Buscando un símbolo de paz Los vínculos familiares nunca agotan sus infinitas posibilidades a la hora de convertirse en el tema de una película. A pesar de haber sido transitados en diferentes formas y estilos, siempre que la sangre aparezca de por medio hay, por lo menos, un drama que contar. El otro hijo (Le fils de l’autre, 2012) aprovecha estos vínculos pero no sólo para ponerlos en crisis sino también para proponer una mirada sobre los conflictos raciales y religiosos. Joseph (Jules Sitruk) vive junto a sus padres en Tel Aviv. La finalización del colegio secundario lo enfrenta a su obligación militar de alistarse en el ejército. Al momento de leer los resultados de sus análisis médicos los grupos sanguíneos de él y sus padres no coinciden. Rápidamente se enteran que, el día de su nacimiento, Joseph fue intercambiado con otro niño durante una inminente evacuación. Ese otro niño es Yacine (Mehdi Dehbi), un adolescente palestino quien, junto con Joseph descubrirá algo inesperado sobre su destino. El miedo, la sorpresa, la vergüenza, el dolor. Todos estos sentimientos atravesarán padres e hijos en este film. Al principio ninguno sabrá muy bien cómo proceder pero ninguna de las familias elige el silencio. Ese camino, tal vez el más doloroso, deja a los hijos en un lugar vulnerable, terrible, absurdo. En la absurdidad de la propia identidad que se ve desvanecida en un instante. Para Joseph será cuestionarse su judaísmo principalmente. Mientras que para Jacine, tal vez un poco más abierto, su nueva identidad es quizás más un puente que un problema. Los prejuicios religiosos no parecen tener el suficiente peso en este joven. Tampoco para Joseph, pero quizás, con un padre militar, sus sentimientos sean un poco más confusos. La película decide hacer frente a casi todos los problemas que este descubrimiento desencadena. Y no decide caer en el extremo dramatismo. Aún cuando se focaliza en el dolor de las madres, quienes son las que con mayor intensidad viven la tensión de decidir si poder amar a un hijo casi desconocido pero que lleva su propia sangre. Por momentos parece que la historia es una excusa para hablar de un tema que parece no tener fin. El conflicto entre israelíes y palestinos. Es así que Lorraine Lévy no se priva de mostrar la frontera, donde cada persona es mirada y tratada como una amenaza. Esas escenas aparecen más de una vez, demostrando la violencia que el día a día conlleva para esta gente. La película recorre con delicadeza pero también sin rodeos un conflicto que para las nuevas generaciones va perdiendo sentido. Es así que parece existir una cierta intención de denuncia por parte de la directora o tal vez una fuerte crítica hacia los que deciden continuar envolviendo a los jóvenes en una vieja y absurda guerra. Pero claramente es un film que apela a la sensibilidad y al gran tema universal que es la aceptación del otro.
Hablar de otra película que aborda la problemática social del conflicto entre Israel y Palestina puede parecer repetitivo, son varias las que se estrenan por año, abordándola. Sin embargo, y como siempre decimos al hablar de esos films, ha demostrado ser una temática tan inabarcable como inagotable, que puede ser vista desde millones de ángulos diferentes. El de El otro hijo es uno nuevo. En el típico gusto de cine francés, la directora y guionista Lorraine Lévy incursiona en el drama con tintes de comedia amable, logrando una película cálida y apacible. Dos familias, una judia viviendo en Israel, la otra palestina. Cada una conformada por un matrimonio (en la israelí el hombre es militar de frontera) y dos y tres hijos respectivamente (la palestina tiene un cuarto hijo mayor fallecido en los enfrentamientos). Ambas viven una vida feliz, sin mayores preocupaciones (tanto como se puede vivir tranquilamente en esa zona) hasta que una noticia les cae como una bomba. Joseph, el hijo de dieciocho años de los Silberg (los israelíes) se hace los exámenes médicos de rutina para controlar su posible ingreso al servicio militar obligatorio (que su padre mediante contactos impide). Ahí se descubre un hecho del pasado, el joven no es hijo de quien creía sus padres, y no es adopción; durante la noche del nacimiento, una familia de Palestina, los Al Bezaaz, se encontraba en la habitación de al lado en el hospital dando a luz a su hijo, y por una confusión del hospicio, los bebés fueron cambiados. Pronto la otra familia es contactada y tarde o temprano se dará el encuentro entre todos los miembros. Las confusiones genéticas, los cambios de bebés, también han sido abarcados, pero de maneras muy diferentes a esta, recordemos la serie Desperate Housewives, o la comedia Sopa de Gémelas, y sin ir más lejos, hay otra serie actual que lo trata como centro de la historia, Switched at Birth. Lo “original” de El otro hijo está en la mixtura de ambos temas. Una cuestión méramente privada como el drama de conocer que quien creíamos nuestros padres/hijos biológicos en verdad son otros, es atravesada por un borde social enorme como el de una población divida e irreconciliable. El mejor acierto de Lévy es el cambio de perspectivas entre los personajes, casi como si fuese un film coral, cada uno de ellos vivirá el hecho de manera diferentes. Las madres (excelentes Emmanuelle Devos y Areen Omari) llevan el drama familiar, la decisión de amar a su hijo biológico sin dejar de amar al de crianza; los padres junto al hermano de Yacine (el joven israelí criado por los palestinos) viven la cuestión cultural y política, no quieren aceptar la nueva situación, y pelean contra su destino; y Joseph y Yacine intentan adaptarse, ver qué sucede de nuevo, son jóvenes y con un futuro adelante, quieren buscar su propia identidad, y resolver sus típicos problemas del paso de la adolescenmcia a la adultez. Sencilla, leve, sin necesidad de recargar las tintas ni en el drama ni en lo político, así es El otro hijo, una mirada distinta a dos planteos que ya han sido abordados, pero que, puestos en conjunto resultan un nuevo ángulo para ambos.
Orgullo y prejuicio El otro hijo, film de la francesa Lorraine Lévy, puede leerse como un alegato profundo sobre la tolerancia y la alteridad. La conflictiva relación entre árabes e israelíes; las fronteras culturales y las del prejuicio religioso o de raza, se encuentran atravesadas tangencialmente desde una indagación o interpelación inteligente bajo el pretexto de un drama que aqueja a dos familias muy diferentes pero que comparten en común un mismo dolor: el intercambio accidental de sus hijos al nacer. Basta que un estudio de sangre arroje luz sobre el potencial conflicto para la protagonista de este film, interpretada sobriamente por la actriz y directora Emmanuelle Devos, quien al obtener los resultados de las evaluaciones para que su hijo Joseph (Jules Sitruk) ingrese al ejército israelí descubre que él tiene un grupo sanguíneo diferente al de ella y su esposo militar. Zanjada la duda en medio de la turbulenta revelación, que ya de por sí le genera un conflicto extra con su pareja tras la sospecha de infidelidad, todo revela que en el pasado existió una situación desafortunada en plena guerra del Golfo donde por error entregaron su hijo biológico a otra madre mientras que a ella le dieron al bebé de aquella. A partir de ese instante, la necesidad de ambas mujeres de conocerse y así poder acercarse en un vínculo a sus respectivos hijos Joseph y Yacine (Mehdi Dehbi) es más fuerte que el prejuicio y la negación de sus esposos, quienes ven desde un orgullo estéril la necesidad de preservación de la familia y los lazos parentales por encima de cualquier carencia afectiva o de búsqueda genuina de la identidad. Para esta etapa de descubrimiento del otro y alejada de la rigidez de los adultos, el film adopta los puntos de vista de los hijos, uno palestino y otro judío, dispuestos a superar las barreras de la tradición y fieles a las concepciones modernas que vuelven a definir y a poner en el tapete de la polémica que no hay tantas diferencias como se pretende bajo los discursos reaccionarios desde una y otra parte.
