Apitchatpong en su mejor momento. No sorprendería que sea quien se alce con el galardón al mejor film, luego de ejemplares films como Tropical Malady y Syndromes of the Century. El tío Boonmee es una persona que padece una enfermedad renal, decide pasar sus últimos días alejado de la ciudad a un lugar más campestre, fantásticamente aparecen a cenar a su mesa varios invitados inesperados, entre ellos el fantasma de su mujer y una combinación de animal de bosque con ojos encendidos, reencarnación de su hijo, todos ellos con algo que decir, crear un ambiente fraternal y dialogar. Este le indica que hay muchos de ellos esperando, visitando, observando a los vivos, escuchan los diálogos, las plegarias y cada vez que un vivo los menciona. El film es de lectura compleja, tono espiritual al que ya nos tiene acostumbrados Apichatpong, una fascinación para los sentidos.
Esta es otra de las candidatas al Oscar en el rubro Mejor Película Extranjera, además de "Un Prophéte", "La Teta Asustada" y "The White Ribbon", que compitió (y perdió) contra "El Secreto de sus Ojos". El debut como directores/guionistas de Scandar Copti y Yaron Shani presenta cinco historias separadas en capítulos que se entrecruzan al mejor estilo "Crash". El título del film se refiere al nombre del barrio donde arranca la primer historia. Omar es un israelí que trata de evitar el asesinato de los integrantes de su familia, luego de que su tío hiere a un importante miembro de una banda y su familia se convierte en blanco de venganza. Malek es un palestino refugiado trabajando ilegalmente en Israel que quiere conseguir plata para una operación de su madre y termina involucrado en el tráfico de drogas. Dando es un policía judío en busca de su hermano desaparecido. Binj es un palestino que intenta mantener una relación con una chica judía. Cada capítulo se enfoca en un personaje, el cual está relacionado con algunos participantes de las restantes historias. Cada uno de estos relatos van hacia adelante y atrás en el tiempo a través de "flashbacks" y "flash-forwards", debiendo uno estar atento al ida y vuelta para no confundirse. Igual algún dato seguro se escapa, resultando una película ideal para ver más de una vez. Los directores eligieron mayoría de actores no profesionales y muchas de las escenas fueron improvisadas, logrando así darle más realismo a este film israelí. Luego de ver las cinco candidatas a Mejor Película Extranjera, considero que el Oscar ganado por "El Secreto de sus Ojos" fue muy merecido.
Fantasmas, apariciones del pasado, criaturas míticas, hombres y mujeres, todos pueden convivir bajo el mismo techo de un quincho. Eso parece afirmar Apichatpong Weerasethakul, quien dirige El Hombre... con notable poesía y despreocupación por los tiempos narrativos esencialmente muertos. AKMariano Torres. El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme) Alemania / España / Inglaterra / Tailandia. 2010. Dirección y guión: Apichatpong Weerasethakul. Foto Sayombhu Mukdeeprom, Yukontorn Mingmongkon, Charin Pengpanic. Montaje Lee Chatametikool. Con Thanapat Saisaymar, Jenjira Pongpas, Sakda Kaewbuadee, Natthakarn Aphaiwonk. Toda la cobertura del Bafici 2011 aquí Ésto, a pesar de ciertamente prolongarse a veces demasiado, no degrada en ningún momento la película gracias a una bellísima fotografía, y un retrato espectral de dichas criaturas (sombras de la noche en lo oscuro del bosque) capaz de helarle los huelos al más valiante. Y el mérito es que, aunque sí de corte fantástico, no puede -ni debe- hablarse aquí de terror. Sólo de tradiciones, mitología y metáforas que pueden resultar súmamente atractivas para quienes se dejen atrapar por el mundo de este hombre con increíble memoria que va más allá de lo lógico o, por el contrario, tan difíciles de comprender como de deletrear el apellido del director para un espectador una cultura distinta.
En una de las cartas que intercambió con el cineasta y programador Mark Cousins, la actriz Tilda Swinton contaba que cuando vio Tropical Malady en el Festival de Cannes pensó que habían equivocado el orden de los rollos, saltó del asiento y empezó a buscar un responsable por los pasillos de la sala, para que enmendara el error. Swinton recuerda el hecho con un ácido sentido del humor, casi no pudiendo creer lo poco que había entendido del cine de Apichatpong Weerasethakul, y su desconexión con la selva, a la define como “intoxicadora”, y apunta que “la película murmuraba a través del bosque”, y que recién después vio Blissfully Yours: “Mis recuerdos de esta película son muy nítidos y no sólo porque la ví hace poco sino porque recién entonces estaba lista para el bosque”. Más allá de que Swinton emplee indistintamente “bosque” y “selva”, se lo podemos perdonar porque detecta un verbo fundamental: “murmurar”. Efectivamente, al murmurar, la selva de Apichatpong convierte a Apocalypsis Now y La selva esmeralda, o a ciertos films de Sam Fuller y Terrence Malick en ejercicios gramaticales, para quienes hay un solo verde y el espacio es apenas un decorado. En el cine de Apichatpong no hay uno sino cientos de verdes, infinitas gamas de verde, y por entre ellas vamos avanzando, percibiendo no ya experiencias físicas como las que el cine siempre nos da cada vez que se mete dentro de esa fortaleza verde. Ya no se trata de experiencias meramente físicas, o sensoriales, sino de experiencias trascendentes, donde el bosque y la selva son capaces de producir un efecto liberador -como en Blissfully Yours- o bien alucinaciones o impactos hipnóticos -como ese tigre real e imaginario de Tropical Malady-, o ser el escenario donde se verifican las reencarnaciones, como en El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, en ese viaje final del tío, atravesado por un humor que ya asomaba en Syndromes and a Century más que en la parodia fallida The Adventures of Iron Pussy. Decir que Apichatpong es el cine es una obviedad y no hay nada nuevo en esa afirmación, salvo por el hecho de que en el corazón de esa idea está la dimensión fantasmática que perfilan sus películas. Y el cine es un fantasma: una materialidad sin cuerpo, una verdad sin realidad. Inaprehensible y fascinante, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas es capaz de suscitar en el espectador lo que Ungaretti llamaba “el sentimiento del tiempo” a la vez que su abolición, obligándonos a preguntarnos si esas imágenes y sonidos tristes y repetidos, si esas manufacturas cansadas de sí mismas de verdad tienen algo que ver con el cine, si es cine lo que vemos regular, penosamente. Es curioso, porque como suele suceder con los cineastas inventores, al ver sus películas se nos aparecen otras películas y poéticas pero cuando queremos relacionarlas, cuando pretendemos hablar de que hubo origen y continuación no lo logramos, porque el cine de AW siempre sale impecable, casi indiferente o ajeno a todo. Estructuras bifurcadas que se interrumpen para dar paso a otras, fantasmas que se reúnen con los vivos, selvas donde todo es posible incluída una princesa poseída por un pez, familiares que dialogan con sus antepasados intercambiando o entrelazando mutuas memorias, personas que se convierten en animales, la comunidad deviene política y mística. Si es verdad aquello que decía Marguerite Duras, que el cine es lo que no conocemos, entonces las películas de Apichatpong nos dicen que cada intento por conocerlo está destinado al fracaso, pero aproximarnos a ese misterio es lo más cerca que podemos estar de él.
La Palma de Oro de Cannes 2010 consagra definitivamente a uno de los directores más relevantes del cine de la última década. Y es que el responsable de films como Tropical Malady o Syndromes and a Century ha revolucionado el modo de entender el cine gracias a la fuerza de dos conceptos luminosos: la libertad y el misterio. En una era en la que prevalecen las fórmulas establecidas, la obra de Apichatpong (compuesta por largometrajes, cortometrajes e instalaciones museísticas) nos devuelve la fe en las aventuras inciertas: la posibilidad de perdernos en el interior de una película. Como todas las piezas audiovisuales de Weerasethakul, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas es una caja de deliciosas sorpresas, una senda abierta a los misterios del cine y la vida: los enigmas de la muerte se esconden tras cada corte de montaje, la inocencia infantil se evoca a través de fábulas protagonizadas por princesas, la fuerza transfiguradora del amor se encarna en el abrazo entre los vivos y los muertos… Hasta la fecha, los amantes del cine de Apichatpong hemos tenido que perseguir su obra por festivales, museos y otros canales de distribución alternativos. Esperemos que esta Palma de Oro, la más justa en años, normalice la distribución comercial de su cine a nivel internacional. Los espectadores de todo el mundo merecen gozar de la felicidad que provoca la contemplación de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, película protagonizada por un hombre que, al borde de la muerte debido a una dolencia renal, se reencuentra con sus seres queridos, ya desaparecidos, e imagina sus vidas pasadas y futuras. Hilvanada como si de un sueño se tratara, articulada como un frágil ejercicio de memoria, Apichatpong nos regala una película que parece anti-narrativa, pero que en realidad nos ofrece la posibilidad de construir nuestra propia historia. En el fondo, es una película interactiva, libre, sensual y descaradamente gamberra (ojo al mono-fantasma, al pez-gato o al monje budista que es incapaz de vivir sin Internet). Una Palma de Oro que sabe a triunfo colectivo, el de la cinefilia del mundo entero.
El nuevo film de Apichatpong Weerasethakul es un viaje a lo fantástico-maravilloso, una película imprevisible, llena de sorpresas. Boomee está enfermo, y decide ir a morir a su pueblo al norte de Tailandia, cerca de Laos, una región convulsionada políticamente. En la casa de su cuñada, una sensible mujer que lo acompañará antes de su partida, es visitado por el fantasma de su esposa, muerta joven, y de su hijo desaparecido años antes, reencarnado en una suerte de orangután fantasma de ojos luminosos que deambula junto a otros semejantes, en una alusión al pasado trágico del país. Esta apretada sinopsis no hace más que dar una idea de un film que, como los anteriores Blissfully Yours (2002), Tropical Malady (2004) y Syndromes and a Century (2006), rehúsa los nexos lógicos y las relaciones causales, rinde homenaje e incluye elementos de la mitología tailandesa y del budismo a la vez que alude a la represión política, pasada y presente. Apichatpong dijo al presentar su película que la clave es “dejarse ir”, y en efecto, el film es como un hermoso sueño, una experiencia meditativa. Nuevamente, demuestra su talento para filmar la selva, sus lugares y sus sonidos, y cómo interrelacionar lo real con lo mítico. Creo que es uno de los directores más originales del momento, coherente consigo mismo, de una cinematografía bellísima, donde la fuerza de la naturaleza ocupa un lugar tan especial como los mundos paralelos.
