tormento que le toca vivir al protagonista en un territorio que no deja resquicio posible para respirar. Estéticamente, opta por la vía académica, esto es, el refugio que puede elegir un cineasta prolijo en sus encuadres, moderado en sus desplazamientos de cámara e irreprochable en el cuidado de fotografía e iluminación. De ahí el lirismo evocado a partir de esos exteriores que no parecen dejar lugar al espectador para el reclamo. Es que frente a un cine de calidad, la seguridad es un camino de certezas y de belleza estandarizada. No obstante, Leviathan no invita a la mera contemplación sino que introduce ideas. La elección del título no refiere únicamente al Antiguo Testamento; más bien, incorpora el imaginario del libro de Hobbes sobre la política y el poder. Es en ese mecanismo donde comete el error en el que incurren aquellos que se arrogan la perfección visual y técnica para expresar algunas ideas fuertes pero esquemáticas acerca de una cultura, sociedad o religión. En este caso, seguimos el padecimiento sin fin de Kolya, el protagonista que no solo sufrirá las traiciones de seres queridos sino la corrupción de un grotesco alcalde decidido a arruinarle la vida. El extenso periplo desgraciado del soldado retirado se transforma en una pesada desolación que concuerda con el paraje en el que vive. Zvyagintsev intenta plasmar una dimensión metafísica del mal y para ello se apoya en ciertas referencias bíblicas que, lejos de agazaparse, asoman con cuestionable evidencia. De igual manera, introduce símbolos (un enorme esqueleto de ballena) y signos obvios (un cuadro de Putin) que acaso demuestren su impericia para congeniar el plano artístico y el ideológico. Para colmo, aparece un personaje que oficia de cura para narrar la historia de Job y lo hace según su conveniencia. Nadie es redimible en esta tierra de sombras y de corrupción. Al parecer, algunos sectores del poder político y del pueblo ruso se sintieron molestos por la mirada amarga y deprimente que del país promueve la película. Si bien se trata de un reclamo inocuo, puede ser sólo atendible en un aspecto: su visión maniquea. Es como pensar que Relatos salvajes es una expresión acabada de lo argentino.
El director Andrey Zvyagintsev incurre en una contradicción: intenta retratar un universo ficcional áspero y brutal de manera ampulosa y solemne. Sus intenciones se perciben en los planos iniciales cuando, después de unas calculadísimas imágenes del mar y la costa, la cámara realiza movimientos suaves pero notorios que vienen a llamar la atención sobre acciones poco significativas como la llegada de un auto. Más adelante, durante la lectura de un fallo judicial, el método de Zvyagintsev se revela del todo: una jueza recita apresuradamente el texto interminable del fallo mientras que la cámara se acerca cada vez más al estrado; ese gesto dura lo suficiente como para que a nadie se le escape la tesis de la película: la justicia provincial rusa no es otra cosa que una burocracia demasiado afecta a sus propios rituales y que debe justificar su existencia a través de una retórica compleja y abigarrada. El suave travelling hacia adelante, a esta altura un visible rasgo de estilo, se encarga de subrayar el significado de la escena, como si se le señalara al público que allí se está comunicando algo importante. La estrategia del director será la misma a lo largo de toda la película, aunque con algunos ajustes tácticos. A veces serán los diálogos los que deban remarcar un sentido, como cuando un funcionario charla (o negocia) con un jerarca de la iglesia ortodoxa acerca de las donaciones y el visto bueno divino: en muy pocas ocasiones el poder político y el religioso intercambiaron favores en cine de forma tan burda. Otras veces, la película filma insistentemente el enorme esqueleto de una ballena y lo convierte en una metáfora obvia sobre lo pasajero de la vida; a su vez, esa imagen entra en relación con el relato de Job que un cura le recuerda didácticamente al protagonista (y también a nosotros). Zvyagintsev en ningún momento se permite jugar con la potencial belleza del mundo que registra: todo, imágenes, diálogos y recursos fílmicos deben integrarse en un grueso comentario sobre el mundo adoptando los modos de una gran lección. La solemnidad y la pesadez no suelen buenos cimientos para edificar un comentario moral, menos todavía si los personajes se transforman en meras monedas de cambio en la economía ética que diseña la película. Cuando el director no está ocupado en explicar el mundo, el relato y sus personajes logran imponerse y generar algo de interés: la existencia rústica y que llevan Kolya y su familia aparece retratada en sus pliegues menos visibles, y las arrugas del rostro curtido del padre, o la obediencia silenciosa que producen sus mandatos, acaban por generar un pequeño ecosistema de relaciones donde los vínculos parecen cambiantes y no siempre resultan nítidos: Kolya puede golpear fuertemente a su hijo en señal de castigo y volverse, solo unos segundos después, un compinche de lucha amistosa; un alto mando de la policía pasa de requerir constantes servicios en carácter de favor a revelarse como un compañero generoso de bebida y festejos; un amigo íntimo puede revelarse como el peor rival imaginable en apenas un par de escenas. Llega un momento en que el conflicto judicial con el funcionario corrupto (que trata de arrebatar ilegalmente la casa a los protagonistas) cede ante otro que venía desarrollándose en segundo plano: el drama de Lilya, la esposa que parece perdida en un mundo de hombres distantes y violentos, entre los que se cuenta su propio hijo adoptivo. Durante el picnic se la puede ver cansada de habitar ese universo masculino que doblega a las mujeres y las convierte en seres grises y apagados, o bien las modela a su semejanza (la amiga de Lilya, esposa de un policía, muestra más o menos la misma rudeza que los varones). Pero son breves los instantes en los que la historia puede sobreponerse al peso de la línea discursiva de la película: la relativa frescura que aporta el momento del picnic dura poco, ya que los personajes toman para jugar al tiro al blanco cuadros de Breznev, Gorbachov y Lenin, y lo discursivo se instala de nuevo bajo la forma de un evidente desencanto. La tesis sobre una Rusia actual injusta y dividida, dominada de hecho por poderosos que desposeen a las clases bajas, aplasta cualquier posible brillo que la cámara pudiera llegar a obtener de la observación de sus personajes. Ellos y sus acciones se vuelven un mero soporte para un comentario aleccionador en clave solemne.