Hace pocos meses vi en la competencia oficial del Festival de Cannes una joyita de Hirokazu Kore-eda titulada Like Father, Like Son, donde dos matrimonios deben repensar y reconstruir sus vidas cuando se enteran de que en verdad sus hijos no son sus hijos sino que fueron intercambiados por error en la maternidad del hospital. La premisa no es nueva -algo de eso hay también en clásicos como El príncipe y el mendigo (Mark Twain) o La comedia de las equivocaciones (William Shakespeare-, pero el maestro japonés expuso en toda su dimensión psicológica las contradicciones, dudas, rechazos, enojos, frustraciones y resentimientos de quienes hasta entonces tenían una existencia determinada y, a partir de esa revelación, se ven obligados a adaptarse (o no) a una nueva realidad. El comentario social estaba presente, sí, pero en el trasfondo, nunca en primer plano ni subrayado. En El otro hijo el punto de partida es prácticamente el mismo, pero aquí la moraleja tiene alcances sociopolíticos y religiosos en función del conflicto palestino-israelí. Y allí donde surge la alegoría es donde el conflicto íntimo se resiente. De todas maneras, hay que aclarar de entrada que la directora Lorraine Lévy (Mes amis, mes amours y La première fois que j'ai eu 20 ans) maneja la cuestión con bastante elegancia y recato, sin caer en la bajada de línea, aunque también es cierto que la resolución (el tema de la aceptación del otro, del distinto) es un poco complaciente y concesiva. El error del hospital se conoce aquí al principio de la trama: Joseph, el presunto hijo judío de un matrimonio formado por un coronel israelí y una médica de origen francés, se hace la revisión médica para cumplir con su servicio militar, pero su examen de sangre no es compatible con los datos genéticos de su padre. Es, en verdad, hijo de una pareja palestina, cuyo supuesto hijo (que en verdad no es palestino sino judío) regresa luego de haber estudiado en París. Y allí arranca una larga serie de enredos y confesiones, peleas y reconciliaciones, (re)descubrimientos y nuevas relaciones. La película se sigue con interés y sin dificultad, pero también es cierto que uno puede adivinar (casi) todo lo que irá ocurriendo y esa previsibilidad, esa falta de sorpresa, termina conspirando contra el resultado final.
"Yo soy mi peor enemigo", se dice Joseph Silberg, y lo dice literalmente, no porque haya percibido en sí mismo tendencia a boicotearse. Al pasar el examen médico para el servicio militar, ha sabido que no es hijo biológico de sus progenitores sino de una pareja palestina de Cisjordania. Cuando nació, en una noche de bombardeo en Haifa, dos recién nacidos que debieron ser evacuados terminaron siendo intercambiados por error. Él fue a parar a un hogar judío; el otro, Yazine, a una familia árabe. Ya no hay vuelta atrás, los dos muchachos -y sus respectivas familias- se ven obligados a enfrentar este callejón sin salida al que los ha empujado el destino. Para los adultos, especialmente para los hombres, la situación parece irresoluble: la historia, la educación, los viejos rencores levantan un muro más infranqueable que el que separa un territorio de otro; las mujeres, en cambio, parecen más dispuestas a revisar sus prejuicios; al fin y al cabo se trata de hijos: el que dieron a luz hace años y sólo ahora van a conocer, y el que han tenido en sus brazos y ha formado parte de sus vidas desde el primer día. Para los jóvenes tampoco es sencillo. Palestino amado y criado por judíos uno, judío amado y formado por palestinos el otro, de a poco intentan recorrer el único camino posible para echar abajo la barrera de la rivalidad: conocerse. Los dos descubrirán cuánto hay de común entre ellos aunque a su alrededor otros vean con malos ojos este acercamiento con el que ayer se percibía como el peor enemigo. Ahora que la vida los instiga a colocarse en el lugar del otro, a comprender sus pensamientos y sus sentimientos, no será difícil reconocerse, por encima de todo, como seres humanos. La directora francesa de origen judío ha elegido el drama familiar para abordar el conflicto palestino-israelí y en cierto sentido también elige el camino de los chicos. Al llevar a cada uno a integrarse en el mundo del otro, al mostrar su cotidianeidad, al exponer su intimidad, sus sueños, sus esperanzas, el film está señalando que esa aproximación, ese conocimiento a nivel personal, es el camino más directo hacia la comprensión. Puede que la visión de Lévy resulte demasiado optimista -de hecho se la ha acusado de utópica-,pero es necesario destacar que su película no cae en fáciles sentimentalismos y, en cambio, alcanza fuerte emoción en escenas como de la del rabino o en la sabia reflexión del maduro Yazine cuando convence a esa especie de nuevo hermano que acaba de ganar que sólo él será el responsable de elegir qué vida quiere vivir. La convicción y la calidez que vuelcan los actores -Emmanuelle Devos y Areen Omari, las dos madres, en especial, pero también los muchachos, Mehdi Dehbi y Jules Sytruk-, es fundamental para hacer creíble y conmovedora esta extraña historia que bien pudo parecer un artificio para exponer la fe que Lévy deposita en una posible solución del conflicto a través del amor.
Identidades muy diferentes La premisa inicial –qué sucede cuando dos familias, una judía y otra palestina, descubren que sus hijos han sido intercambiados– funciona hasta cierto punto, cuando la película se decide por un camino voluntarista, casi de realismo mágico. Casualidades que suelen darse sin más razones que el simple azar, dos películas recientes tienen un punto de partida semejante. Una de ellas es el último largo (aún inédito aquí) del japonés Koreeda Hirokasu, Like Father, Like Son, en el cual un hombre descubre que su pequeño hijo no es en realidad tal, resultado de un intercambio de recién nacidos. La relación padre e hijo y cuestiones ligadas al concepto de “identidad” son expuestas por el realizador nipón con su habitual talento para los relatos íntimos. Temas similares conforman el núcleo de El otro hijo, producción francesa dirigida por Lorraine Lévy, aunque los chicos intercambiados son casi mayores de edad y, para complicar aún más la situación, uno de ellos es hijo de una familia judía criado por palestinos y, el otro, hijo de musulmanes educado en el judaísmo. Esta información es revelada por el film en los primeros minutos, de manera que, lejos del suspenso y el secreto, las flechas de la realizadora apuntan precisamente a las reacciones y decisiones de los personajes a partir de la nueva situación. Luego del encuentro de ambas parejas en el hospital de Haifa donde fue cometido el error dieciocho años antes, El otro hijo se detiene en escenas donde el conflicto es el reconocimiento de ese “otro” que ocupó durante años el lugar de hijo biológico. Ese “hijo del otro”, según el título original, que sin embargo es irremediablemente propio. Allí se destaca la labor del reparto en roles complejos –y sin embargo medidos–, en particular el de las madres: Emmanuelle Devos como la francesa judía casada con un militar israelí y Areen Omari como la palestina que intenta sostener el equilibrio familiar en su casa de la Ribera Occidental. Más allá de la visión de vecinos y amigos ante la noticia, el drama es sobrellevado de diferentes formas por los jóvenes, particularmente ante el descubrimiento de una identidad biológica cuya cultura, religión y visión política chocan con aquella bajo la cual crecieron. Y allí descansan los mayores problemas de la película, que velozmente comienza a definirse como parábola de la situación en el territorio de Israel/Palestina. Porque ese “hijo del otro” es también, y por sobre todas las cosas, el “hijo del Otro”, de aquel que es visto como usurpador o como amenaza. Lejos de las complejidades del mundo real (y del cine de un Avi Mograbi o un Elia Suleiman), simples peones de una serie de ideas motoras, los personajes se mueven por los casilleros del guión bajo el estricto mandato rector de un humanismo de manual, que en los últimos tramos se convierte en el más ostentoso de los voluntarismos. Particularmente luego de que el relato eche mano a un deus ex machina que les pasa la plancha a todas las tensiones entre los personajes más jóvenes y los transforma en estereotipos publicitarios del tipo “el futuro les pertenece”, depositando en ellos la posibilidad de una paz futura. Correcto y bienintencionado, El otro hijo hace agua cuando deja de lado la posibilidad del cine de reflejar ciertas realidades para abandonarse al pensamiento mágico, a eso que los angloparlantes llaman “una historia inspiradora”.
