Una vida de película... Una de las más importantes filósofas del siglo XX, Hannah Arendt es célebre por su frase “la banalidad del mal”, hoy utilizada y bastardeada con tantos fines disímiles. Precisamente, el film de Margarethe von Trotta aborda la biografía de esta pensadora focalizando en los momentos que rodearon la gestación de su famosa sentencia. Arendt logró escapar de las persecuciones nazis en Alemania y Francia, y se exilió en Estados Unidos, donde fue profesora en la New School de Nueva York. Cuando Adolf Eichmann fue secuestrado por el Mossad en la Argentina, trasladado y sometido a juicio en Israel, en 1961, Arendt -quien había publicado Los orígenes del totalitarismo- viajó a cubrir esa noticia para la revista New Yorker. Las escenas del juicio son documentales, de archivo. Esa experiencia generó en Arendt una intensa reflexión sobre la naturaleza del mal, del mal en estado puro, absoluto, y del mal ejercido por un burócrata como lo era Eichmann, un hombre mediocre que sólo sentía que debía cumplir órdenes, irreflexivo, sin cuestionarse que, como coordinador de los traslados en masa de seres humanos a los campos de concentración, estaba cometiendo un crimen monstruoso. Esa actitud del genocida inspiró su libro Eichmann en Jerusalén. Un reporte sobre la banalidad del mal. A una mirada poco ortodoxa sobre los crímenes nazis, se sumó la acusación de que los líderes de los consejos judíos no hicieron todo lo posible para impedir el genocidio, y llegaron a colaborar con él. Arendt encendió así una polémica que le valió el repudio de toda la comunidad judía en Israel y los Estados Unidos, donde los exiliados habían establecido un núcleo social cuyo poder se impone todavía. Barbara Sukowa y Von Trotta son viejas compañeras en la tarea de dramatizar la historia. Entre otras, Sukowa fue su Rosa Luxemburgo, y su interpretación de Arendt le está muy próxima. Ambas ponen su cuidado en registrar el proceso mental con el que fue elaborando sus teorías, y el peso del film recae en su presencia en casi todas las escenas. Junto a ella, como su secretaria, aparece Julia Jentsch (Sophie Scholl). El resto de los personajes secundarios resulta muy lavado, casi estereotipos, y es muy floja la dirección de actores. Su amiga mencionada sólo como Mary era la escritora Mary McCarthy, otra importante intelectual progresista que también se negó al pensamiento binario. Algunos flashbacks muestran su famosa relación con Martin Heidegger, quien en su juventud había pasado de ser su maestro de pensamiento a su amante oculto, todo ello antes de la guerra y del apoyo del filósofo al régimen nazi. Pero esta relación no está desarrollada. Cuando ha estallado la polémica, un amigo de Arendt declara que “prescindirá de la amistad de la discípula de Heidegger”, insinuando que ella también era filo nazi. Hay una breve referencia al pasado sionista de Arendt, que ella califica como “pecado de juventud”. Es una lástima que tampoco se profundice este tema, ya que la pensadora había sido crítica del sionismo, deseando una Palestina compartida por dos naciones en estado de igualdad. Estas y otras superficialidades del guión –la obsesión por mostrar la dependencia del cigarrillo de la protagonista es una de ellas- han provocado que la crítica, jugando con la famosa frase, hablara de “la banalidad de Hannah Arendt”. Sin embargo, pese a su verborragia, el film se ve con interés, presenta una adecuada recreación de la época y del ambiente intelectual de Nueva York -en interiores, que no fueron filmados allí-, y un digno trabajo de Sukowa.
Margarette Von Trotta retoma su búsqueda por las mujeres que la han marcado en la vida, con "Hannah Arendt". En este tiempo reciente, la responsable de la magistral "Rosa Luxemburgo", realizó alguna película y un par de capítulos de series para la tevé de su país, pero en esta oportunidad, retoma las biopics femeninas iniciadas con el retrato de la monja alemana Hildergard Von Bingen (Vision) en 2009 y se dedica a explorar un segmento de la vida de la pensadora independiente, autora de "Los orígenes del totalitarismo". Repite la misma actriz (Barbara Sukowa) y nos instala en las secuencias iniciales, con el secuestro de Adolf Eichmann (el legendario líder nazi) de su escondite en Buenos Aires. Hannah, vive en Nueva York, dando clases en la universidad, compartiendo el tiempo con sus amigos intelectuales y su esposo Heinrich Blucher (Axel Milberg). Cuando la talentosa escritora toma contacto con la noticia, decide proponerle al director del New Yorker, hacer cobertura del juicio de ese hombre en la misma Jerusalén. Arendt viajará hacia allí entonces y aportará su pluma crítica para dar su versión al mundo de lo que ve, siente y piensa del accionar de uno de los líderes del genocidio más importante del siglo pasado. Su opinión, para los que conocen la historia, será controversial y generará repercusiones para dividir aguas y situarla en un lugar político difícil que será, claramente costoso. La película ofrece una cuidada reconstrucción, está rodada con un estilo que no conmueve (diálogos que se escuchan como manifestos filosóficos en cada charla, reunión o entrevista), es fría y está meticulosamente pensada para parecer rodada muchos años atrás (la fotografía, el encuadre). La actuación de Sukowa es, sin embargo, excelente. Convence en su rol (pareciera rebelarse al clima de la cinta, incluso), aunque sus compañeros de elenco no responden de la misma manera, hay poca química en la presentación de los conflictos de pareja y los vínculos con sus amigos y los flashback de su relación amorosa con Heidegger son esquemáticos y no aportan sustento a la trama. Von Trotta entrega un film más bien descriptivo, de un recorte temporal importante (innegable) y puede mostrar el accionar de una pensadora notable en un contexto complejo. El problema de "Hannah Arendt" es que a pesar del virtuosismo de su directora, aquí hay poca fibra. Algo que en un relato de estas características, hubiese sido un registro más amistoso para el espectador. Aceptable producto (habrá más biopics en esta línea?), si lo tuyo es acercarte al perfil de una mujer que conmocionó el mundo de las ideas en su tiempo.
Hay en “Hannah Arendt”(Alemania, 2012), de la genial directora Margarethe von Trotta, la construcción de un biopic tradicional y filmado de manera simple, pero que vuela por la excelente actuación y compenetración de Barbara Sukowa con el personaje. La película narra un momento particular de la filósofa y pensadora alemana, cuando escribió un reportaje para la prestigiosa revista The New Yorker, acerca del juicio a Adolf Eichmann, y que originó su trabajo y reflexión sobre la banalidad del mal. Arendt es mostrada siempre ocupada, leyendo, fumando, dando clases, hasta que una foto la retrotrae al pasado, y ahí recuerda su juventud y su romance con Heiddegger. Estas intervenciones disruptivas a modo de flashbacks seguirán a lo largo de todo el metraje sin interrumpir con la sucesión temporal. Cuando Arendt presenta su informe, en el que estuvo trabajando sobre la idea de la culpabilidad o no del pueblo alemán en el exterminio nazi, algunos la apoyan, pero la mayoría la comienza a odiar, principalmente el por sugerir la complicidad. Es curioso poder “ver” en acción a Hanna Arendt, y más cuando el interés de von Trotta radica en reflejar una Arendt en su cotidianeidad, amante eterna de su marido y de sus amigos, con los que charla horas y horas sobre diversos temas (más allá de la filosofía). Ahí está su principal virtud, la de poder armarnos una imagen radicalmente diferente a cuando la leemos en el papel. A Arendt la mirada de los demás nunca la afecta y por presiones decide dar un discurso en el cual aclara una vez más los conceptos que la lanzarían a la fama mundial y que esta pequeña biografía tomó como punto de partida
Más allá del bien y del mal Si comprender el accionar de una persona, entender las razones (o justamente la ausencia de ellas) significa justificar la acción que lleva a cabo. Si acatar la ley desliga a uno de la responsabilidad de lo que está haciendo, y en definitiva, si los hechos existen por fuera de nuestra interpretación. En este ambiguo e inquietante mar de ideas, por medio de la figura de la filósofa judía y alemana Hannah Arendt, nos introduce la directora alemana de gran trayectoria Margarethe von Trotta, precisamente en su último film Hannah Arendt y la banalidad del mal (Hannah Arendt, 2012), presentado en el Festival Internacional de Cine Alemán realizado días atrás en Buenos Aires y que ahora llega a las salas. Hannah Arendt asiste al juicio a Adolf Eichmann, quien fuera Teniente Coronel de la SS y ejecutor de la “solución final” que terminaría con la vida de millones de judíos. Tras escuchar al jerarca nazi, Arendt comienza a producir una serie de artículos que publicará en el semanal The New Yorker y generarán una gran controversia en la comunidad judía, quien sostiene que la intelectual alemana involucra a líderes judíos en el mal sufrido por su pueblo y relativiza la responsabilidad de Eichmann en la decisión de llevar adelante el exterminio, quien fallece en mayo de 1962 tras ser condenado a muerte. Luego de la exposición de su pensamiento en la publicación neoyorquina, Arendt comienza transitar sus días más ajetreados. La alemana Barbara Sukowa es quien encarna a Hannh Arendt y sobre quien cae el peso de interpretar un papel en el que, lógicamente, radica una parte importantísima de la esencia del film. Y frente a dicho desafío, Sukowa ofrece una actuación que permite interiorizarnos con el pensamiento de la protagonista y transformarnos en compañeros de su conciencia, en cada imagen que la encuentra con su mente en pleno trabajo y los dedos sosteniendo su fiel cigarrillo. Lejos está de ser una biografía. El film retrata, en particular, su experiencia a partir del testimonio de Eichmann en el juicio que lo encuentra culpable por sus crímenes contra el pueblo judío, durante la Segunda Guerra Mundial. Ella confía sin titubeos en lo que cree y sostiene frente a los ojos críticos del mundo que se escandalizan con la inserción del concepto que ella llama “la banalidad del mal”. Lo que para unos es soberbia o necedad, para Arendt se trata de una mala interpretación de su informe y una errada comprensión de lo sucedido, por parte de los demás. Eichmann no era “capaz de pensar”, sostiene la teórica política alemana. Él simplemente obedecía la ley más allá de toda moral, explica ella. Ahora, teniendo en cuente lo expuesto por ella, resta analizar desde el punto de vista de cada espectador, si ello le quita culpabilidad o no al militar alemán. Al fin y al cabo, vemos que lo que le había anticipado, tiempo atrás, su mentor y amante Martin Heidegger comienza a cumplirse: “El pensar es un oficio solitario”. Con el paso de los minutos, el film va ganando en expectativa. Nuestra atención aumenta y por momentos sentimos que estamos frente a una especie de thriller. De alguna manera, sentimos que pudimos conocer la vida de una reconocida pensadora del siglo XX, con solo observar lo transcurrido en un período de su vida, y eso sin duda habla de la claridad y capacidad de síntesis del film. Aquí, Margarethe von Trotta entretiene y hace pensar. Sin embargo, lo que es mejor que hacer pensar al espectador, es dejar pensándolo una vez finalizada la película. Y que al salir de la sala, uno quiera automáticamente sentarse frente a la computadora o frente a un libro con el propósito de conocer más acerca de una personalidad, no es algo que genere el cine todas las semanas y, como consecuencia, pueda pasar desapercibido.
