Cada cosa por su nombre Tras el éxito de la obra de teatro Le Prenom, sus mismos creadores Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière se ponen detrás de cámara para realizar la versión cinematográfica. Al igual que el texto original, El nombre (Le prénom, 2012) explora en una cena familiar la hipocresía intelectual burguesa a través de la comedia. Vincent (Patrick Bruel), de carácter bromista y ganador, va a ser padre por primera vez y es invitado a cenar a la casa de su hermana y marido. Pierre (Charles Berling), su cuñado, es su gran amigo de la infancia pero también un obsesivo intelectual universitario con quien tiene discusiones ideológicas. Además de sus respectivas esposas, Anna (Judith El Zein) y Elisabeth (Valérie Benguigui), se encuentra Claude (Guillaume de Tonquedec), otro amigo de la infancia. Entre bromas traídas a razón del nombre del futuro bebé, se develan más de un secreto en el entorno. Lo que sería una agradable velada se vuelve un calvario de confesiones. El éxito teatral se extiende a la Argentina donde la obra se encuentra en cartel dirigida por Arturo Puig. Y es lógica la magnitud del éxito, pues de manera sencilla y divertida la obra es crítica del pensamiento progresista, acentuando sus prejuicios y contradicciones. Y en este punto se puede observar un gran manejo de los autores en la construcción dramática tanto de la historia como de los personajes, sorprendiendo y haciendo seductora cada escena. En tal actitud la película encuentra parentesco con Un Dios Salvaje (Carnage, 2011), donde la apacible cortesía entre dos parejas se tornaba violenta y animal, para distinguirse del conflicto juvenil que defendían. En este caso, y sin la exacerbación de la situación, las diferencias personales se exponen sobre la mesa cambiando el curso de las relaciones entre los integrantes reunidos. Para marcar rápido una diferencia entre ambos relatos, en El nombre lo atractivo son las infantiles discusiones que terminan detonando grandes verdades. Siempre desde la comedia. El film se distancia de la versión teatral en la presentación de cada personaje con imágenes descriptivas de pensamientos, comportamientos y recuerdos. Siendo lo mejor el comienzo, con la explicación histórica de los nombres de cada calle de Paris. Con este dato, el film adquiere universalidad para hablar de la sociedad –parisina en este caso- en su conjunto. Por lo demás, no hay grandes cambios con respecto a la puesta teatral, pero el poder de síntesis en los recursos visuales mencionados, le da a El nombre un carácter sumamente enriquecedor.
El problema de la connotación Llega a nuestras salas El nombre, pieza teatral homónima que en estos momentos subió a escena en el complejo teatral Multiteatro, de Matthieu Delaporte (aquí también guionista y director junto a Alexandre de La Patellière) que dado su éxito inusitado rápidamente se convirtió en una comedia popular taquillera a partir de la traspolación de las tablas a la pantalla grande en un film de cámara, bien actuado, entretenido y llevadero para el público un poco más exigente. El vértigo de los primeros minutos con un prólogo que descubre una voz en off de uno de los protagonistas de esta historia ya define el tono sarcástico que se empleará en la trama, la cual se apoya en dos pilares básicos: el equívoco intencional y la idea de la connotación. La premisa es sencilla: Elisabeth (Valérie Benguigui) y Pierre (Charles Berling), matrimonio burgués y padres de dos hijos, Apollin (Alexis Leprise) y Myrtille (Juliette Levant), ella mucho más inteligente que su hermano menor, organizan una cena con el pretexto de festejar la paternidad de Vincent (Patrick Bruel), quien además es hermano de Elisabeth y que espera la llegada de su novia Anna (Judith El Zein) y de su amigo Claude (Guillaume de Tonquedec), especialista en la ejecución del trombón y que ante sus amigos se define como Suiza por su neutralidad frente a cualquier conflicto. Como Anna no llega, Vincent se anticipa con la noticia y abre el juego con una broma pesada que involucra al futuro niño, fiel a su reputación de chistoso en el grupo. Sin embargo, todo se precipita cuando informa que ha decidido el nombre de su hijo porque sus amigos y hermana no logran adivinarlo. Sin preámbulos, sentencia tajante que el pequeño y futuro vástago se llamará Adolphe, que fonéticamente remite a Adolf y así se desata la tragedia. El más indignado por semejante afrenta es Pierre, profesor universitario de literatura, dado que esgrime el argumento de lo que connota la palabra Adolf que no puede despegarse de la figura del tirano y genocida nazi, por lo que no está dispuesto a transigir con su amigo de infancia Vincent. A partir de esa discusión semántica, pirotecnia verbal de grueso calibre, y en retrueque dialéctico acalorado, cada personaje transitará por una pendiente cada vez más peligrosa que los llevará a sacar los trapitos al sol, con fuertes críticas y prejuicios, donde ninguno queda exento de la reprobación y el estereotipo del que tanto huyen u ocultan desde las máscaras sociales. El nombre tensa hasta el último minuto el poder de la connotación por encima de la denotación; desde lo que significa el juego de roles dentro de una dinámica de pareja o por ejemplo de amistad como la que se presenta, y se vale de un guión literario muy bien desarrollado y escrito para lucimiento de sus cinco actores principales, con momentos de mucho humor, otros más reflexivos pero que en el conjunto se amoldan a la propuesta que busca hacer del enredo verbal lo mismo que lo que podría ocurrir con una estructura de comedia de enredos tradicional más concentrada en las situaciones. Si bien por momentos pareciera estancarse en una puesta en escena excesivamente teatral –algo que no ocurría en Un dios salvaje, de similares características-, pues todo ocurre en cuatro paredes sin disolución de espacio salvo una pequeña transgresión –torpe- con flashbacks, son los intérpretes y su capacidad compositiva los que apuntalan el relato y en definitiva los que dan valor a las palabras, a los silencios y a los reproches. Esta comedia coral de pocos personajes se disfruta más que nada por el grado de identificación que el público puede establecer con algunas de las situaciones pero sobre todas las cosas por apelar a un humor más inteligente cuando busca la sutileza más que el efecto de la risa fácil y eso en el alicaído cartel hoy por hoy se agradece.
Obra de teatro con acertado traslado a la pantalla cinematográfica El estreno de “El premio” (“Le prénom”) en Argentina se produce apenas algunas semanas después de su presentación teatral, bajo la dirección de Arturo Puig. El film fue codirigido por Matthieu Delaporte, autor de la obra original, y Alexandre de la Patellière. Cinco son los personajes centrales, transcurriendo casi toda la acción en la casa del matrimonio integrado por Pierre y Élisabeth, que interpretan Charles Berling (“Los destinos sentimentales”, “Juegos peligrosos/Ridicule”) y Valérie Benguigui respectivamente. Allí llega Vincent, hermano de Élisabeth, cuya esposa Anna (Judith El Zein) arribará más tarde. También está presente Claude, a quien se lo describe como un “hombre de gran sensibilidad” que de chico era el único varón en las clases de ballet de Élisabeth y que actualmente toca el trombón en la orquesta filarmónica. Patrick Bruel (“Un secreto”, “Cena de amigos”) es Vincent, quien al llegar les anuncia que Anna está embarazada y que esperan un varón. Hasta ahí todos contentos pero cuando les anuncia que ya tienen elegido el nombre, los demás tratan de adivinarlo. Como ayuda, Vincent les dice con que letra empieza y como nadie logra acertar finalmente termina por revelarlo. Y allí empiezan las recriminaciones y discusiones por lo inapropiado de la selección. La situación se complica mucho más cuando se incorpora Anna a la cena, consistente en couscous y otras delicias típicas de los emigrados franceses de Argelia (“pied-noirs”). Ella habría sido quien eligió el nombre pensado para el bebé (sería un “spoiler” revelarlo acá), pero que en verdad no es el que mencionó Vincent. La ira de los demás comensales se vuelcan entonces sobre la recién llegada. Cuando el marido finalmente aclara que todo era un chiste, ya parece tarde para remediar la situación. Esa primera mitad de “El nombre” no es, sin embargo, la más brillante de la comedia al estar demasiado enfocada en el fatídico nombre, que una vez revelado baja el interés del espectador. Lo más interesante está por venir ya que el “ajuste de cuentas” será de todos contra todos. Vincent será acusado de egoísta, se descubrirá un “crimen” de la juventud de Pierre a quien se tratará además de avaro (“radin” en francés, mal traducido como “miserable” cuando hubiese sido preferible usar el más apropiado “avaro”). Pero quien más sufrirá los embates del resto será Claude a quien le criticarán su uso y abuso del color naranja en su vestimenta y su dudoso comportamiento con las mujeres. Será el momento de nuevas revelaciones que incluso involucrarán a Francoise, la madre de Vincent y Élisabeth, en corta aparición de la gran Francoise Fabian (“Mi noche con Maud”), a punto de cumplir ochenta años en la vida real. Los realizadores logran algo difícil de conseguir como es el traslado de la obra teatral al cine y los resultados son más que alentadores para hacer recomendable la visión de “El premio” y seguramente verla en teatro para comparar ambas versiones.
