La directora Victoria Galardi, responsable de Amorosa Soledad y Cero Bayo, regresa con una comedia dramática –coproducción entre Argentina y España- que a pesar de tocar temas atrayentes y de tener un gran elenco, no deja de sentirse desaprovechada y aburrida. La fiesta que no fue Ana es una actriz española que vive desde hace ocho años en Argentina. Lucía, su mejor amiga, está divorciada de Bruno, con quien tiene una hija, Abi. Mientras Lucia y su nueva pareja hacen un pequeño viaje, Ana acepta cuidarle la casa. Cuando Bruno pasa a buscar a Abi para llevarla a su casa, se reencontrará con Ana, a quien no ve desde hace dos años. Allí nacerá (¿o renacerá?) entre ellos una atracción que dará paso a un intenso romance. Pero la culpa y la mentira, aparte del miedo de perder a Lucia, hacen estragos en Ana, quien deberá contarle tarde o temprano a su mejor amiga lo que está ocurriendo. Nunca asistas a este tipo de fiestas Salí indignado con lo que había visto en la proyección de Pensé que iba a haber fiesta. Pero más indignado quedé mientras leía al respecto y descubrí que la realizadora detrás del mismo era Victoria Galardi, quien anteriormente había dirigido el buen film Cerro Bayo y, según mi humilde opinión, una de las mejores películas Argentinas de los últimos años: Amorosa Soledad. Esta indagación se debió a dos cosas en particular, la primera y principal es a la calidad del film (sobre el cual voy a comenzar a hablar más detalladamente en breve), pero la segunda es que pensé que Pensé (valga la redundancia) que iba a haber fiesta era obra de un director primerizo, ya que comete todos y cada uno de los errores que se suelen ver en las operas primas de ciertos cineastas argentinos. Recuerdo hace muchos años, cuando yo era tan solo un purrete, haber visto un poster en la calle. No recuerdo muy bien qué película era, pero le dije a mi viejo que caminaba conmigo que quería ir a ver esa película. Mi viejo, un consumidor ocasional de cine Hollywoodense, lo inspecciona y con un gesto de desaprobación dice las palabras: “No, es argentina”. Esas palabras se quedaron conmigo y a lo largo de los años las escuche una y otra vez y siempre de la boca de distintas personas. Con el tiempo descubrí lo que quieren decir con “es argentina”. El espectador promedio, el tipo que labura todo el día y quiere escaparse un rato al cine y divertirse, usa el término “es argentina” para definir a un film nacional aburrido, pretencioso y en el que “no pasa nada”. Si mi viejo hubiera ido a ver, de mera casualidad, Pensé que iba a haber fiesta, cuando alguien le preguntara que tal estuvo le película diría: “yyyy… es argentina”. Desde el comienzo del nuevo (ya viejo) cine nacional, muchas cosas cambiaron. Películas como Nueve Reinas, El Secreto de sus Ojos o incluso Amorosa Soledad de la misma Galardi hicieron que tipos como viejo ya no tengan el mismo derecho a decir con total impunidad: “es argentina”. Pero por desgracia, con Pensé que iba a haber fiesta tengo que darle la derecha a mi viejo. Pensé que iba a haber fiesta es una película para pocos, que (sacando que sea vista en otro circuito) no justifica el valor de una entrada al cine al precio que se encuentra hoy. El cine nacional es también una industria, donde hay trabajadores y es necesario que alguien lo consuma para que puedan subsistir, pero con films así estamos retrocediendo casilleros. Ojo, con esto no quiero decir que toda película nacional deba ser de género y deba atraer al espectador promedio. Simplemente me estoy limitando a lo que se ve en Pensé que iba a haber fiesta, un film con un presupuesto más que decente que no se decide a qué tipo de espectador quiere atraer. El principal problema de Pensé que iba a haber fiesta está en su guión, que pareciera escaparle al conflicto. Si bien la historia no derrocha originalidad, los temas que pretende tocar Galardi deberían ser lo suficientemente interesantes para engancharse durante una hora y media. Pero no es el caso. Mientras uno ve la película da la sensación de que Galardi está más preocupada en poner música de onda y dejar que el personaje de Ana baile en pantalla durante varios minutos antes que profundizas en el romance que hay entre ella y Bruno, por ejemplo. El film se siente como una gran planicie, casi nada de lo que ofrece logra moverle un pelo al espectador, hasta que llega el final. Cuando Galardi recuerda que tiene un interesante conflicto entre manos nos entrega unas pequeñas migajas y luego viene la famosa pantalla a negro, corren los títulos, fin. Si Galardi en esta ocasión intentó hacer un film más intimista, lamentablemente no le funcionó. Grandes directores intentaron hacer este tipo de cine y mordieron el polvo. Intimista no es simplemente dos o tres locaciones y dos o tres actores en escena. Ese cine requiere de un importante trabajo desde la dirección de actores y un guion lo suficientemente fuerte para mantenerlo, cosas que aquí faltan. Sin ir más lejos hubo buenos ejemplos de cine intimista bien hecho en el último BAFICI, como Hawaii de Marco Berger. Pero en Pensé que iba a haber fiesta el personaje de Ana no transmite absolutamente nada, el guión no nos dice absolutamente nada tampoco, no pasan demasiados minutos antes de que el espectador comience a aburrirse y que le importe poco y nada el destino de Ana, Bruno o Lucia. Cabe destacar también la poca (o nula) química que hay entre las actrices Elena Anaya y Valeria Bertuccelli, quienes deberían estar interpretando a mejor amigas pero que nunca logran mostrar una relación mínimamente convincente. A pesar de todas las fallas hay varias cosas para rescatar del film y de Galardi. Primero y principal es que cuando la película quiere ser graciosa, es graciosa. Galardi (como se vio en Amorosa Soledad) tiene una buena habilidad para la comedia y hasta logra que la película se ría de sí misma, pero lamentablemente estos momentos no son demasiados. Todo el elenco en general entrega buenas actuaciones y hacen lo mejor que pueden con lo poco que tienen. Técnicamente la película está impecable, con un excelente trabajo de sonido y de fotografía. Conclusión Pensé que iba a haber fiesta es el tipo de película que le da mala fama al cine nacional. Es pretenciosa y aburrida y pareciera tener miedo de entrar en detalle cuando surgen los conflictos. Si bien técnica y actoralmente está bien, a nivel guión dice poco y nada, con personajes intrascendentes que aparecen y desaparecen en pantalla sin que nos importe su destino. De más está decir que no recomiendo el film y no es una película por la cual pagaría para ver, aun así espero con ganas el nuevo proyecto de Galardi ya que una directora capaz de darnos algo mucho mejor de lo que se vio aquí.
Amigas ¿por siempre? En un cine argentino pletórico -por suerte- de guionistas y directoras con talento, Victoria Galardi surgió como una rara avis por su ductilidad y timing para el manejo de la comedia (sea romántica, dramática, intimista o coral) en sus dos primeros largometrajes: Amorosa Soledad y Cerro Bayo. No es que sea la única mujer que viene incursionando en la materia en el ámbito local (Ana Katz resulta una referencia insoslayable), pero tampoco es habitual encontrarse con una autora que domine con tanta naturalidad la puesta en escena, los diálogos y la dirección de actores. En su tercera película, Galardi trabaja con uno de esos concepto que tanto gustan a los expertos en marketing: “¿Qué harías si tu mejor amiga se enamora de tu ex?”. El principal problema que se percibe al ver Pensé que iba a haber fiesta es una suerte de tironeo entre una película que quiere y no quiere (o no se anima del todo a) ser masiva, popular, arquetípica, industrial (agréguenle los adjetivos que más le gusten en este terreno). Por un lado, Galardi escatima -incluso en la resolución- elementos, situaciones y explicaciones propios de la comedia comercial más atada a la fórmula y las convenciones. Es como si la guionista/directora necesitara sostener su “independencia” y jugar en los campos del cine “adulto”. Sin embargo, cuando el film parece concentrarse en las contradicciones entre las dos protagonistas (y en sus relaciones con los hombres) surgen los editados cliperos con música cool o la larga escena de Elena Anaya (la hermosa actriz de La piel que habito, de Pedro Almodóvar) bailando sola. Los contrastes son marcados, quizá demasiado abruptos, y la narración pierde en ese pendular parte de su solidez, su fluidez y su convicción. El planteo básico es el siguiente: Lucía (Valeria Bertuccelli) está divorciada de Ricki (Fernán Mirás), el padre de su hija adolescente Abi, desde hace ya más de tres años. Ella tiene una nueva pareja (Esteban Bigliardi) con quien está a punto de irse a pasar unos días a Uruguay, después de Navidad y antes de Año Nuevo. Lucía invita a su gran amiga Ana (Anaya), una actriz española radicada en Buenos Aires hace ocho años, para que se quede a disfrutar del verano en su casa con pileta. Al poco tiempo, Ricki llega temprano a buscar a Abi y la “onda” previa se transforma en torbellino, en apasionado romance. Hasta aquí lo que puede (y debe) contarse. Película sobre la amistad, la lealtad y la “traición” entre mujeres, sobre secretos, mentiras y culpas, Pensé que iba a haber fiesta funciona mejor cuando Galardi se sumerge en la intimidad de las dos protagonistas (se extrañan más escenas que exploren sus códigos) que cuando se abre hacia otras situaciones (la fiesta de Año Nuevo, la preocupación por el consumo de cocaína de uno de los personajes, las distintas apariciones de Esteban Lamothe como un jardinero) Aclaro: no es que el contexto, las actuaciones o las subtramas estén mal (la directora tiene la ya apuntada habilidad como para crear y sostener todos los climas), pero la tensión se diluye un poco y la estructura se siente un poco forzada. Aunque para mí ni Galardi ni esa gran intérprete que es Bertuccelli alcanzan el nivel de sus mejores trabajos, Pensé que iba a haber fiesta no deja de ser un film atractivo en su propuesta y elegante (y seductor) en su concreción (todos los rubros técnicos son impecables). Si uno le exige al film no es porque le falte (o falle) tanto, sino porque las talentosas artistas aquí reunidas están en condiciones de darnos todavía más.