EL ESQUELETO DEL NUEVO LEVIATÁN _ ¿Puedes sacar a Leviatán con un anzuelo o con una soga sujetar su lengua? ¿Te suplicará por piedad o te dirá palabras amables? Es rey sobre todos los hijos del orgullo. _ Padre Vasily le hablo como hombre común y usted me sale con estos malditos enigmas. ¿Para qué? La pregunta de Kolya queda un momento suspendida en el aire y, enseguida, el cura despliega su respuesta: “¿Has oído hablar de un hombre llamado Job?”. Entonces, la historia bíblica se encarna en el presente, en este hombre forzado a despojarse de todo y reducido a la mínima expresión, al que sólo le resta esperar la piedad de Dios. Porque el Leviatán se yergue en todo su esplendor sobre aquel fragmento desolado, incluso inhóspito, de Rusia y se refuerza en la soledad de los paisajes, en los restos de los barcos encallados en la orilla, en aquel esqueleto de mamífero. En efecto, este monstruo renace de su concepción mítica y se vuelve más aprehensible que nunca pues es el Estado en sí mismo, su corrupción y el aval de otra institución: la iglesia. El tratamiento de dichos ejes está soportado no sólo por la elección de los diálogos en tanto abuso o sentido metafórico, sino por el refuerzo constante de las imágenes. De esta manera, el director ruso Andrey Zvyagintsev (El regreso) propone en Leviathan un trabajo poético, del contraste y de la elipsis. Por ejemplo, en la escena de la citación, la jueza lee la sentencia con una rapidez que se torna insoportable y el plano general de la sala cada vez se cierre más sobre ella y su verborragia, como una simbología no sólo de la corrupción, sino también como la clausura del sistema en sí mismo. Por el contrario, los paisajes desolados y fríos funcionan como generadores de reflexión o escape como el caso de la playa adonde se refugia el hijo de Kolya para aislarse de su entorno. Kolya Sergeyev (Aleksei Serebryakov) tiene un hijo adolescente, Roma (Sergey Pokhodaev), de un matrimonio anterior. El joven no tolera a Lilya (Elena Lyadova), la nueva y joven esposa de su padre, y por eso la agrede de forma constante. Sin embargo, estas contrariedades propias de la convivencia son menores en comparación con el inconveniente que aqueja a Kolya: el alcalde Vadim (Roman Madyanov) quiere incautarle su propiedad para construir un centro de comunicaciones para la ciudad. Por tal motivo, llegará su ex amigo del ejército y ahora abogado Dmitry Selenev (Vladimir Vdovichenkov) de Moscú. Si bien Zvyagintsev presenta como historia principal el litigio entre Kolya y Vadin, es decir, entre un individuo y el aparato estatal, se desprenden una serie de micro historias que la nutren y complementan. De hecho, la más relevante es la relación entre el funcionario y un miembro de la iglesia ortodoxa. Ambos conforman un pacto silencioso, donde se privilegian las miradas, los gestos y las visitas para focalizar ese Leviatán del título. Al mismo tiempo, el director potencia el poder humano de la iglesia haciéndolo caer en su propia tentación: “Sabemos que la iglesia nos protege y nos guía- reconoce el sacerdote durante la misa-, pero la iglesia se compone de ustedes y yo”. Por otra parte, cabe destacar el uso de las elipsis en los momentos claves como la traición, la pelea o la muerte. En todos los casos, las acciones no ocurren en pantalla, sino que son sugeridas o se presentan luego las evidencias de lo acontecido. De esta forma, el director les concede a las imágenes un desdoblamiento tal que posibilita una serie de significados múltiple y poético. El Leviatán aparece como una estela fantasmagórica dispuesta a engullirse a todos y a todo; así lo hace en su renovada imagen de máquina demoledora de la modernidad. Porque, si bien Job acepta su destino, cae en la tentación de preguntarse por qué yo. Ese mismo sabor es el que deja el director con la soledad de sus paisajes y con los destinos desfavorables de algunos personajes. Como ese esqueleto de criatura que deja su vestigio de lo que alguna vez fue. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
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Una dura historia que muestra como una persona intenta luchar contra el poder del Estado en la Rusia contemporánea. Esta es una historia algo cruda donde muestra el derrumbe de una familia. Kolya (Aleksey Serebryakov) vive en un pueblito a orillas del mar de Barents, al norte de Rusia y que generalmente es visitado por ballenas. Tiene un taller de mecánica al lado de su casa donde vive con su joven esposa Lilya (Elena Lyadova) y su hijo adolescente Roma (Sergey Pokhodaev), fruto de una relación anterior. El intendente del pueblo, Vadim Shelevyat (Roman Madyanov), está decidido a apropiarse de la casa y del taller de Kolya por poco dinero debido a que tiene la intención de llevar adelante un emprendimiento inmobiliario. Vadim buscará todos los medios que estén a su alcance para lograr sus propósitos. Primero intenta comprar el terreno, pero Kolya que no está dispuesto a vender hará valer sus derechos. Todo este proceso se encuentra teñido de una gran corrupción. Desde Moscú llega un viejo amigo de Kolya, un oficial del ejército llamado Dmitriy Seleznyov (Vladimir Vdovichenkov) quien aportará varios elementos. Nos encontramos frente a distintos personajes, que expresan mucho a través de sus rostros, silencios y actitudes, existen todo tipo de problemas, una mujer agotada, un intendente impresentable, políticos mafiosos, un joven desorientado, un hombre que lucha contra el mundo, enfrentando solo el peligro. La película posee: momentos asfixiantes, amargos y de reflexión. En este film se hace una dura crítica hacia la política del Estado, que no es exclusividad de Rusia sino que puede ocurrir en cualquier país. Recordemos que esta película estuvo a punto de llevarse el Premio Oscar a la Mejor película extranjera pero finalmente fue para “Ida” (2013) película de origen polaco. Cuando se estrenó generó varias polémicas debido a los temas que toca. Cuenta con muy buena dirección, montaje y una fotografía que refleja el alma de ese hábitat y el paisaje en el cual se desarrolla la vida de los personajes, además de una buena paleta de colores y un elenco que acompaña correctamente. Toca temas interesante sobre: la corrupción, la envidia, la religión, la política y está llena de personajes pero tiene un gran problema de ritmo y los primeros minutos es demasiada lenta, además le sobran algunos minutos. El cineasta ruso Andrey Zvyagintsev (51) también dirigió “Elena” (Rusia, 2011) y “El regreso” (The return, Rusia, 2003), este es su cuarto largometraje por el cual ha recibido múltiples premios y nominaciones. Algunos de los galardones más importantes que obtuvo fueron los de: El Festival Internacional de Cine de Londres y el Globo de Oro, aparte de ser la ganadora del premio al Mejor Guión en el Festival de Cine de Cannes.