Historia familiar y horror Macro y microhistoria tomando como centro el conflicto israelí-palestino y a dos familias en pugna. El otro hijo escarba en una tragedia, ocurrida durante la guerra del Golfo: los análisis de sangre y el posterior ADN del adolescente Joseph, quien vive con sus padres en Tel Aviv, confirman que es hijo de un matrimonio palestino, en tanto, el "otro", Yacine, también descubre que sus vástagos no son quienes están junto a él. Con semejante historia, proclive al énfasis y al relato bienpensante, la directora Lorraine Lévy, divide el relato de acuerdo a la repercusión del conflicto íntimo: por un lado, los padres no comprenden la situación, pertrechados en su enojo hacia el otro y comprometidos ambos con el eterno odio entre judíos y palestinos. Las madres, por su parte, no olvidan su rol y pese a los reniegos de sus esposos, observan el conflicto familiar desde su lugar de mujeres protectoras y comprensivas. Finalmente, los dos hijos miran al futuro intentando olvidar el contexto (el público, pero también el privado), construyendo una amistad impensada para el entorno. Pero hay un cuarto eje dentro del relato: ese paisaje que controla y corroe, donde cualquiera es sospechoso y necesita identificarse ya que la muerte parece estar a la vuelta de la esquina. Dentro de las pretensiones humanistas de la historia, la película gana y pierde según sus ambiciones. El paisaje oprime y moldea a cada uno de los personajes y allí es donde El otro hijo triunfa en credibilidad, al escaparse del clisé y de las frases declamatorias. En oposición, la tipología de los personajes –en especial, las figuras masculinas– no sale de un esquema previsible sin espacio para el interrogante. En medio de todo esto, la Historia se impone otra vez, cercenando y oprimiendo el día después de sus inocentes y jóvenes protagonistas.
En la película de Lorraine Lévy, que transcurre en Israel, se plantea el caso de un cambio de bebés, uno judío, el otro palestino. No es un planteo nuevo. La cuestión es que ese cambio, descubierto cundo los chicos son casi adultos, permite una mirada profunda sobre el instinto maternal, el llamado de la sangre, los fanatismos, la esperanza de una paz un tanto utópica. Bien actuada, con logrados climas.
Yo soy lo que quiero Un israelí y un palestino son entregados a padres equivocados, y 18 años después surge la verdad. Pero ¿cuál es la verdad? Muchas más preguntas que respuestas trae El otro hijo, que puede transcurrir en Tel Aviv, pero la universalidad de lo que plantea va más allá de fronteras delineadas por los poderes políticos. Un israelí, Joseph (Jules Sitruk) y un palestino, Yacine (Mehdi Dehbi), nacidos durante la Guerra del Golfo, fueron entregados equivocadamente a sus familias durante un bombardeo en Haifa. De esto no se notifican hasta que Joseph quiere alistarse en el Ejército, donde su padre es coronel. Hay un “problema” con el factor de la sangre. Y si de entrada se presume que la madre (la francesa Emmanuelle Devos) pudo haber sido infiel, la realidad, se dijo, es otra. La película de la también francesa Lorraine Lévy lo primero que se propone es si uno es hijo de alguien por una cuestión meramente genética, o si la crianza es lo que consolida los lazos. A medida que se desarrolle el argumento, los temores de todos los padres, los hijos y los hermanos irán cediendo. Pero el costado político no es soslayado, en una tierra en la que unos y otros se sienten invadidos y/o segregados. “Los grandes sacrificios son para los grandes hombres”, se dice muy confiadamente, como si no pudiera haber equívoco. Más auténtico e irrefutable es lo que dice Yacine: “Yo soy lo que soy y lo que quiero”. Controvertida, la trama está tamizada por una ternura que aflora primero por los personajes femeninos. Son las madres -Areen Omari compone a la palestina, y suele robarse las escenas- quienes saben, sienten qué es lo que está pasando e intuyen cómo se resolverá, ante la posición rígida y negativa de los padres. La directora es bastante directa en la manera de expresar sentimientos -no da rodeos si va a promover la lágrima; tampoco si va a estallar el conflicto religioso, o lo que fuera-, pero una sola vez apela a la metáfora en imágenes. Sentada, recostada muy tranquilamente en la arena, Orith (Devos, maravillosa como en la inminente El tiempo de los amantes) casi ni observa la bravura con la que arrecian las olas a su alrededor. Es una anécdota, pero de ésas que pintan bien un relato, una película.
El otro hijo (Le fils de l’autre) de la francesa Lorraine Lévy es un drama que trata sobre la familia y la identidad. Los míos, los tuyos, los nuestros Joseph (Jules Sitruk) tiene 18 años y vive con su familia en Tel Aviv. Está por enlistarse en el ejército cuando le hacen distintos análisis y descubren una incompatibilidad entre su sangre y la de sus padres, Orith (Emmanuelle Devos) y Alon. Joseph, con ese grupo sanguíneo, es imposible que sea hijo de sus padres. Los padres de las dos familias son citados en el hospital de Haifa, donde nació Joseph. El director del hospital les comunica que cuando nació Joseph, en plena guerra de Golfo, y entre la confusión de los bombardeos, fue intercambiado con otro bebé, Yacine. La familia de Joseph es judía y la de Yacine palestina. Orith y Leila (Areen Omari), madre del Yacine, serán quienes den el primer paso para adaptarse a esta nueva situación. Ambas familias deberán replantearse cuestiones como la identidad, costumbres y convicciones. ¿Joseph sigue siendo judío? ¿O Yacine ahora lo es? Estas son sólo algunas de los interrogantes que surgirán en las dos familias. Esto con Los Simuladores no pasaba el otro hijo2No pude evitar acordarme del capítulo de Los Simuladores de la familia judía y la familia católica, en el que los simuladores tienen la misión lograr el entendimiento y respeto entre ambas familias para que puedan aceptar la relación amorosa entre sus respectivos hijos. Creo que si hubieran estado Los Simuladores en este conflicto, lo hubieran resuelto en 40 minutos. Ojo, con esto no digo que se me haya hecho larga la película, todo lo contrario, me pareció muy entretenida. La película no sorprende (tampoco creo que lo busque), pero aporta una linda mirada sobre lo que implica dejar de lado las convicciones por un momento para buscar el entendimiento con el otro. Quizá el conflicto se resuelve un poco rápido, pero creo que la intención de la película es concentrarse en los puentes que se pueden tender entre familias con costumbres y valores tan distintos, y allí está lo interesante. Causa mucha ternura cómo los distintos integrantes de la familia buscan el vínculo con la otra familia. Las interpretaciones de los personajes de las dos familias son de muy buen nivel. Conclusión El otro hijo no propone nada nuevo, pero no deja de ser una película amena y disfrutable. Es un drama con algunos momentos graciosos y distendidos que ilustra con mucha habilidad los vínculos familiares y las relaciones humanas. El film es muy parejo en sus distintos aspectos y presenta personajes muy queribles que van de la mano de muy buenas interpretaciones por parte de los actores. El otro hijo aporta una mirada sincera e interesante sobre las relaciones humanas y la búsqueda del entendimiento con el otro. - See more at: http://altapeli.com/review-el-otro-hijo/#sthash.HDmcOFo5.dpuf
La construcción de la identidad Durante la guerra del Golfo dos niños nacen en un hospital de Haifa. Yacine (Mehdi Dehbi) un bebé palestino y Joseph (Jules Sitruk) un bebé israelí. El Hospital debe ser evacuado de emergencia y los niños son llevados a un refugio, al otro día son intercambiados por error, y ambas familias descubren esto 18 años después. La noticia no podría ser mas desconcertante y dolorosa, han criado al hijo de otro y no conocen las caras de sus propios hijos. Las familias toman la decisión de contárselo a los chicos, y de reunirse para que se conozcan. A partir de ahí ambos construyen una relación, primero desde la curiosidad, y luego desde el afecto. La película relata la búsqueda que ambos jóvenes deben hacer de su nueva identidad, explorando la vida y la realidad del otro, para saber como serían si fueran quienes estaban destinados a ser. Provenientes de culturas que le dan demasiada importancia a la sangre, al vientre materno y a los antepasados, ¿cómo saber quienes son cuando ya no tienen nada de todo eso? La realidad los obliga a replantearse de donde proviene la identidad, como nos convertimos en quienes somos, que tanto peso tiene realmente lo congénito y hasta donde somos realmente libres de elegir nuestro destino. Con un marco complicado de fondo, ya que no podrían pertenecer a culturas más diferentes y complicadas, a Yacine se le abren esas fronteras donde los militares lo revisan cada vez que quiere pasar, mientras que a Joseph se le cierran; consecuentemente, sus familias no pueden evitar ventilar ciertos rencores cada vez que se reúnen. Con grandes actuaciones, sin golpes bajos, y con una mirada sensible al respecto, la película reflecciona sobre la identidad -que finalmente son las experiencias que hemos vivido-, los sentimientos, y las ideologías que adquirimos, y no las que heredamos.