Hace menos de un año atrás, le pedi a mi buen amigo, José Luis de Lorenzo que me preste Tropical Malady. Necesitaba saber por qué, tras ganar la Palma de Oro en Cannes por Tío Boonme (me referiré de esta manera a la película para evitar palabras de más) se consideraba a Apichatpong Weerasethakul, el director que estaba cambiándole la cara al cine. Al principio no encontré nada asombroso: una hermosa historia de amor entre un campesino y un soldado. Pero esta película cambia completamente el rumbo cuando, el soldado se pierde en medio de la selva. Lo que sigue no se sabe si es un relato que habría contado el protagonista en medio de la película, un flashbacks o el presente. O todo combinado, con personajes que cambian su forma corporal y se convierten en tigres, siluetas blancas que caminan en medio de la oscuridad de la selva, etc. Realmente, si bien no quede asombrado, me pareció una propuesta muy original y divertida. Para verla concentrado, con tiempo y un litro de café encima para soportar los lentos planos fijos en medio de la selva. Leyendo críticas de las obras de Weerasethakul, todos resaltan la forma en que transforma la selva en un ámbito aislado del mundo. Los misterios interiores de estos parajes exóticos, para nosotros citadinos cómodos e ignorantes se abren y logramos descubrirlos, manipulación mediante del director. Cuántas de estas leyendas son ciertas y cuáles provienen de la imaginación de Apichatpong, habría que preguntárselo a él. Lo que coincido es que realmente en cine, ver esa jungla, meternos en medio de la oscuridad (porque es oscuridad, y no la seudoscuridad que venden las películas de Hollywood) debía ser una experiencia interesante. Tras un año de ansiosa espera, me encuentro en una sala cinematográfica frente al elogiado producto del 2010, motivado por envolverme en esa jungla tailandesa y en cambio lo que encuentro, no es tanta jungla sino un portal al más allá. Literalmente hablando, Apichatpong crea una puerta hacia el mundo de los muertos, pero también hacia mundos paralelos. Por momentos, de forma explícita, en otros, de forma tan abierta, que al cerebro le cuesta entender como un hombre puede crear una realidad alternativa con tanta sencillez de recursos, sutileza y naturalidad narrativa. Nuevamente, no creo que haya algo asombroso en Apichatpong (o sea, no es David Lynch, que te provoca un malestar interno, te desorienta, te mueve cada célula provocando salir temblando de la sala), pero admito que este cuentito, tiene momentos sublimes: una charla entre un hombre moribundo, su sobrino, su cuñada, el fantasma de su esposa y un hijo convertido en Yeti no es algo que se ve todos los días, y que el diálogo tenga tanto ingenio para que no suene forzado o fantástico demuestra que este director tiene herramientas para generar expectativas. En el medio, se infiltran otras leyendas que aportan más bien al tono mítico de la película, que a la trama central de por sí, como la de una princesa que aparece en medio de la selva y es ¿“violada” por el río? Todo es posible en esa selva tropical. Y si todos los elementos fantásticos-oníricos no son suficientes para atraer al espectador, también hay un directa crítica política a los militares que acribillaron civiles en Laos, a la xenofobia que sienten los tailandeses hacia los laoneses que cruzan el río para trabajar en Tailandia, hacia la falta de libertad de expresión del gobierno, hacia los dogmas budistas y fanatismo religioso, hacia el hipnotismo de la televisión. ¿Demasiado? No, porque el director logra combinar todos estos elementos de forma armónica, divertida, sin golpes bajos, con magia narrativa, lirismo, belleza audiovisual. No solamente cada encuadre es perfecto, sino que el sonido es lo realmente envolvente, lo que permite que el espectador se meta en la selva. No tanto las imágenes. Lo más irónico es si uno hace una lista de todos estos elementos que se mezclan en la película, podríamos estar hablando de una epopeya, pero lo cierto es que, si algo se puede criticar es que es una película bastante lenta, que al igual que Tropical Malady debe verse y disfrutarse bien despierto, porque voy a ser honesto, el clima, el paisaje, los diálogos pausados provocan un poco de somnolencia. Diálogos que tienen un contenido espiritual y filosófico bellísimo acerca de la vida, de la muerte, la reencarnación y como la muerte no es el final, sino el principio de otra etapa. Pero eso no es suficiente para convertir en un poco más dinámico al relato, al menos para los ojos de los espectadores occidentales acostumbrados a la velocidad urbana. Sobre estos contrastes ideológicos, sobre las diferencias en los tiempos es justamente donde se centra Apichatpong. La velocidad de la sociedad contemporánea es lo que cuestiona. Quizás me hubiese gustado que no explicara tanto. Que todo quedara más abierto a la imaginación y la comprensión del espectador como sucedía en Tropical Malady. Pero aún, cuando no se trate de una obra tan mística como la anterior, no se puede negar que Tío Boonme es una película especial, que pregona múltiples lecturas, que merece verse más de una vez para apreciarse como Apichatpong y sus vidas pasadas, mandan.
En el más acá Magia tailandesa. Por qué te dejaste crecer tanto el cabello?”, le dice la tía Jen a Boonsang, cuando lo ve aparecer y sentarse a la mesa del patio junto al resto de la familia. La conversación, que podría tener lugar en las circunstancias más comunes, es entre una señora y un hombre que ha vuelto a su casa, luego de estar desaparecido varios años. El tema es que Boonsang regresa convertido en una criatura, peluda como un mono, y con ojos brillantes y colorados, pero eso no parece inquietar demasiado a Jen ni a su cuñado, Boonme. El Mono Fantasma (así se llaman estas criaturas que habitan en el bosque y con las que Boonsang se ha quedado a vivir hasta transformarse en una) no es la primera visita que reciben al enfermo Boonmee (sufre un severo problema renal), su cuñada y sobrino. Un rato antes se había sentado allí Huay, la esposa de Boonmee, que murió hace 19 años y se ha materializado como un fantasma. Más allá de la discreta sorpresa, la conversación prosigue como si nada. Sólo falta el mate para irse pasando. Este raro reencuentro familiar en lo que parecen ser los últimos días de Boonmee (también hay un inmigrante laosiano, que lo ayuda con su diálisis) ocupa buena parte del metraje de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas y pone sobre la mesa las cartas con las que se maneja Apichatpong Weerasethakul en éste, su filme ganador de la Palma de Oro. Aquí, realidad y fantasía se mezclan, el mundo de los humanos, el de los seres que habitan los bosques y el que se mueve en el “más allá” pertenecen a un mismo tiempo y espacio que no es el tiempo y espacio que manejamos habitualmente, y mucho menos el cinematográfico, ya que a Weerasethakul le importan muy poco conceptos como causa y efecto a la hora de pintar su universo. Pintar, uno dice, porque más que contar, el director de Tropical Malady describe un universo, invita a los espectadores a sentirse cómodos dentro de él (lo que lo diferencia de David Lynch, para quien el mundo de sueños y pesadillas siempre tiene un costado siniestro) y convivir con sus criaturas. A mitad de la película, el director desvía su ruta para contar un cuento de princesas y peces parlantes que parece nada tener que ver con la narración, pero cuyos ecos repercutirán en el relato. Hay, dentro del universo de El hombre..., una dimensión política (el tío sufre por los asesinatos que cometió durante la guerra), otra social (la relación entre tailandeses y laosianos) y, fundamentalmente, una familiar, con la muerte, la resurrección, los arrepentimientos y la eternidad del amor como temas desarrollados en voz baja. Dejarse llevar por el filme es entrar en sintonía con esa forma de ver el mundo, salir de la prisión de la narrativa y la pereza de la lógica para adentrarse en un territorio donde lo desconocido se sienta a la mesa; donde la comedia y el misterio se mezclan, y donde muchos ojos rojos nos miran desde el bosque, pero no para asustarnos, sino para darnos la mano y decirnos que, aquí, allá o en cualquier otro lado, todo va a estar bien.
En la última edición de Cannes, el jurado presidido por Tim Burton le otorgó a esta nueva película del joven director tailandés Apichatpong Weerasethakul la consagratoria Palma de Oro, máxima distinción dentro del circuito de festivales. El premio fue reivindicado por los cinéfilos de todo el mundo y, claro, repudiado por aquellos que defienden películas más convencionales. Algo similar ocurrió durante el reciente Bafici y seguramente volverá a suceder a la salida de las escasas cinco salas (tres de ellas con proyecciones en fílmico) que exhiben El hombre que podía recordar sus vidas pasadas en la Argentina. No se trata de engañar aquí a nadie. Tampoco de pedir disculpas por exaltar a un director como Weerasethakul. Es cuestión de gustos, de formaciones, de sensibilidades: para quienes están acostumbrados a una progresión dramática más clásica (introducción-nudo-desenlace), a una trama que "explique" o "justifique" cada una de las situaciones que se plantean, es probable que El hombre que podía recordar sus vidas pasadas los desconcierte, y hasta en algunos casos irrite a más de un espectador. Sin embargo, para quienes tengan la suficiente amplitud de criterios, para quienes se dejen seducir y sorprender por la propuesta del talentoso realizador tailandés, el film regala una bellísima, fascinante, hipnótica y por momentos emotiva historia de fantasmas, espíritus que buscan la reconciliación, reencarnaciones, extrañas criaturas y mitologías milenarias que aborda con lirismo y sensibilidad el tema de la muerte con elementos propios del budismo. Rodada en hermosos escenarios reales del norte de la convulsionada Tailandia, combinando lo real y lo fantástico, lo urbano y los elementos de la naturaleza más salvaje, la tradición y la modernidad, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas resulta la película más "accesible" y "narrativa" (aunque no en los términos en que el público está habituado en los términos del cine occidental) de la singular carrera del creador de Blissfully Yours, Tropical Malady y Syndromes and a Century , todos films apreciados en festivales locales pero que jamás tuvieron lanzamiento comercial. Si la Palma de Oro que le concedió Burton sirve para que algunos miles de argentinos puedan acceder a esta inusual experiencia sensorial (que no es jamás solemne, ya que se permite jugar con el humor y hasta con el musical), bienvenido el gesto del director de Alicia en el País de las Maravillas . Este estreno es un pequeño hito en estos tiempos de pobreza artística, de uniformidad de discursos y estéticas que sufre la cartelera local.
