Atractivo y emocionante film sobre la ruptura de las reglas convencionales del deporte y el dinero que, con un excelente trabajo actoral, un relato que mezcla la comedia y la tensión con el drama, con una muy bien lograda edición y una precisa dirección por parte de Bennett Miller, logra convertirse en una interesante y rica propuesta para pensar y disfrutar.
Los nuevos tiempos siempre serán mejores… Un nuevo móvil para la carrera del Oscar de este año ha surgido y se llama El Juego de la Fortuna. En este Brad Pitt interpreta a un manager deportivo de un grupo de baseball que se encuentra en el preciso momento de hacer cambios en su plantel. Para ello, como en todo equipo de cualquier tipo de deporte (y mas aún en la actualidad), se barajan cambios de figuras, rescinciones de contratos, transacciones secretas entre otros equipos y jugadores, hasta que a causa de una singular acción desata una nueva forma de plantear la elección de un plantel...
El juego de la fortuna es una película para disfrutar a pleno que tiene muy pocos puntos en común con las clásicas películas deportivas que nos llegan de Hollywood. Pueden ir a verla tranquilos aquellos que teman aburrirse porque crean que van a ver jugar al béisbol todo el tiempo, pues en realidad de lo que se trata en este film es de ver lo que hizo...
Capitalistas con corazón Hay una tradición silenciosa que siempre pugna por salir y lo hace dentro de la producción adocenada de películas. Es la tradición del cine de las segundas oportunidades (también entroncada en ese subgénero de los Has been: personajes que supieron ser alguien en el pasadom pero el tiempo arrasó con ellos), buscadores de redención de algún tipo (aunque en muchos casos no la consigan, como en la brillante Fat City, de John Huston). En ese submundo de personajes con un pasado de gloria se encuentra la sorprendente El juego de la fortuna (título poco feliz). Allí donde la bendita tradición demanda épica, heroísmo, fuerza de voluntad (algo que podemos reconocer en varias Rocky sin lugar a dudas), aquí es especulación, compra-venta de cuerpos y almas, presiones y un sistema diseñado para ahorrarle millones a los capitalistas inversores en el deporte. En este sentido, la película se rige por un principio elemental de la recientemente re-estrenada El Padrino: “no es nada personal, sólo son negocios”. Pero así como El juego de la fortuna abraza el credo capitalista sin dudarlo un segundo (notable la escena en donde el protagonista, Brad Pitt, enseña a su asesor a despedir a los jugadores que el club debe vender o intercambiar), también es una película noble, ausente de todo golpe bajo, conciente de la doble moral de los personajes que tiene en su centro. Esa capacidad la diferencia de las especulaciones moralistas más tradicionalmente maniqueas (la elección entre “los negocios o la vida” sin ir más lejos), optando por una gama rica en grises y semitonos, que se reconocen puntualmente en las subtramas de la película: las relaciones entre pares en el equipo, por ejemplo, pero sobre todo la relación entre el protagonista (Pitt) y su hija, que es de una delicadeza y dulzura triste bastante ausente en el mainstream más tradicional. De ahí que el béisbol como excusa del ascenso funcione como caja de resonancia pública de las miserias privadas. En esa interrelación entre lo privado-público es donde la película se erige como visión compleja, problemática y apasionante, intentando dar cuenta de cómo el dinero vehicula relaciones entre personas. Pero no es el dinero como anatema, sino como un integrante indispensable de las relaciones humanas. Esa osadía -la de aceptar cómo la circulación del capital modela emociones contradictorias entre personas- la convierte en un extraño producto: la épica de los burócratas éticos. En definitiva, un OVNI cinematográfico en forma de estreno de relleno.
No todo es deporte Honestamente, mientras veía El Juego de la Fortuna, no podía desasociar lo que le sucede a los Atletics de Oakland, de lo que es el presente de varios clubes de fútbol locales, algunos bastante grandes a comparación, pero que viven situaciones similares.
El campo de los sueños Las películas de corte deportivo no han tenido demasiada suerte en nuestro país. Ahora es el turno de este film protagonizado por Brad Pitt y basado en un hecho real. El actor de El árbol de la vida encarna a Billy Beane, un ex beisbolista y Gerente General de los Oakland Athletics, quien tuvo la difícil tarea de sacar adelante a un equipo de beisbol pobre en recursos y resultados. En su odisea se ve respaldado por Peter Brand (Jonah Hill, el actor de comedias como Superbad) quien a través de un software de análisis de datos y estadísticas, buscará a los jugadores más “baratos” y con buenos rendimientos, que pasan desapercibidos y que fueron echados a la banca en otros equipos. El juego de la fortuna es una película de más de dos horas que resulta agobiante si no fuera por el buen desempeño de Pitt; la convincente presencia (corta) de Phillip Seymour Hoffman, como el entrenador del equipo, y la de Jonah Hill, que es, lejos, lo mejor de la realización. Entre apuestas, negociados, pase de jugadores, el film no ofrece mucho más que eso y pasea al espectador por varias décadas, dejando el claro que el juego es el que manda y que por él, el protagonista se puede distraer de los requerimientos de una hija adolescente que al final le dedica una canción. El resto son números, negociaciones y un clima del que probablemente el espectador permanecerá ajeno, no porque no esté logrado, sino porque es un tema muy localista. El director Bennett Miller logró un contagioso romance en Capote, pero aquí ni el fervor ni la pasión por el deporte se transmite a la platea.
La regla no escrita Más allá de transitar por el derrotero de toda película deportiva donde un equipo chico pasa a la historia para luego morder el polvo de la derrota en el partido final y que eso termine siendo todo, el mayor defecto de El juego de la fortuna radica en el público al que va dirigido: norteamericanos fanáticos del baseball. Cualquier otro tipo de análisis que pueda hacerse como muchos aventuran -exageradamente se considera compararla con la Red social del deporte- es sencillamente sobrevaluar una película correcta que cuenta con las actuaciones principales de Brad Pitt, Jonah Hill, Philip Seymour Hoffman y Robin Wright, quienes se ajustan a sus respectivos papeles sin descollar. Pitt interpreta el rol de Billy Beane, director general o lo que podría denominarse manager de un equipo de baseball, Atléticos de Oakland, que tras una seguidilla de derrotas atraviesa una de sus peores crisis y debe arrancar la temporada siguiente con muy poco presupuesto disponible para rearmar un equipo competitivo. Pero las reglas del capitalismo determinan también la lógica deportiva en una brecha entre equipos ricos y equipos pobres que precipita aún más la caída. Sin embargo, la aparición de un joven economista (Jonah Hill), metódico y riguroso analista de estadísticas, convencerá al manager de cambiar el rumbo de la estrategia e ir en contra de toda tradición para desafiar a las leyes del baseball y de la economía propiamente dicha con las de las estadísticas y conformar un equipo ganador con jugadores que cualquier otro descartaría. Así las cosas, las tensiones internas con el entrenador (Philip Seymour Hoffman); quien debe adaptarse al cambio constante de jugadores; y las negociaciones que deberán llevar a cabo para tratar de escribir un nuevo capítulo en la historia del baseball forman parte del eje de este film al que le falta emoción genuina, a pesar de la buena actuación de Brad Pitt y la correcta dirección de Bennett Miller, quien estructura el relato entre presente y pasado bajo el convencional recurso del flashback para adentrarse en la juventud del protagonista cuando era una promesa deportiva y la actualidad en la que debe afrontar los fantasmas de ese pasado, recuperar el contacto con su hija y demostrar a todos que apostó a ganador con este novedoso método. Para aquellos que no conozcan la dinámica del juego y las reglas básicas resultará un tanto tortuoso enfrentarse a un mundo donde la tensión se disputa en el número de golpes o de carreras que un equipo suma sobre el otro o por las hazañas de pegarle a una pelota con un bate y sacarla del estadio para levantar multitudes y recibir un asombrado ohh. Claro que sobre gustos no hay nada escrito pero en lo que respecta a la dinámica de un film sí puede opinarse. De este modo, es justo anticipar que estamos en presencia de un film hecho a la medida de los Oscars con la historia de un hombre que cree en sus sueños y lucha contra las adversidades de un sistema que se rige solamente por los éxitos y que castiga los fracasos con la misma virulencia y exitismo de la victoria, sin otro mensaje interesante a la vista: esa es la regla no escrita.
Una película apasionante e inteligente, con una notable actuación de Brad Pitt En principio, una película sobre béisbol basada en hechos reales y con el uso de estadísticas sobre las actuaciones de los jugadores como principal evolución en la estrategia de un equipo no parecería la propuesta más tentadora, al menos para el público masivo de la Argentina, que no sigue ni ese deporte ni se apasiona con los números. Sin embargo, contra todos los pronósticos (o, para seguir con la línea de la historia, las probabilidades), El juego de la fortuna resulta un film apasionante, de una inteligencia y una nobleza que pocas producciones de Hollywood han alcanzado este año. Buena parte del mérito -más allá de la ajustada dirección de Bennett Miller (el mismo de Capote) y del impecable trabajo de Brad Pitt (un actor injustamente subvalorado)- hay que repartirlo entre los dos guionistas: Aaron Sorkin (Red Social, The West Wing) y Steven Zaillian (La lista de Schinlder, Pandillas de Nueva York). En el entramado de intereses siempre contradictorios y en la competencia por el manejo de la información con que se define al negocio del béisbol, en la riqueza de las relaciones humanas (con énfasis en los encuentros y desencuentros de un padre con su hija) en medio de situaciones muchas veces abstractas, y en cada uno de sus frenéticos y punzantes diálogos se nota el sello de estos dos grandes creadores de historias. El film -basado en un libro de Michael Lewis- sigue el derrotero de Billy Beane (Brad Pitt), manager del equipo Oakland A's (uno de los más pobres de la liga profesional) que revolucionó hace una década la forma de elegir los jugadores. Con un presupuesto mínimo (no podía pagar a figuras) hizo mucho: batió el récord histórico de triunfos consecutivos (veinte), aunque perdió una recordada final frente a los poderosos New York Giants. Podrá argumentarse que sus 135 minutos son un poco excesivos, que por momentos resulta un poco críptico y demasiado solemne, que no termina de aprovechar del todo a un notable como Jonah Hill (un experto en informática y economía graduado en Yale que se convierte en el fiel asistente de Beane) y que desaprovecha casi por completo al gran Philip Seymour Hoffman (el entrenador del equipo), pero así y todo es un placer toparse hoy con una película que se toma las cosas en serio, que crea un universo propio, que sostiene la tensión, que regala logradas pinceladas de humor, que construye una atractiva propuesta visual a cargo de Wally Pfister (habitual director de fotografía de Christopher Nolan) y que entrega lúcidas observaciones a la hora de contraponer las nuevas técnicas de análisis numérico a la tradición y la experiencia de los viejos expertos del ambiente. Y todo eso sin apelar a golpes bajos, recetas demagógicas ni manipulaciones. El film -impiadoso y despiadado en muchos pasajes, como cuando muestra la forma cruel en que los equipos se deshacen de la noche a la mañana de un jugador- encuentra en Brad Pitt a un protagonista perfecto, capaz de encarnar a un innovador dispuesto a llevar sus ideas hasta las últimas consecuencias y, al mismo tiempo, dueño de una impronta y de unos valores dignos de los mejores "héroes" del Hollywood clásico.