El cambio de cuna, con peso político Pasa muy de vez en cuando en la vida real, pasa cada tanto en la literatura y el cine. Alguna enfermera atolondrada, cansada, o indiferente se confunde y entrega a unos padres el bebé recién nacido de otros padres, y viceversa. Cuando se comprueba el error, la gente ya desarrolló demasiados vínculos de afecto, y cada chico tiene incorporados unos valores quizá contrapuestos a los que pensaban inculcarle sus padres biológicos. Quizá, muy contrapuestos. En eso de los chicos cambiados al nacer, hay casi siempre seis personas afectadas. Amén de hermanos y abuelos, vecinos y maestros. "La vida es un largo rio tranquilo", de Etienne Chatiliez, o la reciente "Tal padre, tal hijo", de Hirokazu Koreeda, son dos historias muy buenas inspiradas en esos asuntos. A ellas se suma la que ahora vemos, de fuerte intensidad dramática y características muy especiales. Digamos solamente que todo empieza cuando Josef, hijo de Orith y Alon, va a hacerse la revisación médica para el servicio militar. Hay otro muchacho, Yacine, hijo de Said y Leila. Ambos nacieron en el mismo hospital de Haifa, pero después cada uno se crió de un lado distinto del muro. No anticipamos nada. La historia empieza ahí, y lo que puede pasar de ahí en más, ese es el tema. La ironía es fuerte. Intolerable para algunos. Por lo común, los relatos de chicos cambiados al nacer ponen el acento en detalles risueños, de diferencias culturales o de carácter adquirido. Este, en cambio, pone el dedo en la llaga de diferencias mucho más graves. Y lo hace bien. Con mesura y a la vez con hondura, tanto reflexiva como interpretativa. Da para pensar, está sinceramente bien escrito, tiene un elenco digno de ver, y emociona. Aplausos, para la directora Lorraine Lévy, mujer optimista, Noam Fitoussi, autor de la idea original, que propuso hacer un drama familiar antes que un alegato político, las actrices Emmanuelle Devos y Areen Omari, los jóvenes Jules Sitruk y Mehdi Dehbi, y la película entera, que atiende casi por igual la perspectiva de cada uno de los afectados. Vale la pena.
Isaac e Ismael Dos películas sobre el mismo tema en el mismo año. Una estrenada en Argentina, la otra, no. Cuántos riegos conlleva eso y cuántos coqueteos con golpes bajos y lugares comunes (a veces, bien esquivados, otras, no tanto). Este año, en el Festival de Cannes, Hirokazu Koreeda estrenaba Like Father, Like Son, un drama sobre dos familias que se enteran de que sus hijos fueron intercambiados en el hospital al nacer. Koreeda ponía el foco en las familias, en la problemática filial a la hora de comprender que el niño que se ha criado no es el propio. El acento estaba puesto en los lazos de sangre versus los lazos de crianza, y cómo cada padre biológico empezaba a reconocerse a sí mismo en su nuevo hijo, a identificar –para bien y para mal– esos rasgos que siempre se habían esperado pero nunca se habían percibido, teniendo ahora las respuestas a esos interrogantes latentes y ocultos. Porque los niños eran, en este caso, muy pequeños para incluso darse cuenta de qué estaba pasando y, si bien eran el punto neurálgico de la acción, la emoción venía del lado de esos adultos que no sabían cómo lidiar con la noticia, cómo seguir adelante con sus vidas, que se recriminaban cosas entre sí, que se esforzaban en diferenciarse unos de otros, pensando que su propia familia era un núcleo más propicio para la crianza de cualquier niño, biológico o no. El contraste, entonces, se sentía pesado, acaso demasiado remarcado, en esta necesidad de Koreeda de poner de manifiesto cuestiones dogmáticas –y, en muchos casos, falsas– como que el dinero no hace a la felicidad de un niño y que una familia menos culta y con menos recursos tiene la capacidad de ser más afectiva que una familia de profesionales y con otra realidad económica. La dicotomía, el maniqueísmo, terminaban, de algún modo, molestando, o tal vez lo que molestaba era la elección deliberada de familias tan disimiles para ilustrar justamente ese punto, para emitir un juicio de valor y bajar línea respecto de por qué una familia humilde es potencialmente mejor y más afectiva que una familia culta y rica. Hoy se estrena en Argentina El Otro Hijo (Le Fils de L’autre), dirigida por Lorraine Lévy, con exactamente el mismo eje: dos familias se enteran de que sus hijos fueron intercambiados al nacer. Ahora bien, los susodichos no son tan niños, tienen ya 17 años y plena conciencia de lo que ocurre a su alrededor. Y lo que vemos es eso, cómo los dos chicos van experimentando esta sensación de saberse, de golpe, ajenos a un hogar, de caer en la cuenta de que los verdaderos padres no son los que los criaron sino otros, completamente diferentes y, lo que es aún más inquietante, el interrogante de qué sería de ellos si no los hubiesen intercambiado, qué hubiera hecho cada uno con su vida “real”, con esa otra familia y en ese otro contexto. La perspectiva está menos en el proceso de aceptación de los padres que de los adolescentes, y cómo ambos empiezan a interactuar, con las familias y entre sí, con dudas, con desconfianza, pero con una base afectiva sólida en ambos casos, más allá de las diferencias. El conflicto político es central en el contexto de la historia y de la relación. Como bien enuncia uno de ellos en un momento, son Isaac e Ismael, hijos de Abraham, uno judío nacido en Israel, otro musulmán nacido en Palestina. La religión y la política operan como fuerzas que profundizan las diferencias entre las familias y que suscitarán conflictos internos tanto para los adolescentes como para el resto de los miembros de la familia, desde la conversión a la nueva religión hasta la geografía del lugar, determinada por la conflictiva política. Las familias pertenecen a estratos socio-económico-culturales diferentes y, podría decirse, son enemigos en el marco del conflicto político, pero eso jamás se utiliza para emitir juicio de valor alguno. Una de las familias vive en Tel Aviv y la otra en una zona cercana a la barrera israelí de Cisjordania. Para cruzar desde Palestina hacia Tel Aviv se requiere un permiso que solo es otorgado a ciertos ciudadanos por contactos con autoridades o ciudadanos israelís. Por lo tanto, al principio no resultan sencillos los traslados de un lado a otro. La sensación de separación que se percibe es notable, ya que asistimos a una suerte de claustro por parte de la población palestina, de miedo constante, de grandes diferencias tanto económicas como del orden de lo social, lo cultural y lo geográfico. Sumado a eso, el monstruo siempre latente de la guerra o, como bien remarca uno de los padres en una discusión acalorada, de la ocupación, del saqueo y la invasión armada sobre un territorio. Y es en medio de este contexto que los adolescentes se las ingenian para conocerse, para vincularse, para dedicarse tiempo, entre ellos y a sus familias, atentos a sus propias necesidades, sin presiones, ni culpas, ni obligaciones. Ellos quieren estar ahí, quieren fomentar esos vínculos. Y, en este sentido, Lévy hace un gran trabajo al eludir cualquier tipo de sentimentalismo (asociado con el potencial cambio de hogar), maniqueísmo (al no enfrentar a las familias sino unirlas) e incluso golpes bajos (una situación hacia al final que, de haber tomado otro curso, hubiese sido trágicamente efectista), para solo brindarnos el retrato de estos dos adolescentes que viven en un mundo dividido, signado por el conflicto, por la guerra, por la separación, y que deben, nuevamente, enfrentarse a otro fantasma que amenaza con traer más alejamientos pero que, sin embargo, encontrará en ellos toda la sabiduría y el aplomo que el mundo que los rodea parece desconocer por completo.