Noche transfigurada El film de Weerasethakul propone aguzar los sentidos, abrirse al misterio, estar dispuesto a descubrir lo mítico y lo maravilloso allí donde en apariencia sólo se encuentra la realidad cotidiana. En ese magnífico libro de viajes que es Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux (traducido por Jorge Luis Borges), el poeta francés, después de detallar su admiración por el teatro y el cine del Lejano Oriente, escribe: “El argumento es lo de menos. Muchos son semejantes. Lo mismo la historia de los pueblos (en todas partes semejantes) importa poco. La manera, el estilo, cuentan, y no los hechos. Un pueblo del que nada se sabe o que ha robado todo a los demás tiene propios sus gestos, su acento, su fisonomía..., sus reflejos que lo traicionan”. Frente a El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, el extraordinario film tailandés de Apichatpong Weerasethakul, ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2010, conviene acercarse a la manera de Michaux: con la sensibilidad abierta, sobre todo, hacia los modos de expresión, los gestos, el estilo. Así se encontrará entonces la singularidad absoluta de esta obra, que no se parece a nada que no sea la propia obra previa del director, conocida hasta ahora solamente a través del circuito de festivales. Lo primero que impresiona de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas es su tono, suave y delicado como un susurro, y sus tiempos, de una serenidad que no admite urgencias. Las imágenes y sonidos iniciales son elocuentes al respecto. En una selva habitada por una pequeña sinfonía nocturna de pájaros e insectos, un buey –al que la cámara filma como si se tratara de un ser humano– se altera, intuye una presencia. Hay algo allí, en la oscuridad, que lo inquieta, como si toda la naturaleza estuviera vibrando de pronto al unísono... Y el espectador no puede sino percibir también esa inquietud, que poco a poco irá cobrando forma. Compuesto de una serie de episodios independientes –visiones, recuerdos, apariciones– pero a la vez relacionados entre sí de una manera muy orgánica, como si fueran ramas de un mismo árbol, el film de Weerasethakul tiene como tronco la figura del Tío Boonmee, un hombre que presiente el final de sus días. Boonmee padece una insuficiencia renal aguda, pero no da la impresión de temerle a la muerte. En tanto budista, cree en la reencarnación y la transmigración de las almas. Disfruta de su parcela de tierra fértil en medio de la selva, que parece tan dulce como la miel y los tamarindos que cultiva. Y espera pacientemente su final. Pero algo perturba, sin embargo, a Boonmee, que sigue siendo un hombre joven para morir: su mal karma quizá se deba a que en el pasado mató “a muchos comunistas”. Lo dice apenas como al pasar, pero aquí se hace presente una vez más –como en buena parte de su obra previa– esa capacidad que tiene el director de inscribir en sus films una suerte de “notas al pie” con las que evoca la historia reciente tailandesa, en este caso la represión que, durante los años ’70, se cobró centenares de víctimas entre estudiantes e intelectuales, a manos del régimen militar de Bangkok. Alrededor de Boonmee se mueven otros personajes, tan reales como fantásticos. Es el caso de su mujer y de su hijo, fallecidos hace muchos años, pero que en una apacible cena familiar, en esa casa recostada sobre la espesura de la jungla, se sientan de pronto a su mesa, a compartir sus alimentos y recuerdos. La esposa, Huay, tiene casi el mismo aspecto que cuando murió, reconoce Boonmee, pero su hijo, en cambio, reaparece como una suerte de hombre mono, un extraño, ingenuo fauno de ojos rojos. “El cielo está sobrevalorado, no hay nada allí”, dice Huay. “Los espíritus no se aferran a los lugares sino a la gente, a los vivos.” El fantástico incorporado a lo cotidiano produce un poderoso efecto de extrañamiento: los personajes se desdoblan frente a sí mismos y sus ánimas comienzan a vagar por la pantalla, con humor incluso, como ese monje budista que –en el episodio final– se desprende de su propio cuerpo para abandonar la meditación y salir a comer algo. Por qué no. En El hombre que podía recordar sus vidas pasadas vibra una idea consustancial a su propio medio de expresión: el cine como usina de fantasmas, como máquina del tiempo, como un instrumento capaz de preservar el pasado y proyectarlo hacia el futuro. Es el caso, por ejemplo, del episodio de esa princesa preocupada por la pérdida de su belleza, que se mira en un espejo de agua como si viera en una pantalla el reflejo de lo que fue su juventud. O el del propio Boonmee, cuando se interna con su familia en esa caverna de sueños olvidados y reconoce el cálido brillo de sus paredes: “Es como un vientre, aquí nací, no sé si como hombre, mujer o animal”, murmura. Si hay algo que propone el film de Apichatpong Weerasethakul es aguzar los sentidos, abrirse al misterio, estar dispuesto a descubrir lo mítico y lo maravilloso allí donde aparentemente sólo se encuentra la más crasa realidad cotidiana.
Ventana a un mundo mágico El estimulante y creativo cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul llega a la cartelera porteña, luego de un recorrido por ciclos y festivales. Estamos frente a un realizador cuya breve pero consistente filmografía lo ubica como uno de los grandes autores de la actualidad. Consagrado con la última Palma de oro del Festival de Cannes, el cine de Weerasethakul puede resultar tan exótico como su apellido, a tal punto de que en la jerga festivalera se lo conoce como “Joe”. Con su ópera prima Blissfully yours (Sud sanaeha, 2002) comenzaba a gestar un universo único, fascinante, que más tarde extendería con Tropical Malady (Sud parlad, 2004). El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme) (Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives, 2010) es su obra consagratoria, pero es mucho más que un compendio de temas ya trabajados. Como un mundo concéntrico que gira en espiral, el cine de Joe no se agota en una trama. Por el contrario, se diversifica en múltiples capas de sentido, construidas con mitologías, filosofía budista, y la incidencia de lo maravilloso en el mundo real y viceversa. El tío Boonmee padece una enfermedad renal. Su cuñada lo cuida con dedicación y ternura, preparándolo de algún modo para la muerte inminente. Como una ventana que se abre a un mundo (cercano), aparecen una noche el espíritu de su esposa y su hijo, quien se había ido del hogar de forma poco clara. Ella falleció muchos años atrás y se conserva joven, mientras que él regresa con una extraña fisonomía, especie de hibridación entre humano y simio. A partir de estas apariciones se van suscitando otros encuentros, y los plácidos diálogos –que parecen delicadas murmullos- repasan el pasado y traen al presente sensaciones y percepciones que permanecían en estado de latencia. Weerasethakul propone un cine sensorial, en donde hasta el más ínfimo detalle de la banda sonora tiene un sentido. No ignora el autoritario pasado de su país y lo incluye en el sorprendente mundo diegético sin ningún tipo de obviedad ni subrayado. Aparecen, entonces, un tiempo pretérito más contemporáneo, pero también un pretérito “mítico”, a través de una fábula entre una princesa y un pez espada que tiene la facultad de encantar. Tiempos que dialogan y generan resonancias en las vidas que Boonmee recuerda y en las imagina un futuro. El director más que “desarrollar” una historia habita universos, y hace de la materia fílmica el registro de ese hábitat. Más que establecer un recorrido de causa y efecto, promueve en su cine una serie de sensaciones que se cruzan, se bifurcan, y que desde allí se proyectan a la memoria. Su cine se percibe inicialmente como fantástico: en la cena en la que emergen los espíritus hay sorpresa pero no miedo. Y al poco tiempo, Weerasethakul traslada lo fantástico al terreno de lo maravilloso, espacio en donde las temporalidades se suspenden y lo sensitivo se intensifica. Merece celebrarse que El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme) haya encontrado su lugar en el circuito comercial, si bien es un espacio discreto y con copias en DVD y fílmico (recomendamos la segunda variante). Pocas veces lo exótico podía escapar a la postal y presentarse bajo la forma de un relato cinematográfico de subyugante belleza, con un estilo que ya es inconfundible.
El cine de la transición Cualquier contacto con la obra del tailandés Apichatpong Weerasethakul implica para el espectador –sea o no cinéfilo- una experiencia cinematográfica en sí misma que por su radical propuesta para cierta tendencia de críticos resulta excesiva y tediosa y para un puñado -entre los que me suscribo- hipnótica, trascendente e imborrable. No es fundamental para disfrutar del universo del realizador de Tropical malady tratar de entender una historia o relato que en esencia parte de la idea de la deconstrucción y que, por lo general, se reduce a una anécdota de la que crecen o emergen distintas raíces narrativas, las cuales abarcan tanto la coexistencia de lo onírico, lo mitológico y lo abstracto en una constante búsqueda de un lenguaje cinematográfico único y personal. Siempre es recomendable dejarse llevar por el devenir de las imágenes evitando conscientemente la tendencia a ordenar desde una lógica narrativa o lineal para perderse en los vericuetos de la abstracción como cuando se está en presencia de un cuadro. Justamente, el tailandés nos invita a extraviarnos en la pantalla y fluir al ritmo de sus pausas, acciones mínimas, exquisitos tiempos muertos y fusión de dimensiones. Superado el tránsito de la explicación, entonces lo único plausible es comenzar a descubrir -junto a los personajes- un viaje transformador que se apoya en la idea del extrañamiento -del término extranjero en materia conceptual- donde la agudeza de los sentidos se pone en juego. Puede decirse que el esteticismo de Apichatpong Weerasethakul no es un fin sino un medio para llegar a expresar poéticamente ideas superadoras a partir de la conjunción de la composición de la imagen o sus elementos plásticos y el cuidadoso tratamiento de la luz y las sombras. La imagen y su reflejo son lo mismo en su cine así como el fondo y la superficie en que muchas veces aparecen mimetizados personajes con paisajes, con una fuerte presencia de la naturaleza y lo selvático en plena conjunción con lo instintivo, sumada la transformación de los cuerpos y las formas fiel a sus capas simbólicas o mitológicas donde irrumpen leyendas ancestrales en un presente puro. El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, film por el que obtuvo el reconocimiento en el festival de Cannes y que dividió las aguas entre crítica y público, continúa con la senda de la sorpresa al sumergirnos en la transición de la vida hacia la muerte a partir del punto de vista de un hombre enfermo, a quien cuida un sobrino, su esposa y lo van a visitar –y a buscar por qué no- los espíritus de sus vidas pasadas. Sin embargo, ese tránsito de un plano al otro resulta imperceptible en el escenario construido a conciencia por el director apelando al poder sugestivo de su puesta en escena, a un minimalismo rabioso y sensibilidad fuera de lo común que guarda absoluta coherencia con su filmografía anterior. Como se decía anteriormente la virtud del film es el planteo de la coexistencia de realidades que encuentra su mayor expresión en la incorporación de los espíritus a la realidad con la misma carnadura que la de sus personajes sin caer en clichés ni sobredimensión de lo fantástico.
Ronquidos en la sala Es difícil expresar en palabras objetivas el aburrimiento extremo al que es capaz de conducir esta película. Es verdad que hay tantas subjetividades como espectadores y que el director tailandés Apichatpong Weerasethakul ha sido venerado por buena parte de la crítica internacional, que desde hace años cosecha estatuillas como pocos, y que esta película (o lo que sea) se llevó nada menos que la palma de oro en Cannes. Que los espectadores partidarios del cine más moroso, de Albert Serra y Sokurov, de Bela Tarr y Kiarostami, se maravillarán con las dos interminables horas de cripticismo, paisajes selváticos, diálogos monotonales y discontinuidad narrativa que ofrece Apichatpong en ésta, su última entrega. Pero de todos modos es difícil evitar preguntarse qué cuernos pasa por la cabeza de tantos exegetas creyentes en la grandeza de este director. Se habla de una experiencia sensorial única, de significados elevados e inaprensibles, de que para conectar con el cine de Weerasethakul hay que fluir junto a él. Es verdad que el hombre demostró tener talento alguna vez, que logra postales bonitas –quizá un puñado de fotogramas de Tropical Malady- y que de vez en cuando tiene buenas ideas –la primera mitad de Syndromes and a century tenía una estructura narrativa muy curiosa- pero digamos que hay unos cuantos a los que no nos llega mucho el rollo místico y que quedamos totalmente por fuera de su magia hipnótica y su subyugante poderío audiovisual. Es una pena que el director busque con tanto ahínco y falta de discreción la poesía en cada una de sus exhalaciones, que enfoque la selva con el detenimiento de un autista, que su hermetismo suene tan rebuscado y que tenga tan poco para decir (aquí sus defensores aducirán que sus películas dicen muchísimas cosas, aunque se vean en dificultades de explicar exactamente qué es eso que les dice). El consagrado director creció y maduró en la selva, y de ahí su vocación contemplativa y su fascinación por ella. Pero hay espectadores a los que la selva por sí sola no nos dice demasiadas cosas, y que nos gustaría que nos condujesen hacia conceptos un poco más concretos sobre la inescrutabilidad de la muerte, el azar, las dimensiones paralelas o las vidas múltiples. Pero a no equivocarse, Weerasethakul es un genio. A los 45 minutos de comenzada su Blissfully yours insertó de forma impredecible los títulos de crédito; una sesuda hazaña, casi rupturista. A la mitad del metraje de esta obra maestra (mejor que deje de leer el lector interesado en las “sorpresas” guionísticas) una princesa es fornicada por un pescado, en una escena de indefectible vuelo cinematográfico. Y sobre el final los personajes se desdoblan, multiplicándose y comenzando a vivir dos realidades simultáneas… pero cómo se le habrá ocurrido. Sin dudas, una mente incansable, desbordante de creatividad.