Asuntos de conciencia Margarethe von Trotta aborda el juicio a Eichmann y la posición de la filósofa alemana. “El es nadie” es la cabal definición que Hannah Arendt hace de Adolf Eichmann, acusado de crímenes contra la humanidad. Fue teniente coronel de las SS y responsable del Holocausto. La filósofa judía y alemana presenció el juicio que en Jerusalén se le hizo luego de que agentes del Mossad lo capturaran en Buenos Aires, en 1960. Y escribió artículos para la revista The New Yorker, en los Estados Unidos, donde vivió desde que escapó a las persecuciones nazis tanto en su país como en Francia. El punto de vista y el pensamiento de Arendt le ganó en su momento más enemistades y enojos que aplausos. Mientras refrendaba que Eichmann era un “nadie que habla burocráticamente” y que en su participación en el Holocausto “seguía órdenes”, los israelíes hacían cola para escribirle cartas denostándola. Y muchos amigos se enfrentaron con ella. La frase que está en el título del filme de Margarethe von Trotta ( La banalidad del mal ) fue la que acuñó tras presenciar el juicio a Eichmann. Arendt reflexionó sobre el mal, pero desde su propia naturaleza. Ni tan naif ni tan sarcástica, la filósofa trató con su pensamiento de ir más allá de los hechos aberrantes, y chocó contra muchos. La película de la realizadora de Rosa Luxemburgo -que protagonizó la misma Barbara Sukowa, que encarna aquí a Arendt- la sigue en ese derrotero por su cabeza. Hay, claro está, mucho diálogo y poca acción. Un punto alto de la realización es contar con las escenas de archivo del juicio en las que se ve al propio Eichmann defendiéndose en imágenes en blanco y negro, bien montadas en la ficción del relato. Y si la posición de Arendt fue polémica, la película abona esa teoría. Hay subtramas que parecen creadas para darle aire al filme -la enfermedad de su esposo, el flashback del recuerdo de algún encuentro con Martin Heidegger, con quien estuvo relacionada amorosamente, pero que el filme da sólo un esbozo-, aunque lo central es tan rico que hasta resultan superfluas. La película no deja de cuestionar y de tirar preguntas a la platea sobre el estado de conciencia de unos y otros, la búsqueda de justicia y esa reflexión sobre el mal en estado puro. Es un filme de frases contundentes, pero que así como resuenan promueven la introspección y la meditación. No es poco para los tiempos que corren.
Pensamiento y acción Entre los muchos méritos que tiene este arriesgado, laborioso y comprometido acercamiento a la vida de Hannah Arendt, tal vez el mayor haya sido el de hacer llanos y comprensibles para el gran público algunos de los grandes dilemas morales que atraviesan el pensamiento y la acción de la extraordinaria intelectual alemana. Semejante desafío forzó a Margarethe Von Trotta a hacer alguna mínima concesión: ciertas precisas situaciones no superan los límites del esquematismo y hay personajes que pueden estar retratados con algún trazo superficial. Pero no hay aquí voluntad didáctica ni espíritu de simplificación. Es muy posible, en cambio, que quien salga del cine lo haga dispuesto a indagar un poco más sobre los motivos que llevaron a Arendt a ir un poco más lejos que sus contemporáneos y hacerse preguntas que descolocaron a buena parte de los intelectuales de su tiempo. Von Trotta parece haber comprendido a la perfección que cualquier acercamiento riguroso a Arendt se impone desde el pensamiento, y por eso se esforzó (con la invalorable ayuda de su intérprete en la pantalla, Barbara Sukowa) por encontrar la forma cinematográfica más adecuada de auscultar lo que pasa por la cabeza de una intelectual siempre dispuesta a correr riesgos por su renuencia (y renuncia) permanente al pensamiento rígido, inmóvil, inflexible. Esa voluntad aparece en los dos episodios elegidos por Von Trotta para marcar a fuego este atípico retrato fílmico. El primero es el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, que Arendt siguió para la revista The New Yorker, del cual surgió tal vez su definición más famosa y controvertida ("La banalidad del mal", conocida en 1963). El resonante episodio (recreado aquí con un admirable juego escénico entre el escenario ficticio de la trastienda y el auténtico testimonio de Eichmann mediante imágenes de archivo) rompió para siempre el fecundo vínculo que Arendt mantenía con gran parte de la comunidad intelectual judía de su tiempo, que jamás perdonó lo que entendió como una virtual exculpación de las responsabilidades de Eichmann en los espantosos crímenes del régimen nazi. El segundo, presentado mediante sucesivos flashbacks, resulta otra fuente de tensión muy bien aprovechada en el relato: el romance clandestino que Arendt mantuvo a partir de 1924 con Martin Heidegger (Klaus Pohl), marcado por diferencias casi irreconciliables desde el momento en que ella era judía y él, un extraordinario filósofo que miró con simpatía al nazismo en los albores de ese movimiento. Todo ese complejo entramado de interrogantes existenciales recorre la figura de Arendt, pero desde allí (y aquí radica el gran logro de Von Trotta) se contagia al espectador, que acompaña y sobre todo comprende a la protagonista cuando aparece sumida en largas cavilaciones y en los momentos en que resuelve pasar a la acción, encontrando a cada paso rechazos e incomprensiones, con la honrosa excepción de la incansable Mary McCarthy (Janet McTeer, notable), su mano derecha durante los años que pasó en los Estados Unidos. Esta etapa norteamericana, precisamente, es la que Von Trotta elige para exhibir la rica vida intelectual y personal de Arendt. En ese mundo de aulas, campus, libros, debates y clases magistrales magníficamente recreado en todos sus detalles desde la dirección artística de Volker Schäfer, la intelectual alemana desarrolla algunas de sus grandes ideas y las defiende ante sus detractores de un modo que no deja indiferentes a los interlocutores de su tiempo y a la vez interpela con fuerza al espectador de hoy. Nada de lo que se ve en Hannah Arendt nos resulta ajeno o superado por el tiempo, con una sola excepción: todo, absolutamente todo, se piensa y se dice con el infaltable acompañamiento de un cigarrillo.
Una mujer en tiempos de oscuridad En el nuevo film de la directora de Rosa Luxemburgo, los vicios del cine académico, ese que siente la necesidad de explicarlo todo, luchan con una dificultad esencial (¿cómo se filma el pensamiento?), que paradójicamente le aporta sus mejores momentos. Hay una decisión inteligente en el centro de Hannah Arendt y la banalidad del mal y es la de descartar de plano la idea de una biopic de la célebre filósofa alemana, que inexorablemente hubiera trivializado su vida y minimizado su obra. Contrariamente a lo que suele suceder, el título de estreno local resulta esta vez más certero que el original, porque la nueva película de Margarethe von Trotta –la recordada directora de Las hermanas alemanas y Rosa Luxemburgo– no pretende abarcar la totalidad del personaje que retrata (como sugiere la mera mención de su nombre), sino apenas un momento de su vida. Un momento determinante, por cierto: los cruciales cuatro años (1961-1964) durante los cuales Arendt cubrió el juicio del Estado de Israel contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann y luego escribió su famoso libro Eichmann en Jerusalén - Un estudio sobre la banalidad del mal, que tanta controversia trajo y sigue trayendo, como lo prueba el último documental de Claude Lanzmann, Le dernier des injustes, presentado en mayo pasado en el Festival de Cannes. Nacida en Hannover, Alemania, en 1906, judía y exiliada política ella misma, Arendt (interpretada en el film por Barbara Sukowa, la actriz-fetiche de Von Trotta) hacía ya mucho tiempo vivía y trabajaba como docente universitaria en Nueva York cuando se entera de que Eichmann es secuestrado en Argentina por el servicio secreto israelí y llevado a juicio en Jerusalén. Cansada de su rutinaria vida académica y de los cocktail parties de Manhattan, le propone al editor de la famosa revista The New Yorker (por entonces el órgano de expresión por antonomasia de la intelligentzia estadounidense) viajar a Israel y cubrir el juicio para la publicación. Ese comienzo del film hace temer un poco por su desarrollo posterior. La discusión en la redacción de la revista ante su propuesta parece estar allí menos por razones dramáticas que didácticas, para que ante la suspicacia de sus colaboradores el editor de la publicación pueda explicar en voz alta a los espectadores quién es Arendt y cuál es su importancia, desde su condición de discípula (y amante) de Martin Heidegger hasta el valor de su libro más famoso hasta entonces, Los orígenes del totalitarismo (1951). El viaje posterior en un bus, ya en Jerusalén, donde otro pasajero lee ostensiblemente un periódico (en inglés) que proclama en unos titulares catástrofe “Faltan dos días para el juicio del siglo” también choca por su didactismo. No son los únicos ejemplos, pero sí los más evidentes de una tendencia que afortunadamente la película luego logra revertir. En el nuevo film de Von Trotta, los viejos vicios del cine académico, ese que se siente en la necesidad de explicarlo todo, luchan cuerpo a cuerpo con una dificultad esencial del film, que la propia directora describió muy bien en la entrevista publicada ayer en Página/12: “¿Cómo se filma el pensamiento?”. Ese escollo es el mayor desafío de la película y del cual, debe decirse, sale airosa, no sólo por una puesta en escena que paulatinamente va confiando más en la capacidad del espectador para ejercer su propio discernimiento sino también por el estupendo trabajo de Sukowa que, como en ocasiones anteriores, logra mimetizarse con su personaje al punto de casi hacer olvidar de que se está frente a una gran actriz. Menos es más, parece su consigna, mientras su Arendt se echa en un sofá a fumar, a pensar. A pensar, por ejemplo, cómo “resolver el dilema entre el execrable horror de los hechos y la innegable insignificancia del hombre que los había perpetrado”. El material dramático de base es también fascinante. El hecho de que ya en las primeras notas para la revista, que luego fueron también los primeros capítulos del libro posterior, Arendt –que supo ser sionista– les impute a los Judenrat (los Consejos judíos) una dosis considerable de colaboracionismo frente a Eichmann, de acuerdo con datos que surgieron del juicio mismo, provoca una airadísima reacción no sólo de la comunidad judía neoyorquina sino también de muchos de sus colegas universitarios, que le hicieron el vacío y la empujaron al aislamiento. Ese choque entre el mundo exterior y el interior está mejor resuelto en la película cuando ella se refugia en la comprensión y el cariño de su marido (excelente Axel Milberg) que cuando recuerda su temprano amorío y posterior decepción con Heidegger. En el cine actual, el tiempo presente siempre tiene más verdad que los flashbacks, un recurso que –quizás por su manierismo– alcanzó su cenit en el cine clásico de Hollywood, pero que utilizado hoy siempre resulta retórico.
La enemiga del pueblo Hannah Arendt fue una de las más importantes personalidades de la filosofía del siglo XX. Sus reflexiones acerca de los crímenes del nazismo son hasta la fecha motivo de discusión. Su presencia como corresponsal de The New Yorker, en el juicio a Adolf Eichmann realizado en Israel, luego de que este fuera capturado por el Mossad en Argentina, la llevo a acuñar la famosa expresión "La banalidad del mal". Intelectual valiente, no buscó nunca el camino sencillo ni demagógico, lo que le valió tanto elogios como ataques. La película se toma el trabajo minucioso de reconstruir aquellos años, incluso combinar las imágenes realizadas para el film con material auténtico del juicio a Eichmann. Posiblemente en esta combinación se hallen algunos de los mejores momentos estéticos del film. En la repetición explícita de algunos conflictos, por otro lado, está lo menos logrado. Pero con virtudes y defectos es justo decir que el tema es tan apasionante y estimulante, y está llevado con tanta fuerza, que es imposible no sentirse interesado de una punta a otra del film. La película está escrita y dirigida por una verdadera leyenda del cine alemán, Margarethe von Trotta, directora de clásicos del cine político de su país como Las hermanas alemanas (1981) y Rosa Luxeburgo (1986). Una vez más, se mete con la historia y otra vez cuenta con su actriz favorita, Barbara Sukowa para interpretar a Hannah. Sukowa tiene experiencia en interpretar personas brillantes, apasionadas, polémicas. Su rostro le da a Arendt una potencia que la película necesitaba. Hacia el final, frente a una clase, su discurso muestra la brillantez del personaje y el talento de la actriz. El debate no se cierra nunca, la discusión permanece, incluso la propia Arendt vivió cuestionando y pensando sus ideas hasta el final de su vida y la película es fiel a ese espíritu de constante revisionismo.
