Miserias de la aristocracia Si bien para el grueso de los lectores la figura de Guy de Maupassant está relacionada con la ironía social de Bola de Sebo (1880) y el terror psicológico de El Horla (1886), sus dos cuentos más famosos, o con la descripción de la degradación del gigoló protagonista de Bel Ami (1885), su novela más adaptada a la pantalla grande, lo cierto es que el francés fue uno de los adalides del naturalismo y la prosa sutil y sencilla aunque poseedora de la potencia suficiente para delinear los rasgos principales -y sobre todo, la hipocresía- de la sociedad de su tiempo. De hecho, su primera novela, Una Vida (1883), es una de sus obras capitales porque adquiere la forma de un eco de Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, en el campo del retrato de las condiciones de opresión que sufrían las mujeres de buen pasar en la Francia del siglo XIX, lo que nos lleva a imaginar las penurias del resto de las féminas. La película que nos ocupa, Una Vida, una Mujer (Une Vie, 2016), es precisamente una traslación de ese trabajo literario de Maupassant: si pensamos al opus sólo en términos cinematográficos, podemos afirmar que unifica tres características clásicas de los dramas franceses, léase los relatos ambientados en contextos campestres, las historias de amor autodestructivo y el análisis del costado menos luminoso de las clases acomodadas, estén estas condensadas en los sectores burgueses o en la aristocracia bucólica, como en este caso. Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que hablamos del periplo de Jeanne (Judith Chemla), una joven llena de ilusiones que se casa con Julien (Swann Arlaud), un hombre miserable y abyecto que será el primer mojón en una serie de catástrofes personales para la mujer que involucran a las leyes sociales en torno a la familia, la religión y el matrimonio. El director y guionista encargado de la adaptación, Stéphane Brizé, conocido en especial por las relativamente interesantes Une Affaire d'Amour (Mademoiselle Chambon, 2009) y El Precio de un Hombre (La Loi du Marché, 2015), redondea un film digno que sin embargo no llega al majestuoso nivel de la novela, quedándose en una versión un tanto esquemática de lo que podría haber sido una obra más aguerrida sobre los atropellos sistemáticos que el género femenino debía soportar en aquella época. Aun así, el cineasta enfatiza la entereza de Jeanne frente a este mundo controlado por los títulos nobiliarios y la fauna masculina mediante diversos contrapuntos entre los pasajes de felicidad de la vida de la protagonista, previos a los conflictos que genera la convivencia y las infidelidades de su esposo, y la angustia de Jeanne ante el rumbo que va tomando su atormentada existencia. Definitivamente la responsable excluyente del éxito de la propuesta es Chemla, una actriz excelente capaz de transmitir todo el desencanto, las frustraciones y los pesares de Jeanne a través de su rostro, columna vertebral de la arquitectura dramática de Brizé y su obsesión con los primeros planos de cada uno de los personajes (casi se podría decir que esta decisión formal, volcada mayormente al lirismo, viene a reemplazar/ tratar de equiparar los párrafos ensoñados del libro de Maupassant, por cierto lográndolo sólo de a ratos). La caída en desgracia de la protagonista, en esencia por la acción de terceros, los problemas amorosos y la desaparición de la fortuna, constituye el pivote de un relato -por momentos etéreo, por momentos descarnado- que en su conjunto funciona como un pantallazo certero por las miserias e injusticias de la aristocracia, muchas de las cuales pueden extrapolarse a nuestros días vía la eterna presencia de rasgos como la hipocresía, la abulia y esos tristes facilismos acríticos que tantos individuos tienen incorporados en su ADN social/ familiar…
“Una mujer, una vida”, la nueva película de Stéphane Brizé (el último film suyo que pudimos ver en nuestro país fue “El precio de un hombre”, 2015) está basada en “Une vie”, la primera novela escrita por Guy de Maupassant. Situándose en Normandía en 1819, la historia se centra en Jeanne, una chica joven, inocente y llena de sueños infantiles que se reflejan en la vuelta a casa luego de pasar años estudiando en un convento. Pero rápidamente se ve envuelta en un matrimonio con un hombre del pueblo y su vida pegará un giro, rompiendo sus ilusiones. “Una mujer, una vida” retrata la posición de la mujer en una época en particular, en la cual debía tener que soportar ciertas situaciones solamente por su condición de género y ocupar el lugar que le correspondía en ese entonces. Es interesante que se muestre este rol enmarcado dentro de la aristocracia y que no solamente era una cuestión de clase, sino que se daba de forma transversal a todas ellas. La fotografía acompaña al argumento con un trabajo impecable. Tanto los momentos como los recuerdos felices están caracterizados por tener colores fuertes y vívidos, mientras que el presente o las situaciones dificultosas están empañadas de tonos oscuros. Al ser una película de época la ambientación y la vestimenta también están confeccionadas acorde con el siglo tratado. Judith Chemla es quien se pone al hombro la película, interpretando a Jeanne, a través de sus gestos, miradas y diálogos intensos. “Una mujer, una vida” no le proporciona toda la información servida al espectador, sino que el mismo debe estar atento durante todo el film, ya que existen varias idas y vueltas en el tiempo (de momentos felices del pasado a instantes desventurados en el presente); tendrá que seguir el hilo del argumento. El ritmo que presenta la cinta es pausado y punzante, lleno de dramatismo, aunque finalmente deja un mensaje esperanzador. En síntesis, “Una mujer, una vida” es una película correcta por su historia y parte técnica, sobresaliendo la interpretación de su protagonista. Un film que atrapará a los amantes del cine francés, ya que presenta un ritmo y una construcción del relato particular que puede no ser para todos los gustos.