Cuando el béisbol es una cuestión de economía Que algo tan abstracto como la economía que mueve al béisbol pueda llegar a ser fecunda materia dramática es mérito no sólo del director de Capote, sino también de sus guionistas, que consiguieron que la película ya sea una de las serias candidatas al Oscar. “¿Cómo, esto también es matemática?”, preguntaría irónico Adrián Paenza. Contra todo pronóstico, El juego de la fortuna, la nueva película protagonizada por Brad Pitt, no es “una de béisbol”, por más que transcurra en el mundo de las ligas mayores del deporte más popular de los Estados Unidos, que sigue siendo ininteligible para la gran mayoría de los espectadores argentinos. No, Moneyball es una película de números: de estadísticas, de algoritmos, de curvas de frecuencia, pero sobre todo –tal como indica su título original– de dinero. Que algo tan abstracto como la economía que mueve al béisbol pueda llegar a ser fecunda materia dramática es mérito no sólo del director Bennett Miller, sino también –y muy especialmente– de sus guionistas, Steve Zaillian y Aaron Sorkin, que consiguieron que El juego de la fortuna ya sea una de las más serias candidatas para los rubros principales de la próxima ceremonia del Oscar. “New York Mets contra Oakland Athletics: 114 millones de dólares versus 39 millones” es la primera información que lanza la película, en los títulos iniciales, cuando todavía no se ha visto una sola imagen. ¿Cómo resolver esa ecuación?, es la pregunta que atormenta a Billy Beanne (Pitt), el manager de los Oaks. Beanne sabe que no puede pagar las estrellas que necesita para ganar un campeonato o siquiera para hacer un papel digno en la tabla de posiciones. Y que cuando las tiene, no le duran más de una temporada, porque se las llevan los equipos grandes. Nada muy distinto, en todo caso, de lo que sucede en el fútbol local. “Somos el último perro en comer, si comemos”, se lamenta. Los scouts del equipo, viejos tiburones del diamante (el diseño con el que se asocia al campo de béisbol), siguen intentando encontrar un catcher o un pitcher que sean tan buenos como los que se fueron, pero que valgan la mitad o menos. Los guía su experiencia, su olfato, su intuición... que en ese “baile del dinero” al que se refiere el título original ya no les sirve de mucho. ¿Y si hubiera otra solución?, sospecha Beanne... Basado en hechos y personajes reales de menos de una década atrás, volcados originalmente en un libro de investigación periodística de un tal Michael Lewis, el guión de Zaillian y Sorkin es increíblemente astuto en su manera de plantear el nudo dramático. Con la ayuda de un recién graduado en Economía de la Universidad de Yale, un gordito tímido que nunca tuvo un bate y una pelota en sus manos (Jonah Hill), Beanne descubre que las estadísticas lo pueden ayudar a descubrir jugadores que los tradicionales scouts no ven o simplemente descartan, por las razones más arbitrarias. Al fin y al cabo, los scouts también se equivocaron con él: pronosticaron que sería una súper estrella del béisbol, frustraron su carrera universitaria para que entrara a la cancha siendo casi un niño y terminó siendo una decepción para todos, empezando para sí mismo. No deja de ser un sofisma que el héroe romántico de El juego de la fortuna, el perdedor que termina ganando, aquel que quiere cambiar la concepción del béisbol (y que de hecho lo hizo), sea en verdad un pragmático, apoyado en las habilidades de un tecnócrata. Y no parece casual que detrás del guión de Moneyball estén quienes están: Steven Zaillian fue –entre muchas otras– el guionista de La lista de Schindler, donde el personaje protagónico aprendía a negociar vidas por manufacturas; y Aaron Sorkin es el artífice del libreto de Red social, donde se descubría que el creador de Facebook había logrado revolucionar las relaciones sociales a partir de un motivo tan personal como el resentimiento por un amor frustrado. Esta argamasa de móviles y resultados, de causas y consecuencias está a su vez sólidamente narrada por el director Bennett Miller, que ya en Capote (2005) había dado muestras de su capacidad para llevar adelante un relato atendiendo a los detalles que dan cuerpo y densidad a una película. Aquí hay un excelente manejo de los actores secundarios (entre ellos Philip Seymour Hoffmann, como el director técnico que boicotea las decisiones del manager) y aun aquellas escenas que amenazan con volverse sentimentales (como las de Beanne con su hija adolescente, que dan pie a una canción que seguramente será nominada por la Academia) están bajo su control y esquivan el riesgo. De Brad Pitt –otro seguro candidato al Oscar– puede decirse que a partir de esta película asume un poco el lugar que durante tanto tiempo ocupó en Hollywood Robert Redford: el del galán que empieza a ser maduro y al que le gusta jugar con eso.
El estreno de esta película es un verdadero milagro de la cartelera argentina. Por lo general las historias sobre deportes como el béisbol, el fútbol americano y el hockey sobre hielo no suelen llegar el cine, ya que tienden a tratar temas muy localistas de los Estados Unidos que acá no generan atracción. Sin embargo, si el afiche de un film de este tipo muestra a Brad Pitt sentado en una tribuna, parece que la cosa cambia por completo. Lo gracioso de esta situación es que de todas las películas sobre deportes que brindó el cine norteamericano en los últimos años, El juego de la fortuna es por lejos una de las más complejas. La historia tiene que ver con el gerente de un equipo de béisbol que logró reconstruir un equipo y salvar a su club de la desaparición de las Grandes Ligas gracias al uso de sofisticadas estadísticas y promedios. Tal vez en este punto se encuentre la mayor virtud del film. El guionista Aaron Sorkin, ganador del Oscar por Red Social, junto a Steve Zaillian (La lista de Schindler) tomaron el libro de economía y estadísticas, “Moneyball” de Michael Lewis y lograron convertirlo en una interesante película que se expresa sobre el riesgo de animarse a romper los paradigmas de pensamientos tradicionales. Creo que El juego de la fortuna va más allá del béisbol y si uno se atreve verla desde otro lugar puede encontrarle su atractivo. La tarea que hizo Billy Beane (Brad Pitt) con los Atléticos de Oakland es la historia de un hombre que decidió pensar diferente e ir en contra de todas las reglas implementadas por el sistema para empezar a concebir esta disciplina con un enfoque fresco y distinto, que en este caso tiene que ver con la manera en que se construye un equipo de béisbol. Sin embargo, creo que esta cuestión se podría aplicar en cualquier otro asunto de la vida que no tenga que ver con el mundo deportivo y eso es lo que convierte a El juego de la fortuna en una propuesta interesante. De todas maneras creo como película deportiva tampoco está mal, ya que evita todos los clichés que suelen tener este tipo de producciones y retrata el otro mundo del béisbol que no se acostumbra a mostrar en el cine, donde el aspecto físico de un jugador cuenta más que su talento en el campo de juego a la hora de firmar un contrato. Inclusive no sé hasta que punto las situaciones que vemos en este film sobre los pases de jugadores, los gerontes que dirigen los equipos y se niegan a aceptar propuestas de cambio, son tan distintas a lo que viven algunos clubes del fútbol argentino. Por eso el tema de que este estreno es un film muy localista de los Estados Unidos por tratarse del béisbol creo que puede ser discutido. Bennett Miller, el director de Capote, narra muy bien estas cuestiones con muy buenos momentos de humor y un gran elenco donde se destaca sobre todo Brad Pitt, pero brilla también Jonah Hill en un excelente trabajo. Finalmente demostró que puede hacer otro personaje más allá del nerd modelo siglo 21. El Juego de la fortuna es una película que deja varios temas para discutir y conversar después de la función y eso siempre se agradece cuando uno sale del cine.
Los números al poder El juego de la fortuna (Moneyball, 2011) es, ante todo, una variante de cine deportivo atravesada por una cuantificación constante propia de una vertiente económica. Pero lejos del argot críptico de la segunda, Bennett Miller -el mismo de Capote (2005)- y los guionistas Aaron Sorkin y Steven Zaillian logran una entretenida fábula sobre la superación, inherente a los tiempos de crisis que corren. Billy Beane (Brad Pitt, menos “mandibuloso” que siempre) supo ser un beisbolista cuyo éxito potencial se truncó a mitad de camino. Varios años después, a mediados de 2002, es el manager general de los Athletics de Oakland, un equipo aquejado tanto por los malos resultados como por los balances contables en rojo y la consecuente imposibilidad de contratar refuerzos de calidad. En ese contexto conoce Peter Brand (Jonah Hill), un economista recientemente egresado de Yale dedicado al meticuloso estudio del desempeño deportivo de los beisbolistas. Así, mediante un software informático, logran obtener la máxima relación entre la inversión de un fichaje y el potencial beneficio. Es al menos curioso que en tiempos de crisis económica global, una película abrace al capitalismo con la tenacidad con que lo hace El juego de la fortuna. Pero no para defenderlo, sino para exponerlo en su máxima expresión crueldad, focalizando sobre todo en la cosificación de la mano de obra encarnada en los jugadores –Beane no se involucra emocionalmente a sabiendas que tarde o temprano deberá deshacerse de ellos- en constante negociación. Así, si el capitalismo consiste en el apetito insaciable de recursos, Miller lo aggiorna a los tiempos actuales arrinconando a sus protagonistas contra la optimización de los recursos ya existentes para la obtención de las máximas ventajas, objetivo que logran mediante el cambio de paradigma de mando económico por otro también atravesado por la lógica numérica. De allí que la premisa central del software esté en que los jugadores más valuados son menos rendidores que aquellos a los que se margina por disfuncionalidades ajenas al juego. Algoritmos y superficie: el capitalismo en su máxima expresión. Ahora bien, toda esta alambicada interpretación es posible gracias a la solidez y lisura con la que discurre la narración. Narración que a priori invitaba al coqueteo con el abuso de tecnicismos económicos y monetarios ya que la materia basal es el libro El arte de ganar un juego injusto, del periodista económico Michael Lewis. El mérito es, entonces, para los guionistas. “De algún modo, Sorkin se está convirtiendo en el guionista de lo infilmable”, observó atinadamente Mariano Kairuz en Radar. Es que el guionista de Red Social (The Social Network, 2010) y Steven Zaillian liman las rugosidades del formuleo matemático y la pesadez agobiante de las estadísticas hasta hacerlas no sólo entretenidas, sino también apasionantes. Pero la frialdad lógica y secuencial del razonamiento deductivo se interrumpe con la presencia de ciertos personajes sin espesura (por ejemplo el de la esposa de Beane, interpretado por Robin Wright), que observan la acción desde un marcado segundo plano. Su función es menos la modificación de las actitudes y comportamientos de los protagonistas que la de darles un ápice de carnadura humana ante tanto comportamiento maquinal y mecánico.
Una segunda oportunidad Brad Pitt se luce en esta historia deportiva. Parece casi contradictoria la propuesta de El juego de la fortuna y no sólo por el equívoco título en castellano. Se trata de una película que celebra cierto estilo clásico de narrar historias, centrado en personajes complejos y ambiguos, que se toma tiempo para hacerlos crecer y desarrollarlos, y que no va por los transitados caminos de la “película deportiva”. Sin embargo, este estilo “a la antigua” se usa para celebrar y dar a conocer el trabajo de un manager de béisbol, Billy Beane (que existe en la vida real) que hizo exactamente lo contrario: abandonó las rutinas clásicas y de “la vieja escuela” de béisbol para poner en funcionamiento un sistema computarizado y estadístico a la hora de elegir jugadores para su equipo, los Oakland Athletics, quienes bajo su conducción lograron salir de una de sus peores crisis. Ahora, si se mira bien la película –si no se la observa con la mirada que puede tener un fanático del fútbol, donde “inventar” y “crear” es más importante que “metros corridos” o “goles convertidos por minuto”- se entiende que el planteo no es tan contradictorio como parece. Primero, porque el béisbol es un deporte con otro formato, en el que el rendimiento individual puede ser cuantificado. Y, segundo, porque el sistema “estadístico” que Beane puso en funcionamiento sirvió para sacar de la oscuridad a una serie de jugadores menospreciados y desvalorizados, que rindieron más al equipo que algunas estrellas. Pero no por la típica arenga de vestuario, ni por jugar al formato de “los losers” que pueden más que los ganadores. Simplemente, porque eran mejores. Bennett Miller se topó con un tema difícil: ¿cómo hacer una película deportiva y casi técnica e involucrar al público no fanático de ese deporte? Al recibir un proyecto abandonado por Steven Soderbergh y con un guión escrito, separadamente, por Steven Zaillian y Aaron Sorkin –dos de los mejores guionistas de los últimos años-, necesitó de la presencia de Brad Pitt, una estrella con carisma suficiente no sólo para que el estudio lleve el proyecto adelante, sino para transformar a este algo frío manager en un personaje con el que podamos simpatizar. Si bien la historia no se va demasiado del campo deportivo –Beane es separado y tiene una buena relación con su ex mujer y su hija-, su pasado como frustrado beisbolista, alguien en quien los “scouts” de la época creyeron y que no pudo demostrar profesionalmente el talento que tenía, le da un marco dramático a su historia. Ahora, juntándose con un joven que es el graduado que él nunca pudo ser (Jonah Hill), otro inesperado “ganador”, Beane logra sacar de la mala a un equipo que pierde a sus tres estrellas principales. ¿Cómo? Reemplazándolos con “los Schiavi” del béisbol, esos jugadores que, sin ser aptos para tapas de revistas ni publicidades, rinden más de lo que parecen. Hacen bien su trabajo. Contada con tiempo para los detalles, El juego... es una celebración de las pequeñas victorias, de las segundas oportunidades y de la posibilidad de alterar un establishment que sólo responde a conceptos perimidos. Todo esto sin endulzar excesivamente el “paquete”. Como su personaje, Bennett cuenta la historia sin golpes bajos ni demasiadas vueltas. Casi como una joven versión de Clint Eastwood, hace una oda al profesionalismo y al trabajo, a la perseverancia y también a la paciencia. Y al deporte que, después de todo, es lo que vibra en el corazón de esta extraordinaria película.
El deporte no es ningún juego El mundillo del béisbol y una historia real protagonizada por Brad Pitt, en el rol del mánager de un equipo chico que compite con los grandes, es el eje de esta producción dirigida por Benett Miller, el mismo de Capote. Una de las características que hacen apasionante al fútbol es que se puede poner en la cancha el mejor equipo del mundo y aun así puede perder con cualquier escuadra de mitad de tabla para abajo. Ahora bien, según dicen los que saben, esta característica no se aplica en el béisbol, donde los mejores conjuntos, los que logran contratar a las estrellas, tienen el campeonato asegurado. Desde ese lugar comienza y se desarrolla El juego de la fortuna, una rara avis dentro del universo superpoblado de películas que abordan el deporte: sin héroes, sin redenciones, sin momentos culminantes donde la gloria o el escarnio se deciden en una jugada, y en este caso, sin un mísero hon ron. El film de Benett Miller (Capote) se construye a partir de la figura de Billy Beane (Brad Pitt), el mánager, si se quiere una figura periférica de las películas del género, que decide la compra y venta de jugadores a partir de los recursos con los que cuenta. Así, la película comienza con imágenes de un partido donde se sobreimprimen dos cifras, 114 millones vs 39 millones, es decir, sobre el diamante (la cancha) se impone el poderoso presupuesto de los New York Yankees frente a la tercera parte de dinero que puso Oakland Athletics en contrataciones. Frente al comienzo de una nueva temporada y con las estrellas del equipo compradas por equipos millonarios, Beane se enfrenta a un futuro donde deberá resignarse a que los Athletics se conviertan apenas en el semillero de los grandes. Pero en el tránsito entre la depresión y aceptar la Realpolitik del béisbol, se encuentra con Peter Brand (Jonah Hill), que le acerca una fórmula, una algoritmo, según el cual no necesariamente se debe contar con cientos de millones para contratar a los mejores, hay otros factores por los cuales ciertos jugadores olvidados y hasta mediocres, bien utilizados pueden dar lo mejor de sí para el humilde Oakland. Lo que sigue es una lección de capitalismo salvaje retratado con precisión por el film, donde se advierte la capacidad del brillante Aaron Sorkin en el guión, que logra llevar un tema poco transitado en el género –con un dispositivo similar a lo que ya había utilizado en la serie The West Wing con respecto a la política–, donde la moneda de cambio entre los clubes son los músculos, las lesiones y la vida útil de los protagonistas del juego, que como bien dice en un una línea el realista Beane, “son los que hacen que se vendan más entradas y más salchichas”.