Pensar para no dejar de ser humano Una intelectual alemana judía, víctima del nazismo, sobreviviente de un campo de concentración y exiliada en los Estados Unidos, decide cubrir el juicio a uno de los criminales nazis para una revista estadounidense. Sin embargo lo que ella ve, su interpretación del proceso, no será lo que todos esperan que escriba. Se trata de Hannah Arendt, la autora de “El origen del totalitarismo”, y su cobertura del juicio a Eichmann, que se realizó en Jerusalem en 1961, aunque la película abarca hasta 1964, luego de que se publicaran sus artículos en The New Yorker, y ella debiera enfrentar la polémica que generaron. El filme de la directora alemana Margarethe Von Trotta es interesante, cautivante. Si bien el comienzo es algo lento, y abundan las discusiones intelectuales, esto no hace más que resultar más atractivo, ya que la realizadora le va dando a cada reflexión su espacio, logrando plantear un desafío al pensamiento del espectador. Por otro lado, más allá de la postura filosófica de la autora, Von Trotta muestra los efectos de su teoría en quienes la rodeaban, y cómo eso la afectó personalmente. Una elección acertadísima es no utilizar un actor para interpretar a Eichmann. Si bien la escena del juicio está teatralizada para poder presentar a Sukowa como Arendt allí, las imágenes del juicio son de archivo. Las expresiones, las palabras de Eichmann, son las originales, no hay interpretación, a lo sumo una selección de ciertos momentos puntuales. También son de archivo algunos de los testimonios de testigos, devastadores a pesar de su mínima presencia en el global de la película. Esta postura de la directora logra entonces situar al espectador observando lo mismo que observó Arendt en su momento. Y si bien las lecturas, considerando el tiempo transcurrido entre otros factores, serán muy personales, serán directas, al menos mucho más que si se observara a un actor. La actuación de Barbara Sukowa como Arendt es sublime, y acompaña esta visión de Von Trotta sobre ella, mostrando la absoluta humanidad de una mujer acusada de arrogante e insensible por sus detractores. El resto del elenco acompaña muy bien, al igual que la impecable reconstrucción de época, en un filme más que cuidado desde su producción. Una película que apela a la vez a la inteligencia y a la sensibilidad de quien la mira. Por el manejo del ritmo, las elecciones estéticas, la combinación de palabras y silencios, este filme sobre una mujer tan intelectual, segura de sí misma y combativa como fue Arendt inquieta, remueve, deja preguntas y cuestionamientos. Se puede acordar o disentir, pero es innegable que se trata de un filme que se involucra en el tema que trata. Un efecto fascinante y poco habitual en el cine.
Margarette Von Trotta termina con este film su trilogía sobre mujeres notables. La filósofa y escritora Hanna Arendt, cuando cubre para la revista New Yorker el juicio a Adolf Eichman en Jerusalem y el enunciado de su pensamiento, las polémicas que suscitó su visión original del criminal nazi y las enemistades, repudios y amenazas que cosecharon sus juicios hacia la comunidad judía. Un film con defectos pero interesantísimo, con el hallazgo de mostrar a Eichman en el registro documental, que aporta un elemento dramático único
Filosóficamente hablando. Si abrimos la enciclopedia encontraremos el nombre de esta mujer nacida en 1906 en Hanover, acompañado de un montón de títulos importantes que la convirtieron en una de las pensadoras más influyentes del Siglo XX. Estudió filosofía y teología y fue durante su juventud, alumna y pareja de Martin Heidegger. Escapó de Alemania durante la II Guerra y se refugió en Estados Unidos, en donde permaneció varios años indocumentada. Tanto Barbara Sukowa, la actriz protagonista, como Margarethe von Trotta, directora del film, son dos referentes del cine alemán absolutamente respetados. La película aborda el período en que comenzaron los juicios a los criminales de guerra en Nuremberg, específicamente el caso de Adolf Eichmann. Hannah Arendt viajó a Jerusalén para recolectar la información necesaria y escribir un relato acerca de este juicio. La postura que adquirió la autora fue polémica y generó una respuesta mayormente negativa por parte del público, y sus mismos colegas. El artículo se publicó por partes en ‘The New Yorker’, y en el mientras tanto, Hannah sufrió en carne propia la presencia de varios fantasmas vinculados a su pasado, además de los constantes ataques hacia los ideales políticos planteados en esas páginas. La película conserva un ritmo que rara vez aburre, gracias a las buenas actuaciones de todos sus representantes y a los elocuentes diálogos que se desarrollan. Tengamos en cuenta que los temas son muy profundos y no existe lugar para la especulación. Se disfruta mucho de la relación que mantenía Hannah con su marido, en el departamento que compartían en Nueva York. También se aprecian los discursos que daba en la universidad, a los cuales asistían fervientes seguidores de sus ideales. Contaba con muchos amigos fieles, que sí se mantuvieron a su lado, aun cuando ella debió retirarse a las afueras de la ciudad para descansar de las críticas hacia su trabajo. Otro personaje muy interesante en la historia, es el de su secretaria, una muchacha muy joven que convivió en su entorno laboral colaborando en la organización de Hannah y sus escritos. De todas maneras, fue una persona muy inteligente que no necesitó respaldo alguno a la hora de sentarse a escribir. Sus investigaciones eran estrictamente mentadas, y no existió la palabra improvisación en su diccionario. La comunidad alemana que se presenta en el film desviste una capacidad intelectual impecable, digna de un entorno particular y característico del momento. Lo cierto es que los crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial constituyeron un legado imprescindible a la hora de hablar de historia y de hacer análisis de contextos sociales y políticos (lamentablemente). Las reflexiones que generó el eco bélico fueron líderes por supremacía en nuestra era, y por tanto es imposible ser ajeno al proceso de razonamiento vinculado a la postura que tantas personas asumieron durante el enfrentamiento, y después de este. Se solicita la presencia de la señora paciencia y el señor análisis, para un mejor disfrute de la película.
Correcto retrato de la pensadora Hannah Arendt Quizá no sea ésta la mejor película de Margarette von Trotta, pero igual es muy interesante, porque su personaje lo es, porque sus reflexiones no dan tregua, porque además, sin simplificarlas demasiado, el guión ayuda a comprenderlas y describe el proceso de elaboración de su más famoso libro: "Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal". Y las reacciones que soportó, por no atenerse al pensamiento único sobre el Holocausto y la barbarie nazi. Como se sabe, Hannah Arendt también fue crítica con los propios líderes judíos e incluso con el propio secuestro de Adolf Eichmann y su juicio en Jerusalén. Correspondía, sostuvo, un jurado internacional como el que condenó a sus compinches en Nuremberg (precisamente, él era uno de los requeridos para Nuremberg, pero logró escapar a tiempo). ¿Cómo discutir esas posiciones, y analizar asimismo algo inesperado, a saber, la mediocridad del asesino? Un fulano que organizó el transporte de millones de víctimas, solo amparándose en la ley entonces vigente. Ni genio del mal, ni sádico criminal. Apenas un burócrata indiferente, complacido en la eficacia de su organización ferroviaria al servicio de su gobierno y de una ley que le parecía correcta, sin entrar en detalles. No es ése el único tema de la película. Se le critica la forma, cercana al telefilm. Pero la obra está bien hecha y dice lo suyo con claridad, que es lo importante. Y asimismo pinta un buen retrato de la pensadora (negaba ser filósofa), profesora, amiga y buena esposa, ella misma también sobreviviente, exiliada y calumniada por su comprensión de los mecanismos mentales de quienes pensaban distinto, desde sus maestros en el campo de la filosofía, hasta sus verdugos en el campo de exterminio. Otro motivo hace interesante a esta película. Su protagonista es Barbara Sukowa. Cuarta colaboración entre Sukowa y von Trotta, desde "Las hermanas alemanas", "Rosa Luxemburgo" (que recibió objeciones similares a las de ésta), y la aquí desconocida "Vision - Aus dem Leben der Hildegard von Bingen", sobre la monja benedictina consagrada como doctora de la Iglesia en la Baja Edad Media.
Una solida narración de mucho peso filosófico sobre la contracara de la libertad de expresión. ¿Qué es lo que hace a una película extraordinaria? ¿Es un guion solido, atrapante y profundo? Sí, pero es algo más. ¿Es un estilo visual, con una rica fotografía que sabe crear un ambiente y un montaje que sabe cuando conviene cortar y cuando no? Sí, pero es algo más. ¿Son los actores, cuyos talentos convierten a los personajes del papel en seres humanos? Sí, pero es algo más. Mucho más que eso. Una película extraordinaria, para mí, es la que junto a las virtudes arriba mencionadas, suma un plus, ese algo que las hace inolvidables, ese algo que se queda con vos mucho después de terminar la proyección. Casi siempre ese sentimiento es de alegría ––por llamarlo de alguna manera––, por haber visto una película que consiguió combinar el entretenimiento con la profundidad. Pero obviamente también existen esas películas que suman por la reflexión que dejan en vos, por haber conseguido exitosamente que dudes, que mires al mundo de otra manera. Hannah Arendt es una de esas películas. Cuando salí de ver este título dije “Que buena película”, pero también dije “¿Cómo escribo sobre ella?”. Porque Hannah Arendt es uno de esos títulos donde no se puede separar su tema de su trama, y por el universo en el que se inscribe esta narración, cualquier opinión debe hacerse con mucho sustento y extremo cuidado. ¿Cómo está en el papel? hannah-arendt-barbara-sukowaPara quienes no sepan quién es la protagonista, era una filosofa de origen judío que escribía para la prestigiosa publicación The New Yorker. Arendt se ofrece a cubrir el juicio en Jerusalem del criminal de guerra Nazi Adolf Eichmann. Sus reacciones respecto a dicho juicio (la defensa de Eichmann, que excusaba sus acciones por una cuestión de obediencia debida, y el modo que los tribunales manejaron el caso) impulsan a Arendt a escribir una serie de artículos que luego se convertirían en el libro Eichmann en Jerusalem: Un reporte sobre la banalidad del mal. El conflicto de la película ––y de la vida de Arendt–– se detona cuando en sus escritos, la filosofa en cuestión sostiene que los líderes judíos tuvieron un rol en las 6 millones de muertes de su propia gente durante el Holocausto. Hasta aquí estos son hechos indiscutibles. Sin opiniones. Sin juicios de moral. Un simple y sencillo establecimiento de hechos que me veo obligado a aclarar como tales para evitar confusiones. A partir de este punto se desarrolla el conflicto de la película, y es como la gente reacciona ante los escritos de Arendt, las cuales son, de inmediato y a simple vista, negativas. Pero ella, a pesar de los ataques ––que van de las simples criticas hirientes a las amenazas de muerte–– se mantiene firme en su pensamiento y sabe que lo que escribió, aunque controversial, lo hizo desde un sustento intelectual muy trabajado e incluso desde el conocimiento de causa. Una determinación, que a la postre, le cuesta amistades y hasta incluso su puesto de trabajo. No está en mi hablar sobre la adecuación moral en las acciones de Arendt. Si debe hacerse, creo que es un meollo que debe discutirse por fuera del aspecto cinematográfico. Pero lo que sí puedo decir que he visto la primera película que muestra la contracara de la libertad de expresión. En la mayoría de las películas que tratan dicho tema, estamos acostumbrados ver a una persona luchar por mantener una opinión o una expresión que ellos creen es correcta, y son reverenciados como héroes o caen como mártires (o al menos ese es el perfil que en mayor o menor medida tratan de proponer sus relatos.) Eso se debe mayoritariamente a los montones de seguidores que estas personas tenían atrás, y es por esto precisamente a lo que refiero con la “contracara de la libertad de expresión”; esta película muestra a una mujer que manifestó una reflexión tremendamente impopular, y no se retracto a pesar del terrible precio que este le estaba costando. Es un actitud que muchos, de estar en una situación similar (O sea, cualquier opinión impopular encontrada con un rechazo absoluto), tristemente no adoptaríamos, por ceder tarde o temprano ante el peso de la mayoría. Se debe destacar que estamos ante una de las pocas películas que manifiestan, dentro de una estructura narrativa coherente, como es el proceso de un filósofo. Podemos decir con seguridad que si Barton Fink hablaba de lo que implica ser escritor, Amadeus de lo que implica ser músico, o Renoir de lo que implica ser pintor, Hannah Arendt habla de lo que implica ser un filósofo. La discusión, las contradicciones (retratadas en la subtrama que narra el idilio de la protagonista con el filosofo Martin Heidegger), y principalmente los desacuerdos, públicos o privados. ¿Cómo está en la pantalla? La directora del film, Margarethe Von Trotta, entregó con mucho pulso y una narración más que hábil una película que engancha al espectador (por lo menos a aquellos que pertenezcan"Hannah Arendt" a una tipo de público que quiera ver una propuesta fílmica fuera de lo habitual) por un tema que siempre está al frente, pero sin olvidar que al fin y al cabo se está contando una historia. Esta narración es llevada adelante por una fotografía de colores fríos, cuando no pálidos, y abundantes sombras que nos meten en el universo, no tanto de la historia, sino de la psicología del protagonista. Esto es apoyado por un montaje paciente que corta cuando solo debe hacerlo y por eso es brillante. Párrafo aparte merece la sobria, a la vez que detallada, dirección de arte. Los logros de esta película no son solo de Von Trotta; una merecida ––y gran–– parte del crédito van para la actriz Barbara Sukowa, que transmite con un talento, que no es otra cosa que aplaudible, la pétrea convicción de su personaje, así como de su lado mas emocional, por minúsculo que pueda parecer a simple vista. Conclusión: Decir que Hannah Arendt no es una película para todo el mundo, es decir una obviedad. Por supuesto, aquellos con una perspectiva filosófica mas formada podrán encontrar las múltiples visiones que se encuentran mas allá de la simple vista, y obviamente también sus falacias. Pero con conocimiento o sin el, con formación o sin ella, estamos claramente ante una película que es un desafío para el espectador. Una película que los va a dejar reflexionando en muchas cosas; más allá de si el saldo que saquen de su visionado sea negativo o positivo, si lo consideran fáctico o de una tergiversación insultante. El hecho concreto que cuando una película, mas allá de su belleza estética o narrativa, consigue que dejes pasar dos subtes, por haberte dejado pensando en cómo reaccionarias vos ante una situación similar, tiene que ser buena. La moral de las acciones de la protagonista, repito, es harina de otro costal.
