El martillo y el yunque. A contrapelo del gigantismo mainstream de nuestros días y de los tics de la comarca arty/ festivalera, el último opus de Roman Polanski reincide en el esquema de Un Dios Salvaje (Carnage, 2011), orientado a lo que podríamos denominar “teatro filmado”, y logra redondear otra experiencia maravillosa, en la que la frescura se funde con un minimalismo formal concienzudo. Definitivamente el octogenario ya no desea complicarse con exteriores y presupuestos abultados, amén de que cuenta con la sabiduría suficiente para percibir que para continuar con el análisis del cúmulo de estrategias detrás de la manipulación, sin duda su gran obsesión temática, sólo hace falta reproducir el eje principal de La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994) y sus ironías en cuanto al desarrollo de personajes. En otro de esos típicos duelos por el control, tanto de la dinámica física como del criterio de verdad, por un lado tenemos a Thomas Novacheck (Mathieu Amalric), un director y dramaturgo que en una sala parisina lleva adelante el casting para una adaptación de Venus in Furs, la famosa novela de Leopold von Sacher-Masoch, y en la esquina opuesta está Vanda Jourdain (Emmanuelle Seigner), una ignota actriz que se presenta para audicionar momentos antes de la partida del susodicho, luego de una jornada decepcionante. La energía e insistencia de la mujer lo hará posponer la vuelta al hogar y comenzar una lectura compartida del texto, así la sorpresa será grande cuando Thomas descubra que el talento de Vanda es equiparable a sus reparos para con el trasfondo ideológico de la obra en general. Tomando como base esa suerte de retórica de colisión entre ambos, alrededor del desfasaje que plantea el relato que inspiró el término “masoquismo”, La Piel de Venus (Venus in Fur, 2013) va invirtiendo progresivamente el rol de amo y esclavo con vistas a desencajar los casilleros sociales preestablecidos y parodiar las interpretaciones fundamentalistas del arte vía la superposición de juicios sobre el mismo corpus: mientras que él idealiza la creación de Sacher-Masoch porque la considera canónica, ella le recuerda que los placeres del sometimiento ya no son tan literales y hasta acusa de “sexista” al trabajo, opinando que el balance del poder está volcado hacia el hombre. De a poco desaparecerá el límite entre el dúo y los personajes representados, quienes hacen de la humillación y el dolor sus fetiches. Nuevamente el realizador se luce en la dirección de actores y en el manejo de la tensión narrativa, aquí firmando el guión junto a David Ives a partir de una puesta teatral de éste último. Si bien Amalric está perfecto como un pobre diablo ofuscado e inseguro, la que se roba el show es Seigner como una Afrodita enigmática, enrevesada y capaz de actos de justicia bastante peculiares que ponen en cuestión hasta qué punto es válida esta eterna lucha -a veces negociada, a veces delirante- por imponer la voluntad propia en la pareja, sintetizada en la película mediante la metáfora del martillo y el yunque. De hecho, el círculo vicioso del amor es uno de los núcleos centrales de la trama, la que a su vez parece homologarlo a una fascinación transitoria que responde a un automatismo social de cortejo. Por supuesto que el juego metadiscursivo que propone el convite abarca asimismo los sinsabores del proceso creativo, enfatizando especialmente la pedantería de la fauna artística y lo tortuoso que puede llegar a convertirse el trabajo en conjunto, no sólo cuando no existe una pauta unificadora sino también en el caso de que las posiciones involucradas resulten francamente irreconciliables. Todo este mejunje psicológico a punto de estallar constituye la esencia de un opus elegante y muy gracioso que desde la autocrítica desdibuja el marco de la perversión para hacerlo dialogar con las transformaciones históricas y los caprichos/ las perspectivas de cada individuo. Entre la ignorancia y la vanagloria, hoy los arquetipos de la sumisión sexual desembocan en el terreno de la mitología y el grotesco…
La lucha de los sexos. El último film dirigido por Roman Polanski, La Piel de Venus (Venus in Fur, 2013), es la quinta transposición de la novela La Venus de las Pieles (1870) de Leopold von Sacher-Masoch (apellido del cual deriva el término masoquismo). Esta película está basada además en el texto dramático del coguionista David Ives, en el cual se expone una visión de la novela que la resignifica por completo. La narración se inicia con un plano general que nos sitúa en un teatro algo deteriorado, abriendo sus puertas como metáfora del telón teatral. Tal vez pase desapercibido que en dichas puertas hay afiches de una obra teatral anterior sobre cowboys. Dicho afiche cobrará relevancia, ya que éstos representan en el imaginario colectivo la masculinidad; un aspecto vinculado al tema aquí esbozado: los roles que socialmente se supone corresponden al varón y a la mujer. En este teatro se encuentra el director Thomas, haciendo audiciones algo desganado por no poder hallar a la actriz adecuada para el personaje. Justo cuando estaba por desistir aparece Vanda, una mujer excéntrica y de apariencia grotesca dispuesta a todo. Para sorpresa de Thomas, Vanda -quien al quitarse el tapado descubre un vestuario de cuero asociable al sadomasoquismo- conoce a la perfección sus líneas, comenzando un ensayo que sin dudas será un viaje de ida para él. El momento en que ella empieza a interpretar al personaje es resaltado formalmente por Polanski con un encuadre que la enaltece como a las divas del Hollywood del período clásico. A medida que ambos encarnan los roles, éstos se van intercambiando hasta finalmente cambiar por completo. No sólo el aspecto jerárquico de director y actriz, sino también los de dominio entre hombre y mujer. Mediante dicho cambio la tensión sexual irá in crescendo al igual que la inquietud del espectador, por lo tanto, la tensión narrativa coincide con la sexual. Asimismo, la estructura del film posee tres niveles de significación que conectan las relaciones intertextuales y los diferentes lenguajes: la novela, el teatro y el cine. Al igual que su escenografía, la cual despliega también tres planos: la del teatro como universo diegético, el decorado que quedó de la obra anterior, y la utilería de la futura obra a representar, generando así una yuxtaposición de significantes muy interesante. Aquella relación de dominación y masoquismo entre los caracteres expone una lucha entre sexos en la cual la relación ama-esclavo evidencia el disfrute y la “perversión” sobre ese tipo de vínculo que sale de las normas. Esta alternancia de roles es similar a la del texto dramático de Strindberg La Señorita Julia, cercana en su año de producción a la novela. Vanda, quien encarna metafóricamente a Venus con la sensualidad del vestuario, su belleza y su crueldad, ejercerá tal dominio que incluso logrará travestir a Thomas, quien hallará un placer fetichista al usar sus zapatos. Por ende, los límites entre personaje y “persona” se funden hasta desvanecerse por completo. La película expone varias interpretaciones posibles acerca de la novela, evidenciando que las miradas sobre una misma obra de arte son infinitas. Pero en el film la tesis social de Vanda está tan cargada de feminismo que dominará a Thomas. Las relaciones intertextuales continúan, ya que la pintura que inspiró la novela y que aquí también es citada, La Venus del Espejo de Tiziano, representa esa mirada machista que Vanda repudia: la construcción de la mujer como un ser vanidoso que se admira frente a sí misma. Con ese rechazo ella pronunciará -encarnando a la diosa mitológica- “la piel me ha hecho lo que soy”. Un aspecto del film que sin dudas es para cuestionar, es el porqué él para terminar de ser completamente subsumido debe verse como mujer. Es pertinente preguntarse si esto refuerza o revierte todo el argumento del film. Bajo la voz de sus personajes, Polanski libra al espectador otra reflexión: ¿debe o no una obra de arte poseer una tesis social y política?
En 1870, el austríaco Leopold von Sacher-Masoch escribió una obra de amor sobre la relación entre Severin von Kusiemski y Wanda von Dunajew, una pareja que accedió firmar un contrato de sumisión esclavizándose el uno al otro, luego de que él conversara en sueños con una Venus cubierta en pieles (una imagen aparentemente inspirada en “La Venus del espejo”; pintura de Tiziano). Dentro de las cláusulas, figuraba la posibilidad de la tortura, el castigo, la humillación y hasta la infidelidad, con tal de satisfacer las fantasías eróticas de ambos. Lo curioso de esto es que todo indica que el relato se basa en la propia experiencia del autor, de quien nació el término “Masoquismo”. Fue tanta la popularidad de esta historia, que se adaptó al menos cinco veces al cine. Y aunque no haya visto las otras cuatro, puedo asegurar que la de Roman Polanski es toda una pieza de arte. Bastaron dos actores y un típico escenario de teatro para que esta se convierta en una de las mejores películas que vi en los últimos tiempos. El magnetismo de Emmanuelle Seigner, actriz protagonista, es tal que el gancho con el espectador es automático. Ni que hablar de Thomas (Mathieu Amalric), el hombre que “sufrirá en carne propia” a este personaje de la Francia actual. la_piel_de_venus_loco_x_el_cine_2 Las audiciones para la obra son un total fracaso, hasta que en medio de la tormenta-literalmente-se aparece Vanda. Así, como está, hecha un renacuajo, pretende probarse para el papel que será pareja de Severin en la famosa historia. Para el director, quien ya se disponía a levantar campamento, es demasiado tarde, pero una sorpresiva mezcla de vulgaridad con intelectualismo hacen que finalmente le conceda la oportunidad a la desaliñada mujer. Y no será cosa únicamente de Thomas el quedarse boquiabierto ante tamañas demostraciones de talento recitando las líneas correspondientes… Líneas que sabe como si hubiese aprendido a hablar con ellas. Es una complejidad tan simple, o una sencillez tan compleja, como una actriz haciendo de actriz que actúa y un actor haciendo de director que dirige, y a la vez actúa de Severin, con tanta naturalidad que conmueve. Arriba de ese escenario, apenas iluminado y decorado, se desarrolla un guión espectacular que seguramente sea un millón de años luz mejor que muchas obras de teatro completas. Sí, la retorcida mente de Polanski libera todo su esplendor en un film pequeño que no levantará polémica más que en las mentes pillas, porque la sutileza es perfecta y la música, de Alexandre Desplat, exquisita. la_piel_de_venus_loco_x_el_cine_4 Cuesta dejar a Roman libre de toda culpa y de todo cargo; ya se lee por ahí que el cineasta eligió a un actor muy parecido a su versión en la juventud, develando una polémica intención para con ese personaje. Pero dejemos a un lado su vida privada y enfoquémonos en esta joyita que es toda una lección tanto de cine, como de arte y de historia. La piel de Venus (La Vénus à la fourrure) es de 2013 y recién ahora está arribando a nuestras salas. Por eso, aprovechen y deléitense con este par de rostros talentosísimos, más un detrás de escena puntillosamente elaborado, tanto fuera como dentro de la película, la cual fue nominada a la Palma de Oro en Cannes y ganó cuatro Premios César, entre otros. Nada es lo que parece… Frase nunca mejor utilizada que en la absorbente sensualidad de lo último que el polaco Polanski tiene en su haber de realizador. Gracias por tanto arte junto.