Deporte contra viento y marea La actuación de Brad Pitt es admirable, tiene adrenalina, contagia entusiasmo y transmite el carisma de un buen manager deportivo. A su lado se desenvuelve un meritorio Jonah Hill, como el teórico en matemáticas. Basado en la novela de un periodista de finanzas, el filme sigue los pasos de un ex jugador de béisbol que logra convertir un fracaso en un éxito. Brad Pitt se mueve como pez en el agua en esta historia que hace al implacable mundo del deporte, el que parece no tener grises, sino solo blancos y negros: o se gana o se pierde, no hay más. La película es típicamente estadounidense, en intentar traducir en imágenes ese viejo concepto de que se puede llegar a la cima, desde el lugar más ignorado. Eso es lo que le ocurre a un equipo de pueblo, los Oakland A"s, cuando van perdiendo uno a uno sus mejores jugadores, los que emigran tentados por las grandes ofertas de clubes más importantes y de grandes ciudades. El filme está basado en la historia real del ex jugador de béisbol Billy Beane, papel al que Pitt le pone sus entrañas. Billy Beane llegó a un momento de su carrera que no rendía al nivel que su equipo requería y decidió retirarse a tiempo para emprender otra tarea, no menos competitiva, la de ser el gerente general del mismo club. CAMINO A SEGUIR Lo cierto es que como sucede siempre, cuando un perdedor intenta abrirse camino, al comienzo nadie le cree. Solo la tenacidad, la valentía y el convencimiento de que se está en el camino correcto puede llevar a un hombre al triunfo, como ocurre en este caso. Billy Beane se pregunta qué hacer cuando su equipo pierde a los mejores jugadores y no sabe cómo reemplazarlos. Más aún cuando el club no tiene el dinero suficiente para contratar otras figuras en ascenso. Frente a semejante desafío Beane decide tomar un atajo en el camino y para hacerlo contrata a un egresado en matemáticas de Harvard. Un joven que no sabe nada de deporte, pero sí de teorías numéricas y si Beale le pone el cuerpo a las dificultades, el novato que ingresa al club para ayudarlo, pone su inteligencia al servicio de contratar a jugadores desechados por la mayoría, a los que elige por sus cualidades intrínsecas, más que por el lugar que deben ocupar en la cancha. EL EXITO El resultado no se hace esperar y las primeras planas de los diarios, como en sus mejores épocas comienzan a ocuparse de los Oakland. Pero a Billy Beane no le será nada fácil tener que lidiar con un caprichoso y arrogante jefe de campo y mucho menos con jugadores que fueron estrellas en un momento y en el presente deben adquirir una nueva cuota de confianza. "El juego de la fortuna" tiene buenos puntos a destacar. Reúne algo de suspenso, pero escapa a los cánones de sólo ver festejar los logros de los jugadores en la cancha. Aunque hay muy buenas escenas de acción y vértigo en el césped, el director Bennett Miller prefirió mostrar la "cocina" de las negociaciones y dejar correr su cámara en mostrar los aciertos y reveses, de un gerente deportivo, que entre peleas, pérdidas y ansiedades se mantiene firme en sus convicciones. La actuación de Brad Pitt es admirable, tiene adrenalina, contagia entusiasmo y transmite el carisma de un buen manager deportivo. A su lado se desenvuelve un meritorio Jonah Hill, como el teórico en matemáticas.
Interesa aun a quien no entiende el béisbol Esta película está muy bien filmada y actuada, y si el espectador pudiera entender algo acerca del béisbol, podría entender bien de qué va el asunto, ya que más allá de que se basa en un suceso real, parece querer transmitir algún tipo de metáfora. Siendo sinceros, la verdad es que probablemente aun quien entienda perfectamente las reglas del béisbol, e incluso para todo fan a muerte de este deporte, sospecha de un film sobre la estrategia del manager de los Athletics de Oakland para que su equipo, carente de la mínima parte del presupuesto de sus competidores, logre hacerse notar en el campeonato. La trama parece obvia, pero su desarrollo no lo es. Una vez que el espectador neófito haya suplantado mentalmente el béisbol por cualquier otra cosa, lo cierto es que la historia sobre cómo el personaje de Brad Pitt apuesta a organizar un equipo sin nada parecido al presupuesto de sus oponentes, el asunto se vuelve razonablemente interesante. La presión que sufre el protagonista, sin embargo, no parece demasiado dramática dada la ausencia de factores políticos y violentos como los que podrían surgir de algún otro deporte. En todo caso, Brad Pitt se las arregla para sostener el interés en la trama casi solo, dado que más de la mitad de las tomas de la película son primeros planos del protagonista. Por algún motivo (tal vez referido al béisbol, ya que ésta es una historia verídica) el director técnico de los Athletics, que se opone a la estrategia basada en estadísticas del manager del equipo, prácticamente aparece sólo en planos generales, lo que ayuda a que Philip Seymour Hoffman dé otra de sus impactantes interpretaciones. Está claro que si esto funciona bien para quien no tiene la menor idea acerca del béisbol, podría ser una especie de obra maestra para aquellos fanáticos de este deporte. Quien tenga un beisbolero a mano, máas vale que le avise, así hace la buena acción de la semana.
Anexo de crítica: Sin dudas El Juego de la Fortuna (Moneyball, 2011) es una propuesta más que singular para lo que suele ser el promedio de los films deportivos norteamericanos, muchas veces presos de clichés vetustos, montaje hi-fi y estrellitas venidas a menos. No hablamos simplemente de una historia sobre el béisbol sino más bien de una exploración acerca de las distintas medidas del éxito personal y la dialéctica laboral, siempre con sus posiciones internas encontradas: los dos factores centrales que conducen la película a buen puerto son la impecable actuación de Brad Pitt y el guión de Steven Zaillian y el gran Aaron Sorkin. De hecho, todo el convite funciona como una versión austera y taciturna de la extraordinaria Red Social (The Social Network, 2010)…- Emiliano Fernández (7 puntos)
Pocos aspectos establecen tan marcadas diferencias entre los estadounidenses y el resto del mundo como en el caso del deporte. Hockey sobre hielo, fútbol americano, baseball, los elegidos por sus fanáticos gozan de una notable falta de popularidad en los demás países, exceptuando levemente al básquet. Pero aunque el fútbol sea soccer y el béisbol sea baseball, el deporte, no importa cual, es igual en todos lados. Y el deporte, la mayoría de las veces, no es justo. No siempre gana el que más se esfuerza o el que más lo merece, muchas veces la suerte acompaña o no. Pero hay otros casos en los que las cartas ya se conocen, manos en las que juega el dinero sobre todo y que permiten que, en "igualdad de condiciones", se enfrenten entre sí equipos con diferencias abismales de presupuesto. Es ahí donde se juega El Juego de la Fortuna, que si bien su título parece remitir a un juego de mesa o a uno de azar, hace referencia a un deporte que mueve millones de dólares y a jugadores con una ligereza que asusta. Y en el medio de eso está Brad Pitt o Billy Beane, manager de uno de esos equipos que están "15 pies de basura" por debajo de los considerados pobres. El hombre que entiende que no se le puede ganar a los grandes imitándolos, sino con ideas, astucia y una mentalidad por fuera de la norma. El perfil bajo, el amor por la pelota, la constancia, la convicción y, sobre todo, la capacidad para encontrar diamantes donde los demás vieron carbón, son las claves del Moneyball, un sistema que reinventa el juego, un huracán que revoluciona la forma de jugar. Un Huracán de Cappa. Ahí reside el conflicto del film de Bennett Miller, un hombre con fe en algo más enfrentando a empresarios, cazatalentos e incluso al propio entrenador, ejemplos varios de una extendida mirada tradicional que le dice qué es lo que tiene que creer. Y con esto se logra una muy buena película, de esas que pudiendo hacerlo no se encorsetan en aleccionar al espectador, de esas que van a más y dejan todo en la cancha y, a pesar de que no lo logren, van a caer intentando. Las buenas actuaciones de Pitt y Jonah Hill, bien podrían tener más tiempo en pantalla Chris Pratt, Robin Wright o Phillip Seymour Hoffman, acompañan un guión más que correcto de Aaron Sorkin y Steven Zaillian que, a la hora de elegir, prioriza con buen criterio el desarrollo del sistema, y el film en su totalidad, sobre el propio Beane, antes que la ejecución del mismo en los diferentes partidos. Un trabajo que supera las expectativas y que, si bien en muchos fragmentos se queda en tecnicismos y demás aspectos que exigen una familiaridad que no se tiene para con el juego, logra franquear airoso la barrera que implica un tema cuasi autóctono para desarrollar una película universal.
La excepción a la regla Las primeras imágenes (televisivas) de El juego de la fortuna son de un partido final de una eliminatoria fechado el 15 de octubre de 2002. Bennett Miller y sus guionistas eligen, sagazmente, introducir los equipos en la cancha con cifras: $ 114.457.768 vs. $ 39.722.689, New York Yankees contra Oakland Athletics, o un combate lúdico entre los fuertes y los débiles. Es una evidencia que el deporte opera como un suplemento ideológico del capitalismo. La ambigüedad del término "competencia" no es azarosa, y quienes compiten en el mercado laboral tal vez proyecten en las hazañas de sus ídolos deportivos, que también estudian y enfrentan adversarios, la conjura volátil de su interminable enajenación cotidiana. Misteriosa transferencia capaz de desmantelar la lógica indignación de saber que ese deportista heroico obtiene una cifra obscena por sus proezas semanales. Inspirado en un episodio deportivo real, el filme de Miller se circunscribe a retomar cómo un equipo de vencidos se transformó en revelación de un torneo. ¿Cuál fue la fórmula secreta? La racha es objetivable, existe un método: sabermétrico, un método estadístico orientado a la eficiencia del béisbol, aunque el filme también sugiere que el saber y la garra de su mánager general, Billy Beane (Brad Pitt)fue el complemento espiritual de esta ciencia deportiva. Sucede que Beane, un jugador que malogró su suerte, separado y padre de una hija, encontró en su camino a Peter Brand (Paul DePodesta en el caso real), su socio ideal. Joven y circunspecto, este economista licenciado en Harvard, lo suficientemente freak para examinar en su notebook cada golpe como si se tratara de una ecuación matemática, aportó ciencia a la voluntad y estrategia deportivas. Juntos pusieron en práctica otra noción de eficiencia y administraron el material humano combinando datos empíricos del rendimiento de sus jugadores con un plus ligeramente inexplicable asociado al espíritu colectivo. Inventaron una economía deportiva y una épica del débil, una modalidad demasiado a contramano de la lógica perversa que domina al béisbol. Más que un filme deportivo, El juego de la fortuna es secretamente un filme político que insinúa discretamente el cambio que introduce la informática en el deporte, propio de una época en la que una nueva cultura digital se impone. La metafísica utópica de El campo de los sueños, otra gran película sobre béisbol, poco tiene que ver con El juego de la fortuna. Sin embargo, cuando uno de los personajes rechaza millones para sostener una convicción, el alicaído espíritu del béisbol revive. Es un gesto utópico menor, una excepción a la pleitesía que los creyentes le rinden al dólar.
