Todos los vidrios del frente de la Fundación Pele Ioetz están tapados y no se puede ver hacia adentro. Todos los días las rejas del local están bajas, como si estuviera cerrada en un eterno sabbath. Pero no está cerrada. Hay, justo en la fachada que da a la esquina, una puertita. Cerrada, sí, pero sin reja. Desde ahí atienden a toda la gente de la comunidad judía que no tiene los medios para comprarse remedios, ropa, comida o para hacer un bat mitzvah. Y es esta fundación (que existe en la vida real) la que elige Daniel Burman (El Misterio de la Felicidad, 2013; La Suerte en tus Manos, 2011; Dos Hermanos, 2010; El Nido Vacío, 2008; entre otras) como base de operaciones para su nueva película: El Rey del Once. Ariel (Alan Sabbagh) es un economista que vive en Nueva York y que, ante el pedido de su padre, Usher (el director de la fundación), debe volver para darle una mano. Es en esta vuelta a la patria, a la ciudad, al barrio de Once, en donde Ariel intenta reencontrarse con su padre pero éste lo evita. No se sabe si es a propósito o no. Es sólo una voz en el teléfono que le dice al personaje de Sabbagh qué es lo que tiene que hacer o a dónde tiene que ir para hacerle una gauchada. En el medio de ese traqueteo conoce a Eva (Julieta Zylberberg), que no habla. No es muda. Por religión, no habla. Ella lo ayuda (mandada por Usher) a realizar diferentes tareas en la fundación y así es cómo se crea un vínculo, al principio, extraño. Ariel es un personaje sin personalidad. Le piden que haga cosas y (aunque quiera) no puede decir que no. Recién llegado, no se halla en el mundo judío de Once. Es un personaje fuera de lugar y Alan Sabbagh capta a la perfección ese temprano desconcierto. Actor sutil, económico, se mueve como pez en el Mar Mediterráneo. El Rey del Once retoma el tono de Esperando al Mesías (2000), El Abrazo Partido (2003) y Derecho de Familia (2005). En las primeras dos, el barrio de Once es protagonista. En Derecho de Familia, no. En ella se sale del barrio pero hay algo en el tono que las hermana y, a su vez, separa de los títulos más actuales de Burman mencionados al principio. El judaísmo siempre está presente en todas sus películas. En algunas más, en otras menos. En el caso de El Rey del Once el porcentaje es muy, muy alto. Pero está bien que así sea. El mundo en el que se mueven los personajes así lo requiere porque sus vidas se van en eso: rituales en las piletas y vestuarios del templo. Comidas judías, palabras puestas por aquí y por allá en idish o hebreo. Caminatas por Lavalle y Pasteur en mitad de la noche. Y la frase de Usher ante la recriminación de Ariel al meterse con un matarife: “es sangre kosher, no pasa nada”. Todo ello es parte del universo Burman. Y se lo nota cómodo en su vuelta al barrio. También se lo siente a gusto al regresar a la relación padre- hijo que tanto ha profundizado en sus películas anteriores, y que en esta -por medio de la culpa, la ausencia, el resentimiento por cosas no resueltas de la infancia y por la presión de tener que ocupar en la sociedad el lugar que el padre deja- traen de vuelta, de la mano de El Rey del Once, a la mejor versión de Burman.
El Rey del Once es la nueva comedia ambientada completamente dentro de la comunidad judía que puebla el barrio de Once, dirigida por Daniel Burman con la actuacion de Alan Sabbagh y Julieta Zylberberg en los roles protagónicos. Reflexiona sobre los orígenes y la pertenencia a una comunidad esquivando caer en la solemnidad. Dicen que me fui del barrio… [dropcap]U[/dropcap]sher es el rey del Once, el barrio donde dirige una fundación y todos sus vecinos saben que pueden contar con él cuando necesitan algo. Su hijo Ariel en cambio le recrimina el preocuparse más por extraños que por su propia familia y se aleja de ese entorno para iniciar su vida en Nueva York, con novia bailarina y carrera de economista incluidos. Se mantiene ajeno a su herencia cultural por años, hasta que un viaje a Buenos Aires con la intención de que su padre y su nueva pareja se conozcan lo arrastra nuevamente dentro de la caótica y acelerada lógica del barrio, recordándole los motivos para haberse ido pero sobretodo nuevas razones para quedarse. Antes de subirse al avión Ariel recibe un pedido de su padre, un tipo específico de calzado que no consigue en Buenos Aires para un joven con problemas neurológicos. Es apenas un indicio de lo que le espera al llegar, porque Usher en vez de ir a verlo sólo lo contacta por teléfono para asignarle misiones en su nombre y postergar indefinidamente el reencuentro. Reticente pero obediente y sin mucho que hacer hasta que su pareja pueda viajar a Buenos Aires, Ariel dedica sus primeros días de regreso en el Once a cumplir con los pedidos que le hacen en la fundación, acompañando a una religiosa joven que inmediatamente capta su atención y por la que revive el interés por la tradición judía que abandonó años antes. Cada misión de su padre lo pone en contacto con la comunidad de la que se alejó, logrando que entienda mejor la obsesión de Usher por ayudar a sus vecinos y reconsidere su rol en el Once. Con la misma estética televisiva que nos tiene acostumbrados buena parte del cine de industria argentino y un guión un tanto endeble que se sostiene a base de gags más que de una historia interesante, Daniel Burman sabe que corre el riesgo de dejar afuera a una parte importante del público que no conoce los códigos de la película e intenta prevenirse incluyendo varias escenas educativas sobre las costumbres y creencias de la comunidad judía utilizando la intencionada ignorancia de Ariel en muchos de esos aspectos. La intención de acortar esa brecha es entendible en una película que pretende ser todo lo masiva que pueda, pero esas explicaciones se ven superficiales y no alcanzan para justificar los profundos cambios que empieza a tener el protagonista respecto a la religión y las tradiciones, por lo que terminan resultando forzadas al punto que cortan el ritmo de la historia. Aunque varios de los personajes y situaciones resultan bastante cómicas con un humor inocente que bordea la caricatura, cuando pretende ser más que una película entretenida, El Rey del Once se queda en el camino. La transformación de Ariel no resulta creíble a pesar del buen trabajo de Alan Sabbagh y su conflicto parece resolverse demasiado fácil, al punto que queda la duda de si realmente existió. Conclusión El Rey del Once cumple con entretener, pero no mucho más. Su punto más interesante queda en algunos diálogos e interpretaciones de personajes que rozan el absurdo sin dejar de verse creíbles, mostrando el ritmo frenético del barrio de Once y algunas costumbres de la comunidad judía que lo habita, pero sin contar una historia profunda o interesante por más que se lo propone. Quizás fue el miedo a quedar demasiado encasillado lo que impidió que apuesten por algo mas contundente, cuando realmente los conflictos internos que siente Ariel para lidiar con los mandatos familiares y sus propias aspiraciones de vida es algo que no se queda dentro de las fronteras del barrio y el público podría haberse sentido identificado aunque no entendiera al detalle los rituales que está presenciando.
Luego de un puñado de películas alejadas del barrio de Once (escenario de Esperando al mesías, de 2000, y El abrazo partido, de 2003), Daniel Burman regresa a un universo que conoce y supo transitar como ningún cineasta argentino. En esta oportunidad sin Daniel Hendler (su actor fetiche), el director se interna nuevamente en el costumbrismo judío y los códigos de su zona de influencia. Pero lo hace sin apelar al reciclaje de sus anteriores trabajos. Un indicio de estas nuevas búsquedas es la inclusión de Alan Sabbagh en el rol protagónico, cuya presencia resulta un saludable hallazgo. A Once también retorna Ariel (Sabbagh), un economista treintañero instalado hace años en Nueva York, que vuelve a su patria chica con la idea primaria de que su padre Usher conozca a su novia Mónica (Elisa Carricajo). Pero la chica es bailarina y una competición le impedirá viajar junto a Ariel, por lo cual éste decide partir solo. Descreído de toda ortodoxia y tradiciones judías, Ariel se topará con un mundo que desconocía (o había olvidado). Su familia regentea un fundación que hace las veces de -según el caso- farmacia, carnicería y mercería, donde Usher es un referente barrial (el "Rey de Once" del título) encargado de proveer a los vecinos necesitados. Esta especie de hombre orquesta será un fuera de campo constante, ya que en gran parte de la película solo sabremos de él a través de los insistentes llamados a su hijo para que le resuelva algún asunto o de las deudas que le reclama más de un comerciante. Usher trata de cumplir con todos, pero en este caso la caridad bien entendida no empieza por casa. Cabe aclarar que la institución existe en verdad y es Usher Barilka su cabecilla. En una locación que Burman domina de pe a pa (los contrastes de las calles de Once, atestadas de día y despobladas por la noche), la cámara -por momentos detallista y por otros nerviosa- sigue los pasos de Ariel (notable la gestualidad de Sabbagh), que como un testigo privilegiado asiste perplejo a modos y rituales de los que fue parte alguna vez y ahora le cuesta sentir como propios. En tanto, conocerá a Eva (Julieta Zylberberg), una empleada de la fundación, religiosa hasta el mutismo, que lo acercará a los hábitos del pasado y, a su vez, lo hará reflexionar sobre el futuro. Como sucedía en Derecho de familia (2009), un hijo de treintaitantos deberá asumirse, obligado por las circunstancias, como sucesor natural de su padre. Burman, un hábil narrador con especial tino para los vínculos familiares, logra que esta película de segundas oportunidades resulte entrañable y al mismo tiempo, indagatoria sobre la beneficencia y sus contradicciones. Quizás, como lo ha expresado recientemente, el director deje descansar por un tiempo, no solo a Once sino al mismo cine, y tome nuevos rumbos vinculados a la publicidad. Cualquiera que sean estos, seguramente encontrarán a un realizador en plena forma.