Tan sólo una semana atrás escribí con motivo del estreno de Wakolda: “Es posible que La caída (Der Untergang, 2004) haya abierto la puerta a filmes que abordan de un modo distinto la temática del nazismo. Sin demonización en su accionar, el holocausto se rebela como la industrialización en la matanza de gente”. Cosas de las distribuidoras, con apenas siete días de diferencia con la historia de Mengele en Bariloche, otra buena película acerca del después de la Segunda Guerra llega a la grande. Hannah Arendt y la banalidad del mal contiene, precisamente, ese tipo de lectura compleja. Por mi desconocimiento del personaje histórico de Arendt, omití su mención al momento de escribir aquel otro artículo, que tan oportuno habría venido al caso. Pero no lo conocía y me perdí el dato. Y eso que el período más polémico de Hannah Arendt comienza justo aquí, en Argentina (también), con el recordado caso del secuestro del fugitivo nazi Adolf Eichmann. La directora Margarette Von Trotta se toma varios minutos para recomponer la vida de Hannah Arendt en Nueva York, donde su prestigio como escritora y filosofa judía la ha convertido en una de las voces más respetadas a la hora de analizar el Holocausto. Con escenas mundanas, Von Trotta prepara el terreno para lo que vendrá, la segunda mitad del film, cuando Arendt viaje a Jerusalén para presenciar y escribir sobre el juicio a Eichmann. Pero el resultado parece no ser el esperado por muchos: Arendt escribe un larguísimo artículo en el que analiza toda la problemática, sin lugares comunes ni corrección política. De regreso a EE.UU, la vida de la escritora se verá alterada. Dicen que escribió algo que no escribió o quizá falló la prosa al momento de la comunicación o tal vez ella sí escribió aquello de lo que la acusan: decidirá (ojalá que lo haga sin apuro, sin certezas atolondradas ni juicios express, como invita a hacerlo el film) el espectador. Esta claro que no tiene sentido hablar, en una crítica de una película así, de los recursos técnicos y la fotografía y la posición de la cámara; basta con decir que Bárbara Sukowa interpreta con justa frialdad el personaje y que Von Trotta maneja con acierto los tiempos de la biopic, Hannah Arendt y la banalidad del mal es una película de ideas. En este punto, en la ineludible invitación a la reflexión, en su vocación polémica, en su feroz resistencia a todo reduccionismo intelectual, radican los enormes méritos del film. La directora comprende esto y permite a los textos el tiempo necesario para ser desarrollados y abrazados. Logra esto evitando caer en los vicios de un film lento (logro importante de dirección), e incluso maneja bien las tensiones y alcanza un gran climax en la escena de un discurso memorable. Arendt parece reclamar: lean mi artículo; no lean lo que dicen los demás que dice mi artículo. Pero se sabe, en tiempos de medios de comunicación, esto es casi un imposible.
Aproximación didáctica a un personaje trascendente del siglo XX Margarethe Von Trotta había dirigido a Barbara Sukowa en varias oportunidades, entre otras su célebre “Rosa Luxemburgo”. Gran parte de sus films retratan a fuertes personajes femeninos por lo que era bastante lógico esperar que la realizadora convocara a la también actriz de Fassbinder en “Hannah Arendt”, su más reciente producción. Desde “La promesa” (de 1994), pasaron varios largometrajes más, aquí no estrenados, por lo que han transcurrido casi veinte años sin films de Von Trotta en nuestras latitudes. En verdad no se trata estrictamente de una biografía de la autora de “Los orígenes del totalitarismo” sino más bien de un extenso episodio de cuatro años (1960 a 1964) de su vida, durante los cuales tuvo lugar el secuestro (escena inicial de la película), juicio y ejecución de Adolf Eichmann. Pero el tema central que “Hannah Arendt” trata de dilucidar es la repercusión que tuvieron los artículos que publicara en la prestigiosa “New Yorker”. Fue ella quien se ofreció a actuar como periodista del conocido medio, convenciéndolos para que la enviaran a Jerusalén como corresponsal. Sus directivos no imaginaron el revuelo que causarían sus colaboraciones escritas incluyendo el libro “Eichmann en Jerusalem” y la famosa frase “la banalidad del mal”, que el distribuidor local acertadamente agregó al título local del film. Las escenas del juicio en Israel han sido acertadamente recreadas yuxtaponiendo imágenes reales de Eichmann dentro de una cabina de vidrio, declaraciones de testigos (en blanco y negro) con otras, mostrando a los periodistas y autoridades del proceso (en colores). De esa manera se evitó la necesidad de contar con un actor en el rol del asesino, algo innecesario cuando ya las imágenes reales resultan tan contundentes al mostrarlo negando categóricamente que hubiera participado de la exterminación de los judíos. Entre varios personajes reales conviene destacar al amigo Kurt Blumenfeld, que ella reencuentra a su llegada a Jerusalén y donde éste se ha establecido. Hacia el final una escena dramática nuevamente en Israel mostrará como los escritos de la ocasional periodista habrán afectado la sólida amistad pasada. Es interesante mencionar que Michael Degen, el veterano actor que personifica a Kurt, ha escrito una apasionante autobiografía conocida como “No todos eran asesinos” (Una infancia en Berlín), donde revela como sobrevivió escondido en su ciudad natal, junto a su madre durante toda la Segunda Guerra Mundial. El texto es además una reivindicación de una parte de la población alemana que, no estando de acuerdo con el nazismo, arriesgó su vida cobijando a judíos como el propio Degen. Heinrich Blucher, el segundo marido de Hannah, es otro de los personajes centrales de la trama. Axel Milberg, quien lo interpreta se luce mostrándolo como era en la vida real. Políticamente comunista, con una diferente visión a la de su esposa, mantuvo a pesar de eso una convivencia armónica. Entre los personajes femeninos sobresale Mary McCarthy, su gran amiga y exitosa escritora norteamericana (“El grupo”), con una destacada interpretación de Janet McTeer, que fuera nominada al Oscar en dos oportunidades (“Tumbleweeds”, “El secreto de Albert Nobbs”). Julia Jentsch (“Los edukadores”, “Sophie Scholl: los últimos días”), secretaria de Arendt, tiene menos oportunidades de lucirse en el rol de Lotte e incluso, en una escena donde lee la indignada carta de una lectora, roza la sobreactuación. Otros personajes importantes son los que encarnan Ulrich Noeten (dos veces como Himmler en “La caída” y “Mi Fuhrer”), aquí como Hans, Nicholas Woodeson como William Shawn del “New Yorker” y Klaus Pohl como Martin Heidegger. A este último la película lo muestra sobre todo en los flashbacks cuando Hannah era su alumna y luego amante. Esta etapa por si sola podría justificar otro film sobre todo por que, como es de público conocimiento, abrazó la ideología nazi decepcionando a su mentor (Edmund Husserl, que era judío) y a Karl Jaspers. Una reciente y muy sustanciosa biografía del alemán Alois Prinz y que lleva el nombre de “Hannah Arendt” o “El amor al mundo” describe su vida desde su nacimiento en Hannover (14 de octubre de 1906) hasta su fallecimiento en 1975. Aporta muy interesante información sobre cómo logró salir del campo de detención en Gurs, Francia y sobre su extensa vida en los Estados Unidos. Al referirse a la “banalidad del mal” Prinz señala los intentos de Hannah para explicar por qué el “mal” parece tan “banal”. Ella no creía que alguien fuera malo por tener mal corazón y que ello no tenía que ver con la inteligencia o la estupidez. Pensaba que el origen del mal estaba en el pensamiento y al igual que en la película hay una referencia al “diálogo mudo” (“Stummes Zwiegesprach”) según lo expresara Sócrates. Sería muy deseable y bastante probable que la obra sea traducida al inglés y quizás al castellano. Dado que todo ya pertenece a la historia no se comete ninguna infidencia al revelar al potencial espectador que los escritos y declaraciones de Hannah Arendt decepcionaron a muchos de sus colegas y amigos, como se muestra en el film, y que probablemente fueron mal interpretados. Aunque sin duda, una de las cuestiones que más irritaron a parte de la comunidad judía fueron las referencias que ella hizo de los “consejos judíos” (“Judenrat”), los que actuaron dentro de los campos como nexo entre sus desdichados pobladores y los victimarios nazis. Una visión bastante diferente es la que ofrece Claude Lanzmann en “Le dernier des injustes” (“El último de los injustos”), su más reciente obra presentada en el último Festival de Cannes. Margarethe VonTrotta logra en su película más reciente volver sobre un tema que pese al tiempo transcurrido continúa en plena vigencia. Lo hace de una manera didáctica evitando claramente tomar partido, a favor o en contra, de su personaje. Subraya en cambio que burócratas y no pensantes como Eichmann hicieron posible que las perversas ideas de una figura totalitaria como Hitler dieran lugar al mayor exterminio en la historia de la humanidad
El mal siempre está cerca ¿De dónde viene el mal? ¿Por qué un mediocre es capaz de generar tanto horror? ¿Qué es el pensar y para qué sirve? ¿Porque para hacer bien se necesita tanto mientras el mal está al alcance de cualquier nadie? El filme reflexiona sobre estos temas a partir de Hannah Arendt , una intelectual judía alemana que huyó a Estados Unidos. La vemos allí, entre 1961 y 1964, cuando cubrió para la revista New Yorker el juicio al criminal de guerra nazi, Adolf Eichmann, en Jerusalén. Sus artículos produjeron una fuerte polémica, fueron rechazados por los judíos y a Hannah le costó amistades, trabajo y menosprecio. El filme la muestra en su lugar de trabajo, pensando, fumando, escribiendo, dando clases. Cuando se dio cuenta que “el instinto al mal es, quizás, inherente al hombre”, decidió consagrar su vida a explicar y explicarse la esencia del horror. Entonces no dudó en pedirle cuentas a la conciencia más que a los hechos para poder reflexionar sobre la culpa, la responsabilidad y el deber moral. Cinematográficamente puede ser calificada como sobria y convencional, pero su aporte está en su contenido, en sus diálogos sustanciosos, en la manera cómo Von Trotta presenta el ideario de esta mujer luchadora, implacable, soberbia que observa el mal desde la psicología, la filosofía y la sociología. Arendt fue atacada por la comunidad. La acusaban de haber sido condescendiente con ese criminal de guerra, aunque lo que ella declara una y otra vez es que lo que la asombraba era el tomar conciencia de que uno de los responsables del mayor crimen de la humanidad “no era un monstruo, era un hombre normal, un payaso gris y mediocre, un patético burócrata”. Comprobó que el mal está muy cerca de todos, que no exige seres excepcionales para manifestarse. Y hasta puso en tela de juicio el accionar de los consejos judíos a la hora de las deportaciones. Por supuesto, para poder explayarse sobre estas ideas, el filme ha tenido que sacrificar algunos aspectos sobre la vida privada de Hannah. Es superficial la mirada excesivamente dulzona sobre la pareja y es apurada la manera cómo resuelve el romance clandestino de Hannah con su maestro y su modelo, Martin Heidegger. En cambio ha tenido la buena idea de mezclar las imágenes reales del juicio a Eichmann con escenas reconstruidas. Lo concreto es que es un filme que explora más los pensamientos que los personajes y que le da peso dramático al mundo de las ideas, un filme que nos incita la reflexión y que en alguna medida desafía al cine de estos días, tan apegado al fácil impacto, al despliegue visual y a la acción vertiginosa. “Pensar es una ocupación solitaria”, le había enseñado Heidegger Martin. Y Arendt medita largamente para poder entender cómo nace el mal, como prospera tan fácilmente, como se potencia. Y allí descubre que “Eichmann no pensaba”, que sólo obedecía órdenes, que no tenía dimensión del mal porque lo encarnaba con la fuerza natural de un despropósito que sólo exigía una enfermiza y absoluta lealtad.
