La película Es solo el fin del mundo está basada en la obra teatral homónima de Jean-Luc Legarce y fue dirigida por Xavier Dolan, quien a su vez es autor del guión. Cuenta la historia de Louis, un joven que regresa a su casa después de doce años de ausencia para comunicarles a sus familiares una triste noticia. El relato es simple, no hay giros inesperados, se basa en ese ansiado regreso, las emociones y situaciones que provoca en sus familiares, y las posibilidades reales de comunicación. Si bien la línea argumental no es compleja, si lo son las relaciones que se van desplegando, el juego entre lo dicho y lo no dicho, entre lo esperado y lo ocultado, entre el recuerdo y la contingencia actual, vehiculizando los viejos rencores y las diferentes dinámicas relacionales. Este planteo permite que los actores se luzcan en sus diferentes personajes, ya que en sus actuaciones se apoya la estructura total del film, que con gran economía de recursos potencia los gestos y la expresividad. En esta excelente puesta en escena, una cámara intimista se acerca tanto a los intérpretes, que sus rostros nos trasmiten tanto o más que las palabras. Así Gaspard Ulliel, como Louis, Marion Cotillard, como la cuñada, Léa Seydoux, como la hermana pequeña, Vincent Cassel, el hermano mayor, y Nathalie Baye como la madre, construyen sus máscaras siendo casi los únicos personajes en esta minimalista historia. Como un respiro que airea el ambiente condensado de emociones planteado, aparecen tres raccontos, a modo de video clips, donde la música y las imágenes funcionan de manera muy diferente al resto de la película. Son importantes en cuanto agregan información a la trama. En suma, estamos en presencia de un drama muy bien actuado que nos sumergirá en relaciones familiares complicadas y nos conducirá por un sendero simple y tortuoso hacia un final simbólico y angustiante.
Melodrama milenial. Es sólo el fin del mundo es una adaptación de la obra teatral de Jean-Luc Lagarce y cuenta la historia de un escritor, que tras enterase que sufre de un enfermedad terminal, decide reecontrarse con su familia luego de 12 años. Su regreso no pasará desapercibido y abrirá las viejas heridas que parecían ocultas en su disfuncional seno familiar. Sin duda alguna, el franco canadiense Xavier Dolan (Mommy) es uno de los talentos más prodigiosos que ha dado el cine en la última década. Con tan solo 27 años, este director oriundo de Montreal, ya cuenta con siete laureados largometrajes en su haber. Sus obras se destacan por su gran dirección de actores y una impronta muy cercana al videoclip. No hay puntos medios con Dolan, se lo odia o se lo ama, pero como reza la prestigiosa cita del cartel: “no deja indiferente”. Es sólo el fin del mundo podría definirse claramente como un melodrama, uno de esos culebrones donde los protagonistas hablan y reaccionan de una manera sólo posible en la ficción. El director juega con ello y crea la expectativa en torno con alguna gran confesión o calamidad, como si fuera una zanahoria a la cual no puede alcanzar. Dolan construye el argumento a partir del concepto de la exasperación; poco a poco establece un espacio donde el clima se hace inaguantable hasta asfixiar al espectador. La atmósfera opresiva se edifica a partir de una puesta reducida, planos cerrados y tensión generada en la interacción de los personajes Escapar al teatro: Louis-Jean Knipper, el protagonista interpretado por Gaspard Ulliel, es el polo gravitacional en donde giran su madre (Nathalie Baye), su hermano mayor (Vincent Cassel), su cuñada (Marion Cotillard) y su hermana menor (Léa Seydoux). El personaje toma el lugar del espectador y a través de él vivimos el desastre emocional que envuelve a su familia. El trabajo de Ulliel es contenido y silencioso en contraposición al histrionismo de sus pares. Podría decir que la sinergia de los actores es el mayor logro del film, pese a que no todos están al mismo nivel (sobre todo Cotillard). Por otro lado, Dolan expone una serie de técnicas cinematográficas que aspiran a separarse del lenguaje teatral pero caen en el cliché y son insertadas injustificadamente. Flashbacks y secuencias musicales son introducidas sin demasiado criterio y están allí sólo para escindirse de la impronta escénica que podemos ver en una obra de teatro. Para este propósito, el único elemento inteligentemente utilizado por el director es el primer plano, dispuestos con la clara intención de aumentar la tensión y atosigar al receptor. Conclusión: Es sólo el fin del mundo es un film que funciona conceptualmente pero fallido en varios aspectos de su ejecución. Algunos amarán su intensidad y a otros se les tornará insoportable, pero puedo asegurar nadie quedará indiferente.
Un grupo de sociólogos de la universidad de Joseph Schérer del sur de Francia estudian el caso. Saben que la invención del fenómeno empieza en Cannes. Les resulta muy complicado averiguar las razones de una consagración tan temprana en la carrera de un cineasta. El dato con el que cuentan es que en el 2009, el joven Xavier Dolan, canadiense, tenía 21 años y estrenó su ópera prima Yo maté a mi madre en la Quincena de los Realizadores de Cannes. De ahí en más, no dejó de filmar y prácticamente siempre sus películas empezaron su recorrido en el poderoso festival de festivales. El joven quebequense conoció la gloria de su carrera dos años atrás. En mayo de 2014 obtuvo un premio compartido con el legendario Jean-Luc Godard, de quien desconocía su obra, en el Festival de Cannes. Esto fue para los sociólogos franceses el punto de inflexión que dio inicio a sus investigaciones. No podían racionalizar el fenómeno; los excedía. El punto de partida fue identificar qué relaciones existían entre el grupo generacional que le profesaba un amor incondicional al joven director canadiense y sus películas. Pudieron entrever rápidamente que el joven Dolan era un eficiente exégeta de la sensibilidad del grupo; también, que la lógica cinematográfica del cineasta conseguía a menudo materializar los dispersos e intangibles sentimientos de ese grupo joven. De inmediato dieron con un rasgo repetido en sus películas y declamaron la existencia de una regularidad que servía como llave de lectura. A esa endeble pero constante unidad la denominaron experiencia de lo fugaz. Aparentemente, el éxito de Dolan coincidía con un saber filmar la insustancialidad ubicua del Yo, el mundo y las cosas, consecuencia directa de poder advertir esa conciencia de lo transitorio como matriz de toda experiencia. Dicen que ayer, cuando el personaje de Juste la fin du monde recuerda el coito que tuvo con un compañero de la juventud y se despide de su amante, los feligreses de Dolan agradecían la eficacia de la escena sin poder contener las lágrimas. Era una escena perfecta que sintetizaba la experiencia de lo fugaz. El coito, la ternura volátil, la despedida. El amor dura un segundo, el recuerdo lo evoca por siempre. La nostalgia a la que alude el personaje de Juste la fin du monde lo sobrepasa, o en todo caso, es parte de la lingua franca espiritual de una generación ligera. El reportorio está completo en Juste la fin du monde: los ralentís, el peculiar uso de música extradiegética, el montaje cortado, los saltos de escala en los planos. Por otra parte, los personajes hablan hasta por los codos, pero es una habla dispersa, pletórica de conceptos altisonantes pero entrecortados que no expresan prácticamente nada. La nada, ni budista ni sartreana, sino la nada misma, es el tema de Dolan, pues lo transitorio, en última instancia, es mirar cómo las cosas se despliegan y desfiguran en la inmediatez de su duración. La nube en el cielo pierde rápidamente su forma, insustancialidad atmosférica reconocible. Eso es el cine de Nolan: una nube que se dispersa en un segundo y se convierte en nada. ¿No es esta la razón más poderosa, quizás secreta, de la devoción del cineasta por la cámara lenta? El joven cree que así detiene la marcha de lo real y por consiguiente triunfa (falsamente) sobre lo fugaz. Juste la fin du monde está basada en una obra teatral de Jean-Luc Lagarce de título homónimo. El origen teatral se traslada en demasía al film, pese a los enormes esfuerzos de Dolan de desmarcarlo de esa genealogía; esta claro que intenta hacer cine a partir del material, de transformar lo que no necesita imágenes en movimiento en un bloque de imágenes que se mueven con gran fluidez; a veces le sale, en otras prefiere o no le queda otra opción que ingresar al reino visual del videoclip. Los