Acaso EL REY DEL ONCE sea la mejor película de la ya a esta altura larga carrera del todavía joven Daniel Burman (42), quien en menos de dos décadas ha hecho ya diez películas, estrenando casi religiosamente una cada dos años. ¿Por qué la mejor? Porque en ella aparece el universo que uno identifica como el más auténtico del cine del realizador de ESPERANDO AL MESIAS –el de la trilogía que va de esa película a DERECHO DE FAMILIA, pasando por EL ABRAZO PARTIDO— pero con la sabiduría y el manejo narrativo que en ese entonces todavía no había logrado perfeccionar. Las películas posteriores a aquellas (en especial DOS HERMANOS, LA SUERTE EN TUS MANOS y EL MISTERIO DE LA FELICIDAD) lo encontraban un poco fuera de su elemento temático pero funcionaron como experiencias profesionales que le sirvieron para perfeccionar su manera de narrar, algo especialmente notorio en algunas secuencias de la última de todas ellas. Los éxitos comerciales de algunas de sus nuevas películas (especialmente las protagonizadas por estrellas, como DOS HERMANOS y EL MISTERIO…) y acaso esa sensación de sentirse un tanto fuera de su elemento lo hayan llevado a tomar la decisión (y el riesgo) de volver a los orígenes temáticos de su cine en una película con menos star power que aquellas pero con una autenticidad y verdad que parecía haber desaparecido de su cine desde los tiempos de DERECHO DE FAMILIA. Burman vuelve aquí al barrio del Once y al corazón de la comunidad judía para contar otra historia de padres e hijos distanciados que intentan retomar esa conexión algo perdida. Ariel (Alan Sabbagh, impecable como el atribulado hijo) es un economista que vuelve de Estados Unidos a Buenos Aires, más específicamente al Once, a verse con su padre, escapando un poco de una complicada situación sentimental. El padre, Usher, es un hombre que ha dedicado su vida a ayudar a los miembros más desposeídos de la colectividad judía a través de una peculiar fundación (que existe en la vida real), lo cual le ha dejado muy poco tiempo para ocuparse de su familia, más específicamente de su hijo, ya que los deberes de la fundación siempre han estado primero para él. La fundación es bastante curiosa en su metodología pero indudablemente genera resultados. Mediante recursos no del todo tradicionales (y en algunos casos bastante graciosos), juntan remedios, comida y objetos para familias necesitadas. Y, una vez llegado al Once, a Ariel –que ha escapado de ese universo durante años– no le queda otra que reintegrarse, forzado la mayor parte de las veces por un padre que no es más que una voz en el teléfono, ya que no parece tener tiempo jamás para verlo. Usher lo lleva a Ariel no solo a aprender los secretos de su trabajo sino que lo conecta con Eva (Julieta Zylbeberg), una chica religiosa que no habla tras una serie de circunstancias en su vida que conviene no revelar. Es ella quien lo inicia en los manejos de la fundación y un poco más también… Entre distintas actividades específicas, lo que va creciendo es una cierta camaradería entre Ariel y Eva, a la par que él –mediante algunos flashbacks– cuenta no solo la historia de su vida en relación a su padre sino que pone en discusión su curiosa relación de “fidelidades” entre familia y comunidad. Pero lo que sorprende en el filme de Burman no es necesariamente su desarrollo temático –que puede ser un tanto previsible y, visto en cierto modo, hasta conservador y tradicionalista– sino la manera en la que los elementos se conjugan en una puesta en escena que por lo general evita todo recurso clásico de exposición para meter al espectador, sin demasiadas explicaciones, en ese universo detallado y específico. Si bien es cierto que ciertas tradiciones (baños purificadores, los tefilim y otras prácticas de la colectividad judía) pueden ser un tanto complicadas de entender para algunos espectadores, Burman no hace demasiadas concesiones didácticas: cuenta el mundo desde adentro, no lo explica para afuera. Hay una tradición judía que sí se aclara y que forma el eje temático que la película pone en discusión: el concepto del minian, o la necesidad de que haya diez hombres presentes para poder iniciar cualquier ceremonia religiosa. De hecho, el título en inglés del filme es THE TENTH MAN (El décimo hombre), dejando un poco más en claro la metáfora a la que la película hace referencia, esa necesidad de que sean siempre varios los que deban aportar para que la comunidad exista, funcione. Y ese décimo hombre podría ser Ariel. El último gran logro de EL REY DEL ONCE tiene que ver con la descripción del lugar. Aquí va una pequeña aclaración mía: no solo soy judío (no prácticante, pero el judaísmo va mucho más allá de eso) sino que vivo a muy pocas cuadras de dónde transcurre la película. Y hasta hoy nunca había visto una película que mostrara el barrio en su caótico, desorganizado y a la vez típicamente porteño funcionamiento. Aún más que en EL ABRAZO PARTIDO, esta es una película sobre un territorio que se maneja con sus propias reglas y tradiciones, unas que pueden no ser comprendidas ni compartidas por mucha gente (aún por los que las transitamos) pero que sin dudas están reflejadas en la película con una verdad a prueba de documentalistas. Y esa verdad, finalmente, es la que se respira en cada plano de EL REY DEL ONCE, este retorno a las fuentes de un Daniel Burman que retoma su universo tras una década y se acerca a él con la sabiduría que da la edad, sí, pero también con la inteligencia del que se fue del barrio (en más de un sentido) y supo entender cómo –y sobre todo, porqué– volver.
Universo conocido Daniel Burman logra con El rey del Once (2015) su mejor película en años. La manera cercana de retratar el mundo de la colectividad judía en el barrio porteño de Once hacen del film simple y entrañable, sin las estrellas ni las intenciones de taquilla de El misterio de la felicidad (2014) o Dos hermanos (2010) pero con la nostalgia y pasión por los vínculos de sus primeras películas. La historia del film que abre la sección panorama en la 66 Berlinale, nos trae a Ariel (Alan Sabbagh), un economista que vive hace tiempo en Nueva York y debe retornar a su Buenos Aires natal por pedido de su padre. En esa vuelta se reencuentra con el mundo peculiar de la comunidad judía, conoce a una chica que no habla (Julieta Zylberberg) mientras sigue las órdenes de su misterioso padre “Usher” que no quiere hacerse ver. El rey del Once se plantea como una fábula, contada a través de una semana con placas que mencionan los diferentes días hasta el sábado (Sabat, día de descanso judío) y su subsiguiente, con todo lo que significa para la comunidad y para el protagonista en el relato. Burman utiliza este personaje para anclarse nuevamente en la clase media argentina, el verdadero universo retratado por el director. Desde él nos identificamos con el protagonista y accedemos al submundo del trabajo en el Once que su padre realiza en una fundación en apoyo a los más necesitados de la colectividad. Esta decisión hace que miremos ese micro universo siempre desde afuera, con el humor y la extrañeza que le genera al personaje, para luego tratar de comprender vínculos, mandatos sociales y familiares más universales, que exceden al judaísmo y con el que cualquier espectador puede identificarse. En ese girar en falso de Ariel por satisfacer los requerimientos de Usher -sumado al tiempo expuesto en días- nos iremos acercando a su crisis existencial para comprender sus motivaciones personales. No hay ni hubo en el cine de Burman una intención documental en el retrato de la colectividad judía. Su acercamiento es con afecto y humor para homenajear sin nunca ofender ni tampoco criticar tradición alguna. La clase media argentina con su eterna disconformidad es su tema predilecto, aquí puesto en juego nuevamente como en El abrazo partido (2004) -su mejor película- para hablar del vínculo paterno y la crisis de identidad que genera en el protagonista. El resultado es una película amena que busca mediante una pequeña fábula escenificar tales temas universales.