La emoción prima en visión optimista de un largo conflicto “El otro hijo” (“Le fils de l’autre”), la tercera película de la francesa Lorraine Lévy y primera en estrenarse localmente, plantea una situación perfectamente imaginable en la que, al momento de nacer, son intercambiados dos bebés, uno israelí y otro palestino. Pero este hecho recién se revelara muchos años después cuando uno de ellos, adolescente casi adulto, sea sometido a una revisión médica para el servicio militar y se compruebe que su grupo sanguíneo es incompatible con el de sus progenitores. Será su madre, de profesión médica y única capaz de asegurar que el padre de la criatura es su esposo, quien comenzará a investigar lo ocurrido. Y serán las pruebas de ADN más el recuerdo de que, al momento del nacimiento, la caída de un misil SCUD en el hospital de Haifa pudo haber sido la causa del intercambio, lo que le confirmará que Joseph (Jules Sitruk) no es su hijo. Al profundizar la búsqueda hará irrupción Yacine (Medí Dehbi), quien vive en territorio palestino y en verdad es judío. La comprensiva reacción de ambas madres contrastara fuertemente con la intransigencia de sus respectivos maridos, lo que se manifestará por ejemplo durante una visita de los progenitores judíos a sus pares en territorio palestino. Orith, la esposa israelí, interpretada por la excelente Emmanuelle Devos (“Lee mis labios”, “El latido de mi corazón”), se irá acercando a Yacine. Pero aún más fuerte será el lazo que teja Leila (la sorprendente Areen Omari) con Joseph. Este sueña con ser músico y de hecho sabe cantar no sólo en hebreo sino también en árabe. Justamente una de las escenas más emocionantes se producirá cuando viaje solo a visitar a sus verdaderos padres y en el medio de la cena se ponga a cantar. Logrará que todos, incluido un hermano que hasta ese momento lo rechazaba, entonen juntos una canción en árabe, seguramente muy popular. También se producirá un acercamiento entre los jóvenes “intercambiados”, particularmente en una escena en las playas de Tel Aviv, donde Joseph suele ganarse unos pocos shekels vendiendo helados. Yacine se ofrecerá a reemplazarlo en dicha tarea y su carácter más extrovertido le rendirá mayores frutos (económicos) y en noble gesto propondrá compartir las ganancias. Hacia el final un mensaje más bien optimista dominará al film. Sin duda, la directora propuso una visión positiva sobre una situación que en verdad se revela conflictiva y de difícil solución. Quizás su mensaje pueda leerse como una crítica a el (los) gobierno(s) que impide(n) se encuentre una solución. Y también es probable que haya querido subrayar que finalmente, árabes e israelíes (todos semitas) comparten más puntos en común y afinidades que lo que ellos mismos logran percibir.
The Other Son offers a simplistic take on a complex affair Joseph (Jules Sitruk) is a young teen who, though having a penchant for music, decides he wants to join the Israeli air force. As part of the required procedure, he submits to a blood test which shows that he was switched at birth by mistake (the hospital was a war zone at the time of his birth). Joseph’s father, Alon (Pascal Elbe), an army-commander, is blown away by the news, while his mother, Orith (Emmanuelle Devos) is profoundly moved, but doesn’t feel a catastrophe has been unleashed. She actually takes the time to look for Joseph’s biological parents, Said (Khalifa Natour) and Leila (Areen Omari), who are Palestinians and have raised Orith’s biological son, Yacine (Medhi Dehbi). Needless to say, they are also completely unaware of his son’s real identity. After some conversations and discussions, parents and children meet. From here, new stories are to be written. Lorraine Lévy's Les fils de l'autre (The Other Son) tackles the Israeli-Palestinian conflict from a somewhat novel perspective, and does quite a good job at laying out the essentials and some of its ramifications. It builds up emphatic, believable characters and downplays all possible melodrama. Instead, it goes for a description of the state of things and an exploration of the many subjectivities involved as it draws a sensible portrayal of how each member of the two families reacts to the news. Therefore, expect a good exposure of issues related to cultural identity and displacement, with their respective political and social implications. Religion is also a key issue, of course. As far as setting up the conflict and developing its first steps, The other son is both sensible and believable. It even achieves a degree of sustained tension that makes the entire affair all the more compelling. However, halfway through the film (and almost until the end), the complex scenario kind of vanishes and a sense of “things don't have to be that complicated” enters the scene. Better said, The other son seems to say that even if things are complicated, people can still make a difference if they really strive hard, largely thanks to love and the importance of affections. Which is a very nice notion that applies in many contexts, but the reality of the Israeli-Palestinian conflict is not what it is simply because of a lack of love. And it won’t be solved thanks to good will. So when it comes to the scenes involving the most personal consequences of switching the babies at birth, let’s say the nonpolitical aspects, Lévy’s film hits the right notes: you believe what’s happening to the characters, you care for them, and an overall sense of narrative verisimilitude is ensured. This is due not only the proper scripting of the early and middle part of the film, but also to the fine performances from the entire cast. You feel close to the characters and their plea. But sometimes not even good performances redeem a scene for being farfetched and unwillingly manipulative (like when Josephs breaks into a song at the dinner table when visiting Said and Leila and is joyfully joined in by his newfound family). In opposition, when grand ideas about the ideological sides of the conflict are talked about, the film becomes simplistic and naive — at best. And this is when you realize that a potentially rich story has been turned into a canvas with few colours and even fewer nuances. In other words: The other son becomes smaller and smaller as it unfolds, and by the time it’s over, there’s almost nothing of what made it exist in the first place.