Una calma e hipnótica fantasía tailandesa Llegado el momento, el tío Boonme recuerda el lugar donde ya se ha reencarnado en anteriores ocasiones, una cueva que podría pensarse como si fuera el útero materno. Lo acompaña su esposa muerta, que ha venido al campo a consolarlo en sus últimos días, ya que él está enfermo sin remedio. Ella vino la misma noche en que volvió también el hijo desaparecido años atrás. Ahora es un mono fantasma. Noche calma, aquella. Nadie se sorprendió por las visitas, más bien las recibieron con la dolida serenidad con que se reciben los recuerdos tristes. Nada sorprende a esta gente que vive en un mundo natural y religioso al mismo tiempo. Así es esta bucólica fantasía tailandesa, una obra calma e hipnótica, sugerente, sin nada demasiado explícito, ni expresos mensajes celestiales, ni efectos especiales. Tan sólo el brillo de fuego en los ojos del mono, que visto de cerca, o de día, más bien parece un tipo disfrazado de yeti manso. Tampoco hay mayores recuerdos de vidas pasadas. Puede mencionarse uno, sugerido elípticamente, confuso, pero más que nada doloroso, porque tiene que ver con el pasado cercano de algunos tailandeses que debieron convertirse en cómplices de crueles asesinatos políticos. Y otro, a manera de sueño, acerca de una princesa seducida carnalmente por un pez que le habló como un hombre, o por un hombre que a los efectos de la interesada se convirtió en pez. Esa parte tiene aire de leyenda, de viejo cuento folklórico, y no queda claro si es exactamente un recuerdo personal, un mero sueño, o un inserto para alargar el metraje, pero queda lindo. El autor es Apichatpong Weerasethakul, artista muy apreciado en festivales, pero no tanto hasta ahora en salas comerciales. Dos cosas demoraron su reconocimiento: su nombre impronunciable e inmemorable, y su propio cine, hecho de obras largas, adormecedoras, con interminables planos sin narración alguna ni mayor sentido. Pero esta que ahora vemos tiene algo distinto. Tiene una historia más atractiva, llevadera, envuelta en un manejo más hábil y sustancioso de los tiempos, de los climas, del paisaje selvático, y del sonido, que es casi otro protagonista. Y tiene también una sensación de consuelo frente a la decadencia y la muerte, algo que ya era bien apreciable en su anterior «Síndromes y una centuria», inspirado en sus padres médicos. Ahora, vagamente inspirado en el libro «Un hombre que puede recordar sus vidas pasadas», del monje budista Phra Sripariyattiweti, 1983 y, más vagamente, en arrepentidos de la masacre del pueblo de Nabua, 1965, este film recibió la Palma de Oro de Cannes 2010. Presidente del jurado era Tim Burton, lo que no es exactamente una garantía, pero saber esto puede ser una buena orientación para el público. Otro dato: junto a este largo el autor hizo también un corto en Nabua, «Carta a tio Boonme», que quizá sea interesante conseguir.
Anexo de crítica: La ganadora de la Palma de Oro en la edición 2010 de Cannes es otra de esas propuestas budistas diseñadas para el consumo en Occidente que hoy incluye monos fantasmas, sexo con peces y un riñón que necesita ser drenado de tanto en tanto. Apichatpong Weerasethakul entrega una simpática colección de escenas inconexas y cumple en términos formales aunque lamentablemente la originalidad brilla por su ausencia...
Fantasmas en el paraíso Como el buey que, en las primeras escenas, se suelta de la cuerda que lo sujeta a un árbol para largarse a correr por el campo, también Apichátpong Weerasethakul (1970, Bangkok, Tailandia) parece querer desprenderse de los moldes para echarse a reflexionar libremente sobre la vida y la muerte, cautivado –como el animal– por presencias misteriosas que intuye cercanas. El hombre que podía recordar sus vidas pasadas tiene más de Tropical malady (2004) que de Syndromes and a century (2006), al menos por el insinuante influjo de la naturaleza, aunque en este caso se torna más transparente el aire a cuento, meditabundo y candoroso. No porque se trate, desde ya, de un relato en el sentido clásico, sino por su atmósfera levemente irreal y por la manera con la que juega con sus personajes: el tío Boonmee del subtítulo (que sobrelleva con resignada calma una enfermedad), sus parientes y una suerte de enfermero que lo atiende. Algunos de ellos están vivos y otros no, como el hijo, que reaparece con el aspecto de una criatura extraña, especie de simio de ojos temerariamente brillantes. En honor a las series televisivas que veía de chico, el director no recurrió a efectos sofisticados para recrear a los seres inmateriales que intervienen con naturalidad en el mundo de los vivos. La historia, en tanto, a veces se disgrega o se desmembra en otras laterales, como la de una princesa sin amor, tal vez una de las vidas anteriores de Boonmee. Si bien Weerasethakul no desestima el humor y se regocija con ciertos tópicos del cine de terror, casi toda la película es la sucesión de apacibles conversaciones y circunstancias cotidianas vividas por estos personajes en la casona de Boonmee, rodeada de una vegetación pletórica de verdes e insuflada de rumores de grillos. El agua, los árboles y la luna parecen ejercer su magia no sólo sobre la vida de esta gente de mirada mansa, sino también sobre el mismo film. La calidad de la composición y de la fotografía, y la sobrecogedora delicadeza de algunos planos (que merecerían ser apreciados en fílmico y en una pantalla de cine), no son méritos aislados, sino que responden a una idea de belleza que se desprende de una valoración de la vida con sus misterios y en sus distintas formas. Después de una caminata, la hermana de Boonmee sorbe algo de miel con sabor a tamarindo y maíz, y confiesa “Esto es el paraíso”. Abrir la ventanilla de un coche en movimiento para percibir el aire fresco, o sentirse reconfortado por un abrazo, o por curaciones que se parecen mucho a caricias, sirven de contrapeso a los sentimientos de culpa (por haber matado personas y también insectos) o al miedo a lo desconocido (como cuando los personajes se internan agitados en una gruta de piedras refulgentes) e incluso a la muerte. Resonancias de leyendas orientales y remotas creencias se interponen en la trama: un ejemplo es el episodio de la princesa que, escoltada por cascadas de agua cristalina, se interna en el agua y es seducida por un extraño pez, en una de las secuencias más hermosas del cine reciente. En su último tramo, y poco después de la repentina irrupción de una serie de fotos fijas (ya antes Boonmee había intentado comunicarse con un fantasma a través de su cámara fotográfica), El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, Palma de Oro en el Festival de Cannes 2010, cambia ligeramente de registro: un joven monje intercambia bromas con una tía y su sobrina, tras lo cual se pega una ducha tibia, cambia su túnica por remera, jeans y zapatillas, y resuelve ir a comer algo a un bar, generándose un clima de confianza y cierta sensualidad que deriva en un simpático viraje a lo mundano. Antes queda mirándose a sí mismo, con la misma extrañeza y fascinación con las que los espectadores los miramos a ellos.
El reencuentro con los espíritus que amamos El hombre debe percibir que vive en un mundo que en cierto sentido es enigmático. Que en él suceden y pueden experimentarse cosas que permanecen inexplicables, y no tan solo las cosas que acontecen dentro de lo que se espera. Lo inesperado y lo inaudito son propios de este mundo. Solo entonces la vida es completa. - C.G Jung. Es posible que, el cine, (como el arte) sea para Apichatpong Weerasethakul, y desde sus comienzos, infinitamente grande e incomprensible, lo que no podemos negar es que al mismo tiempo sea sutilmente irónico y profundamente poético. Apichatpong Weerasethakul es un cineasta radicalmente independiente, que acaba de recibir la Palma de Oro de Cannes por El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, por un Jurado presidido por Tim Burton. La película fue lanzada este jueves en cinco salas de Buenos Aires. Sabemos, que cada film crea su propio universo. Y en este sentido el mundo en que se mueve el Tío Boonmee es un paradigma de esa construcción, ya que le entrega al espectador ese universo mágico y sus fantasías, jugando con la luz, con las fuerzas ascendentes, con absoluta inocencia y bondad. Esa es la estrategia que utiliza Apichatpong Weerasethakul para contarnos la historia de un hombre que vive en el campo, entre la selva y las montañas. Sufre de una insuficiencia renal aguda que lo obliga a dializarse todos los días. Y mientras cena con una especie de enfermero, y charla con su hermana con el objetivo de convencerla, para continuar su tarea en el campo. De pronto, sutilmente y en paz emergen de la oscuridad, primero, el fantasma de su mujer muerta y luego, el de su hijo desaparecido hace años en la jungla, hoy casi un gorila perfecto. Luego de meditar sobre lo que representa la vida y la muerte, tanto para los vivos, como para los muertos, decide finalmente llevar a su familia a una cueva, debajo de la cima de una colina, reconociendo ese espacio, como el lugar donde nació. En un mundo desvastado por grandes sufrimientos, y en la continua búsqueda de un sentido espiritual, las conversaciones de Bonmee con estos espíritus que regresan de la muerte para hablar con sus seres queridos, da cuenta de elementos tomados del Budismo, a la vez que alude a la modernidad. En un quiebre continuo entre ésta y la tradición. Y entre los objetos propios de ambas, como la escena que muestra a un monje que duerme en un templo, y que de paso controla su celular. Pero dentro de esa modernidad, el autor, también parece interrogarse. Hace un tiempo un monje le obsequió a Weerasethakul, un libro de su autoría, titulado, "El hombre que podía recordar sus vidas pasadas", cuyo relato se centra en Bonmee, y en su capacidad de recordar sus anteriores vidas trascurridas en ciudades del noroeste de Tailandia. En el 2008 Weerasethakul escribe un guión inspirado en la reencarnación de Bonmee, a la vez que inicia un viaje a través de la aldea de Nabua (ocupada por el ejército, entre los 60 y los 80, con el fin de replegar los grupos de filiación comunista). No obstante no encontró vínculo alguno. Por lo que se decidió a investigar sobre su historia y a documentar el paisaje. Allí surgió su proyecto Primitive, que propone re imaginar esa pequeña aldea de Tailandia, donde parece, que tanto las ideologías, como los recuerdos habían desaparecido. Primitive se acompaña de diversos videos, un libro y una serie fotográfica, que Apichatpong Weerasethakul realizó en Nabua como impresiones de luz y memoria, entre los que destacan: Nabua (Nabua); Making of the Spaceship (La construcción de la nave espacial); A Dedicated Machine (La dedicación de una máquina); An Evening Shoot (Tiros al caer la noche); I’m Still Breathing, 2009 (Todavía respiro) y Nabua Song (Canción de Nabua). A partir de esta propuesta artística surge la elaboración del filme, desde esos restos o rastros de archivo, que pertenecieron a relaciones cotidianas, y que tanto el arte como el cine busca sacar a la luz. A diferencia del cine fantástico, donde hay una lucha entre el bien y el mal, o de la ciencia contra la divinidad, en El hombre que podía recordar sus vidas pasadas ese aire sobrenatural se centra en la aparición de los fantasmas o en la historia de la princesa que enamorada de su reflejo en el agua se convierte en pez. Hay una magia y/o una creencia en ese sentido y en todas las facturas de los rubros cinematográficos. Pero esa magia apunta a mostrar también a personajes de carne y hueso, que sufren su karma, aquel que cargamos todos, y que traen a sus seres queridos mediante el recuerdo, que es en última instancia, el único modo de atraerlos hacia nosotros. “¿Dónde debería ir a buscarte mi espíritu? – ¿al cielo? – No, el cielo está muy devaluado”. Los espíritus siempre permanecen al lado de las personas que nos amaron, ellas no necesitan recordar… están. Un film para ver no con la idea preconcebida de entender todo lo que puede plantear, sino para disfrutar de unos diálogos inteligentes cargados de la ironía que impone la realidad; de una fotografía impecable sumada a una singular búsqueda estética, en sus transparencias, en sus contraluces y en la búsqueda de un tipo diferente de luz que quizá se encuentre en el concepto de la reencarnación, que no necesariamente es solamente budista.