Una vida, una mujer: Variaciones de la naturaleza humana. “Hay, en todo, algo inexplorado, porque estamos habituados a no servirnos de nuestros ojos, sino con el recuerdo de lo que se ha pensado antes que nosotros sobre aquello que contemplamos”. Guy De Maupassant (1850 – 1893) Stéphane Brizé, que también dirige, y Florence Vignon son quienes trabajaron sobre el relato del célebre Guy de Maupassant, autor francés, padre de Bola de Sebo (1880) y la impresionante El Horla (1882), relato por el cual tuve el placer de conocerlo. Une vie, publicada en 1883, es una novela hija de su tiempo, de ese que el autor tanto renegara, el naturalismo literario que Émile Zola iniciara con tanto éxito. Relato austero que se enfoca en la narración de una historia, lejos de las florituras literarias, atento siempre al comportamiento y las reacciones de los personajes ante los avatares de la vida que no podrán modificar, solo sortear y soportar, pero sin melodrama. Conciso, puro, un acercamiento casi de observación científica. La belleza entonces radica en la elaboración de la prosa; “Cualquier cosa que se quiere decir sólo hay una palabra para expresarla, un verbo para animarla y un adjetivo para calificarla” decía el autor. Exponer esto en imágenes, puede parecer sencillo, pero dista mucho de serlo, porque la naturalidad no es provocada, ni construida es un simple discurrir de acciones de acuerdo al suceso. Algo que Brizé ha sabido captar con la elegancia propia de los que se atreven. La loi du marché (2015) film anterior de él cursaba las mismas maneras, con esa cámara que observaba sin intervenir, quieta para absorber los sucesos, estoica para no mentir los hechos. En una magnífica reconstrucción de época, en que hasta la luz natural es tenida en cuenta, quizás no con el preciosismo con que se inspiró Stanley Kubrick en Barry Lyndon (1975), pero sí con la suficiente eficacia para que las sombras dibujaran en los rostros y escenarios los matices, a veces tan bien ocultos por los flemáticos noble provincianos. Una construcción de los escenarios que Antoine Héberlé, con su fotografía, supo sacarles unas bellísimas variaciones. “Normandía, 1819. Jeanne es una chica joven, inocente y repleta de sueños infantiles cuando regresa a casa tras estudiar en un convento. Pero tras casarse con un hombre del pueblo, su vida pega un giro y sus ilusiones se rompen”. Pero es la cautivante construcción del personaje que Judith Chemla logra lo que lleva al film a otro nivel, lejos del acartonamiento de toda película de época, sabe dotar a Jeanne Le Perthuis des Vauds, personaje protagónico del film, de una frescura y sensibilidad excepcional. Y es allí donde el trabajo de Yolande Moreau (a quien amamos desde la preciosa Le tout nouveau testament – 2015), Swann Arlaud y Jean-Pierre Darroussin crea el entorno perfecto para el desarrollo de esta vida, una que navega calmas y tormentas con la intensidad justa, con el equilibrio y desaforado desquite de un simple mortal. Quieta y susurrante, atemporal y de una elegancia soberbia es Une Vie y un placer de contemplar así en la dicha como en la misma derrota, cruel, pero con la gracia de un burgués atemperado.
Una vida más Basada en la novela debutante del escritor naturalista Guy de Maupassant, Una mujer, una vida (Une vie, 2016) trata sobre la vida de una mujer que no sabe cómo dirigirla, y la forma en que simplemente sucede más allá de sus esperanzas o intenciones. Judith Chemla es Jeanne, una ingenua joven que ha pasado toda su vida contenida en la granja familiar. Llega un tipejo a su vida, Julien (Swann Arlaud), de credenciales dudosas y con fama de deudor, pero para Jeanne es amor a primera vista y lo desposa al instante. Cuando el idilio concluye Jeanne se encuentra sola en una casa extraña, abandonada por su marido que se va de negocios o cacería, y a merced del frío y la oscuridad (la leña y las velas son caras, protesta Julien). Julien se frustra con Jeanne, y Jeanne a cambio traslada su enojo a la servidumbre. No es una conga de infortunio pero por cada buena nueva, la vida le retruca con otra mala. Y Jeanne, personaje pasivo que es, simplemente acepta lo bueno con lo malo. La inacción siempre es su curso de acción. Y cuando no, la solución a sus problemas es la retracción: mentir, endeudarse, retirarse, todo con tal de ignorar el conflicto un poco más. Jeanne es una mujer que toma prácticamente todas las decisiones erróneas a todo momento, que no sabe elegir sus batallas, y que deposita valor en todas las cosas que no debería. La película es de época, vale la aclaración, pero no hace gala fastuosa de la dirección artística ni de los decorados ni plasticidades por el estilo. Está filmada muy, muy de cerca a los rostros de los personajes, y notablemente el trabajo de cámara es tal que se los aísla en encuadres cerrados, enajenándolos del típico plano-contraplano o toma grupal. Siempre hay una sensación de distancia, de mundos aparte. Es un procedimiento muy discreto que construye una distintiva soledad en el mundo de Jeanne. El ritmo de la película emula la lentitud bucólica de la novela quizás demasiado bien, entre que las escenas se alargan como si intentaran llenar el tiempo y a veces se hace el mismo punto en dos escenas por separado. Un recurso en particular se vuelve molesto y predecible – la idea de que cada vez Jeanne pierde algo o a alguien – cosa que pasa seguido – asistimos a la proyección de flashbacks silenciosos mostrando un tiempo en la vida de Jeanne en que semejante perdida jamás hubiera sido contemplado. Una ironía casi juvenil de parte del director Stéphane Brizé. Como reflexión sobre las decepciones e ilusiones de la vida, Una mujer, una vida está expertamente armada y a pesar de la lentitud hace un excelente planteo acerca del determinismo al que la experiencia humana está sujeta. La última línea de diálogo resume bien el film y por extensión la vida de Jeanne: la vida nunca es ni tan buena ni tan mala como uno se la espera. “Diferente” es lo que quiere decir.
Está basada en la primera novela de Guy de Maupassant, dirigida por Stéphane Brizé con una gran actriz protagonista, Judith Chemla. La vida de una mujer que pertenece a la nobleza provinciana, que luego de haber estudiando internada en un convento regresa a la tranquila y plácida vida con sus padres. Un gran contacto con la naturaleza, el cultivo de sus propias verduras, la lectura, el ocio. Pero ese mundo perfecto esta destinado a ser perdido. Un matrimonio conveniente, un hijo y cuando todo parece a la medida de sus sueños, ella descubre dolorosos engaños, de su marido con su doncella, una chica con la que compartió toda su vida, un secreto de su madre, el perdón al marido y una nueva infidelidad que terminara de manera trágica y un hijo que solo sabrá demandarle dinero hasta llevarla a la ruina. Pero esa mujer azotada por su destino que se mostrara como al pasar, con la importancia de los detalles, la voluntad de resistir, la terquedad de la dignidad, Todos los acontecimientos se muestran como gajos de memoria, momentos intercalados con la arbitrariedad de los recuerdos, pinceladas de dolor profundo y una manera única y sutil de resistir aun hasta las últimas consecuencias. Los hechos y la belleza de la naturaleza se entrelazan, igual que los tiempos de esa vida que encontrara una salida a la esperanza más sencilla. El director encuentra la intensidad en las pequeñas cosas, en esos detalles que marcan una vida, una espera que puede ser interminable, una solidaridad que llega cuando menos se la espera, los raptos de locura.