Durante un tiempo, este film ruso que narra la lucha de un hombre común contra el Estado era la candidata “cinéfila” al Oscar extranjero. Pero el film, que no carece de imágenes interesantes, es en realidad una denuncia bastante ampulosa e incluso remanida, que no hace de la morosidad una virtud sino un defecto al caer en una mezcla de discurso constante y exhibicionismo simbólico un poco simplón.
Cuando el poder se queda con todo Pueblito pesquero del norte de Rusia. En la bahía, todo es ruina. No solo el paisaje es gris y desolado. También sus habitantes y sus hogares. El de Kolla, sobre todo, ese mecánico que está a punto de perder mucho pero ignora que al final va perder todo. El corrupto alcalde necesita su terreno para construir una mansión. Y ya se sabe, cuando el poder quiere algo –sucede en las mejores familias- no espera ni necesita permiso. Kolla resiste hasta donde puede. Y puede poco. La maldad lo acecha por todos lados. Su hijo adolescente lo rechaza, su linda mujer quiere cambiar demasiadas cosas y ni la policía ni la justicia se apiadan. Tampoco la iglesia le hace lugar a su desdicha. Las ruinas de la bahía lo copian. Retrato desmoralizador que nos dice que todo sigue como en la época de los comisarios políticos. O peor. Roban todos y no hay lugar ni para la esperanza. No hay nadie ejemplar. Hasta ese abogado que viene a ayudarlo al final se le queda con lo más querido. El chantaje y el apriete son las monedas de cambio de un pueblito sin horizontes. Y las borracheras, el tedio y el suicidio son formas de escapar. El filme está bien. Es intenso. Duele y se ve con interés. Está muy cuidado visualmente y propone más de una lectura. El elenco es ajustado. Y hay algo kafkiano en ese relato fatalista de un calvario sin pausa. Kolla conmueve en su decrepitud. Un hombre que no cree en nadie, que se siente sin dios ni amigos, que se refugia en el vodka y la desazón. Su mujer encuentra en el engaño la única chance de poder dejar atrás ese presente. El filme se abre con esos deshechos y se cierra con otra imagen demoledora: la grúa viene a demoler la casa de Kolla. Su enorme bocaza de hierro es uno de los rostros de un poder que va devorando todo lo que encuentra.
La corrupción está en todos lados Cuando “Leviathan” ganó el Golden Globe enseguida saco chapa de candidata a los Oscar como Película en Idioma Extranjero. Sin embargo, peso más el arte que la política y la ganadora fue “Ida”. Es que “Leviathan” pone sobre el tapete la corrupción de los gobiernos zonales rusos. El film narra la historia de Kolia, quien vive con su mujer y el hijo de un matrimonio anterior, en una casa al norte de Rusia. El taller mecánico de la planta baja es su fuente de ingresos. Hasta que un día, el alcalde del pueblo quiere quedarse con sus terrenos. Kolia hará lo imposible por salvar lo que fue suyo desde siempre. El título del film, en referencia al filósofo inglés Thomas Hobbes, juega con la idea del estado representado como un gran monstruo que se apodera de lo que se pone delante suyo, como un estado absoluto. La película está muy bien lograda, y su fotografía es realmente excelente, lo mismo que las actuaciones.
Kolya Sergeyev (Aleksey Serebryakov), es un mecánico que vive en un pequeño pueblo costero del norte de Rusia junto a su esposa, Lilya (Elena Lyadova), y su hijo Roma (Sergey Pokhodaev), que pertenece a un matrimonio anterior. La vida aparenta ser tranquila, más allá de los roces propios de la convivencia con un adolescente que reniega de la nueva pareja de su padre, hasta que este hombre que ha dedicado su vida a construir un hogar y una familia en el lugar que lo vio crecer, ve todo su esfuerzo y su futuro amenazados por la ambición del poder. La estabilidad de Kolya peligra cuando Vadim Shelevyat (Roman Madyanov), el alcalde local, pretende comprar el terreno donde se alzan su casa y su taller a un precio irrisorio, con el objetivo de construir un centro comercial en su lugar. Gracias a sus contactos e influencias, el político obtiene un permiso municipal para llevar su proyecto adelante a pesar de la negativa del dueño, que no quiere vender ni tiene interés en el dinero. Es entonces cuando Kolya acude a un viejo amigo del servicio militar, Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), que viaja desde Moscú para darle una mano y defenderlo en el litigio, aunque su intervención acaba siendo un problema más en la vida privada de Kolya. Leviatán es una adaptación libre de la historia bíblica de Job, en la que el director Andrei Zvyagintsev muestra, por un lado, la vida de un hombre que intenta seguir los principios y valores con los que ha sido criado, incluso cuando estos lo alejan de las personas que lo rodean y en un punto, acaban por difuminarse y perder sentido. Por otro lado, aparecen los elementos más corrosivos de una sociedad, para los que priman el capital, el poder, la ambición y el avance por sobre los miembros más débiles de una cadena que, lentamente, se acaba comiendo a sí misma. Rodeados de un paisaje áspero, aislado y frío, cada uno de los personajes se va enfrentando a las versiones más crudas de sí mismos, hasta quedar solos con sus propias decisiones y, en definitiva, sus consciencias. Ayudadas por este escenario, la fotografía y la música, realizada por nada menos que Phillip Glass (responsable, entre otras bandas de sonido memorables, de The Truman Show), sumen al espectador en una desolación que ayuda al relato y al avance de esta historia dramática que, más allá de toda alegoría, vale la pena disfrutar en la pantalla grande.