El conflicto que nadie desea El cambio de bebés recién nacidos es una constante en el imaginario popular. Constituye uno de esos arquetipos que atraviesan todas las épocas mediante relatos diversos: históricos, familiares, míticos, literarios. Amenizan tanto la tradición escrita cuanto la tradición oral y representan conflictos de variada gravedad, según sean las circunstancias. A veces son el nudo de alguna tragedia (al más puro estilo griego) y a veces pueden rozar lo picaresco. Este tópico, el de los bebés intercambiados al nacer, es el que eligió la directora francesa Lorraine Lévy en “El otro hijo”, cuyo título original literalmente es “El hijo del otro”. El caso sucede en la frontera palestino-israelí. Resulta que en Tel-Aviv, el joven Joseph Silberg, al cumplir los dieciocho años, quiere ingresar al ejército, con la esperanza de seguir los pasos de su padre, un prestigioso oficial. Al realizarse los análisis médicos de rigor, salta un dato revelador: su grupo sanguíneo es factor RH positivo. Siendo sus padres los dos RH negativo, biológicamente es imposible que el chico resultara positivo. A partir de allí, la madre de Joseph, que trabaja como psicóloga en un hospital, empieza a investigar qué es lo que ha ocurrido con su bebé, enfrentando todo tipo de obstáculos, incluso las sospechas de infidelidad que pesan sobre ella. Así, llega a descubrir que aquel día, dieciocho años atrás, en el que dio a luz a su niño, ocurrió un hecho desgraciado que afectó al hospital donde se realizó el parto. Fue en Haifa, ciudad que en la noche de ese día sufrió un duro ataque con morteros de parte de las fuerzas enemigas, y el hospital debió ser evacuado de urgencia. Al volver las cosas a la normalidad, se produjo una confusión con las incubadoras y su bebé fue a la habitación contigua, donde el mismo día había dado a luz una mamá palestina. En tanto que el hijo de aquella mujer, fue el que el matrimonio israelí crió como propio. La madre de Joseph contacta con quien fuera el director del hospital de Haifa en aquella época, quien realiza una investigación y corrobora el error. El médico convoca a los dos matrimonios, los impone de los hechos y les ofrece asistencia para superar el mal trago, aunque advirtiéndoles que ninguna de las opciones que tienen será totalmente satisfactoria para ninguno. El relato de Lévy es extremadamente formal y esquemático, utiliza un tono prácticamente de fábula moral, a través del cual muestra las distintas instancias emocionales y psicológicas que atraviesan los personajes al enfrentarse con el problema, en un contexto de alta conflictividad religiosa y racial, como es el Medio Oriente. Las madres son las más flexibles y las que instan todo el tiempo a aceptar lo irreversible y estimular el contacto entre las dos familias. Los hombres manifiestan enojo, irritación y frustración, hasta que poco a poco van cediendo. Y los chicos, que recién están aprendiendo a desempeñarse en ese mundo tan complejo, tienen que hacer frente a una nueva realidad que hace sus vidas todavía un poco más complicadas. Sin embargo, todos logran evitar la respuesta violenta, aun cuando sufren fuertes presiones de sus respectivos entornos, donde la violencia es el lenguaje común. De algún modo las dos familias se acomodan a la nueva realidad, aunque con diferentes expectativas según sea el lugar que les toque en la historia. La propuesta de Lévy es sensible y tierna, donde la clave es la aceptación del otro y la resolución del conflicto apelando a los valores humanitarios universales, y hasta invita a verlo como una oportunidad para el cambio.
Con la dulzura de Emmanuelle Devos, pero sin el talento de Capra A punto de entrar en la vida adulta, dos chicos, un israelí (Joseph) y un palestino (Yacine), descubren que han sido intercambiados por error en la maternidad. Esta idea, sin ser original -retoma el concepto de La vida es un largo río tranquilo, de Etienne Chatiliez-, tenía un potencial narrativo amplio por el contexto al cual se aplicaba, el conflicto israelí-palestino: podía poner en evidencia las líneas de fracturas sociales, políticas y religiosas entre y hacia adentro de las dos sociedades. El problema de El otro hijo es que apenas esboza estos quiebres, como por ejemplo en la escena donde el rabino plantea el proceso que tendría que seguir ahora Joseph para ser judío (ya que su madre biológica no lo es), a pesar de que el día anterior lo era (puesto que la madre que lo crió sí lo es). La trama narrativa se queda en la superficie de los hechos y la puesta en escena, sin mucho relieve tampoco, no ayuda. Es como si la directora Lorraine Lévy hubiera tenido miedo a la hora de afrontar todo lo que podía implicar para las dos familias, los padres y los hijos, los hermanos y el resto de las sociedades palestina e israelí, el error inicial y fundador de su película. El relato se transforma entonces en una marcha forzada hacia el consenso y la gran reconciliación final entre los protagonistas del drama. Se nota particularmente en la relación entre Yacine y su hermano mayor, que al enterarse que es un judío lo rechaza violentamente, hasta que de repente, casi de un día para el otro, gracias a las palabras conciliadoras de su madre y su gran corazón… lo vuelve a reconocer como hermano. Además, la historia acumula casualidades y clichés que la terminan entorpeciendo fatalmente. A la casualidad inicial (el intercambio de un israelí y un palestino), se agrega otra: la familia de Joseph es francesa, mientras Yacine se fue a vivir con una tía en… París. ¿Por qué será? ¿Por tener una determinada cantidad de diálogos en francés que permite financiar la película en Francia o tener a Emmanuelle Devos y Pascal Elbé actuando como los padres de Joseph (lo que seguramente ayuda también para conseguir un financiamiento)? En todo caso, que las dos madres, israelí y palestina, se hablen en francés, no tiene mucho sentido y no aporta absolutamente nada -excepto ver actuar a Devos, siempre radiante-. Por otro lado, los únicos que no aceptan la noticia cuando se da a conocer son los dos padres y el hermano de Yacine, o sea todos los hombres de las dos familias. Por suerte ¡están las madres! ¡Por suerte! ¿Qué se haría sin ellas? ¿Será que el conflicto israelí-palestino es sólo una cuestión de hombres, un problema de masculinidad? Hasta se da que Joseph y Yacine reproducen las elecciones de sus padres biológicos: el primero la música, para la cual su padre palestino tiene cierto talento; y el segundo la medicina, siendo su madre israelí psiquiatra. ¿Será que la elección profesional es sólo una cuestión de genes? A pesar de sus buenas intenciones o probablemente en parte por culpa de ellas, El otro hijo apenas toca lo que propone en su inicio, sin preguntarse sobre las identidades israelís y palestinas, sus similitudes y sus diferencias.