A Ariel (Alan Sabbagh), el personaje principal de “El rey del once” (Argentina, 2016) de Daniel Burman, la vida lo castiga por el solo hecho de ser el hijo de una de las personas que más ayuda a los demás. Así, en el arranque de la película, y a punto de embarcarse hacia Argentina desde Nueva York, un llamado desconcertante de Usher, su padre, le termina generando un conflicto con su mujer (Elisa Carricajo) al no poder despedirse de ella. La cámara frenética y nerviosa de Burman lo acompaña durante unos minutos por zapaterías y negocios buscando unas zapatillas número 46 con velcro para uno de los tantos asistidos por la fundación que en el Once profundo su padre dirige diariamente. Esa fundación, que existe en la vida real, es manejada por un batallón de personas que le ofrecen a los más necesitados las cosas que les permitirían continuar con dignidad sus rutinas, y si para Usher un par de zapatillas pueden ser el determinante de la felicidad, para Ariel el pedido debe ser cumplido. Claramente, como en películas anteriores del director, el pedido es cumplido pero con una variante, punto de partida para que el universo Usher, con sus asistentes y particularidades, sea presentado en una de las más logradas películas de Burman. “El rey del Once” bucea en la cotidianeidad del Ariel recién llegado al país y su adaptación, en apariencia momentánea, al mundo Usher. Si el regreso lo moviliza, y claro que lo hace, Ariel recordará aquellas tardes comiendo galletitas de leche con dulce de leche o cuando su padre, con energía, planchaba la escarapela para el acto de jura de la bandera. Burman relata anécdotas que van construyendo el escenario para que Ariel se mueva y termine por conocer al resto de los personajes, siendo Eva (Julieta Zylberberg), una judía ortodoxa practicante, aquella que lo guiará sin emitir siquiera una palabra por su vida al recién llegar. Hay una mirada puesta sobre el otro y sobre el “hacer el bien” sin pensar en un fin ulterior que realzan la propuesta de Burman, razón por la cual la película termina convirtiéndose en un fresco urbano de uno de los barrios más comerciales de la ciudad y también uno de los más pintorescos. Ariel comienza a ser envuelto por Usher en una serie de tareas que van siendo absorbidas por naturalidad, y si él lo acepta, es porque en el fondo sabe que pese a contar con una propuesta laboral inmejorable en el exterior, en donde se encarga de las finanzas de una empresa, en la informalidad de la economía de la Fundación y las negociaciones para que puedan contar con un trozo de carne los más necesitados, es en donde su ser más productivo se siente. El trabajo narrativo que Burman realiza con la voz en off, además, otorga un misterio sobre la mujer de Ariel y sobre Usher que posibilitan que la progresión sea necesaria para poder develar los rostros de los poseedores de esos timbres vocales. Y cuando la revelación llega, ya no nos importa nada y sólo queremos que Ariel y Eva, tan contenidos, puedan finalmente descubrir su amor en un Once que se aleja al que conocemos y nos muestra una cara solidaria del lugar tan atípica para la zona. La contención de Sabbagh y la gestualidad de Zylberberg, además, otorgan una solidez única al relato, en este regreso al Once de Burman y también el retorno a su crónica urbana, aquella que inició hace tiempo con “El abrazo partido”.
El rey del Once es una comedia diferente, porque si bien tiene la estructura y forma de comedia esconde más: un mensaje, algo que siempre hace Daniel Burman en sus películas y que a mi particularmente me gusta mucho.Otro aspecto de este estreno para tener en cuenta es que es intimista aunque no lo parezca, no solo en cuanto a la historia de su protagonista sino también sobre la colectividad judía.Y aquí es donde hay que detenerse, porque más allá de la exactitud o incongruencias sobre los usos y costumbres del judaísmo, el director logra que el espectador se meta en ese mundo.Lo mismo sucede con el barrio del Once, un símbolo de la Ciudad de Buenos Aires, desde que vi el film hace unas semanas me es imposible no recordar escenas. Me da la sensación que la película puede alterar la percepción que uno tiene sobre esas calles y negocios.Eso no es solo buen relato sino también buena cinematografía.Todo a través de la mirada y resoluciones del personaje compuesto por Alan Sabbagh. Muy bien logrado, transmitiendo lo que tiene que trasmitir: por momentos cosas graciosas y por momentos diálogos de drama y romance en el encuentro con el personaje que interpreta Julieta Zylberberg.La única contra de este estreno es que por momentos te podés sentir afuera. Es decir, partes de la trama se encuentran tan arraigadas a la cultura judía que los que no pertenecen a la misma no solo no entenderán algunas cosas (detalles menores) sino que a lo mejor no le darán la relevancia que supone.El rey del Once es una película de pertenencia y cargada de nostalgia. Por lo tanto es bien argentina. Con todos esos elementos que nos gusta encontrar. Uno sale del cine con una linda sensación, y eso no es poco.
El Rey del Once de Daniel Burman, película que abre la sección panorama en la 66 Berlinale. El rey del Once marca el regreso de Daniel Burman a la temática y el ambiente en el cual tuvo su mayor éxito: La sub-cultura judaica y el Once. En esta película, la apuesta es reencontrar a Ariel, un Argentino residente en Nueva York, con su padre que es un miembro activo (tal vez demasiado) de la comunidad Judío ortodoxa de la Argentina, con quien mantiene una relación muy distante, mayormente a causa de las ausencias como progenitor, por invertir todo su tiempo en ayudar a los miembros de la comunidad. Y será en este reencuentro donde Ariel, atravesado por la atracción que siente por Eva, una chica religiosa que hace a su vez de secretaria de Usher, quien lo guiara a través de ese mundo totalmente desconocido para él, que es la comunidad hebrea. La intención de El Rey del Once es bien clara y está bien llevada, pero en algún punto termina pareciendo una especie de catalogo apresurado de un montón de costumbres que, para los que no tenemos mucho bagaje de cultura judío ortodoxa, terminan siendo muchas veces un sinsentido. Las escenas que Ariel atraviesa son forzadas muchas veces y eso termina yendo en detrimento del film, que mas allá de eso, cuenta igual una historia de reencuentros de una forma más que particular. Alan Sabbagh compone (y muy bien) a Ariel, este conflictuado personaje que tiene que ir guiando al espectador en medio de esta maraña social que parece un desorden absoluto, pero que sin embargo, termina desentrañando una coherencia propia. Julieta Zylberberg acompaña bien en el relato, aunque su personaje no llega nunca a tener la preponderancia que uno querría. El Rey del Once apunta a un público más bien masivo pero que va a terminar gustando solamente a aquellos que puedan procesar de forma más profunda el montón de información que la película les está brindando.
Cuestión de herencia Como muchas veces ha ocurrido en el cine de Daniel Burman, ésta es una película centrada en las relaciones padre-hijo. Y que transcurre en el Once. Aquí, Usher es el padre y Ariel -otra vez ese nombre, esta vez interpretado no por Daniel Hendler sino por Alan Sabbagh-, el hijo. Usher es una figura paterna del Once, que dirige una fundación frenética a la que acuden multitudes a buscar ropa, ansiolíticos, carne y ayudas varias. Usher puede manejar todo a la distancia, también la vida de su hijo, al que vemos volver de Nueva York -donde vive, trabaja de economista y tiene una novia bailarina- a visitar Buenos Aires con un encargo específico y de último momento de su padre. Usher no sólo es una figura paterna múltiple, es más que eso, es una voz que controla desde el teléfono, y la disposición narrativa de la película lo vuelve inasible y omnipresente, lo que acrecienta su estatus de sombra -o luz- ineludible: aunque no lo veamos, Usher siempre está. Burman vuelve a la forma -al estado atlético, casi podría decirse-, a la cercanía de El abrazo partido, al manejo y la observación de calles y veredas del nuevo cine argentino, a la comedia existencial, a los chistes certeros con filo renovado. Y saca de la manga y exhibe un triunfo actoral: las resplandecientes performances de Sabbagh y Julieta Zylberberg y sobre todo su interacción, con una química extraordinaria y a priori improbable. Más allá de que sobre el final haya alguna información abrupta sobre los personajes que no queda del todo integrada, la narrativa de Burman pega un salto de calidad, o quizás haya vuelto al camino de la mencionada película, a ese que le permite integrar conflictos, intriga, narrativa, deriva, distancia, cercanía y cambios. Ariel, mientras espera, redescubre el barrio, un Once de una intensidad como solamente Usher podría haber dispuesto. Un barrio que es todo, cárcel y a la vez posibilidades constantes. En ese sentido, El rey del Once es la vuelta al pago y también una película de amor. De amor transpirado, en lugares descascarados, en pasillos atestados de objetos, en el fragor de la protesta y la ansiedad por un pedazo de carne para Purim. Usher, como cuando Ariel era niño, sigue definiendo la vida de su hijo. Y los movimientos de Ariel se tensionan sobre sus deseos, sus intereses, sus fastidios y las cadenas de favores del barrio. Y es asediado por las voces, la de su padre y también la de su novia que está en Estados Unidos. Ambos por llegar -o quizá no- son prácticamente sólo sonidos en su celular moderno. La desaparición de ese artefacto será clave: habrá en Ariel una nueva manera de escuchar, y no solamente por el nuevo (viejo) teléfono, sino porque, al escuchar menos, Ariel verá más, redescubrirá lo que lo rodea -lo que lo rodeaba antes de irse-, lo que lo reclama. El rey del Once quizá sea, a fin de cuentas, a su manera, una singular película monárquica sobre la herencia.
Regreso a las fuentes Burman vuelve al universo de El abrazo partido y Derecho de familia con un film pequeño, sentido y entrañable. Decir que El Rey del Once es un regreso a las fuentes, a la esencia de Daniel Burman, puede sonar como una afirmación conservadora, algo así como reivindicar lo ya conocido, lo ya transitado, lo ya probado con éxito. Pero, además de ser una frase cierta, en este caso es recuperar una convicción y una sensibilidad que el director había perdido en buena parte en El misterio de la felicidad, La suerte en tus manos y Dos hermanos. En mi opinión El Rey del Once se queda uno o dos escalones por debajo de las notables Derecho de familia y El abrazo partido, pero eso no es lo importante (todo es materia discutible): lo esencial aquí es que Burman decidió revisitar, ya con 42 años y luego de una decena de largometrajes, las calles, el tipo de personajes, los temas y conflictos que lo marcaron y que artísticamente lo consagraron. Y, contra todo prejuicio, en vez de hacerlo con una película más grande, más ambiciosa, más digna de un autor prestigioso, lo hace con un film pequeño (por momentos quizás demasiado pequeño), pero siempre sentido y querible. El alter-ego de Burman es Ariel (impecable Alan Sabbagh), un economista que no casualmente vuelve después de muchos años al barrio del Once donde creció y se formó tras haberse radicado en Nueva York e intentar sostener allí una complicada relación con una bailarina. Convocado por su padre, Usher (Usher Barilka), veterano e hiperactivo impulsor de una entidad benéfica (está inspirada en la fundación real Pele Ioetz) que se dedica a alimentar, vestir y ayudar en general a los judíos menos favorecidos, Ariel llega con la mirada curiosa, pero también algo cínica y extrañada del renegado. Torpe y algo patético, nuestro antihéroe se la pasará haciendo favores a Usher (que parece no tener ni un instante para dedicarle a su hijo) en las vísperas de la fiesta de Purim, mientras se irá obsesionando cada vez más por Eva (sobrio trabajo de Julieta Zylberberg), una muchacha religiosa que trabaja en la fundación y que en principio mantiene un absoluto silencio. Comedia padre-hijo asordinada (con subtrama romántica también asordinada), El Rey del Once peca por momentos de una melancolía subrayada (las imágenes en súper 8 de las tapas de galletitas con dulce de leche) y de un pintoresquismo exacerbado (el uso del Citroen 3CV amarillo, algunos planos “de color” de la comunidad judía), pero nunca pierde el encanto ni la honestidad (de recursos y objetivos) a la hora de retratar ese universo dominado por reglas y convenciones propias. Por esa sinceridad y coherencia es que este regreso de Burman no significa un retroceso para refugiarse en lo seguro sino una valiosa manera de recuperar y repensar las obsesiones personales.