Leviatán: el camino al sacrificio El origen griego de la palabra tragedia, nos enseñaron hace mucho tiempo, remite al maridaje de dos expresiones: tragodia que deviene de tragos (chivo) y oide, oda (canción). Harto sabido es que el sacrificio del chivo constituía la ceremonia central del culto a Dionisio y la oblación sagrada se acompañaba entonando una tragedia. Separar la palabra tragedia de la presencia ominosa de la muerte, como podemos inferir, sería incurrir en un desvarío semántico. La aclaración es útil para analizar Leviatán, la nueva película del director ruso Andréi Zviáguinstev, inscripta ya desde el título en la más honda tradición de los relatos trágicos. Si, tal como nos ha explicado Roland Barthes, debemos considerar, en todo relato, el proceso que va desde las señales iniciales hasta las finales para restituir el sentido estructural de los eslabones intermedios de acciones y acontecimientos propios de lo narrado, Leviatán empieza y termina con una pérdida. El relato se abre con un perjuicio material, el embargo efectivo y afectivo de la casa de Kolya, y culmina con la privación de su libertad para ser recluido injustamente en el infierno más temido: la cárcel. Entre uno y otro extremo la vida de Kolya, como es previsible, se desmorona sistemáticamente haciéndolo caer en el lazo que lo llevará al “altar” donde lo espera el hacha del sacrificio. Toda tragedia constituye un transcurso degradante. El camino al sacrificio es un sumario de pruebas y derrotas regidas por la lógica del quebranto. La falla moral del héroe determina, invariablemente, la fuerza de impacto del castigo y también su orientación. El orgullo de Kolya propicia su debilidad arrastrándolo al naufragio. “¡Construí este lugar con mis propias manos!”, grita cuando es inminente la pérdida de su propiedad al tiempo que reivindica la añorada tradición de sus ancestros: “aquí está toda mi vida”, repite frente a la mirada técnica de Dima, el amigo artero que cae en la tentación y muerde la manzana que le tiende Lylia, la esposa de Kolya, para invitarlo a rodar hasta la apostasía. El orgullo de Kolya volverá más sórdida cada fase del declive porque, como hubiera dicho Pascal: lo que más me asombra es ver que no todo el mundo está asombrado de su flaqueza. Kolya parece eximido de ese asombro, los venenos de la alienación han comenzado a minar la ostentación de su fuerza. Sabido es que el ofuscamiento es la sustancia obligada del orgullo. Cuanto más rígido es el sustrato del orgullo más fácilmente se quiebra. Vadim, el brutal antagonista de Kolya, funda su orgullo no en férreos preceptos morales -como hace su obstinada víctima- sino en la corrupción embriagadora del poder. El aliado más peligroso del alcalde es un sacerdote que le inflama la conciencia apelando a la rancia quimera de un mesianismo decadente. “Todo poder viene de Dios. Mientras él así lo desee no tienes nada de qué preocuparte” le dice el vicario para fortalecer su ánimo. Vadim repregunta ¿y él lo desea? Vivir pendiente del deseo inasequible del buen Dios no le impide pasar por alto sus mandamientos, especialmente aquél que dice: No codiciarás la casa de tu prójimo… El sermón en torno a la verdad pronunciado por el sacerdote a la vez que diluye toda pretensión de justicia, clausura el relato con la sensación, siempre latente, de que el poder es aliado irremediable de la impunidad. El fin justifica los medios para Vadim y para cumplir su “misión” no dudará en traicionar otro mandamiento: No hablarás contra tu prójimo incurriendo en falso testimonio. Expuesta la presencia de Dios en el centro del relato, no tardará en aparecer entrelazado al hilo simbólico -recurriendo una vez más a Roland Barthes- la parábola de Job. Si recurrimos a la etimología hebrea del nombre Job descubriremos que su significado es perseguido. Kolya -a diferencia de Job- prefiere dar la espalda a la fe religiosa. El coloquio circunstancial que mantiene con un sacerdote deja al descubierto sus reservas en relación a la devoción cristiana y sus preceptos. Sin embargo, presiente que ha sido castigado por una fuerza superior (en toda tragedia la verdadera adversidad es consecuencia de la ira de los dioses). La historia es conocida: Satanás -con la anuencia de Dios- somete a Job a un repertorio de iniquidades con la única condición de no poner en riesgo su vida. La impiadosa obra del demonio lo aprieta sin ahorcarlo. El desdichado profeta se queja ante los amigos que procuran consolarlo de sus males pero, con cada acto de protesta, los aumenta. El final feliz del relato bíblico, es decir, la restitución de lo perdido, en la película de Andréi Zviáguitsev no sucede. Como suele ocurrir en toda tragedia, las fuerzas que se abaten sobre el carnero desvalido parecen llegar desde una dimensión inabarcable. Leviatán no es la excepción. El relato además de centrarse en la rodada de Kolya -pierde casa, amigo, mujer y libertad- retrata un sistema de prebendas, mafia y corrupción en el que se mezcla la burocracia política y la anuencia velada de los altos mandos de la iglesia. La distribución internacional de Leviatán y los reconocimientos conquistados -ganó el premio a la mejor película en el Festival de Cine de la India, compitió por la Palma de Oro en Cannes y obtuvo el Globo de Oro, además de haber sido nominada para el Oscar- provocó un profundo malestar, al parecer, en la comunidad política rusa ligada a la gestión del presidente Putin. El ministro de cultura, Vladimir Medinski, acusó a Zviáguintsev de distorsionar la imagen política de Rusia para mostrarla tal como esperan verla en los países enemigos del régimen de Putin. Más allá de estos detalles y retomando el hilo simbólico del análisis, la presencia del mar se torna imperceptiblemente amenazante hasta que llega al límite de la tensión en el momento en que Lylia -la pareja de Kolya- observa el llamado trágico del gran pez enrollado que da nombre a la película. Ella que, no casualmente se gana la vida limpiando pescados en una fábrica, siente el llamado de la bestia, su invitación oculta. Leviatán, según algunos enfoques, representa la fuerza que agita el mundo. La desaparición de Lylia acaso nos recuerde a otra fase de la leyenda del gran monstruo marino -siempre hilando lo simbólico- presentada en el Génesis: según el relato bíblico Dios mató a la hembra ligada a Leviatán para evitar que procrearan y así limitar su fuerza. La película de Zviáguintsev está concebida en forma de espiral, como el movimiento de la gran serpiente marina que enrolla a su presa hasta sofocarla.