Dominación y seducción La piel de Venus (La Vénus a la fourrure, 2013) muestra el encuentro entre una actriz y un director teatral que dirigirá la transposición de una novela de Leopold von Sacher-Masoch. Roman Polanski no se aparta del material original, una obra de teatro de David Ives, pero le agrega su talento por el encuadre y la generación de climas. Thomas (Mathieu Amalric) no ha tenido un buen día. Solo, en medio de un teatro parisino, atiende telefónicamente a su esposa, quien lo espera para cenar. Ha pasado horas enteras haciendo un casting para encontrar a la protagonista de su nueva obra, basada en la novela de von Sacer-Masoch, escritor conocido por haber “prestado” su apellido para acuñar el término “masoquismo”. Súbitamente y sin previo aviso, llega la bella y sensual Vanda (Emmanuelle Seigner), afectada por la tormenta que parece aislar aún más a Thomas del mundo exterior. Tosca, extrovertida, desbordante; tales son las características de su personalidad que, en tamaña circunstancia, produce un mayor hastío en Thomas, al que le gana por cansancio y finalmente accede a hacerle una prueba. Sucede que Vanda, para su sorpresa, hace una interpretación más que digna. A partir de ese momento se sucederán una serie de diálogos que –ensayos mediante- traerán algunas revelaciones. La serie de perversiones (las del texto, y las que retrata la historia que lo sustenta) son casi una analogía de la propia película, a la que la figura del vampiro le cuadra de maravillas. Novela devenida obra de teatro, finalmente llevada al cine, en donde se deconstruye la lectura de la obra sobre la novela, lo que La piel de Venus propone es una serie de comentarios sobre la naturaleza del amor y la dominación. Y mucho de eso hay en este juego que se produce entre Vanda y Thomas, motor que pone en funcionamiento un arsenal de reflexiones sobre el acto creativo y las diversas figuras del amor. Polanski (quien ya venía de transponer la obra de Yasmine Reza Un Dios Salvaje) se concentra en el “decir”, en las distintas posturas que genera el texto original en los dos protagonistas, quienes defenderán su punto de vista hasta el final. El realizador de El bebé de Rosemary (Rosemary Baby, 1968) encuadra y corta de forma milimétricamente calculada, produce así un aura de suspenso y realza la interpretación de los actores, que brillan en sus respectivos roles. Como dato curioso, La piel de Venus, en su versión teatral, se puede ver en la actual cartelera porteña, con las interpretaciones de Juan Minujín y Carla Peterson. Dos actores más jóvenes que los de la película. En la elección de Polanski de elegir a su propia mujer para el rol de Vanda, y “lookear” a Amalric como si fuera él mismo, hay otra aproximación al vínculo entre el arte y la vida; los actores como musas y el director, omnipresente, como un dios que domina pero, a la vez, y amor mediante, es dominado.
Juegos de seducción y masoquismo. Sólo dos personajes en escena, la tensión sexual les sale por los poros en un proceso que primero se representa a través del disgusto para luego -ni lerdo ni perezoso- dar lugar a la más pura energía erótica que termina por derivar en sadomasoquismo. Dicho esto, que es muy poco para describir esta película, vemos la marca distintiva de Roman Polanski, el mítico realizador polaco que basa su cinta en la obra homónima del dramaturgo David Ives, un éxito de la temporada 2010 en Nueva York. Luego de una cansadora jornada de audiciones en búsqueda de una actriz para protagonizar su adaptación de la novela La Venus de las Pieles de Leopold von Sacher-Masoch, el director teatral Thomas Novacheck (como siempre sobresaliente Mathieu Amalric, haga lo que haga), se topa con Vanda (Emmanuelle Seigner, esposa de Polanski). Esta mujer, grotesca pero exuberante, es todo lo contrario al perfil refinado que Novacheck busca en una actriz. Pero Vanda despliega toda su feminidad y termina sorprendiendo al artista. Tan sólo una locación es suficiente para desarrollar esta historia de 96 minutos. El mérito de Polanski es que nunca aburre, ni siquiera con diálogos tan extensos y sin cambio de entorno. Porque la atmósfera propia es todo y la performance de Seigner deja atónito a cualquiera. El juego de seducción, el engaño, las miradas y la poca ropa. El espectador se convierte en el personaje masculino en cuestión, rodeándolo una hermosa intelectualidad. Inquietante, atractiva por demás, jugada, osada, erótica. Grandes condimentos para el cine en una sola película sin recurrir al sexo explícito. Claramente una historia dentro de otra y la perfecta y obsesiva dualidad: dos adaptaciones (una en la realidad y otra en la ficción), dos personajes (el masculino muy parecido a Polanski), la figura de una mujer en la realidad y su metamorfosis para la ficción. Como dice su nombre, aquí todo es una cuestión de piel. ¿Forma parte La Piel de Venus de aquella serie de películas clásicas del director basadas en gran medida en la claustrofobia? ¿Se cumple el canon cultural que manejamos desde antaño, basado en el precepto de que el hombre domina la relación amorosa? ¿Es ésta la mejor adaptación al cine de Polanski? Algunas preguntas al salir de la sala pero varias certezas también: ésta es la quinta adaptación de la novela de Sacher-Masoch, Seigner y Amalric estupendos luego de ser pareja ficticia en la entrañable La Escafandra y la Mariposa (Julian Schnabel, 2007), y podemos seguir. Estamos ante un Polanski en estado puro, y aun más exacerbado, que toma la figura del “macho” y lo destroza en mil pedazos, tal como se lo escuchó decir alguna vez. El ganador del Oscar como Mejor Director por El Pianista vuelve a la carga con una cinta meticulosa y sofisticada con buenas dosis de humor. ¿Qué más se le puede pedir a este realizador que, al fin y al cabo, termina por identificarse con las fantasías ocultas de muchos?
Thomas (Mathieu Almeric) es un obsesivo director teatral que intenta, desde hace horas, poder encontrar a la actriz que pueda encarnar al personaje principal de una adaptación, bastante particular, de una vieja y olvidada, o al menos eso se cree, novela de Leopold von Sacher-Masoch que quiere llevar a cabo. Mientras avanzan las horas, la desesperación de no encontrar lo que necesita se va confundiendo con el desinterés que tiene de volver a su casa, en donde lo espera su mujer, de hace años, con una rutina que dista mucho de lo que él vive cuando dirige. Fuera del teatro llueve, mucho, y de repente, mientras toma coraje para salir llega ella, Vanda (Emmanuelle Seigner), con toda la inocencia e ignorancia con la que solo a una actriz amateur se le puede ocurrir llegar a esa hora para una audición. Verborrágica, impredecible, auténtica, Vanda comienza a enredar a Thomas con sus palabras, con sus reclamos, con cada comentario aparentemente descolocado, hasta que todo comienza a tomar sentido. Porque en “La Piel de Venus” (Francia, 2013) lo que Roman Polanski logra, es, además de generar una tensión claustrofóbica entre sus protagonistas, es la renovación dela teoría del amo y el esclavo. De cómo la dominación, que silenciosa avanza sobre Thomas, le hace resignificar su vida. Vanda esconde en su divertida personalidad a una autoritaria mujer, que poco a poco, le va demostrando que detrás de su fachada de ingenua mujer hay una déspota capaz de demostrarle sus miserias y de escupirle en la cara aquello que no desea escuchar. “La piel de Venus”, además de ser un ejercicio intenso sobre la interpretación y sobre cómo los actores entran y salen de los papeles arriesgando, muchas veces, sus capacidades intelectuales y hasta su propia piel, es un interesante manifiesto sobre la economía de recursos con la que se puede generar una obra en la que el suspenso cotidiano comienza a avanzar sobre las realidades. Polanski es un maestro sobre este punto, en muchas de las obras que ha adaptado o creado ( “El Bebe de Rosemary”, “Un dios Salvaje”, “Búsqueda Frenética”) y hasta en otras que mantienen muchos puntos en común con ésta, como por ejemplo “Luna de Hiel”, su habilidad radica en exponer en carne viva a sus personajes para luego construir un discurso, lento, cansino, necesario, sobre la personalidad y la identidad de sus personajes. En “La piel de Venus” los actores se baten a duelo, luchan, gritan, todo en un mismo espacio, ubicando al proscenio como el altar sagrado de la actualidad en el que las nuevas deidades exploran y se conflictuan. En la serie de perversiones que Thomas propone (las propias del texto, y las que irán surgiendo a partir de su relación ocasional con Vanda) y en la sucesión de escenas entre llamados telefónicos (reales y ficticios), Polanski se pierde para hablar sobre el amor, las diferentes maneras de concebirlo, el corrimiento de estereotipos y tabúes, como así también la configuración de nuevos mapas identitarios sobre las relaciones. “La piel de Venus” funciona porque en las notables interpretaciones (únicos e irrepetibles Seigner y Almeric), en el desnudarse frente al escenario y mostrar la vulnerabilidad de las identidades frente a la aparición de nuevos e intempestivos vínculos, se habla de la debilidad ante el otro, que no sólo me completa, sino que, como en este caso, me permite conseguir aquello que hasta el momento era inalcanzable para mí.