Recuperar el abrazo El director vuelve sobre sus primeros temas, como en “El abrazo partido”: la relación padre e hijo a la cabeza. Aunque parezca que simplemente ha optado por volver al universo de sus primeras obras, a eso que aquí llama comunidad, Daniel Burman potencia la economía de su relatos en El rey del Once. Corre sino el riesgo de repetirse tal vez sí el de encasillarse. Pero, ¿será malo encasillarse? Hay decenas de grandes directores que se hicieron grandes exprimiendo flancos de un mismo mundo. Y Burman, aquí, muestra sabias elecciones. Para hablar de ese Once desde una perspectiva propia, El rey... necesitaba un buen casting. Alan Sabbagh sobre todo, pero también Julieta Zylberberg construyen dos figuras únicas en una atmósfera azarosa que se lleva puestos a los personajes y a la línea argumental con la que arranca el filme. Ariel (Alan) llega al Once desde Nueva York, donde vive y trabaja, para presentarle a Usher, su padre "rey", a una novia argentina que finalmente no viene. Pero él tuvo su excusa para volver. Y vemos su primera semana en el Once. Recuerdos, su padre omnipresente pero fuera de campo, mientras el barrio ebulle al ritmo de la preparación del Purim, el carnaval judío, con el gentío filmado cámara en mano, íntimo. Un mundo que a Ariel lo perturba, entre la atracción y la asfixia, caos y libertad. Burman recurre a personajes y símbolos que entran y salen en círculos. Las tradiciones, los negocios, la escarapela, y tres o cuatro interlocutores que apenas cimientan dos relaciones; la que comienza con Ana (Julieta), una judía ortodoxa muda por elección, y la que arrastra con Usher, típico amor padre hijo, complicado, como la mayoría. Claro que entre los himnos hebreos y ciertas tradiciones incluso cuestionadas, hay mucho material para el público de la colectividad, pero los temas de El rey... son a la vez universales. Conflicto generacional, dudas sobre el mandato religioso, relación padre hijo y una idea del perdón sobrevuelan ese suburbio del mundo judío, representado aquí por sus clases populares. También es cierto que el humor, la parodia de un puñado de situaciones, a veces roza el cliché. Allí es que Ariel busca una señal, y respuestas para preguntas que lo persiguen, aunque muchas suenen pueriles, porque se trata de volver, y del padre, porque Usher está en todas partes, pero para su hijo no está. ¿Será así? Cuando Ana decide hablar se pregunta si vivió equivocada. Y Alan, que eludió su destino de príncipe, no tiene una respuesta, pero a esta altura sabemos que también él puede recuperar su voz. Como Burman.
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Volver al barrio Daniel Burman regresa con ‘El rey del Once’ a las historias y la geografía de sus primeras películas, terreno en el que más cómodo se siente. Uno de los recuerdos más felices de mi biografía cinéfila pertenece a una noche de marzo del año 2004 en el Auditorium de Mar del Plata. A pesar de que durante un festival de cine todos los días se parecen entre sí, recuerdo que era domingo y se proyectaba por primera vez en el país El abrazo partido. La película venía de recibir en el Festival de Berlín el Premio del Jurado y el Oso de Plata para Daniel Hendler, su protagonista. Era ya la cuarta película de Daniel Burman; las otras tres no habían sido muy buenas, aunque tampoco del todo malas. Se adivinaba la intención de pintar un universo y un propósito que en aquel momento se oponía tanto al cine industrial como al Nuevo Cine Argentino, pero ninguna había sido totalmente satisfactoria. El abrazo partido era perfecta. Al menos eso me pareció en aquel momento. Supongo que influyó positivamente esa función repleta con un público entusiasta, pero sobre todo mi identificación con el protagonista, un judío porteño de veintipico. Suelo condenar los juicios de ese tipo pero cuando son inevitables alguna virtud hay: Burman tuvo la capacidad de describir un mundo con exactitud y gracia, y no es que me cautivó porque ese mundo fuera el mío -o no sólo- sino que porque era el mío pude notar hasta qué punto estaba reflejado con precisión. Después Burman siguió por la misma senda, explorando a los mismos personajes, a esas familias neuróticas judías de clase media enfrentadas a los cambios inevitables que trae el paso del tiempo. Pero en algún momento se aburrió, o vaya uno a saber qué otra cosa le pasó, pero intentó abordar otro tipo de historias y se asoció al guionista Sergio Dubcovsky: Dos hermanos, La suerte en tus manos y El misterio de la felicidad fueron películas rengas, con cuyas historias Burman no se sentía del todo a gusto, y encontró su límite. Quizás el talento que tiene para pintar su aldea sea el que le falta para pintar la aldea de otros. Por eso es una excelente noticia la llegada de su décima película, El rey del Once, en la que vuelve al barrio, literal y metafórico: el Once y su fauna, los jóvenes (ahora treinteañeros) neuróticos, las relaciones padre-hijo y hombre-mujer. Burman vuelve a contar prácticamente la misma historia que en El abrazo partido, como si El rey del Once fuera un reboot del Burman Cinematic Universe en el que Alan Sabbagh le inyecta frescura al personaje de judío atribulado que tan bien construyeron entre Burman y Hendler en la década pasada. El protagonista se llama otra vez Ariel y es un economista que vive en Nueva York con su mujer bailarina. La película empieza cuando viaja a Buenos Aires para visitar a su padre y presentársela. Pero su mujer se retrasa y termina viajando solo, y su padre no aparece, apenas lo llama por teléfono y le pide que le haga favores para su fundación de ayuda en el barrio. “En un rato voy, pero haceme tal gauchada”, le dice una y otra vez, y Ariel lo hace y se va mimetizando con el paisaje. Su mujer aparece cada vez más lejana, en el otro hemisferio, y conoce a otra mujer misteriosa, Eva (Julieta Zylberberg), que no habla porque hizo votos de silencio. Burman no sólo gana al volver al terreno conocido; se nota que la excursión a mundos extraños y, quien sabe, la edad, le dieron una seguridad y una solvencia que antes no tenía. El guión de El rey del Once es redondo como los mejores exponentes del cine clásico y a la vez sutil, con más de una subtrama que funciona como nota al pie para enriquecer la historia principal, con vueltas de tuerca sencillas pero sorprendentes, personajes secundarios que son un verdadero hallazgo -sobresalen Marcelito Cohen y, en una sola escena inolvidable, la Mumi Singer de Dan Breitman- y todo está retratado con una cámara movediza e íntima digna de un veterano de mil batallas que no necesita ostentar virtuosismo pero que tampoco resuelve las tomas con simples planos y contraplanos. El rey del Once es una comedia con un humor judío exquisito que detrás del velo de una historia costumbrista narra los problemas existenciales de un joven que no sabe de qué lado del mundo echar sus raíces.