Desventuras de un perdedor Andrey Zvyagintsev retoma la tan característica tradición narrativa rusa a través de su película “Leviathan”, el cuarto largometraje en su haber, y que ha tenido gran repercusión en festivales, compitiendo incluso por el Oscar a la mejor película extranjera. Con una mirada muy propia, de tinte realista-costumbrista, relata la historia de un caso que ocurre en la actualidad en una población del noroeste de Rusia junto a las costas del mar de Barents. La película comienza con un plano fijo, desde cierta altura, que muestra el oleaje agitado del mar sobre la costa escarpada, con imágenes en distintos tonos de un gris plomizo y de fondo, una música de cuerdas con matices dramáticos, preparando desde el comienzo el espíritu del espectador, anticipando que lo que se va a narrar será sombrío y probablemente trágico. Despojado de todo artificio, el relato cuenta las vicisitudes de un trabajador de mediana edad en un poblado que está sufriendo una transformación, producto de la llegada del capitalismo y el cambio en las reglas de juego de los nuevos tiempos que se viven en Rusia. En ese marco, los mejor posicionados son los burócratas y políticos corruptos que se “prenden” en cuanto negocio aparezca, aun a costa de sacrificar a algunos sectores de la población, que van quedando afuera y no consiguen reconvertirse. Es lo que le sucede a Kolya, un mecánico de autos, que vive en una casa muy bien ubicada en la costa, heredada de su familia paterna. El hombre está casado en segundas nupcias con una mujer más joven y muy bella, Lilya, y tiene un hijo adolescente de su matrimonio anterior. Él con su taller y ella trabajando en una planta procesadora de pescado llevan una vida tranquila hasta que el Estado decide expropiar su casa y su amplio terreno con el propósito de realizar allí un ambicioso proyecto inmobiliario. Para lidiar con el asunto, Kolya ha reclamado la ayuda de un amigo de la infancia, Dmitri, que actualmente vive en Moscú, y se dedica a la abogacía. Dmitri embarca a Kolya en una serie de trámites jurídicos que finalmente no logran quebrar el rígido frente político-burocrático-judicial corrupto, encarnado principalmente por el alcalde, Vadim, un hombre sin escrúpulos que está decidido a arrasar con Kolya, casi como si se tratara de una inquina personal. Con un tono dramático pero con matices que rozan lo satírico, Zvyagintsev muestra una situación en la que el protagonista ve cómo su mundo privado, su presente, su pasado y su futuro van desapareciendo de un modo violento, quedándose sin chances y sin posibilidades de tener una buena defensa de sus intereses ni de reacomodarse a los nuevos tiempos. Lo que le sucede a Kolya no es muy diferente de lo que le puede suceder a cualquier persona en cualquier otro lugar del mundo, en donde el capitalismo salvaje tiende sus tentáculos cambiando la fisonomía y condicionando la vida de los pueblos, con sus secuelas que se ven en el desplazamiento de personas hacia una marginalidad inevitable, el resquebrajamiento de los antiguos vínculos e incluso la destrucción de algunas familias. Kolya encarna la figura del antihéroe al que le pasan todas, cumpliéndose en él aquel axioma que dice que cuando se está en las malas, no hay palenque donde rascarse y todo se vuelve en contra. La virtud de Zvyagintsev no radica tanto en la originalidad de la historia sino en el modo de contarla, en donde los personajes involucrados están tratados con rasgos caricaturescos, que alivian un poco la densidad del drama, aunque es implacable y crudo para describir la situación, apelando también a elementos simbólicos, fundamentalmente la historia de Job en la Biblia que da título al film. “Leviathan” intenta ser una especie de radiografía sociológica de la Rusia actual, con una mirada crítica al régimen de Putin (que ha reaccionado públicamente en contra de la película y de su realizador) y sus efectos sobre la vida de la gente común, desencantada con este presente pero también cansada de sucesivas frustraciones representadas por todos los anteriores gobernantes, quienes la han defraudado cada uno a su turno y a su manera. Insatisfacción que muchos sufren y de la que algunos se aprovechan pero que todos ahogan con la ingesta de litros y litros de vodka, sin excepción. Mientras, el mar, indiferente, sigue lamiendo con su oleaje agitado las costas del territorio común.