La comentadísima última película de Brad Pitt me dejó con gusto a poco. Sí, es cierto que cuenta con un aceptable guión y con un sólido director, pero no logra traer nada nuevo a la mesa y se apoya demasiado en la idea de estar basada en un hecho real. Antes que nada, una biopic (película biográfica) es ficción. Siempre. Por más que los hechos estén documentados, se presenta la visión de uno de los personajes o, como en este caso, de un tercero que interpreta las situaciones y las cuenta como tales. Por ende, a mi entender, que un film se base en el concepto de haber pasado realmente y sólo en eso, le falta un golpe de horno. La historia cuenta la vida de un manager de un equipo de beisball que está en picada. No tienen presupuesto, no tienen jugadores, pero será la visión de este hombre y su amor al deporte, lo que dé un nuevo impulso al equipo. Para eso, consigue a un asistente que tiene un título en economía y lo introduce en la teoría de “Moneyball” (pelota dinero), en la que las estadísticas y las matemáticas reemplazan a todo olfato y se apoya en el juego de equipo por sobre el juego de jugadores. El director es Bennet Miller, quien estuvo a cargo de “Capote”. Sus elecciones me parecieron acertadas, utilizando mucho los planos cercanos para lograr ese ambiente intimista. Vale agregar que la iluminación y el juego constante de luces y sombras también parece alejarlo de los flashes y que sea más tangible para el espectador. Ahora bien, el guión, como dije antes, es bueno. Nos mete de lleno en el personaje cuando en los primeros cinco minutos lo vemos solo, de noche en las gradas del estadio escuchando el partido que evidentemente se terminó. Hay un juego de presentarlo como ganador y como perdedor todo el tiempo que resulta interesante y muchos recursos del cine clásico que funcionan muy bien como ser el personaje que canta una canción “significativa”, el uso casi absoluto de la música (no hay silencio en todo el desarrollo), el “puente” para el flashback que es siempre en un momento de reflexión del personaje, la presentación de la trama y la subtrama en los primeros 15 minutos y así miles de cosas más. Repito, nada nuevo. Otro punto interesante: el negocio del deporte. Los mayores avances en tecnología para transmisiones en vivo se hicieron para optimizar no sólo la visión de los hechos sino potenciar su importancia comercial. El Superbowl es el evento que más factura en el mundo entero y es la Industria del Entretenimiento más consumida. Cuando vemos al jugador con la camiseta y señala su nombre, se está creado un símbolo que después los fans consumen. Una vida productiva corta, que también se ve en el film. Con tanto asunto e introducción al deporte, por momento creí que me llevaron directo a mediados de los 90s y que iba a ver a Tom Cruise gritando “Show me the money” en Jerry Maguire. Pero quiero ser justa y decir que Brad Pitt tiene mucho más ángel que Tom. La verdad es que no está mal en su papel pero lo he visto hacer cosas mucho más interesantes. Basta con recordar Babel, Snatch o Quémese después de Leer para reconocer el potencial de este hombre. Tiene momentos de lucidez y otros que responden a la “zona cómoda” de lo que entrega siempre. Para los cinéfilos, cada vez va a ser más obvia la imitación a Robert Redford. Soy consciente que representar a alguien que existe tiene sus cosas, pero la verdad es que era una película basada en el personaje de Pitt, era para que se luciera. Nos da mucho carisma y su presencia en pantalla es innegable, pero aún así me parece que era su oportunidad para lucirse y se quedó corto. Siempre los mismos gestos (las manos en la cadera, los dos dedos en la sien cuando está sentado “meditando”, la constante necesidad de estar masticando algo constantemente y eso no es de este papel, son tics que se los vi repetidas veces). La magia del actor debe ser crear un personaje nuevo, no ser él mismo en diferentes situaciones. Pero qué decir de Phillip Seymour Hoffman. Por favor, ¡Qué actor! El hombre es un secundario mínimo pero él sí se convierte en su personaje. Lo vemos pararse distinto, caminar distinto, hablar distinto a sí mismo. La construcción es impresionante y logra un personaje convincente. La verdad es que me asombraba cada vez que lo veía en pantalla. Enorme. Jonah Hill me cae simpático, pero daba lo mismo si era él o cualquier otro quien se ponía esos zapatos. Su rol era más que nada de apoyo a Pitt y éste, con su carisma, lo hizo desaparecer por completo. Si bien el todo siempre es más que la suma de sus partes, cuando un film no sorprende, no innova, no aporta ese elemento distinto que toca la fibra del espectador, termina siendo una película más. No importa que la edición sea impactante, las estrellas que hayan participado hicieran lo suyo con oficio, la banda de sonido acompañe... Si no me impacta en el corazón o ataca y desestructura mi percepción como público, es una más. "Moneyball" es el típico cuentito, la habitual biopic que termina con las letritas en blanco contándote dónde están ahora cada uno de los protagonistas. El Billy Beane real es enorme (averiguen sobre él) , esta película apenas si le hizo justicia.
Publicada en la edición impresa de la revista.
A casi dos meses de su lanzamiento en los Estados Unidos, Columbia lanza una curva y estrena El Juego de la Fortuna, film supuestamente que se ingresa dentro del género deportivo pero que claramente se desmarca de los rótulos por no tener las típicas convenciones de esas películas, como las charlas emotivas antes del gran encuentro para penetrar en las fibras de los deportistas y los espectadors y los finales dramáticos e inolvidables cargados de esa adrenalínica tensión, solo por mencionar algunas. El Juego de la Fortuna nos contará la historia real de Billy Beane, manager del modesto equipo de beisbol Oakland A's que luego de una mala temporada decide virar por completo su estrategia de contratación de jugadores al conocer al análitico e inteligente Peter Brand. Es interesante destacar como en El Juego de la Fortuna se logra conformar un gran entreteniemiento por medio de un deporte que nos es totalmente indiferente a nosotros y cuyas reglas son totalmente desconocidas para la mayoría de las personas que asistan a verla. Esto fenómeno se da porque Bennett Miller se centró totalmente en el desarrollo "de la apuesta" de Beane, que en las reglas o en los momentos emotivos y dramáticos que pueden llegar a tener un evento deportivo perteneciente a cualquier disciplina. También, y sin dudas el principal motoro de la obra, es que el rol protagónico sea interpretado por Brad Pitt, donde el actor de Bastardos sin Gloria saca a relucir todo su carisma y versatilidad para demostrar una vez más que es un brillante y confiable interprete. Al igual que en Red Social, El Juego de la Fortuna es escrita por Aaron Sorkin (en conjunto con Steven Zaillian) y es digno de analizar las similitudes que presentan ambos films, más allá de la velocidad a la que transcurren sus palabras. Red Social es "la película de Facebbok" aunque en realidad eso es la cascara, ya que el film de David Fincher representa mucho más que ese simplke rótulo simplista. El Juego de la Fortuna también cuenta con una mascara de ser "una película de deportes" algo que dista demasiado de lo que representa. en cierto punto y por momentos me hizo recordar a la brillante obra maestra de Cameron Crowe llamada Jerry Maguire, donde lo importante de la obra es la evolución de Jerry y los demás protagonistas y no los logros deportivos que se puedan conseguir. Ambos films se alejan de los prejuzgamientos con virtudes por centrar su fortaleza en el desarrollo de los personajes y sus relaciones, en vez de priorizar y contar solamente la premisa con la que parte de un comienzo. Es decir ambas obras tienen que mostrarnos el fenómeno del cambio, ya sea del mundo de internet o de un deporte, pero no se quedan en comentar solamente ese suceso, sino que se encargan de enriquecer la narrativa de acontecimiento con detalles que atañen a la historia y a los personajes principales, algo que la enaltece y la desmarca del resto de las propuestas que funcionan como mera descripción de un determinado hecho. El Juego de la Fortuna no es simplemente una "película de deportes", hasta incluso quizá no lo sea, por las excelentes elecciones narrativas de su realizador y sus guiónistas y por la notable actuación de Brad Pitt.
Siempre hay un problema con las películas sobre béisbol: es un juego difícil de entender. Para los países donde el fútbol es rey –un juego donde todo depende de la movilidad constante y de un tiempo limitado– un deporte donde muchas veces “no pasa nada” y cuyos partidos pueden durar nueve horas es complejo. Sin embargo, los estadounidenses –gracias al cine– han mutado el deporte estático en puro género dinámico. Hay joyas (La bella y el campeón, El campo de los sueños, Enamorado) y ahora este film, que puede ser considerado como la mejor película de béisbol de la Historia… sin Kevin Costner como protagonista. Y es la mejor por varias razones: la primera, nunca deja de lado la amabilidad para cargar de improbable tragedia lo que no es más que un juego. La segunda: vuelve simple de comprender algo extremadamente difícil. Y la tercera, retoma el sentimiento utópico americano, el del original y el emprendedor y el trabajo en equipo como forjadores de un destino. Aquí todo se concentra en el manager de un equipo que debe armar un team competitivo con muy poca plata (mientras el resto de los equipos “compran” estrellas por cientos de millones), y su relación con un analista de sistemas que aplica reglas diferentes de las del “negocio”. Esos dos personajes los interpretan, en estado de gracia absoluta, Brad Pitt y Jonah Hill. Sin lecciones falsas y con sabor a realismo épico, “El juego de la fortuna” es esa clase de grandes películas que superan lo local de su planteo.
Una película deportiva con poco deporte suena mal, salvo que sea un estreno sobre béisbol en un país donde pocos conocen las maravillas del juego. No hace falta saber nade del deporte (en general o béisbol en particular) para disfrutar El juego de la fortuna. Brad Pitt es el manager de un equipo chico que, tras una gran campaña, empieza de cero porque sus mejores jugadores se van a equipos grandes. La capacidad analítica de los protagonistas se enfrenta con la pasión por el juego y el amor por los colores. El juego de la fortuna permite mil analogías con el fútbol y vale la pena verla sentado, como en un banco de suplentes, mientras se espera esa gran película futbolera que le falta al cine.
Esta semana se ha estrenado una de las muy buenas películas de este año (ya que estamos en modo balance, digamos que es una de las mejores 20): El juego de la fortuna (Moneyball), de Bennett Miller. Una película de baseball. Confieso que entiendo poco (o nada) ese deporte pero me suelen gustar las películas sobre baseball (me pregunto si me gustarían tanto esas películas sobre baseball si entendiera sus reglas): tengo una marcada debilidad por las películas deportivas en general. Ahora bien, el centro de Moneyball no es el baseball sino algunas reflexiones y negociaciones sobre/en/desde/para él: es en realidad una película sobre los administradores, observadores, creadores de estrategias. Una película a fin de cuentas sobre estadísticas y el estudio, que nos hace creer en la pasión deportiva aparentemente enfriando el deporte, analizando con números a jugadores de segunda, tercera o cuarta línea. Una película extraña, que junta a dos guionistas-estrella como Steve Zaillan (La lista de Schindler, por ejemplo) y Aaron Sorkin (Red social, por ejemplo) con un director con un antecedente tan poco atractivo y tan gomoso como Capote. De estructura atípica, Moneyball no construye la emoción in crescendo sino en dosis concentradas, sobrias, ubicadas sobre todo en momentos familiares (de hecho, el momento que puede resultar más conmovedor, el del jugador “rescatado” de su ostracismo, está antes de la mitad del relato). De todos modos, la mayor parte del encanto y la seducción de Moneyball pasa por rítmicas conversaciones telefónicas y estrategias dialogadas en oficinas y vestuarios por Brad Pitt y Jonah Hill. En sus perfectas actuaciones de gestualidad contenida reverbera un gran elemento de esta película: el orgullo deportivo de los que no salen a la cancha.