Estilo hiperrealista. Una mujer, una vida no deja de ser, esencialmente, un melodrama con todas las letras escritas de modo claro y legible, pero que nunca se resigna a la mera ilustración. Que la obra del francés Guy de Maupassant ha sido una niña mimada del arte cinematográfico a lo largo de su centenaria historia lo confirma una breve y obligatoriamente incompleta lista de cineastas que, literal o indirectamente, abrevaron en sus fuentes: John Ford, Kenji Mizoguchi, Luis Buñuel, Max Ophüls, Arturo Ripstein. Una mujer, una vida (innecesariamente adornado título local) no es tampoco la primera traslación al cine de Una vida o La humilde verdad, una de las seis novelas escritas por un autor interesado esencialmente en el relato breve: el multifacético Alexandre Astruc abordó magistralmente las páginas del texto original en 1958, con el protagónico a cargo de la vienesa Maria Schell. Y si bien el nuevo largometraje de Stéphane Brizé puede dar la impresión de encarnar en un objeto radicalmente diferente a su anterior El precio de un hombre –con su trama urgente y contemporánea y una temática estrictamente ligada a los problemas de un hombre recientemente desempleado–, lo cierto es que las desventuras cotidianas, a lo largo de las décadas, de la heroína Jeanne –una joven aristócrata de la región de Normandía que caerá inexorablemente en desgracia– se transforma, merced a las formas elegidas por el realizador, en otro retrato de un personaje atrapado en la espesa telaraña de las circunstancias sociales. Más allá del clasicismo que su formato de pantalla casi cuadrado parecería señalar, poco hay aquí del cinéma de papa aborrecido por Truffaut y sí algo más cercano a la aproximación del director de Los cuatrocientos golpes al cine histórico basado en textos literarios, en películas como La historia de Adèle H o Las dos inglesas. Esto es, una aproximación relativamente fiel a la esencia y pormenores de la fuente entrelazada con un estilo que, si bien nunca llega a experimentar con ideales rupturistas, tampoco se amolda a los confortables, pero usualmente estériles placeres de la simple ilustración de la letra escrita. Una mujer, una vida no deja de ser, esencialmente, un melodrama con todas las letras escritas de modo claro y legible: su relato básico es el de una muchacha noble casada con un joven que sólo le traerá desaires, infidelidades y, finalmente, desdichas. El mayor riesgo tomado por Brizé –origen de las virtudes y también de los excesos de su película– es optar por potenciar esos dolores personales y extenderlos a la audiencia a partir de un estilo hiperrealista, por momentos incluso seco, y una estructura con múltiples elipsis y saltos temporales nunca referidos de manera explícita. Si bien los fuertes vientos de la costa del norte de Francia en invierno o la lluvia golpeando los vidrios de un ventanal no dejan de hacer las veces de refuerzos melodramáticos, la música incidental no tiene prácticamente lugar en la banda sonora y algunos de los momentos de mayor potencia narrativa de la novela aparecen apenas referidos o transcurren en estricto fuera de campo. En ese sentido, el realizador parece haber encontrado en Judith Chemla el rostro ideal para transmitir esa mezcla de amor a la vida, temor al futuro y resistencia al dolor físico y espiritual que hacen de Jeanne una heroína en el sentido clásico de la palabra. Una muy lograda serie de escenas en las cuales se encuentra atrapada entre sus obligaciones como esposa (nuevamente, en la aproximación más decimonónica posible de ese concepto), su sentido ético del deber y el miedo a dejar de hacer pie en la estructura familiar y social es la demostración cabal de que el método elegido por Brizé para adaptar el libro rindió sus frutos. En líneas generales, la primera de las dos horas de metraje encuentra un tono más que adecuado para transmitir la profunda insatisfacción de su protagonista con el mundo que le ha tocado en gracia transitar y la mirada contemporánea no puede sino adherir una pátina feminista a todo el asunto. Es durante el segundo y último tramo –con las preocupaciones trasladadas de la órbita del esposo a la del hijo– cuando el film comienza a perder energía vital ante una acumulación de escenas que, muchas veces, refuerzan hasta el cansancio los motivos centrales de la historia. La pérdida de los bienes materiales y el coqueteo con la locura –como en tantas otras historias contemporáneas a la publicación de Une vie– conforman el frente de tormenta de los últimos años de vida de Jeanne, pero también son el origen de una posible y deseada trascendencia. De esa iluminación se encargan los últimos minutos del film, una apuesta osada, aunque no siempre acertada, que vuelve a recordarle al espectador que, en el cine, lo esencial es simultáneamente visible e invisible a los ojos.
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Stéphane Brizé extrae la esencia emotiva de la novela Une vie de Maupassant para filmar una película moderna con un trabajo visual y sonoro remarcable. En primer lugar, el director elige el formato 1.33, que reduce el ancho del marco y contiene a los personajes en su entorno. El retrato de Jeanne, una joven provinciana delicada e ingenua, es al mismo tiempo la biografía de una mujer burguesa cuyo horizonte sensible no pasa de su habitación, su casa y su jardín. El formato de la imagen expresa el encierro de la protagonista y acota la relación de la película con el mundo. Jeanne se mantiene como una niña, tanto en su candor como en sus debilidades: ella no advierte el engaño de su marido ni es capaz de oponerse a los gastos superfluos de su hijo. Jeanne hace frente a la desgracia manteniendo su amor intacto por la naturaleza. La cámara se acerca a la protagonista con un encuadre cerrado en busca de un retrato casi documental de su interioridad: una propuesta poética a través de una coherente composición formal que refleja la melancolía de su heroína. La cámara en mano genera un leve temblor en el cuadro: un desequilibrio constante que hace palpables los latidos del corazón. El trabajo sobre el sonido es de una sensibilidad sorprendente: la lluvia, el viento, el crepitar del fuego, las notas en el piano o la tos de Jeanne cuando está enferma. El montaje juega con la discrepancia entre la imagen y el sonido del mismo modo en que alterna el pasado y el presente. Cada detalle encuentra su lugar: un encaje, una pieza de un juego de madera, una carta manuscrita. La cámara vagabundea por el decorado, acaricia los rostros y los cuerpos y marca el paso de las estaciones y el envejecimiento de los personajes con una notable ligereza. Esta es la fuerza vital de una puesta en escena luminosa que funciona como contrapunto original frente a la oscuridad de la historia.