Hay algo profundamente infantil en el cine de Weerasethakul, un placer inmediato, sensual y lúdico. No tiene sentido buscar símbolos herméticos en El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, basta con dejarse llevar por el simple placer del movimiento que origina un búfalo que huye, del erotismo que provoca el encuentro entre la princesa y el pez-gato bajo una cascada o de los mundos paralelos que se generan con el desdoblamiento del monje. Lejos de ser incomprensible, la película cuenta la historia del tío Boonmee, que está gravemente enfermo del riñón y siente que llegó su hora. Una noche recibe la visita del fantasma de su esposa muerta y de su hijo reencarnado en una especie de gran mono negro con ojos rojos. Lo primero que hay que hacer para adherir al universo de la película, es rendirse ante la evidencia: los fantasmas se sientan a la mesa de los vivos y son bien recibidos. Primero se percibe una vaga sorpresa, una pequeña duda y luego se acepta el fenómeno con naturalidad. El método utilizado para la aparición del fantasma es casi tan viejo como el cine: una sobreimpresión, simple y mágica. La otra criatura es uno de los hijos de la familia que se ha metamorfoseado en el bosque. Su figura recuerda a la bestia de Cocteau pero evita el grotesco por la fuerza del encantamiento poético. Los fantasmas no tienen nada de espantoso, por el contrario, se manejan con la suavidad característica de todos los personajes del director. Los trabajadores clandestinos empleados por el tío Boonmee producen más temor que la propia muerte. Los traumatismos históricos así como las cuestiones políticas contemporáneas son elaborados de manera subterránea. La evocación de la masacre de los comunistas está relacionada con una herida que el personaje principal intenta curar, un karma cósmico que vuelve a atormentarlo. La curación es un tema central en el que conviven el té amargo y la diálisis, remedios ancestrales y técnicas modernas, sin preferencia ni jerarquía. La fascinante idea de que alguien pueda acordarse de tantos acontecimientos está representada con la imagen, el ícono y la fotografía como herramientas de preservación. El Tío Boonmee decide morir hundido en la gruta donde nació en una de sus vidas pasadas. En plena selva sobrevienen episodios de intensa poesía en los que confluyen la vida y la muerte, el mundo vivo y los otros mundos, lo prosaico, lo onírico, el pasado, el presente y la naturaleza como un rumor profundo. Hay un sentimiento de vida muy fuerte, una abundancia vital que se refleja sobre todo en el sonido. Las vidas vegetales, animales y humanas se conectan. La muerte también hace avanzar lo vivo. Cada una de las seis partes de la película experimenta con formas diferentes sin que se produzca una ruptura brutal con la anterior, como en un proceso permanente de muerte y regeneración o reencarnación. Todo se comunica sin sobresaltos en el maravilloso cine de Weerasethakul, su estilo unifica los universos, las bifurcaciones y los rodeos. Podemos intentar definir algunos contornos, la duración inspirada de los planos, la capacidad para hacer surgir lo inesperado y extraordinario como si fuera banal, el fino humor que atraviesa toda la película o la extrema delicadeza en el montaje, en los silencios y en los murmullos. Podemos analizar en detalle una obra singular y múltiple, experimental y accesible al mismo tiempo, aunque siempre permanecerá en el centro de su belleza un misterio irreductible.
El director tailandés de nombre impronunciable arremete con un filme sacado de un mundo por momentos tan distante del occidental que dejará a más de uno con mil preguntas sin forma de responder. “El Hombre que Podía Recordar sus Vidas Pasadas (Tío Boonmee)” es una historia noble, sencilla, onírica y fantasiosa que por momentos uno pierde noción de cómo fueron las cosas y qué va a suceder después. Sin dudas, Apichatpong Weerasethakul es un director con una mirada muy especial, donde sus obras son contemplativas, sensibles como así también bellas y emotivas. Boonmee aguarda el final de su vida en la jungla tailandesa cuando en compañía de sus seres queridos es sorprendido por el fantasma de su mujer muerta y una inquietante criatura que es su hijo desaparecido. Con una naturalidad excepcional, él y los suyos toman este acontecimiento de la manera más sana. Y todos juntos atravesarán la jungla para llegar a una cueva en la cima de una colina, el lugar de nacimiento de su primera vida. En este mix de reencuentro y despedida, se nota la calidad del filme donde existe todo el tiempo un clima especial y donde la muerte no es un miedo, si no todo lo contrario. Es una obra excelsa, sublime y maravillosa, de un hipnotismo que uno no deja de pensar en sus escenas hasta mucho tiempo después dejar la sala del cine. Vale aclarar que la obra de Weerasethakul es muy personal, y que a pesar de ser un cine no clásico, asombró al jurado de Cannes el año pasado (presidido por Tim Burton) llevándose el premio más importante: Palma de Oro. Un filme tan vanguardista merece ser visto y respetado. Como toda obra de arte puede tener adeptos como enemigos, así que quienes acepten ir a verla vayan con la cabeza bien abierta , no lo van a lamentar.
Visión nocturna En la literatura, salvo casos excepcionales (o particulares como el de mi amiga Yuszczuk, poeta dedicada en tres áreas: lectura, escritura e investigación), cuando los lectores pretendemos disfrutar de un texto solemos elegir un libro de prosa a uno de poesía. No son muchos los que tienen por hábito la práctica de la lírica. Ni van a ser sus libros los que se acomoden en la mesa de “los más vendidos”. Por muchas razones, algunas similares y otras diferentes, en el cine pasa algo parecido: el que podemos ver cada jueves de estreno sigue siendo un cine narrativo casi en el sentido clásico. Claro que como pasa en la literatura, cada tanto se cuela en el circuito un tipo de cine que prefiere otras estrategias, otros lenguajes. Es cierto que no habría sido posible que la última película de Apichatpong Weerasethakul llegara a las salas comerciales de Buenos Aires sin el aval que le da la Palma de Oro del último festival de Cannes. Pero tampoco hubiera sido posible la repercusión que tuvo su estreno entre la crítica si El hombre que podía recordar sus vidas pasadas no remontara un verdadero vuelo poético con su apuesta, o no fuera consistente en su inconsistencia y se quedara en la más crasa intención de desviarse del cine narrativo y racional (de prosa diría Pasolini) con el que estamos más familiarizados. Hay un argumento, obviamente: El tío Boonmee sabe que su problema en el riñón lo puede llevar a la muerte en poco tiempo. Vive en el noroeste de Tailandia, en una zona selvática, húmeda y montañosa. Mientras es cuidado por Huay, un inmigrante de Laos, llegan hasta su finca su sobrino y su cuñada para hacerle compañía en esos, sus últimos días. Como si fueran versos de un poema, o poemas de un poemario, Weerasethakul separa la película en seis episodios. Todos esos episodios juntos hacen sentido sobre ese camino que emprende Boonmee acompañado de diversos seres. Claro que ese sentido que conecta con el origen, con la vida, con la muerte, no es un sentido concreto. Es de esos que por un segundo te deja creer que lo tenés en el huequito que hiciste con las dos manos, pero cuando las separas sólo te deja la fragancia… y al segundo volvés a juntarlas pensando nuevamente que está ahí, para explicarte lo inexplicable. Por eso Weerasethakul encuentra en este cine de poesía la mejor forma de acercarse a lo misterioso y desconocido, que no sólo se queda a hablar de un deceso sino que se dispara desde ese argumento chiquito hacia cualquier lado, hasta poder alcanzar el futuro. Para eso retoma relatos y formas de mundos diferentes y los pone a todos en un mismo lugar, sin escalafones ni horizontes. En El hombre…lo sobrenatural, lo mitológico, lo popular y lo religioso no sufren distinciones; como el hijo-mono de Boonmee y su esposa fantasma, pueden sentarse todos en la misma mesa sin provocar conflictos ni perturbaciones. Cuando en uno de los episodios Boonmee se da cuenta de que se le está acabando el tiempo decide partir junto a su familia hacia una cueva. Mientras los personajes la exploraban, esa cueva me hizo acordar a otra que es protagonista en Cave of Forgotten Dreams, la última de Herzog. En las dos películas el ingreso a ese lugar oscuro, de paredes milenarias, aparece como un viaje en el tiempo que conecta con el pasado. En el documental de Herzog todo lo que pretende conocer un grupo de científicos acerca de los hombres que miles de años atrás fijaron sus sueños a esos muros (es decir, todo lo que pretenden conocer sobre nosotros mismos) se vuelve un tanto ridículo cuando racionalizan cada imagen, cada huella, a través de métodos y teorías. En cambio cuando la cámara del documental muestra cada pintura con paciencia, sin que la interrumpa una explicación racional, el espectador queda mucho más cerca de aquellos hombres y de sus sueños. De la misma manera El hombre…decide aproximarse a lo intangible para aceptar el misterio. Quizás este tipo de cine no sea el de todos los días, pero si lo dejamos pasar sólo nos pide una cosa, una que la propia película hace explícita: adentro de esa cueva, en medio de las penumbras, un personaje pregunta qué le pasa a sus ojos (“están abiertos pero no puedo ver nada”, dice) y otro le contesta que tal vez necesite más tiempo para que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Se trata de que el espectador, habituado a las luces de otro tipo de cine, pueda dilatar la pupila para ver, de alguna manera, lo que ocurre en la noche.