Empecemos por los problemas -varios- que tiene HANNAH ARENDT, la película de Margarethe Von Trotta sobre la vida de la célebre filósofa alemana. Se trata -no hay forma de decirlo de otra manera- de una película vieja, rudimentaria, que atrasa 40 años en construcción dramática y narrativa, y que usa y abusa de procedimientos típicos de un perimido cine de “qualité”. Es una película cinematográficamente vacía de ideas. Sin embargo, es un filme sobre el mundo de las ideas. Y es ahí donde se produce el mayor conflicto de la película, el que le da -al menos en su segunda mitad- algo de interés y poder. Hay, claro, recursos biográficos que aparecen aquí y allá (los flashbacks centrados en la relación entre una joven Arendt y el filósofo Martin Heidegger, que luego apoyaría al nazismo; su problemática vida sentimental) y que responden a ese criterio, pero finalmente la película elige centrarse en un debate ideológico. HANNAH-ARENDT-1702En ese sentido, es una pena que Von Trotta no haya sido lo severa que fue Arendt y que, en lugar de armar un pastiche de pronunciamentos obvios e imágenes pasteurizadas, no se haya atrevido a hacer una película a la altura de la complejidad y rigurosidad de su personaje. Como película, HANNAH ARENDT se parece más a los críticos de la pensadora que a ella misma: simplifica lo que dice, convierte su analítica prosa en una serie de pronunciamientos obvios y genera a partir de eso fuertes malos entendidos. No es una película que carezca de valores, al contrario. Pese al excesivo maquillaje, Bárbara Sukowa tiene el magnetismo suficiente como para llevarse puesta la película, magnetismo que uno imagina tenía también la propia Arendt. Y el debate que se genera a partir de la publicación en la revista New Yorker de sus cinco artículos sobre el juicio a Adolf Eichmann en Israel (publicados luego como el libro Eichmann en Jerusalem: un estudio sobre la banalidad del mal) tiene la suficiente riqueza como para motivar que uno quiera profundizar sobre el tema. En ese sentido, la película funciona como una entrada simplificada al mundo de Arendt, siempre y cuando genere el suficiente interés como para que el público quiera saber más. hannah-arendt-278151lEl debate -en el filme- tiene más que ver con la acusación que Hannah hace a los líderes del pueblo judío de haber colaborado con los nazis o no haber sido lo suficientemente fuertes como para confrontarlos. Asegura Arendt allí que, de haber actuado estos líderes de otra manera, los muertos habrían sido menos. Esa “acusación” (retomada y discutida por su enemigo declarado Claude Lanzmann en EL ULTIMO DE LOS INJUSTOS, su más reciente filme) es, dentro de otras simplificaciones, la que la transforma en “persona non grata” de la comunidad judía norteamericana. Claro que a ese concepto hay que unirlo al otro, al más fuerte y que más transcendió: el de la “banalidad del mal”. Como se sabe, lo que llamó más la atención a Arendt de Eichmann (sí, el nazi que fue capturado en Argentina) fue su discurso de funcionario público gris que decía solo cumplir órdenes legales y que sólo se hacía responsable de su pequeña parte de un proceso casi mecánico y burocrático, por más que ese proceso constituía poner a millones de personas en trenes rumbo a su segura muerte. Hannah-ArendtArendt quiso discutir la idea de la “monstruosidad nazi” como una suerte de desorden psicológico y llevarla a un terreno en el cual muchísimas personas “normales” podrían cometer esos actos en función de una lógica de “agradar”, “pertenecer” o no confrontar las órdenes que les son dadas, algo que seguramente puede haberles pasado a muchos alemanes. Pero nunca fue la idea de Arendt exculpar a estos “funcionarios del mal” sino, por el contrario, reclamar un grado de introspección y de análisis (Eichmann no piensa por sí mismo, escribía) en los participantes activos de este tipo de fenómenos. El Mal no está solamente en “esos tipos” que apoyan sus actos en teorías y conceptos (los antisemitas, en este caso) sino en los burócratas y funcionarios que cumplen esas medidas sin medir sus consecuencias. Este concepto, sumado a su acusación a los líderes de los consejos Judíos y -también- a su crítica a que el juicio se haga en Israel (y a la forma de “secuestrar” a Eichmann) la convirtió en una paria intelectual, algo que el filme muestra muy claramente cuando es echada de su cátedra, rechazada por sus amigos y criticada hasta por sus seres más queridos. Sin salir de sus esquematismos de puesta en escena y construcción dramática (hay que reconocerle que no cae en sentimentalismos típicos del cine biográfico), la película de la directora de LAS HERMANAS ALEMANAS y ROSA LUXEMBURGO crece sobre el final al transitar por ese debate, por más que tome sus aristas menos ambiguas. De cualquier modo, a los que estén realmente interesados en el concepto y en el tema que trata el filme, les recomiendo que vean EL ESPECIALISTA, el extraordinario documental de Eyal Sivan realizado con imágenes extraídas de más de 350 horas de grabaciones del juicio a Eichmann (que se ven, por momentos, en el filme). Puro, duro y no adulterado, podrán entender más claramente los conceptos de los que habla Hannah Arendt.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
La mujer que fuma Se pueden esperar varias cosas de una cineasta alemana consagrada. Es dable esperar, por ejemplo, el monólogo acerca de un duelo que no se termina de realizar, de la necesidad imperiosa del duelo, siempre como parte ineludible de una especie de restauración, de una actitud del tipo “somos nosotros. Nos reconocemos”, en la que la historia de la Alemania del siglo veinte guarda siempre, como un secreto que las buenas familias se cuidan con celo de evitar que salga a la luz, las cenizas tibias del trauma que se esparcen y tiñen las formas que adquieren las relaciones de poder en su país de allí en adelante. Es decir, más o menos una lección de catequesis bajo la forma de cierta retórica de la disculpa en primera persona y de la expiación. Tampoco tendría por qué extrañarnos si Von Trotta (de ella se trata) se dedicara hacer la clasificación de las taras de la reunificación alemana, con sus coletazos impenitentes de decepción, de rabia, de una angustia lista para ser filmada, inventariada, puesta a punto como poética del desencanto. Si hay una materia que no se saltó el cine alemán de los años setentas hasta nuestros días es precisamente el del “problema alemán” en cualquiera de sus manifestaciones. De modo que Von Trotta podría hallarse perfectamente cómoda en cualquiera de esas áreas ya conocidas, mostrando el peso en los hombros de los ciudadanos alemanes, su andar agobiado, no por que tengan vocación de mártires sino porque heredan forzosamente, para lucir en la imagen, todo la carga de un mandato cinematográfico que viene añadido como parte del kit: el del cineasta alemán como sujeto políticamente acomplejado. De todo eso la directora hace poco y nada. Hannah Arendt no es tampoco una biografía de la filósofa judía alemana sino un relato del episodio en el cual la mujer escribe, a principios de la década del sesenta, una serie de artículos por encargo para la revista New Yorker acerca del enjuiciamiento de Eichmann. Hannah viaja a Jerusalén, asiste al juicio en directo en una sala rodeada de periodistas frente a un aparato de televisión y descubre con azoramiento, en sus propias palabras, que Eichmann “no es nadie”. No es un convencido adherente al Partido, no es un creyente del Tercer Reich, no es un seguidor particularmente insistente de Hitler. Casi ni siquiera es un patriota. Es nadie: es solo un técnico, un burócrata, una insignificancia en la cadena de mandos, un hombre pequeño perdido en un laberinto. De allí en adelante, entonces, el escándalo: hay un “caso Arendt” del mismo modo que hubo un “caso Eichmann”, uno derivado del otro, como una mala comedia de equívocos, en la que la filósofa fue defendida públicamente con fervor por la figura más sobresaliente de su círculo, la escritora Mary McCarthy. Aunque el peligro estaba latente, Von Trotta se cuida bastante bien de hacer un relevo de citas, o de acudir a un dispensario de ideas precocidas con el propósito de subrayar aquello que ya está más y mejor explicado en el libro de Arendt Eichmann en Jerusalém; es decir, no viene con el propósito de ilustrar una zona archisabida de la filosofía política. La directora no deja en cierto modo de ser didáctica –esa palabra maldita– , porque la legibilidad espartana de la película la habilita a ello (y hace bien). Pero su asunto en todo momento parece ser otro: una de las cosas impresionantes que ocurren con Hannah Arendt es que nada nos prepara para ser testigos de los pequeños gestos de intimidad que Von Trotta hace jugar en los intersticios de las escenas de su película. Como esa en la que después de una charla de sobremesa en su departamento neoyorkino, en la que justamente se discute la captura de Eichmann y los preparativos que anuncian los diarios de su juicio en Jerusalém, Hannah recibe una palmada llena de cariño en el culo por parte de su marido, un alemán que parece un oso de Baviera, inclinado a la buena comida y al bueno vino. Es gracias a momentos semejantes que Von Trotta encuentra el núcleo de un lirismo secreto, casi imperceptible, cuya fuerza se derrama hacia el resto de la película y parece temblar en cada plano. La directora inventa el tono de la espera. Y ese tono, lógicamente, discurre en el ámbito de la cotidianeidad. Las repercusiones de sus artículos entre sus amigos de Israel, de los editores de la revista, de los lectores, de sus colegas universitarios: hay toda una zona de Hannah Arendt que propone una forma de suspenso mínimo pero implacable, fraguado en esos instantes de inquietud que surge naturalmente del tiempo de la espera. Von Trotta maniobra con mucha solvencia en la progresión ínfima del relato, la lucidez del retrato de intimidad y los puntos cruciales (los higlights, escasos, por suerte), un poco obligados por el marco histórico. Cuando se entusiasma y les da preponderancia a estos últimos, como en el discurso en el que Hannah defiende su teoría frente a catedráticos y alumnos –escena que no deja de conmover, eso sí– , la película se acerca a los momentos de verdad absoluta mediada sentimentalmente, tan propios de Hollywood, y pierde un poco de consistencia, porque la fórmula “instrucción cívica más emoción” siempre consiguió amalgamarse mejor y adquirió una mayor fluidez y sentido orgánico en manos de los norteamericanos que de los europeos. Cuando Von Trotta pone el pie en el freno, en cambio, gana mucho en términos de extrañeza y allí nos damos cuenta, de pronto, de que no sabemos del todo qué estamos viendo. Para los ansiosos, Hannah Arendt ofrece muy pocas respuestas, o no las da todas juntas y entonces ya es tarde para contentarlos. Cuando la película falla como pieza de discusión extravagante y se dedica a exponer sin miramientos, pero también sin pretensión alguna de exhaustividad, a una filósofa de entre casa, una mujer que fuma como una chimenea mientras mira el río desde su ventanita en Manhattan, que duerme la siesta cuando debería estar escribiendo, que acumula excusas y diseña cómicas estratagemas para distraer a sus empleadores y justificar la tardanza en la entrega de las notas prometidas; cuando ocurre todo eso, en fin, podemos estar seguros de que Von Trotta desechó el papel de divulgadora para hacer el retrato de aquello que solo parece alcanzar una dimensión genuina a través de un repertorio de gestos. La directora podría haber hecho una película pedagógica, pesada, incluso monumental. En lugar de eso entrega una reseña de formas de mirar, de formas de andar, de hablar casi siempre en susurros: ahora, la mujer que se arrojó a un abismo arriesgándolo todo, pertrechada únicamente con las dosis indispensables de vanidad y el calor fungible de sus propias convicciones, sigue siendo un misterio pero recuperó, acaso para siempre (gracias a Von Trotta y a la increíble Barbara Sukowa: los huesos duros de su cara), el aspecto humano.