Pensé que iba a haber una buena película Lucía y Ana son amigas. Ana ha sido invitada por Lucía para cuidarle la casa por unos días en los que ella estará ausente. Lucía tiene una hija adolescente fruto de un matrimonio anterior con un hombre llamado Ricky con el cual tiene una muy mala relación. De modo casual Ana y Ricky comenzarán a tener una aventura que parece poner en peligro la amistad de las dos amigas. Las actuaciones del film son convincentes sin ser descollantes, y el relato en su conjunto presenta algunas modestas virtudes en el orden de la narración sin llegar a profundizarse el núcleo dramático en un auténtico conflicto cinematográfico. Confieso que el verdadero inconveniente en Pensé que iba a haber una fiesta es un asunto de principio, y como tal, o se asume o no. Por principio considero que lo sustantivo de un hecho cinematográfico es el desarrollo del conflicto, el cual se escenifica y se representa hasta el paroxismo. El tema de la resolución de ese conflicto puede tener muy diferentes variantes, siempre según los gustos, pero aún amparados en idéntico principio: a) resolución positiva del conflicto, es decir, el llamado “final feliz”; b) resolución negativa del conflicto, es decir, la película que termina trágicamente; e incluso la muy atípica y siempre controversial variante c) de no resolución del conflicto, o lo que se denomina técnicamente como final abierto, conflicto en suspenso, etc. El problema del film que nos ocupa no reside en el contenido de su conflicto sino en el modo en que ese conflicto es expuesto al espectador. Podría argumentarse que bajo el principio mencionado se sigue la regla siguiente: el desarrollo del conflicto deberá tener una magnitud igual o superior a la extensión de la presentación de los personajes y del contexto, de modo que si la introducción narrativa de la película durara por ejemplo media hora, el desarrollo del conflicto debiera durar por lo menos media hora o más. Está claro que este postulado puede presentar algunas alternativas que excusen al realizador de extender la duración del conflicto; ello consiste en acumular niveles de tensión que compensen y sopesen el exceso de la presentación. Pero en cualquier caso se tratan de leyes compensatorias que hacen al equilibrio del relato. El film de Victoria Galardi no se deja regir por ninguna de estas premisas, sumiéndose gustoso en el rechazo del principio mencionado. La realizadora ha elegido priorizar las condiciones iniciales de descripción de los personajes, de las relaciones y del contexto, asumiendo de ese modo una tonalidad narrativa eminentemente paisajística, dejando muy poco tiempo -o ninguno- al desarrollo del conflicto que se plantea. Bien podría haberse mitigado esta situación (que es problemática si es que se asume el principio, como se ha dicho) de haberse planteado un conflicto con una carga conflictiva muy superior al que se ha propuesto. La transgresión que supone la aventura romántica de Ana respecto de su amiga no llega -según todo lo precedente- a compensar de modo suficiente una duración deficitaria del conflicto. El relato se ocupa en exceso de estas condiciones iniciales y cuando el conflicto se desencadena y parece comenzar el asunto más jugoso, es decir, cómo se sostienen las relaciones en el marco de ese conflicto (que es en definitiva el tema propuesto) la experiencia fílmica simplemente se da por concluida. Insisto, el problema no está preponderantemente en el final abierto o no resolutivo, que es una cuestión de gusto. La experiencia fílmica bien puede concluir pero quedar latente la situación de conflicto en la percepción imaginaria del espectador. El asunto cardinal en este caso es que el conflicto no ha tenido el espacio o el marco suficiente para justificar dicha suspensión y dejar -a pesar de ello- una sensación en el espectador de conflictividad latente.
La fiesta olvidable Ana (la actriz española Elena Anaya) y Lucía (Valeria Bertuccelli) son amigas, quienes, aunque en distintos momentos de su vida (la primera, actriz entre proyectos, soltera y sin apuro; la segunda, madre divorciada, con nuevo novio y proyecto laboral), coinciden en el lugar: la casa de Lucía, la cual Ana le va a cuidar por unos días mientras esté de viaje con su pareja. La casa burbuja en la que se queda Ana, donde el exterior no tiene incidencia alguna y las únicas intrigas que se cuecen son las familiares y las sexuales, es el escenario excusa para observarla en plan de vouyerismo intimista. Algo así como si en el zoológico uno de sus habitats fuera para chica-en-sus-treinta-y-tantos-con-temas-a-resolver. Lo que nos permite ver la directora Victoria Galardi no es muy interesante. Es cierto que Ana es linda, pero además no tiene problemas en bailar sola de forma ridícula, en cometer errores, llorar en el baño, en que quede claro una y otra vez que no es perfecta. Lamentablemente, no es suficiente para evitar que su personaje caiga en ciertos clichés y no pase de un estereotipo que denota torpemente su armado. Elena Anaya sirve de contenedor vacío al cual la guionista y directora arroga actitudes y comportamientos, lo cual es irónico dado que su papel más conocido es el de un contenedor corporal para que el personaje de Antonio Banderas en La Piel que Habito moldeara a gusto, y aún así, en ese film de Almodóvar la actriz tuvo los elementos y la guía para poder construir un personaje más rico. Para agregar un elemento más en la olla-a-presión que se cocina lento (tan lento que nunca hará verdadera ebullición) aparece Ricky (Fernán Mirás), el ex esposo de Lucía, quien flirtea con Ana cuando pasa a buscar a su hija. Al día siguiente la invita a salir y de postre tienen sexo. Por su lado, Lucía afirma que su ex es patético, por recaer en el cliché de cuarentón divorciado que se compra una coupé, pero todo y todos en Pensé que iba a haber Fiesta están recubiertos por una pátina de patetismo. Ella misma se pasa de neurosis, su novio Eduardo es un imbécil (que divierte al espectador, pero imbécil al fin), Ricky parecerá más centrado que lo que su ex esposa describe de él, pero en definitiva flirtea sin ningún remordimiento con su amiga, Ana en sí carece de cualquier noción de autocrítica sobre la responsabilidad que tiene sobre su propia vida y decisiones. Para eso, es mejor refugiarse en la casa burbuja de Lucía, lejos de los ruidos de la ciudad y de la realidad en general. Son, en su mayoría, personajes insufribles, estereotipos de una clase con muy buen pasar -la economía en ningún momento es un conflicto- de Zona Norte (ahí está el tren Retiro-Tigre de participante) en un verano tan lleno de hastío como sus vidas. Las comedias dramáticas que se centran en personajes detestables no son ninguna novedad, pero en Pensé que iba a haber Fiesta se llega a un punto donde uno no puede dejar de preguntarse cuándo se termina la fiesta de la autoindulgencia. Galardi se contagia de esta característica de sus personajes y se permite detenerse en momentos que no contribuyen ni al crecimiento narrativo ni al desarrollo de sus personajes, pero tampoco sirven como radiografías de un momento. El mejor ejemplo es la dichosa Fiesta del título, una reunión de fin de año donde están Lucía, Ana, Ricky, el novio de Lucía, su familia, y por si fueran pocos, el perro. De poco sirve el buen trabajo de los actores que interpretan a los cuñados de Lucía y el pretendiente que le imponen a Ana. Hay que reconocer el mérito de Galardi como guionista de no romantizar la relación entre Ana y Ricky, no la recubre de grandes gestos de comedia romántica ni fetichiza los esperados "momentos claves". Puede que esto sea en parte a que la relación central es la de las dos amigas, aunque el mismo film se olvide de ello durante buena parte de su duración. Los momentos destacables de Pensé que iba a haber Fiesta vienen de parte de sus comic reliefs, en los que Galardi logra desplegar el patetismo que circunda a su film y canalizarlo -aunque efímeramente- en viñetas que despiertan algo de interés. No creo que sea coincidencia que sean en general las protagonizadas por Esteban Bigliardi, la sorpresa de la película (en mi caso porque admito no lo ví en otros films). Su interpretación de Eduardo, el novio de Lucía -el peor representante del profesional de clase acomodada completamente caído del catre pero que se cree un regalo del cielo (es decir, un banana absoluto), con sus bermudas caquis y sweater crema colgado al cuello- más allá de partir de un estereotipo gastadísimo, gracias al timing cómico de las escenas y del actor (que no peca de exagerar en su composición de un personaje tan marcado) generan momentos genuinamente graciosos. Por su parte, Bertuccelli y Mirás entregan interpretaciones correctas. La primera, en un rol que ya saca de taquito y que se repite en su repertorio; el segundo, en un giro de 180 grados de su personaje en Días de Vinilo (también, de lo mejor de ese film), y con un personaje que, si bien no es destacable, lo lleva con dignidad. También hace un par de apariciones olvidables Esteban Lamothe (el protagonista de El Estudiante) como el jardinero -¿en un intento de humor deadpan?- el único personaje que viene del "exterior de la casa" propiamente dicho a irrumpir (lo vemos entrar y salir por el portón del fondo, por sus propios medios) y casualmente, el único que se come las "s" al hablar.
Ana es española, radicada desde hace varios años en la Argentina. Actriz pero con pocos proyectos. Es hermosa, vale destacarlo. Lucía está separada pero nuevamente en pareja. Tiene una hija, única razón por la que todavía tiene que ver a su ex marido, Ricky. Este último es ante los ojos de Lucía, un cuarentón patético. Este es el trío central de la película de Victoria Garaldi, realizadora de “Cerro Bayo”. La película empieza con Ana viajando en tren. Lucía la va a buscar a la estación y la lleva a su casa, una espacio de gente acomodada, con pileta, en un verano caluroso que apenas está comenzando, para cuidarla durante unos pocos días en que ella va a estar afuera. Sólo planea estar sola y tranquila, beber una copa de vino quizás, conectarse con su descanso de manera libre e imperfecta, y hacerle compañía, mientras esté, a la niña ya no tan niña… Pero en escena aparece Ricky, quien ya fue presentado por Lucía con su descripción. Y lo primero que atina a hacer Ana es a ponerse el vestido de Lucía, que antes le había halagado. Y es que Ana no pasa desapercibida con su belleza, ni sus uñas del pie pintadas por la niña. “Tenés unos pies hermosos” se escucha y es el comienzo de un coqueteo que no necesita durar demasiado. Hay química y atracción mutua. De parte de él, nunca parece haber un cuestionamiento sobre lo que está haciendo. Ella después se encierra en el baño a llorar con la ducha abierta para que no se la escuche. El conflicto principal de la película es éste y sobre ese sentimiento gira la cinta. De allí la pregunta con la que se la viene promocionando: ¿Qué harías si tu mejor amiga se enamora de tu ex? De un argumento simple obtenemos una película fresca y liviana, sutil, cool incluso por momentos. La idea nunca es ahondar demasiado en el drama que se plantea, sino ser testigos de cómo estos personajes manejan su vida como pueden. Elena Anaya interpreta correctamente a la hermosa aspirante a actriz. Valeria Bertuccelli nunca falla, aunque su personaje sea parecido a lo que ya hemos visto de ella. Fernán Mirás está muy bien, su personaje parece ser el más centrado, más allá de no parecer en ningún momento preguntarse si está bien o no, lo que está haciendo. Un par más de secundarios aportan humor y simpatía para encuadrar la historia. “Pensé que iba a haber fiesta” es una película que tiene este nuevo espíritu indie nacional, y el sello inconfundible de ser, una película de autor (pequeña, al fin, pero con el sello de una directora que promete). Probablemente pases un buen momento con ella.