En estado de desconcierto La historia de un economista que viaja a ver a su padre, presidente de una extraña fundación de beneficencia, sirve para que la cámara de Daniel Burman se deje llevar tanto como el protagonista, arrastrado a un vórtice de hechos aparentemente inconexos. Es posible que El rey del Once sea la mejor película de Daniel Burman. La más personal, la menos mainstream, la más misteriosa y autosuficiente de todas, la menos dependiente de la presencia de alguna estrella. El realizador de Derecho de familia ya había dado muestra de su capacidad de recuperación en los comienzos de su carrera, cuando a su primera película buena (Esperando al Mesías, 2000) sucedió su primera película mala (Todas las azafatas van al cielo, 2002), pegando de inmediato el volantazo que daría por resultado su film consagratorio, El abrazo partido (2004). Ahora, tras una serie que parecía haberlo perdido para siempre en los pantanos del cine fast-food (Dos hermanos, La suerte en sus manos, El misterio de la felicidad), vuelve a reaccionar con iguales reflejos que antes y da el segundo gran viraje de su filmografía, volviendo al territorio que había fundado en sus comienzos (la zona comercial del barrio del Once), pero no para repetirse sino para reinventarse. Y lo logra, en uno de los movimientos más consecuentes que un realizador argentino haya dado en mucho tiempo.No está muy claro para qué Ariel, que es economista (Alan Sabbagh), vuelve de Nueva York a Buenos Aires, dejando allí por un tiempo a su esposa, bailarina de danza clásica. Tiene que presentarle una chica a su padre, Usher, pero ese motivo parece demasiado pequeño para justificar el regreso. De todos modos, la falta de explicaciones es uno de los valores narrativos de El rey del Once, en tanto hace orbitar a la película entera como planeta independiente, del que el espectador va recibiendo algunos reflejos. Pero nunca todos. En el centro de ese planeta, una extraña fundación de beneficencia que preside Usher, y que se ocupa tanto de dar comida a gente sin alimento de la colectividad como medicamentos (abundan los tranquilizantes), pelucas (de alto consumo para el sector jasídico), juguetes o cualquier otra cosa. Siempre sin aparecer, por algún motivo tampoco explicado, Usher da instrucciones a Ariel, tan diversas como las funciones de la fundación que preside. Tratar de convencer a un carnicero kosher de que pase por alto una deuda y provea de carne al centro, que sufre el reclamo de sus beneficiarios. Visitar a un ayudante del templo de la calle Paso, internado por una próxima cirugía. Rescatar las pertenencias de un reciente fallecido, junto a una voluntaria.La voluntaria, Eva (Julieta Zylberberg), es todo un tema. Desde el momento en que la ve, Ariel queda impactado. “¡No la toque!”, le advierte Hércules, el encargado: la chica es religiosa, y la religión prohíbe el contacto intersexual. Además, no habla. ¿Es muda? ¿Hizo una promesa? ¿No tiene nada que decir? Misterio. Esa acumulación de elipsis narrativas de distinto tipo, sumada al carácter indeterminado de las funciones de la fundación y al modo intempestivo en que están presentadas algunas escenas, ponen al espectador en el mismo estado de desconcierto en el que se halla Ariel. ¿Desconcierto cósmico, como el del Woody Allen más perplejo, como el del Larry Gopnik de Un hombre serio, de los hermanos Coen? Tal vez. La cuestión es que desde el momento en que pisa Ezeiza, Ariel se ve como arrastrado por un vórtice de hechos a los que cuesta ligar entre sí, con montones de personas que en las oficinas de la fundación le preguntan sobre las cosas más diversas y sobre ninguna de las cuales él sabe nada. A su vez, la fundación funciona como una mafia angelical, donde el bien se practica por doquier, pero por izquierda. Y con un “capo” que da órdenes guardado.De pronto, y siguiendo a Eva en el inenarrable Citröen 2CV de la fundación, Ariel entra a un templo y se ve en manos de un grupo de rabinos, que creyendo que él está ahí para eso lo inician en el rito del tefillin, en el que el iniciado queda enredado (¡pero para iluminarse!) en lazos negros. Ariel no es creyente, pero se deja hacer. Esa suerte de maleable desconcierto lo define: al menos por unos días, Ariel se deja llevar. Algo semejante sucede con la cámara de Burman, que sin una sola nota musical que la acompañe al cuete también se deja llevar, por calles, referencias, paseantes, comercios y personajes “reales” del barrio de Once. Esas imágenes “robadas” impregnan a El rey del Once de una cualidad muy peculiar, permitiendo definirla como comedia étnica-documental-de iniciación-ligeramente absurda, si no fuera que suena tan atrabiliario. Dentro de un elenco en el que actores profesionales amalgaman con no actores como la comida kosher con la que no lo es, el atribulado, desconfiado y asombrado Alan Sabbagh es, definitivamente, Ariel. Y es también, y al mismo tiempo, el espectador.
Cálida pintura de un rincón entrañable de Buenos Aires "El rey del Once" bien podría ser es el nombre de un negocio. O un comerciante exitoso. También puede ser un niño brillante que de grande sólo tiene una corona de cotillón. O un hombre al que casi todos quieren, necesitan y admiran. Un rey sin corona, sin dinero en efectivo ni cuenta bancaria, ni siquiera tiempo para atender a su hijo. O quizás ésa sea su manera de darle lo mejor de sí mismo, y prepararlo para recibir su herencia. Un joven profesional vuelve de Nueva York por pocos días para ver a su padre y presentarle a su prometida. Pero la novia tiene sus indecisiones y sus planes. El viejo también tiene sus planes. No está en Ezeiza para recibirlo, no está en ninguna parte, pero le ha preparado un lugar donde alojarse, y cada día lo llama por teléfono para darle instrucciones, como imponiéndole una serie de pruebas, una búsqueda del tesoro muy particular, que lo haga digno de heredar el trono. Así es como el hijo se irá reencontrando con su barrio, su gente y sus costumbres, que al comienzo le resultan ajenas. Hace mucho que abandonó todo eso. Lo ayudarán las personas que trabajan con su padre, un locuaz compañero de viejos tiempos, una joven que hizo voto de silencio (pero no de castidad), y en particular un pelirrojo altísimo, medio chiflado pero bien despierto. Su clase de "catequesis lunfarda" es la piedra de toque donde el hijo puede al fin entender lo que le falta. Comedia asordinada de malentendidos, resentimientos, re-entendimientos y aceptaciones. Cálida pintura de un rincón entrañable y muy particular de Buenos Aires, hecha con los pinceles de alguien que creció entre sus calles y negocios. Fábula de una relación familiar donde se evidencia la unión del hombre con su medio y su mandato. Parábola sobre la bondad, la comunidad y el sentido de pertenencia. Buen regreso a los temas de "El abrazo partido" y "Derecho de familia". Eso es, en síntesis, "El rey del Once", la nueva película de Daniel Burman. Y nos quedamos cortos, porque hay algo más. Primero, gozosa descripción de la picaresca, porque para hacer el bien no siempre es bueno ser del todo honrado (así lo enseñaba "Derecho de familia"). También, inesperada descripción de un Once por donde todos transitamos pero no conocemos, y de un lugar especialísimo: la Fundación Pele Ioetz, que no parece una fundación pero funciona mejor que varias (y luce una foto de la Madre Teresa en la pared). Y por último, la revelación: Usher Banilka. Que no es actor sino el auténtico conductor de esa organización benéfica, y a quien Burman le ha dado un personaje clave. Alan Sabbagh, Julieta Zylberberg, Dan Breitman como una "mumi singer", el flaco Uriel Rubin, el grandote Adrián Stoppelman, Daniel Droblas, Elvira Onetto, Elisa Carricajo, giran alrededor de Usher, persona y personaje. Claro, tal vez alguien se vea medio perdido con esas costumbres de la gente del Once, de ponerse filacterias, darse baños rituales, valorar el minian, festejar el purim con toda alegría y respetar el shabat (muy bueno el chiste del rápido paso de sagrado shabat a simple sábado para la pareja ansiosa). Y sí, más de uno se va a sentir un goi al cuadrado. Pero no se va a sentir ajeno: esta historia es tan universal y tan porteña como la calle Corrientes. Esquina Paso.
Habla de volver a vivir entre sus raíces (en este caso de la colectividad judía pero también se podría adaptar a otras), del amor a su tierra, tradiciones, amigos y sobre todo el reencuentro entre padre e hijo, de mantener o cuidar los bienes y enseñanzas que nos dan nuestro padres. La que representa el amor femenino es Julieta Zylberberg, quien acompaña bien su desarrollo pero nunca termina de convencer. No es la mejor historia de Burman.
Sobre legados y transformaciones El Rey del Once -2015- se relaciona dialécticamente con El abrazo partido -2004-, aquella recordada historia de padre e hijo en el barrio del Once, desde la mirada de Daniel Burman. También como en aquella ocasión, se estrena en Berlín, donde obtuvo el premio mayor, incluido el de actor para el uruguayo Daniel Hendler, que en esta oportunidad tampoco aparece en los planes del realizador, con el debut inmejorable de Alan Sabbagh. En una entrevista reciente al diario Página 12, el director Daniel Burman dijo que hay un momento como el que atravesaba donde se había aburrido bastante de su cine y dudaba entre dejar de hacerlo o empezar otra vez, porque sentía haber perdido esa pulsión infantil de querer contar historias y que otro las escuche. Por eso, más allá de las disquisiciones cabalísticas el número 10 es significativo para El Rey del Once: es el décimo opus del realizador argentino y además es uno de los elementos simbólicos que atraviesan el universo de esta película honesta, vital, que vuelve a lo mejor del cine de Daniel Burman, pero con el plus de madurez, no sólo como director sino en su calidad de artista que deja que la realidad impregne sus películas sin forzar a la realidad. Es la mirada del extranjero, de aquel que vuelve al barrio y al origen, la que marca el rumbo de El Rey del Once. No sólo la mirada de un hijo con cuentas pendientes desde la infancia por la ausencia de un padre, Usher –Usher-, líder y a cargo de una extraña fundación para cubrir las carencias de aquellos miembros de la comunidad en situación desventajosa ante los avatares económicos, pero con la destreza de un hábil negociador y el mando férreo de un capitán de un barco que siempre parece al borde del hundimiento. Ariel –Alan Sabbagh- regresa al caos, y su derrotero comienza una vez que pisa ezeiza, un teléfono del que sólo se escuchan mandatos paternos en la ambigua relación de hijo y mano derecha forzada del omnipresente Usher. No es antojadizo el recurso del fuera de campo porque Burman no hace otra cosa que resignificar la presencia a partir de la ausencia y ese ése uno de los ejes por el que transita esta película. El otro que se conecta es el del legado, no manejado desde un lugar culpógeno sino como parte de la pertenencia a una familia, grupo o comunidad. El despojo del didactismo es una característica positiva en base a la poca explicación de las costumbres de la comunidad judía ortodoxa de Once y mucho más cuando se trata de los rituales religiosos, porque quien es testigo de ese proceso no necesita explicaciones o no las busca sino que se deja llevar por la necesidad de recuperar aquello que alguna vez le pertenecía. El punto de vista de Ariel es el del espectador; el desconcierto mental de Ariel es el del espectador y Burman respeta la premisa a sabiendas del riesgo de que gran parte del público quede afuera del convite cuando se trata de especificaciones culturales, pero la idea sobrepasa la intención, porque la experiencia del protagonista va de adentro hacia afuera y no al revés. Hay caos y orden controlado, El Rey del Once es un mundo donde el azar parece una regla excepcional. La cámara encuentra un lugar privilegiado cuando se multiplica en sentidos, porque la puesta en escena es funcional desde el punto de vista narrativo. Salir a la calle en pleno tránsito, seguir a Ariel entre la multitud como uno más es el mayor logro y marca la cuota de coherencia para no transformar el relato en una alegoría chata o un cuento moral. Cada personaje exhibe su contradicción, su misterio y mucho más si se trata de Eva, interpretada por Julieta Zylberberg, personaje que actúa como resonancia de todo aquello que moviliza a Ariel sin dejar de mencionar la carencia de habla como parte de un voto de silencio. Nuevamente el silencio refrenda el valor de la palabra, así como la ausencia el valor de la presencia, y en ese círculo virtuoso Daniel Burman regresa a su barrio con la mirada revitalizante, observa a su comunidad desde otro espacio y recupera su mayor virtud: La pulsión infantil de contar historias.