El ciclo es conocido: cuando una pieza teatral, más exactamente en este caso una comedia de costumbres con mucho de teatro de boulevard, llega a ser un gran éxito en escena, el paso más o menos inmediato es su traslación al cine, preferentemente con el elenco que la hizo popular y con las adaptaciones necesarias para que en la pantalla el efecto se repita. Como los adaptadores de El nombre , la pieza que actualmente se representa en el Multiteatro, son sus propios autores, han podido moverse con toda libertad; al fin y al cabo nadie mejor que ellos conoce a sus personajes y además han tenido mucho tiempo para percibir las reacciones de los distintos públicos, de modo que están perfectamente habilitados para cortar aquí o allá, hacer añadidos donde lo juzgan conveniente y prestar especial atención a las situaciones que la platea celebra más ruidosamente. Hay que reconocerles que en ese sentido han actuado con astucia considerable: no intentaron disimular el origen teatral del texto ni vestirlo con una sustancia que no tiene sino explotarlo de manera que la acción fluyera con vivacidad respetando el aceitado mecanismo de su construcción dramática. Lo mismo que en el original, los conflictos se van sucediendo, involucrando a distintos participantes; cada cambio de rumbo está estratégicamente ubicado y cada personaje (es decir, cada actor) tiene su oportunidad de lucimiento, su escena de bravura. Son un grupo de amigos reunidos en una velada en la que se charla, se bromea, se discute y se riñe y a lo largo de la cual van revelándose diferencias, malentendidos, pequeñas o no tan pequeñas divergencias y algunos secretos resentimientos y destapándose algunos asuntos que se mantenían ocultos. La referencia más inmediata es otra pieza teatral también llevada al cine, Un dios salvaje , de Yasmina Reza, pero en todo caso aquí más que escarbar en los prejuicios y las hipocresías que esconde la cortesía mundana de burgueses civilizados lo que se busca es hacer reír observando con ligereza y diálogos ingeniosos las conductas de nuestros semejantes, sus conformismos y sus prejuicios, sus defectos y sus debilidades. Réplicas oportunas y diálogos no tan filosos como ocurrentes sirven a ese propósito. La risa es frecuente, si bien el ritmo se resiente un poco cuando el mecanismo empieza a repetirse más de la cuenta. Con buen tino, los autores han añadido un prólogo que informa sobre los antecedentes de los personajes: los cinco que habitarán el living en donde transcurre toda la acción más la madre de los hermanos, papel a cargo de Françoise Fabian, la inolvidable Maud del film de Eric Rohmer. No es un recurso novedoso, pero anticipa el tono ligero que adoptará el film. Vincent y Ana están próximos a ser padres, y ya han elegido el nombre que le pondrán a su hijo. Ese es el tema que enciende la primera diferencia cuando el hombre llega (solo, su esposa está retrasada), a la casa de su hermana, Elisabeth, y su cuñado Pierre, ambos docentes. Han sido invitados a cenar, lo mismo que Claude, un común amigo de la infancia. Pero el nombre que anuncia genera el rechazo de todos y ahí empieza a discutirse de cualquier cosa. Concluido ese tema, ya habrá otros (más o menos nimios, más o menos creíbles), para que este inesperado juego de la verdad dispare sus municiones, cause heridas superficiales, deslice algunas pequeñas verdades, provoque risas y entretenga. Por supuesto a los actores, todos creadores del éxito escénico salvo Charles Berling -una bienvenida incorporación-, les sobra autoridad y simpatía para convencer con sus personajes. Y a los directores, cierta habilidad para que el encierro en una única escenografía no incida en el resultado final..
Una cuestión de identidades A toda velocidad, en apuros. Desde el vamos, El nombre (Le prénom) muestra la cautivante geografía parisina desde la óptica del recorrido en bicicleta de un delivery boy que toca una puerta y sufre el tempestivo temperamento de Pierre (Charles Berling). Dirección equivocada, era la casa de al lado. Esta comedia francesa, basada en la obra de teatro Le prénom y cuya adaptación local está en cartel bajo la novel dirección de Arturo Puig, posee el ritmo abrupto del comienzo: de la risa al silencio, de la duda a la vergüenza, sin grises. La pareja de este profesor -con ideas de izquierda progresistas- es Elisabeth (Valérie Banguigui), una vulgar maestra, algo esclavizada a la cocina, que prepara una dulce velada de cocina marroquí. Es sábado a la noche, los chicos se fueron temprano a la cama, llegarán tres amigos más a comer. Nada puede fallar. O eso parece. Luego del frenesí de los preparativos las fichas comienzan a acomodarse en esta producción con una verba vertiginosa. Aparece Claude, un refinado trombonista de orquesta y eterno confidente de Elisabeth; luego Vincent (Patrick Bruel), macho alfa galo y homenajeado padre primerizo quien sedujo a la bella y embarazadísima Anna (Judith El Zein), que también se sumará a la apocalíptica cena. Con diálogos repletos de ironía, mentiras (por parte de Vincent), sarcasmo y algo de mal gusto (de más lo del supuesto bebé muerto) las punzantes charlas incluyen posiciones ideológicas enfrentadas (guiño al Denys Arcand de Las invasiones bárbaras) donde los trapitos al sol salen a la luz y también algunos secretos como el del ¿prohibido? romance de Claude. El chiste de querer ponerle Adolphe a un hijo deriva en discusiones a voz en cuello por parte de Pierre y también cómicos malentendidos. En El nombre (Le prénom) una discusión siempre lleva a otra, nunca hay paz en la casa: asfixia. Los realizadores agotan un tema (ejemplo: los nombres) y asoma otro (la intolerancia familiar) como punta de ovillo para tirar y así justificar la duración de un filme que se podría haber resuelto en mucho menos tiempo.
El Nombre, son de ese tipo de películas que uno desea que termine antes de tiempo. Con el mismo ritmo y montaje que utilizó Jean-Pierre Jeunet en el 2001 con Amélie para conocer sobre su vida y familia, el director Alexandre de La Patelliére toma los mismos recursos para que nos enteremos de la suerte que tiene el chico del delivery (personaje que nunca más aparece) pero que hace de hilo conductor para presentarnos al matrimonio compuesto por Élisabeth y Pierre: los dos son profesores y sabemos sobre su vida profesional y cotidiana con un montaje extremadamente rápido y una voz en off que remarca todo lo visualizado. La pareja decide invitar a cenar a su casa a Claude, un amigo de la infancia; Vincent, hermano de Élisabeth y futuro padre y, mientras esperan a la embarazada Anna (esposa de este último), estas cuatro personas comienzan un diálogo, seguido de discusión, sobre el nombre que le pondrán el pequeño por nacer. Casi olvido mencionar que a los comensales también se los va a conocer a través de su currículum vitae visual. Todo sucede dentro de la casa, específicamente en el living y comedor. Si con este dato uno imagina que puede estar cerca de la opresión que generó la película Un Dios Salvaje (Carnage) de Román Polanski, lejos estará de encontrarse con el mismo contenido. El Nombre, es un film donde los actores se la pasan gritando, discutiendo sin sentido, porque lo que comienza con una broma termina mal pero de mal modo, y cuando se cree que está en el coletazo final... la película continúa, estirando la historia con insert de situaciones imaginarias que no aportan. Y otra vez, casi que termina pero no! Falta que se cumplan los 9 meses de embarazo para saber cual será el nombre que llevará el recién nacido. Por suerte, esas nueve lunas, el director se apiada de los posibles espectadores para narrarlo con un montaje frenético, música cordial y agradable, muchas sonrisas y... Fin!