Pensé que iba a haber fiesta es una de esas películas que es difícil de reseñar, no porque no posea los elementos típicos de un film: puesta en escena, guión, musicalización, actuaciones, etcétera, sino porque la manera en la cual están conjugados esos elementos es rara. Como que la finalidad de la cinta no se encuentra de manera fácil o se pierde en el camino. Algunos incluso podrán decir que se trata sobre la nada misma. No se necesita un guión revelador de la verdad del universo para que una película funcione pero si se necesita generar empatía entre los personajes y el espectador, y ahí es en donde Pensé que iba a haber fiesta gana. Los universos de cada uno de los protagonistas y como estos de entrelazan son bastante atractivos. La directora Victoria Galardi, quien tomó renombre en 2011 por Cerro Bayo, logra crear un buen clima con recursos minimalistas, silencios prolongados y espacios contemplativos. Por momentos parece que emula a Sofía Coppola, pero lamentablemente se queda en el camino porque cuando el film termina el espectador no se queda con nada. Las actuaciones son correctas pero podrían haber sido mejores y si bien Valeria Bertuccelli tiene espacio para lucirse y lagrimear un poco, su performance es olvidable. Incluso queda eclipsada por la breve presencia de Fernán Mirás, un tipo que le hace muy bien al cine nacional y que siempre da placer verlo. Definitivamente su personaje es lo mejor del film. La española Elena Anaya seduce hasta ahí nomás y es alrededor de ella por donde gira la película tanto en el conflicto central como en el desenlace y es ahí donde casi con seguridad la mayoría de las críticas de los espectadores caerán: en el final abrupto (aunque claramente intencional). En cuanto a lo técnico el trabajo de la directora es muy profesional y desde el principio da la sensación que se establece el ambiente buscado. Se refuerza a los personajes con diferentes tipos de planos y sonido ambiente. Si de entrada el espectador se engancha con el clima del film la va a pasar bien hasta el final, momento en el cual la película cae y decepciona. Aún así, el que sea más permisivo puede llegar a dejar pasar la conclusión, en ese caso el sabor será otro. El resto se quedará con gusto a poco.
Enemigas íntimas Victoria Galardi sabe trasmitir las sensaciones que experimenta la mujer en sus relaciones. Relaciones de pareja en Amorosa Soledad (2007), relaciones familiares en Cerro Bayo (2010) y relaciones de amistad en Pensé que iba a haber fiesta (2013). En esta última producción, vuelve a inmiscuirse en el universo femenino para ahondar en la tensa amistad entre dos amigas de la infancia. La historia nos trae a Ana (Elena Anaya), una actriz española que llega en tren a la casa de su amiga Lucía (Valeria Bertuccelli, que cada vez actúa mejor). En el instante en que se sube al auto por primera vez, se puede notar la tensión e incomodidad que surge del vínculo más allá del cariño mutuo que se tengan. Lucía sale de viaje con su pareja (Esteban Bigliardi), y Ana queda al cuidado de la casa, momento de soledad que necesita para distanciarse de un problema pasado que desconocemos. En ese momento aparece Ricky (Fernán Mirás) a buscar a la hija pre adolescente que tiene con Lucía, y comenzarán inesperadamente un romance con Ana. La ya dificultosa relación con su amiga Lucía, se agravará en el cruce de la cena de fin de año. Pensé que iba a haber fiesta es una película introspectiva, de ésas que importa más el reflejo de los estados de ánimo del protagonista que los hechos en sí. El accionar del personaje no irá en busca de un objetivo, sino que su “divague” promoverá la descripción de su interior. Así hay que entender a la tercera película de Victoria Galardi, que maneja las secuencias cotidianas con espontaneidad, ya sean de dolor o felicidad, como ha demostrado en sus anteriores trabajos. La incomodidad es un elemento clave en la construcción del vínculo entre las dos amigas que componen Anaya y Bertuccelli, con la pileta en medio de los personajes (y quien la mantiene interpretado por Esteban Lamothe) tratando de distender, ahogar, aquellos conflictos que no terminan de emerger a la superficie. Galardi construye la tensión dramática entre lo que se dice y lo que se calla, lo que sucede y lo que se muestra. Si bien es cierto que la ausencia de una estructura narrativa clásica dificulta por lapsos sobre llevar el argumento, también queda claro que la película deambula por otro carril: el de los estados de ánimo, el del andar errático y la incomunicación, dando sentido y humanidad a la falta de objetivos claros. Tópicos del cine de Galardi, que va asentando su búsqueda personal con características de autor/a.
Un conflicto sin estallidos Una casa con pileta se convierte en el epicentro de una serie de situaciones emocionales que involucran a Lucía (Valeria Bertuccelli) y Ana (Elena Anaya) y su amistad se pone en juego. Pensé que iba a haber fiesta es la pelicula de Victoria Galardi (quien antes filmó la recomendable Cerro Bayo) que se ambienta en Año Nuevo e intenta hacer explotar un conflicto de relaciones entre las protagonistas. rodeando la historia de presencias familiares y parejas en crisis en plena cena. Lucía está separada de Ricky (Fernán Mirás) y tiene una hija de él pero está junto a su nueva pareja (Esteban Lamothe). Por su parte, Ana es una actriz española que llega al "hogar dulce hogar" para pasar unos días con su amiga y se cruza con Ricky. Y supuestamente estalla el ¿conflicto?... El film transcurre sin sorpresas, con personajes mirando las explosiones de fuegos artificiales en el cielo e imponiendo un clima en el que no pasa nada hasta los veinte minutos finales. Con buenas actuaciones de Bertuccelli (a quien siempre se ve creíble) y Anaya (La piel que habito, de Almodóvar) y solventes rubros técnicos, la película queda a mitad de camino debido a un guión simple que no ofrece mayores matices dramáticos y en el que prevalecen situaciones y diálogos que parecen improvisados. El enfrentamiento entre estas dos mujeres, ahora separadas por un hombre, prometía mucho más pólvora y aguas agitadas, pero se limita a concentrar su fuerza en los cruces de miradas y en una relación apasionada entre la actriz y el ex marido de su amiga. Eso es todo.
Amores y traiciones cerca de fin de año La película se apoya más en el texto, y se sustenta en tiempos muertos y silencios prolongados con rasgos del cine argentino minimalista y austero. Los personajes crecen desde pequeñas acciones y conversaciones banales. Tercera película de Victoria Galardi, luego de la juvenil Amorosa soledad y la melancólica Cerro Bayo, Pensé que iba a haber fiesta es una historia de mujeres, que transcurre en esos días insufribles que oscilan por Navidad y Año Nuevo, y que narra una historia de infidelidad y traición entre dos amigas. La cuestión pasa por Lucía (Valeria Bertuccelli), separada de Ricky (Fernán Mirás), ambos con una hija adolescente, y desde hace tiempo con una nueva pareja (Esteban Bigliardi). Lucía dejará la custodia de su casa en manos de su amiga española (Elena Anaya), en tanto, por razones azarosas, el ahora soltero Ricky reaparecerá para motivar el conflicto de la película. Pues bien, hasta acá el argumento –o aquello que puede contarse en una reseña crítica–, donde los personajes crecen desde pequeñas acciones, conversaciones banales y un liviano estudio de caracteres donde el espectador es invitado a completar la información que el film esconde con alguna sutileza. En principio, Pensé que iba a haber fiesta es la clásica película que propone un doble juego dramático con resultados finales poco alentadores. Por un lado, Galardi se esfuerza por no cargar las tintas en el conflicto central –la relación de dos amigas presuntuosas de sí mismas que vivirán una situación límite–, en una operación estética que tiene similitudes a aquello que hiciera Ana Katz con Los Marziano: es decir, no caer en los lugares comunes y alejarse de las fórmulas del naturalismo televisivo a los que todavía recurre buena parte del cine argentino. Pero donde el film de Katz se apoyaba en la sutileza del humor y en el lado oscuro de un grupo social, Pensé que iba a haber fiesta se protege en una medianía sin crescendo dramático, aferrada al texto más que a la puesta en escena. Por otra parte, ante esta fallida (in)decisión, la película se sustenta en tiempos muertos, silencios prolongados y en un par de escenas en que la música actúa como único soporte dramático, como si la trama eligiera algunos rasgos de ese cine argentino minimalista, austero y hasta despojado de toda afirmación procedente del guión. Por lo tanto, Pensé que iba a haber fiesta, que tiene un par de interesantes trabajos de Bertuccelli y Elena Anaya (aunque en ella será difícil olvidar la complejidad de su papel en La piel que habito de Almodóvar), queda oprimida en sus esforzadas pretensiones por no parecerse a un cine clásico y genérico, pero también, en su intento de aproximarse, pero no tanto, a una puesta en escena que se acomoda (de manera incómoda) a los tiempos muertos que caracterizan a película modelo BAFICI. En esa medianía sin demasiadas zonas rescatables, transcurre esta no-comedia dramática de aires San Isidro, con mucho sol y pileta de natación de por medio y dos amigas protagonistas que vivirán un momento de tensión. Sólo eso y nada más que eso.