Pasión de los débiles Me gusta el básquet, soy hincha de Quilmes de Mar del Plata que juega la Liga Nacional. Podríamos decir que es un club chico si es que el deporte se mensura de acuerdo a logros: si bien jugamos en la alta competencia desde 1991, nunca hemos ganado una Liga Nacional, nuestras campañas -salvo un par de excepciones- han sido de regulares a malas y, de hecho, hemos descendido dos veces ya. Lo épico en nuestro caso, es que en las dos oportunidades volvimos a ascender al año siguiente, algo que ningún club ha logrado en la historia de este deporte. Es un orgullo mínimo, claro está, pero orgullo al fin: en realidad el tamaño del orgullo no lo hace la dimensión del acto en sí, sino la importancia que tiene tal hecho para uno como individuo. Para colmo de males, en la ciudad hay un rival clásico, Peñarol, que en el presente y desde hace un par de años, goza de su mejor momento en cuanto a resultados: títulos de Liga, de campeonatos paralelos, de torneos intermedios, incluso de torneos internacionales. Ni qué decir los partidos entre ambos equipos: un sufrimiento continuo, una instancia en la que uno desea ser tragado por la tierra para no comerse las gastadas correspondientes. El presente del cuadro en la Liga Nacional en curso es bastante pobre: vamos últimos, sin demasiadas chances de levantar cabeza y con un horizonte que uno avizora como bastante pobre. Pero uno sigue siendo de Quilmes, por esa empecinada pasión que suele tener todo hincha. Y esto es así porque pertenecer a un equipo es también manifestar, veladamente, un estilo de vida. Uno es de Quilmes porque, con malas, pésimas o nefastas decisiones dirigenciales, el club ha sido históricamente coherente en sus determinaciones institucionales. Siempre se privilegió el cuidado de las arcas del club por sobre las necesidades apremiantes del hincha: menos estrellas, menos gastos indecorosos, y por ende también menos resultados positivos. Las veces que nos corrimos de esas premisas, así nos fue. La alta competencia es tan excitante como injusta, más en un deporte como el básquet, porque se hace muy difícil suplir con coraje deportivo las falencias de tener un plantel inferior en cuanto a condiciones y salarios. En el caso de la Liga Nacional es un dato que se puede cotejar observando la lista de cuadros campeones: muy pocas veces (algún Gimnasia de Comodoro, por ejemplo) no salió campeón uno de los equipos que más dinero hayan invertido. Es la triste realidad de este deporte, y la mía como hincha de Quilmes. Sepan disculpar el largo prólogo, pero es una buena forma de entender por qué me gustó tanto El juego de la fortuna. Y si usted es hincha de un club chico, como el mío, sin dudas que se sentirá especialmente movilizado por un film que hace de esa pasión de los débiles su mayor fuerte. Y lo hace sin demagogia y con una coherencia tremenda en el tratamiento de ese universo de números, cifras, porcentajes, estadísticas y personas tratadas como números, que es su materia base. En lo central, el film de Bennett Miller cuenta una porción de la vida de Billy Beane (Brad Pitt), el manager de los Oakland A’s de la liga de beisbol norteamericana: un equipo que año tras año y a pesar de algunos buenos resultados, perdía a sus mayores figuras, seducidas por el dinero de los cuadros más poderosos. Sabiendo que no contaría con más presupuesto que el que tiene (el film arranca con dos cifras, $ 114.457.768 vs. $ 39.722.689, para marcar las diferencias entre los Yankees y el Athletics), Beane se contacta con Peter Brand (Jonah Hill), un estudiante de economía que ha organizado un programa que por medio del análisis de estadísticas logra conseguir un equipo competitivo y de bajo presupuesto. Justo lo que Beane necesita. Lo primero interesante que hace el film es quitar el costado moralizante del dinero: no hay aquí una mirada de ricos contra pobres, sino que aceptando las reglas del juego y del sistema pone en el centro del relato a un pragmático y un economista dispuestos a patear, desde su lógica, precisamente aquellas reglas. Si uno pensaba ver un film deportivo, lo encontrará pero no del modo en que pensaba: el juego queda a un costado y lo central pasan a ser las formas en que el juego se construye, cómo se negocian jugadores, de qué manera se plantea una estrategia, toda esa trastienda que el hincha no logra ver. Y si usted cree que esto será desapasionado, sepa que está totalmente equivocado. El juego de la fortuna es una película caliente, ágil, inteligente, divertida, efervescente. Y en última instancia, si es hincha de un cuadro como el mío, emocionante. Parte de la inteligencia del film proviene del guión, pero de un guión tan ajustado que deja los lugares vacíos para que lo que el texto no pone lo completen la dirección y los actores. Hay que decir, claro, que el guión de El juego de la fortuna fue escrito por tal vez dos de los mejores guionistas del presente: Aaron Sorkin y Steven Zaillian. Del primero, que tras Red social parece estar en estado de gracia, podemos reconocer esos diálogos filosos, que se posicionan como estiletazos sobre el mundo a retratar y lo desmenuzan potentemente abriendo el juego hacia otros niveles del discurso, aunque sin la oscuridad de la peli sobre el Facebook y con algo más de ternura; del segundo, como en La lista de Schindler o Una acción civil, está esa visión sobre el dinero y su vínculo con la vida, del dinero como instrumento básico del capitalismo, pero un capitalismo puro que evidencia en su origen los propios males del sistema: la gente, tanto en un campo de concentración como en un equipo de béisbol, puede convertirse en moneda de cambio. El juego de la fortuna se da el lujo de contar con dos escritores lúcidos, intensos, que fusionan lo mejor de su mundo y construyen un gran relato sobre el nuestro, en esa gran virtud que tienen los buenos autores: es indudable que el film habla sobre el béisbol, pero también está diciendo algo sobre el presente universal de crisis y pérdida de valores, valores que incluso están en el dinero y que no son sólo los de cambio. En ese sentido hay una escena magistral sobre el final, en la que Brand le dice a Beane, cuando el manager duda entre quedarse en Oakland o aceptar una oferta millonaria de Boston: “es una metáfora”. Brand le muestra un video en el que un jugador que no confiaba en su potencial conecta un home run sin llegar a advertirlo, y tiene que ser avisado por sus compañeros y rivales de semejante proeza. Lo que le quiere decir Brand a Beane (Pitt y Hill tienen una química inconmensurable y son parte del gran éxito de esta película) es que hay gente que logra grandes sucesos pero no quiere verlos o está imposibilitada de hacerlo. “Es una metáfora”, dice y amén de la comicidad es una secuencia notable por cuanto desnuda también los artilugios de este tipo de películas, en las que el hecho no es más que una reinterpretación de algo más universal. Esa explicitación funciona también para el resto del film, que transita su drama de números y estadísticas sobre la apariencia del film deportivo: está la arenga de vestuario, está la historia del jugador que se reivindica, está el psicologismo que parece justificar conductas, está la relación amor-odio entre el manager y el entrenador, está la secuencia de montaje con las victorias del equipo, está el partido heroico de resultado incierto hasta el último segundo. Todo está, pero retorcido: la arenga es a medias y bastante desganada con un Beane que apenas puede agitar su brazo un poco, el amor-odio termina siendo más odio que amor, el partido que se define al final no termina sirviendo de nada a posteriori, los psicologismos son sólo taras del pasado que no determinan nada en el presente. Incluso el partido final está contado casi en dos planos, con un cierre amargo determinado por el montaje y la iluminación. Bennett Miller, que venía de la envarada Capote, se aligera aquí y construye un film apasionante sostenido en cifras, números, estadísticas, con dos héroes que no son los protagonistas, sino tipos que ni siquiera pueden mirar los partidos porque se ponen nerviosos: son gente que pareciera no disfrutar mucho de lo que hacen porque, en verdad, el deporte y su disfrute pasa muchas veces por el sufrimiento, el tesón y la creencia en las propias determinaciones con las consecuencias del caso. En eso El juego de la fortuna (horrendo título local que contradice el espíritu del film) es casi una de Michael Mann, por su celebración del rigor y el profesionalismo por sobre el supuesto conocimiento de los intuitivos, y en cómo defiende la pasión de los que confían en sus virtudes y se empecinan en llevar adelante sus prácticas más allá de lo que dicta el sistema. Beane mantiene además una hermosa relación con su hija y allí se resuelve parte del entripado que mantiene el protagonista: el final de la película puede ser el optimista, resumido en ese logro deportivo que consiguen los otros equipos siguiendo los métodos de Beane y Brand, pero es más el que tiene a Beane escuchando la canción que su hija grabó a su pedido, The show, que le recuerda en los coritos que es un padre perdedor. En ese momento, última escena de la película, Miller tiene a Pitt encerrado en su camioneta, viajando sin saber muy bien a dónde, escuchando la canción, imaginamos dudando sobre si aceptar la oferta o no: la decisión formal es increíblemente acertada, porque pone al actor emocionado fuera de foco en un plano cerrado y lo que queda asomando por los rincones de la ventanilla es la ciudad, el lugar, la pertenencia, un modo de vida, una estética, una esencia; y que al final de cuentas es eso y no los logros deportivos los que nos termina anclando a un club. No hace falta explicar aquí qué decisión tomó Beane, que logró ver el triunfo en la derrota. Para todos los hinchas de cuadros chicos como yo, esta grandiosa película.
En la historia del cine Hollywood debe ser la industria que más veces ha puesto el ojo en los deportes populares y las historias tejidas alrededor de ellos. Un ejercicio de identidad notable no sólo porque ayuda a arraigar algunos valores importantes como el espíritu de equipo, la fe en uno mismo, la humildad, etc, sino también porque en el baseball, futbol americano, hockey sobre hielo, basketball e incluso en el boxeo se pueden encontrar fácilmente historias para dibujar a la perfección el Sueño Americano en la “tierra de los libres y el hogar de los valientes”, como dice el himno yanqui. Cada deporte tiene sus representantes fílmicos y, como todo, hay cosas bien hechas y otras mal hechas. Como muestra del primer ejemplo tenemos películas muy bien contadas y actuadas como “Ganadores” (1986) y “Los blancos no la saben meter” (1992) en basket; “La bella y el campeón” (1989) y “El campo de los sueños” (1991) en baseball; y aquella “Golpe bajo” (1974) de Robert Aldrich, con un joven Burt Reynolds, en fútbol americano. Ni que hablar de “Rocky” (1976) o “El toro salvaje” (1980). Sí. El deporte en Hollywood siempre ha sido un buen vehículo para contar historias y de paso bajar línea. Saliéndose completamente de este esquema se estrena “El juego de la fortuna” (Moneyball) con un bagaje de elogios a cuestas, incluyendo una supuesta consagratoria actuación de Brad Pitt. “El juego de la fortuna” emplaza su relato en la historia reciente, específicamente en la temporada de baseball 2002. Billy Beane (Brad Pitt) es el manager de los Oakland Athletics (de acá en adelante los A's), el equipo más chico (en términos de presupuestos de las grandes ligas) que logra llegar a la final de la serie mundial para perderla contra los New York Yanquees. Es como si fuera la final de la Copa Libertadores fuera entre Boca y Sacachispas. Terminada la competencia, el equipo de los A's sufre el éxodo de varios de sus jugadores claves y Billy se ve en la difícil tarea de seleccionar jugadores para reemplazarlos. En esa circunstancia conoce a Peter Brand (Jonah Hill), un nerd que jamás jugó al baseball (ni deporte alguno), egresado de Yale y fanático de las estadísticas con un estudio minucioso de las últimas diez temporadas. Billy decide incorporarlo a su equipo de asesores por pura intuición, lo cual suena contradictorio pero es, en definitiva, el nudo-eje a partir del cual se propone instalar todo el andamiaje narrativo. Corazonada contrapuesta a los fríos números. Basado en esos porcentajes, Billy selecciona jugadores que ya están de vuelta en sus carreras, pero que todavía ostentan “algo” en sus performances que los hace útiles, traducible en armar un equipo con “dos mangos con cincuenta”. Todo esto que le cuento (y que se ve en el trailer) es justamente el problema que afronta la producción. Ninguno de los amagues de conflictos logran despegar: la mencionada confrontación de criterios: las peleas internas de los hombres del club con más experiencia ante el aporte de un novato con una laptop; la deshumanización del discurso a la hora de desafectar miembros del equipo; o el entrenador del equipo, Art Howe (Phillip Seymour Hoffman) quien durante un breve minuto parece ofrecer resistencia a la nueva idea, pero le dura un suspiro (literalmente); incluso la hija de Billy, separado de su mujer (Robin Wright) no plantea dificultades. La obra se instala entonces en una tesitura lineal en donde hasta el deporte en sí mismo no genera nada emocionante (salvo conocer un nuevo récord que queda en mera anécdota, irónicamente estadística). El realizador Bennet Miller volvió a unirse al compaginador Christopher Tellefsen después de “Capote” (2005), pero ninguno de los dos entendió que el ritmo narrativo de este guión de Aaron Sorkin (“Red social”, 2009) y Steven Zaillian (“Pandillas de Nueva York”, 2002) demandaba una dinámica distinta. Cada vez que parece acelerar, las escenas de dramatismo en el juego son mechadas con imágenes reales de público y jugadores de aquella hazaña deportiva, y si bien se repite en diálogos el concepto de un equipo chico compitiendo contra grandes ello no está debidamente subrayado con imágenes. A lo mejor en los Estados Unidos esta historia pegó distinto en la gente; pero está demasiado arraigada a la cultura local como para desplegar interés en otro público. “El juego de la fortuna” logra deliberadamente aislarse de la pasión por el juego y de cualquier otra cosa. Queda una excelente banda de sonido de Mychael Danna (vaticino una candidatura al Oscar por este trabajo) y una actuación muy interesante de Jonah Hill. En cuanto a si se trata de una actuación superlativa de Brad Pitt, créame que los pocos minutos que aparece en “El árbol de la vida” (2011) son mucho más enriquecedores en todo sentido.
La película está basada en la historia real de Billy Beane, el director general del equipo de baseball Oakland A’s, quien ayudado por Peter Brand, un recién graduado de la facultad, decide reinventar el deporte y utilizar las estadísticas, los porcentajes y los análisis matemáticos para conformar el mejor equipo de la liga a pesar de ser uno de los clubes más pobres y con menos presupuesto de todo Estados Unidos. La idea de manejar a los A’s como a una empresa, con proyecciones, escalas de triunfos y anotaciones en el marcador, partidos a favor y en contra y basando la elección de sus jugadores en los resultados arrojados por estas fórmulas revolucionó al baseball de Norteamérica. Oscarizable por donde se lo mire, “El juego de la fortuna” es un proyecto que cuenta con el gancho de estar inspirado en la vida de una persona real que aún se desempeña en el cargo que lo hizo famoso, quien a pesar de tener todas las perspectivas en su contra, logró imponerse, reinventarse y salir triunfando. En el rol central, un actor taquillero como Brad Pitt que compuso un personaje distinto, alejado del glamour hollywoodense. Comercialmente puede que no llegue a funcionar en nuestro país, no demasiado proclive a historias deportivas y menos aún de disciplinas alejadas de nuestras costumbres. Ni siquiera la presencia de Pitt, o del sorprendente Jonah Hill, logrará convocar grandes números a las salas, pero si es de valorar que a pesar de ello la distribuidora decida estrenarla de cara a las posibles nominaciones por los Premios de la Academia.
Lo importante no son las estrellas “El Juego de la fortuna” fue uno de los filmes menos promovidos publicitariamente en el año que finaliza, pero que encierra agradables sorpresas a la hora de buscar valores en el panorama del cine visto en 2011. La película no contó con un gran presupuesto (de forma similar a la historia real en la que se basa), pero tiene un gran reparto, una dirección y guión inmejorables para contar la historia de Billy Beane, manager de un modesto equipo de béisbol, los Athletics Oackland, con buenas performances pero con apremios económicos que lo presionan para vender a los mejores jugadores. En el intento de evitarlo, este gerente (interpretado por Brad Pitt) contrata a un joven genio de las estadísticas y las matemáticas (el robusto y tímido Jonah Hill) que le ayudará a plantear las estrategias y tácticas del equipo. La soledad de los innovadores El film registra el mundo del béisbol estadounidense a principios de la década del 2000, cuando era impensable acudir a los números de las estadísticas para mejorar los desempeños deportivos. La apuesta del protagonista por un (nada conocido en ese momento) sistema estadístico, para escoger jugadores infravalorados (por lesiones físicas, por la edad, etcétera) con el fin de formar un equipo no basado en fuertes individualidades, provoca la fuerte negativa del entrenador principal y la desconfianza de los demás miembros del club. El temerario desafío que significó apartarse de esa forma tradicional está registrado en la obstinada trayectoria de Pitt y su ayudante, hasta que finalmente llevan a los Athletics Oackland a una serie de hazañas que abrieron el debate sobre cómo ver el deporte. Aunque desde este lado del mapa, el béisbol no despierta la pasión que tiene en su país de origen (el americano medio se identifica con el bate, como el argentino con la pelota futbolera), sin embargo, el gran atractivo consiste en el lado humano que la historia presenta. No es casual que en España la película se llame “Rompiendo las reglas”, ya que esto es lo que realiza el protagonista, que debe luchar contra la mayoría. En este sentido, el afiche del film que muestra la imagen de la cancha vacía versus la solitaria y empequeñecida figura del protagonista sintetiza mucho del trasfondo de la película. Fuera de los clichés “El Juego de la Fortuna” es una historia sobria, contada sin edulcorantes ni exceso de escenas deportivas. Es una película sobre béisbol pero no de béisbol, porque de películas deportivas tenemos docenas realizadas en el mismo molde. La diferencia es que aquí se reconstruye a los personajes y se los deja interactuar en un entorno, usando el deporte sólo como contexto y no como fin, de forma que la historia podría extrapolarse a cualquier otra cosa sin perder su identidad. Se trata de un ejemplificador relato sobre la mística y genuina convicción que permiten, contra viento y marea, incluso contra la tentación del dinero, salir adelante hasta que van apareciendo los resultados para armar -en este caso- un equipo efectivo donde lo importante no son los jugadores estrella sino el funcionamiento entre ellos. Una película rara avis que habla de números que acaban siendo personas y no de personas que acaban siendo números.