tres momentos cliperos son lamentables. thumb_4710_film_main_big Juste la fin du monde La historia es breve: un escritor que no ve a su familia hace más de 10 años regresa a su casa para contarles a los suyos que en breve morirá. Dicho así, se puede creer que se trata de un hombre de letras en su senectud, pero no es así. El misterioso moribundo apenas tiene unos treinta y pico de años, se lo ve bastante bien y nada en su fisionomía anuncia un encuentro inminente con un tribunal divino en el más allá. Sin embargo, hemos de creerle que está por morir, como afirma su voz en off en pleno viaje de avión camino al hogar. Nunca se sabrá qué tiene y qué enfermedad incurable lo aqueja. Tampoco su semblante es el de un enfermo terminal. La familia es tremenda. Propia del bestiario de los cínicos misántropos de Zentropa, cada uno de los miembros culmina abonando el deseo honroso, frente a la tan evidente decadencia de la especie, de que la humanidad acabe para siempre. El personaje de Vincent Cassel, el hermano mayor del escritor, más histriónico que nunca, alcanza una dimensión insólita de neurosis en donde no solamente ataca a su dócil esposa (Marion Cottilard), sino también a toda la platea. Grita durante toda la película, se irrita como si el regreso de su hermano y la historia que tienen en común, que apenas se puede adivinar, constituyera un drama cósmico irreparable que está por encima de cualquier situación humana. Cassel, además, está muy bien acompañado. La madre, interpretada por Nathalie Baye, también tiene picos de una histeria asombrosa, y Léa Seydoux, como la hermana menor, no desentona en el exabrupto y en los picos de emoción. En definitiva, una familia de histéricos poco sublimes: todos quieren reencontrarse, pero cuando el deseo puede cumplirse el rechazo les impone una conspiración conjunta para malograr el objetivo. ¿Cómo filmar la neurosis hiperbólica de este grupo familiar cuyo domicilio no es otro que el limbo? En el inicio se advierte un aviso situando el relato en algún lugar y hace algún tiempo. Limbo espacial y temporal, pues los personajes son caricaturas neuróticas que deben encarnar un laboratorio discursivo de la incomunicación. En este sentido, los personajes son caricaturas paradigmáticas de una subjetividad contemporánea que no está en ningún lado y a su vez no pertenece a nada. Si esto fuera así de forma programática, tal vez Juste la fin du monde tendría algo rasgo más crítico y lúcido que la mera duplicación del mundo que representa. La película no muestra y examina un problema; más bien, es parte de él. En efecto, Dolan desconoce la distancia o está demasiado cerca de lo que pretende representar (y si bien en esta ocasión decidió no estar frente a cámara para que el mundo entero reconozca y usufructúe su indesmentible belleza, el reflejo narcisista del film pasa por la reproducción acrítica de un orden simbólico). Impresionismo puro el de Dolan: es el cineasta de nuestro tiempo, lo que no implica que estemos frente a un (buen) cineasta. ¿Qué más decir sobre Juste la fin du monde? ¿El escritor revelará su destino funesto? Poco importa, ya que la lógica del relato consiste en retardar la revelación y en ese desvío narrativo intensificar la tensión indiferente a la progresión del relato. El objetivo se cumple: distintas situaciones que se centran en la interacción con el escritor y su familia (una charla colectiva inicial, charlas con cada uno de los hermanos, una cena) operan como un barullo constante en el que se emiten signos dispersos que poco dicen pero refuerzan un malestar no identificado y menos aún trabajado. Dolan es nuestro Bergman, o la expresión más acabada de un existencialismo posmoderno vaciado hasta su propia extinción simbólica. Asombrosa paradoja: la buscada exageración en el tono y en volumen es inversamente proporcional a la esterilidad de prácticamente todo lo que se dice. ¿Algo más para decir sobre Juste la fin du monde? A su favor, debido a que nunca se debe ahorrar en prodigar un elogio si hay algo que lo amerite, hay una cierta intuición que Dolan trabaja con eficacia: la relación que se establece entre el ritmo de la conversación y las formas de musicalizar una escena de discusión resulta novedosa. Al respecto, hay dos o tres momentos excelentes, en el que el trabajo sobre el fondo sonoro musical en concordancia con la rítmica y el volumen del tema elegido orquesta un sistema desordenado de transmitir emociones que alcanza hipérboles sorprendentes. En esos pocos fragmentos se adivina el cineasta que Dolan podría ser, y que a lo largo de su carrera se puede corroborar en algunos pasajes notables de Tom à la ferme y aceptables de Mommy, que luego con poco empeño Nolan diluye en cada una de las películas de su abultada obra. Ejemplos: los tres clips de Juste la fin du monde y las involuntarias publicidades de crema de enjuague en Los amores imaginarios.
Así como hay motivos para irse, hay motivos para regresar, asegura Louis (Gaspard Ulliel). En su caso el motivo es volver a su pueblo natal, tras doce años fuera, para darle a la familia una noticia: le queda poco tiempo de vida. Durante toda esta temporada, lo único que han sabido de este hombre fue por una seguidilla de postales, para las fechas especiales, pero nunca más de dos o tres palabras. Eso es él, según su madre (Nathalie Baye). Eso y una tímida sonrisa que cubre lo que piensa y siente.
Es sólo el fin del mundo: Griterío en la mesa familiar. La última película de la productora MK2 es una despedida gris, Dolan decepciona y defrauda a su público con una obra repetitiva y ruidosa. El joven Xavier Dolan estrena su última película “Es sólo el fin del mundo” (Juste la fin du monde) que viene de una gran polémica del último Festival de Cannes por su enfrentamiento con la crítica internacional. La cinta es la primera adaptación del canadiense que entra en Competencia Internacional y, en palabras suyas, la última también ya que su recepción por parte de la prensa cinematográfica no fue muy grata. Sin embargo, el director logró consagrarse con el Gran Premio del Jurado (uno de los más importantes) y, hace poco, su creación quedó entre las nueve preseleccionadas al Oscar de habla no inglesa. Es la primera vez que el canadiense utiliza actores de talla internacional, el trío Marion Cotillard, Léa Seydoux, y Vincent Cassel, y un gran presupuesto en un filme donde las expectativas son mayores y el resultado sale fallido. Basado en la obra homónima de Jean-Luc Lagarce, el enfant terrible construye una historia sobre la familia. Cuenta el retorno de un escritor, a punto de morir, a la casa (en la que en su juventud decidió abandonar) luego de 12 años de ausencias en un pueblo muy alejado de la ciudad y donde los fantasmas no tardaran en aparecer. Su madre coqueta (Nathalie Baye), su suegra introvertida (Cotillard) y en especial sus dos hermanos (Seydoux y Cassel), el mayor y la menor, intentarán hacer la paces sin llegar a una crucifixión. La narración es simple y fútil, es el encuentro de este hombre (Gaspard Ulliel) atormentando por su pasado con su familia dolida por la huida. La carga principal estará expuesta por los largos, fuertes, dañinos y cargados diálogos en los que se moverá la historia. Además, de algunos flashbacks de la infancia y del amor adolescente del protagonista. Siempre con el toque de imagen pícara y pseudosensible que transmite el director. Las estructuras de los personajes están sobrecargados de rencor, odio y cólera tanto es así que no se les permiten ver más allá de lo que reclaman. No se transmite, al fin y al cabo, la sensación de dolor, solo estrés y agotamiento. Cualquier acción por lo mínima que sea lleva a la familia a reaccionar con gritos y reproches. Todo es excusa para el reclamo. El histerismo en su estado más puro y postmoderno. Y como se viene acostumbrando, pensar en el cine dolanista es imaginarse videoclips continuos con música pop/electrónica y en este caso son necesarios para salvar una narración al borde del abismo. Sin este recurso, el largometraje sería pernas hablando fuerte todo el tiempo sin nada más en particular. Las metáforas casi absurdas y débiles nos hacen pensar que no es el Dolan maduro que uno esperaría, es sólo un joven que todavía se cree rebelde, que piensa que su fórmula funcionaria para siempre sin importar el tema. Marin Karmitz (productor de MK2) se despide como editor de películas con esta coproducción que no le hace honor. Será una pequeña mancha que dejará dentro de tantas grandes obras.