¿Amor mata amistad? Hay películas cuyos temas pueden disparar disímiles discusiones. Y algunas están hasta por encima de lo que el filme en cuestión logra como resultado final. Pensé que iba a haber fiesta trata sobre la lealtad, en primer término, pero también sobre la amistad y el amor, y le pregunta a sus personajes y al espectador qué significa ser íntegro. Todo a partir de una premisa, que el filme entrega de a poco: ¿es correcto que una mujer tenga una relación con el ex marido de su mejor amiga? Pero lo que plantea el guión de Victoria Galardi (Amorosa soledad, Cerro Bayo) es que Ana (la española Elena Anaya, de La piel que habito) se enamora desde las tripas de Ricki (Fernán Mirás) cuando éste pasa a buscar a su hija Abi por la casa de Lucía (Valeria Bertuccelli). Ana le está cuidando la casa con pileta en San Isidro a Lucía, que tiene nueva pareja (Esteban Bigliardi) mientras se escapa unos días a Uruguay, entre Navidad y Año nuevo. Si Lucía y Ricki están separados desde hace tres años, ¿tiene pista libre? No vamos a adelantar si Galardi sugiere una respuesta, ni si le da un final feliz o no a la película (en todo caso, ¿qué sería un final feliz?). Galardi va entretejiendo la trama, con algunos disparadores y subtramas que a veces están mejor escritas, o aportan poco o mucho al centro de la cuestión. El personaje del jardinero (Esteban Lamothe), por ejemplo, o si cierto personaje es o no cocainómano no tienen el mismo rebote que el amigo al que le presentan a Ana (Augusto Giménez Zapiola, una revelación). De todas formas, lo que uno espera es más del intercambio entre Ana y Lucía, cómo esa amistad se pone a prueba. A su favor, Galardi cuando llega el momento, se torna naturalista, luego de tomarse sus tiempos en alguna presentación y alterar el ritmo de lo que sería un filme más comercial (Ana bailoteando una noche escuchando música en el living). Como es de prever, Pensé que iba a haber fiesta descansa sobremanera en las espaldas de las actrices, y de Mirás. Bertuccelli enfrenta un papel no atípico pero sí diferente de los que el cine suele depararle y sabe cómo jugar con la imprevisión. Anaya está más tiempo en pantalla y al llevar un poco las riendas del relato presupone que el espectador debería comprender mejor su situación. Mirás cumple una correcta labor, y es una buena decisión de casting, ya que si el elegido hubiera sido Facundo Arana, es factible que otra sería la percepción del conflicto.
"¿Todo bien?", debe de ser la pregunta que más repetidamente se formulan unos a otros los personajes de este tercer film de Victoria Galardi ( Amorosa soledad, Cerro Bayo ). Como si quisieran asegurarse de que están libres de cualquier conflicto serio y de que si existe alguno, nadie lo expondrá en voz alta (a lo sumo lo confesará envuelto en rodeos al oído de alguien de confianza). Todo bien, como en la elegante casa de un barrio acomodado de la zona norte donde transcurre casi todo el relato: ningún problema serio: nada más grave que algún desperfecto en la bomba de la pileta o el de una canilla que siempre gotea. Todo bien, en fin, porque de lo que no anda bien es preferible no hablar; no importa que a ratos se perciba muy tenuemente que dentro de esa atmósfera placentera y despreocupada palpita cierta tensión, cierto vacío, cierto descontento. Todo bien aunque no todos estén cómodos en esa hueca felicidad de spot publicitario. El laconismo que Victoria Galardi ya mostró en films anteriores contribuye a subrayar sutilmente la mirada distante pero crítica que la realizadora echa sobre la superficialidad de sus personajes. Los principales -los que ser6án protagonistas del conflicto, el único, que tardará en hacerse manifiesto- son la dueña de casa, Lucía, divorciada hace tres años de Ricky, el padre de su hija adolescente, y su gran amiga Elena, una bella actriz española radicada entre nosotros desde hace ocho años. Lucía tiene una nueva pareja, con quien ha planeado una pequeña vacación en el Uruguay; por eso recurre a Elena, para que acompañe a su hija, le cuide la casa y disfrute de ella. Son pocos días, pero bastan para que la muchacha se vuelva a cruzar con Ricky y entre ellos nazca (o resurja, no se sabe), una pasión fulminante, que tarde o temprano deberán blanquear ante Lucía. Esta especie de triángulo amoroso fuera de tiempo constituye el único conflicto (lo es en este caso porque así lo vive Lucía y porque ha habido seguramente muchos otros entre las dos mujeres que se mantuvieron ocultos en nombre del todo bien), pero Galardi no intenta analizarlo; sólo lo plantea como interrogante en torno de las lealtades o las traiciones que implica la amistad. Sin duda la directora filma con soltura, sabe acertar en los tonos y crear climas, pero en este caso su habilidad narrativa no alcanza a superar las flaquezas de un guión que falla en el dibujo de los personajes (son apenas esbozos), en la construcción del relato (más de la mitad de la película está dedicada a la presentación del ambiente y de la relación entre las protagonistas) y en la incorporación de personajes secundarios que apenas agregan algún momento de distensión (el jardinero de Esteban Lamothe, la irrupción de la música para hacer posible la escena del baile de la atractiva Elena Anaya) o resultan francamente postizos (como la secreta adicción del cuñado). Toda esa larga primera parte -en la que lamentablemente no se alcanza a despertar en el espectador interés por los destinos de las dos mujeres- se hace plana, apagada y por momentos tediosa. Y cuando el conflicto se produce y el film parece haber recuperado la vitalidad y abrir su capítulo más sustancioso, sobreviene el final. Son los actores -Bertucelli y Anaya, principalmente, pero también Lamothe, Mirás y Bigliardi- quienes logran aportar algún espesor a los personajes y sostener el interés en el relato en los momentos en que éste decae o acusa saltos en la continuidad. Impecable en lo técnico, Pensé que iba a haber fiesta seduce en el aspecto visual gracias a la elegancia de sus imágenes y a la irreprochable selección de ambientes.
Afectos en conflicto Ana (Elena Anaya) y Lucía (Valeria Bertucelli) son amigas íntimas. Ana es española, pero hace ocho años que reside en Argentina, país al que llegó por una oferta de trabajo. En los días entre Navidad y Año Nuevo, Lucía se va de viaje con su nuevo novio, y deja la casa, y a su hija, a cargo de Ana, que por esa circunstancia se reencontrará con el exesposo de Lucía, Ricky (Fernán Mirás), a quien hace años que no ve. La historia que narra la película es simple -en realidad no cuenta mucho-, ya que se trata de poner el foco en las reacciones de los personajes ante algo muy sencillo que les ocurre. El pilar es la mirada de la directora Victoria Galardi, relajada pero certera, capaz de observar situaciones, captar su esencia y transmitirla al espectador. Bertucelli interpreta un rol siempre en la misma tónica de otros que ha realizado: una mujer acelerada, con los nervios a flor de piel. Su valor como actriz es que, si bien sus papeles no son de lo más versátiles, logra mostrar, con gran mesura y precisión, los estados de ánimo de su personaje. En contraposición, Elena Anaya tiene un físico que parece tan frágil como la seguridad que tiene Ana ante la situación que le toca vivir. En un rol menor, pero que no cabe desmerecer, se lo ve a Esteban Lamothe, el jardinero desganado que queda a cargo del jardín y la pileta, que Ana cuida como si la relación con su amiga dependiera de eso. Cabe destacar que la película está filmada con una calidad, tanto visual como sonora, inusual en el cine nacional. La banda de sonido también es muy interesante y, como siempre que está bien elegida la música, resulta en el complemento perfecto para el relato y las emociones de los personajes. No es un filme en el que suceda demasiado, la mayoría son situaciones cotidianas, ordinarias casi. Una fiesta familiar, una charla en la cocina, personajes con preocupaciones propias que no llegan a captar lo que le pasa al otro. Esto tal vez pueda resultar algo aburrido, sobre todo teniendo en cuenta que el final deja la sensación de que faltó un pedacito de película. Sin embargo lo valioso está en las actuaciones y el gran poder de observación de su directora.
Un extraño triángulo amoroso El filme exhibe cierta superficie plana, que impide despertar entusiasmo, o establecer algún "rapport" especial con sus personajes, más allá de la solidez interpretativa de Valeria Bertucelli (Lucía), o el encanto de Elena Anaya (Ana). La historia comienza con Lucía (Valeria Bertucelli), la que antes de irse de vacaciones con su pareja, convence a su amiga Ana (Elena Anaya), para que les cuide la casa que es muy confortable y tiene pileta. Por algunas conversaciones, sabemos que Ana es actriz y está trabajando en nuestro país, luego de haber llegado de España hace unos meses atrás. También conocemos a Abi (Abigail Cohen), la hija adolescente del primer matrimonio de Lucía y a Ricki (Fernán Mirás), el ex de Lucía, que gusta de Ana. SUPERFICIE PLANA A la directora Victoria Galardi la recordamos por "Amorosa soledad" y "Cerro Bayo". En sus dos películas anteriores se pudo disfrutar de su habilidad para contar cinematográficamente, de su frescura para delinear sus personajes y de la simpleza con que plantea sus historias. Pero también hay que reconocer que aquéllas, revelaban un particular interés argumental. En el caso de "Amorosa soledad", abordaba el tema de la adolescencia y en "Cerro Bayo", una multiplicidad de historias se tejían alrededor de la muerte de la abuela, de la protagonista. "Pensé que iba a haber fiesta" exhibe cierta superficie plana, que impide despertar entusiasmo, o establecer algún "rapport" especial con sus personajes, más allá de la solidez interpretativa de Valeria Bertucelli (Lucía), o el encanto de Elena Anaya (Ana). No obstante Victoria Galardi demuestra saber contar, su historia es fluída, pero el interés no aparece, ni en las relaciones afectivas, ni en los diálogos, ni en el desarrollo de la historia y lo que prevalece es la sensación de que no pasa nada.