Cuestiones de familia En una reunión con su hermana, su cuñado y un amigo, Vincent (Patrick Bruel) decide contar a todos el nombre que eligió para el hijo que espera con su esposa, Anna (Judith El Zein). El escándalo que desata el nombre elegido será sólo el comienzo de una serie de discusiones en las que saldrán a la luz otros temas que cada uno viene guardando desde hace años. El filme, que se desarrolla en el marco de esa reunión, plantea una puesta muy simple, sin esforzarse por hacerle olvidar al espectador que está frente a la adaptación de la obra teatral de Matthieu Delaporte (también coguionista y codirector). A excepción de algunos agregados de exteriores, la acción transcurre por completo en un mismo ambiente. Los diálogos, y por supuesto, las buenas actuaciones que los sostienen, es lo destacable de esta propuesta. Todos los actores mantienen un nivel parejo, naturales y correctos en sus papeles, logran el clima que una reunión de ese tipo tiene que tener. El tono general es de comedia, aunque no faltan los momentos dramáticos y conmovedores. No es tan divertida como puede parecer en un comienzo, ya que si bien propone líneas ingeniosas, el foco está puesto en la reflexión sobre las relaciones entre personas que se conocen de hace muchos años, y las cosas que se ocultan, siempre pensando en no dañar al otro. La falla que tiene es que en este paso de la pieza teatral a la obra cinematográfica se perdió algo de agilidad, y así las escenas y las charlas, si bien tienen planteos certeros e interesantes, terminan siendo algo largas y por momentos repetitivas.
La intolerancia y el egoismo Vincent (Patrick Bruel) será padre y su hermana Elisabeth (Valérie Benguigui) y su cuñado Pierre (Charles Berling) deciden hacer una reunión en su casa, en un barrio alejado del centro de París. A ellos se une Claude (Guillaume de Tonquedec), un músico, que es amigo de Elisabeth desde que eran niños y más tarde se sumará al agasajo, Anna (Judith El Zein), la esposa de Pierre. La noche se presenta ideal para divertirse, hasta que se toca el tema del nombre del bebé que tendrán Vincent y Anna. Se llamará Adolphe. "Adolf, como Hitler!", grita Pierre sorprendido. "No, Adolphe", responde Claude y la charla que hasta ese momento resultaba amena se convierte en una discusión que toma tales dimensiones que alcanzará casi para romper una amistad de años. Nada será lo mismo a partir de ese momento. Basada en la obra de teatro "Le prénom" ("El nombre"), representada en París, a partir de 2010 y actualmente en un teatro porteño y adaptada por sus mismos autores, el filme es casi un vaudeville más centrado en los diálogos que en las acciones. ESCENARIO UNICO Tratando de compensar lo que vendrá después, con un solo escenario (el interior del departamento de Pierre y Elisabeth) y los mismos personajes en más de cien minutos, el comienzo es una delicia lúdica de montaje, cuyas imágenes recorren con ironía, varias de las calles más conocidas de París. También la presentación de los personajes será juguetona y burbujeante, para luego entrar al departamento y desarrollar la acción entre cuatro paredes, salvo algún flashback que alude a un pasado inmediato. A través de una excusa, el bendito nombre del bebé, se lanza un interesante contrapunto que habla de la intolerancia de los individuos, el predominio del egoísmo y sus intereses, la banalidad y equivocación de las apariencias y la revalorización de la amistad. Fiel al texto, el brillante diálogo, que también pasa por momentos de efecto y reiteración, desnuda las características de una sociedad, sus clases sociales, junto con sus resentimientos políticos. Excelentes actores como el argelino Patrick Bruel (Vincent), Judith El Zein (Anna), Charles Berling (Pierre), la simpática Valérie Benguigui (Elisabeth), el impecable Guillaume de Tonquedec (Claude) y Franois Fabian, la inolvidable Maud del filme de Eric Rohmer, "Mi noche con Maud"), en el papel de Franoise, la madre de Pierre y Elisabeth.
¿Qué pasaría si David Crane y Marta Kauffman decidieran hacer una película remake de su exitosa serie Friends pero en lugar de Manhattan situarla en Paris? La respuesta a esa delirante pregunta es el estreno de El nombre. Este genial film de Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte, basada en su propia obra de teatro, tiene muchas similitudes con el famoso show televisivo que cautivó a millones a lo largo de una década, la diferencia es que aquí las escenas dramáticas son un poco más profundas. Es muy fácil meterse en el mundo propuesto por los directores y en tan solo unos minutos el espectador ya se sentirá cómodo en ese living donde transcurre más del noventa por ciento del film. De a poco vamos conociendo a cada uno de los personajes, un heterogéneo pero a la vez amalgamado grupo de amigos en sus 30s y 40s. Es en sus interacciones y química entre todos donde van a surgir las risas y también las reflexiones por parte del público. El guión no tiene desperdicio y da lecciones de cómo escribir todo tipo de diálogos, desde los más absurdos, con chistes malos y con chistes inteligentes hasta secuencias de revelaciones más complicadas y con muchísimas referencias culturales. El elenco es formidable y cada personaje está muy bien construido y laburado por los actores. Vincent (Patrick Bruel), Élisabeth (Valérie Banguigui), Pierre (Charles Berling), Claude (Guillaume de Tonquédec) y Anna (Judith El Zein) logran enganchar con cada una de sus historias de vida y las anécdotas que cuentan a tal punto que salvo por la barrera idiomática uno puede llegar a sentirse ahí dentro, contemplando las charlas y discusiones desde un rincón. Hay que tener en cuenta que esta película estrenada en Francia el año pasado estuvo entre las más taquilleras incluso recaudando más que The Avengers. Eso sumado al prestigio de los premios obtenidos le terminó de dar un buen posicionamiento internacional. En definitiva, es una gran oportunidad para ver una muy buena comedia francesa, algo a lo cual el espectador común no está muy acostumbrado. Además, tiene esos elementos de sitcom (a los que si estamos más acostumbrados) que la hacen más fácil de recibir. Tampoco necesita tanto preámbulo. Si se quiere pasar un buen rato en el cine con una comedia inteligente esta es la oportunidad. A aprovecharla.