La otra mujer Esta nueva, no la última, realización de la directora alemana Margarethe von Trotta choca “a priori” con una gran dificultad, cómo poner en suspensión, extraer la idea y poder mostrarla cuando se trata de tener un acercamiento al pensamiento de uno de los más importantes filósofos políticos del siglo XX. Por cuestión de principios se podría suponer que la responsable de obras como “Las Hermanas Alemanas” (1981), por la que gano el León de Oro en el festival de Venecia de ese año, o “Rosa de Luxemburgo” (1986), no intenta construir una biopic clásica de un personaje tan complejo como lo fue Hannah Arendt, sólo se suscribe a representar el tiempo en que su “heroína” hace frente y desarrolla uno de sus textos más conocidos, “Eichmann en Jerusalem, un informe sobre la banalidad del mal”. El enfoque sólo centra su acción en esos años a principios de la década de 1960. Comienza cuando ella le solicita al editor del “The New Yorker”, revista emblemática de la intelectualidad yankee de la época, cubrir el juicio que se realizará en Israel contra el criminal nazi Adolf Eichmann, secuestrado en la Argentina por fuerzas israelíes, en 1961. En este punto es que el filme, desde una estética y estructura narrativa clásica, produce una dicotomía con lo relatado, pues el pulso, la elección del qué y el cómo contar, es lo que termina enriqueciendo el material fílmico, y cabe decir que gran parte de su valía se sustenta en la formidable interpretación de la actriz, también alemana, Bárbara Sukowa, quien sabe darle carnadura a un personaje por demás ininteligible, en su acepción más abarcativa del termino, desde las vivencias afectivas por las que circulo, como alumna y amante de Martín Heidegger, hasta su lucha por sostener y explicar su, hasta hoy en día, mal interpretado texto, producto de su estadía en Jerusalem durante el juicio. Lucha que derivo en la producción de otros escritos de igual importancia como “Eichmann y el holocausto” o “Responsabilidad y Juicio”. El texto fílmico, desde una perspectiva menos didáctica y más dramática, hace anclaje en el enfrentamiento que tuvo que soportar no sólo con la comunidad judía de Nueva York, pues no fue bien recibida la denuncia que ella hace sobre el colaboracionismo con el régimen imperante en Alemania que hubo de parte de los Judenrat, los consejos judíos, creados por los nazis, para que los propios habitantes de los guetos se controlaran entre ellos, creando la policía judía, o nombrando a los capo dentro de los campos de concentración, que eran doce personas consideradas influyentes para los otros. ¿Quién podría colocarse hoy en día, desde la comodidad de un sillón de un living, a juzgarlos? El texto mal interpretado, en algunos casos hasta el día de hoy, era entenderlo como una defensa del criminal nazi, cuando en realidad es una llamada de atención hacia el resto de la humanidad que colocaba como “monstruo” a Eichman, y que Hannah Arendt lo categorizaba como un burócrata con poder, un ser insignificante, mediocre, parte de lo humano, no era un monstruo, o peor lo monstruoso no dejar, como demuestra la misma existencia de seres de esa calaña, como parte de lo humano, y esto se hace intolerante. Algo así como advertir que si lo despegamos de nosotros mismos ese “el asesino que esta entre nosotros” podría volver a emerger, de hecho hay más de un caso hoy en día alrededor de la urbe que podría ser un fiel reflejo de la advertencia. Pero varias son las cualidades que unen a la directora con su personaje y que no es para desmerecer: ambas alemanas, una, la pensadora, exiliada forzosa por su condición de judía, la otra, nacida en Berlín en plena Segunda Guerra Mundial. Una pudo y lo hizo, la otra, igualmente mujer, se vehiculiza con al primera para decir lo suyo; una, sufrió no sólo el ataque sino un nuevo aislamiento de los que hasta ese momento eran sus afectos cercanos, su núcleo cotidiano de convivencia, tanto en el ámbito universitario, donde impartía clases, sino asimismo en el grupo de intelectuales de Nueva York. La otra, se sigue mostrando como una luchadora de los derechos civiles en general, y de la mujer en particular. La otra que nos muestra a la una que sólo encontraría reposo en los brazos de quien fuera su marido, Heinrich Blücher, muy bien interpretado por Axel Milberg, momentos en suspenso, detención de lo narrado con el único fin de acrecentar la importancia del ocio del personaje, es que la directora asimismo utiliza el recurso del flashbacks para adentrarnos en la memoria en Hannah, y su relación amorosa con quien fuera su profesor a finales de la década de 1920, produciendo otra dicotomía donde no parece existir. Lo que hace sustentar esta estrategia narrativa es la intención clara de Margarethe von Trotta de no clausurar a su personaje, dejar que fluya desde el pensamiento, y ese arbitrio posibilita al espectador tener un acercamiento menos manipulado. A la ya mencionada actuación de Bárbara Sukowa, se le debe sumar el diseño de montaje con un respeto por marcar bien los tiempos internos, muy diferentes a los de interacción con los otros; la increíble recreación de época, desde el vestuario, la escenografía; la fotografía en tonos pasteles; el sonido dando soporte al clima imperante en la imagen. Una pregunta para el final: ¿Habrá sido casual o un homenaje para Hannah, que el personaje Marion Post, interpretado por Gena Rowlands en el filme de Woody Allen, sea una profesora de filosofía?
Piensa porque primero amó Margarethe Von Trotta recorre en Hannah Arendt el trayecto de la historia en que más de cerca se cruzan las vidas de dos alemanes nacidos en el mismo año (1906): Hannah Arendt y Adolf Eichman. No quiere hablar solamente de la antítesis de la judía y el nazi (o la filósofa judía y el jerarca nazi capturado por el Mosad en Buenos Aires, en 1960). Quiere decir que estos son dos alemanes, como ella, y que algo hay que indagar sobre las raíces de la perversión del Tercer Reich. Von Trotta, como lo había hecho el austríaco Michael Hanecke en La cinta blanca, asegura que el mal no es la respuesta, que el mal es una vulgaridad, que los oficiales nazis eran ‘donnadies' y refuerza a Arendt en su grito de alerta sobre lo que sucede cuando el valor fundamental que una sociedad transmite a los ciudadanos desde niños es la obediencia. Vaya si sabemos los argentinos de la "obediencia debida", aunque quizá nos queden todavía algunas preguntas en la línea de las que Von Trotta amplifica: ¿A quién le hacen falta, pues, las ideologías para explicar las guerras o el terrorismo de Estado? ¿Para condenar al régimen nazi necesitaba el pueblo judío ocultar pedazos de miseria verdadera, como la existencia de los Consejos Judíos en los campos de concentración? ¿Hace falta un antisemita para torturar a un judío o a un opositor (o basta con un obediente)? El retrato de Von Trotta (magnífica, Barbara Sukowa) sobre la filósofa que acuñó el concepto de la "banalidad del mal" en sus años de exilio neoyorkino va, sin embargo, mucho más allá (o acá) de la Historia para decir que Hannah piensa porque primero amó. Amó a los individuos, no a las patrias, a las colectividades ni a otros "ismos". Tuvo a Heidegger entre sus piernas y supo que la vida es más inesperada que las personas, porque nunca dejó de ser amiga de su viejo profesor casado (a pesar de que el filósofo, su maestro, su amante, se había apuntado a la causa nazi, mientras ella se convertía en apátrida en un campo de muerte). Y aunque suene a sacrilegio, hay que decir que la directora propone un estimulante diálogo con estos personajes femeninos que se las ven con la terquedad de los monolíticos, como la propia Arendt o su amiga americana, la escritora Mary McCarthy (dicen que su novela El grupo inspiró Sexo en Nueva York). Un diálogo que incluye debates sobre la "vista gorda" que las mujeres podemos hacer cuando queremos a alguien por encima de todas sus contradicciones. "¿Para qué los quieres perfectos? ¿Será porque eres de las que se casan con todos sus amantes?", le pregunta Hannah a Mary, norteamericana y "exhibicionista". Hannah trabaja "de pensar" y también bromea sobre los hombres. Berlinesa, liberal, incomprendida y generosamente femenina.
La filósofa Hannah Arendt escribió un relato notable (fue en realidad un encargo periodístico para el New Yorker) sobre el juicio a Eichmann en Jerusalén. El film, que cuenta al personaje y la circunstancia, es preciso, deja hablar a su protagonista (gran Barbara Sukowa) aunque por momentos resulta demasiado académica y “respetuosa” del personaje. De todos modos, una película que jamás deja de interesar y conmueve.
El mundo de las ideas Ante todo habría que aclarar que “Hannah Arendt” no es una biopic de la famosa filósofa alemana. La nueva película de Margarethe von Trotta (“Las hermanas alemanas”, “Rosa Luxemburgo”) se detiene en un momento clave de su biografía: los tres años (de 1961 a 1964) durante los cuales Arendt cubrió el juicio del Estado de Israel contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, y luego escribió una serie de artículos para la revista The New Yorker que despertaron una agria polémica. Arendt fue acusada de justificar la conducta de Eichmann y, al mismo tiempo, de atacar a los líderes de su propia comunidad, la comunidad judía. Von Trotta analiza todo ese proceso con una mirada rigurosa: desde el juicio propiamente dicho en Jerusalén hasta el rechazo —incluyendo a sus seres más queridos— que sufrió la filósofa después de sus publicaciones. También entran en juego los recuerdos de la protagonista de su paso por un campo de concentración y algunos flashbacks sobre su conflictiva relación amorosa con Martin Heidegger. De esta manera, y contando con la actuación brillante de su actriz-fetiche, Barbara Sukowa, la directora conforma un retrato minucioso de una intelectual compleja que se arriesgó a perder su estatus por defender ideas que cuestionaban el pensamiento inflexible. En este último punto, Von Trotta se expuso a un gran desafío: hacer una película sobre un universo abstracto, el mundo de las ideas, una apuesta alta que también tiene sus costos. Es cierto que la película no simplifica, pero por momentos se torna demasiado esquemática y rígida.