¡ES UN HOMBRE DISFRAZADO DE MONO! La ganadora del premio máximo en el último festival de Cannes se presenta en el circuito comercial local y brinda la posibilidad de acercarse a uno de los cineastas que más ruido y alabanzas ha despertado en los últimos años. ¿Un autor novedoso o un director más entre los muchos que transitan los circuitos de exhibición alternativa? ¿Una film misterioso o una película arbitraria? Si pasamos por alto que Tropical Malady, película anterior de Apichatpong Weerasethakul, fue exhibida en el Malba el pasado año, es recién ahora, con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, que el festejadísimo director tailandés llega a las pantallas argentinas por fuera del ámbito del BAFICI. Es por esto entonces que este estreno comercial ordinario es saludado como uno de los grandes eventos cinematográficos del año, como un hecho cultural importante, ya que finalmente el público masivo tendrá ahora más chances de acceder a la obra de un director que en el mundo viene siendo premiado y celebrado como la última gran novedad de oriente, esa zona del mundo que tanto impactó en la ultima década y media a la crítica de cine occidental (por cierto, ya es hora tal vez de revisar algunos nombres y obras de este “fenómeno oriental”, separar la paja del trigo y ver qué queda realmente como valioso y relevante ahora que ya ha pasado un buen tiempo desde la euforia inicial del descubrimiento). Este evento destacado merece entonces un abordaje particular, que se da ante cada estreno de una cinta de este tipo, e incluye en primera instancia una especie de actitud protectora que deriva en una serie de avisos para el público. O sea que más allá de la lectura que se hace de la película, es necesario avisarle a los posibles espectadores que verán algo distinto a lo que están acostumbrados, que tendrán que suspender la lógica adquirida mediante las formalidades narrativas del cine norteamericano, y que deberán estar dispuestos a dejarse seducir por este objeto estético distinto. Podrá decirnos alguien que lo que deberíamos hacer aquí es una crítica de la película y no una nota sobre la manera en que es recibida o tratada por los especialistas, y es verdad. Pero por algún lado hay que empezar, y creemos que es importante hacerlo por aquí y de esta manera, ya que así arribamos a un punto fundamental: la supuesta novedad de las formas narrativas y de puesta en escena que emplea Weerasethakul, algo que creemos totalmente falso. Si bien es innegable (por obvio) que una película como El hombre que podía recordar sus vidas pasadas no se parece en nada a la mayoría de los estrenos comerciales, es igualmente innegable (¡y también obvio!) que los tiempos empleados en la duración de los planos, la fijeza de los mismos, y la total ausencia de progresión dramática no pueden ser considerados a esta altura como algo nuevo (una valor ya de por sí bastante sobrevaluado). Desde hace décadas que existen propuestas que intentan romper con la narración más clásica, y sin necesidad de irnos tan lejos, cualquiera que asista al BAFICIi puede encontrar cientos de propuestas que tienen más que ver con las maneras empleadas por este director tailandés que las usadas por el cine de mayor distribución. Probablemente Weerasethakul sea un poco más extremo, y además sume ciertos aspectos que devienen de su propia identidad cultural y nacional, pero eso no es suficiente para decir que lo suyo es algo “nuevo”, “original”, “distinto”, porque además –es hora de decirlo y aceptarlo- así como existe una serialización y estandarización en el cine mainstream, hay también una uniformidad en las propuestas denominadas “alternativas”, “arriesgadas”, o vaya uno a saber cómo, y que encuentran su lugar en los festivales y circuitos alternativos. Que a ellos asista menos público que a las redes comerciales nada importa a la hora de emitir un juicio estético, ni vuelve más novedosa a ninguna película. Decíamos además que la novedad (que para colmo acá no es tal) como valor está sobrevaluada, porque en definitiva lo que importa –lo que importó siempre y que seguirá importando cuando el último director del país más remoto sea descubierto como el nuevo genio del cine- es el para qué de las elecciones estéticas. Así que dejemos de lado si El hombre que podía recordar sus vidas pasadas puede representar una experiencia novedosa o no, y vayamos a ella (siempre hay que ir a las cosas, decía alguien), tratemos de penetrar su superficie, de leerla, de ver cuál es el fondo o el centro de esta historia en la que un hombre enfermo espera su muerte en el norte de Tailandia, junto a su sobrino y su nuera, y ante la aparición de su mujer muerta y de su hijo, perdido hace muchos años, que vuelve convertido en una especie de simio de ojos rojos brillantes. Estos últimos personajes aparecen como si nada, en medio de una charla, y no generan ningún tipo de pico dramático, sino que tal situación nos es mostrada casi con total normalidad. A partir de allí se irán sucediendo diferentes situaciones tan particulares como esta (en realidad desde antes, porque la secuencia inicial ya lo era) y que son mostradas también con el mismo estilo. No hay tampoco necesariamente una relación causal lógica entre las situaciones que van surgiendo. Ante esto –más allá del extrañamiento, fascinación o aburrimiento que puede generarnos- nos preguntamos por su sentido, o su fin para ser más exactos. Como es inevitable frente a un arte representativo, nos preguntamos si lo que vemos es parte de un algo más que no podemos ver en su totalidad y necesitamos completar por nuestra cuenta. Y es en esta instancia donde lo misterioso se presenta. Sin embargo cuando lo que se nos presenta a la vista es burdo, simplemente charlado, cerrado en sí mismo, y desde su primera aparición delata su total otredad para remarcar una diferencia ontológica con respecto a lo real-cotidiano (en este caso los personajes humanos vivos, por decirlo de alguna manera) el resultado nunca es misterioso, sino una alegórico y arbitrario. Y aburrido, desde ya. No hay nada de misterioso en esta película, sencillamente porque desde un primer momento se deja al descubierto que cualquier cosa es posible, que puede aparecer todo tipo de criatura, que pueden suceder hechos sin necesariamente responder a una sucesión lógica y que el plano de lo real- cotidiano será todo el tiempo interferido por otros planos (¿fantásticos?, ¿míticos?, ¿místicos?, cualquiera puede ser, por eso no es ninguno). Es como que se le avisa al espectador que va a ver algo raro y misterioso, sin generar suspense (herramienta fundamental del cine en este sentido). Por eso el misterio jamás puede hacerse presente. El punto más claro al respecto es aquella secuencia en la que una princesa es poseída por un pez. Notamos que tal situación sucede en otra época a la que vive el protagonista. Posiblemente -no es seguro- estemos presenciando algún acontecimiento de alguna de sus vidas pasadas, pero poco importa ello porque la secuencia está concebida de tal manera que adquiere un peso propio que la aísla del resto (procedimiento común en toda la película). Lo que esta secuencia intenta es injertar en medio de la película un episodio mítico puro, y como tal intención siempre falla en las artes plásticas, y en el cine en particular, tal relato cae en una simple ilustración, en una alegoría que fija un episodio mítico concreto del cual es imposible extraer un sentido concreto, y menos aún si buscamos que tenga algún tipo influencia sobre la totalidad de la película. Es por esto que además resulta tan complicado encontrar en alguna de las críticas elogiosas producidas alrededor del mundo una mirada que ensaye una lectura o un abordaje hermenéutico más o menos serio. Todas se quedan en la descripción de una supuesta novedad y de un supuesto halo misterioso (quien quiera ver qué es lo misterioso y cómo se pueden juntar lo mítico y la realidad-cotidiana en un relato cinematográfico deberá remitirse, por ejemplo, a La última ola, de Peter Weir); no si antes mencionar que hay referencias a la vida, la muerte, la reencarnación, el budismo, la naturaleza. Esas cosas son mencionadas, pero el asunto es ver cómo son tratadas, y mediante que símbolos de la puesta en escena esas cuestiones se van desarrollando. En definitiva la película de Weerasethakul es una seguidilla de ideas que se hilvanan de manera arbitrarias en busca de Dios sabrá qué efecto sensual, sensitivo, o físico. Y ahí ni siquiera queda lugar para la polémica. Alguno podrá decir que se siente fascinado por la superficie de esas imágenes raras e inusuales; otros, que caen en el tedio ante tanta arbitrariedad y lentitud. Lo seguro es que en definitiva nadie podrá ir más allá de esas consecuencias físicas, porque la película en sí que no ofrece nada más allá de su superficie. Un hombre que aparece burdamente disfrazado de mono no es ningún misterio. ¡Es un hombre disfrazado de mono!
Esta es la primera parte de un diario sobre las (muchas) películas vistas por este columnista en estos días, con comentarios sobre lo equivocados que están todos, incluso el propio columnista. Jueves 21 de abril. En el Cinemark Palermo, a las 14.30, veo Pase libre de los hermanos Farrelly, que siguen anal-izando (sí, “anal” e “izando”, con todas las resonancias fecales y fálicas que tenga ese guión insertado en medio de la palabra) a la sociedad americana con ferocidad, chistes bestiales, lucidez y ternura. Aquí tienen una muy buena crítica sobre la película escrita por Horacio Bernades: En ese texto, Bernades se acuerda de otros hermanos, los Coen, que desprecian y/o odian el mundo que muestran. Sin embargo, mal que le pese a Bernades (y a mí), los Coen son más valorados críticamente y más premiados que los Farrelly. Bernades, seguramente, está equivocado. Y yo también: la última película de los Coen, ese western sin alma, Temple de acero, es la película más valorada de 2011 por buena parte de la crítica argentina. Eso puede verse en este site: http://www.todaslascriticas.com.ar/ Volviendo a los Farrelly, la función a la que asisto (14.30) tiene un problema de sonido: el Dolby –creo que es el Dolby– va y viene, pero esa intermitencia del sonido no me impide demasiado el disfrute. Creo que el sonido estaba en su momento de esplendor en el momento exacto, para poder escuchar con los detalles necesarios el estornudo-pedo que corona la mejor secuencia del film. ¡Qué equivocado está este columnista al preferir un chiste de mierda expandida en una bañadera por sobre algunas películas prestigiosas! Aclaración: lo de “chiste de mierda” no es un calificativo sobre el chiste sino una descripción fría de su componente principal. Lunes 25 de abril, al mediodía. Veo Torrente 4, de Santiago Segura. La charla que Segura dio en el Bafici fue veloz, ocurrente, repleta de apuntes inteligentes. La película, salvo por los primeros veinte minutos (en donde los chistes se suceden a velocidad, Torrente demuestra sus más asquerosas tropelías y “la crisis” es un tema presente) es otra de esas comedias haraganas que hacen desfilar burocráticamente personajes desganados (la muy extensa parte de la cárcel aprieta con lentitud botones muy gastados). Leo las críticas, y Torrente tiene más críticas a favor que Pase libre. Lo dicho: mucha gente equivocada. Leo en el afiche (y me cobran la entrada en ese sentido) que Torrente 4 es 3D (porque así lo decidieron quienes produjeron la película, o el propio Segura en solitario, o qué sé yo quién). Alguien debe estar equivocado, o se está haciendo el vivo: ponerse los anteojos esos, y pagar una entrada más cara, para ver unos –pongamos– 17 segundos en total de planos pensados para el 3D, es enojoso. La veo en el Cinemark Caballito, se ve y se escucha bien, y somos tres personas en total. Lunes 25 de abril, a la tarde. Veo El hombre que podía recordar sus vidas pasadas de Apichatpong Weerasethakul y Palma de Oro en Cannes 2010. Estoy familiarizado con el cine del tailandés, y en sus películas anteriores hay segmentos (su cine es fragmentario, y hace de esa fragmentación una marca de estilo) que me gustan mucho. El hombre... sin embargo, me resulta una película tremendamente estéril, una de esas a partir de las cuales los críticos que gustan de la película acumulan elogios cada vez más hiperbólicos ante la difícil (para mí, imposible) tarea de analizar e interpretar algo que quizás esté hecho para un consumo escasamente analítico, tal vez un poco emocional o mayormente sensorial. Seguramente yo sea el equivocado: no me interesa y no me emociona. Y lo sensorial –importante en mis disfrutes parciales de Blissfully Yours y Tropical Malady– se vio en mi caso bastante afectado por la proyección: vi la película en el Arteplex Centro, y lo que se me ofreció fue una imagen lavada, un sonido insatisfactorio y parte de la imagen que se escapaba de la pantalla. A diferencia de mi experiencia con la Palma de Oro 2009, La cinta blanca de Haneke, que no me gustó pero sobre la que pude garrapatear algo, no podría hacer una crítica de El hombre... Debería verla otra vez pero, sinceramente, preferiría incluso ver otra vez la de Haneke. Es que en el cine prefiero enojarme a quedar indiferente, impertérrito, no interpelado de ninguna forma. “Pero hay críticas superlativas por todos lados”, me digo al terminar de padecer la película. Salgo de la sala y salgo al mundo, que es mucho más misterioso que esta película y que cualquier película, y me digo que todos están equivocados y más tarde reveo (en DVD, y por enésima vez) la excelsa La comedia de Dios de João César Monteiro. Y de esa forma recompongo mi relación con el cine más extremo, con el menos habitual, con el más personal: con el cine firmado. Así las cosas, los dejo hasta la semana que viene, en la que seguiré equivocándome al comentarles otras películas que vi como Cruzadas, Scream 4 y Una esposa de mentira (con Adam Sandler). Mientras tanto, les recomiendo Scream 4, les ultra recomiendo Una esposa de mentira (creo que la volveré a ver) y me despido con una frase que no recuerdo si es de Oscar Wilde o de algún otro al que le gustaba equivocarse: “no nos haga creer en lo que usted dice, háganos creer en su decisión de decirlo”.