De cómo valorizar una historia mínima Pasado un tiempo prudencial, ¿una mujer puede entrar en relación con el ex marido de su amiga, o se pudre todo? Tal es la pregunta gancho de esta película con ésa y otras inquietudes: cómo tratar a gente solitaria que se adhiere a un hogar ajeno, conceptos de lealtad y amistad femenina, interpretaciones distintas de un mismo conflicto familiar, criterios de propiedad y control aún terminado el vínculo conyugal, y, sin agotar la lista, surgimiento de los afectos más inoportunos con la consecuente alternativa entre absoluta discreción o sincericidio terminal. Sobre todo cuando una se engancha con el ex de la amiga durante la ausencia de ésta y en su propia casa, donde se había quedado para cuidarle a la hija adolescente. Al enterarse, la afectada también pregunta si, para peor, el hecho delictivo fue en su propia cama. La escena de la confesión e inmediato interrogatorio es graciosa y terrible al mismo tiempo. Lo que hasta ahí fue una serie de situaciones amables, formales, de apariencia intrascendente, donde había una sola persona afligida, implota (no explota) entonces como una crisis dramática para quienes la viven, y risueña para quienes la miran. Pero pronto la sensación de angustia y amargura entre las dos amigas se transmite a toda la sala. También, la admiración por las dos intérpretes, Elena Anaya y Valeria Bertucelli. Todo transcurre en una semana, tipo después de Navidad y comienzo de Año Nuevo, prácticamente en una sola locación de Vicente López (una linda casita para poner la cámara y pasar unos días), y apenas con un puñado de personajes: las amigas, el ex, el actual, la hija. A los que se suman el jardinero atento al motor de la piscina, lo que sugiere una metáfora maliciosa, y, justo el 31, el hermano, la cuñada y el sobrino del actual, con perro y problema propio, que también suena gracioso cuando alguien lo menciona pero es grave. O no tanto. La gravedad de cada cosa depende de quién la mira. En este caso, cuanto más cerca, menos grave. Victoria Galardi, la autora de "Cerro Bayo" y "Amorosa Soledad", confirma su notable habilidad para la pintura de personajes y relaciones familiares, los diálogos, las actuaciones, los detalles, y la ironía solapada. Ahora, con un desenlace tocante, bien verosímil, afirma también su capacidad de movilizar los sentimientos del público. Y eso que sólo nos ha contado una historia, como ya dijimos, en apariencia intrascendente. Fotografía, Julián Ledesma, el mismo de sus películas anteriores. Arte, Patricia Pernía. Montaje, hábil y desapercibido, Alejandro Brodershon. Música, el Niño Josele, que con Elena Anaya integran el aporte de la coproductora española de Fernando Trueba. Vale la pena.
Victoria Galardi como guionista y directora maneja con seguridad ese mundo donde con humor y mucha inteligencia afloran las aristas del mundo femenino donde la amistad, el miedo, la culpa se enlazan con las postura éticas enfrentadas al deseo y al amor. Invita a la polémica después de verla. Buenas actuaciones de Valeria Bertucelli, Elena Anaya, Fernán Mirás.
Sé lo que hicieron el verano pasado No hay nada extraño en PENSE QUE IBA A HABER FIESTA, pero sin embargo es una película extrañísima. Un poco como su título, que si bien es una frase común y cotidiana suena por lo menos curiosa dándole nombre a un filme, casi tanto como ¿QUIEN DICE QUE ES FACIL? en su momento. Ahora bien, ¿cuál es la extrañeza de la tercera película de Victoria Galardi? Ahí está lo complicado: es difícil desentrañarlo. Como decían algunos censores cuando les preguntaban cómo se daban cuenta cuando una película era pornográfica: “no lo sé, lo noto cuando la veo”. Algo similar pasa con este filme que cuenta una historia bastante pequeña y no demasiado excepcional. Una mujer, Lucía (Valeria Bertuccelli), deja su casa y su hija adolescente al cuidado de su amiga Ana (la española Elena Anaya) para irse a pasar unos días afuera con su nueva pareja (Esteban Bigliardi). Cuando el ex marido de Lucía, Ricki (Fernán Mirás) pasa a buscar a la niña en cuestión, la atracción entre él y Ana -a la que hace mucho no ve- es súbita y entre ambos empieza un romance que tendrá consecuencias imprevisibles. Una fiesta de fin de año -la que da el título a la película- pondrá esta situación, y otras que van apareciendo a lo largo del relato, en tensión. fiesta3Lo raro de la película, tal vez, tenga que ver con la elección de su tono: medido, discreto, más cercano al tipo de película del cine independiente que a una coproducción internacional distribuida por una major como es ésta. No es un problema ni mucho menos, solo que la “venta” del filme apunta -desde su título y su conflicto principal- a algo más virado hacia el género, pero la película en sí no es eso ni parece querer serlo. En su estructura (y en su puesta en escena también) parece más una obra teatral del off porteño, con casi una única locación -la muy bonita casa, con patio y pileta- y una estructura que culmina en la fiesta en cuestión, con todos los personajes compartiendo una misma secuencia. Es que además del trío protagónico hay otros conflictos paralelos, como el del personaje de Bigliardi que está preocupado porque su hermano (Edgardo Castro) consume cocaína; el jardinero (Esteban Lamothe) que parece tener una tensa relación con la dueña de casa y otros asuntos menores del funcionamiento hogareño como la bomba de la pileta que no anda… Pero, más que otra cosa, PENSE QUE IBA A HABER FIESTA se centra en la relación entre Lucía y Ana. Bertuccelli trata de escapar a cualquier registro cómico aunque interpreta a un personaje no muy alejado de la neurótica que encarnó en otras oportunidades, mientras que Anaya (LA PIEL QUE HABITO) interpreta a una actriz española radicada en Buenos Aires que parece ir por la vida un poco como la lleva el viento, sin rumbo demasiado fijo y sin que parezca importarle demasiado. fiesta2Entre el principio (el “traspaso de mando” de la casa, con una serie de escenas en el patio y la pileta, ya un clásico en el reciente cine nacional) y las idas y vueltas de la fiesta del final, estará el bloque dedicado al nacimiento de la relación entre Ana y Ricki, más esbozada que otra cosa, relación que parece basarse más en el asordinado fastidio mutuo que les provoca Lucía que en algo serio y duradero. Esa discreción se extiende, con alguna mínima excepción, a toda la película, casi tan asordinada como las intenciones de sus personajes. Ese tono bajo, discreto, de un naturalismo inconmovible (en una escena la chica le pinta los ojos a Ana durante lo que parecen ser minutos), casi sin música incidental, es una elección valiosa y arriesgada que, lamentablemente, no funciona lo bien que debería, o lo bien que -uno supone- los creadores de esta película imaginaron. Sin el apoyo del género, alejándose de todo tipo de situación de comedia de enredos, evitando cualquier subrayado musical o sobreactuación, la película de la directora de AMOROSA SOLEDAD queda al amparo de la nobleza de sus propios recursos. Que funcionan, pero hasta ahí. Que brillan, por momentos, pero en otros se dejan llevar por una especie de registro opaco, inconducente, hasta banal. Pense 1Pensaba, mientras veía la película, que Galardi parecía haber apostado a una suerte de realismo de la burguesía, más cercano al tono y los personajes alienados de un Antonioni que a cualquier apuesta genérica. Esa búsqueda tiene puntos de contacto con otras películas argentinas de similares intenciones (se me ocurren las de Ana Katz, Natalia Smirnoff y Paula Hernández), pero todos esos filmes lograban transmitir un poco más claramente su contenido dramático, por más escondido que estuviera y ambiguo que fuera. Lo mismo pasaba con CERRO BAYO, otra película en tono bajo en la que Galardi también optaba por un registro chiquito y hasta monocorde, pero uno que se sentía más orgánico a lo que se estaba contando. Uno quisiera reportar que la intención de birlarle al género los ingredientes clásicos de la comedia dramática para hacer un drama humano sobre la amistad tuvo resultados extraordinarios, pero en la práctica no termina siendo del todo así. PENSE QUE IBA A HABER FIESTA, finalmente, es un filme curioso, extraño y a la vez muy normal. Como su título, que suena coloquial pero si uno lo repite muchas veces al final no sabe muy bien qué es lo que está diciendo.
Texto en breve.
Cuestión de amigas En un ambiente pasivo y contemplativo se cuenta está simple historia sobre dos íntimas amigas donde una se enamora del ex-esposo de la otra. Una trama bastante cuidada que lamentablemente debido a una visión demasiado evasiva al conflicto, no logra convencer del todo. A pesar de tener una puesta en escena muy precisa y conseguir un gran nivel actoral, la excesiva cantidad situaciones o sub-tramas prescindibles impiden generar emoción volviendo a la película totalmente insípida. Tal vez lo más llamativo y logrado de "Pensé que iba a haber fiesta" es que singularmente no hay una sola escena fallida. Cada instancia a través de su propio tiempo y naturalidad encuentra un realismo asombroso. Siempre es muy atractivo cuando al espectador todo le parece familiar, como si hubiera pasado por situaciones similares o si tuviera conocidos idénticos a los personajes. Sin embargo, el problema proviene especialmente de como se entrelazan los distintos momentos. Principalmente la falla se vuelve casi evidente cuando se introducen circunstancias aisladas como la presencia de un jardinero cuya única justificación sería la premonitoria separación con su socio o la adicción de un familiar a la cocaína. Son escenas como estas que al no lograr unirse satisfactoriamente con la trama principal, distraen e irritan al espectador por la ineludible conclusión de ser momentos absolutamente absurdos. No obstante, la verdadera razón por la cual la película no funciona se debe a la falta de un fuerte conflicto principal. Una reflexión simplista podría decir que al no plantearse códigos de amistad el triángulo amoroso no existe, que tal vez la relación entre las amigas no logra definirse como demasiado profunda o incluso que la nueva pareja tampoco está realmente enamorada. En otras palabras podría afirmarse que la película carece de riesgo o tensión. A pesar de que las escenas funcionen de manera propia, las mismas no poseen el contexto necesario para hacerlas emocionantes. Habiendo dicho esto, es claro que el error fatal de la película fue haber separado inicialmente a las protagonistas. Es imposible tener un fuerte conflicto sobre la lealtad o traición entre amigas cuando hay muy pocas escenas donde se demuestren el supuesto cariño que se tienen.