Reciente visitante del BAFICI, el director francés de El precio de un hombre ganó el premio FIPRESCI en la Mostra de Venecia 2016 con esta poco convencional transposición de la célebre novela. Regresar a Guy de Maupassant y al siglo XIX requiere de agallas y, sobre todo, de talento para no caer en los lugares comunes de las épicas históricas ni en los vicios preciosistas del cine de qualité. Stéphane Brizé sale más que airoso del desafío con una película que -tanto por su tono como por su apuesta narrativa y visual- luce mucho más moderna y feminista que tantos films anquilosados con que nos suele bombardear el cine de época. Judith Chemla se luce como Jeanne, la torturada heroína de familia burguesa en la Normandía de 1819 que va cayendo en la miseria (y en la locura) mientras sufre a la distancia por las desdichas de su hijo en Inglaterra. El espesor dramático y psicológico buscado (y claramente logrado) no se traduce en falta de interés o de fluidez en el resultado final. El director de Mademoiselle Chambon (Une Affaire d'amour), Algunas horas de primavera y El precio de un hombre logra una transposición de la célebre novela naturalista publicada en 1883 que excede por mucho el mero ejercicio reverencial para “traicionar” al autor cuando así lo necesita a la hora de recortar o escatimar ciertos elementos o precisiones y apelar a la inteligencia, el compromiso y el discernimiento del espectador.
Maupassant o el drama eterno de los sueños de juventud perdidos Adaptación de una novela de Guy de Maupassant, esta película del francés Stephane Brizé (Algunas horas de primavera, El precio de un hombre) que fue exhibida la última edición del Bafici pone el foco en el lento y doloroso proceso de desilusión que experimenta su protagonista, la baronesa Jeanne (notable trabajo de Judith Chemla), luego de casarse con un noble de la Normandía rural que le es constantemente infiel. El film privilegia el punto de vista de esta joven cándida y sufrida. Su singularidad y la belleza de su espíritu son, paradójicamente, también los motores de su íntima tragedia. De vuelta en el castillo donde vive su familia luego de pasar un tiempo de rígida formación en un convento, Jeanne adora pasear con su madre bajo el sol por la bella campiña que rodea su fastuoso hogar, mientras sueña con un futuro idílico. Pero la realidad termina contradiciéndola: a su dramático fracaso matrimonial se suman los problemas de su hijo, cuya débil salud no le impide entregarse a una vida disoluta que lo llena de deudas y problemas en Londres. Brizé escapa con inteligencia de los lugares comunes y la solemnidad usuales en las películas de época, desmonta la novela de Maupassant con una serie de flashbacks luminosos que se contraponen con saltos hacia un futuro mucho más sombrío y utiliza un formato poco habitual (1:33, usado sobre todo en el cine mudo) que le permite aludir al angustiante encierro psicológico de su protagonista. El cineasta también recurre con frecuencia a las elipsis, un recurso que fomenta inevitablemente la imaginación del espectador. Y sabe revelar con crudeza, pero sin efectismo, el desencanto paulatino de una mujer cuya inocencia es ahogada por una serie ininterrumpida de traiciones inesperadas. El único consuelo de la desdichada Jeanne proviene de la fidelidad de Rosalie, la abnegada criada que reaparece en su vida ya como amiga y confidente y que pronuncia, sobre el final de la conmovedora historia, una frase sencilla pero contundente ("La vida nunca es ni tan buena ni tan mala como se la imagina") que intenta atenuar la amargura de Jeanne y, al mismo tiempo, rinde evidente homenaje a Flaubert, justamente el principal mentor de Maupassant.
Cuando se juega la dignidad basada en el libro de Guy de Maupassant "Une vie", tiene dos tonos diferentes al retratar a una mujer que en el siglo XIX debe cambiar o sucumbir. No es una película feminista, pero seguramente es más atrevida y decidida -por la época en que transcurre la trama- que muchos filmes sobre el rol de la mujer en la sociedad. Normandía, 1819. Jeanne (magnífica labor de Judith Chemla) es inocente, naif, y está pletórica de sueños hasta que conoce a un hombre que le cambiará la vida, pero no precisamente para cumplir sus anhelos. Jeanne forma parte de la aristocracia, y lo que sucede va más allá de una distinción de clases. La primera parte del filme tiene un tono, y en la segunda, ese acento se altera. Jeanne vive en su propio paraíso, terrenal y hasta pastoral, pero la aparente felicidad se cortará poco después de la aparición de un hijo (no diremos más), que le desencadena situaciones traumáticas. Stéphane Brizé muestra toda la pasividad e impotencia de personaje central, hasta que intenta encontrar cierta libertad en la encorsetada sociedad del siglo XIX. Guy de Maupassant publicó la novela Une vie en 1833, y Stéphane Brizé decidió no quedarse con los toques del cine de qualité, sino jugarse desde lo narrativo. Comenzando con el encuadre (pantalla cuadrada), tomándose sus tiempos, pero sin otorgarle lentitud al relato, sino que deja que los acontecimientos vayan ocurriendo o desarrollándose para marcar las aflicciones de la protagonista. Pero ella y el personaje de Vincent Lindon en El precio de un hombre, la anterior película de Brizé, que veía cómo el capitalismo lo dejaba sin trabajo, tienen puntos en común, por más que difieran de género, de época y de situación. Es su entereza, y el lugar que eligen cuando la dignidad es algo que están a punto de perder. Hay un muy buen trabajo de la iluminación, debida a Antoine Héberlé (Bajo la arena, Medusas, El paraíso ahora), que sabe cotejar las idas y vueltas en el tiempo y marcar con tonos oscuros o más vívidos los buenos tiempos y los malos tragos de Jeanne. Y siempre es un placer ver a Jean-Pierre Darroussin, aquí como el padre terrateniente de Jeanne.
Maupassant, eterno como el agua y el aire Terminado el liceo, una joven se casa con un hombre de carácter firme, que en verdad es solo mal carácter. También es egoísta y desconsiderado, pero ella lo sigue queriendo y perdonando, igual que al consentido de su hijo. Otras personas no lo harán. Otras serán desagradables, y otras, en cambio, la ayudarán a sonreír. "La vida, después de todo, no es nunca tan buena ni tan mala como se cree", deduce ella. Guy de Maupassant escribió esta historia en 1883, la tituló "Una vida. La humilde verdad", y la ubicó en Normandía, pero es universal. Por algo la adaptaron tanto el cine y la televisión, desde Japón hasta Finlandia, pasando lógicamente por Francia. Y acaso también la Argentina, donde ese autor era bastante difundido por "Alta comedia" y "Las grandes novelas". Será cosa de rastrear en los archivos. La versión canónica de Alexandre Astruc con María Schell, 1958, llega hasta la muerte del marido (a manos del marido de "la otra"). La que ahora vemos abarca la novela completa. Claro que para eso desarrolla un estilo fuertemente elíptico, saltea o simplifica episodios, disuelve personajes laterales, en fin. Pero capta muy bien al personaje, el mucho amor y resignación que le permiten sobrevivir, y también capta ese mundo de provincia, los ciclos de la naturaleza, las sencillas alegrías, la consoladora emoción de abrazar a una nieta. Stéphane Brizé, su director, es casi naturalista como Maupassant. Protagonista, Judith Chemia, buena actriz, aunque María Schell correspondía mejor a la descripción del libro.