El discreto desencanto de la burguesía. Calificación - 3/5 Adaptar una obra de teatro al cine tiene sus riesgos. Si bien los diálogos y las performances pueden funcionar perfectamente en el primer formato, pasarlo a la pantalla grande requiere de sumar una nueva visión sonora y auditiva, de agitar el aspecto estático del escenario. Al mismo tiempo, el traslado a un medio audiovisual no debe evitar que se pierda el alma del libreto original, lo que en casos particulares implica un debate entre el contenido y su actual exploración. Ese dilema es lo que afecta a la muy graciosa comedia francesa El Nombre (Le Prénom, 2012), que trata de encerrarnos en las paredes de las relaciones entre un grupo de acomodados pero que a la vez termina atrapada por su previo formato. Vincent (Patrick Bruel) es un playboy inmaduro, que recién después de las cuatro décadas pudo acomodarse con una chica, Anna (Judith El Zein). Y ahora que están esperando un hijo, la habitual cena con amigos y familia se enfoca en ellos. Pero el drama se oculta tras los otros comensales: la hermana de Vincent, Élisabeth (Valérie Benguigui), está ahogada entre el trabajo y el rol de madre, mientras que su esposo Claude (Guillaume de Tonquedec), es adicto al mundo del intelectual; y por otro lado, el compañero Pierre (Charles Berling), parece esconder una faceta fuera de su vida de músico. Pero en esta reunión, una simple broma sobre el nombre del bebé empezará a disolver sus disfraces, y dará lugar a una batalla en la cual la verdad volará por encima de los platos. Escrita y dirigida por los autores de la exitosa obra original (que incluso ahora tiene una versión argentina, dirigida por Arturo Puig), Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patelliére, la película arrasó en la taquilla de su país (donde vendió más entradas que Los Vengadores) y consiguió cinco nominaciones a los Premios César. El amor popular tiene sentido: el guión se vale bien de las carcajadas, usando la astucia gala y la química de los actores mientras los personajes pasan de discutir el sentido de un nombre (“¿Creés que Hitler no hubiera sido Hitler si se hubiera llamado Pepito?”) a cuestionar sus estilos de vida, jugando a ver qué vale más a los cuarenta: un conocimiento monumental sobre literatura o un auto cero kilómetro. Pero a la vez, no se puede evitar notar que los creadores se enamoraron demasiado del formato teatral, de tal forma que, tras la introducción, el estilo del film decae al confinarse en el apartamento del banquete. Eso hace que, con 109 minutos, la historia sobrepase su bienvenida para el cine, en especial al considerar que los films sobre pequeñas luchas burguesas ya son casi un género (y no solo en su tierra natal, si consideramos las similaridades con la reciente Un Dios Salvaje (Carnage) de Roman Polanski). De todas formas, El nombre es una opción pasable para ir y reírse un poco, aunque la memoria no pueda esforzarse mucho para guardar algo sustancial. Si uno busca una versión más barata de la obra, se podría decir que es un insólito descuento.
“El nombre” entretiene igual que en el teatro Justa coincidencia y refuerzo mutuo: la misma obra teatral que en estos momentos se representa en una sala porteña, según versión de Fernando Masllorens y Federico Gonzalez del Pino dirigida por Arturo Puig, aparece en cines locales según versión adaptada y dirigida por su propio autor, Matthieu Delaporte, junto a su socio Alexandre de la Patelliere, y con el elenco original casi idéntico. Vale decir, los papeles que acá hacen Germán Palacios, Mercedes Funes, Jorgelina Aruzzi, Peto Menahem y Carlos Belloso, los vemos representados en pantalla por, respectivamente, Patrick Bruel, Judith El Zein, Valérie Benguigui, Charles Berling y Guillaume de Tonquedec, sus creadores, salvo Berling que llegó después en reemplazo de Michel Dupuis. La película luce pocas diferencias respecto a la obra teatral. Un ejemplo, la introducción dicha por un actor de cara al público aparece en off y bien aireada por una rápida recorrida semiturística a través de fúnebres calles parisinas. Lo de fúnebres, porque están dedicadas a personas cuyo destino hoy trae malos recuerdos. Y ahí ya vamos entrando al tema, y a los personajes, que van a discutir, precisamente y apresuradamente, el futuro nombre de una criatura recién engendrada. ¿Cuál será su destino, a qué santos o demonios habrá de evocar su solo nombre? El final, que se rie de estas preocupaciones aunque sigue atado a ellas, tampoco está dicho por un actor frente al público, y tiene un lindo plus para el espectador veterano: la aparición especial de Francoise Fabian, todavía hermosa y elegante. Claro que el grueso del relato sigue concentrado en un living. Esto puede molestar a los quejosos, pero la amplia variedad de enfoques y la contínua seguidilla de réplicas graciosas hacen olvidar la supuesta "falta de esencia fílmica". Acá lo interesante es lo que dicen, cómo lo dicen, y en qué berenjenal se meten dos parejas y un colado que se conocen desde hace años, que cultivan las buenas maneras, y que un día dejan que salte la térmica, cargada de prejuicios y reproches, todo a partir de algo que ni siquiera es definitivo. En resumen: elenco impecable, puesta dinámica aun respetando el tiempo original de la obra, situaciones divertidas para quien las mira de afuera, más divertidas cuanto más serios se ponen los personajes, y un buen material de reflexión para todo el mundo. Para interesados también circula otra inteligente comedia francesa referida al peso de los nombres, "Le nom des gens", que acá se estrenó como "El significado del amor" (la del afiche de Sara Forestier con la colita al aire).
Un soporífero título que apenas causa gracia. Los argentinos tenemos un largamente documentado affaire con el cine francés. Desde La Jaula de las Locas, La Cena de los Tontos y El Placard, los distribuidores siempre han estado con el oído atento a que comedia la rompe en Francia, para así traerla a la Argentina y probar suerte. Con Le Prenom todo parecía dado para que la cosa se vendiera sola: Está basada en un éxito teatral descomunal ––que actualmente goza de una versión argentina dirigida por Arturo Puig–– y su adaptación pareció correr la misma suerte; al extremo de estar nominada a 5 Premios Cesar, el Oscar Francés. Pero hay una cosa que no tuvieron en cuenta. Algo que muchos olvidan: el simple y sencillo hecho de que la comedia, a pesar de contar con instancias donde funciona universalmente, muchas veces puede llegar a ser estratificada. Es decir que el humor puede arraigarse tanto en lo autóctono que se corre el riesgo que el chiste se pierda. ¿Cómo está en el papel? Es la historia de un matrimonio, conformado por un profesor universitario muy elitista y una profesora de colegio secundario más buena que Lassie, que recibe la visita del hermano de esta última, un cuarentón con un frondoso éxito financiero, y su mujer, con quien esperan su primer hijo. Sumado a la visita del hermano de la mujer del primer matrimonio, surge la pregunta: ¿Qué nombre llevara el chico?. La respuesta a dicha pregunta es la base del desarrollo de la obra. Aunque el nombre que se da a conocer es carne de cañón para dar cuerpo a la película, y lo hace, es una discusión larga y aburrida que no causa nada de gracia y apenas genera unas risitas. La trama se aleja tanto ––y prueba ser tan poco funcional–– del conflicto principal, que usa la subtrama mas como un Plan B que como un recurso narrativo hecho y derecho. Una cosa que no queda clara es el tema; se supone que los franceses tienen un dominio temático excepcional. Bueno, puedo decirles de cientos de títulos del país galo que pueden confirmar con celeridad dicha reputación; este difícilmente entre en ese grupo. Primero, y haciendo honor a su título, habla del significado del nombre, el peso que tiene en la vida de uno; literal, metafórica e históricamente. Luego traslada todo a una subtrama romántica donde “el amor no tiene edad” y bla bla bla. Pero lo peor de todo, es que esta película esta terriblemente sobreintelectualizada, cosa que inicialmente se deja pasar por ser un recurso que establece el verosímil del entorno en el que se mueven los personajes. En Francia puede funcionar, pero en la Argentina solo lo puede captar alguien que haya vivido en Francia y haya hecho un doctorado en La Sorbona. ¿Cómo está en la pantalla? La puesta en escena es sencilla, buena fotografía, buena composición y montaje prolijo. Los cinco actores entregan muy buenas interpretaciones; aunque destaco a Charles Berling, ya que su intelectual neurótico es el que genera muchas de las risas de la película. Conclusión Una obra teatral sobre un tema muy simple, cuya narrativa fue estirada innecesariamente para ajustarse a las dimensiones cinematográficas. Se distrae muchísimo del conflicto principal para ahondar en banalidades que, si bien retratan el grado de confianza que se tienen los personajes, aburren al espectador porque no hacen avanzar la historia. Si quiere ver una película, basada en una obra de teatro, con pinta más de charla de café que de drama, mire Un Dios Salvaje. Ahí por banales que sean las conversaciones, nunca se pierde de vista el conflicto principal; que lamentablemente es lo que ocurre aquí.