Cine como en el teatro El director de El cuchillo bajo el agua, El bebé de Rosemary y El pianista trabajó con Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner para la adaptación de otra popular obra al cine. Luego de su versión de Un dios salvaje, de Yasmina Reza, Roman Polanski adaptó en La piel de Venus otra obra teatral. En este caso, trabajó sobre una de David Ives que a su vez estaba inspirada en la novela de Leopold von Sacher-Masoch de fines del siglo XIX. Su esposa Emmanuelle Seigner y Mathieu Amalric son los dos únicos protagonistas de este film que transcurre íntegramente (salvo la escena de apertura) dentro de una sala de teatro. En un día de tormenta que deja a las calles de París casi vacías, Vanda (Seigner) llega empapada y muy tarde a las audiciones de casting que Thomas (Amalric), responsable de la puesta y de la adaptación de la obra, ya terminó de realizar. Vanda parece una mujer torpe, elemental, con un vocabulario y un look vulgares, y Thomas la recibe con bastante malhumor y desprecio, como si quisiera “sacársela de encima”. Pero ella insiste y logra convencerlo de que lea la obra con ella. Poco a poco, irá demostrándole que no sólo es la intérprete indicada para el papel sino que es una mujer mucho más preparada de lo que parecía. El film arranca con mucho humor y ligereza, pero con el correr del relato el tono se vuelve cada vez más oscuro, ya que los lugares de poder en esa relación director-actriz se van invirtiendo hasta llegar a un desenlace bastante perturbador. Hay tantos cambios que en vez de dos personajes parecen cuatro (auténtica inversión de roles) y ese parece ser uno de los principales desafíos y búsquedas del relato. La piel de Venus es un tour-de-force para los dos intérpretes (impecables) y para un Polanski que es lo suficientemente inteligente como para mover la cámara y quebrar así un poco el estatismo y esa densidad casi inevitable del teatro filmado. Así, más allá de sus limitaciones, la película fluye y convence. Es teatro, sí, pero también es cine.
La subversión del deseo Es grato que Polanski esté de nuevo en nuestras pantallas, y que esta vez nos lleve al teatro, literalmente. Al cruzar las puertas de la sala encontramos a Thomas (Mathieu Amalric), preocupado, ansioso, nervioso. No es para menos, como director no ha encontrado a la protagonista para la obra que está montando. Le escuchamos hablar por teléfono y criticar a las nuevas actrices, incapaces de modular y que se les entienda siquiera lo que dicen. Cuando está a punto de retirarse resignado a esperar a que el día siguiente le dé lo que necesita, aparece Vanda (Emmanuelle Seigner), una mujer impetuosa, atrevida, que evidentemente llega muy tarde para audicionar, pero que no está dispuesta a irse sin probarse para el papel. Desde que los dos personajes se encuentran la tensión sexual se presenta como un tercer personaje. No solo en términos físicos, también en lo filosófico. El clima es inquietante; a través de Vanda, que logra mostrar su interpretación, Polanski teje su red cuidadosamente y nos conduce a ella con su reconocida maestría. Para mayor impresión, es de destacar el parecido que Amalric tiene con el director, más cuando debe interactuar con quien es la mujer de Polanski en la vida real. El perverso combo es perturbador y excitante. Vanda cautiva a Thomas, su actuación es sorpresiva y apabullante, pero parece tener otro plan, como si en su actuación le fuera algo más que la obtención de un trabajo. Conforme pasa el tiempo -el mismo para artistas y espectadores- los roles se subvierten, pervierten, resignifican. De puesta impecable y excelentes actuaciones, el director vuelve con una adaptación de una obra de teatro -como lo hizo con menos éxito en "Un Dios Salvaje"-, enriqueciendo el texto y dotándolo de su audaz mirada, la que comparte con nosotros. Afortunadamente.
Por fin llega esta película de Roman Polansky, con dos grandes actores: Emmanuelle Seigner (esposa del director además) y el increíble Mathieu Almaric. Un teatro parisino, una audición a la que una actriz llega tarde y un juego de seducción y dominación insolente y brillante con guion del propio director , el autor de la obra (actualmente en Buenos Aires) y la referencia a la novela de Sacher_Masoch. Suma de talentos.
Obra intemporal de uno de los mayores exponentes de la cinematografía mundial “La piel de Venus” (“Venus à la fourrure”) es la última película de Roman Polanski, que fuera presentada en el Festival de Cannes de 2013. Pese a haber transcurrido algún tiempo desde su estreno en Francia (noviembre 2013), el hecho de llegar con cierto retraso a nuestro país no afecta en absoluto el interés que sin duda despertará entre los cinéfilos locales. Prueba de su intemporalidad es que actualmente integra nuestra cartelera teatral con Carla Peterson y Juan Minujín en los roles de Vanda y Thomas, que en la versión cinematográfica protagonizan Emmanuelle Seigner y Mathieu Amalric. Thomas es un director teatral, personaje que de ser más joven hubiese seguramente protagonizado el propio Polanski, que considera concluida su larga jornada de casting y a punto de retirarse del escenario recibe la visita de Vanda, empapada por la lluvia. Ella atribuye su llegada tardía a las inclemencias del tiempo y al tráfico y le pide que le haga una prueba, que los subtítulos traducen como “réplica”. El se resiste al principio pues además no cree que la mujer tenga el “físico del rol”, al ser bastante mayor que el personaje. Aclaremos que la obra que intenta representar está basada libremente en un célebre libro, escrito en 1870 por Sacher-Masoch. Y también que del nombre del escritor se deriva lógicamente el término “masoquismo”, concepto que dicha obra claramente refleja. Thomas finalmente cede, sorprendido porque Vanda conoce el texto teatral de memoria y porque incluso trae consigo ropa que corresponde perfectamente al personaje femenino de la obra. Es notable cómo se van invirtiendo los roles de ambos personajes, pasando ella de mujer sometida a dominante y de qué manera el director de “El pianista” logra mantener el interés a lo largo de una hora y media, con apenas dos intérpretes y un único ámbito donde transcurre la acción. No es la primera vez que Polanski apela a un verdadero “huis clos” ya que en “El cuchillo bajo el agua”, su primer largometraje eran apenas tres los personajes en un velero y donde ya aparecía el tema del poder, algo recurrente en algunas de sus obras posteriores, por ejemplo en “Perversa luna de hiel”, también con Emmanuele Seigner, su esposa desde hace casi 30 años. Justamente “Un dios salvaje”, su película inmediatamente anterior también se centraba en unos pocos personajes pero lo que puede afirmarse es que en “La piel de Venus” alcanza su máximo minimalismo, valga el juego de palabras. A quien piense que va a ver “teatro filmado” conviene aclararle que no es así. En cambio puede resultar una gran experiencia la que vivió este cronista cuando, tiempo después de ver “La piel de Venus”, leyó el libro de Sacher-Masoch y volvió a ver por segunda vez esta película, de uno de los mayores exponentes de la cinematografía universal.
Brillantes actores y un director que se luce La piel de Venus, basada en la obra de teatro de David Ives, a su vez basada en la novela de Leopold von Sacher-Masoch, es una película intensa y concentrada sobre la relación entre un director y una actriz, sobre la manipulación y sus posibilidades de reversión, sobre las conexiones entre la realidad y la ficción, sobre el poder de la seducción y de la actuación entendida como su sinónimo evidente. Este relato de un casting singular, en el que las relaciones de poder mutan, se relata casi en tiempo real (hay por lo menos dos situaciones menores que lo alteran). Roman Polanski dirige y dispone su mejor perfil malicioso con no poco de perversión, como lo hizo en Perversa luna de hiel (Bitter Moon). Como en esa película de 1992, su mujer, Emmanuelle Seigner, imanta y subyuga a la cámara, con un potencial erótico desbordante y, como en esa película, también hay aquí un objeto cortante arrojado al piso. Seigner ofrece un muestrario asombroso de cuánto puede cambiar en el decir, en su voz, en sus gestos. De cómo seduce con su mirada penetrante, hoy ostentosamente maquillada y desde hace décadas con aspecto cansado, con fascinantes ojeras naturales (esa forma de decirnos que no perdona el tedio). Seigner se basa en sus características físicas y las dosifica con una convicción notable: los planos, inevitablemente, la adoran. Y está acompañada por Mathieu Amalric, uno de los mejores actores -y directores, en ambos roles lo vimos este año en El cuarto azul- franceses actuales. Otro animal de cine que magnetiza miradas, que capta la atención al moverse, al dejarse llevar por el momento, que exhibe su propia capacidad de seducción, su propia y personal poesía de movimiento, su respiración y su pausa particulares. Seigner y Amalric sostienen la cercanía y el encierro impuestos, se atraen y se repelen. Y electrifican con un erotismo ostensible, con una electricidad particular, este espacio -un teatro parisiense en medio del frío y del viento- del que son amos y señores. Polanski juega a dos puntas: deja que los actores dominen la superficie, pero jamás se olvida de narrar, de conducir esta guerra de almas en proceso de desnudarse. Seigner se agiganta, sus curvas fascinan y también pueden oprimir. Amalric ataca y retrocede. Ambos se mueven confiados: el mundo de origen teatral y literario que los alberga se ha convertido en cine desde el mismísimo plano inicial, un extenso y majestuoso travelling en el que se impone de entrada la convicción de un viejo zorro como el director polaco, entertainer avezado y consumado potenciador de perversiones.