Decir adiós Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, “Es sólo el fin del mundo (Juste la fin du monde), la sexta película del siempre aplaudido Xavier Dolan (Mommy, Yo maté a mi madre, Los amores imaginarios) es la candidata canadiense a los próximos premios Oscar. Adaptación de la obra de teatro homónima escrita por Jean-Luc Lagarce en 1990 (cinco años antes de que falleciera de Sida), está interpretada por Gaspard Ulliel (Saint Laurent, La bailarina), Vincent Cassel (Cisne negro, 2010; El odio, 1995), Marion Cotillard (Dos días, una noche, 2014), Léa Seydoux (La vida de Adéle, 2013) y Nathalie Baye (Atrápame si puedes, 2002; Laurence Anyways, 2012). Se trataba de una apuesta arriesgada de la que, como siempre, el realizador canadiense ha resultado vencedor. Tras doce años de ausencia, un escritor regresa al pueblo donde viven su madre y hermanos, para anunciarles que se está muriendo. Y en una tarde que transcurre entre las cuatro paredes de la casa familiar, todos querrían decir lo que piensan pero nadie encuentra las palabras adecuadas para hacerlo, todas las frases parecen cargadas de tensión, de dobles intenciones; todas cuesta pronunciarlas, todas parece que van a descargar tensiones acumuladas durante mucho tiempo. Desde la llegada del escritor a la casa familiar se evidencia la imposibilidad de que exista la menor comunicación entre todos los reunidos. Fundamentalmente, porque ha pasado el tiempo y nada, ni nadie es como antes. Y a medida que pasan las horas van apareciendo las envidias, los rencores, las frustraciones, y también el cariño e incluso la devoción. Es una historia dura, una historia de familia que podemos imaginar fácilmente, en la que aparecen las obsesiones que se repiten en el realizador de Québec: los hogares disfuncionales y el sentimiento de amor-odio, tan frecuente entre las personas cercanas. Y es una película magnífica en la que no queda lugar para la esperanza. La muerte es lo más definitivo de la vida; los cinco personajes tienen la muerte en el horizonte de sus diálogos. Los cinco están interpretados por buenos actores y el resultado es convincente. La narración se construye sobre una sucesión de primeros planos, pero no tomados de frente, sino de manera oblicua, lo que obliga a los actores a girar la cabeza para que podamos verles ambos ojos. Unos primeros planos, además, que están cargados de una enorme elocuencia y es algo digno de alabar en esta producción, habida cuenta de que, es obvio, que el director ha obligado a los actores a que sacaran lo máximo de unas miradas inclinadas que llenan la mirada en numerosas ocasiones, como digo, y en no pocas, sin texto. Otras veces hay abundancia de texto, como en la escena en que Louis y Antoine dialogan airadamente en el coche de éste, donde lo novedoso es que la toma se hace desde el asiento de atrás, como si un tercer pasajero estuviera siendo testigo de ella. De ahí que se vean los reposacabezas de los asientos delanteros, como no podía ser de otra manera, la carretera por la que progresan, y tan sólo en posiciones muy forzadas, cuando tuercen la testa, el perfil de los actores. Muy psicológica y profundamente introspectiva, este nuevo y estimable trabajo del considerado “enfant terrible” del cine franco-canadiense invita a la reflexión, y eso hoy en día ya es mucho…
La nada y el vacío Xavier Dolan, niño mimado en festivales prestigiosos, conoce al dedillo las posibilidades de generar todo tipo de sensaciones en el espectador con la utilización de los recursos cinematográficos y la manipulación de los materiales, más que en su intento de contar una historia. Cualquiera sea ella, el plus aparece en el fondo y no delante. Fondo que se hace absolutamente visible por el artificio, que despoja toda su impronta de la realidad o mejor dicho de una propuesta cercana al naturalismo, o del relato clásico que alcanza todo tipo de etiquetas a esta altura y que la pereza resuelve en un concepto bastante de moda: pos modernismo. Es sólo el fin del mundo (2016) es de esas películas que ponen incómodo al espectador, lo hacen cómplice en el primer minuto al confrontarlo con una verdad que a lo largo de la película jamás se revelará. Si esa verdad además se relaciona con un rasgo esencial de un personaje, el efecto de alargamiento y retardo se magnifica. La primera pregunta que dispara este entuerto cinematográfico supone -en realidad- varias respuestas. ¿Por qué? Lo primero que pasa por la cabeza del espectador es ese interrogante, que va unido a la motivación, y la motivación arrastra indefectiblemente tanto a la emoción como al deseo en primera instancia para establecer un juego de roles en los vínculos. Vale decir, la importancia del entorno condiciona la propuesta y el contexto aumenta el grado de perturbación. Filmar lo fugaz, lo efímero, la nada per sé es un desafío que pocos cineastas buscan atravesar en sus propuestas artísticas, o por lo menos hacerlo con materiales que no son propios como es el caso de este opus, cuyo origen es una obra teatral. La premisa o el pretexto ficcional es sencillo y a la vez contundente: el protagonista tiene 34 años y doce de ausencia en la familia. La incomunicación con sus hermanos es directamente proporcional al afecto que puede o no tenerles y además sabe que se va a morir pronto. Eso hace de su inesperada visita un verdadero justificativo para todos sus actos subsiguientes. Sin embargo, ningún miembro de su familia está dispuesto a escuchar su silencio. Si una de las aproximaciones a la idea de vacío recae en el silencio, el contraste más eficaz para hablar del silencio es precisamente adornarlo de palabras, atorarlo en verborragia estéril frente a la inevitable noticia de la muerte. Los reproches no tardan en llegar, son la melodía desencadenada de un coro disfuncional exagerado y hasta por momentos caricaturesco, que acompaña el derrotero del protagonista, mientras escucha, reflexiona, añora -más que recordar- y cae en la trampa de las palabras. El espectador parece un convidado de piedra ante semejante desquicio, por momentos reconoce el difícil instante de tomar la palabra para comunicar aquello que todos se niegan a escuchar; el espectador no puede salir de la trampa de la complicidad, porque el propio Dolan lo dejó indefenso y aturdido. Pero lo que realmente sorprende en este opus que sacude es la meticulosa red de significados con la que Dolan construye el universo propio de esta familia, fuera de todo espacio o tiempo, en un registro errático que a veces toma prestado la dinámica del videoclip, otras la retardada puesta teatral y en ocasiones el desborde por el desborde en sí mismo, con un estallido de gritos, palabras altisonantes y filosos acordes en una música omnipresente. La nada y el vacío no son la misma cosa, una responde a una suerte de lugar y el otro a una sensación que conecta con lo más profundo de las emociones. Traducir en imágenes a esas dos abstracciones es el primer paso, aunque no alcanza y por suerte no se agota en una sencilla o compleja representación, sino en un estado de suspensión donde la intelectualidad reposa en la emoción y la sensibilidad afina los acordes de una melodía que logra escapar del murmullo y retumba cada vez que se cierra la puerta de la percepción.
El joven y prolífico director canadiense (6 largometrajes realizados con apenas 27 años) contó con un auténtico seleccionado de estrellas francesas (Marion Cotillard, Léa Seydoux, Vincent Cassel, Gaspard Ulliel y Nathalie Baye) para un film de origen teatral (está basado en la obra de culto de Jean-Luc Lagarce) que no tiene demasiados hallazgos, aunque le reportó nada menos que el Gran Premio del Jurado en la última edición del Festival de Cannes. El realizador de Yo maté a mi madre, Los amores imaginarios y Tom à la ferme narra en esta transposición de la pieza teatral semiautobiográfica de Jean-Luc Lagarce -un autor de culto que murió a los 38 años de SIDA en 1995- el regreso al hogar familiar de un dramaturgo treintañero (Gaspard Ulliel) tras doce años de ausencia para -según sabemos desde el primer minuto- anunciarles que va a morir. En esa casona de pueblo rural lo esperan su madre (Nathalie Baye), su hermana (Léa Seydoux), su hermano mayor (Vincent Cassel) y la esposa de éste (Marion Cotillard). Construida casi exclusivamente con primeros planos, se trata de una exploración bastante impiadosa y por momentos al borde del ejercicio de crueldad de las miserias, reproches, frustraciones y, claro, del amor que inevitablemente asoma incluso en el ámbito de un grupo disfuncional como el que aquí se retrata. Más allá de algunos flashbacks sobre la infancia del hijo pródigo, de un par de breves viajes en auto y, por supuesto, de toda la estilización, el diseño, el preciosismo visual y el despliegue musical tan propios del universo del realizador de Laurence Anyways y Mommy, Dolan respeta casi frase por frase los diálogos que Lagarce escribió en 1990, en una experiencia que remite a lo que François Ozon hizo con Rainer Werner Fassbinder en Gotas que caen sobre rocas calientes, aunque en el caso del cineasta canadiense casi sin humor y con no poco sadismo hacia los personajes (y el espectador). Se trata, en definitiva, de una sucesión de duelos actorales (generalmente de a dos personajes por escena, aunque hay un par de momentos en que están todos en pantalla comiendo y discutiendo) que generan más irritación que admiración. Verdadero encantador de serpientes (de programadores a críticos, pasando por productores y estrellas como las aquí reunidas), Dolan sigue haciendo un cine más cool que inteligente y profundo.
Disonantes emociones en conflicto No hay manera de no decir nada. Se puede decir demasiado o bien no decir lo suficiente. Esa idea atraviesa el sexto largometraje de Xavier Dolan, ganador del Gran Premio del Jurado en la última edición del Festival de Cannes. Con apenas 27 años, este provocador artista canadiense se convirtió en mimado de la crítica gracias a películas intensas y celebradas como Yo maté a mi madre (2009) y Mommy (2014), también ganadora en Cannes. Con Es sólo el fin del mundo, es notorio, las opiniones han estado más divididas. Quien dispara el torrente de potentes emociones que impulsa a la película es un joven dramaturgo que se reencuentra con su disfuncional familia luego de una prolongada ausencia. Tiene la idea de contarles algo muy importante, pero su intención inicial es obturada por una catarata de gritos, reclamos y reacciones histéricas e histriónicas de su madre y sus dos hermanos. Son ellos los que dicen demasiado, frente al estupor del que, aturdido, no logra decir lo suficiente. Dolan cuenta ese visible desencuentro apelando a una sucesión de planos cerrados que acentúan el ahogo que provoca toda la situación e intercalando espaciadamente estilizados flashbacks que rememoran un pasado más luminoso. La única que parece dispuesta a escuchar al recién llegado es su nuera (la gran Marion Cotillard), pero su cordial predisposición no alcanza en medio de tanto barullo.