El salto desde una sala de teatro al cine muchas veces le queda grande a una obra que no sabe cómo transmitir con entereza su historia, pero en el caso de la tragicomedia de Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte el traspaso le sienta muy bien. Su trabajo conjunto involucra un encadenado de situaciones equívocas que empiezan con una pregunta clásica e inevitable -¿qué nombre le pondrás a tu hijo?- y degenera en todo un análisis de la amistad, la familia, la confianza y los secretos. En Le Prénom vemos como un grupo de cinco amigos -los hermanos Élisabeth y Vincent, sus respectivas parejas Pierre y Anna, y el amigo soltero Claude- se reúnen para una cena que poco y nada tendrá de idílica, cuando Vincent decida anunciar el escandaloso nombre que le pondrá a su primogénito. Una respuesta que en otra situación provocaría comentarios al pasar y un cierre natural, genera entre el futuro padre y su culto amigo de la infancia Pierre un debate candente que arrastra a todos los presentes a sacar poco a poco todos sus trapitos al sol, a veces de manera muy cómica y en otras hundiéndose poco a poco en el territorio del drama. El guión de La Patelliére y Delaporte contiene diálogos afilados, que pasan de los chistes más burdos a las discusiones más inteligentes con una fluidez pasmosa que le otorga a su elenco bastante margen para dimensionar a sus personajes. Como sucede con la mayoría de las comedias francesas hay sutileza suficiente, pero eso tampoco implica que se dejen de lado esos momentos en los que los gritos prevalecen por sobre la calma y el torbellino de emociones se hace escuchar con claridad. Cada personaje tiene su momento de gloria, aquel en que se quita la careta y es él mismo, en el que se deja ver tal cual es: un retorcido e irritante Pierre, un cobarde y complaciente Claude, o un narcisista Vincent dejan en buen lugar a Élizabeth y Anna, que saben estar en su sitio aunque también tienen su genio, sobre todo el último monólogo de la explosiva Valérie Benguigui, la abnegada esposa que se reivindica tras una vida de maltrato familiar solapado. Le Prénom es una pequeña película que se ve con gusto y que entretiene, que transita sobre un ágil guión de enredos sobre cuatro interpretaciones que resultan decisivas para dar frescura a sus simpáticos personajes. Hay rencillas, equívocos y prejuicios lanzados como dardos que hieren en lo más íntimo, pero al fin y al cabo, en qué familia no hay algún que otro secreto, alguna que otra afrenta silenciada, alguna que otra palabra dicha a destiempo. Y, a la hora de la verdad, ahí están todos para poner el verdadero nombre al infante que nace.
Fue un éxito en Francia y nació como obra de teatro (actualmente en cartel en Buenos Aires) y eso se nota. Una reunión familiar, dos hermanos, sus esposas y un amigo de siempre. Un tema, el nombre del futuro bebé de una pareja, dispara la bomba y salen a la luz los secretos y rencores, prejuicios y odios que se mantuvieron bajo la alfombra. Buenos actores, que ejercen una puntiaguda esgrima verbal, por momentos, agobiante.
Voy a confesarlo antes de seguir escribiendo, soy amante de la comedia francesa, seguidor fiel del estilo de humor galo basado en diálogos rápidos y situaciones casi de boudeville. Basado en esta premisa, lo primero a decir es que "El nombre" es un referente clásico de este estilo, y a mi gusto es de celebrar cada vez que llega un exponente a nuestras salas; pero a la vez lo aggiorna con un toque más cosmopolita, digamos del estilo hollywoodense o estadounidense. El argumento toma un poco de varios exponentes clásicos del género, y principalmente hace recordar a Cena de amigos la refinada comedia de Danielle Thompson estrenada hace unos años en nuestro país. Veamos cómo viene la mano, la situación planteada es clásica, una reunión en casa de un matrimonio, la razón del encuentro es Vincent (Patrick Bruel) un seductor nato de entrados cuarenta años que está a punto de convertirse en padre por primera vez. El hombre se dirige a cenar a casa de su hermana Elisabeth y su marido Pierre (Valerie Benguigui y Charles Berling), ahí se encontrará un amigo del grupo, Claude (Guillaume de Tonquedec), y la última en llegar será la pareja de Vincent, Anna (Judith El Zein) casi en fecha de parir. Pero Vincent tiene un anuncio para hacer, el nombre del crío por nacer, Adolphe, y ahí se genera el enredo; o el enredo principal, porque los directores y guionistas Mathieu Delaporte y Alexandre de La Patellière plantean varias semillas de discusión alrededor de este grupo de amigos y en torno a eso se maneja el ritmo de la comedia. Vincent, Pierre, Claude, Elisabeth y Anna discuten sobre todo, política, paternidad, el pasado de cada uno de ellos, secretos y mentiras, temas sociales, y claro el polémico nombre del bebé; la carne se hecha toda al asador y los diálogos rápidos con frases punzantes se acrecientan cada vez más. Pese a ser una comedia que tracciona a puro verbo, su ritmo no decae en ningún momento al contrario se siente como un huracán al que solo reciente una duración un tanto extendida que abruma. Fácilmente uno podría imaginar una adaptación a manos de alguien como Judd Apatow y sus personajes en crisis cuarentona que se niegan a madurar; o una vuelta a los films neoyorquinos de Woody Allen. "El nombre" se asienta en un estilo moderno de la comedia francesa, aquel pensado para ser vendido al mundo. Pero como suele suceder, estas adaptaciones difícilmente capten la esencia y el encanto de estas comedias. Es, y pienso en voz alta, ante todo una comedia de ingenio y agudeza, no hay acá situaciones burdas (bueno, tal vez se filtre alguna), todo está revestido con ese encanto francés; pero tampoco diálogos complejos e intelectuales, todo se maneja con encanto y liviandad, aún cuando se tocan temas sociales ríspidos y políticos. Los cinco amigos hablan de todo y ninguno sale inmune, como reza el título de la reseña se origina ruido, pero también se recolectan nueces. De origen teatral (algo que se intenta disimular y se logra a medias), a cargo de la misma dupla creadora, actualmente se encuentra una puesta argentina en una sala porteña también ampliamente recomendable. Si como este cronista, tienen predilección por los enredos creados en base a diálogos hilarantes y respuestas rápidas, El nombre los ofrece a por mayor, es un exquisito banquete para saborear.
Un secreto no es caída Un detalle es la chispa y de la nada se desata el desastre. Ocurre en la familia, entre amigos, durante una velada que se planteaba apacible y termina en revelaciones sorprendentes. En la línea de obras de teatro como Art o El dios salvaje, de Jasmina Reza, El nombre pasa del teatro a la pantalla, con una comodidad que va ganando de a poco. Los autores Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière también dirigen la película. Como en las obras citadas, la acción se desarrolla en un espacio único: el departamento de Pierre y Élisabeth, donde dos parejas y un amigo en común se encuentran para cenar. Unos pocos flashbacks y apuntes que aluden a hechos anteriores son los destellos del afuera, en medio de la conversación. Al comienzo, la voz en off se ocupa de situar al espectador en la trama de relaciones de los personajes, con una rápida descripción física y emocional, salpicada de humor. Todo indica que la comedia tendrá ese tono. Cesa la voz y los personajes inician la travesía por las emociones que desata un simple detalle. Vincent será papá. Antes de que llegue su esposa Anna, adelanta el nombre del niño. Los dueños de casa (la hermana y su esposo) expresan desagrado y fuerte oposición frente al nombre. Claude, el amigo, no está de acuerdo pero calla. Llega Anna y la cosa se complica. La película comienza a media máquina, un acierto del libro que dosifica la acción, hasta que las reacciones estallan, desmesuradas con respecto al tema, y las argumentaciones ocupan el centro de la escena. El nombre cobra intensidad y vuelo gracias a los actores estupendos que se columpian en las palabras, casi sin moverse, aparentando dominio de sí. Patrick Bruel (Vincent), Valérie Benguigui (Élisabeth), Charles Berling (Pierre), Judith El Zein (Anna) y Guillaume de Tonquedec (Claude) protagonizan momentos incómodos mientras confiesan secretos de años, respaldados por la técnica teatral y la cámara, que los acompaña en los sucesivos monólogos. "Nadie cuenta todo", dice Pierre, el profesor que hace de la argumentación una forma de vida. El malentendido se magnifica y cada uno, a su turno, se convierte en el blanco de acusaciones e ironías. Si la neutralidad no existe, como gritan a Claude, el músico suizo que no entra en los forcejeos de la semántica, nombrar es expresar una visión del mundo. Parece mucho, y lo es.