En“Leviathan”, Andrey Zvyagintsev, consigue exponer de modo profundo los valores del espíritu ruso. Pero Zvyagintsev al mismo tiempo reflexiona sobre un tema supranacional y “universal”, lo que le ha permitido ganar importantes premios, entre ellos ser nominada al Premios Oscar y ser ganadora como Mejor película de habla no inglesa en los Globo de Oro, Mejor película de habla no inglesa,premios BAFTA, Mejor fotografía Festival de Sevilla. El productor Alexander Rodniansky, hizo hincapié que la película contaba con el apoyo del Ministerio de Cultura y el Fondo Cinematográfico de Rusia. Su Globo de Oro es el primero que recibe una película rusa desde hace casi medio siglo (el anterior lo recibió la película “Guerra y paz” (1966) de Serguéi Bondarchuk). Lo interesante de “Leviathan”es que no se trata de una obra de género o de época, sino de un drama de autor basado en la vida de una provincia rusa, en el lejano Ártico, en donde la falta de cultura, la pobreza de espíritu, la rutina y el paisaje desolado obligan a sus habitantes a vivir sin esperanza. La diversión tanto de jóvenes y adultos es beber, unos en una iglesia abandonada alrededor del fuego, y los otros en sus casas, bares y picnics. Su argumento trata sobre la confrontación entre un simple mecánico de automóviles, Kolya (Aleksey Serebryakov), y Vadim(Roman Madianov), el alcaldede la pequeña ciudad de Teriberka, a orillas del mar de Barents, que en su afán empresarial, con el fin de enriquecerse bajo cualquier circunstancia, invade la casa y las tierras del protagonista. Los escasos aliados del personaje son: Liya (ElenaLyadova), su esposa, Roma (Sergev Pokhodaev), su hijo menor de edad, Dmitri (Vladimir Vdovitchenkov), un amigo y compañero de arnas que llega desde Moscú, abogado de profesión. Pero este relato, Zvyagintsev, no lo toma de historias de la propia Rusia sino de la vida de un soldador americano, Marvin Himeyera, cuya casa y local querían ser comprados a precio vil por una fábrica de cemento. Marvin se encerró en una de las excavadoras de la cementera y desde allí destruyó el edificio de la fábrica y varios más, luego se suicidó. La idea original del director era hacer éste filme en Estados Unidos, pero luego de leer el cuento “Michel Kohlhass” de Henrich von Kleist, con argumento similar, se dio cuenta que debía cambiar el escenario ya que el tema tenía que ver con la motivación eterna de la relación poder-corrupción, y ésta no es propia de un país sino del mundo entero. Zvyagintsev es un hombre de cultura y sabe que el argumento de la rebelión de un hombre contra el Estado está estrechamente ligado a la historia de la literatura universal, comenzando por la Biblia, pasando por “Tito Andrónico” de Shakespeare, “Los miserables” de Victor Hugo, “El jefe de estación” de Pushkin, “El capote” de Gógol, “Pobres gentes” o “Los demonios” de Dostoievski, “Lady Macbeth” de Mtsensk de Leskov, “Retrato de un hombre desconocido” y “El jardín de los cerezos” de Anton Chejov. A los que se le podría agregar algunos escritores de nuestra literatura latinoamericana: “El gaucho Martín Fierro” de José Hernández, “Casa tomada” de Julio Cortázar, “El recurso del método” de Alejo Carpentier, “Yo el supremo” de Augusto Roa Bastos, “El señor presidente” de Miguel Ángel Asturias. El “Leviathan” del realizador ruso contiene en apretada síntesis todos los elementos de estas novelas u obras , y a menudo asociada con el Diablo, muy presente en la religión católica y judía, y uno de los principales conflictos de la cultura universal: el conflicto ente Dios y el Diablo por el alma del hombre. A su vez posee, también, otra acepción muy interesante desde el punto de vista político, expresada por el filósofo Thomas Hobbes, en 1651, en su ensayo “Leviathan” (Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common Wealth Wealth Ecclesiasticall and Civil), construye una teoría sobre el Estado, monstruo, depredador y absolutista. La imagen de un esqueleto de ballena en el “Leviathan” de Andréy Zvyagintsev, alude al “Leviathan” de Hobbes, al presentar al Estado como un monstruo que devora a los individuos y predice el inevitable triunfo de los poderosos y corruptos, en un entorno que entremezcla ruinas de la ex Unión Soviética con un cementerio de barcos. En una entrevista Zvyagintsev se refiere a ese tema y dice: “Nosotros vivimos en un sistema feudal cuando todo se encuentra en manos de una persona”. En una conversación con Joaquín Soler Serrano, Octavio Paz explicó que “el gran criminal del siglo XX es el Estado”, al que Alonso Díaz de la Vega agrega: “El Estado fue el primer signo de civilización humana. De ciudad de Dios a ciudad del Capital, la historia de esta organización ha sido la del dominio en el nombre de un concepto: la divinidad de los reyes, el carisma de los dictadores, el dinero de los capitalistas. El Estado implica un orden, pero también una injusticia primaria: la del mando. El liderazgo es inevitable en cualquier organización animal, pero el de los hombres se caracteriza por una dotación de sentidos que conlleva deseo y corrupción”. Si para Engels la propiedad privada es el principio de la civilización, para Zvyagintsev esa propiedad privada está en crisis en esta civilización, porque puede provocar la destrucción del individuo y su entorno, porque el “hombre como lobo del hombre” en toda la historia de la humanidad no escatimó los recursos para apropiarse de lo ajeno. Está conformó un mundo en el cual la justicia es un anhelo, y la institucionalidad una absurda aspiración que constantemente es contrariada por la realidad. El universo en el que habitan estos personajes (seguramente también miles de hombres en el mundo) es de rapiña donde sobrevive el rufián, y el hombre común tiene una existencia sometida, a la que se encuentra atrapado sin ninguna salida. Por eso la película se realiza en un área donde la belleza, fría y siniestra de la naturaleza domina al hombre, donde se siente (y muy bien transmite el operador de cámara Krichman) el poder primigenio de la naturaleza, inevitable e indiferente. Un pueblo donde los restos podridos de barcos y esqueletos de algunas ballenas, además de la grande con la que arranca y finaliza el filme, ensucian el paisaje. Para rodarla no hubo que hacer ningún decorado: los cascos de las casas, las iglesias y los barcos son imágenes reales. En Andrey Zvyagintsev existen nexos comunes entre su primera y última realización: todas giran alrededor de núcleos familiares disfuncionales cuyos miembros sufren un fuerte desarraigo emocional. Pero mientras en “Vozvrashchenie/The return” (“El regreso· (2003) el drama giraba sobre la relación de un padre con sus dos hijos, después de su salida de la cárcel y la imposibilidad de recuperar el afecto de los mismos; en “Izgnanie / The Banishment” (“El destierro o exilio”, 2007) los protagonistas viven un autoexilio en donde todo irá derrumbándose cada vez más, a raíz de que la esposa de Alex le dice que espera un