Seducción y masoquismo El mejor Polanski (s-niestro, inconformista, manipulador) regresa en este filme, con sólo dos personajes. Qué placer da ver un filme de Polanski como La piel de Venus. Porque el realizador de El inquilino y La danza de los vampiros rondaba los 80 años cuando la rodó, y sigue con una fiereza envidiable. ¿Cuántos más realizadores llegan a la edad de retirarse, y siguen actuales, excepto Scorsese? En su segunda adaptación de una obra teatral al hilo, tras Un Dios salvaje, Polanski tomó La piel de Venus, que a la vez se nutre del libro del austríaco Leopold von Sacher-Masoch, quien se basó en sus propias experiencias. Su patología, que combinaba la sumisión y el fetichismo, derivó en el término masoquismo. Como servido en bandeja para el director de Repulsión... Siniestro, inconformista, manipulador. Así es Polanski, y algo de ello está en Thomas, el protagonista masculino de La piel de Venus, encarnado por Mathieu Amalric. Porque es una pieza/película de dos personajes. Thomas está solo en el escenario de un teatro parisino, tras terminar una jornada de casting catastrófica. Llueve afuera. Y allí entra Vanda (tiene el mismo nombre del personaje de la obra), empapada, una mujer que le cae decididamente mal, y se lo hace notar. Actriz que llega tarde al casting, le parece poco culta, vulgar, casi que la desprecia. Pero Vanda demuestra saber de memoria cada línea de la obra, y conocer mucho más que otros el contenido y el significado de ella. Así es que Thomas acepta a regañadientes hacer la prueba, mientras le miente a su pareja, del otro lado del teléfono, y decide avanzar. No sabe lo que le espera. Porque los personajes de La piel de Venus van, curiosamente, como mutando de epidermis. La obra trata precisamente sobre la sumisión y el sadomasoquismo, por lo que quien juega de amo puede en cualquier momento resultar (o decidir ser) esclavo. Para Polanski seducción y sedición van casi de la mano. Los diálogos tienen una fiereza que en la pantalla llegan con más estridencia que en el teatro. Además, ha sabido destruir, y expandir el ámbito teatral para airearlo sin la necesidad de sacar la cámara fuera de ese lugar. Para ello contó con el director de fotografía Pawel Edelman (su colaborador desde El pianista) y los apuntes musicales de Alexandre Desplat. Obviamente las actuaciones necesitaban ser como un imán, y lo son. Emmanuelle Seigner, esposa del realizador, le da a Vanda una frescura y una bravura difícil de empardar. Amalric está, como de costumbre, un escalón por debajo de la locura contenida. A su máscara facial -es increíble cómo este hombre cambia de expresión en una misma toma- le agrega una entrega también formidable.
Roman Polanski ha dedicado los últimos años de su carrera a proyectos que, en mi opinión, no están a la altura de su fama ni de su talento. Están los más logrados y los menos logrados (a mí me gusta particularmente THE GHOST WRITER en esta etapa), pero ninguno realmente podría sumarse al canon de las grandes películas del mítico realizador polaco de BARRIO CHINO. Y en LA PIEL DE VENUS, Polanski repite lo que había hecho en UN DIOS SALVAJE: adaptar una obra de teatro reciente y llevarla a la pantalla sin demasiados agregados que uno podría definir como “cinematográficos”. Esto es: son las piezas dentro de cuatro paredes (poco más, poco menos) y en formatos que no parecen muy distintos a los de las originales. Como si a esta altura de su carrera sólo quisiera embarcarse en proyectos que no le impliquen demasiadas complicaciones o mucho presupuesto. LA PIEL DE VENUS transcurre en un teatro en el que un autor, adaptador y director interpretado por Mathieu Amalric está haciendo un casting del personaje de Vanda para llevar a escena una versión de LA PIEL DE VENUS, la novela del siglo XIX de Sacher-Masoch, a la que se considera como una de las que fundaron lo que hoy conocemos –por su culpa– como masoquismo. A lo largo de los casi 100 minutos que dura el filme veremos cómo la relación entre estos personajes va modificándose y cómo los juegos de poder de ese ensayo irán imitando a los de la novela en cuestión. Esa es, claramente, la idea de la obra. Y la película la sostiene e ilustra. polanski2El juego en cuestión es sencillo: el director está yéndose de la sesión de casting frustrado, según dice a alguien en el teléfono, por que las actrices son todas pésimas y no entienden el rol. En la puerta se encuentra con Vanda (sí, se llama igual que su personaje), una mujer de unos cuarentaypico (Emmanuelle Seigner) que llegó tarde, por culpa del tráfico y la lluvia, y le suplica audicionar. El no quiere, no sólo por cansancio sino porque la mujer en cuestión (vestida vulgarmente y hablando con una jerga muy de la calle, exactamente lo que el director decía odiar) no parece adecuada bajo ningún punto de vista. Pero apenas se calza la ropa del personaje y vuelve a insistir, Amalric a regañadientes, acepta. Y Vanda se transforma, literalmente, en la Vanda de Sacher-Masoch, dejándolo boquiabierto. De ahí en adelante, los actores irán pasando de sus personajes en la obra a sus personajes como director y actriz en el casting, jugando todo el tiempo con cuestiones de poder en las relaciones y, a la vez, descubriendo una atracción mutua que puede o no ser parte del juego de seducción de la inesperadamente multitalentosa actriz. La obra en sí es medianamente interesante en su primera mitad, en la que las cartas se van poniendo sobre la mesa y los roles van girando sobre sí mismos, acomodándose. Una vez que se establece el patrón, la idea de hacia dónde va la película y cómo lo hará, no hay mucho más que seguir viendo cómo los roles de dominador/dominado cambian en la relación “teatral”, así como en las de ellos en tanto hombre y mujer, con los conceptos de Sacher-Masoch siempre en primer plano. polanski3Polanski filma todo sin una planificación visual demasiado interesante, más allá de algunas simpáticas ideas de dirección de arte (el decorado de fondo es el de una versión musical del western LA DILIGENCIA), pareciendo estar siempre detrás de los movimientos de los personajes, con los consabidos close ups ante momentos intensos y cortes siempre funcionales a los diálogos. No hay duda que los temas son esencialmente “polanskiano”: el encierro, las relaciones de poder entre los sexos, la perversión, la sospecha y el engaño, siempre en personajes muy ácidos y hasta siniestros que casi nunca dejan caer la guardia. Es, en definitiva, un “showcase” para la actuación de Seigner, esposa de Polanski en la vida real, y uno puede hasta imaginar que fue ella quién lo convenció de hacerla. Es que su Vanda es una de esas interpretaciones para el lucimiento de la protagonista, yendo y viniendo de la actriz al personaje, pero también “imitando” a la que supone es la mujer de Amalric, a otras actrices y mostrando lo que muchos gustan llamar “variedad de recursos”, ya que debe pasar de sensual a tímida, de vulgar a elegante, del siglo XXI al XIX, con todo lo que eso implica. Ya pueden empezar a pensar quién la haría en una versión local en un teatro de la calle Corrientes… Y de Amalric, lo mejor que se puede decir es que está soprendentemente parecido al propio Polanski –hasta lo peinaron igual–, por lo que uno hasta puede imaginar a la propia película como una especie de terapia de pareja en público. O algo así…
Teatro filmado de Polanski al servicio de excelente Seigner Una Emmanuelle Seigner de gran lucimiento y un Mathieu Amalric concebido a imagen y semejanza de Roman Polanski joven protagonizan “La piel de Venus”, film que en ningún momento consigue disimular su origen teatral. La realidad y la ficción se mezclan en una noche de lluvia en la que una actriz impresentable llega tarde al teatro donde hasta hace un rato un director estaba tomando el casting para su nueva obra, una adaptación de "La Venus de las pieles" de Sacher-Masoch, la novela que dio lugar al término "masoquismo". La sorpresa es que la actriz, que ni siquiera estaba anotada para el casting, no sólo se sabe de memoria el texto y lo interpreta maravillosamente bien, sino que incluso logra que el adaptador y director de la obra, al tener que replicar sus diálogos se meta totalmente en la performance. Esto provoca ciertos momentos incómodos y extraños, incluyendo una novia que lo espera para cenar y lo llama constantemente interrumpiendo el inesperado ensayo. La actriz no sólo se llama igual que su personaje, sino que entre otras curiosas casualidades, sabe todo sobre iluminación escénica y hasta tiene a mano vestuario de época para el director, que de pronto parece ser el que va a ser dirigido. La carrera de Roman Polanski ha brillado especialmente en dramas con situaciones absurdas y claustrofóbicas que podrían parecer teatrales, a pesar de su raíz ciento por ciento cinematográfica. Pero aun para un talento del calibre del director de "Repulsión", "Barrio Chino" y "Tess", el teatro filmado puede terminar siendo una opción ante la falta de posibilidades de concretar proyectos dignos de uno de los grandes cineastas de todos los tiempos. El film anterior de Polanski. "Carnage" ("Un dios salvaje", 2011), también era teatro filmado, pero Polanski tenía un tema contemporáneo y varios personajes con los que podía jugar a darle buen camuflaje cinematográfico a un texto teatral, a desarrollar en el departamento donde transcurría la acción (locación que al incluir distintos ambientes ayudaba a convertir la obra teatral en película). En cambio, "La piel de Venus" es teatral por todos lados, aun con Polanski adaptando la obra junto con su autor, David Ives, para darle el giro personal de enfrentar a su mujer, Emmanuelle Seigner, con un Mathieu Amalric concebido a su imagen y semejanza de décadas pasadas, por ejemplo cuando dirigía y protagonizaba "El inquilino". Ambos intérpretes pasan por todos los rangos emocionales, y la que se luce es Seigner potenciando los detalles humorísticos y eróticos de la obra teatral, que nunca termina a traducirse del todo al lenguaje del cine.