Vencer las Frustraciones El Juego de la Fortuna o Moneyball es una película a tener en cuenta, no sólo porque es una de las que suena fuerte para la próxima entrega de los Oscars, sino porque es una muy buena historia que tiene como marco de desarrollo ese deporte tan extraño para nosotros que es el Baseball (sobre todo para los que estamos bien al sur). Entre tantas cosas que no me copan, los films sobre historias de Baseball están a la cabeza, pero esta vez debo admitir que me gustó bastante, sobre todo esa especie de radiografía que hace el director sobre como funciona realmente el mundo profesional de este deporte en particular. En los últimos años se han presentado algunas muy buenas películas que incluyen un pantallaso al mundo del deporte de competición ("El Luchador", "El Cisne Negro", "Millon Dolar Baby"), cuestión que junto a la historia principal se convierte en algo irresistible y revelador. Una buena trama inmersa en un marco deportivo bien elaborado. En Moneyball hay un desfile de pesos pesados como Brad Pitt, Philip Seymour Hoffman, Robin Wright y el ascendente Jonah Hill, pero a diferencia de algunas cintas bobas de este año llena de actores y actrices famosos desperdiciados, aquí cada uno tiene un rol conciso y muy bien trabajado. Las apariciones de Hoffman o Wright son pocas, pero son algunos minutos muy valiosos que le dan mucha presencia al film. ¡Ojo!, no es una peli sobre Baseball, sino que es parte importante de su trama, la historia en realidad está enfocada en el personaje que interpreta Pitt, Billy Beane, un ex jugador devenido en caza talentos que debe arreglárselas para ensamblar un equipo ganador con uno de los presupuestos más bajos de toda la liga profesional. Se suma al desarrollo también el equilibrio que debe mantener Beane entre sus problemas familiares, sus frustraciones y su trabajo. No es una película sobre algo raro, innovador, extravagante o fantástico, simplemente es la historia de un hombre con una vida interesante contada con mucha pericia cinematográfica y talento, todo eso gracias al director Bennet Miller ("The Cruise", "Capote"). Es divertida y es dramática en una combinación que mantiene atento y entretenido al espectador. Sin dudas, una buena opción de fin de año.
El capitalismo en cuestión Los filmes sobre deportes suelen funcionar como una verdadera síntesis -a veces sutil y crítica, otras obscenamente festivas-, de los sistemas económicos y políticos que los albergan, acaso porque es imposible evitar la identificación de uno con otro (ya que el mismo hecho deportivo funciona como la extensión y sublimación de una forma de vida determinada). Lo importante, en todo caso, es que este subgénero suele exponer, problematizar, y hasta pensar (aunque sea indirecta e inconscientemente) sus condiciones de producción: basta citar la famosa línea del personaje de Cuba Gooding Jr. en Jerry Maguire (aquel emblemático “show me the money”, que por cierto le valió un Oscar a su protagonista) para ejemplificar la idea. Una simple frase sintetizaba allí una forma de vivir y practicar el deporte, un ethos no sólo profesional sino también existencial, una forma de estar en el mundo que se aceptaba como natural e indiscutida (aunque la película resaltaba hipócritamente otros valores, como la fidelidad y la amistad). Esta característica constituye además una de las maravillas del cine: su capacidad para contener y pensar al mundo, aún en contra de sus propios creadores. Algo que puede verse en El juego de la fortuna (Moneyball), del norteamericano Bennett Miller, filme elogiado unánimemente por la crítica y que tiene una clara agenda política, que sin embargo es en cierta medida inconsciente. Basada libremente en un hecho real, la película narra una verdadera épica ocurrida en el deporte norteamericano por excelencia, el béisbol. Y la protagoniza un equipo menor de Nueva York, los Oakland Athletics, que al inicio del filme perderá los playoff (partido de eliminación) con el equipo mayor de la ciudad, los New York Yankees, en octubre de 2001: “114 millones de dólares vs 39 millones de dólares” reseña un título antes de mostrar imágenes televisivas reales del evento, en una síntesis perfecta de lo que será el nudo central del conflicto (que por supuesto es más político que económico, ya que se trata de la injusta distribución de los recursos). Lo que veremos a continuación será cómo un hombre, ayudado por un cambio en la filosofía que domina al deporte, intentará patear el tablero y llevar a este equipo chico a ganar el campeonato. Este hombre es Billy Beanne (Brad Pitt, también productor del filme), mannager de los Oakland y ex jugador profesional, que comenzará a contradecir todos los paradigmas que hasta el momento rigieron el funcionamiento del deporte, a partir de una nueva filosofía que encontrará en Peter Brand (Jonah Hill, en otro gran trabajo), jovencísimo graduado en Economía obsesionado con una idea: analizar el juego y a sus protagonistas con un método estadístico, capaz de descubrir potencialidades donde nadie las ve. Así, para suplir el éxodo de las grandes estrellas del equipo que se llevan los clubes importantes, Beanne y Brand propondrán contratar jugadores poco estimados en el circuito (por tanto baratos) pero con un buen promedio de eficiencia, aún a costa de lo que indica el sentido común de los asesores del club. El resultado se desarrollará en toda la película, que curiosamente no se concentrará en los partidos en sí, sino que seguirá obsesivamente a estos dos protagonistas en su lucha por vencer los prejuicios propios y ajenos, y trasladar sus ideas al campo de juego. Formalmente convencional pero al mismo tiempo elegante, con algunos planos secuencia y planos generales que salen de la estética televisiva y publicitaria pero que no logran conjurarla del todo, El juego de la fortuna es como se ha dicho una película rara, que tiene varias particularidades que la desmarcan de las obras típicas del género: dejar la mayoría de los partidos prácticamente en fuera de campo es una, así como también intentar evitar tanto la glorificación de sus protagonistas como los golpes bajos. Que lo consiga a medias es un signo de sus límites, que se verán más claramente en la crítica que ejecuta al sistema, ya que hay una voluntad consciente por explicitar la inhumanidad del negocio, o cómo las personas son canjeadas y tratadas como meras mercancías. Sin embargo, al mismo tiempo la película ostenta una fascinación típicamente norteamericana por el sistema: basta ver la última de las escenas en las que Beanne y Brand ejecutan una compra y venta de jugadores, en lo que pretende ser una jugada maestra, cargada de adrenalina, para comprobar los límites del cine de Miller, incapaz de imaginar otras formas de relación para sus propios jugadores. Acaso el vínculo entre Beanne y su hija, que determinará un gran cierre para la película (con una canción que condensa una opción existencial), funja como un bálsamo en semejante selva, un camino diferenciador para pensar otro mundo posible, pero ése mundo quedará restringido siempre a lo privado, a lo íntimo, mientras afuera el capitalismo salvaje sigue siendo rey indiscutido. El propio Pitt representa por ello un problema: su aura de estrella, el recorrido de su actuación (que comienza como una estampita cool y se va modificando sutilmente en su desarrollo, aunque sin poder despegarse del todo de su fama), es una contradicción para la película, que acaso sintetice sus problemas y virtudes (ya que aquí hay también un riesgo a destacar: Miller intenta mostrar y representar otra cosa con los modelos de aquello que pretende criticar). Por Martín Iparraguirre
El gran DT - Bueno, en realidad Billy Beane no es DT, es Gerente de un equipo de béisbol. - ¿De qué? - Béisbol, ese deporte en el que un tipo tira la pelota y otro del bando contrario intenta batearla fuera del estadio. Y si queda adentro, todos corren de acá para allá. - ¿Y qué hace en la cartelera argentina una película sobre béisbol, si nosotros no cazamos un fulbo de eso? - Bueno, lo tiene a Brad Pitt en el poster y probablemente esté nominada al Oscar el próximo año. Aparte, es un drama deportivo de superación personal. Tiene chapa para ser premiada. - ¿Y ganará algo? - Y... No creo... El juego de la fortuna es la nueva película de Brad Pitt, basada en una historia real, sobre cómo un hombre cambió la forma de reclutar jugadores para armar equipos de béisbol. Billy Beane (Pitt) es un ex jugador devenido en gerente y "scout" (buscador de promesas, podríamos decir). Su modesto equipo, luego de perder una final contra los poderosos Yankees, queda diezmado porque tres de sus jugadores más importantes dejan la plantilla. La tarea de Beane y su grupo de colaboradores (unos pintorescos viejos que hablan de los posibles reemplazos como si estuvieran en la mesa de un bar) es conseguir nuevos jugadores con poco dinero para mantener un cuadro competitivo. En un intento de negociar con otro gerente por un jugador, Beane conoce a un joven economista (Jonah Hill, el protagonista de Supercool) con una extraña visión del deporte que lo ayudará a reformular el equipo que necesita. Basándose en las teorías del estadista y estudioso del béisbol Bill James, se dedican a analizar científicamente las características de los jugadores para sacar un número absoluto que les dijera quién es mejor y quién es peor, dejando de lado otro tipo de análisis más instintivos o de observación. Como si estuvieran jugando al Gran DT en vez de armando un equipo de verdad. Billy Beane no soporta ver los partidos en vivo... El guión de dos pesos pesados como Aaron Sorkin (Red Social) y Steven Zaillian (La Lista de Schindler, Gangster Americano, Pandillas de Nueva York) mantiene el interés del espectador a lo largo de las más de dos horas de metraje, con algunos esporádicos y pequeños gags y con una mayoría de elecciones correctas a la hora de elegir qué contar del libro de Michael Lewis en el que se basaron. La dirección también corrió por cuenta de un hombre con buenos pergaminos como Benett Miller, director de la aclamada Capote protagonizada por Philip Seymour Hoffman. Y pareciera que el manager de este equipo creativo se maneja como los administradores a los que Beane no se quiso parecer porque lo llenó de nombres famosos: en la dirección de fotografía trabajo el increíble Wally Pfister (El caballero de la noche, El origen, Memento), artista fetiche de Christopher Nolan. Jonah Hill interpreta al genio de las estadísticas El elenco está liderado por Brad Pitt, que una vez más cumple con una muy buena labor. Habría que preguntarse si todas esas escenas en las que aparece masticando algún tentempié y haciendo muecas con la boca habrán sido por parecerse al verdadero Beane o si serán algún capricho del director o del propio actor. Otro que cumple con creces su trabajo es Jonah Hill que finalmente aparece en un film en donde no está dedicado a la comedia y, pese a que mantiene su papel de tímido y retraído como en tantos otros largometrajes, logra una performance convincente. Ellos dos protagonizan la gran mayoría de las escenas del filme, pero los acompañan el genial Philip Seymour Hoffman como el entrenador de equipo y Robin Wright como la ex esposa de Beane entre los más conocidos aunque con breves apariciones y un vasto grupo de actores que interpretan a diferentes miembros del equipo, de entre los que se destaca Chris Pratt como Hattenberg, uno de los jugadores elegidos por Beane que el entrenador relega del equipo. El entrenador y el gerente no se llevan muy bien. El juego de la fortuna tiene un inconveniente fundamental para un mercado como el argentino que es demasiado grande como para no tenerlo en cuenta: se trata de una película sobre béisbol, un deporte sobre el que el argentino promedio no sabe ni un poco. Tener que escuchar a los protagonistas hablar durante dos horas de cosas que no le son ni siquiera mínimamente familiares puede ser realmente molesto. Tan sólo imaginense estar en la sala de cine y escuchar hablar de "enbasarse", "fildeo" o "hacer base por bolas" y tratar de descifrar de qué diablos están hablando o si hacer esas cosas es bueno o malo. Sin embargo, hay otro problema del filme que tiene que ver directamente con el género: las historias deportivas de superación personal pueden terminar con protagonistas vencedores o vencidos, con campeones o subcampeones, con final feliz o no tanto, pero sí o sí necesitan tener algún tipo de éxito individual o grupal como resultado. Cuando uno ve una historia de estas, está viendo casi siempre la misma, aunque a veces se trate de boxeadores, a veces de futbolistas, a veces de entrenadores o de gerentes, como en este caso. En conclusión, El juego de la fortuna es una película bien hecha, entretenida, con una historia que merece a duras penas ser contada, con un elenco fuerte y grandes artistas tras las cámaras. Y sin embargo, aunque el combo es insuficiente para lograr un filme inolvidable, el resultado final paga la entrada de cine.