A mí no me vas a gritar Descaradamente soberbio o soberbiamente descarado: el director canadiense Xavier Dolan, niño mimado de Cannes, divide las aguas. El cine del canadiense Xavier Dolan es así, divide a detractores y admiradores. Le gustan los excesos, lo que de por sí no es precisamente un defecto. Dolan presenta sus filmes como si estuviera desesperado porque su ingenio sea notado, apreciado y distinguido. Pero a Es solo el fin del mundo, como a cualquier obra, conviene verla sin prejuicios al ingresar a la sala. Louis-Jean (Gaspard Ullier) es un escritor que regresa a su hogar después de una docena de años, para contarle a su familia que va a morir. Es joven, uno adivina que talentoso en lo suyo, y se pregunta por qué recién después de tanto tiempo se toma un avión para visitar a mamá (Nathalie Baye, irreconocible), su hermana (Léa Seydoux), su hermano (Vincent Cassel) y su cuñada (Marion Cotillard). Cuando los conoce, advierte el motivo. O al menos será la manera en que Louis-Jean se relaciona con los suyos, por lo general, a los gritos (de ellos), con discusiones continuas, por más que el recién llegado trate de balancear presiones, angustias y recelos. Es solo el fin del mundo es una película narrada básicamente con planos cortos, casi de TV, con movimientos continuos de cámara. El filme prácticamente mantiene la acción dentro de la casa (se basa en una obra de teatro de Jean-Luc Lagarce, quien falleció de sida a los 38 años). Es claro que el director de Yo maté a mi madre y Mommy le gusta cuidar la estética, usar tonos fuertes y una iluminación cambiante. La película se ve bien. Pero es una aglomeración de conflictos y altercados que bombardean al espectador. ¿Si es caótico? Cuando el caos tiene un orden, deja de serlo. También, es una acumulación de lugares comunes, que van desde el despertar sexual al cliché de los recuerdos de la madre. Dolan trabaja la imagen con el soporte sonoro como aliado, apelando a canciones como leitmotivs, y construyendo sendos videoclips, en los que el sonido aumenta el volumen. Descaradamente soberbio o soberbiamente descarado, que no es lo mismo, consiguió un elenco de estrellas a las que maneja a su gusto. Subyuga y/o irrita con su descaro, pero si hay algo que no hace es pasar desapercibido.
Gritos, no susurros Con apenas veintisiete años y seis largometrajes estrenados, el realizador canadiense Xavier Dolan vuelve a dividir las aguas con Es sólo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016), transposición de la obra homónima del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce. Desde su estreno en Cannes, la última película de Dolan -transformado en uno de los “abonados” del Festival- fascinó a los amantes de su cine e irritó a sus detractores. Como ocurrió previamente con Yo maté a mi madre (J'ai tué ma mère, 2009), Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2010) o Mommy (2014), Es sólo el fin del mundo suscitó grandes alabanzas, pero también fuertes críticas. Los que aprecian sus films, encuentran una intensa curva dramática; un vendaval de emociones que se conectan con una suerte de “sensibilidad a flor de piel”, capaz de sintonizar con una estética contemporánea. Los detractores, en cambio, piensan que ver una película de Xavier Dolan es asistir a una serie de fuegos de artificio entre los que no faltan las secuencias videocliperas que poco y nada tienen de profundas. Su último opus es la transposición de una obra de culto, de un singular dramaturgo que supo construir una voz propia, aunque –al menos en Argentina- no tuvo una gran cantidad de puestas que lo dieran a conocer. Tras ver su versión cinematográfica –con sus defectos y sus virtudes- no cuesta entender que el material le vino como anillo al dedo a esta suerte de enfant terrible. ¿Qué cuenta Es sólo el fin del mundo? Quizás esta sea la primera película de Dolan en donde es mucho más evidente que lo relevante es el cómo y no el qué. Todo comienza con la llegada de un joven dramaturgo (Gaspard Ulliel) a su casa familiar, tras doce años de ausencia. Allí lo espera una madre tan histriónica (Nathalie Baye) que hace de la telenovela más maniquea una oda al realismo naturalista, su hermana , que parece estar siempre al borde de la exasperación (Léa Seydoux); su violento hermano mayor (Vincent Cassel) y su sometida esposa (Marion Cotillard). Lo importante es el reencuentro, que es –a la vez- una serie de múltiples reencuentros. Sobre todo porque el joven dramaturgo –sostiene al comienzo, voz en off mediante- morirá pronto de una enfermedad terminal. Todo deberá ser leído bajo la óptica de la despedida. Hay una predilección en la película por los primeros planos, que a decir verdad se amoldan a ese rasgo claustrofóbico –endogámico, más bien- que tiene el hogar (no dulce hogar, en este caso). Habrá en la breve estadía reproches, pedidos de primera y última hora, algunos amagues de golpes que sorprenden mucho menos que los otros, más “dialogados”, en general vinculados a la ira acumulada durante años y la certeza (mayor o menor) de que aquella visita es pasajera. La cámara de Dolan se enamora del dramaturgo, que en casi ninguna secuencia da cuenta del deterioro físico y que respira algo de paz luego de los insertos que provee el realizador sobre su pasado (con estética de video clip de los noventa, acorde a la edad del escritor). En las pocas horas en las que transcurre la historia queda claro que lo que intenta ofrecer la obra de Lagarce (o, al menos, lo que potencia Dolan) es un recorrido emocional que excede la intriga. Sí, es cierto; fatiga el griterío que se suscita tras la llegada del hijo pródigo, el que logró triunfar; fatiga que algunas situaciones del pasado se logren desentrañar mientras que tantas otras no; incluso fatiga que la duración de las discusiones por momentos se exceda de los límites de lo soportable. Pero todas esas “fatigas” dan cuenta de lo que le ocurre al personaje, y allí sí hay un problema y es que poco sabremos de qué se transforma en él, por más que Dolan le aporte al relato una metáfora visual final que hará de las delicias de los fans y, como no podía ser de otra manera, hará patear la butaca a los detractores.
CUANDO LAS PALABRAS NO SIRVEN PARA EL AFECTO Del admirado director Xavier Dolan que como ya ocurrió con “Tom à la ferme” utiliza una obra teatral, en este caso a la obra de Jean-Luc Lagarce. Y decidió respetar el texto y formalmente utilizar el primer plano, casi nunca compartido para enfatizar aún más el origen del material, y subrayar lo que ocurre en el seno de una familia, sin detallar los porqués. Un escritor regresa a su hogar luego de 12 años de ausencia para contarle a su familia que va a morir y darles y darse una oportunidad de despedida. Pero en ese encuentro esta la ebullición de los reproches acumulados, preguntas sin respuestas, odios más que la posibilidad de una comunicación verdadera. Intensa, emotiva, siempre cercana a la explosión, al equívoco, a las palabras que tapan huecos. Grandes actores al servicio de la trama, Vincent Cassel, Nathalie Baye, Lea Seydoux, Marion Cotillard y el portador del adiós Gaspar Ulliel. La intensidad de la película se instala de inmediato y solo tendrá respiro en la emoción y muchas veces en la incomodidad para el espectador. Detallista, crea un suspenso de caldera del diablo.
LA INFANCIA DEBE MORIR El nuevo film de Xavier Dolan es un ensayo sobre la idea de la muerte. Ni más ni menos que eso: hay una muerte fisiológica, que en este caso es anunciada, una muerte de la infancia y la vida que decidimos dejar atrás y otra de los fantasmas que nos acompañan en vida. Casi me atrevería a decir que este es el orden en el que aparecen en el marco de la narración aunque Dolan nunca fue un guionista muy lineal así que estas variaciones del motivo de la muerte muchas veces aparecen solapadas unas con otras. La muerte anunciada aquí cobra la fisionomía de un viaje al pasado. Louis (Gaspard Ulliel), un renombrado dramaturgo, vuelve a su pueblo natal después de doce años de ausencia. “Hay motivaciones, que no son asunto de nadie, que te obligan a partir sin mirar atrás. Y hay motivaciones que te obligan a volver”, piensa Louis. El partir y el volver como dos paréntesis que demarcan una vida dentro de la vida. El personaje se dice así mismo que necesita volver sobre sus pasos, anunciar su inminente muerte a aquellos que alguna vez fueron su familia pero en realidad solo quiere sostener la ilusión de que es el amo de su vida hasta el final. ¿Acaso Louis puede manipular las partidas y los retornos a su antojo? No realmente. Y eso es lo que su familia va a reprocharle apenas cruce el umbral de ese viejo hogar. La madre, el hermano, la hermana, la cuñada, cada uno tendrá su escena de demanda con Louis. En Tom en la granja (2013), el personaje interpretado por el mismo Dolan, también realizaba una travesía al pasado. Pero allí Tom opera como el sustituto del muerto, el que habla en su inevitable ausencia. Allí y aquí se trata del hijo gay que retorna, aunque Tom es el fantasma del muerto mientras que Louis es su presencia. Resulta difícil no pensar ambos films de Dolan de manera articulada ya que sus vínculos resultan evidentes para cualquiera que los haya visto. En Tom en la granja el interés era la puesta en escena que requería el standart heterosexual, cuestión que aparecería como “resuelta” en Es solo el fin del mundo: aceptación de la condición homosexual del segundo hijo varón. Sin embargo, esto no evita que el hogar de la infancia aparezca en ambos films como la representación de lo que aniquila y mata lentamente. La madre como el agujero del que hay que escapar, la ausencia de la figura paterna como lo que clama demandas patriarcales y finalmente la idea de la muerte vinculada con nuestro espacio y tiempo de origen; la infancia debe morir. Estas son sin duda las motivaciones “que no son asunto de nadie” de las que habla Louis en la primera escena. Es solo el fin del mundo fue presentada en Cannes y al igual que sus otros films no recibió grandes elogios, sobre todo de la crítica norteamericana. Puede ser que algunos de los personajes estén un tanto estereotipados en las escenas de discusión colectiva, particularmente el de Vincent Cassel (Antoine). Sin embargo, aún con cierto tono melodramático, el film tiene una belleza inusual y, al igual que todos los films de Dolan, logra un superávit comunicacional con un déficit de recursos de producción. Merece la pena escuchar lo que el film tiene para decir. ES SOLO EL FIN DEL MUNDO Juste la Fin du Monde. Canadá/Francia, 2016. Dirección: Xavier Dolan. Guión: Xavier Dolan. Producción: Patrick Roy. Montaje: Xavier Dolan. Fotografía: André Turpin. Música: Gabriel Yared. Intérpretes: Nathalie Baye, Vincent Cassel, Marion Cotillard, Léa Seydoux, Gaspard Ulliel. Duración: 97 minutos.