Amarga decadencia Un travelling inicial intenta esconder la naturaleza completamente teatral de La piel de venus. Un travelling feo, por cierto, forzado, absurdo e injustificable. Una vez más, Roman Polanski, se rinde al teatro pero haciendo una película. Tal vez debería dirigir teatro, tal vez el cine ya no le interesa tanto. Como sea, quien supo ser uno de los cineastas más interesantes de la segunda mitad del siglo XX, no logró brillar de la misma manera en la última década. Su nuevo film, La piel de Venus, está basado en la obra de teatro de David Ives, que a su vez se basa en la novela de Leopold von Sacher-Masoch. La historia es la de un director de teatro y una actriz. El ha terminado de hacer el casting para su nueva obra y ella llega tarde, bajo la lluvia, pidiendo una oportunidad para hacer la prueba y obtener el papel. El director es Mathieu Amalric, caracterizado de forma tan ridícula como absurda, tal vez en su peor actuación para la pantalla. Ella es Emmanuelle Seigner, protagonista de varios films de Polanski, que no cambia nunca de tono y que fuerza hasta la obviedad más insufrible su personaje. Lo que sigue es, justamente, el juego de seducción, erotismo y poder de las obras que adapta. Cada escena circula por los espacios más subrayados posibles, incurre en lo directo, sin matices. Noventa minutos para decir poco y nada. Justamente todo lo contrario a lo que el propio Polanski había hecho en Perversa luna de hiel (Bitter Moon, 1992) también protagonizada por Seigner. Aquella era una película intensa, llena de matices, con grandes actuaciones y un clima atrapante. Acá tenemos exactamente todo lo contrario. ¿Cómo soportar un plan tan horrible como el del protagonista atado a un símbolo fálico que tiene de todo menos sutileza? Claro que los temas pueden ser interesantes, pero nada en la película lo es. Mejor leer el libro, mejor –tal vez- ver la obra de teatro. Este teatro filmado es una obra inútil. Si el espectador está interesado en los temas del film, buscará profundidad donde no la hay, y verá matices donde en realidad hay trazo grueso a nivel monumental. Gran obra la de Roman Polanski, pero no incluye esta olvidable película.
Masoquista y poco feliz Con retraso, finalmente llega el último film de Roman Polanski, adaptación de un éxito de Broadway que adaptó, a su vez, al aludido clásico de Sacher-Masoch. De movida, entonces, el autor de Repulsión deja su firma en un juego de cajas chinas, de imágenes refractarias. La fortaleza de la obra radica en su simpleza: a solas en el teatro, Thomas, que adaptó y dirigirá La Venus de pieles, cree haber terminado sus audiciones cuando entra una inesperada postulante, en apariencia una mujer de la calle, que dice llamarse Vanda, como el personaje de Sacher-Masoch. La coincidencia seduce a Thomas y desencadena asociaciones. Emmanuelle Seigner, la mujer de Polanski, interpreta a Vanda, en tanto Thomas es encarnado por Matthieu Amalric, casi un doble del director polaco. La película es tan teatral que supone una parodia: hay sólo dos actores y la acción transcurre en un escenario ocupado por utilería del Far West, remanentes de una previa adaptación de La diligencia, de John Ford. Los diálogos, sobreactuados, mezclan el ensayo con interpelaciones de los protagonistas, al extremo de que ambos se confunden. Lo que se insinúa sarcástico y experimental se muestra, en el desarrollo, bastante tedioso, a excepción de un final donde Polanski acierta con su distintivo humor negro.
Tour de force sobre un juego de poder La preocupación del cineasta polaco por hablar sobre el poder y la ontología creativa nunca supera la tibieza.Estrenada en el Festival de Cannes de 2013, La piel de Venus iba a tener su demorado lanzamiento argentino el 23 de julio. Las bajas de última hora, habituales en un sistema de exhibición al borde del colapso los 365 días del año y ni hablar durante la fiebre Minion de vacaciones de invierno, terminaron empujándola al limbo de la postergación indefinida, hasta que a comienzos de esta semana la distribuidora anunció que finalmente subiría ayer a la cartelera. De esta misma forma, a última hora y cuando nadie la esperaba, llega Vanda (Emmanuelle Seigner) a la audición para el rol central de una nueva puesta de la novela La Venus de las pieles, escrita en 1870 por Leopold von Sacher-Masoch, padre etimológico del término masoquismo. Su irrupción marcará el inicio de uno de los ejercicios más deliberadamente artificiosos, extremos y autoconscientes de teatro filmado de la última década.La escena inicial es un travelling hacia adelante que recorre la avenida de una París digital, lluviosa, inhóspita y brumosa, sobre la cual se recorta la estructura de un teatro majestuoso y tanto o más gris que el cielo. La cámara entra allí para descubrir una sala casi vacía, con Thomas (Mathieu Amalric) erigiéndose como única y espectral figura sobre el escenario. El ojo electrónico encarna la mirada de la recién llegada, pero también, por qué no, la del emblemático realizador de El bebé de Rosemary y Chinatown. Al fin y al cabo, después de aquel aparente relanzamiento que significó El escritor oculto (2010), y quizá fatigado por las vicisitudes de una industria cuyos paradigmas artísticos han mutado –y siguen haciéndolo– hasta volverla irreconocible, eligió refugiarse en películas concentradísimas en tiempo y espacio, basadas en reconocidas obras teatrales y despojadas de cualquier complejidad formal y requerimiento extravagante de producción. Tal es el caso de Un dios salvaje (sobre el texto homónimo de Yazmina Reza) y ahora ésta, basada en una obra de David Ives que actualmente tiene su versión argentina en el Paseo La Plaza (con dirección de Javier Daulte y los roles protagónicos de Carla Peterson y Juan Minujín).La recepción del dramaturgo y flamante director teatral es tan educada como terminante: es tarde, ya no hay tiempo, que vuelva otro día, que seguramente no faltarán oportunidades. Pero el ímpetu de Vanda es innegociable y finalmente obtiene su anhelada prueba, aun cuando su aparente brutalidad cultural (“¿El título es por una canción de Lou Reed?”, pregunta) y crasitud empujen a Thomas al abismo de la duda. A partir de esa decisión, la dinámica establecida entre ellos se reduce a un juego de poder basado en la alteración constante de los roles de amo/esclavo, cuya vertiente más lúdica confluirá en otra mucha más enfermiza cuando el límite entre lo auténtico y lo fingido se esfume sin posibilidad de reconstrucción.El problema es que la concepción del film como batalla discursiva –y el escenario del teatro como su campo– se torna evidente sobre la mitad del metraje, generando una segunda parte redundante, expositiva en sus temas y agobiante en su construcción formal, incluso cuando el director tiene la cintura suficiente para evitar el facilismo de captar la acción desde el proscenio. Hay algo muy propio del universo Polanski en la idea de lo cotidiano deformándose y oscureciéndose hasta lo irreconocible, pero tanto aquí como en Un dios salvaje se percibe una preocupación mayor por los actores, su dirección, el texto y sobre todo las connotaciones de este último –una crítica la burguesía parisina en la primera; un tratado sobre el poder y la ontología creativa aquí– que por la forma de amalgamarlos en un todo con las características propias de una disciplina imperada por la relación de tiempo, espacio y movimiento como el cine. Película-recreo para el realizador polaco, La piel de Venus queda en la tibieza de un mero tour de force para los actores y, lo que es peor, también para los espectadores.
La cámara viaja por un boulevard parisino, pasando árboles y farolas para meterse en un teatro como una fuerte ráfaga de viento. Allí está Vanda (Emmanuelle Seigner), y ella ha llegado -fashionablemente tarde- a una audición para un papel. La obra es Venus en la Piel, una adaptación de la novela de Von Sacher-Masoch, dato que nadie se acuerda, pero de cuyo nombre se origina el término “masoquismo” dato que todos recordamos. El adaptador, Thomas (Mathieu Amalric) se ha pasado el día viendo y despidiendo a un desfile interminable de jóvenes actrices insulsas. Al principio, la malaeducación de Vanda parece dirigirla al mismo camino que las insulsas, la puerta. Pero eventualmente, ella convence a Thomas para dejarla leer una escena, y le demuestra que es perfecta para el papel de esta proto-dominatrix. Y a medida que leen más escenas, dan paso a un juego de poder dentro y fuera de personaje. Polanski dirige con su acostumbrada maestría y frialdad esta historia que es mucho más que la típica “la vida imitando al arte y viceversa”. Y lo hace con suficiente astucía para no caer en “teatro filmado”. Las actuaciones sostienen la trama y el interés hasta el final. La perversión, la musa, el sexismo, la deconstrucción de una relación de poder y el juego entre el texto escrito y la improvisación son el motor de esta pequeña obra maestra.
¿QUIEN SOY? Gran texto y grandes actores. La pieza retrata la inquietante relación entre un director teatral y una muchacha que quiere ser actriz. Ella es vulgar sin experiencia, insolente. El director le toma una prueba. Y allí aparece otra, esa segunda persona que le da identidad al cine de Polanski. Como otras veces, en el juego de espejos invertidos su cine encuentra el mejor camino. Sus personajes orillan la degradación, desafían los límites y aquí juegan con la realidad y la ficción para hablar de la vida, del poder y del amor. El texto se enriquece por la mirada turbia de quiénes lo dicen. Ella, con sus comentarios y sus puntos de vista, descubre cosas que al autor ignoraba. Y en ese ida y vuelta entre la representación y la revelación se van abriendo como cajas chinas subtramas que ayudan a perfilar el carácter de los dos personajes de la obra y de las personas que los interpretan. La pieza teatral se inspira en una novela escrita del austriaco Leopold von Sacher-Masoch, el “fabricante” del masoquismo. Sumisión y dominio, entrega y control se alternan en un vínculo que nos dice que el amor no libera, sino esclaviza. Magnifico film, con un estupenda pareja actoral (Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner) que nos habla de sumisión y dominio. Dice que al final la supuesta víctima es quien manda. Intenso y profundo, reflexiona sobre el deseo de poseer y el miedo a ser poseído. Y deja ver que muchas veces no se sabe lo que quiere hasta que llega ese otro que nos enseña a descubrirlo.