MAS LIVIANA QUE EL AIRE Otra comedia francesa desganada, con tonterías y personajes de cartón. Tiene un origen teatral y se nota demasiado. Es muy hablada y encerrada. Son cinco personajes cuarentones que se juntan a cenar. Dos matrimonios, y un músico amigo. Gente de buen nivel cultural y social, informada, discutidora. Y todo se desencadena a partir de una broma tonta. El malentendido reaviva viejas asignaturas pendientes. Aparecen reproches, excesos. El tema es parecido al de “Un dios salvaje”, con un encuentro que empieza muy distendido y amistoso y acaba mal. También aquí, de a poco, la tensión crece, surgen verdades guardadas, hace su entrada la ira, la intolerancia y de a poco todo se desbarranca. Estos ejercicios casi teatrales exigen una cámara curiosa y detallista, grandes actores y diálogos sabrosos. No hay nada de eso. Es un filme sin gracia, con personajes pobres y actores exagerados. No sólo el planteo es poco convincente (todo se arma porque un padre primerizo quiere que su hijo se llame Adolfo). También su desarrollo: nada es creíble en esta pieza alargada, liviana y aburridona.
Un Dios no tan salvaje Tal vez haya sido Yasmina Reza la que con Art abrió la puerta a un tipo de teatro mundialmente exitoso (digo “tal vez” porque no es el teatro lo mío y andá a saber si no había otros ejemplos más propicios), que tiene la inteligencia de funcionar bajo cualquier traducción porque aborda cuestiones universales con una mecánica que se repite constantemente: el concepto consiste en encerrar a un grupo de amigos (o conocidos) en un espacio común, construido cada uno como un estereotipo bien evidente y bordarlo con un montón de componentes intelectuales que van desde el arte a la política: luego se mezcla todo, haciendo que progresivamente cada personaje expulse su costado más repulsivo en un juego constante de comedia y drama. La idea central es que todos nos reconozcamos y salgamos pensando en qué jodida que está la humanidad. Utilizo el ejemplo de Reza porque además fue la autora de Un Dios salvaje, que fue llevada al cine por Roman Polanski y que es el gran espejo donde se refleja esta El nombre, adaptación que hicieron los propios autores de la obra, Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte (actualmente se está representando en Buenos Aires una versión local). El ejemplo de Un Dios salvaje es y no es adecuado. Es, cuando La Patellière y Delaporte nos van haciendo entender que la cámara no abandonará nunca el departamento de Elisabeth y Pierre, y que el nudo del film transcurrirá en ese ambiente, entre cenas, postres y entremeses (hay un fallido prólogo y un epílogo innecesario que buscan “airear”, y hasta algún paneo exterior pero que poco suma). No lo es, cuando El nombre se asume sí como un muestrario de cierta clase intelectual parisina, politizada y burguesa, pero se permite no ser tan severa con sus criaturas como aquella película de Polanski. Es menos dramática y más humorística, y hasta bombardea el prejuicio del que mira con algunos giros, como con el personaje de Claude. Polanski apostaba a ir asfixiando al espectador progresivamente, pero unas actuaciones fuera de registro y una reiteración del texto la volvían inocua e insoportable. Y en El nombre, al igual que ocurría con Un Dios salvaje, hay un inconveniente que tiene que ver con cómo este tipo de productos (y con los cómics o las sagas literarias también pasa) están tan instalados en el público que no aceptan modificaciones o retoques, no comprendiendo que el cine y el teatro son dos artes diferentes que se rigen por normas particulares. Si no se entiende eso, se cae en un reduccionismo pasmoso: se cree que trasladar textualmente cada parlamento y situación a la pantalla significa ser fiel al material de base. Esto, sin sospechar que en verdad lo que se supone es que el cine es un arte menor que debe rendirse ante la evidencia de que el teatro es más profundo o complejo. El nombre es teatro filmado rutinariamente, incluso hasta por momentos podemos notar los silencios marcados en el libreto y hasta imaginamos los aplausos de la platea al cierre de cada monólogo o salida de escena de un personaje. Cuando El nombre evidencia su mecanismo, no sólo teatral sino narrativo -uno a uno cada personaje tendrá que exponer su miseria y quedará desnudo ante los demás-, pierde intensidad porque se notan demasiado los hilos de su construcción. Sin embargo, cuando los diálogos adquieren ritmo y los intérpretes están menos preocupadas (otro vicio que la película arrastra son las actuaciones intensas) en sobresalir, uno puede llegar a disfrutar un poco de este juego constante con la palabra, su significado, sus consecuencias y posibilidades: hasta se agradece que si bien las cosas se ponen pesadas, siempre hay un resquicio para el humor (sobre todo, gracias a Patrick Bruel). Lo que olvidan películas como El nombre -y ahí su gran defecto- es que el cine consta de tener algo para decir y saber cómo decirlo. De hecho, importa más el cómo que el qué. Aquí la palabra lo es todo.
Catarsis familiar en tono de comedia “El nombre” es una creación colectiva, originalmente una pieza teatral, que dado el éxito obtenido en su país de origen, Francia, sus autores y también actores decidieron llevarla al cine. Es una comedia costumbrista enfocada en un grupo de amigos de edad mediana, que se conocen desde la infancia y a pesar del paso de los años, mantienen vínculos muy fuertes. Respetando el origen teatral del texto, toda la película transcurre en el living del apartamento de la pareja anfitriona del encuentro y casi no hay acción, es diálogo, puro diálogo. Es a través del intercambio permanente de palabras cómo los personajes se definen, siempre en relación con los otros, de modo que ésa es la manera que tiene el espectador de enterarse de qué se trata. La única ayuda que aporta el director es una especie de fichaje de cada uno, en donde se esbozan de manera sucinta los datos del pasado y los diversos rumbos que tomó cada uno al crecer. Así el espectador se entera de la existencia de Françoise (Françoise Fabian), la madre de dos de los protagonistas, quien tendrá una participación sorprendente e inesperada en el cónclave de amigos. En casa de Elisabeth (Valérie Benguigui) y Pierre (Charles Berling) se reúnen a cenar Vincent (Patrick Bruel), hermano de Elisabeth, quien espera la llegada de su novia Anna (Judith El Zein), y Claude (Guillaume de Tonquedec), especialista en la ejecución del trombón y amigo inseparable de Elisabeth. Mientras la dueña de casa termina de preparar unos platos marroquíes, los demás se zambullen en el tema principal que ha motivado el encuentro. Resulta que Vincent, un hombre de negocios exitoso y jovial, parece haber decidido sentar cabeza y ha anunciado que su novia está embarazada y que esperan un niño. El desencadenante de toda esta comedia recalcitrante de enredos es la pregunta acerca del nombre que tienen pensado para el bebé. Hay que señalar que Pierre es profesor de Literatura y se muestra muy obsesivo con las palabras y es quien se manifiesta más disconforme y hasta enojado con el nombre que supuestamente los padres han elegido: Adolphe. Su asociación inmediata con la figura de Hitler desata toda una serie de desopilantes argumentos a favor y en contra entre los comensales, que lindan en el fanatismo y el disparate. Un detonador que sirve para que entre ellos empiecen a pasarse facturas de todo tipo. Al fin, resulta que se trata de una humorada más de Vincent, que la oportuna llegada de Anna, la futura mamá, ayuda a despejar, aun cuando los espectadores tengan que atravesar por otra catarata de sobresaltos y malentendidos, en los que afloran celos, rivalidades y disputas, que aparecen absurdas y fuera de lugar. Las palabras Es que el tema central, en definitiva, pareciera ser la comunicación y cómo las palabras siempre vienen acompañadas de otros elementos significativos que pueden alterar o complementar el sentido, según el contexto y las circunstancias, tanto de quienes hablan como de quienes escuchan e interpretan. Los amigos, que se conocen desde hace tanto tiempo, se hacen bromas crueles y sacan a relucir trapitos al sol, pero quedan estupefactos cuando Claude, a quien presumen gay, revela su amor secreto por una mujer mayor, confesión que pondrá en crisis a todos. Como también los pondrá en crisis el nacimiento del bebé, quien con su llegada desafía igualmente los pronósticos. Todo se acepta y se incluye en esta gran familia, que apuesta por seguir unida aun cuando la realidad se escape a los esquemas y la vida presente complejidades desconcertantes. Los actores demuestran una gran solvencia en un trabajo exigente, en el cual tienen que mantener el ritmo sin respiro, para seguir un guión que por momentos amenaza con volverse un tanto tedioso.