Dramatización de una tesis filosófica La propuesta fílmica de Margarethe von Trotta ofrece un retrato de la filósofa Hannah Arendt (Barbara Sukowa), concentrándose en los años en los que ella asiste al juicio al criminal de guerra nazi, Adolf Eichmann, y luego escribe artículos sobre el tema para la revista The New Yorker. Los hechos ocurren entre 1961 y 1964. Hannah vive en Estados Unidos con su marido Heinrich Blücher (Axel Milberg) desde que fugaron del nazismo en 1933. Ambos, alemanes de origen, habían huido a Francia, pero cuando este país fue ocupado por las fuerzas de Hitler, fueron arrestados y recluidos en un campo de concentración del cual lograron escapar gracias a amigos influyentes que los rescataron. Cuando detienen a Eichmann en Buenos Aires y lo trasladan a Israel para someterlo a juicio, The New Yorker le pide a Arendt que cubra el evento como periodista y escriba sobre el tema. La escritora viaja y allá se encuentra con viejos amigos judíos a quienes quiere mucho pero con quienes mantiene algunas diferencias de opinión sobre los sucesos que todos habían sufrido. La película de Von Trotta intenta reproducir, en clave biográfica, la polémica que se generó a partir de los controversiales artículos que Arendt escribió sobre el caso, ofreciendo un pantallazo, mediante el recurso de la inserción de raccontos, sobre los comienzos de su formación intelectual, cuando fue la discípula preferida de Heidegger, a quien considera su maestro porque dice “le enseñó a pensar”. Todo el tema del film gira en torno al debate acerca del nazismo, que dividió a los intelectuales europeos y dejó heridas difíciles de cicatrizar. Precisamente, Arendt era judía y Heidegger simpatizó con el régimen. Un dato que los detractores de la filósofa tomaron muy en cuenta al momento de criticarla, por sus opiniones acerca del Holocausto, en las que de algún modo ella no dejaba libres de culpas a los judíos. En el film también se insertan fragmentos de las filmaciones originales del juicio a Eichmann, en un contexto de ambientación muy fiel a la época en el cual se desarrollan las demás escenas, las que, siempre con la figura de Arendt en el centro, transcurren mayormente en su departamento de Nueva York o en casa de amigos en Jerusalén. Amigos con quienes discute, muchas veces fervientemente, acerca de esas cuestiones en las que discrepan. La publicación de sus artículos, en los que ella se concentra en el aspecto filosófico del mal, más que en la crónica política de los hechos, cae como un balde de agua fría en la comunidad judía, la que empieza a difundir la versión de que Arendt es pronazi. La polémica, condimentada con amenazas anónimas y persecuciones de la Mossad, hasta pone en peligro su cátedra universitaria. Von Trotta retrata a una Arendt valiente y apasionada que defiende a ultranza sus ideas, aun cuando reciba el rechazo de algunos de sus amigos más queridos. La experimentada actriz Barbara Sukowa consigue transmitir la complejidad y profundidad de la figura que tiene que representar, aunque los demás personajes aparecen más esquematizados en sus roles repartidos entre aliados y detractores. No obstante, hay que considerar que la época se prestaba a ese tipo de esquematismos maniqueos. En síntesis, la propuesta intenta ser una dramatización de una tesis filosófica protagonizada por personajes reales y basada en hechos reales. Von Trotta consigue un resultado respetable ante semejante desafío, aunque por momentos la simplificación de los planteos es un poco excesiva y en general, se da por sentado que el espectador está informado sobre los hechos y personas que se mencionan. Vale como divulgación e introducción al pensamiento de una de las intelectuales más interesantes del siglo XX.
Aquella pensadora que iluminó el mal El film de la misma directora de Rosa de Luxemburgo retrata la cobertura que la gran filósofa hizo del juicio a Eichman en Israel, y que le valió duras críticas. La valentía y la naturaleza misma del acto de pensar se ponen en escena. En una carta fechada el 3 de octubre de 1963, dirigida a su gran amiga la novelista Mary McCarthy, Hannah Arendt, escribe una serie de reflexiones a propósito del impacto negativo provocado por sus escritos para el "The New Yorker" sobre sus hipótesis en relación al juicio a Adolf Eichmann, coronel de la S.S., juzgado en Jerusalén. Allí se puede seguir de cerca lo que cuenta el film Hannah Arendt, sobre esta mujer nacida en Alemania, de origen judío, quien hoy está considerada una de las figuras más representativas de la filosofía del siglo XX. En uno de estos párrafos, Hannah Arendt le señala a Mary Mc Carthy: "¿Por qué el papa jamás protestó públicamente por la persecución primero y la exterminación de los judíos después?". La gran pensadora señala: "Lo repito: el tema de la resistencia judía planteado en lugar de la verdadera cuestión, a saber, que cada uno de los miembros de los Consejos (en el film: líderes de grupo) tenía la posibilidad de no colaborar". O bien: "Una defensa de Eichmann, que según dice yo escribí, sustituye a la verdadera cuestión: ¿qué clase de hombre era el acusado y hasta qué punto nuestro sistema jurídico es competente en el caso de estos nuevos criminales que no son los criminales comunes?". Es admirable cómo a lo largo de casi dos horas se puede ir construyendo aspectos relevantes de un modo de pensamiento respecto no sólo del "caso Eichmann", sino de la degradación a la que somete un sistema totalitario, la reducción y la simplificación de la condición humana, su exterminio moral y psicólogico, la peligrosidad del accionar del burócrata. La construcción que del personaje logra la actriz Barbara Sukowa, quien igualmente había interpretado a Rosa Luxemburgo en el film homónimo de la realizadora, de 1986 es realmente admirable. En ese recorte temporal que el film propone, los primeros años 60, y desde algunos flashbacks que muestran su admiración, primero, y luego su contradicción respecto de la tan polémica figura del filósofo Martin Heidegger, el personaje de Hannah Arendt se muestra desde una perspectiva que permite al espectador anteponer los aspectos más descriptivos y conceptuales, pasando a segundo plano los aspectos más domésticos de su biografía. Sí, en cambio, está presente su grupo intelectual, con el que ya, desde el inicio, se vislumbran, ciertas divergencias. Y por sobre todo, su entrañable vínculo con Kurt, su gran amigo con quien se reencontrará en Israel y frente a quien vivirá uno de los momentos más angustiantes del relato. Siempre presentes su amiga Mary y su amado esposo, como asimismo su asistente. Y también sus jóvenes alumnos, a quienes les hará llegar en la más contundente, necesaria, casi didáctica pero trascendental secuencia su concepción sobre la categoría de lo que hoy conocemos y se nombra como "la banalidad del mal". El guión contempla la mención al pasado de esta admirada doctora en Filosofía y de la Teoría Política contemporánea, en lo que respecta a su partida de Alemania en el 33, para pasar a Praga, Ginebra, París y terminar en el centro de detención de Gurs y escapar, años después, a Estados Unidos. El film de la realizadora de Las hermanas alemanas se articula en base a una imagen que se presenta de manera constante, enfatizando, tal vez, la naturaleza misma del acto de pensar: Hannah en soledad, en este caso en espacios no muy iluminados, fumando, en actitud de repliegue sobre sí misma; de manera instrospectiva, entregada a sus reflexiones; acto que en el caso de ella está permanentemente ligado al compromiso y a la responsabilidad, a la construcción misma de los días por venir, tal como se lo proyecta serenamente, pero con énfasis, a sus alumnos. Desde una actitud distanciada, no manipuladora ni efectista, los momentos que organizan la secuencia a Adolf Eichmann plantean un juego de montaje entre el espacio que representa la ley y los medios periodísticos y en el que se encuentra, junto a sus custodios, el acusado, valiéndose del formato documental. Así, esta figura, uno de los tantos organizadores de la llamada "Solución Final" y encargado del control del movimiento de las deportaciones hacia los campos de exterminio, comenzará a ser interpelado. Y será a partir de sus respuestas, dadas impasiblemente que Hannah Arendt irá construyendo una serie de conceptos sobre el mediocre, el burócrata, el que no distingue. Los mismos interrogantes, en relación con el pensar y el permanecer ajeno, diferenciando, planteando la necesidad del juicio crítico, alcanzan en el film a la figura de Martin Heidegger. Y estas preguntas son escuchadas en el film desde la voz desde la propia Hannah, como desilusión y reproche, a ese maestro a quien había conocido en 1925, amado; pero quien tiempo después saludaría al régimen y pasaría a ser, desde su carácter de afiliado, defensor de su doctrina, colaboracionista, y portavoz, desde su lugar como rector de la Universidad de Friburgo, nombrado directamente por Hitler. Los escritos de Hannah Arendt organizan, ya desde 1929 y hasta después de su muerte acaecida en 1975, un conjunto de textos, una biblioteca autoral, que abren espacios a investigaciones permanentes en los campos de los estudios filosóficos, políticos, sociológicos; destacándose sus obras sobre el orden ético, la violencia, los fascismos. El film de Margareth von Trotta tiene como punto de partida el libro Eichmann en Jerusalén.
Al igual que Wakolda, otro film (en ese caso, nacional) que se exhibe en paralelo en la cartelera actual, Hannah Arendt lidia con la tragedia del Holocausto y el nazismo, aunque no desde el cine de género (no hay aquí suspenso ni convenciones propias del terror, más allá de la monstruosidad del episodio histórico del cual parte el argumento), sino desde lo casi documental, biográfico, al retratar cómo fueron los años vividos por la gran pensadora Hannah Arendt tras presenciar el juicio a Adolf Eichmann y escribir su posterior y famoso ensayo sobre la banalidad del mal. En torno a esta obra gira pues la película, que con una gran habilidad para transitar temas tan incómodos como el libro de la célebre autora, reapasa uno de los episodios más oscuros de la historia de la humanidad, con la suficiente inteligencia y autocrítica necesaria para no caer en la obviedad y lo políticamente correcto, esbozando las mismas preguntas incómodas que acosaron a Arendt tras publicar su controvertido texto en el New York Times. Margarethe Von Trotta dirige con envidiable pulso didáctico, resumiendo apenas las bases de lo que según su personaje real consiste en la “banalidad del mal”, haciendo énfasis en la vida intelectual tanto como emocional de su protagonista. Barbara Sukowa va más allá de la mera imitación y se convierte en Arendt, al tiempo que Axel Milberg se luce como su fiel compañero, Heinrich. Mención aparte merece el pasaje a través de diversos flashbacks que recuerdan los tiempos en que, tras la inocencia de la juventud y futuro desencanto de la madurez, Hannah conoce íntimamente a su mentor, Martin Heidegger, y descubre cuánto puede cambiar (o derrumbarse) un ser humano al tomar decisiones equívocadas.