Los rostros del mal Desde su primer corto, Asesinato (1957), Roman Polanski ha escrito con cada film un capítulo más de su retórica sobre el mal, entidad esta que asume variadas formas. Los comienzos de sus películas son invitaciones para introducirnos a lugares cerrados a través de un largo y delicado travelling, donde la cámara espía suele adoptar el punto de vista de un ser más allá de lo terrenal. Con esta presencia ingresamos y al final salimos. El círculo está presente y somos liberados, a diferencia de quienes soportan el horror de lo cotidiano adentro de un departamento, en un barco o en un teatro medio pelo de París, tal como sucede en La piel de Venus. La situación nos habla de un director de teatro que está buscando a una actriz para su obra, basada en la novela decimonónica Venus in Furs, escrita por Leopold von Sacher-Masoch, el hombre que dio nombre al masoquismo. El viaje inicial de la cámara no es sólo un recurso de galantería propio de un realizador con oficio. La búsqueda del encuadre justo y el detenimiento frente a las puertas del lugar son las marcas subjetivas de quien elige a su víctima. Lo corroboraremos al instante: plano de espaldas al director de la obra, corte imperceptible y plano de una llamativa mujer cuyos ojos de serpiente ya lo han dicho todo. El travelling ha construido un marco de excepcionalidad y entonces es el momento adecuado para que comience el duelo dialéctico de palabras/miradas/cuerpos. Los diálogos iniciales dan forma paulatinamente a las posiciones enunciativas de cada personaje. La sensibilidad del artista se verá afectada por la irrupción tilinga de esta mujer que interpela su academicismo como si fuera su lado oscuro, capaz de calificar la obra como un porno sadomasoquista. Mientras él se esfuerza por confirmar las fuentes literarias, ella insiste en un referente más cercano y popular, la canción de The Velvet Underground que lleva el mismo nombre. Será apenas el primer eslabón en una cadena de dominio femenino progresivo magistralmente sostenido por la misteriosa y fatal presencia de Emmanuelle Seigner ante el alter ego del polaco, que bordea el sano ridículo, compuesto por Mathieu Amalric. Hay un momento que marca un quiebre en la relación: ella ocupa el centro del escenario, iluminada para que resalte su palidez, mientras él la escucha de espaldas, sentado, recitar el texto de corrido, subyugado primero por el tono de su voz y luego por la perfección demoniaca que evidencia la postura corporal. Allí entra en el juego del que será víctima inevitable. Ahora la grosera interpelación se transformará en seducción. Los ojos de Seigner son los de la serpiente bíblica. El color rojo se esparcirá por diversos significantes hasta el final, en una secuencia de antiguos ritos paganos, extraordinariamente musicalizada. Hay un malentendido recurrente en quienes ven teatro filmado en una película cuyo marco es teatral. Parece haber sido también el caso de La piel de Venus. La cámara espía de Polanski nunca se resigna al punto de vista estático del espectador en la butaca. En el interés por la dinámica de las relaciones interpersonales, jamás abandona a los personajes en ese espacio acotado. Los planos tienden, por tramos, a cerrarse para generar sensación de asfixia; cuando se abren, la cámara explora desde variados ángulos lo que ocurre, con la fluidez propia de quien se mueve para acechar con la mirada. Sus clásicos Long Shots de personajes conversando a distintas profundidades de campo acentúan un ida y vuelta entre una perspectiva más objetiva focalizada en el marco y otra que hace hincapié en el curioso observador. Cuando abandonamos el lugar y las puertas se cierran, somos expulsados, silenciosos, impotentes y ávidos. En ese único y continuo movimiento se reúnen todos los voyeurs del film, incluidos nosotros, los espectadores. Este desplazamiento coreográfico que atraviesa la intimidad del otro mucho tiene que ver con el cine y poco con el teatro.
Las cosas por su nombre Parece ser que el teatro es un espacio de seguridad para Román Polanski, tal como sucediera en “Un Dios salvaje” (2011), el actor de muchas de sus propias películas, en su última realización, y siendo el personaje un director de teatro, deja el papel protagónico en manos de otro. No está demás refrescar sus inicios de formación como actor bajo la dirección de su compatriota Andrzej Wajda, valga como ejemplo “Generación” (1955), un filme sobre la resistencia de los jóvenes polacos durante la ocupación nazi en la segunda guerra mundial. Pero el tratamiento y la idea llevada a cabo por el director, (magistral puesta en escena), hacen que no termine por establecerse como un definitivo alter ego de él mismo. El principio y el final de la producción (prestar mucha atención) desarticula el resto del texto, algo del orden de la mirada social se pone en juego, y es casi una travesura que realiza Polanski con el uso de la cámara que parece un postulado, pero resulta ser otro. La cámara circula por los exteriores de la ciudad de Paris, en un lateral se ve la puerta de un teatro, y es dentro de éste recinto en el que nos instalan para que seamos testigos de la trama central. Allí es donde nos encontramos con el director de teatro Thomas Novachek (Matheiu Amalric), decepcionado luego de un día a pura selección sin haber podido encontrar la actriz para su próximo proyecto teatral. Habla con su mujer, discute con los productores de la obra, y hace su entrada Vanda (Emmanuelle Seigner), mojada por la lluvia, desarreglada, poseedora de un lenguaje vulgar, masticando chicle cual soldado yankee, con la mirada extraviada. Desea que le hagan la prueba de actuación. Thomas a primera vista cree que la chica se ha equivocado de dirección. Pero algo de la transformación en el sujeto, a partir de encarnar a su personaje, empieza por sorprender a Thomas para terminar subyugado, y de eso versa el contenido del texto propiamente dicho. El cineasta polaco posee la facilidad de encontrar esa voz única, temperada, de gran hondura psicológica en las traslaciones cinematográficas de obras de teatro: hacerla propia e instalar su visión sobre las mismas. Retorna el Polanski de la claustrofobia, el de las pequeñas miserias humanas. “La piel de Venus” debería poderse ver como una historia dentro de otra, pero no es así. Los personajes van y vienen dentro del texto de origen, se lo apropian, tal como hace Polanski con su adaptación de la novela publicada en 1870, “La Venus de las pieles”, del autor austriaco Leopold von Sacher-Masoch, obra que dio origen al término masoquismo, acuñado por primera vez por médico alemán Kraft Ebbing. Si bien el común denominador del argumento comienza circulando por el moderado arbitrio establecido, que revela al hombre como déspota en las relaciones afectivas entre ambos sexos, tal cual la dialéctica del amo y el esclavo, produciendo alteraciones constantes, en tanto que la película lleva esta inversión al campo sexual. Lo que se convertirá es un impensado juego de sugestión, seducción, resignación y sometimiento, con Thomas comprimido en otro estamento y Vanda transmutada en lo imprevisto. En referencia a esto Román Polanski dijo en una entrevista que “la sátira sobre el sexo es muy seductora. En algún momento esta idea del macho es destrozada en mil pedazos”….. Por supuesto que la realización se sostiene a partir de un gran despliegue de los recursos histriónicos de sus actores, todo lo hacen creíble, pero no se instalaría como un gran filme si no fuese por la mencionada puesta en escena. La cámara insidiosa pero no invasiva, el montaje de corte milimétrico sobre los actores, sobre el espacio físico, la dirección de arte en general, los objetos trabajados en función narrativa, el manejo de la luz, y la fotografía en particular.
La película empieza y todo parece indicar que se trata de otra apuesta a lo seguro de Polanski: al igual que en Un dios salvaje, acá el director transpone una conocida obra de teatro cuya economía estética no promete mucho más que algunas dosis de sátira y mucha cháchara sobre la vida moderna, el trabajo y la convivencia con los demás; es casi como si el mal teatro, visto a través del lente del cine, hiciera todavía más visibles sus defectos. Como aquella, La piel de Venus también comienza con un tono grotesco que por momentos se torna molesto: Emmanuelle Seigner hace a la mujer que llega tarde a una audición para un papel en una adaptación de La Venus de las pieles, la novela de Leopold von Saher-Masoch, y la compone como una bruta fenomenal que arrasa con el pequeño universo del director de la puesta. Hasta que el duelo de personalidades da inicio y Wanda comienza a remontar la partida, el relato es reiterativo y por momentos un poco irritante. Cuando ella captura la atención de Thomas, la película despierta igualmente nuestro interés, aunque todo el asunto no deje de ser nunca solo una cuestión metatextual: teatro (cine) que habla del teatro, donde los límites entre realidad y ficción empiezan a borrarse, donde los personajes se confunden a su vez con sus papeles. Nada nuevo u original, pero ya se sabe que esta clase de artefactos suelen gustar a espectadores y críticos que se fascinan rápidamente con cualquier puesta en abismo de la representación, y que después hablan de juegos de cajas chinas. Sin embargo, Polanski sabe de cine y comprende rápidamente que no puede confiar su película a ese simple mecanismo autorreflexivo. La inteligencia de La piel de Venus pasa por otro lugar muy distinto: el director hace surgir el cine prácticamente en cualquier momento, como cuando el encuadre expresa el estado de ánimo de los personajes a través de elementos visuales (como un foco o un hogar de utilería), cuando diagrama el espacio y sus recorridos de tal forma que den cuenta de la dominación mutua en la que se engarza el dúo, o cuando, ante la tentación del plano contraplano, Polanski opta por planos medios que permiten seguir a los dos protagonistas al mismo tiempo. Pero la tarea no es nada fácil: una buena parte de la historia transcurre con los protagonistas arriba del escenario y alejados, cada uno atravesando grandes cambios narrativos. En esas largas escenas, el director no tiene otra opción que alternar los planos como lo