La vida secreta de las palabras Poco, muy poco es lo que debe decirse de esta muy buena producción francesa, establecida principalmente en el género de la comedia. Una muy buena traslación de una exitosa obra de teatro al lenguaje cinematográfico. Digo esto a partir que, sin haber visto la obra de teatro, la utilización de los recursos narrativos visuales son puestos en juego de manera excepcional. El filme comienza con el recorrido de una moto, piloteada por un personaje circunstancial, que recorre las calles de Paris con el fin de realizar una entrega de pizzas a domicilio. Ese recorrido es acompañado por una voz en off, la de Vincent (Patrick Cruel, el mismo de la excelente “Un Secreto”, del 2007, de Claude Miller), que va dando cuenta del recorrido que el motorista debe hacer para entregar el pedido, de las calles, del significado y sentido de los nombres de las mismas. Todo para instalarnos en algo que es sabido a priori, por el titulo del filme: “El nombre”. Pero también es utilizado para presentarnos a los personajes, imagen de cada uno y voz de quien es el narrador de la historia, Vincent, todos significativos, no todos presentes en el desarrollo del conflicto principal, algunos sólo en carácter de despliegue de otras subtramas, tales como la madre de los hermanos Vincent y Elizabeth, o los hijos de esta con Pierre. Luego de la introducción de los personajes, casi todo el resto transcurre en sólo tres espacios: un comedor, un living y una cocina, pertenecientes al departamento donde vive el matrimonio conformado por Elizabeth (Valerie Benguigui) y Pierre (Charles Berling). Esta idea de mantener las acciones en ámbitos reconocidos como teatrales no es ni inocuo, ni impensado, y menos casual. Esta puesto respetando el origen del texto y para que cada personaje tenga su protagonismo en el momento adecuado. Se trata de una pareja de docentes, ella de escuela secundaria y él de la Universidad de la Sorbona, quienes han tenido la maravillosa idea de invitar a cenar a la pareja conformada por el hermano de ella, Vincent, y su esposa Anna (Judith El Zein), que están esperando su primer hijo, con el agregado del mejor amigo de todos, Claude (Guillaume de Tonquedec), un trombonista, miembro de la orquesta de Paris. Todos llegaron a tiempo, sólo falta Anna, y surge la pregunta ¿Ya eligieron nombre para el bebé? La respuesta genera un conflicto de proporciones, en principio inexplicable, por cuanto el punto es que darle el nombre a un hijo conlleva una carga no sólo para los padres del futuro ser humano, sino para toda la familia, ello respecto de la significación del nombre en relación a la historia de cada uno, a la de cada familia en particular, y a la de humanidad en general. Hay nombres que parecen estar prohibidos por el sólo hecho de articularse a modo peligroso, tal como decía Maud Mannoni en una parte de su texto “Lo nombrado y lo innombrable” (Ed. Nueva Visión, 1992). Es por eso que luego hará instalar los malos entendidos, que en este caso sacara a relucir los secretos, de un grupo constituido como tal a partir de los afectos y de silenciar algunos pensamientos. El conflicto de la trama principal, inteligentemente de por sí, deja de serlo en la mitad del desarrollo de la película, para pasar a ser sólo un vehiculo que ahondara en las relaciones filiales y de amistad. Algo del orden de lo dicho en el momento menos esperado romperá con la lábil estabilidad de estas relaciones. Esas cosas que nunca se quieren decir, palabras que se desean silenciar, pero que una vez dichas tienen vida propia y no hay retorno, hieren o agasajan, mayormente lastiman. Hacedora de un guión de excelente factura, con diálogos muy inteligentes, chispeantes, poseedores de un humor muy fino, trabajado con un muy cuidado diseño de movimientos de cámara y montaje, harán que el encierro no sea percibido, tanto como el trabajo de fotografía y el sonido, todos con el fin de hacer resaltar las muy buenas actuaciones del quinteto recluido en ese departamento. Una comedia dramática que respeta y hace honor a la mejor usanza francesa en el género, inteligente y profunda. Contar algo más de la trama podría hasta sentirse como una traición para con el lector, ¡Que te sorprenda!
Una cena de intelectuales Ya desde la presentación de cada uno de los personajes que incluye desde sus estudios hasta su vestuario, “El nombre” propone una estética particular y una manera de relato diferente. En lo que a priori sería una cena de diversión, se termina convirtiendo en un caos infinito. El cuarentón Vincent, quien va a ser padre por primera vez, llega a la casa de su hermana Elizabeth y su marido, Pierre. Allí también estará presente Claude, un amigo de la infancia de la familia. Mientras esperan a Anna, la joven esposa de Vincent, comienzan las preguntas sobre la futura paternidad de Vincent. “¿Qué nombre le pondrá a su primer hijo?”, es la pregunta que desencadena una serie de discusiones tragicómicas. La película francesa dirigida por Matthieu Delaporte y Alexandre De La Patellière muestra un enredo entre familiares y amigos donde abunda los malos entendidos. A través de brillantes diálogos que se desatan en el living de un departamento parisino, se desarrolla una historia totalmente imprevisible, con momentos de alta tensión. Entre reproches y discusiones salen a la luz secretos que cambian el rumbo de la conversación hacia lugares cada vez más prohibidos. “El nombre” saca a la luz esas pequeñas miserias humanas, se desnudan rencores profundos que se arrastran desde la infancia. Una película cien por ciento sostenida por el diálogo donde casi toda la acción sucede entre cuatro paredes. Los cinco protagonistas se sacan las máscaras demostrando que el poder lo tiene la palabra.
Matthieu Delaporte y Alexandre De la Patellière adaptan a la pantalla grande su propia obra teatral que arrasa desde varios años las taquillas de los teatros franceses, logrando una comedia fresca, ágil e inteligente protagonizada magistralmente por cinco actores que llevan la diversión y los momentos de tensión al extremo. La historia se desarrolla en el curso de una cena de amigos, bastante heterogéneos y unidos por estrechos vínculos afectivos y familiares, donde un pequeño juego por adivinar cual es el nombre que recibirá el futuro bebé de una de las parejas desencadenará toda una serie de reproches y resquemores que abrirá las viejas heridas de muchos años de relación entre los cinco. El nombre del futuro bebe será el eje inicial y punto de discordia que enfrentará a cada uno de los personajes, desvelando sus verdaderos secretos, opiniones y pensamientos mas íntimos a través de mordaces e inteligentes diálogos que recuerdan en algún punto al genial Woody Allen. Es prácticamente inevitable relacionar El Nombre con la última película de Roman Polansky Un dios salvaje, similar en su vertiente teatral y con quien guarda similitudes estéticas y estructurales, además de ser también una producción francesa. En ambas la trama gira en torno de una discusión y la acción transcurre en el interior de un apartamento, con una puesta embebida de una atmósfera teatra, pero las diferencias radican en el tema y como la dupla de directores supo optimizar admirablemente las posibilidades escénicas del reducido espacio con un montaje ágil y variedad de planos que dinamizan la escena. Notables interpretaciones que retratan con profundidad y verosimilitud la galería de personajes que sacan a relucir sus miserias y sentimientos (un intelectual de izquierda ajeno a la realidad y su abnegada esposa, su inculto y snob hermano con su atractiva mujer de apariencia frívola y otro amigo aparentemente homosexual), terminan por conformar esta imprevisible e hilarante tragicomedia que entretiene y divierte inteligentemente.