Mujeres al borde de un ataque de nervios Con evidente sensibilidad femenina, la realizadora de Amorosa Soledad y Cerro Bayo narra el incómodo encuentro de dos amigas. ¿Por qué estuvieron distanciadas, qué las une ahora, hasta qué punto es sincero el afecto entre ambas? ¿Será prejuicioso preguntarse si esta película la podría haber filmado un hombre? Uno sabe que hubo y hay cineastas varones dueños de una intensa afinidad con el universo femenino, desde el neoyorquino George Cukor hasta el manchego Pedro Almodóvar. Uno de ellos, Ingmar Bergman, llegó a asomarse al interior más profundo de sus personajes femeninos, haciéndolo aflorar en el más mínimo gesto o pliegue del rostro. Pero una cosa es la afinidad o comunión y otra la sensibilidad. Tiende a pensar el cronista que se requiere de una sensibilidad femenina para dar un paso más y ya no sólo atisbar en la superficie del rostro, sino directamente leer en él lo más escondido o reprimido. Como quien observa entre aguas. ¿Será por eso que tantas escenas de Pensé que iba a haber fiesta tienen lugar junto a una piscina o dentro de ella? En la nueva película de Victoria Galardi –-realizadora y guionista de Amorosa Soledad y Cerro Bayo– es como si los cuerpos de las actrices circularan en algo que pudo haber sido una comedia, mientras sus cabezas están en una de Bergman. Por eso pensé que iba a haber fiesta: porque es su pensar lo que les impide participar plenamente de ella. Ya la escena inicial plantea el conflicto, la coexistencia entre un exterior límpido, perfecto, cristalino, y un interior que no lo es tanto. Tan bonita e impecable como Elena Anaya (protagonista de La piel que habito, de Almodóvar) puede serlo, la española Ana llega en su auto de alta gama a un barrio privado que parece como de Amas de casa desesperadas. Hace una maniobra cadenciosa, estaciona y a la puerta de una de las espléndidas casas del barrio la atiende su amiga Lucía (Valeria Bertuccelli). No se ven desde hace tiempo y, sin embargo, no se saludan con la clase de abrazo pleno que dos amigas de toda la vida suelen darse en una situación como ésa. A Ana se la percibe dubitativa, ligeramente ansiosa, extrañamente insegura para una situación tan neutra y banal. Lucía parece cumplir con un dejo de molestia el ritual del beso y el intercambio de frases de rigor. Como si eso interrumpiera algo en lo que venía pensando y en el fondo le interesa más. ¿Por qué estuvieron distanciadas, qué las une ahora, cuál es la razón de esa rara incomodidad, hasta qué punto es sincero el afecto entre ambas? Algunas preguntas tienen respuestas concretas, otras no tanto. Ana y Lucía entran en el patrón de “chicas ricas con tristeza”. Ana es actriz y no le falta trabajo, aunque su condición de española limite sus papeles (interesante autoironía sobre la inclusión de Elena Anaya en la película, coproducción con la compañía de Fernando Trueba). Aunque es una belleza, sus relaciones amorosas no han sido muy satisfactorias. Lucía vive en una de esas casas como de aviso publicitario, con parque, piscina y jardinero. Está separada de Ricky (Fernán Mirás), tiene una hija preadolescente y nueva pareja (Esteban Bigliardi). Como se va unos días a Colonia con Eduardo, necesita que Ana le cuide la casa y la hija. La película transcurre en el hiato que va de la Navidad a Año Nuevo. Tal vez esa semanita le venga bien a Ana para tomar algo de distancia y pensar. El problema es que Ricky pasa a buscar a Abi, y algo pasa entre ellos. Sin embargo, nadie parece nunca del todo a gusto en Pensé que iba a haber fiesta. Ana la pasa bien en sus salidas con Ricky, pero no puede olvidar que él es el ex de su amiga. Lucía da la impresión de estar tan molesta cuando le explica a su amiga el funcionamiento de la casa –con la impersonalidad con que se trata a una mucama nueva– como cuando vuelve de Colonia, antes de lo previsto y tras haber tenido algún problema con Eduardo. Pero el problema parece más producto de su angustia que de algo concreto. Hasta el jardinero de Esteban Lamothe, que es lo más parecido a un descanso cómico que presenta el film, parece disimular algún enojo. Que no se sabe bien si es con Ana, Lucía, su socio, el trabajo en sí o, vaya a saber, tal vez la vida misma. El hiato no es sólo temporal en el film de Galardi. Más importante es el que se abre –se entorna, más bien– entre lo material y visible y lo intangible. Es ejemplar el modo elíptico en que el film va dejando asomar sus cartas, desde las más concretas (nombres, parentescos, relaciones entre los personajes) hasta las menos. Más ejemplar aún, por lo valiente, es la forma en que el film se cierra, dando la espalda a la pretensión de que toda película abroche sus temas con la falta de dudas propia del mainstream hollywoodense. Aquí, si algo persiste es la duda, la ambigüedad, el malestar incierto. Con la habitual asistencia del notable director de fotografía Julián Ledesma, Pensé que iba a haber fiesta hace pensar en la incipiente pero excesivamente autocentrada Amorosa Soledad y la algo tipificada Cerro Bayo como borradores para un film, ahora sí, definitivamente consumado.
Deseos y decepciones Pensé que iba a haber fiesta es una película problemática. Problemática, porque abusa de una frase comercial -“¿qué harías si te enamorás del ex marido de tu mejor amiga?”- para atraer público a una película que en verdad nunca intenta ponerse a pensar esa situación, o a reflexionar sobre la misma: y cuando lo hace o merodea el tema, termina. Y sin embargo, eso que es la película -que no es lo que pensábamos que íbamos a ver- está muy bien, estupendamente trabajado desde la puesta en escena y desde lo simbólico de varias situaciones: la relación entre dos amigas con sus diferencias de clase y modos de ver y ser, que se agota por un hecho fortuito como es la relación de una de estas con la ex pareja de la otra. El gran conflicto de la película como propuesta es, en definitiva -y por ahí pasan varios de los problemas de esta tercera película de Victoria Galardi-, descubrir si no juega un poco vilmente con las expectativas del espectador o si, por el contrario, el tema le queda demasiado grande a un guión que prefiere el registro interior antes que explosivo, y las formas y tiempos de un cine independiente antes que el industrial que uno entiende más adecuado en este caso. De todos modos, no deja de ser un artefacto singular dentro del panorama actual del cine argentino por lo inclasificable que resulta y eso es válido. Es que Pensé que iba a haber fiesta es de esas películas que sirven en bandeja el debate para los locutores de radio de la mañana o las conductoras del magazine de la tv, y para que se convoque a psicólogos, sexólogos y opinólogos en todo: “contanos qué harías si tu mejor amiga sale con tu ex y participá por el sorteo de una licuadora”. Ahora, lo que uno no llega a distinguir es si la tesis efectivamente surge de lo que Galardi quería contar o sólo se trata de un gancho promocional más digno del marketing antes que del cine. Sea como sea, la película se ve afectada indudablemente por ese juego especular. Porque supongamos que la directora quiso indagar en las reacciones que una situación como esa genera: efectivamente lo que ofrece la película al respecto, es muy poco. Y si no lo quiso, hace que uno centre la atención en eso de antemano. De hecho, la relación entre Ana y el ex marido de Lucía está contada tan de a retazos, Galardi escatima tanto la intimidad entre ambos personajes, que uno también duda que haya surgido allí algo parecido al amor. Es un espacio en off algo incómodo para una película que intentará hacer de ese conflicto, algo mayor. Y no funciona aquí eso del McGuffin: no hablamos de un elemento distractorio para hablar de otra cosa. Esa película que suponemos pretende ser Pensé que iba a haber fiesta, no es lo mejor. Sin embargo, cuando el film se detiene en las dos amigas, Ana (Elena Anaya) y Lucía (Valeria Bertuccelli), y sus entornos (especialmente el de Lucía), Pensé que iba a haber fiesta crece y mucho. Por empezar la directora captura muy bien un contexto, que es el de esos días entre medio de la Navidad y el Año Nuevo, y hace de ese clima -que trasciende la pantalla- un agobio constante para las dos protagonistas: para Lucía será el declive de la relación con su nueva pareja, para Ana el comienzo de un amor que surge subrepticiamente y la complica. Y Galardi demuestra además un gran trabajo sobre la comedia, con diálogos que se resuelven muchas veces por el lado del absurdo y otras gracias al talento de sus dos actrices. Hay también una sordina social que atraviesa todo el relato, una mirada sardónica sobre esa clase media acomodada que representa Lucía (nunca vemos hacia dónde va Ana, pero toma el tren, suponemos lejos: otro mundo). El agobio externo e interno -aunque sin la riqueza- asemeja algunos climas del cine de Lucrecia Martel y el humor incómodo se acerca también al cine de Ana Katz. En ese sentido la reunión de Año Nuevo, que se da sobre el final, parece imbricar ambos universos, tal vez inconscientemente. Pero lamentablemente Galardi nunca parece decidirse por qué película prefiere desde lo formal. Si la comedia dramática independiente, con su música cool y sus encuadres preciosistas -y con su final BAFICI-, o la comedia dramática industrial más cercana a cierto costumbrismo y con protagonistas y secundarios bien definidos y cumpliendo roles. Es esa indecisión, y no otra cosa, la que impide que la película vaya de lleno al tema con que se promociona: sabe Galardi que no le quedan muchas más opciones que trabajar eso desde el melodrama y, evidentemente, parece haber un poco de culpa por tener que recurrir a un género tan deliberado. Si por un lado se nota indecisa, la película tiene un buen trabajo formal y un inteligente uso de su casi única locación. En definitiva, una propuesta para no despreciar pero también para sentirse un poco decepcionado al confirmarse como una mera anécdota.
En una película que es a la vez pareja y despareja, la realizadora Victoria Galardi confirma con su tercer opus sus indiscutibles condiciones como cineasta, aún sin haber logrado aquí una pieza superlativa. Luego de codirigir en su debut la pequeña pero formidable Amorosa Soledad y proseguir ya como única directora con la excelente Cerro Bayo, su nueva propuesta indaga en otra veta narrativa pero sin perder su propio y personal estilo. Y una de las características de su cine es que, aún sin definirse en la comedia o el drama, puede divertir y emocionar. En el caso de Pensé que iba a haber fiesta no alcanza a transmitir eso con la misma intensidad, pero se trata de una atrayente experiencia fílmica. Decíamos que su película es pareja porque mantiene un tono uniforme en su trama de dos amigas en conflicto con un hombre en el medio, sin excederse en la crispación del conflicto, pero a la vez es despareja en la eficacia de sus escenas, algunas magníficas y otras poco relevantes. Su meticulosa descripción de un ámbito de clase media alta con toques de snobismo se destaca en el festejo de año nuevo, con un llanto en el brindis que parece pertenecer a la típica emotividad de la fecha, pero tiene que ver en realidad con una visita incómoda que se aproxima, que desencadenará bienvenidas afectadas, suspicacias y tensiones. Un momento fenomenal de un film que aunque no mantiene ese nivel de brillantez, deslumbra en su verosimilitud y sus impecables rubros técnicos. La empatía con los personajes corrobora la calidad como directora de actores de Galardi, con Valeria Bertuccelli y Elena Anaya como notable dupla protagónica.