Hay errores que acercan Intercambio involuntario de recién nacidos en un hospital de Haifa, en plena Guerra del Golfo. Nace un bebe judío y un bebe palestino. Y el Hospital se confunde. Dieciocho años después, surge la dolorosa verdad. Y allí arranca esta bien intencionada fabula moral sobre la paternidad, la verdad, la reconvención y el amor. La historia es rica en posibilidades, un drama que se potencia porque en este caso el Otro es el enemigo. La idea de que ese hijo no sea suyo y que el verdadero haya crecido en medio de otra cultura, otra lengua y otra religión, acrecienta el drama. Pero más allá de un comienzo titubeante pero prometedor, el filme se derrumba al apegarse a lo políticamente correcto y asumir los trazos estereotipados de un teleteatro aleccionador. Nos habla del amor al prójimo, de la necesidad de dejar a un lado las diferencias, por profundas que sean, del buen ejemplo que dejan estos hijos confundidos que con bastante naturalidad se mudan de familia y se hacen amigos. ¿Quién ama más, el que le dio la sangre o el que le dio el hogar? ¿Qué es la identidad y hasta dónde se extienden los valores adquiridos? ¿Cómo se hace para rehacerse para cambiar idioma, credo, deberes patrióticos y cultura? Hay temas para hincarle el diente, pero la realizadora francesa prefiere convertir a todos en gente buenísima. Un par de discusiones y un ataque callejero, puestos como para agregar al menos algún contratiempo, huele también a cosa armada. La moraleja suena forzada: sólo la inocencia y el azar son capaces de poner un poco de tolerancia entre tanto enfrentamiento.
Abrir las mentes para la esperanza Dos familias y el cruce entre ambas a partir de una prueba sanguínea. Una palestina y la otra franco-israelí. Y en el interior de esa familia, una historia de hijos intercambiados, aquella noche en la que bombardeaban la ciudad de Haifa. Un film sobre las fronteras, sobre lo que, injustamente, nos separa. Así, pienso, en este primer momento de este escrito, a esta obra de esta realizadora, Lorraine Levy, quien se caracteriza, se define a ella misma como una "hebrea atea" y que por otra parte, sin pertenecer ni al pueblo israelita ni al de Palestina, decidió llevar adelante un proyecto fílmico sobre el conflictivo vínculo entre ambos territorios, a partir de una historia publicada por Noam Fitussi y que mira en perspectiva, desde un drama íntimo, cuestiones no sólo de orden históricopolítico, sino de la misma identidad de sus protagonistas. Desde "Exodo" de Otto Preminger, sobre guión del censurado Dalton Trumbo, a partir de la novela de León Uris, distribuido por Artistas Unidos en 1960, en relación con el nacimiento del estado de Israel desde una visión que comporta diferentes ángulos y que reunió un elenco multiestelar encabezado por Paul Newman, Eve Marie saint, Ralph Richardson, Sal Mineo, entre otros, el cine ha presentado numerosos films, que en los últimos años se han abordado desde cuestiones más cotidianas, domésticas; pequeños hechos, que, sin embargo, se van abriendo a otros niveles que desnudan comportamientos burócratas, que dejan al descubierto los aspectos más injustos de estas rivalidades y separaciones. Y entre estos films, en relación con estos últimos años de este nuevo siglo, cómo olvidar aquel film del 2005, "Domicilio privado", opera prima de Saverio Constanzo, que nos presenta desde el personaje de un profesor de Literatura Inglesa, Mohamed Bakhai, quien dicta clases en un progresista instituto de Palestina, que vive junto a su mujer y sus cinco hijos en una vivienda alejado de la ciudad, cerca de un asentamiento militar israelí, ve cómo todo su espacio familiar comenzará a resquebrajarse a partir de la irrupción de un grupo de soldados que deciden ocupar su casa; dividiéndola en tres zonas, reglando los comportamientos de los propios miembros, viendo cómo cada uno adopta una reacción diferente. De la misma manera, años después, mediando los estrenos de "Paradise Now" de Hany AbuAssad y "Zona libre" de Amos Gitai, nos encontramos con aquel entrañable personaje de Salma, una mujer viuda que deberá luchar frente a la amenaza que le plantea ese Ministro de Defensa israelí que ahora ha pasado a ser su vecino y que quiere destruir, por decreto, su huerta de limoneros, única fuente de sustento, legado de sus mayores. Así, en "El árbol de lima", su director Eran Riklis nos permite seguir el derrotero de esta mujer por defender sus derechos, en ese territorio limítrofe. En su tercer largometraje, la hermana del escritor Marc Levy, nos ofrece ahora y desde un título que ya va acercándonos a cierto planteo narrativo, una conmovedora exploración de vecindades, en un espacio cercado por murallas, que exhibe de manera desafiante alambres de púas en su parte superior. La descripción, ciertamente, despierta a otros momentos agónicos de la historia...lo que nos lleva a reflexiona sobre cómo hoy las fronteras, más allá de la caída del Muro de Berlín, siguen siendo vigías. Dos familias y el cruce entre ambas, a partir de una prueba sanguínea. Una palestina y la otra francoisraelí. Y en el interior de esa familia, una historia de hijos intercambiados, aquella noche en la que bombardeaban la ciudad de Haifa, en los días de la Guerra del Golfo. En "El otro hijo", ya desde los márgenes de la trama argumental, lo que cuenta es la vía que se va abriendo a las conductas, a las vacilaciones que las dudas plantean, a lo que las emociones reclaman. Y todo en un territorio marcado, desde el designio histórico, por rivalidades, tensiones y rechazos. Entonces, a partir de lo que ya está allí, de lo que ya no es como se pensó y se había validado cómo aceptar a ese otro hijo, cómo acercarse a esa otra familia, cuando los mandatos sociales e históricos, así, desde las voces de sus mandatarios, han fijado, sellado, lo contrario?. Y es aquí, entonces, que el planteo de esta tan recomendable film abre un espacio de diálogo, habilita un encuentro, señala la mesa de un café, descubre una vocación heredada, proyecta una esperanza en la mirada de los jóvenes. No, claro está, desde ninguna conciliación facilista; por el contrario, sino desde los desafíos, desde el enfrentar los dogmas culturales , desde el reconocer las contradicciones. Frente a films como los que hoy comentamos, escuchamos muy a menudo preguntas referidas acerca sobre la toma de posición del propio autor. Lo que podemos observar en "El otro hijo" es cómo su realizadora permite por igual que cada uno de sus personajes nos pueda hacer llegar su propia voz, su diferenciadora mirada. Lejos de partir de una actitud recortada por los prejuicios, y en ese sincero afán de plantear una necesaria y auténtica comprensión de sus miembros, la mirada que sobrevuela en el film es la de alguien que va construyendo un relato sin artificios ni juegos retóricos, sin emitir juicios, sin tomar partido, sobre lo que va aconteciendo.