Este film ya fue reseñado aquí hace meses, pero el estreno se postergó. Adaptación de la novela homónima de Guy de Maupassant, una versión inversa de “Madame Bovary” de Gustave Flaubert, es también una prueba de cómo llevar un gran texto a la pantalla. Brizé ejerce la puesta en escena con sutileza y deja que los elementos melodramáticos surjan del juego entre los intérpretes y el paisaje. Una joya contemporánea.
Esta crónica de una mujer rica con tristeza, adaptación del clásico de Maupassant, sorprende por su capacidad para trazar un retrato de época sin naftalina. Brizé acompaña a Jeanne muy de cerca, en las distintas capas de una intimidad a veces dulce y a veces amarga. Es la historia de una mujer que pasa de un entorno feliz y amoroso, como hija, a un matrimonio humillante. Al que suceden otros capítulos de una vida que no merece, pero no puede impedir. Un drama antiguo, sí, pero con eco feminista y actual. Algo parsimonioso en su desarrollo, pero sin duda virtuoso y atractivo.
Retrato de una Dama en la ventana. Tras una cinta tan necesaria como actual como La Loi du Marché, Stéphane Brizé nos traslada en esta ocasión a la campiña francesa decimonónica con la segunda adaptación de la novela homónima de Guy de Maupassant después de aquella de Alexandre Astruc (desconocida para el que escribe hasta haber indagado y haberla visionado después de ver esta nueva versión) Astruc, antes que director era crítico de cine y al igual que muchos de su época, escribía en Cahiers du Cinema, dónde redactó entre otras, su teoría de la cámera-styló (cámara-lápiz) en la que diferencia y se distanciaba de esos directores que calcaban narrativamente las adaptaciones literarias en el cine sin tener en cuenta los sentimientos y se posicionaba a favor de una adaptación que, aunque traicionase argumentalmente a la obra literaria, mantuviera el espíritu de esta, en un intento de trasladar las emociones de los personajes a la pantalla. Su adaptación sigue firmemente sus postulados y lo que nos encontramos es un melodrama sobrecargado y colorista cercano a los dirigidos por Douglas Sirk, con una Maria Schnell en el papel de Jeanne a flor de piel, al igual que el resto de personajes que pueblan la cinta. Sin embargo, Brizé, sin hacer un calco palabra a palabra de la obra de Maupassant, se aleja de este sentimentalismo romántico y prefiere una puesta en escena más realista, detallando el costumbrismo de la época (estupendas escenas de siembra y recogida) e incluso recurriendo a un estilo cercano a esas películas de Super 8 dónde condensa ese tiempo sumatorio que ya aparecía en la propia novela. Su protagonista sufre, pero más por dentro que por fuera. Es una mujer abnegada frente los sinsabores que le da la vida y de hecho el director expresa esta fuerza interior del personaje en dos momentos maravillosos del filme y que tienen como protagonista fundamental el uso de la ventana. En su libro Imágenes del Silencio: Los motivos visuales en el cine, Jordi Balló hace una exhaustiva indagación y explicación entre otros, de esa imagen tan melancólica y poderosa que es el tener a una mujer en una ventana, un motivo muy repetido en la historia del arte y en el cine en particular y que pierde cierta fuerza cuando el que está junto a ella es el hombre, y entre de las muchas disquisiciones en la que divide este capítulo hay dos que retratan perfectamente las dos escenas tan intensas y eficaces de este filme: los sueños de superación y el recuerdo de la ausencia. Así, cuando al comienzo del filme, la joven Jeanne (interpretada de forma impecable por Judith Chemla en lo que puede ser el mejor papel en su filmografía), llena de vida, permanece junto a esta en una mañana de primavera mientras en off se planifica su vida con su futuro marido, la sensación que percibimos es la de ese primer amor lleno de vitalidad e ilusiones que nos trasporta a otro mundo, ya que para la joven, es también una forma de salir de esa mansión familiar, que aunque acogedora, se comporta como una cárcel, otro motivo que irá aumentando a lo largo del filme, al ser el único espacio donde se muevan los personajes, algo que su formato de 1.33:1, el primer formato usado para el cine tanto por Edison como por los Lumière, incide aún más En contraste, casi al final de la película, la misma posición junto a la ventana, esta vez sin voz en off y bajo un gélido invierno, nos genera una impresión diferente, más triste y melancólica dónde una mirada nos cuenta el pesar de la protagonista esperando la visita de su hijo, que nunca llega, y rememorando todos los obstáculos que ha tenido que sufrir a lo largo de su vida y en la que quizás haya algún resquicio al final para la esperanza.