¿Hay películas de contenido y películas de forma? Se creerá una discusión obsoleta, cuando ya la combinación de ambas -si acaso se considera que el uno y la otra tienen una entidad distinguible en las obras- se presupone en el cine tal como el agua y el oxígeno resultan inseparables en el agua. No obstante, la proporción de lo que se dice y lo que se "ve" y cómo se "ve" pueden variar notablemente. Colocando más "forma" tenemos el "cine arte", poniendo más contenido, se nos aparece "Hollywood". Estas denominaciones, comunmente empleadas, no tienen por qué ser erradicadas de nuestro vocabulario cinéfilo, pues ¿son acaso perniciosas? Eso dependerá de cómo veamos a las palabras mismas, esto es, como escritas en la roca o como fichas del scrabble, tan legibles como la mismísima talla en la piedra y, con cierta protección, igualmente vulnerables o fuertes frente a la erosión del tiempo. Moneyball o El juego de la fortuna -dirigida por Bennett Miller- cuenta una historia un poco extensa, brevemente escandalosa, parcialmente sorprendente y apenas interesante acerca de los manejos económicos de los jugadores y managers de clubs de béisbol en Estados Unidos. Brad Pitt interpreta al General Manager de los Oakland Athletics, un equipo que, tras pelear la final con los New York Yankees, se ven despojados de sus jugadores clave a falta de un presupuesto que evite venderlos a sus más ricos contrincantes. En un intento frustrado de conseguir buenos deportistas, Beane (Pitt) conoce a Peter Brand (Jonah Hill), un joven economista a quien contrata por su empleo de un atípico método de formar equipos en base a razonamientos estadísticos ajenos a las cualidades profesionales del jugador mismo y a su precio en el mercado de pases. Ambos creen que podrán calar profundo en el béisbol de las grandes ligas si logran demostrar la obsolescencia del anterior modus operandi fundado en la cantidad de dinero que cada club posee a la hora del mercado de pases. El pilar de este film y de tantos otros atractivos par el público estadounidense es la matemática y su mixtura con los afectos personales. Sin problemas puede exponerse esto como "lo frío" y "lo caliente" y la puja entre ambas temperaturas. El director y su equipo decide cuál ganará y tal será la textura y la emoción del espectador, quien saldrá o bien con una plácida sonrisa por la conmovedora humanidad del final o con indignación a veces resultante en debate. Seguramente exista una variable para la emoción en el público que ama al béisbol y conoce de este deporte, apenas difundido en la Argentina. Sin embargo, Moneyball admite ciertas analogías con el amado fútbol local, en particular para casos de equipos desmantelados tras una campaña exitosa, como Huracán. Si se me permite la intromisión, no son buenos los recuerdos que sobrevienen con la obra de Miller. Finalmente, se ha comentado que El juego de la fortuna puede ser una candidata al Oscar. El premio de la Academia, es un galardón meramente local, que se empeña en aplaudir films con una audacia inocente, como cuando se admira un cuchillo por su filo y la fineza de su factura mientras no dañe a nadie. Para lastimar, un tramontina basta. ¿Podemos ser pacíficos? Sí, y también belicosos. Detrás de la una o la otra, siempre se esconde una ambición.
Se dice que en el futbol hay dos filosofías de juego. Una es la de los menottistas, aquellos que privilegian la idea no solo de buscar ganar un partido sino también hacerlo mediante el buen juego, el toque de pelota y buscando el arco rival a toda costa. Por el otro lado están los bilardistas, aquellos que creen que el futbol se basa simplemente en un sistema estratégico en el que lo único que importa es ganar cueste lo que cueste, aunque eso signifique colgarse del travesaño y ensuciarse un poco (hacer foules tácticos, contaminar bidones) con tal de conseguirlo. Con El juego de la fortuna podría decirse que estamos ante una película bilardista en su esencia y su temática, pero totalmente menottista a la hora de desplegarla en la pantalla. Billy Beane es el manager de los Oakland Athletics, un equipo chico cuyo presupuesto reducido le hace imposible lograr el ascenso a las ligas mayores de Beisbol. Con pocas chances ante los equipos grandes y en contra de lo que dicta la tradición del deporte, Beane decide ignorar el consejo de sus scouters (aquellos buscatalentos más interesados en encontrar a la próxima estrella para su propio beneficio en lugar de conseguir a quien mejor le sirva al equipo) y patea por completo el tablero. Con la ayuda de su nuevo asistente y nerd de la computación Peter Brand, Beane decide armar un equipo con jugadores en teoría menos espectaculares, pero que le rindan mejor al equipo. Básicamente se trata de armar un plantel con menos Cristiano Ronaldos y más Chapu Brañas. El relato no se mueve de ese eje principal, mostrando a su protagonista como un hombre determinado en demostrar que se pueden elegir caminos alternativos que puedan llevar a un team humilde a la gloria. Sí, el beisbol ocupa una parte importante dentro de El juego de la fortuna, y en más de una ocasión aquel que no sabe nada del deporte puede llegar a perderse entre tantos tecnicismos, pero por suerte el director Bennet Miller supo esquivar sabiamente los clisés que hacen a toda película deportiva y se enfocó en lo que pasa afuera del estadio, con el juego constante de comprar y vender jugadores y decisiones difíciles como decirle a un jugador que se busque otro equipo para la próxima temporada. Durante esos momentos es donde vemos la otra clave ganadora del film, el guión de Aaron Sorkin. El escritor de Red Social saca a relucir toda su capacidad a la hora de mostrar hombres que seducen mediante la palabra y quieren probarle al mundo que su visión de las cosas es la única plausible. En ese aspecto, Billy Beane no es diferente de Mark Zuckerberg o de Charlie Wilson (el protagonista de Juego de Poder, otro monstruo sorkineano). Sus criaturas son gente visionaria que decide ir en contra de los parámetros establecidos pese al costo profesional y personal que aquello pueda producir. “Adaptarse o morir” es lo que Beane le dice a uno de los scouters que no se siente cómodo ante la dirección a la que el manager quiere llevar a su equipo, y pareciera ser lo mismo que tanto Miller como Sorkin buscan probarle a los empresarios de Hollywood, que también puede haber formas menos espectaculares pero más rendidoras de lograr hacer una buena película, o mejor dicho, de llevar a un equipo hacia la gloria máxima.
En Argentina el baseball no es un deporte que tenga demasiados adeptos. Amantes del fútbol, supongo que su práctica (y disfrute) les debe resultar tan lenta como ajena. Una lástima, porque el baseball está buenísimo: nueve jugadores por equipo y un sinfín de reglas complejas que son justamente las que hacen tan interesante este juego. El baseball es un deporte de precisión, de estrategia, se trata de estar atentos, de saber leer el juego. Hay que ganar bases, cuatro, para poder anotar carreras, el que anota más carreras a lo largo de nueve entradas, gana; por eso, tampoco hay tiempo, se sabe cuándo empieza un partido, pero nunca cuándo termina. Tres posiciones son fundamentales: la del que batea, la del pitcher (el que lanza la bola) y la del primera base, ¿por qué?, porque, entre otras cosas, de él depende que no se cambie el turno de bateo con el equipo contrario. A la vez tan simple y tan complicado que es apasionante, aunque pareciera que no pasa nada. Esa dualidad entre lo sencillo y lo complejo está en El juego de la fortuna (por una cuestión de respeto de aquí en adelante la vamos a llamar por su título original), porque Moneyball es –pero no es– sobre baseball. La primera escena de la película nos para fuera del estadio y con un par de carteles nos dice que los Athletics de Oakland no ganan un torneo desde 1989, lo que para cualquier equipo de cualquier deporte es poco más que una tragedia. Acto seguido se nos presenta una discusión por dinero entre el personaje de Brad Pitt (Billy Beane, el manager) y el dueño de los Athletics; uno necesita plata; el otro no tiene. Ahí está una parte de Moneyball. La necesidad de ganar un campeonato con dos mangos, competir contra equipos millonarios que acumulan estrellas, ganar un juego injusto. Aunque cualquiera que sea amante de algún deporte sabe que no se trata de la injusticia de un juego, sino más bien de la de un sistema en el que las diferencias económicas pueden hacer estragos en los equipos y en los resultados. Capitalismo y deporte. Por eso Moneyball no es (solo) sobre baseball. Pero como de por sí la competencia deportiva es terriblemente cinematográfica (en sus victorias pírricas, sus epopeyas, sus historias de héroes caídos y vueltos a levantar y un largo y hermoso etcétera) el verdadero atractivo de Moneyball sí está en el juego, o en lo que se dice sobre el juego. Billy Beane y su asistente Peter Brand (Jonah Hill) no entablan conversaciones, disparan líneas de diálogo, es tal el timing, la rapidez, la fluidez y la musicalidad que le imprimen a las palabras que antes de saber qué significa llegar a primera base nos va a resonar la frase “he gets on base”. Moneyball es sobre estrategias, estadísticas, enfrentamientos, estar en movimiento, es como el juego. Y por eso Beane pocas veces está quieto o callado. Y la montaña rusa a la que nos sube la narración hasta se da tiempo de construir un villano. Y aunque el mayor mérito está en el armado de la historia por medio de la palabra, la imagen, simple, sabiendo ocupar su lugar de acompañante, trabaja el vértigo cuando es necesario (por ejemplo, en el último partido) o el silencio si ya no queda decir nada (como cuando Hatterberg se queda solo con su familia). Para la anécdota queda que los Athletics no ganaron la serie con ese sistema, pero que sí tienen el récord de veinte victorias consecutivas, y que esa epopeya de jugar con los caídos en desgracia, con los descastados del sistema, porque son funcionales a un esquema de juego, es posible si se sabe elegir al jugador por lo que vale y puede dar y no por lo que cuesta y promete. Así como es posible construir una gran película con la compleja simplicidad de un buen guión, un par de buenos actores y una pelota. A veces solo hay que tener una buena estrategia.
La fuerza de las convicciones Billy Beane fue en algún momento de su juventud una promesa de crack jugando al béisbol. Pero el destino le reservó otros caminos y años después, sentado en el sillón de manager de los Oakland Athletic, tiene que tomar una serie de decisiones para encaminar al equipo, sumergido en una profunda crisis. Decide entonces tirar por la borda los consejos de los "expertos" que reclutan jugadores y sigue ciegamente las estadísticas que le muestra un analista económico que comienza a trabajar para él; con esa información (y después de luchar contra numerosos obstáculos, como la tenaz oposición que encuentra en el director técnico del equipo) logra conformar un conjunto sin estrellas pero con un rendimiento espectacular, que lo lleva a los primeros planos y lo convierte en la sensación de la temporada. Con estos elementos, el director Bennett Miller estructura un relato interesante a pesar de sus más de dos horas de extensión. El realizador escapa con elegancia de la trampa de hacer una más de las tantas películas "de deportes", porque no pone el acento en el desarrollo de los partidos ni en las acciones de los jugadores en el campo de juego; prefiere, en cambio, tomarse todo el tiempo necesario para pintar minuciosamente a los personajes y a las relaciones (generalmente complejas) que se desarrollan entre ellos. Y complementa el retrato del protagonista con la descripción de la relación que tiene con su pequeña hija y con su ex esposa (brevísima participación de la siempre correcta Robin Wright). No es tarea sencilla interesar a un público como el argentino (prácticamente ajeno al mundo del béisbol profesional) en los entretelones del armado de un equipo sumido en una crisis terminal, y además, hacerlo desde la óptica de un manager que debe lograrlo sin dinero y en base a estadísticas y áridos estudios numéricos sobre el rendimiento individual de cada deportista. Miller logra su objetivo en parte porque deja muy en claro que lo que le interesa es contar la historia de alguien que se anima a pensar distinto y mantiene sus convicciones a pesar de los contratiempos, y en gran medida porque acierta en la elección del elenco; sobre todo, al confiar el papel protagónico a un actor sutil e inteligente como es Brad Pitt, un notable intérprete que ya hace tiempo demostró fuera de toda duda que es bastante más que una cara bonita.
A ver, les tiro el plot para una película sobre deportes y ustedes me dicen cuál es: Tenemos un equipo chico de baseball que está en las últimas, abajo de todo, sin un atisbo de esperanza. No la pega ni con cemento de contacto. El horizonte es completamente oscuro. Aparece un tipo que cree poder salvarlo pero, por supuesto, nadie cree en él. El equipo es de lo peor, todos hablan pestes, es el hazmerreír de la liga. Pero el tipo es testarudo, cree plenamente en sus ideas, por lo que, tarde o temprano, cuando todo parece perdido, la cosa cambia, sus planes comienzan a funcionar y, al final, todo sale relativamente bien, todo el mundo habla maravillas del equipo, ¡es un milagro! y todos terminan felices y contentos. ¿Cuál es la película? Nop, no es ninguna de las 200 películas sobre baseball que hizo Kevin Costner. Tampoco es Major League. Nop, ni The Rookie ni The Natural. No no, no es Mr. Baseball. Eeemh… en esa también está Kevin Costner.