El Tío Boonmee sufre una insuficiencia renal aguda y decide acabar sus días entre los suyos en el campo. Los fantasmas de su mujer fallecida y de su hijo perdido se le aparecen y lo acompañan en su viaje. Ver El hombre que podía recordar sus vidas pasadas supone un viaje mágico. Un viaje en el que quizás no se comprende a ciencia cierta aquello que se ve, pero que no por eso deja de maravillar. Sentados a la mesa, la mujer de Boonmee, fallecida 19 años atrás, aparece para acompañar a su marido en la transición. Al mismo tiempo, el hijo desaparecido de ambos se presenta en una forma no humana, como un "Mono Fantasma", criatura del bosque de la que adaptó su cuerpo tras aparearse con la especie. Acostumbrados a que las películas tengan un desarrollo lineal, un experimento cinematográfico así sorprende. El filme de Apichatpong Weerasethakul es la conclusión de Primitive, un proyecto con múltiples plataformas para la exploración visual de la memoria colectiva de un pueblo. La exhibición estaba integrada por siete videoinstalaciones, un video, una serie de fotografías y un libro, y buscaba introducir la historia de la región de Nabua, atravesada por la Guerra Fría en los '60. La vida y la muerte, pasado, presente y futuro, la extinción, la evolución, la memoria, la guerra, la culpa, son algunos de los temas que el director tailandés abarca en esta obra, por la que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes. La naturaleza es otro de los tópicos que se toma en serio, y el contacto que entre esta y el hombre se produce. Más allá del mencionado hijo de Boonmee, otra escena refleja el apareamiento entre especies diferentes, cuando una princesa afectada por su rostro, luego de hablar con un pez, tenga sexo con él dentro del lago. El hombre… fascina, no sólo por lo que se cuenta sino también por las imágenes que se ven, combinando con soltura y sin necesidad de explicar, la realidad del presente con la que está por venir. La historia de Boonmee, un hombre que por medio de la meditación podía recordar sus vidas pasadas, es reencauzada con una visión más personal hacia este ejercicio artístico, que combina diferentes estilos cinematográficos para tratar innumerables temas. Para lograr el disfrute, hay que dejarse llevar, y así se percibirá cómo la pericia de Weerasethakul hace, de quien está a punto de morir, un hombre que viva por siempre.
Sobrevalorado y desconcertante bodrio tailandés Hace mucho tiempo que no me pasaba sentirme totalmente a contramano de mis colegas en el análisis de una película. Uno puede acordar, o no, puntuar algo como regular que otros ven bueno, o hacer hincapié en los distintos valores desde una óptica personal y pensar distinto... Pero estar a kilómetros de distancia, no. No se da, no pasa habitualmente. Por ende, cuando salí de la sala del BAFICI donde ví "Loong Boonmee raleuk chat", desconcertado y con paso vacilante, me sentí un "outsider". Un marginal. Algo había pasado ahí dentro y había perdido mi status de crítico. Periodistas especializados me decían "tenés que verla. Sí o sí"... Y ya a los veinte minutos quería salir de la sala..."El hombre que podía recordar sus vidas pasadas", fue ganadora de la Palma de Oro el año pasado en Cannes y el ambiente dice que recibió su premio por su original y único estilo renovador y transgresor, hay muchísimas notas que alaban el film hasta llevarlo a niveles ya no terrenales y a coro, los más encumbrados periodistas especializados en cine dicen de su director, Apichatpong Weerasethakul, que es el más brillante e innovador cineasta en los últimos veinte años... Bueno, debo decir que mi opinión es diametralmente opuesta a semejante conceptualización. Creo que "Loong Boonmee..." es una farsa. Es una película pobre, mal actuada, aburrida y monótona en niveles inenarrables. Sí me parece que el director lleva adelante su pensamiento, como artista integral (es un hombre que hace instalaciones, además de dedicarse con pasión al cine), y que la crítica sobrevalora esa arista que Weerasethakul tiene, entendiendo a sus films como estructuras narrativas que rompen el esquema tradicional y "reinventan" un marco mágico y misterioso... Elementos en los que estoy en completo desacuerdo. Su cine, para el espectador regular y hasta para el entendido, es malo y sin relieve. Son realizaciones cuyo clima y puesta en escena ambientan sujetos en relación con la selva y la magia, lo oculto.. Pero están transmitidas a través de pésimos actores con libros que dan pena. Según sus defensores, sus trabajos están poblados de símbolos que el espectador debe decifrar y que aluden a la vida actual que atravesamos, con un tinte local (tailandés) que los vuelve exóticos y visualmente poco reconocibles para el occidental medio. Pero aquellos que entendemos que el cine es primordialmente entretenimiento, sabemos que no es así. Uno puede aceptar que un artista multimedial utilice al cine como vehículo para transmitir sus ideas e impresiones. Pero uno como público receptor, puede poner entre sus prioridades que aceptar de ese sujeto, de manera que cuando uno entra al cine, espera que lo entretengan. De la manera que sea, pero que uno pase un buen momento, que ese viaje, que significa la duración de una película, sea reconfortante y reparador. Aquí hay que decir que el relato es de lo más denso y aburrido que ví en mi vida (y he visto mucho, créanme)...Para algunos, el cine de Weerasethakul es arte en estado puro. Este cronista se durmió durante la función. Creo que eso exime de mayores detalles, pero como siempre les cuento de que va la historia, lo haré como es habitual. El tio Boonme tiene una afección renal que le da poco tiempo de vida. Decide ir a morir a una aldea cercana con la frontera de Laos, donde encontrará a su cuñada en el lugar en el que se crió. Allí, mientras se aplica su tratamiento de rigor para soportar sus últimos días, recibe una noche la visita del fantasma de su esposa. Ella falleció mucho tiempo atrás (casi veinte años) y su aparición silenciosa pasma a los habitantes de la casa....Su presencia vendría a marcar la conexión con el otro mundo, el que espera recibirlo pronto... Boonme decidirá visitar una cueva, lejana e internada en el medio del bosque, para terminar sus días. En el trayecto hacia ese lugar y allí mismo, irá en busca de recordar aquellas vidas que vivió y que parece recordar en este período final... Para que se den una idea de como viene la cosa, su hijo perdido (según el relato) aparece corporizado en forma de oscuro mono en el relato. Y una mujer tiene una relación impropia con un pez. La secuencia de apertura muestra, por unos casi 8 minutos, a una vaca atada que se libera de su cuerda, y se interna en un bosque. Bueno, ya está. Para algunos críticos, es una obra maestra. Y Cannes, hizo justicia con este increíble e innovador director. Para nosotros, es casi una estafa. Es basura en estado puro. Cualquiera puede irse a los bosques de Ezeiza y filmar a los pájaros quince minutos, ensayar alguna escena onírica delirante y contarla como una vertiente nueva de la búsqueda personal de quien la pensó. Dejar la cámara en una posición, un rato largo sin que haya diálogo...Y listo. Una obra maestra. Cine regional, con toques de ocultismo y un ritmo único. Me invitarán a Cannes? No hay que fingir que "El hombre que puede recordar sus vidas pasadas" es buena sólo para estar a tono con lo que dicen los especialistas. Huirle como a la peste. Y no les crean a quienes intenten convencerlos de lo contrario.
Una ensoñación oriental “El hombre que podía recordar sus vidas pasadas” es como un provocador responso de casi dos horas de Boonmee, un granjero de Tailandia con una enfermedad que sabe que lo va a matar. El director Apichatpong Weerasethakul usa la agonía sólo como el punto de partida para hablar de un aspecto de la espiritualidad oriental. El año pasado el festival de Cannes otorgó a “El hombre...” la Palma de Oro, su máxima distinción. Es improbable que este filme hubiese llegado al circuito comercial sin la bendición del máximo festival francés, a pesar de lo cual lo hizo en un número restringido de salas. Con climas bien logrados, buenas actuaciones y mejores intenciones que resultados, la película tiene el aspecto de una ensoñación que evita deliberadamente, a veces de forma grotesca y otras genial, el contacto con la racionalidad.
Entre vivos y muertos En un texto fabuloso, Jean-Pierre Rehm, director artístico del festival de cine de Marsella, dice a propósito de la extrañísima obra del tailandés Weerasethakul: “A la crueldad del documental, el crítico francés Serge Daney opuso el sufrimiento, y este pertenecería sólo a la ficción. A la observación impasible, a su mirada fatalista, al sadismo del encierro en la trampa de lo real, la ficción respondería con otro tratamiento del dolor... Si no se puede sanar, por lo menos aliviar: ese es el proyecto de la ficción. Y sin duda condensa la obra de Apichatpong Weerasethakul”. El tío Boonmee está muriendo; su riñón ya no resiste. En medio de una cena familiar, mientras el convaleciente y Jen, su cuñada, charlan con su sobrino, un espectro hará su aparición. Los vivos la reconocen: es la tía, la hermana mayor de Jen, aunque su aspecto remite a su pasado y se ve más joven. El tiempo pasa para los vivos, no para los fantasmas: “Ya no tengo concepto del tiempo”. Esta manifestación repentina quizás esté invocada por el estado de salud de Boonmee. El fantasma de la tía Huay parece conocer la inminencia de su muerte. Es un reencuentro amable, sin sobresaltos ni explicaciones esotéricas, aunque Huay advierte que el cielo está sobrevaluado y que los entes incorpóreos como ella se apegan a los vivos. Unos minutos más tarde habrá otra aparición, aún más extraña. Es otro fantasma o quizás un ser vivo, alguna vez humano, devenido en una suerte de criatura simiesca de la jungla. Sus ojos colorados son enigmáticos. Es el hijo de Boonmee, que desapareció hace mucho tiempo. Fotografiando a los seres de la jungla, una seducción incomprensible lo llevó a adoptar la forma y existencia de estas entidades selváticas. Y la conversación prosigue. El tono suave persiste, y el amor entre los comensales es palpable. Boonmee atribuye su enfermedad a un pasado castrense. “Maté a muchos comunistas”, dice. Hoy se arrepiente, y considera su estado de salud como una consecuencia, su karma. Más tarde, la familia acompañará a Boonmee en su transición de un mundo a otro. La legítima ganadora de Cannes 2010 es una película inclasificable. El sonido de la jungla, la sonoridad del lenguaje tailandés, la lógica narrativa y el montaje elegido por Weerasethakul, además de la interacción entre vivos y muertos, la mitología y la Historia, el Budismo Theravada y el pop constituyen el universo misterioso de este filme capaz de llevar al espectador a un estado de trance. La espiritualidad lúdica de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas y su sentido lúcido sobre la finitud de la vida humana funcionan como anticuerpos de cualquier asimilación banal. Se trata, en última instancia, de aliviar los pesares y de conjurar poéticamente el fin del aliento.