Daniel Burman ambienta su comedia en el barrio de Once y habla del vínculo entre un padre y su hijo a través de una fundación y en medio de calles frenéticas. Sólo algunos gags dan en el blanco en medio del caos. Al igual que en Esperando al Mesías-2000- y El Abrazo Partido -2003-, el director Daniel Burman ambienta su nueva película en el barrio de Once y acerca al espectador a un barrio reconocible y característico de la ciudad de Buenos Aires, mostrando sus costumbres judías y su accionar en esas frenéticas calles. El Rey del Once habla de las relaciones ente padres e hijos en el ambiente caótico y convulsionado de una fundación que dirige Usher -el padre del protagonista- y donde los vecinos judìos acuden para recibir ayuda de todo tipo. Su hijo Ariel -Alan Sabbagh, el actor deMasterplan- es un economista exitoso que deja ese mundo y se recluye en Nueva York con una pareja que no funciona pero decide regresar tras los llamados constantes del padre que promete un reencuentro que parece imposible. El film aborda el tema del sentido de pertenencia, está narrado con una cámara que acompaña el vértigo cotidiano de la calle Pasteur y alrededores y, por momentos, juega con el registro casi documental. El relato está estructurado en capítulos y tiene algunos gags que dan el blanco, pero se disfrutan de manera fragmentada como pequeñas islas dentro de la tibieza que ofrece la historia. En ese universo aparece también Eva -Julieta Zylberberg-, una empleada muda que cambiará la ¿suerte? del protagonista en esta fundación que entrega remedios y hasta realiza bart mitzvah para vecinos necesitados. Una fortaleza donde funciona un mundo de empleados, entre llamados telefónicos y quejas que vienen del mundo exterior. En ese proceso, Ariel regresa en medio de la festividad que conmemora la salvación de la diáspora judía de la aniquilación y su personaje atravesará una transformación.Con este esquema, Burman registra todo lo que ocurre, espía a personajes fugaces -como el encarnado eficazmente por Dan Breitman- y a un Ariel que maneja un Citroën destartalado que lleva y trae mercadería. Una pintura apenas simpática que prometía una travesía más atrapante de la mano de un realizador consagrado y de personajes que parten tras el misterio de la felicidad.
Coronación benéfica Cómo es El rey del Once, la nueva comedia dramática del argentino Daniel Burman. Inspirado y en buena forma después de peligrosos pasos en falso, Daniel Burman entrega en El rey del Once una de sus mejores películas. Aunque ya desde el título se advierte cuál será el centro geográfico, lo cierto es que la historia comienza en Nueva York, contrapunto arquitectónico lujosamente radical ante las precarias, titilantes y convulsionadas calles características del barrio judío-porteño que Burman retrata en ráfagas de precisión documental. Ariel (Alan Sabbagh, prefecto en el papel) vuelve desde Estados Unidos y después de muchos años a su barrio de origen, donde su padre Usher se erige como una suerte de caudillo comunitario a través de una fundación que ejerce la beneficencia con ropa, alimento y remedios. Siempre a través del teléfono que Ariel lleva pegado a su oreja, la relación padre-hijo se resume a una serie de demandas cada vez más embrolladas y extenuantes (saquear el departamento de un fallecido, asistir a un joven enfermo, arreglar el conflicto de una entrega de carne) que se suman a los reproches a larga distancia que le hace al protagonista su novia bailarina. Ariel encontrará consuelo temporal en Eva (Julieta Zylberberg), una joven ortodoxa que ha hecho un voto de silencio mientras trabaja para su padre y que parece ser la única dispuesta a escucharlo. Después, Ariel irá internándose de a poco en esa compleja red social del Once –negocios, tratos con los clientes, imprevistos rituales religiosos– para hallar una autonomía que le resultaba vedada en su eterna condición de hijo. El conflicto paterno-filial que es esencial a El rey del Once se amplía a dimensiones religiosas cuando Ariel entiende el significado de comunidad a través del sacrificio, una forma del amor comunitario en extinción. Así cae en la cuenta de que aquello que buscaba estuvo siempre ahí a su alrededor, en la forma de vidrieras y galerías comerciales y prácticas de una tradición atravesada por kipás y escarapelas que es lo más cercano que tuvo nunca a un hogar.
Un hombre en busca de sus tradiciones Luego de la trilogía Esperando al mesías, El abrazo partido, Derecho de familia, Daniel Burman decidió alejarse un poco del entorno del barrio de Once donde transcurrían sus historias y también del personaje de Ariel, que encarnaba con recurrencia Daniel Hendler. Si bien no se distanció de asuntos como los vínculos paterno-filiales (El nido vacío es un claro ejemplo), lo cierto es que comenzó a explorar otras posibilidades dentro de un cine que se solidificaba formalmente pero que comenzaba a mostrar algunos símbolos dispersivos, como en la última El misterio de la felicidad: el cine Burman, anteriormente claro discursivamente, parecía ingresar en una suerte de limbo que de alguna forma evidenciaba cierta insatisfacción. Vaya uno a saber si los caminos que toman los realizadores son tan conscientes, pero El rey del Once, una película que reproduce el regreso de un hijo al lugar del origen, es también una exploración sobre la vuelta del propio Burman a los temas fundantes de su obra. Ariel -otra vez, aunque ahora lo interprete Alan Sabbagh- es un economista que vive en Nueva York y que emprende un viaje a Buenos Aires para presentarle su novia al padre, el enigmático Usher, que maneja una fundación de asistencia a miembros de la comunidad judía que viven con apremios financieros: comida, medicamentos, todo tipo de objetos, algunos sumamente ridículos, son entregados desde una oficina abarrotada de cosas y de gente. El mundo al que llega Ariel, encima sin la novia que venía a presentar, es excéntrico, pero de un excentricismo asordinado, barrial, desprovisto de todo lujo, aunque no carece de un humor lunático. Incluso keatoneano por cómo el cuerpo del protagonista se moviliza con dificultad por esos espacios extraños. La cámara de Burman, inteligentemente, apela a planos cerrados y a un movimiento, un caminar pasillos que confunde aún más al confundido Ariel: para qué está allí, es todo un enigma. Mientras, Usher, se comunica sólo por teléfono. Desde ese recurso (la omnipresencia del padre, aunque nunca se lo vea), Burman construye nuevamente una mirada sobre padres e hijos, sobre distancias generacionales pero también sobre distancias auto-impuestas por hijos que desean separarse de un discurso paterno. Ariel no es religioso, de hecho desconoce mucho del significado de los rituales judíos, y nunca anteriormente en el cine de Burman como aquí lo tradicional, lo ritual, adquiere una fuerza clave. El director incorpora en muchos pasajes del film una serie de protocolos religiosos judíos. Lo hace sin mayores explicaciones, logrando de esa manera que la confusión de Ariel respecto del mundo al que se suma sea la misma que la del espectador. No se sabe muy bien qué está pasando, pero hay una fascinación que es fácilmente asimilable a ese deseo abstracto que unifica los lazos familiares. Lo más elogiable en la película del director de El abrazo partido es que más allá de los resultados que exhibe, existe en su trabajo una fuerte decisión por transitar nuevos rumbos, por modificar un trabajo y no dormirse en los laureles, incluso a fuerza de perder público. Porque El rey del Once, sin ser una película compleja argumental o narrativamente, exige al espectador la clarividencia para descubrir en ese recorrido errático que hace el protagonista todas las claves que deconstruyen el film. Es decir, así como los rituales no se explican demasiado, tampoco ocurre lo mismo con los sentimientos de los personajes: de hecho, la coprotagonista, Eva, es una joven que por algún tipo de voto debe permanecer callada. Y así lo hace durante casi todo el metraje. Si la religión parte de lo simbólico para fundar su razón, El rey del Once es una de las películas más religiosas posibles. Como siempre en el cine de Burman, la lucha entre el hijo y el padre se resuelve finalmente con una aceptación y asimilación de roles. Nada resulta demasiado trágico pero sí es coherente, y ese es el mayor rasgo de humanidad que conserva su obra, aún en sus films más flojos. El rey del Once expresa nuevamente esa necesidad por iniciar un camino personal, dejando de lado aquí ciertos vicios del mainstream y reconstruyéndose con rasgos de un cine más independiente y enigmático.