EL TIEMPO Y LA DISTANCIA NO TODO LO CURAN Xavier Dolan es uno de mis directores predilectos. Talentoso y multifacético, este joven canadiense se renueva en cada una de sus entregas. Esta vez le toca el turno a Es sólo el fin del mundo, su último film. Como de costumbre y fiel a su estética moderna, Dolan vuelve a embellecer la pantalla. Sin alejarse de su ya trabajada (y autobiográfica) temática homosexual, Dolan presenta la historia de un joven que regresa a su hogar luego de una larga ausencia de doce años del hogar materno, retorno marcado por una decisión trascendental en su vida. Este regreso del hijo pródigo a un hogar y una familia que mantiene aún vigente las mismas problemáticas por las que se alejó en el pasado, destapa una olla a presión que estalla en varios momentos y con distintos integrantes del clan, creando desde la actuación, las tomas subjetivas (bellas y artísticamente compuestas) y la musicalización una tensión dramática constante y en continua progresión durante el desarrollo de este reencuentro familiar. Es destacable, y aquí haré un paréntesis, que la musicalización en las películas de Xavier Dolan es tan precisa y tan pertinente que se convierte en un elemento no sólo característico sino también en un ingrediente esencial al momento de hilvanar las diferentes historias que cada una de sus películas presenta. La gama de colores, el vestuario, la puesta en escena en general, siempre son tan cuidadosamente elaboradas y tan estéticamente bellas de ver, que sus films son un deleite a los ojos de cualquier espectador. Las actuaciones son correctas, destacándose siempre el poder que tiene el director para trabajar los papeles femeninos, permitiendo a las actrices desarrollar roles fuertes, interesantes y ricos dramáticamente. En este caso tuvieron la oportunidad tres grandes actrices: Léa Seydoux, Nathalie Baye y Marion Cotillard, cada una desde su rol, permiten elaborar personajes densos (en el buen sentido de la palabra) psicológica y actoralmente. Habiendo dicho esto, no puedo dejar de recomendar un film anterior de Dolan, Lawrence anyways (2012), donde realiza un trabajo excelente Suzanne Clément, al igual que su compañero Melvil Poupaud, ya que ambos logran crear una dupla que llega a tocar la sensibilidad del público. De igual manera, en Es sólo el fin del mundo Vincent Cassel también realiza una participación más que atrayente, componiendo un personaje contradictorio, repleto de emociones encontradas. Interesante aspecto es que este film es una adaptación de una obra de teatro, influencia que se nota no sólo en las actuaciones, sino también en el encuadre de ciertas tomas y en la fotografía, aunque el estilo moderno de Dolan se subraya de igual manera. Bello, interesante y disfrutable, Es sólo el fin del mundo pertenece a un director al cual ya podríamos denominar un autor con todas las letras, que logra crear en cada película una obra de arte visual, argumental y sonora.
El cine de Xavier Dolan es un cine visceral, intuitivo, que ha logrado ubicarlo, pese a su corta edad, en el panorama autoral mundial con pocas películas, y así y todo, muchos siguen cuestionando su capacidad para impactar y deslumbrar desde la pantalla. En “Es solo el fin del mundo” (Canadá, Francia, 2016) asistimos al relato del retorno de un hombre a su tierra natal luego de haberse alejado, sin muchas explicaciones, de su familia, de sus vínculos y de su pasado. En ese alejarse pudo forjar una carrera de escritor exitoso, la que, sin él saberlo, fue seguida por los suyos en silencio, minuciosamente. Lo que su familia no sabe es que su vuelta tiene que ver con algo personal, algo que quiere profundamente comunicar, al igual que una decisión irreversible que tomará. Pero en ese regreso nada se da como el pensaba, excepto la distancia con su hermano y la que él propiamente insiste en poner con su madre, su pequeña hermana y su cuñada (a quien no conocía) lo descolocan. Así arranca el film, un potente relato sobre las miserias familiares que terminan por explotar en forma de palabras a lo largo de todo el metraje. Un laberinto en el que cada obstáculo que aparece termina por sumar más odio destilado en medio de una cena que sólo complica más el presente del recién llegado. Dolan expone a sus personajes a un viaje al infierno, y expone al espectador a un sinfín de situaciones de las que trataré de evadirse sin buen resultado, porque “Es solo el fin del mundo” es la inmersión en las emociones de esta familia que supo callar y ocultar, pelear y amar al unísono, pero que no supo verbalizar ni explicar correctamente aquello que le estaba pasando. SI bien el guión va desarrollando el derrotero del encuentro y de la conflictiva relación entre los familiares, también juega con la imagen y la música a partir de la incorporación, por ejemplo, de la música (siempre la más inesperada) para sumar a través de flashback el estado anterior El director además de esos juegos, de bordear con el kitch, de acercarse a un cine de situación que parece casi improvisado, escoge delinear con trazos gruesos a sus personajes, porque sabe que en esa delimitación también radica su habilidad, sino no se entiende cómo su protagonista casi ni habla durante el film, y así y todo transmite mucho más que las palabras dolidas del resto del elenco. Y además, al delimitar los actantes, a cada uno le otorga una función, siendo la cuñada, aquella que funcionará como testigo de la decadencia de esos vínculos que intentan, a toda costa, imponerse nuevamente, pero que en la lejanía ya se han debilitado. Parece mentira que a tan corta edad Dolan pueda transmitir tantas impresiones sobre el entorno de la familia y cuente una vez más el clásico relato del regreso del hijo pródigo, aquel que vuelve para cumplir con algo, y en el medio termina por girar hacia otro lado para evitar que la colisión sea aún más fuerte. El preciosismo con el que compone las escenas, la precisión de los encuadres y la obsesión por construir también desde los espacios aquello que la narración necesita, sumado al increíble cast que lo acompaña en la aventura, Marion Cotillard, Lés Seydoux, Vincent Cassel, Gaspar Ulliel y Nathalie Baye, hacen de la propuesta una experiencia ineludible.
Si no conocen a Xavier Dolan, es el canadiense más famoso en el show business, después de Michael Bubble. Carismático, controversial, joven y con una fuerza creadora capaz de generar un universo propio. Se hizo famoso por haber "enamorado" a la gente de la organización de Cannes (sorry x decirlo así) donde compitió con varios trabajos y obtuvo muchos premios, siendo el más importante (tieen que verlo), "Mommy", casi casi, una obra maestra. "Just la fin du monde..." justamente ganó en esa localidad francesa en 2016 el Gran Premio del Jurado y también el Ecuménico de dicha competencia. Dolan es amado incondiconalmente por un sector de la crítica y resistido en igual proporción por los periodistas tradicionales. ¿Qué opinión tengo yo de él como cineasta? Es muy joven para la industria y sí, es talentoso. Creo que la palabra "irreverente" es la que mejor le queda. Sabe de climas y de transgresión. No vacila, va al cuello del espectador. No lo deja un segundo en paz en su butaca. Dinamita y exaspera. ¿Es un gran director? Sí, sin dudas. Sin embargo, este trabajo que hoy se presenta en las carteleras porteñas no es de los más inspirados ni de los más jugados. Es en realidad, una adaptación de una obra de teatro de un escritor francés, Jean Luc Lagarce, quien falleció de SIDA hacia 1995 (el texto original fue publicado en 1990). La trama presenta un escenario cerrado, claustrofóbico, y cuatro personajes que son familia, reencontrándose después de 12 años con Louis (Gaspard Ulliel) quien regresa a verlos (él dejó el hogar y se convirtió en un literato exitoso) en lo que sería una despedida virtual no dicha. Al parecer, quien retorna trae una noticia para la familia que dejó hace más de una década (ellos siguen viviendo en un entorno rural) pero lo que aparenta ser un cisma, su regreso, es ya bastante conflictivo para lo que el resto puede manejar. Porque claramente Dolan, ya consagrado y niño mimado del medio, ha conseguido un elenco soñado para la actualidad francesa: Marion Cotillard, Vincent Cassel, Lea Seydoux y Nathalie Baye... un auténtico dream team. Como se imaginarán, todos está aquí dispuestos a ponerle sangre a la historia de este reencuentro y lo harán en tono agresivo, visceral y demasiado estridente. Todos son actores de lujo. Pero aquí, la modalidad de interacción entre ellos, reduce sus matices de composición y estos sólo aparecen cuando cada uno de ellos dialoga individualmente con Louis (Ulliel), el verdadero eje de la cuestión. Dolan le pone energía, desmedida, a un relato extraño porque el corazón de la historia en muy noventoso. El texto original trae toda esta cuestión relacionada con la incomprensión frente al SIDA y la aceptación por parte de las familias tradicionales, de la homosexualidad. Está y el canadiense elige apoyarse en esa línea para explorar una familia, claramente disfuncional. El problema es que no todo funciona de manera aceitada. Esta es una cinta espasmódica, de tono alto, que empuja al espectador en todo momento de su butaca, no con las mejores armas. Hay estridencias de todo tipo (Cassel se lleva las palmas en este aspecto), pero no alcanza los niveles de complejidad compositiva al que este director nos tiene acostumbrados. Dicho en pocas palabras, está por debajo de sus grandes trabajos. Pero ofrece una conjunción de actores comprometidos y una trama familiar que merece verse, aunque parezca un recorrido trillado y sin demasiadas sorpresas. Quizás un poco sobrevalorada, "Es sólo el fin del mundo" es una buena propuesta dramática con intérpretes de sobrada categoría. Claro, no llega a las alturas narrativas y de fuste que su director habitualmente produce. A tener en cuenta.