hijo que no es suyo, allí se produce otro exilio dentro del exilio, para lo cual se vale el director del paisaje desolado que rodea esa casa familiar. En “#1045;#1083;#1077;#1085;#1072;” (“Elena, (2012) la historia se organiza alrededor de una madre que se debe por completo a su hijo y nieto, pese a saber que no espera nada bueno de ellos. La línea de efecto hacia el espectador es una fotografía sucia e interpretaciones gélidas, sobre un sórdido drama de enfrentamientos familiares que apabullan con sus miserias. En “Leviathan”, otra vez confronta al espectador con la sordidez y un estilo despojado a lo Robert Bresson, distante y extraño, cuyo relato es una oscura existencia sin horizonte. Una reflexión que no muestra alternativas, pero que invita a meditar sobre ellas. Es la trayectoria de un héroe absurdo que se convierte en trágico porque vive en una época dominada por la falta de fe, oprimido por las circunstancias y angustiado por una existencia vacía. “El absurdo nace”, decía Camus, de la “confrontación entre la necesidad humana (felicidad y razón) y el silencio irrazonable del mundo”. Y afirmó que su propósito al examinar el absurdo era: “arrojar luz sobre el paso dado por la mente a partir de una filosofía de la falta de sentido del mundo”. En “Leviathan”, Kolya es un héroe trágico-absurdo porque lucha contra una sociedad corrupta y se afirma en su negativa de someter su ética a las presiones chantajistas de un gobierno mafioso. En realidad Kolya se opone también al orden moral del universo. Para Camus, el absurdo comienza con un imprevisto choque de reconocimiento (como en “El extranjero”) que revela al mundo como un lugar inhóspito, “súbitamente despojado de ilusiones y luces”. Kolya siente el mismo choque cuando se enfrenta a la justicia y los funcionarios corruptos. A partir de ese momento de reconocimiento se derrumba su escenario de estabilidad y comienza su caída. Ese quiebre o caída es en sí misma una afirmación del “logos universo”, es el hecho de que el mundo está regido por “razones irracionales” y sujeto a las leyes de causa y efecto. “Leviathan” es un filme que articula con delicadeza de orfebre una descripción morosa de: personajes y situaciones bajo esa tenue luz nórdica, paisajes áridos y desolados, rodeados por un mar embravecido. Y por otra parte es un fresco de funcionarios corruptos y advenedizos, bendecidos por una iglesia que apoya a los ricos y olvida a los pobres (bella escena del batiuska (padrecito) comprando pan y reflexionando sobre la existencia de Dios con Kolya, al que considera como víctima de una maldición por no ir a la iglesia a rezar. El realizador instala a los personajes en un ambiente que los condiciona y asfixia, los aproxima a su destino, y los condena. Con ingenio, mediante este tratamiento, descubre capa a capa la vida cotidiana de ese miserable pueblo del norte de Rusia, en el que todos sus habitantes viven de la industria pesquera (Liya que sale de su casa antes del amanecer, viajando a diario en el autobús con sus compañeras, entablando conversaciones vacías, con la mirada perdida, como una necesidad de fuga, entre las máquinas que trozan pescado), y cuya única diversión es ir a beber vodka hasta perder el sentido y practicar tiro sobre botellas o retratos que el policía de tráfico saca de los sótanos de su oficina: Lenin, Brefnev, Gorbachov, un Stalin cabeza abajo, pero salvan de las balas a Yeltsinporque fue un presidente inexistente. Secuencia muy significativa sobre el desprecio a los próceres del deshecho imperio soviético. En ese instante se comprende que no hay salida para estos personajes, todos ellos son perdedores. El poder, y sus leyes (la lectura apresurada de las sentencia por parte de la jueza como si fueran un moderno anuncio publicitario) los condiciona. La banda sonora es otro de los elementos importantes de este filme, en donde según explicó Zvyagintsev en una entrevista “se entremezclan para las escenas de abandono y soledad partes de la ópera “Akenatón” de Philip Glass, con otras cuyos registros pertenecen a la música popular que suena en todas las tabernas y pequeños restaurantes: “Central de Vladímir” y “Chamán citadino” de Mijail Krug, “Una vida perdida”, de Liubov Uspienskaia, “¡Oh Dios que hombre!” de Natalia”. Tampoco dejó de lado al grupo punk de las Pussy Riot (condenadas por la iglesia y puestas en presión por el gobierno, hace unos años) al hacer aparecer el nombre del grupo brevemente en el televisor y luego son mencionadas por el Patriarca en su prédica. Otra de las características en la cinta de Zvyagintsev (perteneciente al grupo de cineastas denominados metafísicos como Tarkovski o Sókurov) es que sin hacer política, indirectamente, de manera ecuánime, ataca a la iglesia de los poderosos, pero la defiende con la de los pobres. Golpea al gobierno con los corruptos, pero lo salva cuando al alcalde le grita a su Esencialmente lo que preocupa a Zvyagintsev es la corrupción y la impunidad de ciertos funcionarios, algo con lo que también Putin debe luchar. Por eso lo presenta en dos ocasiones, una desde la pantalla del televisor y otra en un retrato colgado en la oficina del alcalde. En síntesis, la obra es una maravillosa creación a base de planos fijos, cargados de simbolismo, con diálogos realistas, una cierta dosis de humor negro, en donde la pala de la excavadora irrumpe de pronto ante los ojos del espectador, en un giro espectacular del filme, como un enorme monstruo cuyas fauces devoran todo lo que encuentra en la vivienda, en la que todavía hay muebles, vasos y restos de comida sobre la mesa, dando zarpazos a derecha e izquierda (tal vez también haya sido para Zvyagintsev un mensaje hacia ambos lados políticos). Esa es quizás la imagen más dolorosa de la película y en la que el espectador se coloca al lado del paciente Kolya, quien como Job sufre todos los males que le envía Satanás, por no doblegarse a su deseo. Zvyagintsev, dio varias vueltas de tuerca a su filme entre ellas el comienzo y el final que lo va construyendo segmento a segmento. En el principio Kokya pierde su casa, pero en el final su libertad, y no sólo eso: a su mujer que la matan, su hijo que va a parar a un orfanato y a su amigo que debe huir porque sino también era hombre muerto. Todo el filme es una alegoría de una vida que agoniza por falta de oxigeno y una metáfora de una próxima fatalidad, representada por un barril rojo que flota sobre el mar. Curiosamente este esquema es semejante a las películas de R.W. Fassbinder: “La ley del más fuerte” (“Faustrecht der Freiheit”, 1974), o “La ansiedad de Verónika Voss” (“Die Sehnsucht der Veronika1”, 1982), en la que se muestra la cara más turbia del milagro alemán. Es una realización cuyas imágenes, muy bellas, nos remite a un mundo sin amor, sin compasión, que analiza la reacción humana frente a la adversidad que lo sobrepasa, en el cual se lee como una sentencia de la civilización, que es imposible confrontar a los Todopoderosos.