HANNAH Y SUS VERDADES SUELTAS El film Hannah Arendt comienza con una captura. Es la recreación de un hecho histórico. A pocas cuadras de la calle Garibaldi, del partido de San Fernando, en el conurbano bonaerense, un hombre baja del colectivo que lo trae de su trabajo, un discreto puesto en una empresa, en horas de la noche. De caminar frágil y paso inseguro, avanza con un sombrero puesto, un portafolios en una mano y una linterna en la otra. La calle es de ripio, los alrededores, un descampado. Un camión de guerra estaciona delante del caminante. Dos hombres bajan, lo toman por la fuerza y lo introducen en el camión. Antes de arrancar, uno de los hombres agarra el portafolios que quedó tirado en la calle a consecuencia del forcejeo, pero deja la linterna que también cayó. La breve escena del inicio no es incidental. Se trata de la captura del jefe de la sección antijudía de la Gestapo, responsable de proceder al exterminio masivo de judíos en las cámaras de gas, tras su deportación y encierro en campos de concentración. Detenido por los Aliados en 1945, logra escapar a la Argentina, donde vive bajo nombre falso durante varios años, hasta el momento en que comienza el film. De algún modo la obra puede verse como la prehistoria de un texto. De los debates que se generan a partir de las peripecias de la captura y posterior juicio, germinará un ensayo que hará a Eichmann más famoso en la posteridad de lo que aún era en ese momento. Al modo en que el encuentro entre Truman Capote y Perry Smith da inicio a la concepción del clásico non fiction “A sangre fría”, el encuentro entre Hannah Arendt y el acontecimiento Eichmann inicia la gestación de “La banalidad del mal”. Los procedimientos informales mediante los que se efectuó la captura de Eichmann fueron objeto de debate respeto a la legitimidad de actuar por sobre las normas establecidas entre los estados. El gobierno argentino no estaba al tanto del llamado “Operativo Garibaldi”, e incluso en su momento dicho accionar generó algunos contratiempos diplomáticos entre el estado argentino e Israel. Al respecto, Horkheimer, tiempo después de sucedido el hecho, sostenía en “A propósito de la captura de Eichmann”, “Es evidente que las causas formales del procedimiento son insostenibles. Eichmann no perpetró sus asesinatos en Israel e Israel no puede desear que la captura de criminales políticos en el asilo, justa o injustamente hallado por ellos, se convierta en regla”. El film escenifica este debate a través de una discusión que se da entre un grupo de amigos que padecieron la persecución antisemita. El marido de Arendt, Heinrich, sostiene en un grito indignado: “Este juicio… es ilegal. El secuestro del servicio secreto israelí fue ilegal!”. Hans, un amigo de Hannah presente, ex voluntario del ejército británico integrante de la brigada israelí en 1944, responde: “Israel tiene el derecho sagrado de juzgar a un nazi por crímenes contra el pueblo judío”. Por su parte, Hannah sostiene que “Eichmann debió haber sido juzgado en Nuremberg pero escapó. Eso lo hace un forajido”. Establecidos el contexto histórico y expuestos los parámetros de debate, la película nos muestra la historia íntima de un registro y el efecto de ese registro: el texto. De a poco la trama comienza a centrarse en las impresiones que a Hannah le provoca el desarrollo del juicio. Algo en Eichmann captura su atención y su interés intelectual. A diferencia del resto, Hannah le cree a Eichmann. Para los demás Eichmann simplemente miente, engaña. Para Arendt, en cambio, se trata de algo diferente que un simple farsante. Busca entender, comprender lo que Eichmann tiene para decir. En este punto la directora pareciera simpatizar con la postura de Arendt, presentada como una mujer que al pretender mostrar una perspectiva diferente es atacada por una comunidad sumergida en un frenesí de justicia. Terminado el juicio, el film escenifica una especie de período larvario de una idea. Son escenas en las que Arendt muestra un recogimiento como si estuviera en el descubrimiento de una verdad que sospecha pero que no ve con claridad. En este sentido, los tiempos de su demora, las dilaciones, las conversaciones con el editor que le insiste telefónicamente, insinúan la incubación de una obra. La obra que está en camino es su clásico texto tardío sobre la “banalidad del mal”, cuya síntesis es expuesta en el final de la película. El concepto busca secularizar de algún modo la idea de mal. El mal no es cometido por seres diferentes al resto de los hombres. Para realizarlo no es necesario tener un motivo, fuertes convicciones malévolas, o una naturaleza particularmente cruel, sino que cualquier ser humano, sometido a determinadas circunstancias propiciadas por un sistema particular, y que se niegue a “ser persona”, es capaz de cometer los peores crímenes. Es la incapacidad de pensar, entendida ésta no como conocimiento sino como la capacidad de distinguir el bien del mal, lo que hizo posible que hombres corrientes cometan actos bárbaros a escalas inimaginables. Cada verdad tiene su tiempo, un timing para ser digerida. Hannah parece adelantarse al revelar su verdad, su cosmovisión del hecho. La comunidad no está en condiciones de aceptar y digerir una visión subjetiva tan distante de los efectos emotivos que la tragedia dejó tras de sí. Sin embargo, no es su tesis sobre la banalidad del mal lo que más descalabro generó, sino una afirmación que en la propuesta teórica está casi de soslayo: la responsabilidad de algunos líderes judíos en el holocausto. La película lo condensa en una frase, justamente la frase que Bill Shawn, el director del The New Yorker quiere extirpar: “Este rol de los líderes judíos en la destrucción de su propio pueblo es, sin dudas, el capítulo más oscuro de toda esta oscura historia”. La frase no refiere a lo central de la teoría de Arendt, pero es lo que apunta a la médula de un tema irritante de la cuestión: una parte de la sociedad judía, puntualmente algunos líderes ligados a los comité, pudieron tener alguna responsabilidad en los hechos. Toda sociedad es de individuos. Arendt enuncia la posible responsabilidad de algunos individuos en los crímenes del holocausto. Pero la comunidad, al menos en ese momento, no hace esa distinción. Decir que algunos líderes estuvieron involucrados en las deportaciones es interpretado en el sentido de que el pueblo judío no fue víctima. La tiranía del concepto “pueblo” hace de las suyas en cualquier momento y lugar. En la escena final, en la exposición de Arendt ante los estudiantes, el director de la universidad que forma parte del público interpela a Arendt: “Usted culpa al pueblo judío de su propia exterminación”. La lógica binaria en su expresión más pura. La dificultad de tal distinción también se hace patente en la visita que hace Hannah a su gran amigo Kurt Blumenfeld. Postrado por una enfermedad, luego de haber leído parte de la publicación, le pregunta a Hannah si no ama a Israel y a su pueblo judío. La respuesta es contundente: “¿Por qué amaría a los judíos? Sólo amo a mis amigos. Es el único amor del que soy capaz. Kurt, yo te amo”. Kurt da media vuelta y le retira el saludo para siempre. Ella, dolida hasta la depresión, prosigue su camino. Le interesan sus amigos, pero no más que su verdad. Es justamente a los amigos, a su círculo íntimo y personal, a quien más hiere en su apasionada búsqueda. De este modo, lo más polémico del texto “Eichmann en Jerusalén”, no fue el elemento central de su teoría, sino una reflexión incidental, ligada a los acontecimientos propios del juicio. No es la primera vez que el punto mas espinoso de un discurso está al margen, fuera del objetivo principal de una obra. Respecto a esto el filme nos deja una reflexión sobre un ideal: el compromiso entre el intelectual y la verdad como bien más preciado. La reflexión sobre los líderes judíos no era esencial a su teoría, podría haber sido extirpada del texto sin afectar el concepto. Pero ella eligió sostener lo que observaba y no estaba dispuesta a quitar esa verdad del texto. Los costos personales del producto final, la soledad foránea en la que queda, la indignación despertada en innumerables lectores anónimos, la reclusión respecto a sus pares, nos muestran a su vez que sostener una verdad, sea errada o acertada en lo particular, no tiene precio, pero no es gratuit
Los prejuicios y la filosofía Hannah Arendt es una película que habla sobre cierto episodio en la vida de una importante intelectual del siglo XX, pero también de la filosofía. Parte de una definición muy simple de la disciplina especulativa: la filosofía es el arte de poner en discusión los prejuicios de la sociedad de su tiempo. Vista desde esta perspectiva, la película de la directora alemana Margarette Von Trotta es todo un muestrario de formas que puede adquirir el prejuicio y modos en que la filosofía trabaja para desarticular esas creencias indiscutidas. Una de las escenas iniciales muestra cómo los editores de la revista The New Yorker reciben la carta de Arendt ofreciéndose como corresponsal en Jerusalém (capital del joven estado de Israel) para cubrir el juicio a Eichmann, por su participación en la maquinaria de matar judíos instaurada por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Son tres los personajes que discuten si acceden al ofrecimiento de Hannah Arendt, de aportar a la revista en esa importante coyuntura histórica: dos hombres y una mujer. Ésta última pone una serie de reparos. Primero afirma que Arendt tendría que rogar por participar en esa revista. Los otros dos le explican que se trata de una de las pensadoras más importantes del siglo XX, que logró salir viva de un campo de concentración y que escribió una obra fundamental para comprender el holocausto titulada “Los orígenes del totalitarismo”. No hay otro arte que, como el cine, puede decirnos tanto sin hablar, solo mostrándonos. Es claro que el personaje femenino de la prestigiosa publicación no sabe quién es Hannah Arendt, ni qué aportes hizo al pensamiento universal. Hojeando con recelo el libro de Arendt que le acercan, afirma: “no será uno de esos filósofos europeos ¿no?”. El prejuicio es una función del psiquismo colectivo que opera siempre bajo las mismas normas generales, pero que a su vez en cada situación determinada presenta características particulares. Cuando la editora pregunta si Arendt es uno de esos “filósofos europeos” denota un prejuicio propio de la cultura norteamericana: hacia la actividad filosófica en general, por considerarla poco pragmática, y a los europeos, sociedad supuestamente más proclive a ese parasitismo intelectual. La editora afirma en la misma conversación: “los filósofos no crean titulares”. La conversación inicial entre los periodistas es sólo la manera en que Margarette Von Trotta introduce la temática que verdaderamente le interesa abordar en Hannah Arendt: las irracionales formas de juzgar a los responsables de un genocidio. Los sucesivos parlamentos de los personajes que rodean a Hannah Arendt son un desfile de adjetivos calificativos hacia Eichmann. Se refieren a él como “el depredador”, la “criatura espantosa”, “Mefistófeles”. Eso sumado a que en el juicio se lo mantiene dentro de una jaula, aislado, lo que a Arendt le resulta de muy mal gusto. Luego de observar exhaustivamente a Eichmann en la sala del Tribunal (la película monta escenas del juicio verdadero, deteniéndose en primeros planos de su cara, su gestualidad y sus respuestas más coloquiales), Arendt afirma no ver en el acusado más que un “fantasma resfriado”, “que no es temible en absoluto”, “un don nadie” y “que habla en una espantosa jerga burocrática”. La banalidad del mal (expresión acuñada por Arendt) hace precisamente referencia a que la mentalidad de Eichmann no estaba especialmente signada por un antisemitismo furibundo, sino que era un simple burócrata, con el objetivo de ascender jerárquicamente dentro del aparato nazi. Arendt afirma que el pensamiento choca contra esa realidad banal y poco espectacular del mal tal como se presenta verdaderamente. La idea de que el filósofo ante todo debe pensar, la extrae de su antiguo maestro y amante: Martin Heiddeger. El mismo que adscribió a las ideas nazis y fue estigmatizado por ello. Arendt no se detiene tanto en las consecuencias de las deducciones que saca, sino que prioriza su tarea fundamental como filósofa, que es pensar desapasionadamente las cosas. Tiene la obligación de hacerlo, a pesar de su propio dolor como sobreviviente de los campos, y las críticas y la condena social que recibirá por ello. Por último, está el prejuicio hacia las mujeres. Tema que recorre esta película, y que está presente en toda la filmografía de la directora (Rosa Luxemburgo y La historia de Hildegard Von Bingen son buenos ejemplos de ello). A Von Trotta le interesan especialmente las mujeres que cumplen roles intelectuales en la historia: las dificultades que enfrentan por el hecho de hacer públicas sus ideas y defenderlas ante el resto de la sociedad.