Soltera no servía. La casi adolescente hija de una aristocrática familia francesa del siglo XIX, regresa al palacio de la familia después de pasar un tiempo en un convento y, como se espera de alguien en su posición, se dedica al ocio de la pintura y la jardinería hasta que le presentan a un joven vizconde interesado en casarse con ella. El hombre tiene evidentes intereses financieros en la unión, pero además parece lo suficientemente decente como para que ella acepte la propuesta. Poco a poco la convivencia hace que Jeanne descubra sus pequeñas miserias y mezquindades, pero su embarazo y su familia la convencen de perdonar las indiscreciones de su marido aunque eso la vaya dejando cada día más sola. Una vida, una mujer (Une vie, en francés original) es justamente eso: una vida. A lo largo de décadas todo gira alrededor de Jeanne y sus experiencias; sobre todo las que poco a poco desmantelan la inocente visión que tenía del mundo en la juventud, para reemplazarla por una versión más cruda que su optimismo le impide terminar de aceptar del todo. Un canto a la elipsis: La protagonista va volviéndose progresivamente más sombría a medida que la vida la golpea, tomando actitudes que no siempre buscan la empatía del público pero que nunca se sienten incoherentes con el personaje. Su pasividad y clasismo -teñidos en ocasiones de una importante ignorancia intencional- pueden resultar chocantes para una mirada actual, aunque habiendo visto el entorno donde se formó sería ilógico que se comporte de forma muy diferente a como lo hace, incluso después de ir descubriendo que el mundo no funciona como había creído toda su vida. Si nos quedamos en la historia que cuenta, Una vida, una mujer no es más que un melodrama del montón. Lo interesante de esta película radica en el cómo lo cuenta, recurriendo a pequeños fragmentos que brindan la información justa y necesaria para que el público complete los huecos por sí mismo, sin necesidad de hacerlo explícito. Si estamos viendo cómo el sacerdote del pueblo y los padres de Jeanne intentan persuadirla de perdonar la infidelidad de su esposo, no necesitamos ver su respuesta si la siguiente escena los incluye a ambos alegremente jugando en el parque con un matrimonio vecino. Muchos de los detalles pivotantes de la historia suceden fuera de nuestra vista, pero eso no dificulta seguir la trama sino que hacen mucho más ágil e interesante la narración de una historia que abarca décadas, y a la que principalmente le interesa hablar sobre los efectos que provoca en la mente y el carácter de su protagonista. Justamente porque la narración depende bastante de lo no dicho es que depende del apoyo de la propuesta visual, algo que logran no solo graduando la cantidad de luz según el ánimo de la escena: también ayuda el uso de planos cortos que transmiten una intimidad casi claustrofóbica, acorde a lo que muestra estar sintiendo la protagonista. Del mismo modo que hacen con la historia, la imagen nos muestra los fragmentos más necesarios, haciéndonos partícipes de los sentimientos del único personaje que importa y dejando fuera al resto. Una vida, una mujerSin embargo, todos estos recursos que tienen motivos para recibir elogios, también quedan viejos antes del final y dejan la sensación de que la película se hubiera beneficiado complejizando un poco más la trama o recortando algunos minutos de metraje, en vez de estirar escenas que no tienen tanto para mostrar, quitándole contundencia al conjunto. Conclusión: Una vida, una mujer es una película discreta pero visualmente atractiva en su sencillez, que se apoya más en generar sensaciones o estados de ánimo que en contar una historia.
Stephane Brizé reinventa el cine de reconstrucción de época con una propuesta sublime, delicada y que apela a la creación de atmósferas y escenarios particulares para aggiornar el clásico de Guy de Maupassant. Una mujer fuerte, un personaje inolvidable, un destello de cine imperdible, como todos aquellos relatos que Brizé nos tiene acostumbrados, y que, en esta oportunidad no se desvía por ser histórico de la crítica más radical.
La historia se desarrolla en el siglo XIX, Jeanne Le Perthuis des Vauds (Judith Chemla) después de sus estudios vuelve al castillo de sus padres, el Baron Simon Jacques Le Perthuis des Vauds (Jean-Pierre Darroussin) y la baronesa Adelaida Le Perthuis des Vauds (Yolande Moreau). Al poco tiempo Jeanne contrae matrimonio con el Vizconde Julien de Lamare (Swann Arlaud) este es encantador, educado y simpático pero pasa el tiempo y Jeanne sufre una terrible desilusión, la infidelidad, el engaño, la enfermedad, la pérdida y la culpa. Todo está narrado y a través de la mirada de esta mujer, se va haciendo un buen repaso a través del flashback, bien interpretada con buenos planos, con encuadres asfixiantes, por momentos su ritmo es pausado, logrando que el espectador llegue a ingresar a este mundo, acompaña una exquisita paleta de colores, fotografía y banda sonora. Una vida que te lleva a reflexionar, amar, perdonar, te deja enseñanzas y algunas sorpresas.
Ahí está el detalle Película basada en la primer novela de Guy de Maupassant, ¨Una vida”, el maestro del cuento de terror francés, poseedor de una pluma naturalista equiparado al estilo de Emile Zola, quien termina de instalarse como un narrador completo con esta novela. El filme es narrado desde los recuerdos de lo que fuera la vida, casi martirológica, de una integrante de la pequeña burguesía francesa de primera mitad de siglo XIX, todavía poseedora de títulos nobiliarios. El director de “Mademoisella Chambon” (2009), “Algunas horas de primavera” (2012) y “El precio de un hombre” (2015) vuelve a construir una historia de personajes, en este caso, como en su ultimo opus, con un protagonista casi exclusivo. Obra intimista, delicada, plagada de detalles. Detalles en las actuaciones, formidable Judith Chemla en la composición de su heroína Jeanne, que van desde los gestos, las miradas, silencios, hasta los exabruptos de la locura, de amor y de odio. Detalles narrativos sostenidos por la dirección de arte en general y de la fotografía pastel, colores opacados sin brillo, en particular, establecidos a partir de un manejo de cámara con planos quietos, lentos si se quiere, sin estridencias, que logra transmitir las emociones por la que circula Jeanne. Detalles en su construcción toda, un gran flash Back, pero con rupturas temporales, con una voz en off que nos va a ir contando que la mueve a esos recuerdos, imágenes aisladas que aparecen como inconexas, pero que terminan por darle coherencia a un relato que de otro modo hubiese dado la sensación de un rompecabezas con piezas faltantes. Detalles de la historia establecida, que se desarrolla casi íntegramente, en un mansión en Normandía, el relato va, más o menos, de los años 1844 a 1819 a 1844. Jeanne es una chica joven, cándida, colmada de sueños infantiles, al regresar a casa, tras estudiar en un convento, lo hace con una vida que cree asegurada. Sus padres anticipadamente a su retorno la han establecido en matrimonio con un joven de la nobleza en desgracia económica, situación muy común en los albores del siglo XIX con una clase burguesa en apogeo. Pero luego, nada es lo que parece, y el sueño se rompe, un hijo, el aislamiento, la crueldad del deber ser, se van minando lo que alguna vez fue un proyecto de vida. Un pequeño espacio, una vida menoscabada, valen de polifonía a una abstracción de lo supuestamente pasional, a una disipación en representación de abandono hacia lo ignoto. Algo de brutal predestinación bosteza en las ansias del personaje de Jeanne. Poéticamente silenciosa, con un solemne uso de la temporalidad entre escenas, pero ensordecedora en tanto desgarradora caída. El merito del director reside en la elección de contar desde la emotividad del personaje una película pequeña, de una historia pequeña, de un personaje pequeño y delicadamente, fuerte, ahí está el detalle.