El amor irrumpe y todo tambalea ¿Qué pasa cuando tu amiga empieza a salir con tu ex? Lucia (Bertucelli), que hace tres años se separó de Ricki (Mirás), se va a pasar unos días con su actual pareja y le pide a su mejor amiga, la desolada Ana, que le cuide la casa y su hija. Y aparece Ricki y bueno, salen a comer y acaban en la cama. No hay más. La historia es chiquita pero está bien contada. Los celos, la amistad, el amor posesivo, el flechazo, las dudas, los códigos femeninos, todo estalla cuando Ana le cuenta a Lucía lo que está pasando y lo que está sintiendo. Es una comedia dramática, pero también tiene humor y pasa con mucha naturalidad de las preguntas al odio, de la sorpresa a la bronca. Hay culpas, reproches, dudas. Lucía siente que Ricki no está en su vida pero le sigue perteneciendo. Y la noticia que le trae Ana la obligará a revisar los alcances y el peso de ese ex que sigue ausente y sigue estando y al que se valora más cuando lo disfruta otra. Galardi (“Cerro bayo” y “Amorosa soledad”) tiene buen oído para el diálogo, destreza para pintar personajes con pocos pincelazos (el jardinero), buen pulso para conducir actores y sobre todo talento para crear climas a través de una puesta en escena que sugiere más de lo que dice y nos enseña que lo explícito está en los detalles. No es un filme redondo. Es moroso, le falta animarse un poco más, pero es creíble, elegante, sensible y con final abierto, una película que, como la vida, deja a todas sus criaturas tambaleando.
Historias breves Pensé que iba a haber fiesta constituye una verdadera rareza en el panorama del cine argentino reciente. No me había convencido para nada Cerro Bayo, la anterior de Victoria Galardi (me debo su debut, Amorosa soledad, del que tengo apenas alguna vaga referencia), pero hay que decir que esta vez la directora se despacha con una película distinguida y refinada, que trabaja con un material voluble al que manipula con una gracia y una seguridad sorprendentes. La historia presenta a dos amigas que se relacionan problemáticamente con los hombres. Una está separada, tiene una hija adolescente y sostiene un noviazgo dudoso; la otra está sola y a los pocos minutos se engancha con el ex marido de la primera. Las fluctuaciones sentimentales de los personajes –su atolondramiento, la sorpresa, el ingenio melancólico de sobrellevar una relación amorosa como si se tratara de un acto delictivo– se observan con una distancia clínica que nunca se confunde con desdén o subestimación, ni excluye tampoco la empatía, ni la mirada que brilla de golpe, expandida bajo el halo de una comicidad elegante y discreta. La directora disecciona en cómicos gestos abrumados, en desesperación genuina o en destellos de deseo el interior de los personajes, detecta con precisión la corriente de atracción sexual que por momentos los atraviesa y establece su carácter inefable como la máquina secreta que late acaso en toda ficción de peso. Pensé que iba a haber fiesta es una película de mujeres cuyo esplendor y dignidad se afirman en cada escena sin menospreciar por ello el poder radioactivo de los hombres que las rodean, estallidos cercanos y esquivos que se contemplan como una fatalidad o alguna clase de fenómeno meteorológico. Los intérpretes pulsan todo el tiempo la cuerda afortunada de un naturalismo orgánico y pulido que parece conducido por una mano invisible. La directora parece mirar a los actores evolucionar por los planos y corta las escenas con un sentido de la oportunidad demoledor que sirve para señalar el tono delicadamente moderno de la película: Pensé que iba a haber fiesta solo está interesada de verdad en los detalles, esa cuerda ligera de movimientos pudorosos, de fragmentos que oscilan y se doblan sobre su propia sombra: la clase de cosa inhallable cuyo poder de fuego se suele escabullir de la mirada como una patología. La película concluye abruptamente mientras arranca una versión no del todo indecorosa de I See A Darkness, la canción que da título al gran disco de Bonnie “Prince” Billy. El interrogante que surge entonces no es ¿qué pasó ayer? –ese descenso directo a la banalidad trasvestido de enigma– sino, más bien, ¿qué pasará mañana? Como toda película que aspire a alguna forma de grandeza poco recompensada, Pensé que iba a haber fiesta deja la pregunta sin responder.
El tercer film de Victoria Galardi (“Amorosa soledad”, “Cerro Bayo”), “Pensé que iba a haber fiesta”, transita por los laberínticos caminos de la frustración, la soledad y la persecución de sueños que no pueden concretarse. Los personajes van a la deriva, en busca de un tiempo o un lugar que los convoque a compartir sus soledades. A primera vista, al parecer, los protagonistas son invocados por el azar a reunirse en una casa en el barrio de Belgrano “C”, de clase media alta, en la cual transcurre casi todo el relato. La dueña de casa, Lucía (Valeria Bertucelli), decide invitar a su íntima amiga, Ana (Elena Anaya), una bella actriz española, a compartir por unos días su chalet. En realidad lo que le solicita es cuidar de su hija, hacerse cargo de la casa y a la vez disfrutar de ella como si fueran unas mini vacaciones, ya que ésta tiene pileta de natación y buen solárium. Ese pedido no podía habérselo hecho a su ex, Ricki (Fernán Mirás), padre de su hija adolescente, con un manifiesto comportamiento inmaduro como si tuviera miedo a ingresar en la ruta de la vejez, con el que mantiene una relación distante y hasta por momentos agresiva, porque sabía que no podría cumplir con el compromiso acordado. Lucía tiene una nueva relación afectiva, Eduardo (Esteban Bigliardi), que paulatinamente va deteriorándose. Por eso planeó el viaje al Uruguay en un intento por unir los fragmentos de un amor que poco a poco iba despareciendo. En medio de la historia hay una adolescente, Abi (Abigail Cohen), que no sabe bien hacia adonde dirigirse ya que ella también está presa de sus propios conflictos, y su realidad se circunscribe en un espacio alejado de los adultos. El espectador que busca o intenta encontrar un relato tradicional en el filme, con un principio, un conflicto y un desenlace, se equivoca, lo que la directora presenta en él son situaciones cotidianas, climas, momentos de un grupo de personas que viven cada una inmersa en su mundo y que circunstancialmente se enfrentan al otro. El conflicto surge al final, cuando ya casi termina la historia. En las pequeñas subtramas aparecen personajes como el jardinero (Esteban Lamothe), y parte de la familia de la nueva pareja de Lucía, un amigo, un hermano cocainómano, su mujer e hijo y el perro. Estas escenas si están o no están dentro de la peli es lo mismo porque no aportan nada al crecimiento del conflicto, sirven sólo para dar un cierto toque de humor a la propuesta. La película habla más por lo que no se sabe que por lo que dicen los protagonistas, ya que éstos son personajes borrosos, sea porque no están bien propuestos por la guionista o porque ellos por sí mismos intentan mostrar una la realidad que no sólo se agota en las apariencias y que el mundo continúa más allá de donde hasta ahora habían creído y lo hacen de forma no familiar, vulnerando el espacio, el tiempo y la causalidad. Existe en ellos una fuerza que trasciende sus conciencias, mientras creen estar comportándose por la determinación de su voluntad, obedecen a leyes que transgreden continuamente esa voluntad. La impresión del espectador será que existe un orden escondido e inescrutable que guía los pasos de los protagonistas. El filme habla sobre dos mujeres, que a pesar de la amistad, pueden sacar sus uñas en el instante en que una de ellas viola el espacio íntimo de la otra. Se plantea también la cuestión de pertenencia. Es decir: “este hombre no está conmigo, pero igual me pertenece y no hay derecho a estar con él. Es uno más de los objetos que están en mi casa”. “Pensé que iba a haber fiesta”, es una realización con rubros técnicos de gran excelencia, y que pese a errores de estructura se podría inscribir en la corriente neonaturalista, ya que refleja situaciones o fragmentos de la vida de un modo no convencional, que como ésta nada es igual a lo que se piensa; y en un momento todo, lo que parecía tranquilo, estalla y se convierte en infierno.
El código que se rompió Los códigos de la amistad son inalterables. A menos que haya un romance de por medio. Al menos así lo entiende Ana, quien se enamoró del ex marido de su mejor amiga, y encima tuvo sexo en la mismísima casa de esa mejor amiga. Una pinturita. Victoria Galardi construyó un relato paisajista. Su misión fue contar lo fácil que es destrozar una confianza de años con la tan mentada excusa del amor. “Simplemente pasó”, le dice Ana (la bellísima Elena Anaya) a Lucía (la siempre efectiva Valeria Bertuccelli). Pero la habilidad de la directora de “Cerro Bayo” se demuestra más en la forma en que exhibe los ratos de ocio en el verano de diciembre de una familia clase media alta. Y en las charlas superficiales plagadas de lugares comunes típicas de las cenas de fin de año. También Galardi husmea en los mitos vinculados a la vida de excesos que sobrevuelan a los artistas, y lo hace en un tono muy cercano a la comedia. Ana es una actriz española de medio pelo que llega al hogar de Lucía con dos objetivos: cuidar de Abigail, la hija de su amiga, y de paso disfrutar de esa linda casa con pileta ubicada en un barrio privado. A Ana le interesa disfrutar de la soledad mientras espera que un director de cine la convoque para una película. Pero en su universo íntimo no contempló que iba a reencontrarse con Riki (un sobrio Fernán Mirás), quien la seduce desde el primer minuto en que la ve y logra ampliamente su cometido. Ana goza y sufre de esta relación. Sabe que le hizo trampas al código de amistad que lleva con su amiga, pese a que hacía tres años que Lucía se había separado de Riki. Galardi sólo puso el eje en esta coyuntura dentro de la relación de amistad. Y con una simpleza contundente deja abierta la reflexión para quien lo vivió, o podría vivir, una situación semejante.