Un drama que tiene muchos más gritos que susurros El dolor de un alma sensible frente a la incomprensión de los seres queridos, ese es el tema habitual de Xavier Dolan. Aquí lo desarrolla partiendo de una obra teatral de culto entre los suyos, con un elenco valioso y abundante experiencia previa: ésta es su séptima película. Como de costumbre, el resultado fascinará a sus seguidores y fastidiará sin remedio al grueso del público. Veamos. Tras 12 años de ausencia, un joven escritor gay visita el hogar materno. Quiere saludar a su familia, ahora que una enfermedad mortal le está poniendo plazo. Él mismo lo dice al comienzo de la película. Pero no puede decírselo a la familia. La madre dispersa, el hermano que lo desprecia y la hermana que lo reclama no le dan tiempo a nada. Ellos viven a los gritos, sin atenderse ni entenderse. Más o menos se salva la cuñada, pero por algo vive con ellos. Y por algo el pibe se mandó a mudar y estuvo tanto tiempo alejado. Pero qué triste, despedirse así de los suyos. Esa es la trama, adaptación de la pieza teatral que Jean Luc Lagarce escribió en 1990, cinco años antes de morir de sida. Fiel adaptación, dicen los que saben. Con elenco de lujo: Nathalie Baye, Vincent Cassel, Lea Seydux, Marion Cotillard y el sufrido Gaspard Ulliel. Pero con una puesta en escena enervante por el griterío casi continuo acompañado de llantos y recursos forzados, y el uso también casi continuo de primeros planos que acentúan la tensión. Ahí hasta los silencios gritan. Podría suponerse un respiro con la inserción de unos videoclips a modo de entreacto, o "fractura pop", pero suenan más fuerte de lo aconsejable.
Llega Es sólo el fin del mundo, la nueva película de Xavier Dolan, gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes. Un joven escritor regresa a su casa natal, luego de doce años de ausencia, para hacer un importante anuncio. A poco de poner un pie en la casa, una serie de tensiones entre el recién llegado y los habitantes del lugar donde pasó su infancia, le harán postergar lo que les viene a contar. Basada en una obra teatral del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce, las palabras, dichas a los gritos son lava caliente en esta familia disfuncional. Las relaciones en Es sólo el fin del mundo, están dadas por contrastes: a los gritos de casi todos los integrantes de la familia se contrapone el silencio de Luis-Jean, quizás todo lo que tenía para decir a esa familia, lo haya hecho en la su obra (se sabe que es escritor) y es por eso, que la mayoría de las veces, prefiere callar, casi atónito, ante la catarata de palabras que le escupen su hermano menor, su hermana más joven , su madre y hasta la cuñada que conoce personalmente cuando vuelve a su casa. El regresa para contarles que sufre de una enfermedad terminal, pero no se anima a decírselo a nadie, solo el espectador es depositario de este secreto. Al parecer ninguno está dispuesto a escuchar, sino a decir lo suyo de manera violenta. Y si en Mommy lo asfixiante estaba en el formato cuadrado de la imagen, acá es la cámara pegada a la nuca y los rostros en primerísimos planos cerrados, lo que agobia. Por momentos es insoportable que la vuelta al nido de este moribundo, tenga tan poco eco en su familia disfuncional. Llega para recomponer vínculos y todos parecen reprocharle su partida, pero nadie considera retenerlo. En Es sólo el fin del mundo, Dolan entrega un opus que apabulla por los gritos, exaspera por la forma en que se establecen los vínculos en esa familia, y por las motivaciones que no terminan de explicarse del todo, constituyendo una arbitraria muestras de (malos) comportamientos. Y a la vez, coloca al director estrella en un incomodo lugar que hace que uno se pregunte si la pirotecnia con la que construyó su corta pero prolífica carrera (tiene 27 años y realizó 6 largometrajes, es un niño terrible mimado, por los principales festivales del mundo) no está a punto de agotarse. Protagonizada por un dream team del cine francés: Léa Seydoux, Nathalie Baye, Gaspard Ulliel, Vincent Cassel y Marion Cotillard, cada uno tiene su momento de monólogo brillante o escena de dúo con otro actor. Para dolanistas puros, aunque quizás Es sólo el fin del mundo sea su película mas fallida, pero igualmente un elogio de la desmesura, con su irrupción de canciones pop, flashbacks híper estilizados, secuencias en cámara lenta y otras marcas de fábrica, en un desparejo despliegue de algunos de sus talentos que quizás lo empujen hacia su madurez artística. La escena final es de un lirismo tan precioso y tan memorable que hace, en parte, perdonar la gratuidad de tanta experiencia dolorosa y absurda de autodestrucción.
Volver Desde hace ya algunos años las obras del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce han cobrado notoriedad por sus historias desgarradoras, sus conversaciones imposibles y la aproximación a una esencia sobre la incomunicación en la que los seres humanos vivimos. El joven director canadiense Xavier Dolan (Mommy, 2014) retoma el trabajo de Lagarce para ofrecer una visión personal y claustrofóbica de la obra mediante primeros planos que buscan los detalles de cada gesto para crear un sentido vehemente y remarcar, a la vez, la imposibilidad de expresar las emociones discursivamente. Louis (Gaspard Ulliel) es un escritor con una enfermedad terminal que regresa tras más de una década de ausencia al hogar familiar para reencontrarse con su familia. Casi toda su vida adulta ha vivido en Europa, alejado de su familia, pero la necesidad de comunicarles la noticia a su madre y sus hermanos le ha impulsado a regresar a Canadá. Con su llegada, la familia queda revolucionada. Su hermana menor, Suzanne (Léa Seydoux), lo idolatra y busca tanto su aprobación como establecer por primera vez una relación con su hermano ausente desde que era una niña. Antoine (Vincent Cassel), su hermano mayor, de mal carácter, no puede perdonar que Louis se haya ido y menos aún que desee volver y reencontrarse como si el tiempo no hubiera pasado. La esposa de Antoine, Catherine (Marion Cotillard), intenta entablar conversaciones y conocer a Louis, pero su marido desata su cólera cada vez que ella lo intenta. Su madre (Nathalie Baye), por su parte, está encantada con el regreso de su hijo e intenta por todos los medios unir a la familia en este importante acontecimiento filial. Sin embargo, el resentimiento entre todos los hermanos es demasiado grande. El recibimiento no es como Louis esperaba y las demandas de cada uno de sus familiares, que buscan su aprobación, su amistad, su cariño o su desprecio, le impiden informarlos sobre su enfermedad para convertirse en un receptáculo de todas las ansiedades, las esperanzas y los problemas de la familia. Con actuaciones brillantes de todo el elenco, Es Solo el Fin del Mundo (Juste la fin du monde, 2016) construye un relato sobre la comunicación -o su imposibilidad- en un ambiente de encierro, de falta de luz y de incapacidad de escuchar al otro. Los personajes nunca abandonan ni por un segundo su rol de enunciadores y Louis es acorralado como receptor casi sin darse cuenta ni poder impedirlo. Dolan, que es un excelente director de actores, adapta la obra teatral con severidad, creando una obra de gran emotividad con escenas desesperantes que indican el anhelo de una familia quebrada. La fotografía de André Turpin (Incendies, 2010) se pone al servicio de la búsqueda de la incomodidad, de emociones contenidas por mucho tiempo que exigen una descarga. Al igual que en su último film Mommy, el realizador de Quebec dirige un film que pone al espectador ante un océano de sensaciones que golpean como olas y navegan hacía un abismo sin sentido mientras el mundo se termina.