Cine fantasma Luego de su paso por el BAFICI se estrena el último opus de Apichatpong Weerasethakul, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme). De Tailandia a Cannes, hilamos el decurso de una de las filmografías más radicales del globo. Publicamos la introducción a la nota completa que pueden leer en la HC de abril. Maneras de materializar espíritus. De imprimirlos en el negativo con su irremediable perpetuidad convocando la cercanía del espectador a través de una leve, tímida risa. He aquí, tal vez, la huella más visible de la obra cinematográfica de Apichatpong Weerasethakul, ese director tailandés que supo ganarse la última Palma de Oro con Tío Boonmee (2010). Con tal ofrenda, el último cuerpo de jurados del festival galo se mostró atrevido y desprejuiciado. No es caprichoso considerar ese galardón de Cannes como una de las premiaciones menos conservadoras de la historia. Después de todo, la película es lo suficientemente audaz en su búsqueda estética como para inaugurar un género quizás demasiado insólito: la… ¿comedia sobrenatural? Sin embargo, lo que hace de A. W., un cineasta único, no es simplemente la reformulación de algunas convenciones de género. Se suman a sus atributos: cierta capacidad para abordar terrenos místicos sin ser necesariamente sentencioso, una utilización del montaje que se rehúsa a remedar instintivamente las lecciones de David w. Griffith, un modo de distanciamiento que apela a una emotividad progresiva y pausada. En definitiva, la voluntad de gestar en cada film la interrogación por las posibilidades de un cine del futuro.
La presencia viva del misterio “El hombre que podía recordar sus vidas pasadas” es una experiencia cinematográfica que se explica en un contexto cultural misterioso para los ojos occidentales, pero que trasciende sus fronteras para llegar, con sus rasgos que mezclan el exotismo y lo naif, directo a la sensibilidad del espectador. Está rodada en Tailandia, donde la producción de cine recién está tomando forma y adquiriendo un lenguaje propio. Sin embargo, el director, Apichatpong Weerasethakul, se ha hecho un lugar en el mundillo de los festivales donde es tratado con respeto, incluso esta película recibió la Palma de Oro en Cannes, de manos de un jurado presidido por Tim Burton. La historia sucede en un ambiente rural semiselvático, con bosques, ríos, cascadas y grutas, casi un paraíso terrenal. Allí, un hombre afronta el último tramo de su vida. El tío Boonmee está solo y padece una enfermedad renal que lo tiene a maltraer. Ha hecho cierta fortuna con su granja y eso le proporciona algún confort para aliviar la carga de su mal, pero lleva consigo mucha pena que se hace patente a medida que su cuerpo se deteriora. Boonmee tiempo atrás ha perdido a su esposa y a su hijo, pero una hermana de su mujer y un hijo de ella se acercan para cuidarlo en estos difíciles momentos. El reencuentro con estos familiares, que vienen de la ciudad, coadyuva a que el proceso de despedida se desenvuelva de manera no traumática. El universo cotidiano de este hombre empieza a poblarse de presencias sugestivas, espíritus atraídos por esa situación especial que es la transición entre la vida y la muerte, cuando el alma empieza a asumir que pronto abandonará ese cuerpo y emprenderá un viaje por mundos desconocidos. En ese trance, Boonmee, asistido por su cuñada y su sobrino, recibe la visita del fantasma de su esposa, que se conserva igual que hace 19 años, cuando murió, y el de su hijo, quien en cambio aparece bajo el aspecto de un primitivo hombre de las cavernas con ojos que despiden una luminosidad rojiza. Los sucesos extraños se integran sin estridencias ni sobresaltos a la vida normal, por llamarla de alguna manera. Las cuestiones domésticas y coditianas, así como los datos de la realidad que refieren a un pasado no muy lejano de violencia social y política y a un presente complejo donde la inmigración ilegal de pueblos vecinos es una amenaza constante, todo convive en ese pequeño terruño, haciendo eje en el personaje protagónico que es quien da sentido a su entorno, por más fantástico y raro que parezca. Significado poderoso Los límites entre la realidad y los sueños se desdibujan y estos seres se entregan a una ceremonia de despedida que concluirá con los ritos budistas propios de sus creencias, pero cada detalle, cada pequeña circunstancia tendrá algún significado poderoso que Boonmee asociará con alguna deuda kármica de su existencia. El relato tiene la virtud de lograr una síntesis poética entre diversos mundos que se entrecruzan, donde las tradiciones más antiguas perduran y resisten ante los avances tecnológicos y los cambios socioculturales que bajo la influencia de Occidente se suceden sin pausa. La película, no obstante, es austera en recursos, nada de trucos ni banda sonora, Weerasethakul da mucha importancia al contenido, al paisaje y al sonido ambiente de la naturaleza, incluida la voz humana que se oye en los diálogos amistosos entre los personajes. No todo lo que ocurre en “El hombre que podía...” es susceptible de ser interpretado de manera inequívoca, el director mantiene siempre esa zona de misterio indescifrable que instala el alma en un estado diferente, que pone en entredicho a la razón y exacerba los sentidos. Quizás es una película que exige cierta disponibilidad receptiva especial para disfrutarla, pero la experiencia es gratificante.
Arte fuera de serie Lung Boonmee o El Hombre que Podía Recordar sus Vidas Pasadas como lo indica su nombre en castellano, es una película de ese género que tan poco conocemos y que se denomina, Cine Arte. Este tipo de cine despliega una libertad creativa que supera las barreras de la narración tradicional, poniendo en pantalla obras que pueden resultar tan incomprendidas como adoradas, abucheadas como aplaudidas, y ese es el caso concreto de Lung Boonmee, que fue galardonada con la codiciada Palma de Oro en Cannes 2010, cuyo presidente del jurado, Tim Burton, dijo en esa ocasión que le parecía que la película era "Un sueño extraño y bello", cuestión con la que coincido plenamente. La cinta está dirigida por el tailandés Apichatpong Weerasethakul, un artista que es cada vez más respetado por toda la crítica mundial y que no tiene miedo de experimentar con las imágenes, las formas narrativas y los géneros, pero por sobre todo, es un corajudo de las tramas. Debo admitir que me costó bastante entrar en el juego de Lung Boonmee, ya que recién a los 50 minutos más o menos, comencé a entender la cuestión y a tomarle gustito por lo que tuve que, una vez finalizado el film, repasar esa 1ra mitad. ¿Es una obra difícil de ver? Sí lo es, pero si desestructuramos un poco la cabeza y nos dejamos llevar, quizás podamos apreciar las reflexiones que nos propone y disfrutemos de ese mundo loco de Apichatpong, que mezcla criaturas de mitología asiática con personajes de la vida real. El tema central es el preludio a la muerte del personaje central, el tío Boonmee, y como esa situación lo lleva por un camino de sanación interna. Recomiendo tener muchísima precaución a la hora de ver este film, porque para disfrutarlo el espectador tiene que ir con la mente abierta, relajada y con ganas de ver cine de otra manera distinta a la forma tradicional. Si estamos yendo con la idea de ver un historia con coherencia en la forma narrativa a la que estamos acostumbrados, INICIO-NUDO-DESENLACE-FINAL, estamos yendo hacia 120 minutos de tortura china (o tailandesa en este caso). Para resaltar, hay ciertas imágenes que son INNOLVIDABLES.
El cine y sus fantasmas El fin de semana llegó a nuestra ciudad, en un solo complejo (el único que, muy de tanto en tanto, se anima a estrenar alguna película de otra latitud que no sea norteamericana: el Showcase – el 16 de junio se estrenará además en el Cineclub Municipal Hugo del Carril-), uno de los mejores filmes que podremos apreciar este año: El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, del joven pero prestigioso director tailandés Apichatpong Weerasethakul, ganador con esta película de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2010, acaso la máxima distinción a que pueda aspirar una obra cinematográfica. Poco importan, empero, los premios que haya obtenido (este año el mismo galardón quedó en manos de una película bastante menor, según los mejores críticos), sino la experiencia de enfrentarse a éstas imágenes por cierto subyugantes, plenas de misterio no tanto por su temática (el budismo “theravada”) sino por su forma cinematográfica, su capacidad única de condensar cierta esencia del llamado séptimo arte: “El cine como usina de fantasmas” tituló su comentario el crítico Luciano Monteagudo, quien como otros (Eduardo Russo, Sergio Wolf, por ejemplo) supieron ver la íntima relación entre la obra de Apichatpong y la “naturaleza espectral” del cine, aquella característica que lo distingue por sobre todas las artes, vale decir: su capacidad de “atrapar” el mundo real para después proyectarlo (duplicado, espectral, transformado en fantasma) en una pantalla. El cine de Apichatpong (como el de Pedro Costa, otro creador de fantasmas) es entonces un cine del misterio, pero no por su cualidad metafísica (que lo podría ligar erróneamente a un misticismo new age, a la apropiación fetichista que cierto sector de Occidente hace de las religiones orientales), sino por su naturaleza, que es la misma naturaleza del arte cinematográfico. El tío Boonmee (como comienza su nombre original), por lo demás, es sí un filme con una temática metafísica, pero desprovisto de toda voluntad trascendental, de toda impostura o gravedad: más bien, es un filme que expone una tradición cultural, incluso ciertos mitos budistas o leyendas tailandesas, del modo más honesto posible, con la naturalidad de quien se narra a sí mismo. Su protagonista central es Boonmee, hombre que se acerca al final de su vida: sus riñones están funcionando mal hace tiempo, y la enfermedad avanza con inclemencia. Apartado en una granja que regentea en medio de la selva, Boonmee recibe la visita de sus seres queridos, primero su cuñada y su sobrino, aunque luego aparecerán su esposa ya fallecida y su hijo desaparecido, transformado ahora en un ánima del bosque, con el aspecto de un mono grande, de centellantes ojos rojos. Como budista, Boonmee no se asustará de las apariciones, pues (al igual que el filme) cree en la reencarnación y la transmigración de las almas, por lo que todo el fenómeno se vivirá de un modo natural, aunque las visitas ratifican quizás la cercanía de la muerte. Sólo una cosa parece preocupar a Boonmee: su karma, que él relaciona con los asesinatos que cometió contra comunistas, en una de las sutiles (y virtuosas) inclusiones del contexto político e histórico de Tailandia en el filme (como la aversión que los personajes muestran hacia los extranjeros). Más adelante, el filme narrará la leyenda de una princesa que, angustiada por el paso del tiempo y la pérdida de su belleza, encontrará consuelo en un pez de un pequeño lago, con el que terminará haciendo el amor. Nada hay, empero, de perverso ni manipulador en la puesta en escena de Apichatpong; más bien se trata de una apropiación poética del mundo, con una visión animista (y amorosa) de la naturaleza, que se ve reflejada en una belleza inusual, propia de un esteta consumado. El último tramo de la película encontrará a Boonmee internándose en selva, guiado por el espíritu de su esposa hacia una hermosa caverna, donde reconocerá haber nacido en otra vida, quizás como animal o humano, pero en la que encontrará en definitiva su muerte. Hipnótica y sorprendente, de una belleza subyugante, el filme de Weerasethakul se resiste a cualquier interpretación lineal o definitiva, pues hace del misterio y la incertidumbre su centro excepcional, desde el cual se expanden decenas de lecturas, algunas tal vez indescifrables para nosotros. Lo importante, en todo caso, no es tanto su intelección racional como la experiencia sensorial de enfrentarse a ese mundo seductor, pleno de colores y sonidos: la utilización virtuosa de la luz natural descubre en cada plano un mundo de tonalidades, los sonidos de la selva componen una sinfonía excepcional, capaz de trasladar al espectador la experiencia de habitar ése espacio. Los planos medios y generales, que dominan casi todo el filme, constituyen su poética: un discurso ciertamente amoroso, capaz de abrirnos hacia un universo nuevo, a una experiencia con la naturaleza legítimamente misteriosa, donde no hay lugar para el exotismo cool, ni para el falso espiritualismo, sino para el simple deslumbramiento ante la existencia en la tierra. Por Martín Ipa