haría cualquier telenovela: ni teatro ni cine, solo una rutinaria gramática televisiva. El plan de Polanski muestra sus límites: mientras que en el teatro podríamos elegir a cuál de los dos personajes barrer con nuestra mirada, en la película solo accedemos a un pobre y caprichoso resumen de los intercambios entre Wanda y Thomas. El relato avanza de todas formas y, a medida que pasan los minutos, parecen esbozarse los temas de la filmografía del propio Polanski: el encierro, el desvanecimiento de la identidad, el travestismo. Da la impresión de que el director hubiera elegido la obra de David Ives por esa afinidad temática. El relato se acerca a su fin y la discreta elegancia con la que Polanski había logrado reinterpretar por momentos el original cae bajo el peso de las vueltas de tuerca de la obra de Ives: cambio de roles, fusión definitiva entre ficción y realidad, intento de sorprender burdamente al público mediante giros narrativos; Wanda dice “ambivalencia” en vez de “ambigüedad” y Thomas la corrige, pero es que, con esa puesta subrayada y esos diálogos afectados, en la propia película ya no queda lugar para ambigüedad alguna. El parecido de Mathieu Amalric con el propio Polanski hace suponer que, a pesar de todo, el director se divierte con su nuevo alter ego repasando esta obrita que explica hasta el cansancio el libro de Sacher-Masoch, como si hubiera ahí alguna clase de ingenuidad que lo seduce, como en otras ocasiones lo hicieron las películas de vampiros o de piratas. Al final, consciente de que de ese berenjenal ya no se sale, Polanski hace irrumpir una suerte de clima diabólico que coquetea voluntariamente con lo camp; quizás sea que el director trata de desligarse de todo el asunto con ese cierre imposible, como si quisiera decirnos que en el fondo la cosa tampoco le importaba demasiado como para tomársela muy en serio.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Lucha de sexos en un espacio teatral Relaciones de poder entre hombres y mujeres, desdoblamiento de personajes, encarnaciones y suplantaciones entre un amo y un esclavo. En los últimos años de su labor como director Roman Polanski confía en la combinación del lenguaje cinematográfico con el teatral dejando resultados poco interesantes dentro de su obra, especialmente, si se la compara con los títulos de los años '60 y '70. La experiencia empezó con La muerte y la doncella, adaptación del texto de Ariel Dorfman y el recuerdo de la relación de una prisionera torturada y su torturador durante la dictadura de Pinochet, para continuar con la débil traslación de Un dios salvaje, sobre Yasmina Reza, donde se contaban las alteraciones de dos matrimonios y padres con un conflicto particular de sus hijos. Aquel viejo axioma que refiere al "teatro filmado" como representación de una puesta en escena que le debe más a la "caja cerrada" que al lenguaje del cine, retorna en la transposición de la obra teatral de David Ives que, al mismo tiempo, invoca a la novela de Leopold con Sacher-Masoch, escrita en el siglo XIX. Un pasaje ideal para Polanski como director: del apellido Masoch proviene el término "masoquismo" Clinc, caja para Roman. Al creador de Repulsión siempre le interesaron las relaciones de poder entre hombres y mujeres, el desdoblamiento de personajes, las encarnaciones y suplantaciones entre un amo y un esclavo. Pues bien, el director de teatro Thomas Novacheck (Amalric) busca a la intérprete de su nueva obra sin suerte alguna hasta que en una noche de rayos y relámpagos concurre a la audición la vulgar Vanda (Seigner, esposa del cineasta); desde allí, por lo tanto, se establecerá una lucha de poder (sexual, moral, profesional) que hará trizas cualquier señal de arrepentimiento y redención. Las máscaras se irán cayendo de a poco y el maquillaje invadirá un rostro extraño y atribulado, en tanto, aquel sujeto dominado por el otro pasará a transgredir cualquier reglamento. En esa batalla dialéctica, que pasa de la comedia al drama y del absurdo al realismo con contemplaciones, en esos cuerpos invadidos por las dudas y los interrogantes (sexuales, morales y profesionales, otra vez), Polanski se siente a sus anchas para contar una historia de perversiones a flor de piel y de espacios que se reconvierten de acuerdo al devenir del ensayo sobre la obra a la que "juegan" recrear sus únicos dos protagonistas. Por encima de sus intromisiones anteriores en el mundo del teatro pero varios escalones debajo de sus títulos más relevantes, La piel de Venus tiene a un perfecto dueto actoral que funciona como un reloj suizo, con química feroz y rabiosamente verosímil. En ese sentido, sería imposible imaginar la película sin los cuerpos y las máscaras de Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner. <
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Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli. Un espacio dedicado al cine nacional e internacional. Comentarios, entrevistas y mucho más. ¡No te lo pierdas!
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El teatro dentro del teatro Roman Polanski ya encendió la polémica sobre el “teatro filmado” cuando concretó su versión de “Un dios salvaje”, la obra de Yasmina Reza, dramaturga francesa con la que trabajó aquel guión, aunque en la ocasión la planteó como un filme en inglés y ambientado en Estados Unidos (a pesar de que no puede poner un pie en “la Tierra de los Libres y el Hogar de los Valientes”). En esta nueva apuesta, estrenada originalmente en 2013, como curiosidad se plantea la operación inversa: trabajar en Francia con actores franceses, y en francés, sobre el texto de David Ives, autor estadounidense. Y en todo caso, tomó las críticas como un estímulo para profundizar el desafío: ¿cómo sostener la tensión de una obra pensada para la copresencia del espectador con los actores? El veterano realizador parece trabajar a dos puntas: defender al actor como la materia prima del cine (tal vez una reivindicación en la era del despliegue visual sólo restringido por el recurso económico, como planteó alguna vez Peter Jackson) y buscar los trucos y las estrategias para sustituir la magia del teatro y envolvernos en algún tipo de verosímil, aunque sea un verosímil más cercano a la suspensión de la incredulidad que pide el teatro y no el de la visión realista. Puesta en escena Veamos eso: para empezar, “Un dios salvaje” era de entrada una obra realista, una reunión de cuatro personas que termina prolongándose demasiado. Ahí el desafío estaba en volver creíble la permanencia de los visitantes, y con buen tino marcar el paso del tiempo con la luz diurna en las ventanas. En “La piel de Venus” la obra original ya planteaba un juego del teatro dentro del teatro, como una serie de cajas chinas, y lo que hay que lograr es sostener la atmósfera de irrealidad. Porque Ives pensó la obra ambientada en un teatro desierto, donde se toman audiciones para una adaptación de la novela del austríaco Leopold von Sacher-Masoch, “Venus im Pelz” (desacierto en la traducción: la novela se conoce como “La Venus de las pieles” en castellano, “Venus in Furs” en inglés, y, en francés “La Vénus à la fourrure”). Allí, las fronteras entre ficción y realidad se irán fundiendo, es cierto... pero en una puesta convencional, a la italiana, la acción transcurre en el escenario y el espectador la ve desde la butaca. Polanski convierte a toda la sala en su espacio escénico: el escenario propiamente dicho pero también la platea, las bambalinas, algún pasillo. Agregará algún efecto sonoro (el tintineo de una taza por ahí, por ejemplo) como para incomodar al espectador, perturbando el juego de teatro semimontado que va absorbiendo a la dupla actoral. Y la música de Alexandre Desplat, que acompaña o realza según haga falta. Planos de realidad Porque no hay más que dos en escena. Thomas Novachek, dramaturgo debutando en la dirección, en vista de que los directores no lo comprenden (¿qué opinará Mauricio Kartún, o Javier Daulte, que dirige en el Paseo La Plaza su propia versión de la creación de Ives, como “Venus en piel”?), se está yendo del teatro donde se toman audiciones para su relectura de la clásica novela. Está por irse, lo espera su novia cuando, mojada por el chaparrón que se desarrolla fuera, llega Vanda Jourdain (homónimo al del personaje femenino, Wanda von Dunajew): una actriz sin currículum, tan voluntariosa como ordinaria e inculta. Parece no entender nada, pero consigue que Thomas la pruebe y de golpe conoce tanto la adaptación como la novela, y empieza a arrastrarlo a un doble juego, a una sublimación de realidad en ficción y una explicitación de motivaciones y sentidos ocultos que se volverán en su contra; que encontrarán su clímax en una escena intensa, donde la fotografía de Pawel Edelman refuerza la potencia de los cuerpos, especialmente el de Emmanuelle Seigner en toda su gloria, una diosa y a la vez una temible sacerdotisa bacante (el homenaje a la tragedia de Eurípides se preanuncia a lo largo de los diálogos; en alguna forma, todo lo que va a pasar está siendo sugerido, y la ilusión y el disfraz son parte de la trampa de Dionisos en el texto griego). Contracara Es que el realizador francopolaco (tan francopolaco como la coproducción que hizo posible esta cinta) confió el protagónico femenino a su propia esposa, una actriz eficiente y, a sus 49 años, dueña de una belleza sugestiva (ella fue la MILF “burguesa” que enloquecía al protagonista de “Dans la maison”, de François Ozon, sin ir más lejos). Como contrapartida eligió a Mathieu Amalric, también director a la vez que actor, siempre inquietante con sus rasgos angulosos de Europa del Este (su madre nació en la aldea polaca donde el director vivió; alguno se animó a pensar si Polanski no lo vio como un posible alter ego suyo) y su mirada intranquila. Lo suyo es un verdadero tour de force, como el hombre entregado a la impactante mujer, al igual que el Severin von Kusiemski del original. Como decíamos, el final dejará estupefacto a más de uno, tanto por la resolución como por el aterrizaje en cuanto a la suspensión de la incredulidad que se genera: finalmente nos hemos rendido (nosotros espectadores) a la magia de los cuerpos de los actores, y a las simples pero eficientes luces del teatro.