Hermanos en una cacofonía de gritos. El film ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes es otra creación hiperventilada del director de Yo maté a mi madre, que continúa confundiendo catarsis con vómito, con personajes que parecen estar siempre al borde de la explosión emocional. Xavier Dolan, el niño maravilla canadiense, nutrido y mimado en ese centro del universo llamado Cannes y con no pocos admiradores en todo el mundo, continúa investigando las relaciones familiares, ineluctablemente conflictivas. En Es sólo el fin del mundo, ganadora del Gran Premio del Jurado en ese festival, la cuestión se torna un poco (apenas) más expansiva que en la anterior Mommy –dominada por la ecuación amor-odio entre una madre y su hijo adolescente–, sumando a la pequeña saga a un par de hermanos y a la pareja de uno de ellos. Sin embargo, continúa la cacofonía de gritos, que a esta altura es una de las marcas registradas de su cine: los personajes parecen estar siempre al borde de la explosión emocional, cuando no la surfean en el pico de su altura, y no hay casi un momento de la historia en la cual asome algo parecido a un momento de pacificación. Con la excepción, quizás, de un puñado de flashbacks que idealizan momentos muy puntuales del pasado del protagonista, Louis, el joven y exitoso dramaturgo que regresa, luego de doce años de ausencia, para avisarles a los suyos que está por morirse. Dolan contó para la ocasión con un reparto envidiable de talentos franceses, comenzando por la veterana Nathalie Baye como la reina madre y continuando con Vincent Cassel (el hermano), Marion Cotillard (la cuñada), Léa Seydoux (la hermana) y Gaspard Ulliel como el muchacho que regresa al seno familiar. ¿Por qué se fue? No se sabe y poco importa, aunque la toxicidad de ese hogar es ciertamente uno de los principales sospechosos. ¿De qué está muriendo? Tampoco se sabrá y su semblante sólo puede indicar la presencia de un mal terminal con un poco de imaginación. Lo cierto es que la ausencia y súbito regreso traen aparejados –previsible e, incluso, lógicamente– varios cuestionamientos y no menos reproches, y basta que Louis atraviese el umbral de la casa para que las palabras comiencen a arremolinarse en un vendaval de frases entrecortadas y, por lo general, hirientes. En particular cuando salen de la boca del hijo mayor, un Cassel de ojos inyectados en sangre en lucha con el mundo entero y, en esa jornada particular, enfrentado ferozmente a su hermano menor. El origen teatral de la historia y la histeria se evidencia aquí y allá en el tendido espacio-temporal de la trama, que Dolan intenta encubrir con primeros planos y súbitos cortes de montaje –y una eventual y breve salida al espacio exterior–, y sólo sobre el final hará un intento de evidenciar el artificio mediante el uso de la iluminación, un recordatorio demasiado tardío de un modo de representación dramático que puede confundirse perfectamente con el realismo exacerbado. Los únicos momentos que quiebran ese continuo pegajoso de sopapos verbales recorren fugazmente el pasado, no tanto como chispazos de la conciencia sino como publicidades preciosistas donde el producto a vender es la sensibilidad del personaje que está rememorando. Dos únicas instancias demuestran las posibilidades contendidas en la historia para un desarrollo diverso, más sutil, tal vez más sensato: dos breves escenas en las cuales Louis conversa o simplemente se mira atentamente con Catherine (Cotilllard) y la posibilidad de algo cercano a la comprensión asoma en el horizonte. Ese film posible, sin embargo, está completamente eclipsado por el existente, otra creación hiperventilada del director de Yo maté a mi madre, que continúa confundiendo catarsis con vómito.
El film cuenta con actuaciones soberbias, nos ofrece: Nathalie Baye, Gaspard Ulliel, Marion Cotillard, Vincent Cassel y Léa Seydoux, y afloran los conflictos familiares, las personalidades, los resentimientos, las frustraciones y los engaños. Algunas situaciones las complementa a través del flashback. Una fotografía de colores apropiados, buena iluminación, una exquisita banda sonora y los planos que resaltan varios momentos. Pero por momentos pierde el ritmo, cae en lugares comunes y el cliché. Adaptación de la obra de teatro homónima escrita por Jean-Luc Lagarce en 1990.
Esta obra teatral francesa llevada al cine pone al espectador casi frente a un escenario en el que ni el director ni los actores parecieran entender las diferencias entre ambos formatos. Un drama de reunión familiar gritado a voz en cuello durante dos horas desaprovecha el talento de un elenco que incluye a Marion Cotillard, Lea Seydoux, Natalie Baye, Gaspard Ulliel y Vincent Cassel. Imagínense estar en una reunión familiar en la que nadie parece soportarse entre sí, todos gritan y se agreden casi todo el tiempo y no poder salir de ella ni para ir al baño. Esa es la clase de tortura a la que Xavier Dolan somete al protagonista y a los espectadores de ES SOLO EL FIN DEL MUNDO, adaptada de una obra de teatro francesa de 1990. Lo teatral del proyecto es más que evidente, no sólo en la manera en la que los actores gritan como si la cámara no captara sus voces sino en su propia estructura narrativa, armada en base a largas escenas entre distintos personajes de pura extracción escénica. Pero eso sería el menor de los problemas del filme. Además hay que sumarle lo desagradable de la mayoría de los personajes, lo absurdo y ridículo de la mayoría de las discusiones que se producen y la idea de Dolan de que para volver “cinematográfico” al asunto lo mejor es cortar constantemente entre primeros planos de unos y otros gritándose entre sí. Con estos elementos –y sin un núcleo dramático al menos inquietante que justifique el maltrato generalizado, más allá de las obvias diferencias de personalidad– lo que la película produce en el espectador es un agotamiento y fastidio superior al que causa en el personaje. El, por lo menos, sabía al llegar a lo que se atenía. A nosotros nos toma por sorpresa. Con 27 años y una décima parte del talento que cree tener y que, por razones que no logro comprender (más que en ciertos momentos de algunas de sus películas y en la aceptable TOM A LA FERME) muchos creen que tiene, el canadiense Dolan se reunió con un grupo de superestrellas del cine francés y los puso a ladrarse entre sí –o tolerar los ladridos de los otros– durante semanas. Lo actores, imagino, felices con la oportunidad, pero por suerte a nosotros nos dejaron solo 100 minutos de toda esa experiencia. Gaspard Ulliel encarna a Louis, un autor de teatro gay que regresa a su hogar familiar tras doce años a anunciar que tiene una enfermedad terminal y que le queda poco tiempo de vida. Allá lo espera su madre, la histérica, gritona y negadora Martine (insoportable Nathalie Baye), su hermana menor, la torturada Suzanne (Léa Seydoux, a voz en cuello casi todo el tiempo), el violento y agresivo hermano mayor Antoine (Vincent Cassel, pasadísimo de rosca) y la mujer de éste, la nerviosa y tímida Catherine (Marion Cotillard), que se suma a Louis y a los espectadores en el sufrimiento de la tortura familiar. No hay un eje demasiado claro ni un reproche ni un trauma específico que sostenga la cantidad de barbaridades y el nivel de agresiones que se lanzan en el filme. Comparativamente a estos muchachos, cualquier familia italiana o judía parecerían nórdicos. Es una catarsis sin catarsis, porque se agreden la mayor parte de las veces por tonterías, en especial Antoine que no tolera a nadie y que tiene más ganas de pegarle a sus hermanos –y a su mujer– que de estar ahí. Lo mismo nos pasa a nosotros, pero lo incluiríamos a él, que evidentemente se merece un tranquilizante para caballos en la bebida. Las tensiones reinantes llevan a que nada cambie demasiado, a que el agobio visual y verbal se vuelva intolerable y que uno empiece a pensar en que, después de todo, sus propias reuniones familiares –aún las menos agradables– no son tan graves. Los momentos en los que la película sale del caos de la mesa familiar o de los distintos tête à tête es para pintar algunos recuerdos que Dolan filma y musicaliza a la manera de convencionales videoclips de moda. Y para el final alguna metáfora terminará dando a entender al espectador que a este chico todavía le falta mucha experiencia de vida para entender la mecánica de una familia. Y mucho cine para saber cómo contarla.
Después de la muy buena Mommy se estrena esta nueva película del muy joven Xavier Dolan -ha hecho seis películas y tiene 27 años-, ganadora de un premio importante en Cannes. Con un elenco de estrellas del cine galo, Dolan traslada al cine una pieza teatral sobre conflictos familiares. Hay un hombre que regresa después de años de ausencia para contar a su madre, hermanos y cuñada, que va a morir. Lo que sigue es una hora y media de todo tipo de reproches y maldades que afloran entre los personajes, tomados en primeros planos que tampoco se sienten muy cercanos a calidez alguna. Aún con el vistoso estilo visual que mostró en películas anteriores, una juxtaposición de juegos de imagen y uso de la música, el resultado de la acumulación de toda esta gente hablando -y hablamos de Marion Cotillard, de Vincent Cassell, de Léa Seydoux, de Nathalie Baye- termina por fastidiar hasta al más dispuesto. Entre los films hablados en francés y basados o parecidos al teatro -Nuestras mujeres, El nombre- no quedará como uno de los más recordables.
Formas de decir adiós Xavier Dolan, el joven director estrella del Festival de Cannes, regresó a escena con un drama potente y por momentos irritante en "Es sólo el fin del mundo". Se trata de la adaptación al cine de una obra de Jean-Luc Lagarce, célebre autor francés fallecido a los 38 años. El trabajo de Dolan respeta el origen teatral del texto con una puesta que se desarrolla casi en su totalidad en el interior de una casa. Hasta allí llega el protagonista, Louis, un exitoso dramaturgo que va a su pueblo después de doce años. La razón del viaje se revela en los primeros minutos cuando con su voz en off dice que lo hace para decirles que va a morir. La comunicación nunca fue fluida en esa familia disfuncional que grita y discute todo el tiempo por cualquier cosa, con una madre que parece haber enloquecido, un hermano mayor violento y una hermana menor a la que casi no conoce, mientras Louis solo parece expresarse con tres palabras y una sonrisa. El origen de la violencia que inunda las relaciones nunca es dicho pero sí sugerido a través de las palabras abandono, ingratitud, desprecio y resentimiento. Dolan transmite con insistencia y con algún levísimo humor ese caos que dura poco más de un día y lo acentúa con planos cortos y una banda de sonido presente en todo el filme.
El niño prodigio Dolan vuelve a revisar sus obsesiones: lo mal que se lleva con su madre, la imposibilidad de empatía en el mundo de hoy, la dificultad de traducir el dolor en arte, entre otras cosas. Un drama familiar hecho a retazos que sustituye la emoción y la veracidad por el manejo profesional de la crispación a reglamento, eso sí, con actores más caros que en sus principios.