Cuando la amistad se pone a prueba. Esta es una historia algo intimista donde se busca llegar al espectador con un tema que puede ingresar en la vida de cualquiera. La historia se desarrolla entre Navidad y año nuevo, una de las protagonistas Lucía (Valeria Bertuccelli) invita a una gran amiga Ana (la española Elena Anaya, “La piel que hábito”) a pasar unos días en su casa para que descanse, el lugar cuenta con un importante jardín y pileta de natación, mientras ella se va unos días con su pareja Eduardo (Esteban Bigliardi). Cuando ella vuelva unos días antes de año nuevo festejaran todos juntos, también con algunos familiares. Le deja todas las indicaciones del funcionamiento de la casa, pasaran el jardinero y su ex pareja Ricki (Fernán Mirás) a buscar a su hija de Lucía Abi, ellos se encuentran separados hace unos 3 años. Será cosa del destino, Ricki llega temprano a buscar a su hija y se encuentra con Ana, a quien no veía hace algunos años. Un tiempo más tarde ese acercamiento casual e inesperado termina en una salida, ambos no tienen compromisos y comienzan un intenso romance. El conflicto se presenta cuando vuelve Lucía ¿Cómo harán ellos para contarle este amor que surgió? ¿Cómo lo tomará? ¿Aceptará está relación? ¿La deben ocultar? ¿Pero por cuánto tiempo? Y así surgen ciento de preguntas, también hay algunas subtramas. La directora del film es Victoria Galardi, recordemos uno de sus películas “Cerro Bayo” (2011), y el ritmo es lento como en esta, donde tarda mucho en mostrar como se desencadena el conflicto. En su anterior historia la protagonista intenta suicidarse, en el momento que se encuentra en coma, sus hijas, yernos y nietos, va saliendo lo peor y lo mejor de cada uno de ellos. En “Pensé que iba a haber fiesta” va logrando buenos climas, con algunos buenos planos, silencios algo alargados, tarda bastante en llegar que estalle el conflicto, el tema esta que se detiene en mostrar varios detalles, también se toma en mostrar los personajes: el jardinero (Esteban Lamothe, protagonista de “El Estudiante”), Emilio el hermano de Eduardo, el sobrino Pablo y su cuñada. Las actuaciones son correctas tiene un buen lucimiento con el estilo típico de Valeria Bertuccelli, sus miradas, gesticulaciones, expresiones y diálogos, un tono para emocionarse, es acertada la breve presencia de Fernán Mirás, realiza una interesante interpretación, la actriz española Elena Anaya es encantadora, se luce en la escena del baile, transmite su incomodidad, está el entrecruce de miradas muy rico y lo que siente. Dentro de lo técnico y la musicalización la directora demuestra una vez más su profesionalismo; habla de la amistad, las traiciones, lealtad, los secretos y la culpa. Pero lamentablemente la historia crece y sobresale llegando al final, no tiene sorpresa, por momento resulta un poco tediosa, un guión simple, le falta profundidad y termina decepcionando.
Sobre la amistad y sus códigos Dos mujeres, Lucía y Elena, entran en conflicto a partir de un hombre, Ricky. Pero el tema de Pensé que iba a haber fiesta no es el triángulo amoroso, sino la amistad y los códigos de lealtad que la rigen. No se sabe desde cuándo Lucía y Elena son amigas. Sí, que Elena lleva ocho años viviendo en la Argentina, donde llegó para un rodaje y se afincó. Que es una muchacha con una vida pasional intensa aunque de ella --y de otras cuestiones-- ofrece pocas explicaciones. También que disfruta de su soledad y de su independencia. Sin trabajo por el momento, acepta la propuesta de Lucía de cuidarle su casa durante unos días, entre la Navidad y el Año Nuevo. Lucía vive en una situación acomodada, en una casa con pileta --donde transcurre la mayor parte del relato--, que comparte con su hija adolescente, producto de su matrimonio con Ricky, de quien Lucía se separó hace tres años y a quien califica de "patético". Lucía está en pareja "cama afuera", desde hace siete meses, y es con su novio con quien hará esta escapada a Uruguay. En ese lapso, a Elena sólo le cabrá la responsabilidad de disfrutar de la casa hasta que la dueña regrese y abrirle la puerta a Ricky cuando venga por Abi. Un saludo cortés entre Elena y Ricky; el recuerdo de la última vez en que se cruzaron y alguna consulta respecto de la bomba del filtro de la piscina que no funciona, no parecen motivo suficiente para un llamado posterior. Sí, el hecho de que Lucía y Ricky están sin pareja y accesibles para una cena y una noche de sexo. Lo que inicia como una cita sin mayor trascendencia, se repite y disfruta, pero se complica con la vuelta de Lucía. ¿Qué hacer? ¿Cortar o continuar? ¿Blanquear ante Lucía o esperar hasta ver cómo evoluciona la relación? ¿Optar por el amor o dejarlo pasar en nombre de los códigos de la amistad? Las preguntas aparecen para protagonistas y espectadores y, al menos para los segundos, quedan planteadas al cabo de una película que la directora Victoria Galardi presenta con un excelente gusto estético y una sutileza que alude a la fragilidad de los vínculos. Diálogos --algunos casi monólogos de Bertucelli-- como silencios eternos, sirven para introducir al espectador en un ambiente íntimo y a experimentar la vibración de los personajes, en tanto los sentimientos y situaciones suceden y conducen a un final abrupto aunque posiblemente, no definitivo.
El amor después del desamor Lucía (Valeria Bertuccelli) que está a punto de emprender un viaje con su novio, recibe a una amiga, Ana (Elena Anaya), a la que dejará cuidando a su hija adolescente, Abi, y por supuesto, la casa donde vive, en un coqueto barrio de las afueras de Capital Federal. Ana no está en pareja y se sobreentiende que la causa es que no es muy estable en ese aspecto de su personalidad. Cuando recibe al padre separado que cumple su régimen de visitas con Abi, que se llama Ricky (Fernán Mirás) y al que conoce vagamente del pasado lejano, queda flotando la sensación de que hay allí algunas puertas abiertas. Horas más tarde, Ana y Ricky están en una relación. Pensé que iba a haber fiesta es una buena película, que con las herramientas de la ficción invita al espectador a reflexionar sobre una situación social poco frecuente, en la que los prejuicios se vuelven la paja en el trigo. Lástima que no sea un filme todavía un poco mejor, porque estaríamos hablando de algo ya coronado. La directora Victoria Galardi (este es su tercer largometraje) monta un colchón dramático muy atractivo en la base de la historia, pero en algunos momentos trascendentes se queda corta de recursos. Un poco se entiende, porque es una artista joven, y el lápiz se le corre por ejemplo en esos diálogos que requieren cierto rodaje en la vida, como la confesión de partes de las dos amigas. Igual la falla se siente. Es como pagar para ver un malabarista que lanzará cinco pelotas al aire, pero termina dando un show solo con cuatro. El desenlace de la historia es otro punto importante a conversar. Está entre lo abierto y lo abrupto. Dejar preguntas para que las responda el espectador es nutricional, pero con esta película la sensación es que se dejaron líneas argumentales enteras afuera. Vemos la reacción de Lucía por la confesión de Ana, pero no lo que ocurre entre Ana y Ricky, o entre ambos padres y su hija Abi, o entre Lucía y su actual pareja, o entre Ana y Abi, con quien se había hecho compinche durante el tiempo que pasaron juntas. Parecen momentos demasiado importantes como para soslayarlos, pero también es verdad que este filme pretende no ser grandilocuente, y se aferra a esa convicción casi sin fijarse en el precio. Otra virtud de las muchas que tiene, entre ellas, la de ser una película sencilla, responsable, y bastante entretenida.
Los sentimientos a prueba “Pensé que iba a haber fiesta” ya indica desde su título que las cosas y los sentimientos no son tan previsibles como parecen y su premisa central, que bucea entre los límites de la amistad y el deseo, expone la fragilidad de algunos lazos convencionales que se consideran sólidos y establecidos pero donde el azar desencadena algo no previsto. La historia sucede al comienzo del verano, entre Navidad y Año Nuevo, cuando una amiga (Valeria Bertuccelli) llama a otra (Elena Anaya) para que cuide por unos días de su casa y su hija adolescente, mientras ella sale a consolidar su nueva pareja en un breve viaje de segunda luna de miel. Le deja a su bella amiga todas las instrucciones sobre el manejo de la casa y cómo actuar cuando su ex marido pase a buscar a la hija, previniéndola que éste es tan irresponsable al punto de que si dice pasará a buscarla a las 10, hay que calcular que efectivamente puede llegar alrededor de las 16. Pero toda esa realidad que el personaje de Bertuccelli cree tener bajo control (como la confortable casa, el jardín, la pileta y su funcionamiento) también transcurre impulsada por factores más profundos que lo que está al alcance de la mano y de la vista. Entonces las cosas no funcionan, el filtro de la pileta se tapa, aparece un jardinero en lugar de otro y el ex marido llega puntual a buscar a su hija. También como las personas son tan poco previsibles que los objetos, surge una inesperada atracción entre la hermosa amiga (Anaya) a cargo de la casa de la otra (Bertuccelli) y el ex marido de la tercera ausente. El conflicto principal de la película es éste y sobre ese sentimiento gira la cinta. De un argumento simple obtenemos una película fresca, sutil y mucho menos liviana de lo que parece. Con sello propio La directora y guionista Victoria Galardi va entretejiendo la trama, con algunos disparadores y desprendimientos que no aportan demasiado al centro de la cuestión pero aportan un humor especial como el personaje del jardinero (Esteban Lamothe, el de “El estudiante”) y de un pariente anodino que parece estar atrapado en una adición destructiva sin que su pareja ni su hermano puedan ayudarlo efectivamente. La película no se propone ahondar en el costado dramático sino que se limita a mostrar a veces con una sonrisa cómo estos personajes manejan su vida como pueden. Los personajes secundarios aportan una cuota de humor y simpatía para encuadrar la historia que se cuenta con una enorme naturalidad y escapa al ritmo de lo que sería un filme más comercial: introduce tiempos reales y fundidos abruptos para los cortes. La cineasta maneja con seguridad un espacio donde, con inteligencia bienhumorada, afloran las aristas del mundo femenino en el que la amistad, el miedo y la culpa se enlazan con las posturas éticas. Por eso mismo, es una película que invita a la polémica después de verla. Con profesionalismo desde lo técnico, la historia crece y sobresale llegando al final, logrando buenos climas, con planos acordes y un montaje bastante expuesto. No es habitual encontrarse con una autora que domine con naturalidad la puesta en escena, los diálogos y la dirección de actores. Se advierte una permanente intención de que Galardi busca escapar a las fórmulas y convenciones de la comedia comercial en las resoluciones de las situaciones y que evita una edición invisible, lo que le quita cierta fluidez narrativa sin impedir que sea un film atractivo en su propuesta, con un sello inconfundible de película de autor.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Publicada en la edición digital #251 de la revista.