El Otro Lado Un argumento simple nos introduce en la historia de El otro hijo de Lorraine Lévy. Por un lado un matrimonio conformado por un militar judío y una médica francesa, quienes dieron a luz un hijo llamado Joseph. Por el otro, una pareja formada por un mecánico de autos palestino y su mujer, que tuvieron un hijo llamado Yasine. El pequeño problema reside en que estos hijos fueron intercambiados por accidente al momento de nacer. Durante un bombardeo en la ciudad de Haifa, estas dos mujeres que estaban internadas en habitaciones contiguas, recibieron en sus brazos (sin saberlo) al hijo de la otra. Por una prueba de sangre que realiza Joseph para ingresar al servicio militar, surge el conflicto planteado anteriormente y se descubre que este tiene un tipo de sangre diferente al de sus progenitores. Un médico amigo de la madre de Joseph cree saber cuál es el motivo de semejante resultado. Como por arte de magia la causa del conflicto está planteada y vemos a ambos matrimonios sentados en el consultorio del director del hospital quien le confirma la sospecha: los bebés fueron cambiados el nacer, por error y Joseph es en realidad el hijo de la familia árabe y Yasine el hijo de la familia judía. Este enrosque de genes es tomado bastante bien por las madres y bastante mal por los padres. Y como si esto fuera poco este hecho está enmarcado en un conflicto bastante serio como para tomarlo tan a la ligera: el enfrentamiento entre judíos y árabes. La película deja mucho que desear. No tenemos en claro cómo se llega a la verdad, ni cómo hacen los personajes (con algunas actuaciones bastante pobres) para poder digerir semejante sacudón. Por otro lado, la familia judía es mucho más civilizada y educada que la familia palestina, por si nos faltaban oposiciones obvias. Estos contrastes judío-árabe, pobre-rico, madres comprensivas-padres rígidos no nos llevan a ningún lado y las contradicciones que deberían tener los personajes brillan por su ausencia. Al mejor estilo de las novelas televisivas de la tarde, esta historia se vuelve chata, por no decir algo tonta e ingenua. Las reacciones de los personajes ante semejante situación son bastante inverosímiles y las resoluciones un tanto simples. Si bien es interesante tocar temas sociales y políticos desde una mirada intimista, donde la guerra esté por fuera de la historia pero la toque desde su raíz, en este caso no alcanza para plasmar la magnitud del conflicto y tampoco para acercarnos a los personajes y sus circunstancias. La película no logra abarcar la dimensión del contexto en el que se desarrolla el argumento, ni tampoco genera empatía con los sujetos que lo conforman, o sea, objetivos frustrados en ambos casos. Toda la lucha parece solucionarse simplemente con un poco de buena voluntad, una linda canción árabe y alguna mirada tierna y encantadora. Esta es una de esas películas que se promocionan como “emocionantes” “que llegan al corazón”, un “canto a la vida”, o sea, un bodrio. El otro hijo, ese que podría haber sido y no fue, es lo que se juega en esta historia, ese otro hijo que es en realidad el propio, donde la sangre no es lo que conforma la identidad sino el contexto en el que cada uno de ellos fue criado. Esta película no deja espacio para el cuestionamiento real sino que por el contrario, intenta decirnos (erradamente, claro) que todo puede solucionarse de manera pacífica y armoniosa, cuando muy bien sabemos que lejos estamos de semejante utopía.
Cuando el conflicto entre Judíos-Palestinos se puede solucionar también a través del amor. La historia gira en torno a dos jóvenes: un israelí, Joseph Silberg (Jules Sitruk) y un palestino, Yacine Al Bezaaz (Mehdi Dehbi). Ellos nacieron durante la Guerra del Golfo en 1991, en medio de los nervios, la confusión y los bombardeos en Haifa fueron entregados equivocadamente a sus familias, por lo tanto se criaron bajo costumbres diferentes desde lo social hasta lo religioso. Todo se descubre cuando Joseph se presenta para cumplir con el servicio militar de su país y en los análisis de rutina se descubre que no es el hijo biológico de sus padres, se crio y creció como hijo de un Coronel del ejército israelí Alon Silberg (Pascal Elbé) y una psicóloga francesa Orith Silberg (Emmanuelle Devos) pero en realidad es hijo biológico de una familia palestina de Cisjordania y por otro lado Yacine es hijo biológico de los Silberg pero vive con los Leila (Areen Omari) y Said Al Bezaaz, (Khalifa Natour), acaba de regresar de Europa ha terminado exitosamente el Bachillerato y ahora su próxima meta es estudiar medicina. Ambas familias se encuentran sorprendidas, sin saber que hacer y se sienten con una gran angustia, desbordados ante la noticia, los hombres lo encaran con dureza, en cambio las mujeres son mucho más tolerantes y quienes terminan tomando la iniciativa de contarles a sus hijos la verdad. Esto trae aparejadas otras cuestiones, están de por medio las problemáticas religiosas, políticas y sociales, estas madres tienen la necesidad de poder abrazar a su verdadero hijo, de conocer más acerca de su personalidad, pero tampoco se pueden alejar de ese hijo que compartieron 18 años. Estos chicos también tienen inquietudes y se enfrentan a grandes dilemas. La directora aborda temas muy difíciles como es la identidad pasando por lo político, social y religioso, se van haciendo distintas referencias, vemos las reacciones de cada uno de los personajes, la del rabino, los hermanos, los vecinos, las autoridades, los adolescentes y hasta los propios padres. La historia cuenta con grandes momentos de ternura, compasión, piedad, y violencia. Cuenta con grandes actuaciones, transmite al espectador lo que exalta, una historia inteligente, se van creando buenos climas, muy bien narrada y con una buena fotografía.
La piel que habito Bien actuada y bien pensante, esta coproducción franco-belga-israelí sacó todos los números a ganador. Joseph Silberg hace estudios clínicos para entrar al ejército de Israel y cuando Orith, su madre (la encantadora Emmanuelle Devos), recibe los resultados, descubre que el hijo tiene un grupo de sangre distinto al de ella y su marido, Alon. Hay sospechas de adulterio, pero es fácil intuir (no sólo por el título) que el tema pasa por otro lado. Joseph es hijo de otros padres, palestinos, para amargura de Alon, un militar israelí. La confusión se generó en una maternidad de Haifa, durante la Guerra del Golfo. Ahora, Orith busca a Yacine, su hijo biológico; Leila Al-Bezaaz busca a Joseph. Y mientras los dos padres, así como el entorno, resienten la situación, Yacine y Joseph se encuentran para descubrir cuánto tienen en común, habiendo vivido cada uno en la piel del otro. Si se hace la vista gorda al planteo, inverosímil, El otro hijo abre un amplio debate sobre la identidad y entrega un mensaje utópico de entendimiento universal. Lamentablemente, sólo pasa en las películas.
Fronteras familiares El filme francés El otro hijo narra una serie de conflictos a partir de que dos recién nacidos son intercambiados por error y entregados a familias equivocadas, una judía y otra palestina. Así como en la oscarizable Philomena el desprendimiento forzoso entre una madre y su hijo apunta al conflicto entre el conservadurismo religioso y el liberal, en El otro hijo es el intercambio azaroso de dos recién nacidos lo que activa la referencia a otro conflicto histórico, el palestino-israelí, con resultados igualmente complacientes. La familia franco-judía de Orith (Emmanuelle Devos) y Alon Silberg (Pascal Elbé) es la primera en darse cuenta de que algo va mal cuando los exámenes de sangre de su hijo Joseph (Jules Sitruk) rebotan en el alistamiento militar, y con ello se instala la sospecha en el seno familiar. Pronto llega la prueba de ADN, la averiguación hospitalaria y la verdad: Joseph es hijo de una familia palestina, y los bebés se intercambiaron por error a causa del revuelo provocado por un bombardeo en Haifa (Israel), allí donde nacieron. Las reacciones provocadas por la revelación son lo mejor del filme de Lorraine Lévy: las madres lloran, los padres no disimulan un turbio resentimiento, Joseph ironiza que cambiará su “kipá por un cinturón-bomba”, consciente de que repentinamente ha pasado a ser del bando contrario. Lo mismo sucede con la familia palestina, que ahora tiene a un judío entre los suyos. El otro hijo recorre así todas las dramáticas instancias que pueden darse en un caso como este, un embrollo ascendente que atraviesa tanto a la intimidad de ambas familias como a dos culturas y maneras de entender el mundo. En la segunda parte la película abandona un poco el interesante planteo inicial y cruza hacia la frontera del didactismo, así como los hijos de ambas familias cruzan las fronteras físicas y culturales que los separan de sus familias de origen. A pesar de que el filme es sobrio como la suficiencia naturalista en pantalla de Devos, no podrá evitar el mensaje aleccionador: si estas familias pudieron conciliar sus diferencias, entonces Palestina e Israel también pueden hacerlo. Suena fácil en el cine, difícil en la realidad. Otra moraleja más feliz espera a la última vuelta de la esquina: a pesar de las diferencias, existe cada vida, única e irrepetible, y eso está por encima de toda guerra.