El director Xavier Dolan lleva a la pantalla grande una historia tan pequeña como universal, basada en la obra de teatro de Jean-Luc Lagarce. Es sólo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016) es una película compleja y tensa de principio a fin. Tras 12 años de permanecer lejos, Loui (Gaspar Ulliel) regresa a su casa para comunicarle a su familia que le queda poco tiempo de vida. La visita toma por sorpresa a su madre (Nathalie Baye), a sus hermanos (Vincent Cassel y Léa Seydoux) y a su cuñada (Marion Cotillard). Pero principalmente, genera que reaparezcan todas las asperezas que provocó la distancia. Tensión, poco diálogo y la necesidad que aparecerá en el público de que se aclaren las situaciones, hacen de Es sólo el fin del mundo una película interesante y realista. Las emociones están a flor de piel y algunas escenas son claustrofóbicas. Tanto, que los personajes parecen cegados por lo que sienten y prefieren optar por la negación. Quizás porque es menos dolorosa que enfrentar lo que sucede. Las actuaciones son excelentes. En todo momento se traslada la tensión que existe entre los protagonistas a través de las miradas y las eternas pausas en los diálogos. Dolan elige conmover con sensaciones de una manera formidable. Lo logra, pero el espectador puede llegar a involucrarse tanto que el resultado no termina siendo el mejor.
Crítica emitida en Cartelera 1030 –Radio Del Plata AM 1030, sábados de 20-22hs.
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Adios hermano cruel El joven director canadiense, responsable de esa maravilla “Mommy” (2014), vuelve al ruedo con un film sobre las relaciones familiares. En este caso realizando a la traslación de la obra teatral, según dicen, casi autobiográfica, del desaparecido Jean-Luc Lagarce, un autor de culto que murió a los 38 años de HIV Todo es “el cómo”, “el por qué” y el “para qué” del regreso al hogar familiar de un dramaturgo afamado, Louis-Jean Knipper (Gaspard Ulliel), tras doce años de ausencia, para anunciarles su pronta muerte. Lo que se despliega a partir de la llegada, en una escena de toda la familia reunida, que se repetirá, en cuenta gotas, a lo largo de toda la narración, son duelos de saldar deudas pendientes. Secretos y mentiras de una familia que se presenta como común y corriente, pero demasiado disfuncional por momentos. En el filme constantemente se habla de otra cosa no inherente a la historia, pero siempre expresándolo sin decir. Para ello el director establece a cada personaje y le da una impronta y una posición de cámara a cada uno, pequeñas diferencias que quedan refrendadas en la imagen y en el relato. Los hermanos Antoine Knipper (Vincent Casell) y Susanne Knipper (Lea Seydoux), y la Madre (Nathalie Baye), son sus principales interlocutores afectivos, sangre de mi sangre. Sin embargo aparece, como sostenedora de los principios y finales de la familia, el saber sin saber, secretos, mentiras, Catherine (Marion Cotillard), la esposa de Antoine. Plagado de simbolismos desde un inicio hasta el último plano (interpretaciones todas validas), sustentado por los movimientos de cámara, selección de planos, mayormente primeros planos de los personajes. Trabajado todo con un diseño de sonido, que si bien manipula al espectador, dando principio y fin a varios segmentos según su importancia y al clímax que se establecen esos encuentros de parejas, entre hermanos, madre e hijo, cuñados. El director cuenta para ello con un seleccionado de extraordinarios actores, todos franceses, y eso ya era jugar con mucha ventaja. (*) Dirigida por Giuseppe Tratoni Griffi, en 1971.
UN NUEVO RETORNO Juste la fin du monde, sexta película del canadiense Xavier Dolan presenta una adaptación del texto teatral homónimo del dramaturgo francés Jean Luc Lagarce. Fiel a la fuente de su inspiración y encontrando en las líneas teatrales una gran identificación con los temas que a él le preocupan, el realizador supo cómo solucionar el pasaje de un lenguaje a otro. Sin apartarse de la trayectoria estilística que lo caracteriza, Dolan pone en escena el drama de una familia que no sabe escucharse a través de primeros planos que delimitan su espacio de acción. Situada en “algún lugar, en algún tiempo”, la película narra la historia de un hijo que decide volver al hogar familiar (del cual alguna vez huyó incomprendido) para anunciar su inminente muerte. Nada sabemos de esta familia disfuncional hasta que comienzan a revelarse las posiciones de cada uno de sus integrantes: Martine (Nathalie Baye) es una madre viuda que carga con la vida de sus tres hijos: Suzanne (Leà Seydoux) la menor de la familia, Antoine (Vincet Casell) el antagonista de su hermano menor y Louis (Gaspard Ulliel) el protagonista de la historia, un escritor y director de teatro, aparentemente homosexual. A su vez, la familia está conformada por Catherine (Marion Cotillard) esposa de Antoine y personaje que ayudará a aliviar el intenso momento que Louis pasará en la casa. La motivación del regreso a casa es muy sencilla, hay algo importante que anunciar pero rápidamente el mensajero se transforma en receptor cuando se encuentra, luego de doce años, con su madre y sus hermanos quienes prácticamente no lo conocen pero tienen mucho que reprocharle. Louis es un alma sensible de pocas palabras y es esa característica la que habilita al resto de la familia a evitar el silencio y llenar el vacío con palabras de poco contenido, pero que descubren traumas y frustraciones de sus vidas estancadas en esa casa del pasado. Juste la fin du monde, así como Tom en el granero, es la adaptación de una obra teatral y en tal caso, lo que debería cuestionarse es cómo se produce el pasaje entre lenguajes porque es aquí donde considero se presenta una de las decisiones más arriesgadas de su joven filmografía. Dolan elige filmar a sus personajes en acotadísimos primeros planos, situación extrema que muchas veces ha resultado fallida. Aquí, no sólo el recurso está muy bien aprovechado sino que es el elemento esencial que dota al filme de personalidad. A través de esos acercamientos permanentes a los rostros de los actores, lo que prima es el gesto, cada mínimo movimiento de la boca, cada desvío de miradas al suelo y cada lágrima que brota pero que no rueda por la mejilla son los signos que revelan los sentimientos que las palabras no pueden expresar. Y no es que sea un filme silencioso, más bien todo lo contrario. Aquí las palabras y los sonidos sobran y se pueblan de gritos, música de la radio y ruidos de electrodomésticos que no cesan de colaborar en la preparación del gran banquete en honor a la llegada del hermano fantasmagórico. Pero es ese contraste el que funciona para hacer de Juste la fin du monde una película que sumerge a su audiencia en la historia familiar de una forma brutal ya que no tendrá más nada que hacer que prestar atención obligada a los rostros y jugar a descifrar qué más podría suceder durante ese almuerzo de verano. Una de las grandes novedades que trae el filme es el manejo del tiempo, Dolan acostumbra a presentar un tiempo incierto en el que no podemos calcular cuánto transcurre entre escena y escena creando una atmosfera de incertidumbre con la que juega a mostrar eventos del pasado, el presente o el futuro de forma indiscriminada. En esta oportunidad se arriesga nuevamente y propone un tiempo marcado por varios signos: por un lado el tiempo de preparación de comida y sus pasos (entrada, primer plato y postre) que marcan el tiempo cronológico y por el otro el tiempo de vida que le queda a Louis. Ambos se entrelazan y marcan el ritmo interno de la película. Lo que deja un cierto sabor amargo es la utilización de una metáfora que bien podría haberse evitado pero allí está y pronto se olvida gracias a la selección de la banda sonora repleta de hits de ahora y de siempre que descomprimen la tensión y dan una bocanada de aire fresco. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
El joven director Xavier Dolan regresa a las salas con Es solo el fin del mundo, un film dramático pleno de estupendos actores y un interesante punto de partida. ¿De qué se trata Es solo el fin del mundo? Un hombre vuelve a la casa materna para anunciar una noticia fatal: se está muriendo. Pero el encuentro con su madre, sus hermanos y su cuñada, luego de años sin verlos, ha hecho que se vuelven casi desconocidos. ¿Con qué te vas a encontrar? Me gustan las películas donde se nota que hay un director, una cámara que toma postura, que no solo hace planos tradicionales sino que no tiembla al momento de mostrar una y otra vez primeros planos de los personajes, una cámara que desafía el realismo -pero no el verosímil- con el fin de agregar expresividad a la imagen. Xolan es un hombre atrevido, que puede o no gustar, pero no deja indiferente. Tratándose de un film que cuenta en sus filas con Vincent Cassel y Marion Cotillard entre las caras más conocidas, pero también con un excelente Gaspard Ulliel en el rol protagónico y la compañía de las perfectas Nathalie Baye y Léa Seydoux, no puede esperarse más que grandes interpretaciones. Una película sobre personajes necesita de buenos actores y aquí esto funciona como mecanismo de relojería. “Es solo el fin del mundo”, acertadísimo título por cierto, es una película de relaciones, de tiranteces, de secretos y rencores contenidos. Atrapa con una frase y te tiene una hora y media esperando la revelación. Partiendo de esa simplicidad argumental, lo demás son vínculos, a veces de comportamiento inexplicable, pero que alcanza para tenerte en vilo. “Es solo el fin del mundo” invita a salir de la comodidad, entregando una obra distinta pero accesible. Puntaje: 7.5/10 Título original: Juste la fin du monde Duración: 95 minutos País: Canadá / Francia Año: 2016