APUESTA POR EL MÉTODO El juego de la fortuna en apariencia “una película antideportiva” termina demostrando que va más allá de cualquier otra historia deportiva triunfalista para ofrecer una mirada completamente distinta: arriesgada, metafísica. El juego de la fortuna (Moneyball) en sus primeros minutos deja ver su estilo un tanto antideportivo. Cuando el cine se adentra en un universo deportivo esperamos un clima casi triunfalista, sensaciones cercanas a la lucha, cuerpos ágiles vibrando en entrenamientos, partidos, en síntesis: movimiento. Los planos generales, que regresarán muchas veces en la película, donde el estadio de los Oakland Athletics se ve vacío, en penumbras y en una de sus butacas, del lado izquierdo de la platea, sentado, mirando hacia el campo iluminado, Billy Beane (Brad Pitt) su manager general, nos indicarán una sensación de quietud, a primera vista desconcertante. También nos encontraremos con Billy, dentro del estadio, recorriendo los pasillos con una caminata que transmite un aplomo digno de un profesor que recorre su claustro universitario. Otras veces sólo serán sus ojos en primerísimo primer plano, o nuevamente su cuerpo en otros lugares del estadio, la oficina, el gimnasio. Esta enumeración de las maneras con las que Bennett Miller, director de El juego de la fortuna, nos habla de su protagonista, intenta describir el estilo del film, aparentemente casi antideportivo (como contrapuesto a ese movimiento mencionado). De todas maneras, esto es solo en un primer nivel, ya que a lo largo de la película, descubriremos que esa imagen contemplativa de Billy Beane es su manera de pararse frente al juego, a su pasado como jugador, a su presente como manager, padre y por supuesto hacia su futuro. El movimiento reclamado anteriormente no se dará aquí en un nivel estrictamente físico, como se vería en otra película “deportiva”, sino metafísico. Lo metafísico, es aquello que está más allá de la física y aparece en Moneyball como un método. Dicho método será aplicado por Peter Brand (Jonah Hill), economista y nueva mano derecha de Beane, para armar un equipo de béisbol ganador acorde al bajo presupuesto del club debido a sus constantes derrotas. Con estas reglas aplicables a las variantes del béisbol, Peter y Billy desarrollarán una ciencia acerca del juego, un conocimiento puro, universal, ya que luego se aplicará en otros equipos. Ese conocimiento transformará a los jugadores en objetos, en causas analizables, intercambiables, descartables. Este proceder es abstracto, alejado de lo sensorial, un manejo al que Billy está habituado. Ejemplos de este comportamiento son las actitudes del manager en cuanto al juego: él no ve los partidos, no se queda en la cancha durante los juegos. Otra muestra es la escena donde le “enseña” a despedir jugadores a Peter, donde confirma desde su discurso que no establece relaciones personales con sus jugadores. Si bien la abstracción en este conocimiento está relacionada con la precisión, en el camino de los Oakland esto se ve a modo de racha ganadora, mas no como un logro definitivo. Esta es, tal vez, la secuencia más “deportiva” de El juego de la fortuna, aquí sí hay cuerpos diestros, carreras por las bases, golpes ganadores, dudas tácticas, gritos de la hinchada, abrazos celebrantes. Esta racha, también fílmica, compensa la tensión que precede y prosigue en la película. Los planos generales abarrotados de gente ofrecen el contraste ideal para aquellos antes descriptos. En este contrapunto queda clara que la apuesta de Billy por ese método será fundamental para comprender su propia historia que ha trascurrido hasta ahora de la misma manera que aquellas fórmulas abstractas. Él ha sido un hombre que desafía permanentemente su vida, él mismo es un jugador, un deportista que más allá de los resultados, luchará por comprender su mundo de manera tan acabada que no haya espacio para asombrarse de que las cosas sean como son.
La revolución desde las sombras No son pocos ni insustanciales los méritos de esta película. Es verdad que la historia real de un mánager de los Oakland Athletics, equipo estadounidense de béisbol, puede llamar a priori a la desconfianza, y a suponer que nos encontramos aquí con otra película deportiva convencional, exitista y chovinista. Que habrá mucho deporte y poca sustancia y que por ser una historia ajena y lejana carecerá de interés. Pero es bueno saber que todos esos prejuicios son fulminados por una historia interesante y especialmente atípica. En primer lugar, el equipo de creativos volcado a este emprendimiento tiene un perfil marcadamente diferente a las tendencias hollywoodenses dominantes. El director Bennett Miller había filmado con madurez y plenitud de detalles su notable Capote, y los guionistas Steven Zaillian (La lista de Schindler, Pandillas de Nueva York) y Aaron Sorkin (Red social) supieron elaborar sustanciosos libretos centrados en momentos clave, en eventos escondidos y relevantes en los que se dieron sutiles pero determinantes inflexiones históricas. Y se trata más bien de una película sobre la economía, sobre la frialdad estratégica, sobre las habilidades ocultas de personas que trabajan en las sombras, lejos de los móviles periodísticos y del reconocimiento público. Personajes que, como bien se demuestra, son más determinantes para el éxito o el fracaso de un equipo deportivo que los entrenadores o los técnicos. Billy Bean (Brad Pitt) debe lidiar con un equipo en decadencia y un presupuesto irrisorio, para competir con cuadros casi imbatibles. Y para hacerlo, decide apelar a un brillante economista como asesor, para cambiar la fórmula de concebir el deporte y valerse de la estadística para conformar un cuadro sólido, sin grandes estrellas pero con jugadores astutos, despiertos y cautelosos. Jugadores que no se arrojan a robar bases, a concretar jonrónes o jugadas excepcionales, sino que se “embasen”, es decir, que no se dejen eliminar fácilmente y que ayuden al cuadro a avanzar y a anotar puntos sutil y paulatinamente. La fotografía de interiores, deslucida y opaca calza notablemente con una situación desesperada, de un equipo que ha entrado en una etapa de estancamiento y sostenida crisis. La dirección de actores es excepcional y se lucen especialmente un muy divertido y carismático Brad Pitt, un perfecto Jonah Hill (el gordito adolescente de Supercool) como joven genio de bajo perfil y Phillip Seymour Hoffman como un cansino entrenador, paradigma de los antiguos métodos. Las escenas de los partidos de béisbol son más bien cortas y escasas, y algunos divertidos tramos de llamadas a mánagers de otros equipos, de estudios concienzudos, de canjes y de despidos de jugadores son lo mejor de toda la película. Eso sí, cabe preguntarse si la “revolución” lograda por los personajes en términos de pensar la estrategia beisbolística le hizo un bien al deporte o si lo convirtió en algo más burocrático y aburrido de ver. Pero de ello opinarán los especialistas.
Les digo la verdad, no entiendo nada de Baseball. Pero cuando digo nada, es NADA. No se como se ganan puntos, que hace cada jugador, que catzo es un “jardinero derecho”?!. No se nada, pero aun así “Moneyball” me hizo sentir algo por este deporte tan lejano a todos nosotros. Me hizo pensar que hasta puede llegar a ser apasionante. Y sobretodo me hizo sentir ganas de que el equipo del que Brad Pitt es el manager, gane. “Moneyball” es, sin dudas, una de las mejores de este año, y además es una película que muchos dirigentes del futbol argentino tendrían que ver. “El juego de la fortuna” nos cuenta la historia real de Billy Beane, el manager (así como Bianchi en Boca, o Bassedas en Velez) de un equipo medio pelo (como Racing tirando a triste) de la liga de Baseball americana. La cosa es que a este equipito le surgen un par de súper estrellas, con las cuales llegan a una instancia decisiva donde pierden contra los gigantes Yankis. Subsecuentemente al equipo lo desmantelan y se quedan sin nada, con lo cual Billy Beane tiene que salir a buscar reemplazos urgente, si es que quiere que su equipo haga un papel decente la próxima temporada. Buscando jugadores, se topa con Peter Brand (interpretado por Jonah Hill) que es un pibito que cree en las estadísticas y en buscar jugadores en los que nadie cree pero que tienen excelentes números. Así con el cerebro de Brand y el apoyo incondicional de Billy Beane, van a generar toda una filosofía nueva en el Baseball, que ayudo a los Boston Red Sox a terminar con la “Maldición del Bambino” (no, el Bambino Veira no, Babe Ruth, que después de que lo vendieron a los Yankis los Red Sox no pudieron salir campeones por 86 años!!, eso si que es un hincha sacrificado). Que decir de Brad Pitt, que ya logró que cada vez que lo veo me crea cualquier personaje que haga. Tiene esa sutil habilidad de ser una gran estrella, pero no aplastar al papel. Todos los días demuestra que elige buenos proyectos, y que crece constantemente como actor. Además cada vez se parece mas a Robert Redford. Jonah Hill, esta muy bien como su patiño. Hace un nerd obsesivo con las estadísticas, y muy seguro de si mismo y su filosofía. Me sorprendió, obvio que tiene un estilo muy marcado, pero lo acopla muy bien a lo que le pedía el personaje. Párrafo aparte para la breve, pero (como siempre) valiosísima interpretación de (me paro para decir su nombre) Phillip Seymour Hoffman. El interpreta al técnico del equipo, no solo que el esta perfecto en el papel como un tipo lacónico, cabeza dura, típico de esos entrenadores de Baseball con experiencia, sino que se preparo físicamente, y esta perfecto. Tiene una busarda increíble. Bennett Miller, ya nos mostró en “Capote”, que es un director para tener en cuenta. Lo difícil de la película era captar a la gente que no se interesa por el Baseball, y Miller nos da una película con un ritmo muy interesante, ágil, que no nos aburre en ningún momento, y nos hace reír en muchos. Nos muestra todos los números propios de la estadística, pero no nos hace embarullarnos en ellos. Nos mantiene durante toda la película, al borde del asiento, haciendo fuerza por que los Oakland Athletics ganen y logren el campeonato. Destaco también el trabajo de Wally Pfister, que hace un trabajo con la fotografía, genial. No por nada hizo la fotografía de “El origen”, “Batman el Caballero de la noche”, “El gran Truco”. Para terminar, “El juego de la fortuna”, es una muy buena película, que te demuestra lo importante que es el apoyo a las ideas de los proyectos. El apoyo incondicional, y ser consecuente con la filosofía que uno elige. “Moneyball”, es una de las pelis del año, y un manual para el dirigente de futbol Argentino.
Obtuvo 6 nominaciones al Oscar, incluidos los de mejor película y actor protagónico, pero no ganó en ningún rubro. Se inspira en la historia real de Billy Beane, manager del equipo de béisbol de Oakland, quien decidió cambiar la estrategia de trabajo con el “team”, cuando advirtió que no contaban con recursos suficientes para que luciera en forma. Con la ayuda de un experto en Economía y basándose en diversos análisis generados por computadoras, adquirió nuevos jugadores, asombrando a más de un fanático. Lo que se dice un tipo que no teme asumir riesgos. Una vez más, el gran tema del cine americano: el triunfo de la voluntad y ponerle el pecho a la adversidad. Brad Pitt se muestra cómodo como el empecinado Beane. Los Extras de la edición DVD incluyen: escenas eliminadas, bloopers cometidos por la pareja protagónica y abundante backstage. Todo muy del gusto (norte)americano.
Mucho se habló ya de esta película, sobre todo de la historia real que hay detrás de ella, y además de su guión bien adaptado. Poco más voy a decir de eso. Lo que quiero es hacer hincapié en dos cuestiones que a mi me gustaron mucho de la película. Una, el uso de los planos, sus tamaños y sobre todo, como se usa el fuera de campo y el sonido. La otra, la evolución del personaje principal en cuanto a emotividad, también reflejada no solo desde el guión sino también desde la dirección. Como todos saben, esta es la historia de un equipo que cambio las reglas del juego, al formar un equipo basado en estadísticas, cosa que no se hacía hasta el momento. Poco importaba si el jugador no tenía autoestima, estaba casi retirado, o no fuera completo. Con una base matemática de lo que cada uno lograba en el campo de juego, se elaboraba una planilla en donde lo que uno no daba, lo daba otro jugador, y así se lograba formar un equipo competitivo. Si algún equipo contrario no podía ser derrotado en una forma de partido, se buscaba en cuál otra si se podía, y se hacía hincapié en esa. Lo entenderán mejor cuando vean la película ya que explicando deportes soy de terror. Pero la cosa es que el sistema tenía poca psicología y mucho número. Y en ese aspecto, encontramos a un Brad Pitt, con poca sensibilidad, distante de los jugadores del equipo, creyendo en esta teoría de los números que muy bien le estaba enseñando su compañero de equipo. Pero lo interesante, es que si bien los números lograban una diferencia, hasta el mismo matemático, entendió a lo largo de la cinta, que el jugador no deja de ser un ser humano, y debe creer en si mismo. Por eso, la cinta evoluciona. Los jugadores dejan de ser tratados como cosas, Brad Pitt logra acercarse más a ellos. Y hasta se deja involucrar más sentimentalmente él, romper también él barreras (como cuando se mete en el estadio, cosa que jamás realizaba). Y es ahí mismo, donde los números cierran. ? Una de las mejores escenas. El otro punto es el montaje, el cómo se usa lo que esta fuera de la pantalla. El rostro de Brad Pitt y que eso nos diga algo de lo que esta pasando en el juego pero que no vemos. Y dentro del mismo partido también, mostrando la porción que mejor logra un efecto de tensión en el espectador. O bien, el protagonista manejando y nosotros sabiendo que el partido se esta jugando. Ese juego en el montaje, le suma muchísimo a la película. La hace no solo más dinámica, sino más interesante. Lo demás, ya se ha dicho: buenas actuaciones, poca emotividad, pero no nula, como decía antes, esas emociones van surgiendo de a poco en la cinta, hasta un final en el que sin duda, si no lo habíamos hecho antes, terminamos adorando al protagonista. Para terminar, la fotografía va a cuenta de Pfister, siii!!! Si todavía no la vieron: Se las recomiendo.