Una mirada al desencanto La primera novela de Guy Maupassant –que narra la historia de una confianzuda joven mujer de la nobleza francesa que sigue a su esposo y a su hijo mientras la llevan hacia la ruina financiera– recibe una adaptación lenta, sensual e impresionista por parte del director Stéphane Brizé, conocido por otros films tales como El Precio de un Hombre (La Loi du marché, 2015) y Je ne suis pas lá pour etre aimé (2005). A principios del siglo XIX en la región de Normandía, la encantadora Jeanne (Judith Chemla) regresa del colegio de monjas al que asistió al chateau de sus padres, el barón Simon-Jacques Le Perthuis des Vauds (Jean-Pierre Darroussin) y su esposa, la baronesa Adélaïde (Yolande Moreau). Los días idílicos de Jeanne transcurren entre lecciones de jardinería de su madre, reminiscencias de la juventud de su madre a través de viejas cartas, y partidas de backgammon con ambos durante las noches. Las escenas domésticas están impregnadas de detalles de la vida decimonónica mientras que la banda sonora crepita y cruje a partir del hogar a leña siempre encendido. Un día, el pastor local llega acompañado de un posible pretendiente: un muchacho llamado Julien de Lamare (Swann Arlaud). La joven pareja pronto se compromete y, luego de la boda, los padres de ella se mudan a Rouen dejándoles el chateau debido a los modestos ingresos de él y la imposibilidad que tiene el flamante matrimonio de conseguir un mejor lugar para vivir. El amor y la amabilidad que envolvían a Jeanne se evapora lentamente a partir de este momento. Judith Chemla ofrece una actuación desgarradora como la dulce y vivaz veinteañera Jeanne mientras la vida la golpea emocionalmente y es llevada a convertirse, veintisiete años después, en una mujer adulta miserable y demacrada. Una Mujer, Una Vida (Une Vie, 2016) tiene ese tipo de esplendor que no se encuentra en los grandes gestos sino en los detalles modestos, que adquieren relevancia a medida que cada evento insignificante se acumula a los demás para hacer del personaje un retrato completo de quién es. En Argentina se priorizó agregar el género de la protagonista dentro del título y esto, por primera vez, es una elección acertada: si bien su personaje no merece reducirse por ningún tipo de clasificación, su historia está narrada desde su punto de vista, el de una mujer en el siglo XIX que posee una posición indiscutiblemente diferente de la del hombre; su vida es una suma de delicadas pinceladas que la llevan desde fines de la adolescencia hacia la madurez, que la sacan de la inocencia de los años de juventud y la llevan hacia la dolorosa noción de que la adultez se construye a base de mentiras, descubrimiento que hace a través de las numerosas infidelidades de su marido y las secretas cartas que su madre guardó de un amante. Con esta adaptación de la novela homónima, Brizé nos sumerge en la experiencia de una sociedad patriarcal vista desde los ojos de una mujer. La película nos aturde con la habilidad de hacernos sentir la horrible desilusión de Jeanne mientras somos testigos de cómo el color y la vida la abandonan. La decisión del director de fotografía Antoine Héberlé de filmar con cámara en mano y de encuadrar la imagen en una relación 1:33 puede parecer extraña visualmente para un film de época, sobre todo cuando se ofrece mucha belleza natural desde la escenografía, pero los movimientos de cámara y su estrecha ventana hacia el mundo de Jeanne nos permiten experimentar cómo su vida es destrozada por fuerzas que escapan a su control (y al plano cinematográfico). Asimismo, este estrecho encuadre es una opción muy acertada debido a que obliga al espectador a notar tanto lo que está adentro, como lo que lo mantiene todo ahí encerrado. La cámara en mano imparte una cierta sensación de estar vivo, y el exquisito vestuario de Madeline Fontaine responden de manera conveniente para dar cuenta del tono de cada personaje. La historia oscila entre dos tiempos narrativos al contrastar momentos felices con épocas más bien crueles, armando un rompecabezas visual de pequeñas memorias que dan forma a la vida de Jeanne. Luego de establecer la felicidad que siente dentro de la contención de su familia, la vemos brevemente como una mujer adulta rodeada de un paisaje austero, vestida de negro, con sombras que se asoman detrás de sus tristes ojos. A lo largo de la película este vaivén se volverá habitual, y la imagen acompañará el marcado contraste entre los momentos también desde el uso de colores cálidos (muchos de los recuerdos alegres se dan en verano) y fríos. A medida que llega el invierno, Jeanne sufre del aislamiento y del clima, ya sea por la falta de compañía, así como por el trato que recibe de su marido, que frecuenta otras mujeres. Ante el descubrimiento de la infidelidad, Brizé no filma una escena típica de confrontación, sino que elige una secuencia nocturna, oscura desde lo visual, en la que Julien persigue a Jeanne mientras ella grita que quiere escapar. La escena es corta y perturba profundamente cuando el director elige acercar la cámara cada vez más, mientras mantiene un grado de aspereza y ruido en la imagen que hacen que todo se vuelva indistinto. Este film puede considerarse una rara adaptación de una novela del siglo XIX que no necesariamente sigue una trama, pero que sí logra capturar la profundidad de sus personajes, y mientras Brizé juega con la temporalidad narrativa de una manera que no lo hace el libro sobre el que se basa, este mecanismo funciona como el equivalente cinematográfico de una prosa rica en descripciones. Luego de todo lo que sufre Jeanne, hay una terrible ironía en las palabras finales del film que le anteceden a un rápido fundido a negro: “la vida nunca es tan buena ni tan mala como uno se la imagina”. Ni siquiera la que acabamos de presenciar.
Una vida, una mujer narra el camino en vida de una inocente joven de Normandía en el Siglo XIX. Este film, dirigido por Stéphane Brizé, enfoca la pérdida de la inocencia y los sueños por culpa ajena. Une vie – título original – es una versión femenina similar a Barry Lydon (1975) de Kubrick… Entre la comodidad y la búsqueda de la vida ideal, la joven protagonista de la película llamada Jeanne e interpretada por Judith Chemla, está a punto de recibir un balde de agua fría por parte de la realidad. El film de Brizé quita importancia a los momentos felices que merecen ser recordados y se centra en ofrecernos lo crudo, lo impensable y trágico de una vida con esperanzas rotas. Es fácil visualizar el contenido de una película que trata principalmente de tragedias y derrotas monumentales, el problema es que en ese absoluto reflejo de fracasos presentes en la cinta, el guionista no consigue transmitir emociones en los personajes que vemos en pantalla; El constante sufrimiento que vive la protagonista se puede percibir como efectivo en la primer mitad de Una vida, una mujer, pero al avanzar el metraje este sufrimiento se torna cómico para el público. Es un clásico “palo a palo” sin fin. Los personajes tienen un rol de “espectros” de pantalla. Brizé y Florence Vignon -guionistas del proyecto- se encargan de introducir una sociedad de personas de manera burda y desinteresada; no nos importa el destino final de cada uno de ellos por culpa de un guión descuidado que estos dos artistas escribieron como “borrador” final del film; La empatía hacia esta mencionada sociedad de personajes es inexistente si la introducción de cada uno de ellos es similar a un conejo saliendo de una galera y el desarrollo de vida es más corto que el famoso chiste “¿qué le dijo la soda al vino?”. En Una vida, una mujer estamos ante una completa falta de respeto hacia los engranajes que hacen funcionar a una película: los personajes. Tonos grises inundan constantemente el lente de la cámara, y estos mismos van in crescendo a la par de las tragedias que se ven en pantalla. La putrefacción, los hongos y el ambiente bañado en sombras reinan la paz a medida que la vida de Jeanne avanza y la desesperanza cómica empieza a ganar espacio. ¿Por qué digo cómica? la respuesta es simple: no hay un sólo momento de descanso de situaciones fatídicas, la seguidilla de eventos desafortunados es tan lineal que al finalizar esta odisea el resultado parece una broma. Los jueves son los estrenos en la cartelera del cine, pero al presenciar todo el pesimismo sin fin del film, tranquilamente se puede desear que se estrene un lunes y estar tranquilo porque lo peor que nos puede pasar se quedó en ese primer día de la semana.