La colosal ausencia de humanidad El Leviatán es un monstruo marino presente en las cosmovisiones cristiana y hebrea, a veces descrito como una serpiente de mar, a veces como un cocodrilo gigante. Asociado con Satanás, se habla de una criatura nefasta de una capacidad destructiva ilimitada, terror de los mares y de las costas. Pero en esta película el monstruo está muerto, la imagen de una gran osamenta encayada en las costas del Mar Báltico puede sugerir la idea de que en la Rusia de hoy la bestia ha sido sustituída por otra, mucho más terrible. Luego de los últimos estertores del "norte" comunista, la administración rusa se convierte en una administración sombría, un coloso expropiador que, en su insidiosa red de contactos políticos, policiales, judiciales y religiosos, se vuelve incuestionable, imbatible. Cuando los protagonistas, trabajadores caídos en desgracia pero con una dignidad íntegra entran en la mira del monstruo, la batalla a librar supondrá una osadía mayúscula; una cruzada difícil de sostener, a pesar de que un abogado, amigo íntimo del protagonista, posea un grueso legajo de pruebas que jueguen a su favor. El más sorprendido en esta contienda es un representante del ayuntamiento, un corrupto bien contactado que, cual niño caprichoso, se vincula mediante amenazas y no tolera los enfrentamientos. Este personaje encarnará brillantemente un poder absurdo, chapucero y patético, que no por ello deja de ser devastador. Los grandes directores del cine social saben presentar ficciones cuyos puntos de contacto con la realidad, no sólo en su puesta en escena y en su ambientación resultan verosímiles, sino que además contrabandean sutilmente datos conocidos por todos, sea porque representan problemas coyunturales y globales o porque oímos sus resonancias en las noticias. Aquí la existencia de un poder imbatible, el capitalismo salvaje embanderado del "progreso", supone el desastre para quienes corren con la desgracia de entrar en su camino. Con una impronta austera que recuerda a la de los realizadores rumanos, con conflictos rutinarios, lecturas de actas públicas, cierto humor solapado y tomas largas y reposadas, se refuerza la idea de que somos testigos de un auténtico retazo de vida, una realidad irrefutable. La mirada del gran director ruso Andrey Zvyagintsev (El regreso, Elena), libre de retóricas simples y músicas dramáticas se vuelve terrible en su ascetismo y alcanza un auténtico clímax (siguen spoilers) cuando una pala mecánica irrumpe en la quietud del hogar que el mismo protagonista construyó: la falta de respeto última, la violación más infame a la intimidad, la inhumanidad llevada hasta límites insospechados. En su simpleza pero con una gran profundidad conceptual, esta superficie realista, nítida y calma, en las que los parajes gélidos y desolados y un vacío sepulcral sustituyen la presencia humana, vuelve inolvidable la sucesión de imágenes, como si se tratara de un mal sueño o, directamente, de una pesadilla.
El realizador ruso Andrey Zvyagintsev entregó su cuarto largometraje el año pasado, Leviathán, un drama pesado en el que nada es fácil: ni el guión, ni sus personajes, ni la geografía que se muestra, ni el alfabeto que vemos en los créditos, que parecen todos una mezcla de títulos de canciones de Sigur Rós con imaginería bíblica. Son dos horas y veinte minutos que no se pasan rápido, en los que el personaje protagonista va cambiando a medida que nuevos secretos salen a la luz. Un guión con un ritmo perfectamente logrado que fue premiado en la última entrega de Cannes, además de haber ganado en la categoría Mejor Película Extranjera de los Golden Globes y de perder frente a Ida en la homónima de los Oscar. Una derrota con dignidad pero no por eso menos amarga. Todo sucede en un pequeño pueblo costero de ese vasto país que es Rusia, entre la inmensidad, las temperaturas amenazantes y la blancura de la nieve y del vodka. A Kolya le van a demoler la casa y no tiene mejor idea que recurrir a un viejo amigo de la infancia que devino en abogado, pero que vive en Moscú, para enfrentar judicialmente al Estado. Con la llegada de Dmitry al pueblo no solo es la casa la que corre peligro de ser demolida, sino también la familia de Kolya. Y el mismo Kolya que no puede resolver su problema con la bebida. El estereotipo ruso es real. Los últimos 40 minutos de la película son magistrales, generando la incomodidad propia de las obras maestras porque, además de un guión con mucha fuerza, vemos emotivas interpretaciones (sobre todo la del niño Roma, que nadie piensa en él hasta este último tramo) y una delicada fotografía, de primeros y cortos planos porque un plano general podría resultar redundante: no hay nada. A través de un parabrisas vemos el desenlace que podría haber terminado con todo, pero que da lugar a la verdadera demolición. En la vasta Rusia tampoco hay justicia pero sobran emociones.