Escuchá el audio haciendo clic en "ver crítica original". Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli.
En el Nombre del Padre Dentro del llamado costumbrismo que Daniel Burman instala en sus películas, se trata de una cualidad del director hacer que el espectador se identifique con una realidad que nunca va a poder serle ajena del todo. En muchos casos esto se da a través del judaísmo (temática omnipresente en casi toda su filmografía), y en otros desde la identificación emocional con situaciones y personajes, creados a imagen y semejanza del porteño promedio. Pero a pesar de que esta característica tan habitual del cine argentino pueda sonar algunas veces repetitiva, nunca llega a serlo cuando Burman está al frente. Desde un primer momento se nota que “El Rey del Once” es producto del gusto de Burman por comprender el vínculo único entre padres e hijos, tal como se vio en “El Abrazo Partido” (2003) y “Derecho de Familia” (2005). Aunque el protagonista real, por detrás de cualquier otra interpretación que tenga la película, sea definitivamente el barrio del Once y su fauna cotidiana. Después de trabajar muchos años en Estados Unidos, Ariel (un excelente Alan Sabbagh) vuelve a la Argentina – más precisamente al Once – para reencontrarse con su padre Usher y solucionar algunos temas pendientes. Su padre es el director de una entidad de ayuda a la comunidad judía más necesitada, que provee desde medicamentos hasta comida Kosher a los judios menos pudientes. Una tarea realmente admirable, pero es la principal causa de la ausencia de Usher en los momentos importantes de la vida de Ariel. Algo que aún con su regreso, sigue siendo una prioridad después de tanto tiempo. Un poco perdido entre la vorágine de fábricas de tela y los puestos ambulantes, a Ariel no le queda otra que reintegrarse al universo religioso que tanto rechazó de chico. Es así que no pasa mucho tiempo hasta que conoce a Eva (Julieta Zylberberg), una judía ortodoxa muda – o que decide serlo –, con la cual ayuda en la fundación mientras espera volver a ver a su padre. Burman retrata de forma magistral un mundo tan heterogéneo como es el barrio de Once, regido por sus propias reglas y costumbres. Cada calle repleta de vidrieras, vendedores ambulantes y cajas de mercadería, representa el caos ordenado en el que Ariel se tiene manejar todos los días realizando los encargos que le da Usher por teléfono. Y todo esto acompañado de las constantes referencias a la cultura hebrea, con su filosofía y tradiciones más características. “El Rey del Once” probablemente sea la película de Burman con m influencia de la religión judía, a diferencia de otros films en los cuales este factor sólo cumplía el rol de ser un simple contexto. Y es a partir de esa determinación, que promediando la segunda mitad de la película se deja de lado la impronta cómica, para pasar a una especie de adoctrinamiento en cuanto la búsqueda de la fe perdida, obviando los traumas y razones lógicas por las cuales el protagonista se alejó del judaísmo en primer lugar. Esto al final termina haciendo que gran parte de los asuntos sin resolver de Ariel, sean minimizados con el sólo hecho de buscar en las costumbres la solución a cualquier conflicto emocional del pasado. A fin de cuentas este giro dependerá de la predisposición del espectador a inclinarse por creer o no que la fe puede mover montañas. Para el resto nos queda solamente apreciar a Burman como un buen director, independientemente de sus creencias.
Burman’s new film is about an emotionally distressed son in search of his absent father POINTS:7 “It’s an army of volunteers organized into a circular net of givers and receivers, who in turn are also givers. People die and leave their belongings to the living, even if it’s just a few things. Maybe someone dies and leaves a prosthetic leg which somebody else needs — it has happened.” “Each time someone dies, the apartment is emptied and absolutely everything is recycled, even the credits left in a cell phone — as you can see in the film,” says Argentine filmmaker Daniel Burman about Pele Yoetz, a Jewish aid foundation created and led by a man named Usher, and a central element in his new outing El rey del Once (The Tenth Man, English title), which participates in the Panorama section at the Berlin Film Festival. Among other distinctions, Burman was a privileged guest at the festival back in 1998 when he presented his debut film Un crisantemo estalla en Cincoesquinas (A Chrysanthemum Bursts in Cincoesquinas), which received strong critical acclaim, and then in 2004 he won the Silver Bear for El abrazo partido (Lost Embrace). It now remains to be seen how El rey del Once — which represents both a comeback to his earlier films and also a new beginning — will do among other challenging features by accomplished directors such as Wayne Wang, Doris Dörrie, Andrew Neel, Ira Sachs, and Maximiliano Schonfeld. Far from being a documentary on the foundation, and yet with a carefully constructed documentary feel in many central scenes, Burman’s new venture into a part of the close-knit Jewish community in Buenos Aires examines a somewhat unusual bond between Usher, an omniscient father, and Ariel (Alan Sabbagh), his adult son, an economist who has built a successful career in New York and a man who has always sought his father’s acknowledgment, presence and approval ever since he was a child. He believes he’s left his somewhat unsatisfying past behind, and yet when his distant father summons him back to Buenos Aires, Ariel realizes he is to face some unresolved issues that still trouble his emotional life. El rey del once delves into Ariel’s dilemmas, those of today which originated in the past. You could say it’s a fact that sons need and want their parents to give them never-ending, exclusive love and attention, so the issue raised is how Ariel has developed emotionally, considering he has a father who gives everything to everyone to the point of neglecting his own family. And here lies one of Burman’s main concerns: the construction of fatherhood, which took centre stage in Lost Embrace, and to a lesser degree in Derecho de familia (Family Law, 2006) too. Just like in these previous films, Burman eschews going for a psychological approach or an introspective one, and instead the emphasis is placed on Ariel’s behaviour, his actions and reactions, which speak more clearly of what goes on inside him than any interpretation of his psyche. And while Ariel revisits a family environment as well as his childhood longings, he also opens up his heart to Eva (Julieta Zylberberg), a young Orthodox Jewish girl who first befriends him and then falls for him — as he does for her. But their interaction, unlike that of Ariel’s personal dilemmas with himself and his father, could use some more development since it tends to be more descriptive and anecdotal than anything else. Often, Eva comes across as an underused character — we know very little about her and she’s a somewhat generic character. You could also say that El rey del Once is also descriptive in other sequences other than those regarding the couple, and this doesn’t bring forward much substance to the drama. But in general this trip back home, its consequences, and its new appraisal of an uneasy childhood are ably depicted. Also at the core is what Burman calls the mystery of good, which can be explored with one single question: why does somebody give something without expecting anything in return? Why do some people love someone without necessarily wanting retribution? The point is that the distinctiveness of the mystery of good is not really in the giving end, but in the receiving one. For necessity does have a subjective quality and this is something Usher is more than aware of as he acknowledges what the particular needs and wants of other people are. That’s why the mystery of love differs greatly from charity, where what matters the most is the giving end as the determinant of what others need. In this sense, El rey del Once is both heartfelt and very precise, and never in a heavy-handed manner or a didactic one. After all, the issues addressed raise hard-to-answer questions rather than having easy and ready-to-use conclusions. With many subtleties here and there, Burman draws a portrayal that feels familiar and universal — even if it has very singular characteristics. From a formal point of view, the unobtrusive camerawork is impeccable, the sound design perfectly establishes both an atmosphere and a sense of space, the performances are more than well tuned, and the editing is seamless when necessary and more brisk when the drama calls for it. With a contagious sense of humour and an emphatic gaze, El rey del Once proves to be as enjoyable as it is sensitive, a new step which differs a great deal from previous films and a desirable return to his most personal works. An effective rebirth, if you will. Production notes El Rey del Once (Argentina, 2016). Written and directed by Daniel Burman. With Alan Sabbagh, Julieta Zylberberg, Dan Breitman, Elisa Carricajo, Elvira Onetto, Adrián Stoppelman. Cinematography: Daniel Ortega. Editing: Andrés Tambornino. Art direction: Margarita Tambornino. Costume design: Roberta Pesci. Sound: Miguel Tennina, Catriel Vildosola. Produced by Daniel Burman, Diego Dubcovsky. Running time: 100 minutes. @pablsuarez
Aterrizaje forzoso “A Usher le gusta más el proceso que el evento”. Eso dice Ariel sobre su padre, y da una pista de por dónde va “El rey del Once”. Daniel Burman vuelve al barrio de Once que fue un personaje más de su segunda película “Esperando al Mesías”. Como en aquel filme del año 2000, el protagonista se llama Ariel, y a diferencia de aquel personaje que antes interpretó Daniel Hendler en su debut en cine y que buscaba asomarse fuera de la comunidad judía poco tiempo antes de la crisis de 2001, el Ariel de “El rey del Once” tiene un aterrizaje circunstancial allí donde creció. Con una crisis en ciernes, pero afectiva, este Ariel deja el orden de su carrera de economista en Nueva York para internarse en el caótico y vital mundo de Usher, un hombre que organiza asistencia solidaria para cualquiera que lo necesite, desde Alplax hasta la carne kosher o los fideos que permiten la subsistencia de muchos de sus vecinos. Matizada con metáforas sobre la búsqueda personal de Burman (contó su necesidad de volver a sus orígenes) la película que participa del Festival de Berlín en la sección Panorama, es un recordatorio amable y cariñoso de la identidad extensible a cualquier espectador, emotivo y sin rebuscamiento, y con el humor en segudno plano pero atravesando la película de principio a fin.