LA VIDA QUE NO HE VIVIDO “Jeanne, habiendo terminado sus maletas, se apoya sobre la ventana pero la lluvia no cesa. La tormenta, cada noche, había sonado contra los cristales de las ventanas y los tejados. El cielo, bajo y cargado de agua, parecía pinchado, vaciándose sobre la tierra, diluyéndose como hirviente, fundiéndose como azúcar. Las ráfagas pasan, llenas de un calor pesado. El rugido de los arroyos desbordados colman las calles desiertas donde las casas como esponjas, beben la humedad que penetra en el interior y hace sudar los muros del sótano y el granero.” Estas son las primeras líneas de la novela Une vie (1883) de Guy de Maupassant. Primera novela de este icónico escritor francés, un inquietante texto disparador que con audacia, eficacia y emotividad Stéphane Brizé logra llevar a la pantalla grande. Esta introducción breve, ya pone a la vista tres claves de la narración de Maupassant y de la transposición de Brizé: una mujer es el centro de todo el relato, el acto de observar funciona como un espejo del mundo interior del personaje proyectado hacia afuera, y a su vez la naturaleza es la expresión sublimada de los sentimientos del observador. La historia nos cuenta 30 años en la vida de Jeanne, una joven francesa de fines del siglo XIX, cuando con tan solo 16 años sale del colegio pupila para volver al pueblo y a su casa familiar. Es una joven niña llena de sueños y fantasías de amor, deseos de felicidad… deseos de una libertad jamás vivida. Pero su futuro está lleno de desamor, soledad, pérdidas, ausencias y engaños. El desasosiego que la lleva a la locura, será su tormento. A pesar de esto, la historia no es trágica y apuesta a dejar una huella en la continuidad de la vida y la esperanza. Brizé y Mauppasant comparten algunas preocupaciones esenciales sobre la existencia humana: la soledad como condición inalienable, el contexto como condicionante del sujeto y su identidad, el mecanismo de observación para revelar el alma humana y una enorme preocupación por las múltiples formas en las que el mundo emocional estalla de manera silenciosa en el interior de cada individuo. Siendo el sexto filme del director francés, es el primero en el que una figura femenina lleva adelante el protagonismo de la narración de punta a punta. Los textos de Mauppasant, desde sus inigualables cuentos y relatos hasta su breve novelística, fueron reiteradamente adaptados al cine, incluyendo dos transposiciones de la novela Une vie: una en formato televisivo y otra en el encuadre de un filme. Siendo la primera novela escrita por el maestro francés y de claro corte naturalista (cuya figura literaria central de la época era Emile Zola), no se había logrado en adaptaciones anteriores al cine, tal fidelidad y profundidad del universo de esas páginas. Este es el gran logro destacable de Brizé que nace desde el trabajo en el guion, pues respeta con transparencia los núcleos dramáticos de la obra, como los cambios emocionales del personaje reflejando su mundo interior a través del uso del recuerdo evocado; tomando el arco de la vida de la protagonista condensados en 30 años, aun cuando entre nudo y nudo del relato se toma grandes libertades, y a la hora de construir las distintas escenas produce un efecto de fidelidad incuestionable. El trabajo visual bello y preciso es la conjunción de dos ejes en armonía: la fotografía y la cámara. La iluminación nos recuerda a los grandes fotógrafos naturalistas de los 60, donde la luz natural parece envolver a los espacios y los personajes, desde el brillo dorado del sol veraniego enamorado, al plomizo gris de la lluvia y el frío invierno solitario. Y la cámara que elige, un formato 1.33 (o sea, casi un cuadrado), que no deja escapar a nuestra protagonista mucho más lejos de ese encuadre limitado, cerrado como su realidad que se va haciendo cada vez más asfixiante y vacía entre esos cuatro lados del cuadro cinematográfico. Ese formato clásico va acompañado de una cámara que en muchos momentos es móvil, ágil y moderna, en especial cuando Jeanne se recuerda libre, feliz, plena o sino tiende a lo estático y fijo, contrapunto de su realidad esquemática y opresiva. Pero como siempre la cámara no suelta su personaje ni un instante en todo el filme, un sello del más puro Brizé. Una apuesta totalmente original es el uso de lo que podríamos llamar los flashbacks, que jamás sabremos si son evocaciones de pasados imaginarios, pues se ven tan idealizados y perfectos que no parecieran ser posibles, pero a la vez son tan vívidos y sensoriales que se nos pegan a la retina como si no pudiéramos dudar de su veracidad. Y Jeanne sostiene ese hilo de vida con sus memorias falsas o reales, y su hilo de vida no se corta porque alguna felicidad vivida (o no vivida) existe en su mente. Y eso es suficiente para que la muerte no nos lleve para siempre. “En algunos días, entre tanto, un bienestar vital la penetra, volver a soñar, a confiar, a esperar; pues… ¿se puede, a pesar del rigor encarnizado de la suerte, no esperar, cuando hay bonanza? Ella avanza, avanza hacia adelante, en tanto pasan horas y horas, como fustigadas por la excitación de su alma. De tanto en tanto de pronto ella se detiene, se sienta en el borde de la ruta para reflexionar cosas tristes. ¿Por qué ella no ha sido amada como otros? ¿Por qué no ha conocido las simples alegrías de una existencia calma?” Por Victoria Leven @victorialeven