El nombre es una adaptación para cine de una obra de teatro homónima con mucha convocatoria estrenada en 2010, dirigida e interpretada por los mismos autores y actores, que evoca esos fenómenos teatrales que duplican su versión en la gran pantalla pero que en el pasaje de un lenguaje a otro mantienen su estructura casi intacta (como sucedió en su momento con Mi gran casamiento griego que, por otra parte, fue un intento mejor logrado). Por esas cuestiones virales que tienen los éxitos, por estos días se estrena la adaptación porteña en teatro, bajo la dirección de Arturo Puig. En El nombre, la excusa que reúne a los protagonistas es una cena en familia y el problema que los atraviesa es el nombre que uno de ellos va a ponerle a su futuro hijo. Este conflicto inicial sirve como excusa para abrir la caja de Pandora que libera todas las internas entre los personajes, quienes irrumpen en un estado catártico tal que los lleva a abandonar todo decoro y norma de convivencia existente, dejando que el encuadre los capte como si estuvieran en un ring de boxeo verbal. La acción se construye en el espacio cerrado de la casa, más precisamente en el living, en el que la cámara controla mediante planos generales el griterío de la contienda mientras se intercalan planos cortos que dan la palabra a cada uno de los protagonistas haciendo que el diálogo ocupe un lugar primordial frente a lo que narra la imagen. En este sentido, la película tiene muchas similitudes con Un dios salvaje de Polanski en la manera de presentar el espacio, donde un conflicto inicial que parece trivial y de fácil solución genera otros nuevos como en un efecto dominó y también en el hecho de ser una obra de teatro llevada al cine. Pero la gran diferencia es que en Un dios salvaje la imagen vale por sí misma mientras que en El nombre la imagen sola no cuenta nada y sólo funciona como pura ejemplificación de la palabra: así se pierde el potencial del cine pero además se explica por qué el largometraje en varios momentos parece la filmación de un ensayo de actores en vez de una película. Una secuencia que logra despegarse del elogio al diálogo y volver al cine es la presentación de los personajes en la que, mediante un montaje acelerado y elíptico, se construyen los rasgos que los caracterizan, resumiendo en unos breves minutos el tipo de relación que tienen unos con otros, su vida y sus personalidades; recurso difícil de lograr en teatro. Después de su tragicómico encuentro en el living, los protagonistas se vuelven a encontrar en el hospital donde nace el retoño del nombre por el cual se han suscitado febriles discusiones de un vuelo filosófico turbulento y, como buena representante del género, la película transfigura ese nacimiento en el corolario de un final pacífico y feliz.
La miseria y la amistad "Le Prénom" es la adaptación cinematográfica de la famosa obra de teatro francesa creada por Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière. Para quienes no la conocen y puedan darse una idea de lo que estamos hablando, es una obra bastante parecida a "Le dieu du carnage" o "Un dios salvaje" (como se la conoció en Argentina), ya que básicamente muestra la interacción de un grupo de personas al que sus secretos y prejuicios individuales lo llevan a situaciones tan miserables como hilarantes. Todo empieza con una broma pesada que intenta llevar a cabo Vincent diciéndole a su cuñado y amigos, acérrimos intelectuales de izquierda, que le pondrá de nombre a su futuro hijo nada más y nada menos que el mismo del führer, Adolf o Adolphe como él dice al principio. A partir de acá, se desatan los diálogos más nerds, interesantes y espectacularmente divertidos que he visto en todo el año. La miseria humana y la amistad mezcladas en un mar de humor ácido, es una combinación muy pintoresca y entretenida, que deja ver su lado teatral, pero que a la vez se fusiona muy bien con el séptimo arte. Las actuaciones son muy creíbles, sobre todo cuando deben cambiar del drama a la comedia y viceversa. La personalidad del cine francés está muy presente, con sus conversaciones rápidas y ese humor afilado que por momentos corta con sólo acariciarlo. Los lazos de amistad utilizados como centro de la trama, configuran a esta producción como una propuesta bienintencionada en el plano general, aunque en el camino transite por el humor más malintencionado y ácido. El recurso utilizado al comienzo de la película, en el que podemos ver a un repartidor de pizza transitando las calles parisinas cuyos nombres van siendo explicados con humor negro, es sencillamente genial y predispone de la mejor manera para disfrutar lo que viene. Una comedia inteligente, mordaz y diferente a lo que estamos acostumbrados a ver en la gran pantalla. Si esperás ser sorprendido gratamente y disfrutás de las situaciones tragicómicas, "Le Prénom" será una buena opción para pasarla de diez.
Teatro filmado de alto nivel Algunos críticos de teatro europeos hablan de un nuevo estilo de dramaturgia, iniciado en Francia en 2007 por Yasmine Reza con su obra Un dios salvaje (Le dieu du carnage ), que fue llevada al cine en 2011 por Roman Polanski. El nombre se inscribe en la misma línea estilística. La película recrea la pieza teatral Le prénom , de los franceses Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, y ellos mismos la adaptaron para el cine, luego de un brillante éxito en un escenario parisino. Y la película tuvo en Francia una repercusión similar. Hay cinco personajes claves: Pierre (Berling), profesor en La Sorbona y un ídolo de sus alumnos; su mujer Elizabeth (Benguigui), maestra de escuela; Vincent (Bruel), hermano de Elizabeth, un agente de bienes raíces que nunca leyó un libro, aficionado al tenis e irresistible, hasta que el azar lo hizo tropezar con Anna (El Zein), copropietaria de un negocio de modas; y Claude (Tonquédec), soltero, músico, trombonista para más datos, y un "hombre feliz". Todos son amigos y se reúnen en el departamento de Pierre para compartir una cena con comida marroquí y celebrar el embarazo de Anna. En Un dios salvaje las discusiones de los dos matrimonios tuvieron su origen en un incidente escolar protagonizado por sus respectivos hijos. En este filme la controversia se instala por el nombre que Vincent pretende imponer a su hijo. Un nombre con resonancias políticas, que altera los ánimos y desata la furia, en especial del "progresista" y desaforado Pierre, para quien "la neutralidad no existe". Luego la temperatura en los diálogos se mantendrá caldeada hasta la última escena. Con el mismo vigor y la misma intolerancia, los cinco comensales discutirán sobre temas como el fascismo, la homosexualidad, el egoísmo, los prejuicios sociales e ideológicos y la relación determinista de ciertas palabras y nombres con la literatura y la historia. Lo que inicialmente promete ser una comedia de costumbres, deviene en drama, con renovados momentos de crispación cuando Claude revela un secreto que involucra a Françoise, la madre de Elizabeth y Vincent, interpretada por Françoise Fabian, la inolvidable protagonista de Mi noche con Maud (1969), de Eric Rohmer. Los directores reconocieron la construcción teatral de la película. Es teatro filmado, sí, pero de alto nivel, con diálogos chispeantes y siempre cargados de contenidos, además de excelentes actuaciones, a pesar de cierta tendencia al histrionismo, que sostienen el controlado caos propuesto por los autores. Cada actor tiene su oportunidad para lucirse y esos momentos adquieren una elevada tensión. A las bazas mencionadas debe añadirse la banda sonora creada por Jerôme Rebotier, que incluye los temas musicales Hello my darling, Troughts y Drive away.