FÁCILMENTE EXPLICABLES, DIFÍCILMENTE INEXTRICABLES “Todos somos fácilmente explicables, pero difícilmente inextricables”, es una de las frases que se repiten en la última película del director polaco, Roman Polanski. La Venus de las Pieles (2013) es una película intensa, confusa y atrapante. Es de esos films que dan lugar a múltiples interpretaciones y juegan con lo psicológico. Sigue fielmente los rasgos característicos de las películas de Polanski, como el humor negro y el lado surrealista de las relaciones humanas, sin embargo es una película muy distinta porque presenta mayor sencillez en el tipo de puesta en escena y el escaso reparto actoral. La historia (y el nombre de la película) está basada en la novela escrita por el austríaco Leopold von Sacher-Masoch en 1870, la cual es una representación de su propia vida y experiencia personal, tratando temas como el amor y el masoquismo. La historia se desarrolla en un teatro vacío de la Francia actual, en un casting, ante la difícil búsqueda de una actriz que se adecúe perfectamente al papel de la protagonista de la obra. La obra que el director teatral, Thomas (representado por Mathieu Amalric), buscaba llevar a cabo es “La Venus de las pieles” del austríaco Von Sacher-Masoch, pero no encontraba a la actriz ideal que represente a Vanda, la protagonista de la novela. La película comienza cuando él, indignado, esta por volver a su casa después de una larga audición, hasta que llega a las corridas una mujer (Emmanuelle Seigner) que deseaba el papel principal. Curiosamente, la mujer también se llamaba Vanda, muy bella aunque bastante grotesca, desprolija e inquieta. Después de tanto insistirle, ella termina haciendo una alucinante actuación y él, maravillado, continúa la audición solo con ella, y hasta comienza a participar en la actuación de algunas escenas. A partir de aquí la película da un giro, se empieza a entrecruzar el diálogo entre los personajes de la película y los de la novela. Aparecen dos historias simultáneas que se conectan a través de un interesante juego de manipulación y seducción, hipnótico y confuso. A la hora de definir de qué tema trata la película se nos hace tan difícil a nosotros como espectadores como a los personajes de la película respecto a la novela, ya que ella reniega del sexismo que representa mientras él sostiene que la idea central es la represión de nuestros deseos. Entre toda esta confusión y la diversidad de posibles interpretaciones, se crea un escenario de cuadros dentro de cuadros en el que nosotros también formamos parte. En fin, se me ha hecho difícil descifrar lo que el director quiso representar con esta enigmática película. Quizás lo que importa, como usualmente lo hacen las obras de cualquier otra disciplina artística, es la interpretación personal del espectador, aunque bien sabemos que en el cine eso es ambivalente. Entonces ¿cuál es el mensaje? Aparecen diferentes temas (en mi opinión, demasiado clichés) como el sexismo, la dominación, el masoquismo, el dolor, la venganza del feminismo contra el machismo, la seducción, la atracción, el placer. ¿Pero realmente es lo que Polanski quiso representar? Si la respuesta fuese afirmativa, hay algo que me hace ruido. En la ambiciosa tarea de querer descifrar el mensaje de esta película, que me pareció mucho más compleja y profunda de lo que aparenta, me detuve en la expresión que da el nombre a esta nota. Creo que todos los temas que se tocan en la película desvían nuestra atención cuando en realidad hay algo estructural que engloba todo aquello. Estoy hablando del ser humano. Pienso que hay un intento de Polanski de problematizar la naturaleza humana a través de esos temas. Cuando dice que somos fácilmente explicables puede estar haciendo referencia a todo ese esbozo científico e intelectual de explicar la conducta humana y sus manifestaciones (en la película se menciona la Sociología un par de veces). Al conocer nuestra realidad y nosotros mismos, vemos que estamos dominados por fuerzas negativas, internas y externas, que vienen de afuera y que, a la vez, son producto de nuestras propias acciones. Pero al afirmar que somos inextricables, difícil de resolver, está problematizando esta cuestión de que, por más que hagamos todo lo posible para conocernos, conservarnos y progresar como sociedad, seguiremos teniendo ese costado negativo, siempre existirá en nosotros esa pulsión que inevitablemente causará daño. Sin entrar en detalle, en la película uno de los dos termina ganando y el otro perdiendo: la desigualdad no deviene en igualdad, sino que se revierten los roles. De esta cuestión se desprende otra consideración personal con respecto al cine en general: el arte cinematográfico tiene esa potencialidad de sumergirnos en lo más profundo de nuestros pensamientos. Es un logro que una película, además de conectarnos con ciertas emociones, nos lleve a niveles de abstracción más elevados. Hace mucho que no me encontraba con una película de esa naturaleza y, evidentemente, el desafío de Polanski no era mostrar algo que nos resulte obvio y cotidiano, sino algo que va mucho más allá. Una interesante película para pensar y reflexionar sobre nosotros mismos.
Lucidez pura, invencible: “Nadie es sustancialmente alguien, pero cualquiera puede ser cualquier otro, en cualquier momento”. La sentencia cierra un texto hermoso de Borges titulado “El querer ser otro”. ¿No es el título y la oración citada justamente la síntesis de lo que define el quehacer de un actor? La última película del octogenario Roman Polanski puede ser vista como una exposición del alcance de ese veredicto. Las circunstancias, como los guiones y los parlamentos, delimitan algo del (yo del) intérprete. Un papel y una personalidad existen en un contexto. Mathieu Amalric es un director de teatro; Emmanuelle Seigner, una actriz desconocida que llega tarde a una audición. El director está a punto de irse y tiene una cena, pero la insistencia de ella, cuyo nombre, Vanda, coincide con el de su personaje, doblega el desinterés de quien aquí toma decisiones. Bastará que Vanda interprete la primera línea para que él detecte que esa desconocida es la actriz perfecta para el papel de su obra, una adaptación de La Venus de las pieles, una novela breve de Leopold von Sacher-Masoch escrita en 1870. De ahí en adelante, él simulará ser Severin, el personaje masculino de la novela, que alguna vez en su infancia recibió un castigo por parte de su tía, castigo que involucraba una piel de zorro y que signó misteriosamente sus gustos sexuales. Acaso el nacimiento de una perversión y una conducta: “La vida hace de nosotros lo que somos en un instante imprevisible”; como sea, de ese hombre y nombre proviene el concepto para quien goza con la sumisión y el padecimiento físico: masoquismo. El propio texto interpretado impone lógicamente una escenificación del poder. Vanda se impondrá de a poco, y los cambios en el personaje que interpreta Seigner son tan imperceptibles en un principio como vehementes luego: empezará cambiando las luces de la escena y terminará disfrazando al director y duplicando el juego de poder de la novela más allá de su representación. La duplicación es aquí una palabra operativa: Amalric parece Polanski 30 años atrás; Seigner es la mujer de Polanski, que tiene literalmente 30 años menos. Todo, en cierta medida, remite a algo de Polanski, hasta el cuchillo que aparece en una escena cercana al final y el cactus gigante que ha quedado de una escenografía de un ridículo musical belga, adaptación de La diligencia de John Ford. Se dirá que la película es demasiado teatral. ¿Es solamente porque tiene lugar en un teatro? La forma del montaje, el austero pero preciso concepto sonoro (y la música aquí no cuenta, porque eso sí es un problema en la película) y algún que otro movimiento de cámara desmienten tal apreciación. En verdad, hasta una road movie puede ser teatral, y una película de cámara y de actores no es necesariamente una película teatral. Y tampoco es una comedia negra existencialista. Las palabras no expresan una psicología profunda, más bien ocurre lo contrario: la conducta es un efecto de superficie en consonancia con las palabras. Película menor de Polanski, sanamente perversa y sorpresivamente cómica, lo que resulta casi una novedad. Véase el gag del rington del teléfono y el chiste que incluye al filósofo Derrida. Este Polanski evanescente deja su lugar de autor omnisciente y permite que sus actores dominen la película, sometiendo discretamente al público al placer de observar la contingencia de esas dos criaturas que se confunden con sus respectivos papeles.
La cámara recorre indiscretamente la calle bajo la lluvia y divisa el escenario en el cual el espectador estará inmerso toda la película: El teatro. Allí, Thomas (Mathieu Almalric) está furioso porque no consigue el papel protagonista femenino para su obra La piel de Venus. Dice que ninguna de las actrices que participaron del casting están capacitadas -que a lo largo del film se puede notar el alto voltaje y dramatismo que requería- y prepara sus cosas para irse. Es el momento en el que aparece Vanda (Emmanuelle Seigner). Dispuesta, atrevida, encaradora y empapada por la lluvia torrencial que hay del otro lado de la puerta -que separa a “otro mundo”- quiere quedarse con el papel a toda costa. Tras regateos con Thomas consigue que éste no se vaya y la vea. Es otra persona, muta, se transforma en la actriz indicada para Thomas, que dará inicio al teatro de Polanski. El tridente Sacher-Masoch, David Ives y Polanski hacen La venus de la pieles algo multiplataforma. El primero la escribió, el segundo la teatralizó y el tercero la llevó a la pantalla. La obra crea una alarmante tensión entre dos personajes y alterna entre el amor, el erotismo y el oscuro deseo. Polanski juega con la intensidad de un incomodísimo diálogo entre los actores que se entremezcla con el atrevido texto de la obra a ensayar. Porque La venus de la pieles se trata de un ensayo que sobrepasa los límites y toma al sadomasoquismo, en realidad, como el protagonista, y lo cuestiona. Esta acción se produce correctamente entre dos actores que están a la talla. Seigner -mujer en la “vida real” del director, véase entre sus obras con el polacofrancés en Frantic (Frenético – 1998), Bitter Moon (Lunas de hiel -1992) y The ninth gate ( La novena puerta– 1999)- metamorfosea su personaje y distingue a la persona y a la actriz de una manera admirable. Amalric -reciente ganador en el Festival de Mar del Plata como mejor director por su película Le chambre blue– acompaña y “deja ser” a su compañera, aunque transitoriamente su potencial se desarrolla y, si se compara la mentalidad de su personaje al inicio y al final de la película, se puede llegar al asombro. La venus de la pieles saca la molestia que dejó Le scaphandre et le papillon (La escafandra y la mariposa -2007), cuando la unión de esta dupla se vio obstaculizada por la parálisis de diminuto actor, en su personaje como antiguo redactor en jefe de la revista Elle. Roman Polanski tiene 81 años. Ha hecho a lo largo de su extensa carrera muchas películas que encierran un solo escenario, filmes claustrofóbicos. Si un cinéfilo ve La piel de Venus, es casi imposible que no se acuerde de su anteúltima película Carnage (Un Diós salvaje -2011)- basada en la obra de Yasmina Reza- en la que 2 parejas elevan la intensidad de una absurda discusión en tono de comedia. Otro film teatral del enano director es Death and the Maiden (La muerte y la doncella -1994), que sucede en un solo escenario, una casa y su corto alrededor, y se entrega a las actuaciones de la ostia de Sigourney Weaver, Ben Kingsley y Stuart Wilson -sobre todo los 2 primeros- que transmiten el mas recóndito de los suspensos. Citaré por último a Bitter Moon, que con esto de relacionar sus filmes pasados con La venus de las pieles, tiene dos condimentos esenciales que lo conecta a este film y acentúa el concepto de obra del retorcido director: Emmanuelle Seigner y el sadomasoquismo. La francesa aquí es una chica ingenua que al final resulta ser lo contrario, pasa de ser humillada a humilladora y ejecuta actos sexuales de los mas poco convencionales con su novio, interpretado por Peter Coyote. Polanski continúa en su salsa, divierte como en su anterior película y te sabe oscurecer como en muchas de sus obras. Creo que es lo que busca. Su seguidor será recibido con los brazos abiertos, el que no lo siga y que además no entienda el francés, que sepa leer rápido y que se maraville con la inteligencia de un texto.