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Una marca de origen “El rey del Once” es una película que se destaca por una economía de recursos casi extrema. Desde la presentación y el título hasta los créditos, todo parece hecho con material de descarte y reciclado, sin apelar a adornos y con una apoyatura musical mínima. El objetivo del director Daniel Burman parecería ser obtener un retrato lo más fiel posible de la idiosincrasia de la comunidad judía del barrio de Once porteño y mostrarlo tal como es, sin análisis, sin comentarios, sin reflexiones ni opiniones, y evitando caer en exageraciones. El protagonista de esta historia es Ariel, un joven empresario ligado a las finanzas que está viviendo en Estados Unidos, pero que ha nacido y fue criado por una familia tradicional de Once. Ariel viene a Buenos Aires a hacer una visita a su padre, quien le ha pedido que viaje con su novia (quien finalmente, no viaja) para conocerla y de paso le hace otros pedidos que tienen que ver con aspectos relacionados a su actividad como líder de una fundación que se dedica a asistir a los más pobres de su comunidad. La relación con el padre, llena de sentimientos contradictorios desde muy temprana edad, más ese mundo caótico con reglas propias difíciles de conciliar con el resto del mundo, fueron los factores que impulsaron a Ariel a tomar distancia e intentar hacer otra vida, lejos de sus orígenes. Sin embargo y pese a sus esfuerzos por hacer una carrera y encarar otra forma de existencia, con parámetros más acordes con el mundo capitalista global, sus raíces lo atraen de una manera poderosa y lo ponen frente a un dilema que no solamente pasa por la memoria emotiva y los aspectos afectivos; todo parece conducir a una crisis de identidad. Ariel opone resistencia al insistente llamado telefónico de su padre, que desde algún lugar parece querer controlar todos los pasos de su hijo con indicaciones, encargos, consejos y hasta mandatos, mientras él está siempre “en camino”, ocupado en resolver otros menesteres en otros lugares. Algo que al joven lo irrita porque toda su vida tuvo que competir por la atención de su padre con un sinnúmero de obligaciones que el hombre asumía fuera de casa. En este viaje de reencuentro, Ariel se zambulle otra vez en ese mundo tan particular y único del barrio de Once, un mundo que lo va engullendo pese a sus resistencias y que va desarmando todas las corazas adquiridas en el exterior, hasta volver a convertirlo en el que siempre fue y será: uno más de la comunidad. Ese padre, líder referencial para un grupo de gente que encuentra en él orientación, ayuda y una suerte de organización que resuelve techo, comida, ropa, medicamentos, asistencia médica a los necesitados que no tienen otros recursos ni adónde recurrir, moviendo los hilos subrepticiamente y deliberadamente, lo que está haciendo es preparando a su hijo para que reciba su legado. Lo que ocurre con Ariel en este viaje, que en principio sería nada más que una visita circunstancial, es que como de sopetón tendrá que hacerse cargo de ser el sucesor de su padre y continuar con la tradición familiar marcada por él. Algo que se da de una manera que no es exactamente una imposición ni una coerción, sino una decisión aparentemente libre del propio Ariel, que decide cambiar de planes de improviso al reencontrarse con sus raíces. Un proceso interno que el actor Alan Sabbagh interpreta con gran convicción. Filmada en locaciones naturales, propias del mismo barrio de Once, con muchos personajes que también son gente del lugar y que constituyen ese colectivo al cual ha entregado su vida Usher, el padre, la película linda por momentos con el estilo informal e improvisado de un documental, en el que se hace un recorrido por algunas de las costumbres atávicas y por aspectos cargados de simbolismos que estructuran la vida de los judíos de Once. Un universo muy particular y sui generis, una marca de origen.
El retorno de Daniel Burman a un tema que conoce, a un barrio que supo describir, no pudo ser más desafortunado. Plagada de simbolismos sin explicar, de rituales sin manifestar razones ni desarrollar contenidos. Sólo una pregunta no contestada sino hasta el final del filme, es la que intenta sostener la ilación narrativa de algo totalmente desarticulado. ¿Por qué se necesitan 10 personas para poder realizar determinados rituales? El más importante seria el Kadish (rezo) por los muertos. De la misma manera que en “Nueve reinas” (2000) Fabián Bielinsky articulaba la pregunta de un personaje sobre la interprete de una canción, con 15 años de diferencia entre ambos filmes, la consabida popularización de Internet y de Google, dan por tierra con el recurso cómico. En realidad transforma en inepto al protagonista, situación que contrapone en la construcción de un verosímil sobre el personaje. Para explicar esto vayamos a la sinopsis argumental. Ariel vive en Nueva York, es un financista establecido, tiene una novia que todos envidiarían, bailarina contemporánea ella, pero al mismo tiempo es un hijo distanciado de su padre. Distancia tanto física como real. Lo cual parece una paradoja, sólo que es real en términos de relación afectiva. Su padre es famoso sólo en su querido barrio de Once, y lleva adelante una fundación de beneficencia. Ariel (Alan Sabbagh, en una de sus más desabridas interpretaciones), regresa para presentarle al padre a su futura nuera, sólo que ella no viaja. Detalle. Se instala por supuesto en Once, el barrio judío de su niñez. Lo que debería ser un reencuentro con su padre se transforma en un retorno a la tradición, la misma que dio origen al distanciamiento lo cual implica un retorno a los mandatos. Si, como expresa la gacetilla, estamos frente a una historia que maneja la paradoja de un hombre que ayuda a todo el mundo pero es incapaz de hacerlo con su hijo Ariel, podríamos recurrir a “Tributo” (1980), de Bob Clark, con Jack Lemmon, que narra el acercamiento casi forzado de un hijo con un padre. No es eso lo que intenta ni consigue El rey del Once. Lo que intenta es hacer una radiografía graciosa (tampoco lo logra) del mundo intimo de una colectividad muy pública. Estructurada en episodios diarios, nominales, durante el transcurso de una semana el derrotero de Ariel, va directo al núcleo de ese universo que incluye una fundación de beneficencia y religiosa más no ortodoxa (existen pero no así), de la cual su padre Usher, quien sólo es una voz del otro lado del teléfono, es el presidente. Ordenes de todo tipo le llueven a Ariel, ya que la fundación da comida, ropa, remedios obtenidos de las casas de los fallecidos de la comunidad, pelucas, lo que sea. Allí conoce a Eva (Julieta Zylberberg), lo mejor del filme. El impacto es inmediato, ¿de ambos?, pero ella es una religiosa con votos de silencio, quien termina siendo su asistenta por mandato de Usher, luego se transforma en otra cosa. Toda la falta de explicación sobre los rituales y simbolismos se desplaza a una estructura narrativa inconexa, situaciones que terminan por no cerrar, como por ejemplo, qué pasó con la novia neoyorkina luego que se interrumpe la conversación telefónica de manera abrupta. Nada. Pasamos a otro día. Los intentos alegóricos son tan claros como burdos, los baños rituales lo realizan los ortodoxos, esta comunidad no lo es. Eva es la primera mujer en la Biblia. Todo transcurre en siete días, son los que bíblicamente tardó Dios en hacer el mundo, el sábado descanso, en el filme el séptimo día es Purim, la fiesta más alegre del calendario judío, pero tampoco se dice. ¿Para que? Si igual nada está explicado, ni desarrollado, ni tiene sentido. Las actuaciones son olvidables, salvo la mencionada Julieta. Es interesante el manejo de la cámara y sus movimientos, perjudicados por un montaje insulso. El diseño de sonido es de lo más loable junto con la fotografía, lo que falla es el guión, se lo mire por donde se lo mire. Para radiografías “Esperando al Mesías” (2000) y “El abrazo partido” (2004) del mismo director, pero con guión.
El regreso de Daniel Burman al mundo de la comunidad judía del Once es, como el del protagonista del film, un viaje de redescubrimiento. Un hombre joven -Alan Sabbagh-, laico, licenciado en economía, habitante ocasional de Nueva York, viaja a Buenos Aires a encontrarse con su padre. Su primera intención es presentarle a su novia, aunque esta difiere el viaje. Al llegar encuentra que su padre es solo una voz en el celular y que, un poco al azar, se debe hacer cargo de los asuntos de su fundación de ayuda comunitaria. De allí en más, en la semana previa a Purim, el personaje redescubre raíces, relaciones, tradiciones, recuerdos de infancia e incluso el amor, no solo por una mujer (gran Julieta Zylberberg) sino por sus pares, por sus amigos, por su ciudad y su barrio, por su padre, por los demás. Quien vea “solo” una fábula sobre ser judío en Buenos Aires perderá el punto: ese mundo que vamos descubriendo con el protagonista es una metáfora de cómo, en cierto momento de nuestra vida, tratamos de que encajen todas las piezas, todos los pasados que nos componen. Burman mantiene el talento para la observación y para la comedia en cada secuencia, y apuesta a una emoción más genuina y menos calculada que en algunas de sus películas más recientes. A pesar de la separación en capítulos, todo es fluido y rápido sin ser apresurado, con escenas que duran lo justo y a las que se le saca todo lo posible de manera natural.
Daniel Burman vuelve otra vez al barrio de su pertenencia, el que conoce en profundidad y con el que nos regaló muy buenos Films. Aquí un hombre dedicado a la beneficencia de un compulsivo y echando mano a cualquier tipo de recurso enreda a su hijo -un profesional que emigró a EEUU y que tiene problemas conyugales- en las bondades de la solidaridad, el amor y la vuelta a la religión. Caótica y sensible.